Si bien es cierto que “el hábito no hace al
monje”, debe reconocerse que en buena parte contribuye a la
individualización.
Lo cierto es que por demostración de poder, como
identificación de jerarquías, por higiene, protección,
abrigo, seducción, diferenciación social o por simple
coquetería, el hombre y la mujer -a lo largo de la historia-
han utilizado elementos en la cabeza, comúnmente llamados sombreros,
gorros, boinas, etc.; pero también han echado mano a peinetones,
vinchas, pañuelos, flores, cintas y hasta pelucas, todos testigos
de un pasado que desafía al presente.
Se
sabe que los hombres de la prehistoria utilizaban gorros de piel para
protegerse del frío, en tanto que en nuestro noroeste argentino
–durante el período prehispánico- la cultura de
La Aguada ha dejado excelentes grabados en donde se muestran importantes
adornos cefálicos relacionados a los guerreros o sacerdotes;
igualmente los incas nos han legado espectaculares adornos de plumas
multicolores, flores y tiaras de oro o plata que aún siguen
admirándonos.
El
primer registro de sombrero con alas es del siglo V a. C. en Grecia;
era usado por cazadores y viajeros para protegerse del sol y la lluvia
y, cuando no estaba en uso, colgaba de la espalda. Este sombrero fue
luego empleado por los etruscos y romanos, difundiéndose durante
la Edad Media por toda Europa. Con la conquista europea se introdujeron
diferentes sombreros en América, sobresaliendo los de los hombres
del siglo XVIII por su exagerada ornamentación.
Lo primero que utilizó nuestro gaucho para su trabajo
fue una simple vincha con la que sujetaba sus cabellos, luego cubrió
la frente con un pañuelo que se anudaba en la parte posterior
de la cabeza y, cuando podía, agregaba un sombrero de copa
alta y ala escasa. En el noroeste fue común el sombrero llamado
ovejón de ala ancha en la zona andina, en tanto que en el área
del monte prefirió el de cuero.
En las últimas décadas del siglo XIX, nuestro país,
ligado económicamente a Inglaterra, adoptó el aspecto
general de su indumentaria con la clásica galera, infaltable
en cualquier reunión que se consideraba de “etiqueta”.
Sin embargo, fueron las mujeres las que sobresalían por sus
capelinas grandes y pomposas que se mantuvieron hasta la década
del veinte, cuando se simplificó hasta transformarse en un
casquete que se colocaba hasta la altura de los ojos.
En tanto, los hombres aceptaron los ranchos o canotié
hasta que lentamente fueron desplazados por el sombrero de fieltro
o paño en la década de los 50, época en que fueron
usados sin distinción de clases.
Hubo modelos que hicieron furor de acuerdo con los años:
el chambergo gardeliano, el bombín o pavita como el que usaba
Yrigoyen, Charles Chaplin o Churchil; el canotié o rancho de
uso corriente; el sombrero de paño de alas anchas preferido
por Alfredo Palacio, Leopoldo Lugones y nuestro gaucho del chaco;
el fresco y liviano Panamá, que une su nombre a la construcción
del Canal aunque no se fabricaba allí, sino en Colombia.
En
el mundo de la moda femenina el sombrero aún mantiene su vigencia
y, a diferencia del hombre, ellas suelen animarse a más. Sin
duda el sombrero fue más que un accesorio imprescindible entre
nuestros abuelos, aunque la moda informal y, sobre todo, la aparición
del colectivo y los automóviles, los colgaron del perchero.
Sin embargo, el agujero de ozono hoy parece plantearse como un nuevo
desafío para el sombrero que amenaza con ponerlo otra vez de
moda.