TRISTEZA DE MUÑECOS

 

 

DRAMAS DE LA VIDA COTIDIANA

TEATRO BREVE EN TRES ACTOS

 

 

 

 

 

 

Ricardo Federico Mena

 

 

 

 

 

PERSONAJES

 

1-Actor - Sólo la voz

Actriz-Sólo la voz

 

3-Sra. de Lopecio-Felicitas

 

4-Quepete- Muñeco

 

5-Madreselva-Muñeca

 

6-Claudio-Mucamo

 

7-Jacinto- Muñeco

 

8- Melitona- Muñeca

 

9-Carboncillo-Muñeco-

 

10- Las tres rubias- Muñecas  

 

11-Don Joaquín

 

El Actor y la Actriz , también son personajes de la obra, que pueden ir vestidos normalmente para que el público los vea, o bien pueden ir vestidos con los trajes de la época y dividen los parlamentos explicativos según sean las circunstancias. En los parlamentos donde los muñecos se expresen, serán los actores disfrazados de muñecos quienes asuman los distintos roles.  

 

  ACTOR

 

 

Esta obra que veréis en un momento, es en realidad una manifestación más de

los pequeños dramas cotidianos en los que se encuentran enfrentados el amor

y el desamor. Muchos de los presentes tal vez se vean representados en algunos de los personajes que habitan este mundo legendario de la fantasía, patrimonio de

los niños y de los hombres buenos que, arrodillando sus corazones en coloquio con Dios, aprenden el insondable misterio de la filantropía.

La historia se desarrolla en un Tafí Viejo, provincia de Tucumán, a principios de este siglo, muy próximo a la ciudad, donde una niña, como todas las niñas discurría su vida serenamente, alternando el aprendizaje de la vida con los juegos aleccionadores de madre de ficción. En este espacio, ella y sus muñecos, aspiraban las mañanas intensamente azules de aquel paisaje propicio, donde el verde de sus campos apacentaba una belleza casi sobrenatural. La luz al abrirse, dibujaba sombras quietas junto al Levante y descubría la superficie de la tierra donde el invierno maceraba secretas alquimias, esperando el estallido de las flores.

La claridad de la mañana nacía calmosa, emborrachándose en su propio fulgor y pariéndose sin pausa desde su propia intimidad.  

Nosotros contemplábamos la escena y creímos ver en esa profundidad azul de un cielo sin mácula, donde una sola nube, pequeña y deshilachada, navegaba por un aire sin fronteras; desde allí nuestros ojos contemplaban  corretear la sonrisa de Dios, inaugurando los mismos colores del Paraíso.

La vida es así en todos los rincones del mundo y, a pesar de ello, nuestro idílico espacio verde, nos daba la sensación de una cercana vecindad a los alcázares celestes.   

Mirábamos con normalidad todas las cosas simples que nos rodeaban, y acaso esa misma simpleza, constituyera para otros, imágenes sin peso en el país de los recuerdos. Hoy nos parecen retazos remotos que, aún descoloridos, jamás pueden marchar hacia los territorios del olvido. Entonces los sentidos vuelven a saturarse alegremente con ese olor verde de los yuyos del verano y la turbulenta canción de las crecientes.

Muchas veces la tristeza del mundo se asienta sobre la mirada contemplativa de los niños, arrimándoles ese olor rancio de flores en descomposición o el sonido seco de las siemprevivas ludiendo pesares, como mariposas prisioneras en cajas de cristal.

Todo eso atesora la memoria casi siempre, y nos acompaña hasta la ancianidad, mas si se nos escapa, los ojos nublados de tristeza huyen tras los lloviznosos pasos del olvido, y los niños desconsolados en su desmemoria, sin recordar cuentan las cosas como soñando…

La vida plena de grandezas y miserias, acaso necesite de los sentimientos encontrados, y nos reconforta comprobar la confrontación privilegia siempre al amor, como las pinturas privilegiando la luz, cuando el artista busca el antagonismo de la sombra.

No sabemos porqué los hombres actuamos casi siempre envueltos en nubes de confusión, corriendo tras de quimeras insensatas, sin contemplar la feliz opulencia de la vida; no comprendemos que los hilos de ese gran tapiz conformado por los hechos cotidianos, son la urdimbre que nos transforma en amos o esclavos de nuestras actitudes, mutándolas en escalas cromáticas imaginarias; allí el color fluye desde la exaltación rosada de la orquídea, degradándose hacia los tonos desvaídos cuando imitan a la llaga, y entonces ya es tarde; más si recordamos las palabras de Bias, uno de los siete sabios de la Grecia antigua: Omnia Mecum Porto, cuya traducción es (Todo lo llevo conmigo).    

El amor y el desamor se enfrentaban casi ruidosamente en batallas incesantes, ocasiones tiñendo la luminosidad de la alborada o exaltando la blancura inmóvil de la rosa; pero la vida, siempre, al igual que las pinturas necesita de la sombra para destacar la luz.

 

 

ACTO PRIMERO

  Actor

 

 

 

El escenario está en penumbras y el actor va hablando nuevamente entre las sombras, dando una visión poetizada de lo que era el Tafí Viejo de los años dieciséis o diecisiete. En el centro del escenario se encuentran una hamaca vienesa y un gran arcón antiguo, como elementos de una sala de estar de las antiguas casonas de la campaña tucumana. La ambientación es semejante a la habitual de las casas de campo importantes. Sentada en la hamaca y meciéndose suavemente, ataviada con ropas de la época se encuentra doña Felicitas, que luego se dirigirá al público.

A pesar de ser una persona que ha sobrepasado largamente los ochenta años, se conserva aún hermosa; es rubia, de piel sonrosada y las miserias de la ancianidad parecieran no haberla tocado. Fue un venero de felicidades, junto a sus padres, a su esposo y a sus hijos. Su conversación es entretenida y culta, pues ha viajado mucho y así lo demuestra en cuanta oportunidad se le presenta. La filantropía ha sido su meta más preciada, y los azares de la actuación y del teatro, también acapararon parte de su vida. Sus hijos de madre niña, sus muñecos, jamás la olvidaron y aún hoy se someten mansamente a sus caricias, en cuanta oportunidad se les presenta.

 

Detrás de las sombras pueden verse como siluetas fantásticas, un juego de muebles estilo francés, dorado a la hoja, y en centro, detrás de una mesa oval de finas tallas, una gran consola de cristales biselados. Coronando el espejo hasta las mismas riberas del techo, un óleo oval que representa a “Diana después del Baño” cuadro famoso de Francois Boucher. Colgando desde el mismo techo y en el centro del ambiente, una gran araña de lira de veinticuatro luces, en el momento todas apagadas; más allá, también apagada, otra de “soplillos”, pero de menos candiles. Hacia la derecha del escenario contemplamos una puerta cerrada. Es la puerta cancel adornada con un vitraux de rombos azules que no brillan, pues en el momento no hay paso de luces diurnas.

 

Mientras tanto el Actor sigue su monólogo diciendo:

La casa patriarcal de Villa María Eloísa, iluminada por la luna, se llena de asendereados caminos de plata, donde exóticas náyades vierten urnas repletas de estrellas para iluminar caminos de imaginación. Ellos nos conducen con los bolsillos henchidos de besos, a inescrutables rincones del corazón; el camino puede también variar hacia impredecibles confines del espacio, donde la felicidad paraliza el raciocinio, y la tribulación o el agravio no pasan de ser verdades ausentes.  Un silencio penumbroso hace escuchar mi voz entre las cadencias de las sombras, y nos acerca los olores sonoros y acariciantes de aquél Tafí Viejo de 1925.

Pondré frente a vuestros ojos inquietos, un gran escenario virtual donde rielaban  y aún lo hacen para ustedes, los fulgores difusos de una sala señorial de la  casa solariega,  atesorando entre sus muros, las cenizas de mensajes ocultos del pasado.

En las cercanías, desde los airones del pinar de acceso, escuchábamos el trino suave de un rey del bosque llamando a su compañera.

Si ustedes me siguen, a horcajadas del pensamiento, alcanzarán a distinguir, alzándose sobre el rumor de la mañana, la pupila rubia del sol espiando a través de la cerradura del Oriente; espía una hamaca vienesa, meciendo suavemente el insomnio de una niña de nueve años, pugnando penetrar con ojos asombrados las nervaduras de un arcón antiguo, sobre el que fusilan desorientadas, reflejos  de insólitas argenterías.

Si escuchan con atención,(hablando como en secreto) afuera el retintín de las conversaciones rupestres va abandonando su milenario bordón, y enredadas entre adormilados lubricanes se escurren  por el ojo de la cerradura, voces sin rumor. Veremos entonces a la pequeña adormecerse, envuelta en bostezos crecientes, para dar paso a los espíritus errantes del mundo  remansándose sobre sus ojos inocentes.    

La niña soñaba ser la imaginaria Sra. de Lopecio, dueña de aquel territorio de maravillas, donde la bucólica belleza del campo provinciano se derramaba sobre los ojos de aquella casa de techos rojos y paredes blancas, imitando opulentos parteluces de pájaros multicolores. La imagen se empeñaba obstinadamente en exhibirnos una detallada anticipación del Paraíso que, sobrevolando las religiones sólo existe en la carne de los cuentos que incendiaban nuestra niñez.

Su padre Don Joaquín  la había bautizado Villa Felicitas, por ser ella el último retoño, solazando todas las alegrías que la felicidad puede otorgar. Era por fortuna la rosa más pequeña de ese gran jardín, viviendo un mundo de sueños, donde la vida discurría sobrenadando torrentes de magia y de poesía. En ese mundo, la muerte era sólo una duda jamás confundida con una victoria duradera.

¿Sería esto la perfección? Su mente aún inviolada no podía discernir las espinas asechantes de la rosa, tampoco separar los días de sus noches o los avatares de la vida, deparando para cada quién los azares siempre inoportunos de la adversidad. La felicidad diluía la escarcha de toda preocupación, y le impedía conocer que el agua del mar o las nieves de la montaña cambian de color, de acuerdo a la marcha incesante del sol, mutando con su dedo amarillo, los cristales hiperbóreos en vapores  bermellón. Nada le hacía avizorar que, desde el fondo de la tierra sólo son audibles las gotas de lluvia discurriendo como lágrimas eternas, mientras dejan las respiraciones del aire, limpias de la tristeza dejada por las sombras.

Si prestan atención y cierran los ojos, verán a Claudio, el mucamo, entrar silenciosamente en el recinto y con sumo cuidado, viendo a la niña dormida, colocar una manta sobre sus pies colgantes, desmadejados por el cansancio de la duermevela. Entretanto, desde el interior del arcón se hacían audibles inciertos traquidos que llevaron a Claudio a  descubrir la luz vaga de conversaciones recién nacidas, adensándose de a poco.

Observen ahora, como  Felicitas al profundizar el sueño, parece internarse en desconocidos corredores que, como dédalos tenebrosos le hacen estremecer en agitaciones repetidas una y otra vez; la apresan de la misma manera que las chispas persiguiéndose, se alcanzan cuando el papel se quema. Se sorprendió grandemente al observar frente al espejo su cuerpo envuelto en destellantes pero lozanos ochenta años, y abandonando la somnolencia de la hamaca, tomó el bastón con empuñadura de plata bruñida colgando del cabezal, para dirigirse hacia la puerta de alto cancel. Desde allí reclamó con su voz de niña la presencia de Claudio, quién para alimentar su incertidumbre, lucía la misma juventud de antaño. Sin manifestar extrañeza, contempló que una luz abriendo sus alas se entretenía sobre porcelanas y cortinados. Entonces dirigiéndose a él dijo:”

“¡Gracias por cuidar mi sueño!”.” Siento hoy más que nunca la imperiosa necesidad de volver a contemplar el rostro de mis hijos de antaño, mis muñecos, a quienes con la ternura que los niños atesoran en sus más recónditas cavernas, amé con devoción. Claudio haciendo un gesto de asentimiento abrió el arcón donde  Felicitas atesoraba sus recuerdos más hermosos, y tomando los muñecos con cuidado, los depositó sobre una  mesa de caoba afiligranada...

 

Aquí, mientras la voz del actor relata la escena,  Felicitas agita sus piernas como quien vive una pesadilla.

 

 

ACTO SEGUNDO

 

 ACTRIZ

 

El escenario es el mismo, sólo que más iluminado, donde las figuras se distinguen ya perfectamente. En la sala el tiempo parece haberse detenido y un hálito conmovedor inunda de ternura todo el ambiente. Claudio está visiblemente emocionado y saca un pañuelo con el cual discretamente pasa por la comisura de los ojos. Aparecen y son presentados los primeros muñecos, Quepete y Madreselva.

(Dos actores disfrazados de muñecos realizan la actuación y los parlamentos).

En este acto  Felicitas que estuvo dormida, se despierta y la hamaca comienza nuevamente a moverse. El arcón está abierto y Quepete y Madreselva aparecen sentados sacudiéndose el polvo acumulado durante su ostracismo. No pueden dar crédito a lo que está pasando; se miran, se incorporan, miran a su madre que esta aún semidormida y dialogan de la siguiente manera:

 

 

  Actor

 

Eloísa recostó su bastón junto a una silla y sintió los apresurados latidos de su corazón al escuchar después de un largo tiempo la voz de Quepete diciendo:

HABLA QUEPETE:

¡Dios sea loado! ¡Al fin ha escuchado mis ruegos! ¿Ha terminado este largo sueño? El niño volvió la cabeza hacia el costado y restregándose los ojos para ver mejor dio un grito exclamando:

“¡Madreselva, estás allí!

Ya mi dicha no puede ser mayor, exclamó

MADRESELVA:

(CONTESTANDO)

 

Quepete, hermano del alma, que grande es mi emoción al contemplarte nuevamente (mientras gime con llanto entrecortado sin despegarse del cuello de su hermano.

QUEPETE:

¡Qué largo sueño hermana!

Encerrados tantos años en este arcón, sintiéndote como los pájaros sienten la aurora, como la hoja siente la gota de rocío, sin poder verte ni acariciarte,  a ti ni a nuestra madre, ni a nuestros otros hermanos de quienes no alcancé a despedirme. Siempre pensé que deben  haber sido guardados en algún otro arcón distinto del nuestro.

Quepete recitando reflexiona:

Sueño largo, largo sueño,

  llegaste sin que lo pida,

en ceniza azul, libre y sin dueño te ausentas,

¡Devolviéndome la vida!

 

 

 

MADRESELVA:

(contestando entre hipos y sollozos)

 

El exilio ha sido duro Quepete, tan solos en la eterna oscuridad de las noches, pidiendo a gritos contemplar el rostro y recibir las caricias de nuestra madre niña. La última visión que tengo de ella, es la de  su carita pecosa, cuajada en lágrimas, mientras escuchaba con paciencia samaritana, los reclamos de Jacinto, nuestro hermano mayor, tan querido y respetado por nosotros.

Escondida detrás del arcón sólo recuerdo su contestación diciéndole:

 

 Felicitas

(Llorando y recordando sus palabras de la niñez)

 

¡Hijos míos, yo también recuerdo cuando era niña haber  pronunciado estas palabras; lo recuerdo como si fuera ayer!

Si en algo me equivoco ¡corríjanme! Yo dije así:

¡Jacinto! Hijo mío muy amado, las lágrimas provocadas por tu injusto reclamo no me dejan contestarte apropiadamente, pero te recuerdo  que  el amor  nace,  pero también se cultiva y se mece, como se mece a un niño. Así lo mece  mi corazón sólo nombrándote.

 

Ambos hermanos luego corren con pasos indecisos, propios de quienes han estado inactivos mucho tiempo, abrazándose en medio de llantos entrecortados, mientras comentan la oscuridad y la dureza del exilio.

Quepete:

(Ahora rengueando un poco)

No sé qué me pasa hermana, de pronto sentí que el tiempo se desplomó sobre mis rodillas. Me duelen y dificultan mi andar. ¿Habrá sido demasiado largo nuestro encierro?

Madreselva querida: ¡No sé que habrá pasado! ¡Separaron nuestra familia tan abruptamente, que no nos dieron la oportunidad de estrecharnos en un último abrazo! Debemos averiguarlo, ahora que estamos juntos. 

 

  Actor-

 

Mientras habla, el escenario va iluminándose paulatinamente hasta dejar ver a los muñecos-

La Sra. de Lopecio o sea  Felicitas en la vejez, flotaba entre brumas impávidas, sin reaccionar, prisionera de una gran emoción, mientras trataba de ordenar los recuerdos. La luz de la mañana insinuándose sobre el envés de las cortinas, se cuajó consternada, y casi como un milagro, dejó para la contemplación de sus hijos, la figura añosa y de párpados rebosantes de lágrimas. Quepete que tenía el don de la poesía, al mirarla dejó colgando como gotas de lluvia sus palabras temblorosas.

Mientras tanto las luces de la mañana terminaron por encender las penumbras, y las cosas retornaron a la serenidad de las horas antiguas. Bebió con devoción las lágrimas que adornaban su hermosura, exclamando lleno de exaltación:

 

Sueño… sueño…largo sueño…

Que llegaste a mí sin que lo pida,

 En cenizas de añil, libre y sin dueño,

Hoy te ausentas,

¡Devolviéndome la vida!

 

Madreselva guardó en un frasco los retazos de sal que se escurrían alborotados, por los surcos de la piel amada, mientras escuchaba los agrios reclamos de Jacinto, el hermano mayor que, incendiado de celos y haciendo alardes de vate vomitaba su ira:

(Jacinto aún no hace su aparición, pues se encuentra en otro arcón).

 

 

Sra. de Lopecio o Felicitas

¿Es que no me reconoces ya, hijo mío? En verdad que han pasado los años y el tiempo, ese inefable enemigo, ha dejado huellas en mi rostro y en mi cuerpo, pero mi alma y mi corazón están intactos, amándote desde siempre y para siempre, como corresponde a una buena madre.

 

 UNO DE LOS  ACTORES

Aquí; Jacinto reconoce a su madre, pero dice que su amigo Carboncillo, le ha enseñado, que el amor es cosa pasajera, y que el cariño a la madre y a los hermanos, es cosa superflua y baladí. Le explicaba que hay otros  amores más fuertes y distintos: ¡El amor a la fama, a las mujeres, al dinero, al poder y a todo aquello que de prestigio y lucimiento ante sus semejantes!  

 

 

 

 

El escenario es el mismo. Claudio busca en otro arcón oscuro, cuadrado, y con herrajes coloniales al otro hijo de la Sra. de  Lopecio, en la representación de FELICITAS. Claudio luego de sacar todo el contenido del arcón, encuentra casi aplastado por la ropa y tosiendo el tiempo guardado, a Jacinto. Pero, ¡OH  sorpresa,  junto a él encontró un compañero, con el que durante el exilio se había hecho muy amigo! Era nada menos que ¡Carboncillo! El diablo.

Era Carboncillo un muñeco hijo del diablo, por lo tanto, diablo él también. Era un muñeco de barba puntiaguda, bigotito fino, mirada torva y una capa negra que arrastraba hasta el suelo.

Eloísa se abraza a Jacinto, pero éste la desconoce.

 

 

JACINTO:

Sra.…tengo mi orgullo herido,

Por el beso que primero no me has dado,

El amor de madre he reemplazado,

                              Por otro nuevo, ayer nomás conseguido.

 

ACTOR    

La madre, vacilante y casi sin voces disponibles procuraba escanciar sobre su cabeza de trapo, que el cariño hacia los hijos era una forma superior de la grandeza, y como tal, se esparcía en iguales proporciones, pero Jacinto, sin consideración a sus arrugas martirizadas por la pena, persistía en una aún más injusta reclamación: Solicitaba una herencia imaginaría para disfrutarla con Melitona, la muñeca compañera con la que empezaría una nueva vida.

Eloísa de Lopecio estrellaba sus argumentos inútiles, ante los muros de tan tristísima actitud, pensando que el amor nace, pero también se cultiva con hechos y gestos cotidianos. Toda su infancia volvía a resplandecer, pero el aroma de su felicidad se estrellaba en una súbita desesperanza; sentía que esa felicidad era abandonada a las incoherencias del infortunio.

Jacinto con una mueca de soberbia y sordo a los altercados de la tristeza, desplomaba impiadosamente y sin pausa los cimientos afectivos de su madre. Melitona, su compañera, conocida accidentalmente como marmitona en un tenebroso figón de pueblo, lo catequizaba con palabras abstrusas, dejando suspendidas a propósito en el aire, con la secreta finalidad de que un Jacinto sin edad, como todos los muñecos, comprendiera a rajatabla el siguiente axioma:

 

“Para conseguir la paz hay que hacer la guerra”

Le enseñó con la misma contundencia del garrote, la devoción hacia su persona, hacia el dinero o hacia el poder como únicos laureles de prestigio y de gloria; le advirtió que su falta era lo mismo que las golondrinas al invierno o los amigos cuando sobreviene la pobreza

 

 Luego con una mueca de desdén, y con el más insolente de los gestos, se dirigió a la Sra. de Lopecio diciendo:

MELITONA:

(Asesorada por Carboncillo)

 

¿Qué es el amor de madre?

¡Sólo un instante!

¡Este es el consejo del diablo!

Debe ser pequeño e insignificante,

                                        Y por consejo del íncubo  te hablo.

ACTOR

 

Jacinto haciéndose eco de tan necias palabras, exclamó solidario:

JACINTO:

 

 

Compañera, compañera del alma,

Que ya de hecho es sólo tuya,

¡No me convencerán!

Pues tengo la calma,

Del acero en la carne,

                                               Sin que tiemble ni huya.

 

Fueron estas sus últimas palabras y con gesto despectivo se marchó para siempre diciendo:

Jacinto:

 

¡Hasta nunca madre! ¡Me voy con Melitona y Carboncillo!

 

Carboncillo:

(Sonriendo triunfal)

 

La bondad de esta anciana jamás podía triunfar sobre el mal promovido por Satanás. Les cuento a los que quieran escucharme que, además de diablo o hijo del diablo como quieran nombrarme, soy viejo y, como dicen algunos versos de Hernández, ,  “EL diablo sabe más por viejo que por diablo”.

 

Actor

 

Murmurando estas palabras, Carboncillo se retira bostezando y lanzando una escalofriante carcajada. 

 

Felicitas o Sra. de Lopecio, desolada por lo acontecido, y casi gritando le dice:

Hijo mío, estamos en el país de la fantasía, donde hay jardines de plata y casas de cristal, donde todo lo bueno puede realizarse. Yo sólo quiero hacerte una pregunta: ¿Si te fuera dado elegir, que te gustaría ser?

JACINTO( sin nombrar a la madre)

Ya se lo he dicho señora, elijo ser un hombre de fama y de dinero  

 Felicitas

(Desesperada)

 

¿Y si tuvieras que elegir entre los consejos de tu madre y hermanos o los de  Carboncillo y Melitona, a quién prestarías oídos?

JACINTO

¡Ni pensarlo señora! ¡A Melitona y Carboncillo! ¡Y deje ya de hacerme preguntas necias!

Sra. de Lopecio o  Felicitas (Llorando y muy conmovida)

ACTOR

 

 Felicitas se vuelve hacia sus otros hijos y con un sollozo ahogado GRITA:

¿Quepete, Madreselva dónde están hijos míos? ¡Se fue Jacinto y mi corazón está en llamas! ¡Ha cambiado mi amor por otro que él cree más fuerte, también por la fama y el dinero! ¡Los poderes de Satanás han sido más fuertes!

 

ACTOR

 

Aparecen Quepete y Madreselva y le dicen a su madre:

¡Tranquilízate madre nosotros te amamos y viviremos sólo para ti!

 

¿Quepete, Madreselva,  hijos míos, y a ustedes, si les fuera dado elegir  qué les gustaría ser?

Estar junto a ti, respondieron casi al unísono.

Quepete continuó diciendo:

Sólo aspiramos a ser el viento que acaricie tus mejillas, besarte así todos los días y gritar¡ Nunca nos separaremos!  

ACTOR

Grande fue la desolación de la Sra. de Lopecio que, alzando a sus otros hijos, y bañada en lágrimas amargas, los estrechó entre sus brazos rebosantes de amor, sumergiéndose en oscuros dédalos de tristeza, haciéndole escudriñar las seducciones de la muerte. Quepete la besó con inusitada ternura y leyó para ella los versos que había compuesto en la oscuridad de su ostracismo, acaso como inútil forma de disipar la pena que la abatía; afuera se escuchaba el canto de una reinamora, acompañando los latidos de su corazón que a punto de estallar decía:

 

QUEPETE RECITA:

¿Dónde habrás partido madre nuestra?

 

¿Dónde habéis partido madre nuestra

Que ya el peso de los años nos doblega,

Enmohecidos de destierro que nos muestra,

La tristeza de tus hijos en la lágrima que anega.

¿Te acuerdas luminosa madre niña?

Las tardes taficeñas, de jazmines y de selva,

Los juegos de visitas, de risas y de riñas,

¿Con tus hijos tan amados, Quepete y Madreselva?

¿Habrás cambiado tus ojos color del tiempo?

Calmando tiernos corazones de espadrapo

O el hoyuelo picaresco de tu risa,

Retrato feliz de tu alma, que hoy atrapo.

El arcón de los recuerdos no retiene,

El ansia loca de cuidarte y de adorarte,

Ser tres almas y un amor que las mantiene,

Venciendo tiempos,

Y una alborada de besos para darte.

Madre nuestra,

Eternamente bella,

Quepete y Madreselva,

Te iluminarán por siempre,

Desde una estrella. 

 

 

 

 

 

 FELICITAS

 

Por el poder que me da el Señor en este país de la fantasía, digo:

¡Cúmplase!¡Jamás nos separaremos!

 

ACTOR

Aquí entra Madreselva y dice:

 

MADRESELVA

(Componiendo la garganta para recitar un poema dedicado a su madre)

 

Te veo madre,

Engalanando aquel verano,

Azul de lejanías,

Neblinoso y ciego,

Con que el olvido muerde

Con dentelladas de tiempo,

El cuerpo grácil

De algún recuerdo querido.

 

Eras el aliento dulce del verano,

Bajo el techo verde

Y tembloroso de las parras,

Metiéndose en tu sombra,

Que absorta de silencios,

Contemplaba,

La entrega sin fatigas,

De tus manos ingenuas,

Cual magnolias sorprendidas,

A esa caricia virginal,

De la fruta recién cortada.

 

Eras madre,

Para el campo

Saciado de embrujo moreno,

Un dorado destello de soles,

Burilando la finísima carne,

De una flor encantada.

 

Un verano sin dulces,

Remedaba

Un río sin peces,

Huérfano de espumas

O un cielo negro,

Ausente

Y sin torcazas.

Hoy te evoco madre,

Como en sueños,

Dulcera, maestra de sabores,

Que guardas amorosa

En la paila de los tiempos

Coronada de oros eternos,

El beso secreto

Y coloquio sutil

De aromados durazneros

Y solitarios membrillares.

 

 FELICITAS

 

(Estalla nuevamente en lágrimas por la emoción)

(Se siente feliz)

 

Dime hija: ¿Y tú, qué querrías ser?

MADRESELVA

¡Tu alma y tu corazón!

 

 FELICITAS

 

¡Gracias Dios mío! ¡Cúmplase!

 

TERCER ACTO

 

  ACTOR

 

Los pesares de esta madre niña, y los pesares de esta madre mayor, no terminaban de resolverse, pues la herida infligida por Jacinto constituía una llaga que jamás habría de sanar. A pesar de los años transcurridos, la herida sufrida con sus muñecos se transportaba a una dolorosa realidad, para la cual no había remedio.

 Felicitas regresaba una y otra vez al desencanto de antaño, y sufriéndolo nuevamente en la realidad. 

El cuadro vuelve a ponerse triste. Eloísa no puede creer lo que le está pasando. Claudio se encuentra sentado sobre uno de los arcones sumido también en una profunda tristeza. Llora silenciosamente, mientras toma a Jacinto, Melitona y Carboncillo de sus cuellos y, sin pena, vuelve a encerrarlos en la caja de madera y de la cual nunca jamás volverían a salir. Claudio en otra oportunidad tomaría la decisión de encerrarlos en una caja más pequeña y arrojarlos a la furiosa correntada del río. Esperó a la mañana siguiente y con un a decisión sabiamente madurada les dijo, mientras veía que manoteaban dentro de la caja súbitamente transparente gracias a los poderes de Carboncillo. Había sido tan grande la contaminación moral del diablo hacia estos dos pobres muñecos, que ya no había poder humano ni sobrenatural que pudiera remediarlos. Claudio, siguiendo una voz secreta los arrojó al río para que sufrieran en otros lares, si es que alguien cometiera la imprudencia de sacarlos de la caja.  Fueron arrojados de la misma manera de El Creador expulsó a Adán y Eva por haber comido del árbol del bien y del mal. Claudio sin arrojarse el papel de dios terrenal pensó que aquello era la medida más acertada. Leyó el moviendo de los labios de Carboncillo que le decía:

 

¡Maldito seas por los siglos de los siglos! Si logro salir de esta cárcel, volveré a tomar venganza. Mientras tanto Jacinto y Melitona permanecían callados sin articular gestos ni palabras. Entonces Claudio pensó

 

¡Quizá estén arrepentidos, acaso se hayan dado cuenta del tremendo error cometido! El corazón comenzó a latirle con la fuerza que da la ESPERANZA

 

 

  ACTOR

                  

Los agobiantes aceites del verano se deslizaban perezosamente hacia los portales del mediodía, cuando Claudio volvió al recinto de la niña dormida, y  remeciéndola con suavidad la rescató de sus penurias. La pequeña despertó sobresaltada y sin apenas entender las circunstancias que la rodeaban, comprendió de pronto, como en una súbita inspiración, que la noche siempre anida en la mañana y que la falsía de aquél hijo jamás podría ser un recado de la divinidad…

Claudio abrió la tapa del arcón, respondiendo al requerimiento de Eloísa, y súbitamente comprobó que sólo estaba iluminado por las sonrisas de Quepete y Madreselva. Todo había sido una abominable pesadilla y sacudiéndola con un involuntario movimiento del cuerpo, la dejó caer sobre la alfombra. Brincó alegremente hasta donde su padre se encontraba y con un movimiento saturado de mimos, lo despojó de la elegancia otorgada por los quevedos, con los que ayudaba sus lecturas. Luego pidió a don Joaquín que la llevara a la ciudad, para retirar las tres muñecas rubias, que había separado en una de las tiendas del centro, con las cuales aumentaría alegremente y sin complicaciones su familia de ficción. Al llegar hasta el propio dintel de la puerta, experimentó una sorpresiva crispación que los años y las experiencias de la vida  le harían comprender, pues sobre la vitrina que atesoraba las muñecas, se leía un gran cartel que con grandes letras doradas rezaba: “Los ojos de la envidia y la boca de los celos tienen sus espinas impregnadas con veneno”.

 

Pronto se desentendió de todo esto y sintió que el corazón le galopaba al contemplar la belleza de las muñecas rubias, de modo que dibujando la más cautivante de las sonrisas y mirando a don  Joaquín, que había abandonado su cuerpo a viejos cansancios, le habló de esta manera:

“Padre, hoy he decidido que mis hijos sean sólo cuatro”,  a pesar de que en su fuero más recóndito el recuerdo de Jacinto siguió latiendo como una premonición o acaso como un viejo dolor sobre sus verdes ojos azorados.

 

Abandonó la tienda abrazando a sus muñecas rubias que, vestidas como princesas

Afuera en las calles tucumanas, el sol embadurnaba con cadencias de fuego los rumores de la ciudad.     

 

 

RICARDO FEDERICO MENA

 

 

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