Por Rafael Guetierrez
Es
harto sabido que los jesuitas llevaron a cabo en América
una empresa que aún hoy nos llena de admiración: las
famosas misiones de las que nos quedan sólo las ruinas como
mudos testigos de una experiencia que fue truncada.
este particular
sello dejado en América comienza con un hombre en Europa.
Ignacio López de Recalde nació en 1491 en el castillo
de Loyola, fue soldado de la corte de Aragón hasta que sufrió
terribles heridas en el sitio de Pamplona. Incapacitado para continuar
la carrera militar, descubrió que podía pasar de la
milicia terrena a la milicia celestial. En 1522 salió a recorrer
el mundo como un caballero andante de Cristo y de la Virgen María,
intentando incluso reanudar las cruzadas medievales para recuperar
Tierra Santa. Sus intentos frustrados de llevar a cabo una labor
tan grande le hicieron ver su desconocimiento del mundo por lo que
se resolvió a estudiar en las universidades.
Fruto de esas experiencias
van cobrando forma sus Ejercicios espirituales que le permitirían
organizar a sus reclutas como un ejército instruido y disciplinado,
dispuesto a arrebatarles los dominios de la tierra a los herejes
que pululaban por Europa; de este modo nace La Compañía
de Jesús en 1540.
A poco de iniciada
la conquista de América, la orden de los Jesuitas se interna
en los territorios recién descubiertos para convertir a los
nativos y protegerlos de las herejías que asolaban el viejo
mundo.
El ejército de Loyola era tenaz, inteligente, bien instruido
y con una férrea disciplina, lo que le permitió lograr
la conquista incruenta de enormes territorios sin el sacrificio
de armas, equipos y hombres que le demandaban a los adelantados.
La estrategia de
los jesuitas surgía de su capacidad de estudio e investigación:
tan pronto como pusieron pie en América se dedicaron a observar,
preguntar, consultar a los informantes nativos, tomar notas, elaborar
gramáticas, diccionarios, mapas y crónicas. Con lo
que lograron entrar en la cultura americana a través de sus
palabras, sus símbolos, su modo de comprender y dotar de
sentido al universo.
Cuando algunos historiadores
dicen que las misiones jesuíticas crecieron porque los indígenas
contaban con un lugar que los liberaba del servicio de encomiendas,
esa es sólo una verdad parcial porque, en primer lugar los
misioneros se aproximaron a los nativos en su lengua, les explicaron
la religión a través de sus símbolos y, en
la producción económica, continuaron con el basto
y eficaz sistema elaborado por los Incas: el aprovechamiento máximo
de los productos locales para el intercambio entre los distintos
centros de producción, asegurando el abastecimiento permanente
de las misiones y excedentes para las ventas.
El fenómeno
americano de lo que Leopoldo Lugones llamó, con una buena
dosis de admiración, El imperio jesuítico, es sólo
una parte de la expansión que adquirió la orden fundada
por Loyola. Si bien las misiones que se desarrollaron a lo largo
y lo ancho de toda América constituyeron un verdadero Estado
dentro del Imperio Español, en Europa, Asia y África,
la Compañía de Jesús desarrollaba diversas
actividades que incluían la educación en colegios
y universidades, el asesoramiento e intervención en el gobierno
civil y eclesiástico, el comercio y el espionaje. Es una
historia muy conocida la del monopolio jesuita en el comercio con
la corte japonesa y china y su intervención en las guerras
civiles contra los manchúes.
Con su triunfo sobre
el mundo los jesuitas disminuyeron su cautela y realizaron maniobras
políticas que los pusieron en evidencia frente a los monarcas
absolutistas del siglo XVIII, de lo que se aprovecharon sus enemigos
-comerciantes, hacendados, administradores y otras órdenes
religiosas-, denunciándolos y aportando investigaciones y
procesos en que se los acusaba de menoscabar la autoridad papal,
desconocer el poder de los reyes, promover revueltas populares y
difundir doctrinas contrarias al orden de cada reino.
Portugal y Nápoles
llevaron a cabo hacia 1750 investigaciones tendientes a evidenciar
el enriquecimiento de la Compañía de Jesús
con su “comercio mundano”; el Parlamento Francés
se enfrentó a la orden consiguiendo que el rey confiscara
las propiedades jesuitas en 1762 y que, finalmente, los expulsara
del país en 1764.
En España,
Carlos III en principio simpatizaba con los jesuitas, por lo que
alentó a la orden a que continuara su labor en Paraguay y
acogió a muchos religiosos desterrados de Francia, sin embargo,
los ministros del rey se oponían a la Compañía
de Jesús, y complotaron hasta que lo convencieron de que
estos religiosos menoscababan su autoridad y promovían revueltas
populares en América.
Un argumento contundente contra la Compañía de Jesús
fue el incumplimiento de los misioneros americanos de la orden de
disolver las misiones ubicadas en los territorios reclamados por
los portugueses, cuyo conflicto y desenlace fue dramatizado en el
film La misión.
Finalmente, en 1767
Carlos III determinó suprimir de todos los dominios de España
a la Compañía de Jesús. La orden real se cumplió
con la mayor celeridad que permitían aquellos tiempos, se
cerraron todas las casas que los jesuitas poseían en España
y sus colonias y todos los religiosos fueron arrestados y embarcados
hacia Italia sin ninguna consideración por enfermos o ancianos.
En esta parte de
la historia nacen las leyendas acerca de los tesoros que ocultaron
los religiosos antes de su captura, lo que algunos historiadores
niegan aduciendo que la conspiración anti-jesuita fue llevada
en secreto. Sin embargo, si sabemos que el disciplinado ejército
de Loyola tenía una red de espionaje e información
muy bien organizada es difícil creer que una amenaza de tamaña
envergadura les haya pasado desapercibida.
Los jesuitas, desterrados,
desprovistos de todo lo que habían construido, perseguidos
por sus múltiples enemigos deambulaban en tal estado de pobreza
que carecían de sustento y vestido, hasta que el reino de
Génova les ofreció un refugio en Córcega.
Muchas cortes europeas
reclamaban al Papa Clemente XIII la disolución total de la
orden de Loyola, pero la muerte del Pontífice en 1769 demoró
el proceso.
En agosto de 1773
el Papa Clemente XIV promulgó una bula por la que declaraba
la supresión de la orden jesuita poniendo fin a cuatro años
de lucha en el Vaticano entre distintas facciones que buscaban eliminar
la influencia jesuita y sus ideas contrarias al absolutismo.
Las posesiones de
la disuelta orden quedaron en manos de administradores reales para
ser entregadas luego a otras órdenes, como los franciscanos,
pero curiosamente los pobres discípulos del Santo de Asís
recibieron una magra limosna, mientras que las fortunas de los funcionarios
se incrementaron espontáneamente; pero eso es parte de otra
historia.