na
vez más me dispongo, para escribir esta nota, transportarme
hasta el fondo del arca de los recuerdos para extraer cualquier
apunte vinculado a algún personaje de la Salta de antes.
La tarea no resultó tan fácil como lo había
pensado. Mi intención era presentar a un protagonista que
fuera conocido por los que entre nuestros cabellos aparezcan algunos
o muchos hilos de color plata y, a buen entendedor la cabellera
llena de canas.
La cuestión estaba resuelta
a medias. Hasta que surgió un hombre a quien no se le conocía
por el nombre, menos aún por el apellido ni de su procedencia.
Para identificarlo se lo dominaba por su apelativo: El Pata i
Palo. Los chicos en aquel entonces al sólo verlo cruzaban
de camino y lo observaban de reojo. En su cotidiano andar, por
calle Juan Martín Leguizamón -entre Sarmiento y
Adolfo Güemes-, casi pegado a las paredes del viejo Hospital
del Milagro, despabilaba a vecinos especialmente a la hora de
la siesta con el sonido rítmico de la pata de palo.
“El Pata i Palo” nunca
llegó a ser un pirata malo, gancho en una mano y parche
en el ojo, como así tampoco una estrella de películas
de terror. Sólo era un varón castigado por una desgracia
producida en las inmediaciones del Ferrocarril Belgrano.
Su mirada era tristona y de una
infeliz sonrisa que solo mostraba su encías por la falta
de dientes.
En una de esas tardes que ambulaba
por las inmediaciones del ferrocarril se encontró con unos
ocasionales amigos quienes lo invitaron a tomar algunos jarros
de vino tinto. En plena helada del frío invierno y entre
trago y trago para “calentar el cuerpo” quedó
dormido sobre la línea férrea hasta que pasó
un tren y le cercenó la pierna izquierda a la altura de
la rótula.
Inmediatamente fue trasladado en
un coche de plaza hasta el Hospital del Milagro donde le amputaron
parte de la pierna mutilada por las ruedas del convoy. Lo dejaron
internado y, según se dice, por primera vez conoció
lo que era dormir en una cama con sábanas y frazadas. Quizás
le habrá parecido un sueño que señoritas
vistiendo delantal blanco le llevaran el desayuno hasta su lecho
consistente en una taza te, tostadas y hasta mermelada; después
el almuerzo; nuevamente el te a media tarde y la comida. Que le
dieran de comer en la boca y unas manos generosamente le pasaran
por su cabeza con un “hasta mañana abuelo, cualquier
cosa nos llama”.
¡Cuánta generosidad
de aquellos vestidos de blanco que diariamente se ocuparan de
higienizarlo y hasta llegar a afeitarlo cada dos a tres días!
También, cuando tenían un rato libre le hacían
descubrir el significado de aquellos rasgos impresos en diarios
o revistas: las letras. Y a esos signos volcarlos sobre un papel
formando palabras.
Las enfermeras como los médicos
le prodigaban continuamente manifestaciones de afecto; cariño
que quizás nunca lo recibió este desdichado menesteroso.
Le enseñaron a caminar protegido
con muletas y cuando ya se movía con absoluta seguridad
fue dado de alta. Al recibir la noticia que debía abandonar
el nosocomio pesadas lágrimas cursaron su anguloso rostro.
Sabía que debía afrontar una nueva vida plagada
de miseria ya que estaba impedido de trabajar y de ganarse el
sustento por sus propios medios.
Se perdió por un breve tiempo
y volvió para agradecerle al personal de todo el amor recibido.
Para sorpresa el muñón de su pierna izquierda se
afirmaba sobre una prótesis de madera que, según
sus dichos, había sido construida con sus propias manos.
Desde aquel día fijó
sus reales sobre la calle Leguizamón y dormía en
el umbral de la puerta que daba a la morgue del hospital. Allí
esperaba los rayos del sol, la lluvia, el viento y cualquier otro
fenómeno climatológico. Su anguloso rostro se cubría
con una espesa y sucia barba, bajo un rústico sombrero
de cuero. No hablaba con nadie y cuando alguna mano generosa le
alcanzaba unas monedas correspondía con una sonrisa.
Tenía un especial desprecio
por la higiene y en su pesado caminar era acompañado por
una nube de moscas. Se alimentaba de la comida que le pasaban
desde el hospital, hasta que cierto día los harapos con
que vestía no llegaron a preservar ni el frío ni
la lluvia.
Nuevamente regresó para
ser internado en su querido hospital del Milagro pero esta vez
peleando entre la vida y la muerte, imponiéndose ésta
última al hacerle paralizar su corazón cubierto
en sábanas blancas y frazadas.
Hubo llantos entre el personal
del nosocomio porque aquel volvía a encontrarse sólo
pero esta vez adentro de un cajón de frágil madera
y tapado de tierra en una fosa común.
Esta es la historia de un personaje
de la Salta de antes conocido por “El Pata y Palo”.