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Los Arrieros

uchos años atrás el oficio de arriero era importante en todo el país y especialmente en esta región, que por ese entonces permanecía aisladas de la zona portuaria argentina, distante más de mil quinientos kilómetros, los que había que cubrir  en carretas al no existir todavía la línea férrea, construida muchos años después. 

Salta -sobre todo el Valle de Lerma- contaba con una ganadería más o menos apreciable, pero siempre necesitaba traer vacunos para atender sus necesidades de exportación hacia Chile. También había que atender las exigencias  del consumo del mercado de Tucumán, donde la industria  del azúcar agrupaba considerable cantidad de personas, incrementándose la demanda.

Lo que más se consumía era la carne vacuna, que se daba en  las "gamelas",  hervida ya sea como puchero o en esos famosos "tulpos", donde hervía la carne con hueso, trozos llamados "tumbas", hasta convertirse en potaje sabroso de gran valor alimentario.

Detrás de todo esto estaban los arrieros. Eran gauchos orgullosos de su libertad individual, que se ofrecían a conducir arreos de ganado a través de la selva o de las montañas. Hábiles jinetes y hombres decididos, viajaban cuidando la tropa de ganado por las sendas y caminos de herradura, por donde deambulaban los cuatreros y asaltantes.

Por eso para ser arriero también había que ser hombre de armas llevar para poder hacer frente a cualquier eventualidad que se presentara en el largo trayecto. Por entonces ya existía el comercio del ganado con la zona chaqueña, que comprendía lo que hoy son las provincias de Chaco y Formosa. El patrón partía con sus arrieros contratados en Salta, porque esta gente tenía que ser de mucha confianza. El viaje de ida lo hacían a caballo, llevando algunas mulas de tiro con las vituallas. Luego de la larga jornada el patrón del grupo se ponía en contacto con los ganaderos del lugar, conversando sobre la operación de compra venta en los bares que había en los pueblos. El negocio se hacía a sola palabra y pagándose de contado, forma acordada tácitamente entre los productores y compradores de ganado de todo el país. Una vez concertado el negocio se comenzaba en forma rápida a hacer los preparativos  para el arreo hasta el mercado de consumo. Se recorría a caballo los lugares donde estaba el ganado, se lo rodeaba y conducía a determinado potrero, donde debía aguardar hasta el día del inicio del largo viaje.

La caravana que seguía la polvareda que levantaba la tropa estaba integrada por mulas cargueras y algunas "huaipas", carretas de rústicos tablones cuyas ruedas estaban hechas de rebanadas de troncos de grandes árboles. Allí levantaban la mercadería que habrían de consumir durante el viaje como también el agua potable. La marcha la encabezaba el "marucho", un muchacho púber, montado en una mansa yegua seguida por una vaca vieja con un cencerro colgado del pescuezo, que iba dando sus sones al compás del tranco del animal. Así enfilaban  los senderos del mote, que cubría de sombra la caravana rumorosa, llena de mugidos que iban penetrando en el aislamiento de la selva, ahuyentando pájaros y animales menores.

Lentamente se avanzaba y los arrieros debían ir atentos, observando si algún animal salía de la tropa y entraba en la espesura por alguna senda. Si ello ocurría, se echaban sobre el apero y entraban en la maraña, donde en verdadero duelo sometían al animal hasta llevarlo nuevamente con la tropa.

Por las noches se hacía alto en un claro amplio del monte, donde el "marucho", haciendo sonar un cuerno, daba un amplio círculo con su cabalgadura, cerrando un remanso de lomos barcinos, alazanes y negros, que se iban aquietando de a poco. Entonces obraban los animales por si mismos, imponiendo sus misteriosas leyes. El toro más bravo de la tropa se colocaba en un  lugar estratégico para vigilar la posible presencia de un puma o un jaguar. En el centro de un círculo que formaban estaban las vacas con cría y luego los "maltones"; les seguían en orden los toros y bueyes viejos, y finalmente hacían un círculo defensivo los toros más jóvenes, quienes habían sido vencidos e duelo singular por el macho vigía de la tropa.

Junto al fogón los gauchos vigilaban contando casos y cuentos, y de rato en rato hacían una recorrida. Por las mañanas, al alba, entre los mugidos del ganado se reiniciaba el camino interminable, hasta que se salía por la zona de Metán al camino abierto, polvoriento y  ancho, que mostraba la cercanía de la meta. Se vendía el ganado y el patrón hacía efectiva la paga convenida en el bar más importante del pueblo.

El arriero esa noche estaba de farra. Así pasaba sus días hasta que nuevamente empobrecido, aparecía con su caballo y su avío para alistarse en otro viaje lento y lleno de peligros, donde se sentía librado a su propia habilidad y a su libre albedrío.

Fuente: "Crónica del Noa" -27/07/1982

 

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá

 

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