Luego de realizar un concienzudo estudio analizando muchos documentos
y referencias, concluyó en que: si bien no existe un documento
específico, se cree que el lugar de la muerte de Güemes
es la Cañada de la Horqueta, fundamentalmente esta afirmación
se basa en las declaraciones de José Nina, nieto de José
Nina que fue peón del Gral. Güemes y que estuvo presente
en el lugar en el momento infausto. Me inclino a creer que es muy
valedero, porque muertos ya los hombres de la ciudad que habían
estado en la Cañada, todo se olvidó y ya nadie se acuerda
del lugar exacto. Los únicos que pueden saberlo, quizá,
sean los descendientes de los campesinos que todavía viven
en el lugar, como en el caso de los Nina. “Salom añadió
que” en 1911, el Museo Histórico Nacional se interesó
en una versión oral y encomendó a un artista, el señor
Arístenes Papi, situar y hacer un bosquejo del lugar. Papi,
buscando en la zona alguna versión fue llevado al humilde rancho
de José Nina. Este guió al pintor, y llegado al lugar,
se lo señaló. Estaban en la Cañada de la Horqueta,
pertenecientes a la Finca Los Noques. Allí narró a Papi
la vieja historia: “El abuelo decía que el general, herido
en la noche del 7 de junio vino de la ciudad por Las Higuerillas y
desviándose del camino entró en la Cañada de
La Tala y luego al lugar donde estaban. Allí la herida no lo
dejó seguir y fue descendido de su cabalgadura y depositado
al pie de ese árbol, donde le improvisaron un lecho donde murió”.
Volvió el pintor a la ciudad con su misión cumplida
y la Cañada se sumergió nuevamente en soledad y en el
silencio. Veinte años después, el 13 de febrero de 1932
llegaron hasta ella el general Gregorio Vélez, el coronel Ernesto
A. Day, el señor Martín Cornejo y el pintor Papi, guiados
de nuevo por Nina. Los presentes levantaron un acta y fijaron el sitio
como el verdadero de la muerte de Güemes. Dos años después,
el 17 de junio de 1934, siendo gobernador don Avelino Aráoz,
se inauguró un monolito recordatorio que cubría el añoso
tronco del árbol al pie del cual se dijo murió el Gral.
Güemes. Pero todo esto no fue suficiente para proporcionar seguridad
a los estudiosos - prosiguió Salom – “Parecía
no haberse hecho conciencia pública este señalamiento
debido, indudablemente, a la falta de un documento que fije expresamente
el nombre del lugar como lo exige la historia”.
Cuando Salom dio fin a su apasionante relato nos quedamos sopesando
cada una de las razones y argumentos de los estudiosos y con cuales
se quedaría definitivamente la historia. En días posteriores
meditábamos hacer algo, queríamos hacer algo; pero no
precisábamos qué. Entonces fue cuando tuvimos una idea:
hacer un homenaje a Güemes, pero no en la ciudad, sino allá,
en el monte, en el propio lugar de su muerte, en la desconocida Cañada
de la Horqueta.
Los preparativos fueron febriles, hecho en medio de una ansiedad
creciente. Teníamos que llegar a La Cañada de la Horqueta,
la idea era vivir de algún modo las mismas condiciones climáticas,
anímicas, en las que transcurrieron las últimas horas
de vida del general.
Nos alistamos para el viaje Ramón Cortez, Miguel Salom, Farat
Salim, Pablo García, Luis Madeo, Mateo Manuguerra y el que
escribe.
Partimos en la mañana del 16 de junio de 1956, en un camión
cedido por la Dirección de Viviendas. Tomamos el camino que
corre al pie del cerro Independencia, paralelo al río Arias.
En pocos minutos llegamos al lugar denominado La Pedrera, distante
diez kilómetros de la ciudad. Ese nombre se origina por la
existencia de una vieja cantera de donde se extraen piedras para construcciones.
En este punto el camino se abre en dos ramales que toman rumbos diferentes:
uno sigue en dirección Sur paralelo al río Arias y el
otro comienza a trepar la sierra hacia el naciente. Nosotros tomamos
el de la sierra y comenzamos a elevarnos en repetidos zig –
zag y en curvas que siguen las entrantes y salientes de los contrafuertes
de las serranías. Es el viejo camino que unía Salta
con Tucumán hasta que se construyó la ruta asfaltada
por el Portezuelo. Mucho antes, incluso, fue camino de herradura que
permitía la unión del Valle de Lerma con Metán
y Rosario de la Frontera. Llegados al alto, su trazado se desenvuelve
entre lomadas ondulantes, cañadas secas y pequeños barrancos
para luego comenzar un descenso largo, sinuoso, hasta desembocar en
un valle. Es ancho y bastante profundo. En el fondo hay un arroyo,
árboles junto a las casas, diminutas parcelas cultivadas y
una capilla. Este paraje se llama la Quesera.
La Quesera
fue en otro tiempo centro activo de la vida del gauchaje, lugar de
invernación del ganado, puesto de avanzada de las guerrillas
güemesianas y punto de reunión de los chasquis que acortaban
distancias por los senderos del monte. Ahora yace en el olvido, tan
sólo algunos ranchos y solitarios cactus, ennegrecidos por
las intemperies, como vigías sempiternos tratan de sobrevivir
en las asperezas de la sierra. La visión de caseríos
es la visión de un pueblo donde se ha detenido el tiempo.
Antes de medio día entramos en una zona diferente. El camino
se estira hacia el sur en leve descenso, casi sin curvas. La vegetación
es más limpia, más blanda. Ahora aparecen las alambradas
en ambos lados de la ruta, también las tierras trabajadas por
el hombre. Campos sembrados, amplios corrales, alfalfares. Pertenecen
a la propiedad llamada finca La Cruz, que no está lejos. Desde
allí se ve la sala en un altozano a no más de un kilómetro
de distancia.
La Casa De La Cruz
Salom explicó: “ Esta finca era propiedad
de un pariente de la madre de Güemes y utilizada por éste,
como todas las de su familia, para mantener sin cargo las caballadas
y haciendas del Estado que servían para la guerra. Está
a pocos kilómetros de El Chamical, donde el Héroe tenía
su cuartel general. En esta vieja casona estaba una posta que atendía
un señor Homes y que sería, lógico es pensarlo,
el encargado de hacer llegar los mensajes del jefe gaucho a las tropas
acantonadas en El Chamical y hacer correr con rapidez los enviados
a Belgrano en Tucumán.
Su techo de tejas a dos aguas y sus balcones con barandas de madera,
conservan la imagen de esta casa que debió ser opulenta en
otros tiempos. Todo revela sus 150 años de existencia, pero
todavía se mantiene de pie como si no quisiera morir para entregar
su mensaje a las nuevas generaciones. Hubiéramos permanecido
todavía mucho tiempo contemplándola, pero el fresco
de la tarde nos trajo a la realidad, había que llegar a la
Cañada de la Horqueta.
Los humildes moradores de un ranchito nos indicaron que no había
camino transitable para automotores. Teníamos que seguir a
pie 9 kilómetros monte adentro para llegar al monolito. “sigan
siempre la senda que va bordeando el arroyo – dijo el dueño
de casa - es la única que hay, de manera que no pueden perderse.
Varias veces se había tratado de dejar abierto el camino, pero
el río y el bosque lo impidieron. Las crecientes del verano
formaron barrancos de un metro, cavaron zanjones que provocaron desmoronamientos
de tierra y barro y, en partes, se formaron vallas por las acumulaciones
de piedras o de troncos y ramas amontonadas por la corriente. El monte
con sus especies de crecimiento rápido se encarga de completar
la tarea”.
Después de escuchar todas estas indicaciones, y muy cargados,
nos introducimos hacia el Este por una quebrada ancha y montosa. Por
el centro corre un arroyo. Es el que figura en el mapa con el nombre
de “arroyo de La Cruz”.
En verdad, en parte, se notaba el esfuerzo que se hizo para dejar
abierto el camino, algunos cruces del arroyo estaban emparejados con
piedras, barrancos que habían sido rebajados a pala y pico,
picadas abiertas en el monte espeso, pero todo destruido por las crecientes
del verano anterior. Prácticamente sólo queda una senda
rodeada por una vegetación enmarañada y espinosa. Además
de los clásicos garabatos, talas, piquillines, churquis y tiatines,
crece una abigarrada variedad de hierbas y de arbustos. En la senda
no faltan los cuises, insectos, gusanos y lagartijas. El pájaro
“ataja caminos” ave de singulares costumbres, ocupa nuestra
atención con sus conocidas piruetas. Los tábanos no
dejan de molestarnos con sus punzantes aguijones, bandadas de loros
se echan de árbol en árbol con su bullanguería
característica. Palomas, las hay de todas clases, especialmente
las torcazas que llenan la soledad del monte con su arrullo triste
y persistente. Las charatas y las pavas sólo se dejan oír
cuando está feneciendo la tarde. Aunque por momentos la vegetación
se hace más alta, la senda siempre está libre. Camino
obligado de puesteros y campeadores, cuando viajan, no le mezquinan
al hacha y a la macheteada. De vez en cuando somos sorprendidos por
el tropel de animales ariscos que huyen asustados ante nuestra repentina
presencia. Es zona de toros bravos.
A la salida de un pedregal, donde el arroyo de La Cruz dobla hacia
el Norte, nos dimos súbitamente con un terreno plano cubierto
de un espeso yuyaral donde aparecía la figura borrosa del monolito.
El monte rodeaba su eminencia de roca gris y dos velas estaban ardiendo
a sus pies. La emoción que ha ido creciendo gradualmente pronto
se hizo grito en nuestras gargantas y prorrumpimos en un ¡Viva
la Patria!, fuerte, rabioso, y nos quedamos escuchando el silencio
que fue creciendo en solemnidad en nuestras mentes y en nuestros pechos.
El escenario era áspero y bravío. Por el lado sur,
media docena de cebiles, notoriamente viejos, levantaban al cielo
sus brazos esqueléticos en una actitud de eterna imploración.
Al Oeste, a no más de cuarenta metros el arroyo con su caos
de piedras. En el codo que daba frente al monolito se acumulan gajos,
troncos, arbustos enteros. Se adivinaba que la corriente es brava;
allí estaban las señales de cada una de las crecidas.
En el Este, cerrada por la herradura que forma el contrafuerte terminal
de la sierra, se erguían en su lomo robustos y elevados ejemplares
de quebrachos y orco quebrachos que mecían sus copas al viento
de la Cañada.
Antes que desaparecieran las luces del día nos apresuramos
a juntar leña. Luego nos agrupamos alrededor de las llamas
del fogón que encendimos. Alrededor de las 21 comenzamos la
guardia por parejas. Cada uno debía permanecer una hora de
pie frente al monolito antes de ser relevado, pasamos la noche en
vela pues la guardia se suspendería recién a las primeras
luces del nuevo día. Para darle mayor realismo ideamos una
lanza con un palo largo y un puñal atado en la punta.
Así nos encontraron los últimos minutos del 16 de
junio y los primeros del 17, día que marca el paso a la inmortalidad
del Héroe Gaucho. La noche está oscura, callada y el
frío quema. Solamente un cielo limpio y estrellado contempla
con grandes ojos la Guardia. Mirando ese cielo de pronto se nos ocurre
una idea ¡ Hemos encontrado un nombre para nuestro acto! : “Guardia
Bajo las Estrellas”, si, eso le queda bien, Guardia Bajo Las
Estrellas sobre la propia tierra que vió consumirse la vida
del Héroe.
En la profundidad del silencio imaginamos el galope de las caballerías,
los gritos de guerra, las estridentes clarinadas que hacen hervir
la sangre en la pelea.
Las primeras luces del día 17 de junio llegaron lentamente
poniendo fin a la Guardia. Nadie durmió. Ahora es necesario
terminar el acto. Como no habíamos llevado flores para la ofrenda,
nos dispersamos por el monte y recogimos especies silvestres que se
han conservado al abrigo del frío debajo de los espesos pajonales.
La ofrenda se cumplió sin pompas, con la mayor sencillez.
Ramón Cortez y Rubén Fortuny depositaron en el suelo
al pie del monolito, un humilde ramillete de flores, rojas, azules,
y amarillas.
Luego entonamos las estrofas del Himno Nacional Argentino.
Miguel Salom se refirió a los hechos heroicos del prócer
y terminó con un pensamiento: “Aquí, bajo el mismo
cielo, cerca de estos árboles, en una mañana de angustia
y desazón, murió el jefe gaucho, sus hombres, los hacedores
de nuestra gesta, con el corazón anegado de amargura, presenciaron
lo irremediable. Seguro estoy que todos nosotros estamos embargados,
en este amanecer, de una conmovida vivencia. Hemos cumplido con una
misión irrenunciable”.
Así nació “La Guardia Bajo Las Estrellas”,
expresión del espíritu de un pueblo en admiración
y gratitud a su héroe.
DOS AÑOS DESPUÉS en Mayo de 1958, el destino quiso
que fuera Salom, director del Archivo Histórico de la Provincia,
el autor del hallazgo que atestigua fehacientemente el lugar de la
muerte del Gral. Martín Miguel de Güemes. Buscando entre
otros documentos en 1822, encontró uno que confirmaba definitivamente
ser la Cañada de la Horqueta el lugar exacto donde murió
el Gral. Güemes.
El documento dice textualmente:
“ Conste por esto ser verdad que Sebastián Silbera auxilió
con una res gorda al señor Gral. D. Martín Güemes
hallándose herido en el lugar de la Orqueta donde murió
y para que el interesado pueda cobrar su importe, le doy el presente
en Salta, mayo 20 de 1822.
Por el capitán Dn. Juan Hipólito Rivadeneira por no
saber firmar, Juan Manuel Quirós.”Por fin quedaba aclarado
el lugar exacto de la muerte de Güemes. Ahora la historia ya
podía aclarar la incertidumbre, un siglo y medio de dudas quedaba
despejado.
La Comisión Permanente de Homenaje al Gral. Güemes -Guardia
Bajo Las Estrellas- el Club Amigos de la Montaña mantienen
esta ceremonia desde hace 47 años, con su simbólica
guardia nocturna, el 16 de junio de cada año, en el propio
lugar de la muerte del Héroe CAÑADA DE LA HORQUETA.
( Ceremonia que ya se popularizó en gran parte del país).------
*El Prof. José Fadel es Académico Honorario en el Sitial
Guardia Bajo Las Estrellas de La Senda gloriosa de la Patria. En la
actualidad también es Presidente de La Comisión Permanente
de Homenaje al Gral. Martín Miguel de Güemes “Guardia
Bajo Las Estrellas”.