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Los Electricistas

LA HISTORIA DE GASTÓN COWISKY

ntre los personajes que se destacaban en la reciente Salta de antes, estaban -ya lo dijimos más de una vez- los artesanos. Los artesanos eran verdaderos técnicos, con una profunda vocación para sus oficios, a los cuales dedicaban toda su vida, todos los instantes de cada día, y sus familias vivían compenetradas de los altibajos de esa labor personal y creadora, que solían ejercer en rústicos y domésticos talleres, que funcionaban a la luz del sol, siempre en piezas de altos umbrales que daban a la calle. Carpinteros, ebanistas, lustradores, vidrieros, formaban a la larga nómina de artesanos que ocupaban especial lugar entre el conglomerado social de la apacible ciudad que era por ese entonces.

A estos artesanos, de modales solemnes y gestos pausados, a quienes respetaban todos los vecinos de la ciudad, se sumó en determinado momento un nuevo especialista que llegó junto con el progreso por estos lares. Fue el electricista. El anuncio de la instalación de una usina eléctrica en la ciudad causó revuelo en su momento y el desconocimiento supino de los detalles de esta fábrica de servicio, daba lugar a que la imaginación provinciana volara en su eterno mundo de fantasías amables. Es así que un conspicuo señor de esa época, acostumbrado a la práctica política de los nombramientos en cargos públicos, como solución adecuada a males económicos, anunció a sus amigos que se le había hecho llegar un ofrecimiento para prestar servicios en la nueva instalación próxima a instalarse en Salta. Un día antes de acontecimiento, el buen señor recibió una nota en su casa, en la cual se le decía que había sido designado "kilowat" de la usina. Se trataba de la broma de una anónimo amigo, se presentó a los encargados del establecimiento, donde rieron de buena gana, ante la congoja del portador del original nombramiento.

Esto fue algo así como el prologo de la parición en escena del arquetipo del artesano electricista que se destacó en Salta. Se llamaba Cowisky y vivió hasta hace pocos años. Era un hombre de edad  indefinida, corpulento y bajo, de tez rubicunda y rostro afeitado, que se desplazaba plácidamente en una lenta bicicleta, sobre la cual llevaba su pequeño cajón de exóticas  herramientas. Efectuaba instalaciones, arreglos en general y reparaba los primeros artefactos que se vendían en plaza.  Solía llegar a la casa del cliente, que le había solicitado su servicio, en hora temprana. Usaba por lo general un sombrero de Panamá, algo amarillo por el uso y por el tiempo. Siempre lucía un chaleco abierto entre cuyos bolsillos una cadena pregonaba la existencia de un reloj. Callado, con la mirada  buena de sus ojos claros, comenzaba su trabajo haciendo una minuciosa observación del campo de acción que habría de tener durante la jornada. Llevaba una larga escalera de especial factura, que manejaba con movimientos precisos y certeros, afirmándola contra las altas paredes de las casas de antes. Los largos cordones trenzados de color amarillo claro, iban tomando posición en las paredes, trazando líneas verticales y horizontales, ajustadas contra el muro con circunferencias pequeñas de madera fresca, de bordes torneados, donde se sostenían los aisladores de la loza blanca, tan característicos de esos tiempos anteriores a la complicada electrónica de nuestros días. Los chicos de la casa seguían con desmesurado interés sus movimientos, viéndole subir y bajar de la elevada escalera de color caoba, que le que le precedía en sus misteriosas operaciones de artesano discípulo de Volta.

Había un instante de suspenso, cuando al llegar las últimas horas de la tarde, los chicos se daban cuenta que la labor del electricista estaba próxima a su término. Entonces todos se juntaban y apartaban respetuosamente para dar paso al artesano bueno y paciente, que había soportado la permanente curiosidad infantil durante toda su labor.

El momento culminante llegaba cuando atornillaba una lámpara incandescente en la rosca conectada a los cables recién colocados. Bajaba de la escalera, y  marchaba hasta el medido negro que estaba detrás de la puerta de calle, como acurrucado en esa sombra llena de telarañas, donde se penitenciaba a ese inspector incorruptible, que preocupaba a las amas de casa  mes a mes por aquellos días. Giraba la gruesa lleva del medidor, y se encendía el "foco", entre exclamaciones de asombro de los niños y del ama de casa, que solía alabar el buen gusto con que había sido tendida la flamante línea conductora. Cobraba su paga, agradecía con su sonrisa buena, y salía lentamente con su alta bicicleta, para montar sobre la calle  con escalera sostenida sobre un hombro, donde le apretaba el saco de seda cruda, que solía usar cuando caía el sol de verano en la ciudad. Cowisky fue el electricista por antonomasia con que contó Salta. Posiblemente hizo el 90 por ciento de las viejas instalaciones y encendió la luz algún atardecer, mientras miraba en sueños la última instalación de cordones trenzados, que llevaban atrapada la chispa mortal y maravillosa que siempre alumbró sus pasos por la vida en la ciudad.


Fuente: "Crónica del Noa" - 28/06/1982

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá

 

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