Por Jorge Mendez
a sangre derramada
en defensa de su tierra madre y su cultura escribió para
el olvido de los argentinos una de las páginas más
infames de la conquista española y a la vez el más
trágico y sublime capítulo de la resistencia americana
a la prepotencia imperial.
La nación quilmeña habitó al Valle Calchaquí,
en la actual provincia de Tucumán, desde aproximadamente
el 900 de nuestra era, ocupando el territorio que va hacia el norte
hasta la zona de El bañado y Colalao, alcanzando al sur el
Yocavil, nombre dado por los oriundos al valle, rebautizado por
los cristianos como de Santa María. Allí, en el cerro
denominado Alto del Rey, se encuentran las ruinas de la ciudad que
fue su último bastión, cuando estos trazos laberínticos
eran sus viviendas, plazas, anfiteatro, graderías y fortificaciones
defensivas que dominaban el valle. En la ciudad estratégicamente
situado en el abrazo rocoso del cerro, las mujeres hilaban, tejían,
molían el grano y atendían el ganado lanar; los niños
retozaban, aprendían el manejo del arco y la honda y colaboraban
en la recolección de leña y los frutos del algarrobo,
el chañar y el mistol, y los hombres eran hábiles
alfareros, tallistas y fundidores de piezas de hierro y bronce.
Integraban una comunidad solidaria de agricultores y pastores basada
en la propiedad colectiva de la tierra que había logrado
domesticar su árido entorno natural a través de importantes
obras de canalización y acopio del agua para la irrigación
de sus cultivos.
Los Qilmes fueron una parcialidad de la etnia cacana, mal llamada
calchaquí por los españoles en referencia al nombre
del gran jefe Juan Calchaquí, quien condujo el proceso de
unificación de los distintos grupos en la guerra contra el
invasor. También, desde principios del siglo XX, se los llamó
"diaguitas", comprendidos otros pueblos por encima de
sus localizaciones geográficas por las que se los identificó
como tafíes, cafayates, tolombones, yocaviles, pacciocas,
colalaos entre otras denominaciones más o menos arbitrarias.
Pero en realidad lo que los unía, más allá
de sus particularidades e intereses, era la lengua, el cacán,
por lo que cacanes sería el gentilicio apropiado. Todos serían
descendientes de los aymaras que habrían llegado desde el
norte del lago Titicaca, en Bolivia, algunos años antes de
la era cristiana. La nación del conjunto de pueblos a la
que pertenecieron los quilmes construyó su identidad a través
de los siglos en el seno de la también mal llamada "cultura
santamariana" que floreció entre las montañas
del inmenso valle hoy compartido por tres provincias, Tucumán,
Catamarca y Salta. Esta cultura, tributaria de las grandes civilizaciones
andinas, se caracterizó entre los arqueólogos y antropólogos
por sus pautas sociales, artísticas y religiosas con un estilo
propio inconfundible. Millares de urnas funerarias con iconografía
felínica y draconiana muestran una temática constante
con gran poder de síntesis e infinitas variaciones de mano
individual propias de una cultura material y simbólica sofisticada.
Tal como para los cristianos el pez y la cruz o el canon de filigrana
y la media luna para el Islam, aquí es la serpiente bicéfala,
el sapo, el suri (ñandú) el jaguar y las figuras del
zig zag y la espiral. Ejemplares de estas urnas y otros artefactos
producto de la rapiña europea se encuentran en todos los
MUSEOS antropológicos del mundo. Como entre los incas, en
algunas de ellas se daba sepultura a niños sacrificados en
ocasiones especiales de calamidades naturales y epidemias, en solemnes
rogativas a las deidades del Sol y la Luna. La ceremonias en estos
casos, así como para la guerra, consistían en danzas
y cánticos inspirados en la embriaguez de la chicha y el
cebil, un alucinógeno obtenido del árbol del mismo
nombre.
En la noche, iluminados por las grandes fogatas y bajo el profundo
cielo estrellado, mujeres, hombres y niños debieron elevarse
en una experiencia colectiva en conexión con el cosmos visto
e intuido. Para ellos, concientes hijos de la tierra (Pachamama)
la Vía Láctea era el camino de los muertos en su viaje
circular fuera del tiempo. Muy poco se sabe de la religiosidad de
los quilmes, pero puede interpretarse que era una forma de panteísmo
en el que la vida y la muerte, en su profunda relación de
necesidad, tendrían un sentido muy distinto de la idea occidental
de los opuestos. Con seguridad Runa, con el doble sentido de hombre
y pueblo, no era el concepto abstracto de humano o humanidad, sino
los humanos concretos y en acción, hijos de la Tierra y el
Sol, como todos los seres vivos de los mundos animal y vegetal,
dándose vida y muerte en la cadena regenerativa de la existencia.
Entre los quilmes no se había impuesto siquiera Viracocha,
el dios mítico de los incas, producto de una sociedad jerárquica
bajo la potestad del Inca, dios viviente.
Casi sin excepciones las creencias, las prácticas rituales,
las leyendas y las representaciones del arte y la arquitectura de
las naciones andinas prehispánicas estaban consubstanciadas
con la producción de alimentos y bienes materiales en general,
así como con la organización social y las relaciones
con el medio natural. En Quilmas, en la llamada Quebrada del Molino
próxima a las andenerías de cultivo, existen los restos
de una construcción que habría sido una pequeña
kallanca o tampu (almacenes de alimentos de distribución
comunitaria) así como la muralla que encierra la ciudadela
armada y la represa de pircas (muros bajos) de tres metros de ancho
que se encuentran al sudoeste, probablemente de origen incaico.
El incanato había llegado a los valles precedido por su prestigio
militar y la eficacia de su sistema económico socialista
que había acabado con las hambrunas y la guerras tribales,
unos cincuenta años antes de la llegada de los cristianos.
Los incas habían impuesto su presencia administrativa sin
alterar mayormente aun el orden preexistente ni el idioma. El quichua
o Runa sumi se impuso en realidad posteriormente con los españoles
y los incas vencidos incorporados a sus fuerzas.
LA RESISTENCIA
Un aciago día de 1547 los españoles llegaron a los
valles bajo al mando del aventurero Diego de Rojas, bajando por
Tafí (Taktikllakta, en cacán y luego españolizado
Tafigasta) hacia el llano tucumano, donde ya existía una
precaria colonia de españoles del Perú. Ya en plan
de colonización los objetivos que se proponían eran
de importancia estratégica para el sometimiento y explotación
de los indígenas de toda la región. Necesitaban un
enclave colonial como paso y salida hacia el Atlántico, un
destino para los colonos descontentos con su suerte en Perú
y un corredor para el comercio con Chile, además del establecimiento
de una guarnición militar para contener las acometidas de
los belicosos aborígenes del Chaco. En 1550 Nuñez
del Prado fundó en el piedemonte tucumano la Ciudad del Barco,
rápidamente arrasada por la resistencia. Tras varios intentos
sucesivos con la misma suerte finalmente en 1565 se fundó
en Ibatín, en el acceso a la región valliserrana,
la ciudad de San Miguel de Tucumán y Nueva Tierra de Promisión.
Situada sobre la Ruta del Perú que conducía desde
los valles al Río de la Plata. Ibatín era de fundamental
importancia para la empresa de colonización y desde allí
se lanzarían las campañas militares para la reducción
de los calchaquíes y su destinación a las encomiendas
como mano de obra esclava.
La intención del invasor era reproducir sobre las espaldas
de los reducidos el Borgo agropastoril que España había
heredado de la ocupación romana, estableciendo feudos (las
encomiendas) que enriquecieran a los encomenderos y tributaran a
la Corona. Incorporadas a este sistema las parcialidades indígenas
derrotadas y sumadas a las fuerzas del vencedor, les faltaba aun
bajar a los insurrectos de sus montañas. El primer alzamiento
indígena confederado estalló en 1559, cuando el cacique
tolombón Juan Calchaquí logró organizar a los
pueblos de los valles y quebradas hasta al altiplano, manteniéndose
en pié de guerra hasta 1563, La alianzas para la resistencia
entre grupos y naciones independientes se establecían cuando
el curaca (cacique, jefe) de uno de ellas enviaba a los demás
una flecha con su insignia. Si esta era aceptada se sellaba un pacto
por el que se subordinaban todas a la jefatura transitoria del jefe
convocante. Este se convertía en un general con su estado
mayor integrado por los curacas aliados. Así se unían
para la guerra de liberación grupos desvinculados políticamente,
e incluso que habían estado enfrentados por conflictos territoriales,
de los que los españoles finalmente sacarían partido.
El legendario Juan Calchaquí, estratega temido por el enemigo,
había aplicado sin conocerlo el principio del pueblo en armas,
despoblando las llanuras y fondos de valles, cortando las acequias
y acantonando sus fuerzas en los cerros. “En Calchaquí
- escribió el cura Lozano (1745)- todo se compone de altísimas
montañas y muy agrias cordilleras. En ellas ponían
la mayor parte de su poder de que no se les podía hallar
en sus asperísimos senos. Eran diestros y prácticos
que a lo que a nosotros nos parecían despeñaderos
lo hallan camino llano.”
El antecedente histórico de la rebelión del 59 fue
el Gran Alzamiento de 1630/43, conducido por el curaca yocavil Utimpa
y limitado al sur. La mayor fuerza y masividad de este movimiento
se había verificado en Andalgalá, actual Catamarca,
y al sur de La Rioja, concluyendo con la derrota y el sometimiento
de algunas parcialidades y la precaria pacificación de otras.
En tanto varios asentamientos españoles habían sido
destruidos. En el 59, tras décadas de resistencia defensiva,
el factor desencadenante de la ofensiva calchaquí fue la
presencia de un ambiguo personaje, el andaluz Pedro Bohórquez,
impostor autoproclamado Inca, quien logró el reconocimiento
de los curacas, mientras que ofrecía al gobernador del Tucman
Alonso de Mercado y Villacorta la pacificación y sometimiento
de los alzados. Tras diversas alternativas bélicas y oscuras
negociaciones, esta intriga sería descubierta por los curacas
y determinaría su derrota y prisión por parte de los
españoles. El doble agente e Inca de utilería fue
ejecutado por sus compatriotas en 1667. Así la nación
de los quilmes quedó a la vanguardia de la resistencia.
Los colonos españole vivían en esos años una
etapa de prosperidad en el llano tucumano, gracias a la gran cantidad
de indios encomendados en las plantaciones de algodón. Como
éstos eran más de los que necesitaban para la explotación
agrícola y el servicio personal, los encomenderos los alquilaban
como mulas a las minas de Potosí y Chile. Derrotados los
tolombones y pacciocas de la zona norte del valle tras su larga
y valerosa resistencia, los sobrevivientes se convirtieron en un
colchón protector, siendo incorporados a las fuerzas españolas
contra Quilmes y sus aliados yocaviles y anguinahaos. En agosto
de 1569 los hispanos emprenden su “ofensiva final” de
exterminio y se lanzan con todas sus armas contra los quilmes en
la quebrada de Omakatao. La sangrienta batalla de tres días
culmina con la derrota, deserción y dispersión de
las tropas españolas. Durante los seis años posteriores,
temiendo ser atacados en el llano, los hispanos no intentarán
un nuevo ataque. Temían también a los indios reducidos
de cuya lealtad forzada desconfiaban, y las encomiendas y plantaciones
de Ibatín fueron abandonadas iniciándose un nuevo
período de ruina.
Sin embargo el orgullo y los intereses de España, que necesitaban
libre la Ruta del Perú y ofrecer una demostración
de fuerza a los ya sometidos, decidieron el retorno de sus huestes
al valle. Tras más de cien años de guerra y penurias
los quilmas quedaron finalmente solos frente al no menos obstinado
enemigo. Los soldados españoles veían desde el bajío
las hogueras y danzas de aquel pueblo irreductible. Estimulados
por el sentimiento de patria, pero también por la chicha
y el cebil fumado en pipas, cantaban al Sol y la Luna aquellas letanías
desgarradas que sobrecogían a los rudos sitiadores y hacían
gemir a sus perros de guerra. Desde lejos y en la superstición
y el temor a lo desconocido, los sitiadores veían en aquellas
ceremonias las orgías heréticas de sus propias fantasías
de confesionario. Habían llegado oportunamente en días
previos a las cosechas. Los invasores soltaban a sus caballos y
ganado en los cultivos, esperando rendir al pueblo por hambre, ya
que en los intentos de asalto a sus defensas eran invariablemente
rechazados. Los quilmas a su vez eludían en este trance los
combates a campo abierto, en los que las armas de fuego, los caballos
y los perros decidían la suerte a favor de los cristianos
frente a las flechas y las piedras de honda. Vencidos sus aliados,
destruida su economía, desbastado su territorio, Quilmas
iba a ser derrotada, jamás rendida. Pero aquellos condenados
cantaban y bailaban, gritaban no hacia abajo donde el enemigo acampaba,
sino hacia arriba, elevándose quizá a la Vía
Láctea, el camino venturoso de los muertos. Ya habían
demostrado que no temían a la muerte, sino a la esclavitud.
Aquel pueblo acantonado en su última porción de tierra
y ante la segura promesa de esclavización, conocía
desde generaciones al enemigo y el destino de los vencidos, convertidos
en bestias de trabajo y alimento de perros. Conocían esas
caravanas bárbaras de los que venían en nombre de
la civilización, en las que sucios y malolientes mercenarios
a caballos seguidos de sus perros hacían marchar a los prisioneros
encadenados y de tanto en tanto daban uno de ellos a los mastines
como alimento, tal como testimoniaron algunos cronistas de la Compañía
de Jesús.
Una mañana, tras la noche insomne de hogueras y danzas allá
arriba, con espanto injustificado, como si no hubieran profanado
la vida setenta veces siete, los invasores vieron como hombres,
mujeres y niños se arrojaban al vacío desde los despeñaderos
de su sierra madre. Las familias sobrevivientes fueron desintegradas
y repartidas para el servicio personal de los españoles en
carácter de pago por diversos servicios prestados a la corona.
En 1666, por orden del gobernador Mercado y Villacorta, unas trescientas
familias fueron enviadas, en una penosa travesía a pie en
la que muchos murieron, a Buenos Aires y otras a Córdoba
y Santa Fe. Algunos fueron distribuidos dentro de la ciudad fortificada,
mientras que a otros se los envió al sur de la costa bonaerense,
al lugar que hoy lleva el nombre de Quilmas. Antes del traslado
a Buenos Aires habían sido estacionados en el llano tucumano.
Allí, según testimonios de la época, convirtieron
las tierras incultas en un vergel que, escribió el cura Lozano,
era una maravilla de ver. Lentamente, malviviendo en tierra extraña,
perseguidos por “vagos y malentretenidos”, las mujeres
en servidumbre o prostituidas, los restos del legendario pueblo
de los quilmes fue desapareciendo, diluido en silencio en la mezcla
de razas, olvidado por la historia oficial de los criollos. Desaparecidos,
en la acepción argentina de la palabra.
Pero hay que escribirlo: la nación Quilmes fue el primer
gran movimiento antiimperialista registrado en territorio argentino,
mucho antes de que Argentina fuera el país del olvido, donde
genocidas como Roca y Diego de Rojas tienen calles y monumentos