Luis María MESQUITA ERREA ·
1. El sentimiento de autonomía que preparó la emancipación.
El legado de dos siglos y medio que forjó el tipo humano del
prohombre argentino: aspectos soslayados por la historia oficial
La proximidad del Bicentenario invita a valernos de la perspectiva del tiempo como un mirador para una mejor comprensión del proceso histórico de la Nación Argentina. Como acertadamente señalan historiadores profundos, como Vicente Sierra, el desarrollo que se plasmó en hechos en mayo de 1810 comenzó a gestarse mucho antes, pero esto fue en parte tergiversado a posteriori para servir a una historia que intentó hacer creer que la patria vio la luz súbitamente y sin relación esencial con los siglos anteriores a esa fecha señera.
Pero toda verdadera ciencia se basa en el buen sentido que, en armonía con los datos históricos, enseña que una nación se forma, como la vida del hombre, que es su protagonista, en un lento y fecundo crecimiento en el que se van fijando los tipos humanos propios a cada pueblo.
Coincidimos con el Lic. Alejandro Moyano Aliaga, el Prof. Ignacio Tejerina Carreras y otros autores, en que hay un hito inicial que constituye como el acta de nacimiento de la Argentina como nación: es el acta de fundación de la primera ciudad, Barco (1550), germen de la primera gobernación argentina, el Tucumán. Esa ciudad pronto se consolida con ligeros cambios como Santiago del Estero; “Madre de Ciudades” que constituye el primer foco de la fusión estable y progresiva entre el elemento indígena y el hispano-cristiano en nuestro territorio, en el marco jurídico-político de la ciudad indiana y sus admirables instituciones, trasplantadas con las tradiciones vivas de la España del Siglo de Oro, con su impronta de Reconquista Medieval.
José María Rosa compara aquella lucha de la Reconquista por recuperar palmo a palmo la tierra de manos de los invasores ismaelitas con el esfuerzo titánico de las aldeas señoriales que nacían modestamente pero con todo un programa de grandeza a concretarse en el entonces “Nuevo Maestrazgo de Santiago”, al que consideraban una “Tierra de Promisión” (cf. T. Piossek, “Poblar un Pueblo”, p. 181). Programa que sería desarrollado por el impulso colectivo de generaciones de hombres y mujeres emprendedores -afincados con sus familias en suelo argentino para siempre-, y sus descendientes, nacidos y criados en él. Ejemplo típico de este proceso es Juan Ramírez de Velasco.
Una nota que marcó a fondo a los hijos de la tierra desde el comienzo, fue su gran autonomía. Aquella monarquía paternal de la Casa de Austria se expresaba en el pensamiento de un Virrey Cañete, cuando manifestaba que los vasallos debían ser miembros fuertes del organismo social, en condiciones de defender la cabeza del reino, el Rey Católico.
Al contrario de los sistemas que surgieron con el absolutismo, la Ilustración y la Revolución Francesa, de creciente estatismo, las mejores tendencias de la Cristiandad bregaban por el vigor de los vasallos. Y en América se acercaron a ese ideal los vecinos feudatarios, elemento promotor cuyos intereses personificaban los de la sociedad toda, como enseña Roberto Levillier en la “Crónica de la Conquista del Tucumán”. La distancia de la metrópoli y las libertades y franquicias de que gozaban eran fuentes naturales de desenvoltura. Libertades y franquicias cuyo cumplimiento se exigía mediante el juramento de respetarlas que hicieron (Jerónimo Luis de) Cabrera y todos los fundadores de ciudades.
La calidad de vecino feudatario, o encomendero, implicaba tres cosas: tener casa poblada en la ciudad, tierras de cultivo y encomienda de indios. El verdadero sentido de este arquetipo es desconocido adrede por muchos que se resisten a ver el pasado como fue, que no es como lo quieren reinterpretar con voluntarismo anti-histórico.
Eran los vecinos quienes gobernaban la ciudad a través del Cabildo, alma de nuestra historia en el período hispánico, y elemento capital en los albores de la Independencia. Este pilar de la organización política hubiera sido una fuente de equilibrio cuya perduración, adaptado a los nuevos tiempos, hubiese ahorrado muchos males a la patria. Pero el centralismo de Rivadavia y las logias, heredero del manifestado a fines del período virreinal con el nefasto Régimen de Intendencias -que, como afirma Tovar, resquebrajó a fondo los cimientos labrados por doce generaciones de argentinos- logró hacerlos desaparecer. ¿Por qué? Pues eran salvaguarda del federalismo que se encontraba latente.
En el binomio vecinos-Cabildo se encuentran las raíces del espíritu de autonomía que movió a los defensores del territorio patrio invadido por el absolutismo en boga en el conturbado siglo XIX, que vio nacer niveles de autoritarismo de estado desconocidos en el Antiguo Régimen. Al punto que una acreditada historia suizo-alemana sostiene que el poder de un Presidente de los Estados Unidos de entonces era incomparablemente superior al de un Rey europeo de los siglos XVII y XVIII (cf. Orell-Füssli “Weltgeschichte”).
Defendían la patria, el territorio de sus padres, donde habían nacido aquellos defensores en el seno de estirpes familiares patricias y populares que hundían sus raíces en los tiempos fundacionales. Lo veremos en el caso de La Rioja como en todo el Norte y demás zonas del país.
Los primeros cabildantes, mencionados aún como “padres de la patria” en algunos documentos, eran designados una sola vez por una autoridad superior –que era el fundador de la ciudad. A partir de allí, eran ellos y no la autoridad central quienes designaban a sus sucesores al terminar su mandato, lo que se hacía con pompa y circunstancia a fin de año, luego de oir con Fe y piedad misa del Espíritu Santo pidiendo sus luces para hacerlo bien.
Haber nacido en la heredad familiar, vivir de su producción, criarse en medio de viñas, plantaciones y hacienda que se multiplicaba milagrosamente, dirigiendo tropas de peones en los arreos de mulas; educarse en la casa ancestral, recibir formación cristiana de sacerdotes y religiosos –frecuentemente parientes-, oir hablar desde niños en la mesa o la tertulia de los grandes acontecimientos y asuntos de estado, respirar el ambiente de los claustros universitarios de Córdoba o Chuquisaca, intervenir en política como representantes naturales de los pagos y las regiones, destiló a lo largo de las generaciones un tipo humano con todas las características del líder natural, del miembro de clase dirigente auténtico.
Se perfiló el tradicional señor argentino del 1800, que conducirá milicias y ejércitos, será cabildante, congresal o gobernante, estará a la altura de las circunstancias en el trato con plenipotenciarios y estadistas de cualquier parte del mundo civilizado, demostrando que la nación estaba madura para comenzar a ejercer la soberanía en este gran país, soñado desde antiguo por los grandes conquistadores –Valdivia, Aguirre, Cabrera, Ramírez de Velasco- y bautizado en el 1600 con el sonoro timbre de la plata: “Argentina”.
Esa autonomía e hidalguía tenía también cierto carácter guerrero. Fue ganada desde la primera hora por aquellos vecinos cuyo deber de feudatarios los obligaba a mantener armas y caballos para responder personalmente a cualquier llamado a defender la ciudad o puntos distantes de la gobernación, cuyos hijos, a la temprana edad de 15 años, integraban la milicia capitular. Todo esto, más el peso de la noble responsabilidad de gobernar, formó el tipo humano del prohombre hispanoamericano que alcanzó, en los albores de la Independencia, la envergadura exponencial de un Martín Miguel de Güemes, que hoy merecidamente evocamos.
Tales hombres no surgieron al acaso ni súbitamente. Educados en la escuela del bien común y del sacrificio para servirlo, fueron celosos defensores de su autonomía, que sintieron amenazada por el centralismo invasor y burocrático de la era borbónica, potenciado por la alianza con la “república regicida” (la Francia Revolucionaria) y el despotismo de Napoleón. Era éste, al decir de Ranke, un jacobino coronado, que difundió en el mundo el modelo estatista que reemplazó las antiguas formas de la monarquía destruyendo los cuerpos intermedios. Era como si las esencias de la Madre Patria se hubieran desdibujado para los criollos, y buena parte de ellas se hubiese refugiado –paradojalmente- en estas tierras que se emancipaban sin dejar de ser hispanas.
Fieles a la tradición heroica, harán generosos sacrificios por la patria que asomaba a su plena autonomía, jugarse el todo por el todo, y caer en el campo de batalla, en la emboscada, bajo un puñal asesino, o fusilados en las convulsiones de las guerras civiles. Estas llevaron finalmente al triunfo, más teórico que real, del federalismo, y sibilinamente, por vías tortuosas e insospechadas, a la consolidación del centralismo.
Sin estos antecedentes no se explica la floración de hombres públicos entregados a la causa de la emancipación. Su amor a la patria nacida con las primeras ciudades se manifestó en la defensa de su suelo, sin contradicción en su espíritu. La autonomía lograda en dos siglos y medio de existencia no halló eco, lamentablemente, en las autoridades peninsulares, que pretendieron sofocarla por las armas. No queremos simplificar el problema sino destacar este aspecto fundamental. La patria debía consolidarse en un momento de crisis mundial y de codicia de potencias extranjeras; ante la opción absolutismo-independencia, la lucha se emprendió decididamente por ésta.
Sobre todo en las ciudades de gran comercio, por influencia de las logias minoritarias y activas, se acentuó la oposición entre “viejo” y “nuevo” orden. En el interior del “país real”, fue mucho más cuestión de “consolidar lo existente” bajo una nueva forma política que mantuviera las esencias cristianas, hispánicas, criollas, mestizas. Ejemplo de esto fue la resistencia organizada por hombres como Luis Burela, que salieron a pelear a la cabeza de sus milicias gauchas para evitar ser triturados por un distante y variable centralismo rioplatense y un obcecado absolutismo peninsular. Eran defensores de la tradición, la costumbre, la Fe y el terruño, divisas que llevaban grabadas en sus pechos, aunque no se explicitaron en un lema.
Nos emancipamos del poder político del Rey de España y su metrópoli, que no quiso o no pudo aceptar esta realidad y buscar un camino que garantizara la autonomía y mantuviera algún tipo de gran unión ibero-americana, que nos sigue faltando. Y que sólo se constituirá con el signo de la Cruz. Nos emancipamos para consolidar esa patria que se gestó en las trece ciudades históricas durante dos siglos y medio –fecundo período de mayor duración que el que va de 1810 al bicentenario. Lo corroboran las siguientes palabras de un representante de los criollos a las Cortes peninsulares, en vísperas de la emancipación:
“En ese “Memorial de Agravios”, como se conoce el documento –dice Martiré-, redactado en junio de 1809 por el asesor criollo Camilo Torres, se enuncia la equivocada concepción del gobierno español sobre América y las verdaderas ambiciones de los americanos. América y España son dos partes integrantes y constituyentes de la monarquía española, y bajo este principio y el de sus mutuos y comunes intereses jamás podrá haber un amor sincero y fraterno sino sobre la reciprocidad e igualdad de derechos [...] Las Américas, señor, no están compuestas de extranjeros a la nación española. Somos hijos, somos descendientes de los que han derramado su sangre por adquirir estos nuevos dominios a la Corona de España, de los que han extendido sus límites y le han dado en la balanza política de la Europa una representación que por sí sola no podía tener [...] Tan españoles somos como Don Pelayo y tan acreedores por esta razón a las distinciones, privilegios y prerrogativas del resto de la nación [...] Con esta diferencia, si hay alguna: que nuestros padres, como se ha dicho, por medio de indecibles trabajos y fatigas descubrieron, conquistaron y poblaron para España este Nuevo Mundo” (Eduardo Martiré, “La Crisis de la Monarquía española y su marco internacional”, en Nueva Historia de la Nación Argentina, Academia Nacional de la Historia, Ed. Planeta, © 2000, t. IV, pp. 221 y ss.).
Don Pelayo es el héroe fundador de España y de la Reconquista, el primer rey ya no meramente visigótico sino español. Los criollos se sentían tan españoles como él, y demostraron ser dignos de defender su suelo y libertades, la primera de todas, la de mantener el carácter católico de la sociedad y del estado. Esta secular escuela de heroísmo, con el aporte de los naturales, grandes y experimentados guerreros, fue la matriz de nuestros jefes y soldados de la Independencia. Que el grueso de la población –salvo pequeñas minorías extranjerizantes, más tarde conocidas como “logistas”-, quería mantener lo esencial del orden antiguo en un marco de autonomía y libertad surge claramente de la primera proclama de la I Junta, inmediatamente después del 25 de mayo. En ella, se compromete ante todo el pueblo a mantener, defender y vigilar tres elementos:
· En primer lugar, la Santa Fe Católica;
· En segundo, las leyes que nos rigen;
· En tercer lugar, los derechos del Rey.
Hubiese sido Fernando VII un rey como San Luis, o su primo San Fernando, habría sin duda abrazado a sus hijos y vasallos americanos. Su ceguera vino como anillo al dedo a los conspiradores que, movidos por las sociedades secretas liberales, enemigas de los “vasallos fuertes” y de los cuerpos intermedios, querían romper con los tres elementos que la I Junta se comprometió a defender.
Los ejércitos del absolutismo, en cuyos cuadros dirigentes figuraban no pocos miembros de aquellas sociedades ocultas, intentaron dominar por la fuerza a un pueblo que sólo por la catolicidad, el amor y la lealtad era pasible de ser ganado. El que en 1806 y 1807 había mostrado su fidelidad. La capacidad y el heroísmo de los criollos y sin duda la ayuda de Dios hicieron surgir a esta Argentina soberana. ¿En qué consistió el aporte riojano a la gran gesta?.
2. El aporte de La Rioja a la Emancipación
Como anticipamos, el espíritu que guió a sus prohombres fue el mismo que podríamos llamar de autonomía y tradición. Dice el Cnel. Marcelino Reyes en su Historia de La Rioja que si ésta no tomó parte (numéricamente significativa) en las heroicas luchas de las Invasiones Inglesas, fue sólo por la larga distancia que la separa del teatro de operaciones, pues es hecho históricamente probado que el patriotismo y el valor son las cualidades más sobresalientes en los riojanos.
Cualidades que se robustecieron al soplo de su acendrada Fe católica. Pero La Rioja se destacó en verdad ya que el Regimiento de Arribeños, todo de “provincianos”, se distinguió en la Defensa a la par de los Patricios y demás valientes cuerpos guerreros, con su 2º Jefe, el Comandante D. Francisco Ortiz de Ocampo, que mereció poco después el alto honor de comandar la Expedición al Perú, que mandó la I Junta. Fue así este hijo de La Rioja el primer general de 1810, cuya memoria, como en tantos casos cayó en un “olvido cruel”, conforme sostiene el autor citado. Caracteriza su acción en el interior como moderada y discreta. Fue dos veces Gobernador Intendente de Córdoba –en 1810 y en 1814- y otras tantas en su provincia natal –en 1816 y en 1820. Se desempeñó como Presidente de Charcas -1813- puesto espectable que le originó sinsabores, debiendo abandonarlo antes del desastre de nuestras armas en la pampa de Sipe-Sipe.
Las instrucciones que le dio el Triunvirato a mediados de 1813 –continúa Reyes- muestran lo arduo de la empresa que se le confió, cuya ejecución le costó grandes contrariedades. Puso su persona y cuantiosos intereses al servicio de la Revolución. Propiedades, esclavos, ganados y hasta sus hijos “fueron sacrificados en el altar de la patria”. Se alejó de la política con terribles decepciones, terminando sus días en su provincia natal en completa obscuridad y miseria. Concluye su semblanza recordando los elogios que le hicieron el Gral. Paz y el Brig. Gral. Tomas Guido como defensor entusiasta de la Independencia, por lo que “ocupa un lugar conspicuo entre las primeras celebridades de la patria” (op. cit., cap. III).
La actuación de Ortiz de Ocampo fue un exponente de la manera de ser y de pensar de toda la élite riojana. El 1º de septiembre de 1810, el Cabildo de La Rioja se encontró entre los primeros en adherir al Movimiento de Mayo. Se distinguió, dicen Antonio Zinny y otros autores, por su ardoroso patriotismo, D. Francisco Javier de Brizuela y Doria, Señor de San Sebastián de Sañogasta, cuya larga foja de servicios en pro de la emancipación va mucho más allá del gesto de ofrecerse a costear el sueldo de dos Arribeños que menciona Reyes.
Por su parte, el administrador general D. José de Noroña y Lozada, se manifestó pronto a proporcionar los caudales que necesitara la Junta para la expedición auxiliar al Perú. En esos días se llevó a cabo la elección del Diputado a la Junta Central revolucionaria, resultando elegido el Padre José Nicolás Ocampo.
De mucho peso era entonces la autoridad que ejercían los Comandantes de Armas, en cuyo carácter ejerció el mando el Alcalde de Primer Voto D. Nicolás Dávila. Integraba –consigna Armando Bazán en su Historia de La Rioja- el clan familiar Brizuela y Doria-Dávila, de gran preeminencia en el Cabildo, nucleado en torno de la figura del Vínculo, Francisco Javier de Brizuela y Doria, de quien Dávila era hijo legítimo (la diferencia de apellido se debía a las leyes sucesorias del Mayorazgo de San Sebastián). Padre e hijo fundieron en el Valle de Famatina, seguramente en la hacienda de Sañogasta (donde consta que refundieron las campanas de la Iglesia), los primeros cañones argentinos, para luchar por la Independencia y la libertad del país, como refiere Zinny en su Historia de los Gobernadores de las Provincias Argentinas.
El 3 de junio de 1812, el supremo Poder Ejecutivo convoca a éstas a un Congreso General Constituyente. Se elige Diputado por La Rioja al eminente y abnegado patriota, Pbro. Dr. Pedro Ignacio de Castro Barros, que se incorpora a la Asamblea.
En abril de 1814, el Director Supremo Posadas designa al nombrado Teniente Coronel F.J. de Brizuela y Doria Teniente-Gobernador. Remite al Gobernador Intendente de Cuyo, Gral. José de San Martín, una crecida partida de pólvora elaborada en La Rioja, que, al pintoresco decir de Reyes, “sirvió para hacer morder el polvo de la derrota al ejército español en la Batalla de Chacabuco”.
Para matizar estos detalles bélicos mencionamos un hecho que tuvo repercusión en la época. Ocurrió en 1814 cuando dos mineros aragoneses bajaron por la Quebrada de Sañogasta camino a Chile, con mochila y escopeta. Tuvieron la desgracia de ser pillados con pliegos dirigidos al Gral. Osorio sobre movimiento de tropas realistas. El Gral. Belgrano ordenó que fuesen arcabuceados, y pese a que ofrecieron una gran suma en rescate por conducto de su confesor, el Dr. Colombres, la sentencia fue ejecutada. Le confiaron al sacerdote el secreto de gran cantidad de marcos de plata que tenían oculto en el mineral del Famatina. Luego de su muerte, siempre de acuerdo a Marcelino Reyes, el Dr. Colombres hizo un viaje a La Rioja regresando a Tucumán con varias cargas de plata. Aún se conservaba, a principios del siglo XX, el recuerdo de los misteriosos aragoneses, las cantidades de plata que hicieron correr y la reanimación del comercio a que su largueza dio lugar en la villa de Chilecito.
En septiembre de 1815 encontramos a Ramón de Brizuela y Doria como Teniente-Gobernador, hijo primogénito de D. Francisco Javier y continuador de su obra. Reyes lo caracteriza como importante persona de La Rioja que descendía de la nobleza española y cumplía los deberes de su elevado puesto con general aplauso del vecindario (op. cit., p. 34). Adelanta que fue dueño del Vinculado de Sañogasta, y que murió trágicamente, fusilado por el “fraile” José Félix Aldao, en 1841, “por unitario”, en el cerro de Vilgo, Depto. Chilecito. Esta caracterización de “unitario” que se esgrimió para fusilar a un hombre de tantos méritos es un tema que no abordaremos aquí. Nos limitamos a decir que los documentos de época muestran que sufrió gran oposición de los liberales, que lo atacaban precisamente por la designación del Pbro. Castro Barros como diputado al Congreso de Tucumán. Esta oposición de los liberales dio lugar a una tremenda confrontación en la que Brizuela y Doria y el Pbro. Castro Barros derrotaron a sus adversarios para bien de la patria, ya que éste defendió denodadamente nuestras raíces católicas en el Congreso de la Independencia. El objeto de la revuelta, de acuerdo a Vicente F. López, era hacer saltar al sacerdote Castro Barros, cuya influencia les hacía daño. Ante el apoyo decidido del Congreso, debieron retractarse “humildemente” y retirar sus imputaciones. El Ilustre Cuerpo dio una prueba más de consideración al digno diputado designándolo Presidente en turno, luego de la injusta y temeraria acusación.
En cuanto a Ramón de Brizuela y Doria, el fiscal dictaminó que el movimiento en su contra era tumultuario e injusto, destacando su apoyo a la autoridad nacional y dejando constancia de que en los ocho meses que ejerció el mando hizo considerables servicios: auxilió al ejército del Perú con 900 mulas mansas, y al de Cuyo con 30 quintales de pólvora; remitió 100 reclutas a Buenos Aires; y organizó el Tercer Escuadrón de Húsares de la Unión por orden del Gobierno Central. Asimismo dio otros testimonios de su justificación y celo por el bien y gloria de la patria, por lo que su conducta debía ser y fue aprobada por el Director. Repuesto en el mando, renunció poco después siendo reemplazado por el ya nombrado General D. Francisco Antonio Ortiz de Ocampo.
Si fue “cruel” el olvido de la obra del “primer general de la patria”, no menos lo fue con la de D. Ramón de Brizuela y Doria, fusilado sin formulársele cargo alguno, sin otro motivo que el ser declarado “unitario”. Liberales y muy dudosos federales como el Restaurador de las Leyes –que se alegró de su fusilamiento- lo odiaban por igual, a lo que no fue ajeno el ser titular de uno de los últimos señoríos que quedaban, y haber sido aguerrido y “combativo”, como dice Dardo de la Vega Díaz. La aristocracia aliada a la firmeza fue el “pecado” imperdonable que D. Ramón pagó con su vida. Tal vez su sacrificio fue compensado por la Providencia al darle una nieta que es hoy candidata a los altares (Sor Leonor de Santa María Ocampo Dávila).
A fines de 1816, el General Ortiz de Ocampo fue sustituido por el Cnel. Martínez. A instancias de San Martín, que aceleraba los preparativos del Ejército de los Andes, y del Director Pueyrredón, el Congreso fijó el número de reclutas con que debía contribuir cada provincia a la remonta del Ejército y autorizó una leva.
La Rioja contribuyó con un crecido contingente de tropas, que pasó a formar parte del Regimiento 1 de Cazadores de los Andes - el que en 1820 se sublevó en San Juan. Para gastos de guerra el Congreso exigió un empréstito forzoso de 8.000 pesos a los europeos vecinos de La Rioja, a lo que se dio cumplimiento, señal que contradice cierta imagen algo forzada de pobreza.
El apoyo sostenido a la gesta emancipadora movió al Congreso a prevenir al Gobernador de Córdoba, José Javier Díaz, de abstenerse, en pro del bien público, de ejercer actos jurisdiccionales sobre La Rioja. Pues ésta poco antes había decidido volver a su secular libertad, interrumpida por el Régimen de Intendencias, y declarado su autonomía por impulso del Gobernador Brizuela y Doria, a quien Díaz quería citar de comparendo.
Dos meses después de declarada la Independencia tuvo lugar el solemne acto de jura ante el pueblo y autoridades reunidas. La severa fórmula del juramento exigido por el Soberano Cuerpo era de “defender la independencia y libertad de estas provincias sosteniendo sus derechos hasta con la vida, haberes y fama”.
Mientras se desempeñaba Martínez como Teniente Gobernador, a pedido de San Martín se preparaba la expedición que debía invadir Chile por el Norte. El Comandante militar del Depto. de Famatina, Nicolás Dávila, debía tener prontos para el 15 de enero de 1817 dos escuadrones de milicias de caballería, con 120 hombres.
Formaron parte de la oficialidad la juventud más distinguida de esa época: el heroico Capitán D. Miguel Dávila, hermano de Nicolás y de Ramón Brizuela y Doria. A semejanza de la suerte que correría Ramón dos décadas después, Miguel, siendo General, fue muerto en 1822, a manos “del feroz Quiroga” en el combate de El Puesto, dice Marcelino Reyes. Lo que se sabe de este confuso episodio es que luego de lancear Dávila a Quiroga en la pierna, en caballeresco combate mano a mano que le propuso para economizar sangre riojana, fue atacado y muerto por los soldados de su enemigo. Episodio que no le granjeó mucha gloria al “Tigre de los Llanos”, que no pudo vencer a su adversario –ultimado en violación al desafío singular. Este y los restantes hechos aquí citados desmienten cierto “cliché” insinuado por una vertiente historiográfica que identifica la fortaleza exclusivamente con los caudillos, y la debilidad y la maña con las familias tradicionales.
Otros ilustres integrantes de la Expedición Auxiliar a Chile fueron el Capitán, luego General de Facundo Quiroga, Benito Villafañe; el Cap. Manuel Gordillo, los oficiales Larrahona, Noroña y muchos más. Se le sumaron más de 200 llanistos y 12 soldados del Ejército del Norte, que trajo, por orden de Belgrano, el designado jefe de la expedición, Tte. Cnel. Francisco Zelada. Al Comandante (futuro Coronel) Nicolás Dávila, que con su núcleo familiar logró formar la fuerza y atraer a “la flor y nata de la juventud riojana” (al decir de Zinny), le tocó ir de 2º Jefe.
Las estancias del Mayorazgo de San Sebastián en el oeste riojano contribuyeron generosamente para el pastaje de la caballada rumbo al cruce de la cordillera, como documenta el Cnel. Roque Lanús en su “Historia de la Expedición Auxiliar a Chile”.
El 22 de enero de 1817 marchaba la expedición auxiliar libertadora desde Guandacol, por la Quebrada del Zapallar. La vanguardia iba al mando del Cmte. Dávila, que había seguido el antiguo camino del conquistador Almagro. El vestuario de los expedicionarios riojanos no era uniforme: llevaban gorro con vivos colorados o gorra encarnada; pero en todos los pechos “se anidaba el más sublime entusiasmo y la resolución más firme y decidida de vencer a toda costa, en la difícil operación militar que se les había confiado”.
Así, el 12 de febrero de 1817, con gloria para las armas de la patria, Nicolás Dávila y sus hombres tomaban la ciudad de Copiapó a viva fuerza…, hecho que coincidió con la memorable batalla de Chacabuco, ganada por el general San Martín en ese mismo día. Antonio Zinny, reconocido por la precisión de sus datos, afirma que se trató nada menos que del primer triunfo de las armas de la patria. El jefe, Zelada, llegó varios días después… Pese a los importantes servicios prestados (por Dávila) a la causa de la independencia y organización nacional, con abnegación de que hay muy pocos ejemplos, escribió Marcelino Reyes en los años ‘30, la provincia que lo vio nacer y por cuya felicidad sacrificó sus mejores días, relegó su memoria al más criminal olvido… ¡Las Repúblicas son ingratas con sus mejores servidores! Transcurridas ocho décadas de estas amargas observaciones, podemos decir que conservan bastante actualidad, y que no se trata tan sólo de una gran injusticia sino también de un gran perjuicio a la patria, especialmente en lo que respecta a los jóvenes, a quienes estos ejemplos de dedicación y heroísmo podrían hacerles tanto bien para defenderlos de la propaganda hedonista y masificante.
Mencionemos de pasada que Nicolás Dávila siguió teniendo actuación histórica y su bisnieto Joaquín V. González lo describe como una figura patriarcal bien plantada, a pesar de la muerte trágica de sus hermanos, en medio de sus viñedos nonogasteños.
A mediados de 1817, el Gobierno de Buenos Aires designó como Teniente Gobernador al Cnel. Diego Barrenechea. Sarmiento en el “Facundo” relata, con no menos colorido que fantasía, las querellas entre el clan familiar de los Brizuela y Doria-Dávila, hermanados en torno del Mayorazgo de San Sebastián de Sañogasta y de su titular, el Vínculo, y el de los Ocampo. Destaca los auténticos méritos de las dos familias en el impulso civilizador. Atribuye a la “Logia de Lautaro” –lo que suena excesivo- haber propiciado el acercamiento entre ambas estirpes mediante un casamiento: el de la hija –salteña-, Solana, de Ramón Brizuela y Doria y Escolástica Martínez de Zavala, heredera del Vinculado, con Amaranto Ocampo (cf. Jorge Flores Canclini, “Doña Francisca Solana, Señora salteña del vínculo de San Sebastián de Sañogasta”, I Jornada Histórico-genealógica del Tucumán y Cuyo, Sañogasta, 2002).
Completando el panorama de aquel momento, agrega Marcelino Reyes que muchos riojanos se pusieron a las órdenes de la autoridad para activar los auxilios prestados al ejército de la patria, distinguiéndose D. Nicolás Carmona, Cura y Vicario de La Rioja, D. Francisco J. Nicolás Granillo, Cura de los Llanos, el Pbro. Dr. Juan de Dios Villafañe, los Capitanes José Benito Villafañe, Fulgencio Peñaloza, Comandante de los Llanos, Pedro A. Gordillo, Comandante de Anguinán, y José Nicolás Gordillo, Comandante de Arauco, como también los Capitanes Juan F. Quiroga y Roberto Carmendi, el Ayudante Mayor de plaza Inocencio del Moral, Domingo Villafañe y Eusebio Dávila y Brizuela (Gazeta de Bs. As., 31.I.1818).
En octubre de 1818, el Cnel. Barrenechea, reelecto Teniente Gobernador, remitió al General en jefe del Ejército del Perú, Gral. San Martín, 30.000 arrobas de harina de superior calidad con sus sacos de cuero y aperos en 100 cargas, cedidos por los vecinos de Guandacol, Vinchina, Jagüé, Bateas y Anguinán.
El gesto fue reconocido por el Gobierno central: el Ministro, Dr. Tagle, en nombre del Director Pueyrredón, ofició a Barrenechea con las más expresivas gracias a los generosos patriotas, haciéndole saber que se comunicaría por medio de la Gaceta (nº 94), para satisfacción de los donantes, estímulo de los conciudadanos y confusión de los que ponían en problema las virtudes nacionales.
Hacia finales de la década de 1810-1820, La Rioja se vio sacudida por los acontecimientos internos que desgarraron todo el país, iniciándose una nueva página, confusa y compleja, en su historia, con abundante derramamiento de sangre, nunca antes visto ni imaginado. Las estirpes que habían obrado el engrandecimiento de la provincia en aras de la causa nacional sufrieron el embate de las guerras civiles y de las persecuciones políticas, y fueron diezmadas sin miramientos. Algo muy del agrado de quienes propugnaban en la trastienda el estado centralista y anónimo.
La polvareda de las confrontaciones intestinas tapó parcialmente, como oleadas de inclemente viento zonda, aquellos grandes gestos de generosidad, bravura y desinterés. Pero si la memoria flaquea, si la moda intelectual pone el lente de aumento sobre la interesante y compleja figura de los caudillos, relegando al olvido a los sacrificados patricios de la emancipación, la historia registra que La Rioja jugó un papel decisivo en conservar las esencias católicas patrias en los cruciales días de la Independencia, por la acción de Castro Barros en el Congreso de Tucumán, apoyado por miembros prominentes de las familias tradicionales riojanas; y que la tierra “de Todos los Santos” estuvo entre las primeras en dirigentes, fundición de cañones y triunfos militares, hizo aportes en hombres, mulas, pólvora y otros avíos, manteniéndose heroica y sufrida a pesar de todas las adversidades, sostenida por la Fe y la profundidad de sus convicciones y seculares tradiciones.
FUENTES CONSULTADAS
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· Profesor en historia. Presidente del Centro Cultural Juan Ramírez de Velasco, Gobernador del Tucumán. Socio activo del Instituto Güemesiano de Salta.