Ricardo Federico Mena
1-Actor -
Sólo la voz
3-Sra. de Lopecio-Felicitas
4-Quepete- Muñeco
5-Madreselva-Muñeca
6-Claudio-Mucamo
7-Jacinto- Muñeco
8- Melitona- Muñeca
9-Carboncillo-Muñeco-
10- Las tres rubias- Muñecas
11-Don Joaquín
El Actor y
Esta obra que veréis en un momento, es en realidad una manifestación
más de
los pequeños dramas cotidianos en los que se encuentran enfrentados el
amor
y el desamor. Muchos de los presentes tal vez se vean representados en
algunos de los personajes que habitan este mundo legendario de la fantasía,
patrimonio de
los niños y de los hombres buenos que, arrodillando sus corazones en
coloquio con Dios, aprenden el insondable misterio de la filantropía.
La historia se desarrolla en un Tafí Viejo, provincia de Tucumán, a
principios de este siglo, muy próximo a la ciudad, donde una niña, como todas
las niñas discurría su vida serenamente, alternando el aprendizaje de la vida
con los juegos aleccionadores de madre de ficción. En este espacio, ella y sus
muñecos, aspiraban las mañanas intensamente azules de aquel paisaje propicio, donde
el verde de sus campos apacentaba una belleza casi sobrenatural. La luz al
abrirse, dibujaba sombras quietas junto al Levante y descubría la superficie de
la tierra donde el invierno maceraba secretas alquimias, esperando el estallido
de las flores.
La claridad de la mañana nacía calmosa, emborrachándose en su propio
fulgor y pariéndose sin pausa desde su propia intimidad.
Nosotros contemplábamos la escena y creímos ver en esa profundidad azul
de un cielo sin mácula, donde una sola nube, pequeña y deshilachada, navegaba
por un aire sin fronteras; desde allí nuestros ojos contemplaban corretear la sonrisa de Dios, inaugurando los mismos
colores del Paraíso.
La vida es así en todos los rincones del mundo y, a pesar de ello, nuestro
idílico espacio verde, nos daba la sensación de una cercana vecindad a los
alcázares celestes.
Mirábamos con normalidad todas las cosas simples que nos rodeaban, y
acaso esa misma simpleza, constituyera para otros, imágenes sin peso en el país
de los recuerdos. Hoy nos parecen retazos remotos que, aún descoloridos, jamás
pueden marchar hacia los territorios del olvido. Entonces los sentidos vuelven
a saturarse alegremente con ese olor verde de los yuyos del verano y la
turbulenta canción de las crecientes.
Muchas veces la tristeza del mundo se asienta sobre la mirada
contemplativa de los niños, arrimándoles ese olor rancio de flores en
descomposición o el sonido seco de las siemprevivas ludiendo pesares, como
mariposas prisioneras en cajas de cristal.
Todo eso atesora la memoria casi siempre, y nos acompaña hasta la
ancianidad, mas si se nos escapa, los ojos nublados de tristeza huyen tras los
lloviznosos pasos del olvido, y los niños desconsolados en su desmemoria, sin
recordar cuentan las cosas como soñando…
La vida plena de grandezas y miserias, acaso necesite de los
sentimientos encontrados, y nos reconforta comprobar la confrontación
privilegia siempre al amor, como las pinturas privilegiando la luz, cuando el
artista busca el antagonismo de la sombra.
No sabemos porqué los hombres actuamos casi siempre envueltos en nubes
de confusión, corriendo tras de quimeras insensatas, sin contemplar la feliz
opulencia de la vida; no comprendemos que los hilos de ese gran tapiz
conformado por los hechos cotidianos, son la urdimbre que nos transforma en
amos o esclavos de nuestras actitudes, mutándolas en escalas cromáticas
imaginarias; allí el color fluye desde la exaltación rosada de la orquídea,
degradándose hacia los tonos desvaídos cuando imitan a la llaga, y entonces ya
es tarde; más si recordamos las palabras de Bias, uno de los siete sabios de
El amor y el desamor se enfrentaban casi ruidosamente en batallas
incesantes, ocasiones tiñendo la luminosidad de la alborada o exaltando la
blancura inmóvil de la rosa; pero la vida, siempre, al igual que las pinturas
necesita de la sombra para destacar la luz.
El
escenario está en penumbras y el actor va hablando nuevamente entre las sombras,
dando una visión poetizada de lo que era el Tafí Viejo de los años dieciséis o
diecisiete. En el centro del escenario se encuentran una hamaca vienesa y un
gran arcón antiguo, como elementos de una sala de estar de las antiguas casonas
de la campaña tucumana. La ambientación es semejante a la habitual de las casas
de campo importantes. Sentada en la hamaca y meciéndose suavemente, ataviada
con ropas de la época se encuentra doña Felicitas, que luego se dirigirá al público.
A pesar de ser una persona que ha sobrepasado largamente los
ochenta años, se conserva aún hermosa; es rubia, de piel sonrosada y las
miserias de la ancianidad parecieran no haberla tocado. Fue un venero de
felicidades, junto a sus padres, a su esposo y a sus hijos. Su conversación es
entretenida y culta, pues ha viajado mucho y así lo demuestra en cuanta
oportunidad se le presenta. La filantropía ha sido su meta más preciada, y los
azares de la actuación y del teatro, también acapararon parte de su vida. Sus
hijos de madre niña, sus muñecos, jamás la olvidaron y aún hoy se someten
mansamente a sus caricias, en cuanta oportunidad se les presenta.
Detrás
de las sombras pueden verse como siluetas fantásticas, un juego de muebles
estilo francés, dorado a la hoja, y en centro, detrás de una mesa oval de finas
tallas, una gran consola de cristales biselados. Coronando el espejo hasta las
mismas riberas del techo, un óleo oval que representa a “Diana después del
Baño” cuadro famoso de Francois Boucher. Colgando desde el mismo techo y en el
centro del ambiente, una gran araña de lira de veinticuatro luces, en el
momento todas apagadas; más allá, también apagada, otra de “soplillos”, pero de
menos candiles. Hacia la derecha del escenario contemplamos una puerta cerrada.
Es la puerta cancel adornada con un vitraux de rombos azules que no brillan,
pues en el momento no hay paso de luces diurnas.
Mientras
tanto el Actor sigue su monólogo diciendo:
La casa patriarcal de Villa
María Eloísa, iluminada por la luna, se llena de asendereados caminos de plata,
donde exóticas náyades vierten urnas repletas de estrellas para iluminar
caminos de imaginación. Ellos nos conducen con los bolsillos henchidos de besos,
a inescrutables rincones del corazón; el camino puede también variar hacia impredecibles
confines del espacio, donde la felicidad paraliza el raciocinio, y la
tribulación o el agravio no pasan de ser verdades ausentes. Un silencio penumbroso hace escuchar mi voz
entre las cadencias de las sombras, y nos acerca los olores sonoros y
acariciantes de aquél Tafí Viejo de 1925.
Pondré frente a vuestros ojos
inquietos, un gran escenario virtual donde rielaban y aún lo hacen para ustedes, los fulgores
difusos de una sala señorial de la casa
solariega, atesorando entre sus muros,
las cenizas de mensajes ocultos del pasado.
En las cercanías, desde los
airones del pinar de acceso, escuchábamos el trino suave de un rey del bosque
llamando a su compañera.
Si ustedes me siguen, a
horcajadas del pensamiento, alcanzarán a distinguir, alzándose sobre el rumor
de la mañana, la pupila rubia del sol espiando a través de la cerradura del
Oriente; espía una hamaca vienesa, meciendo suavemente el insomnio de una niña
de nueve años, pugnando penetrar con ojos asombrados las nervaduras de un arcón
antiguo, sobre el que fusilan desorientadas, reflejos de insólitas argenterías.
Si escuchan con atención,(hablando
como en secreto) afuera el retintín de las conversaciones rupestres va
abandonando su milenario bordón, y enredadas entre adormilados lubricanes se
escurren por el ojo de la cerradura,
voces sin rumor. Veremos entonces a la pequeña adormecerse, envuelta en
bostezos crecientes, para dar paso a los espíritus errantes del mundo remansándose sobre sus ojos inocentes.
La niña soñaba ser la
imaginaria Sra. de Lopecio, dueña de aquel territorio de maravillas, donde la
bucólica belleza del campo provinciano se derramaba sobre los ojos de aquella casa
de techos rojos y paredes blancas, imitando opulentos parteluces de pájaros
multicolores. La imagen se empeñaba obstinadamente en exhibirnos una detallada
anticipación del Paraíso que, sobrevolando las religiones sólo existe en la
carne de los cuentos que incendiaban nuestra niñez.
Su padre Don Joaquín la había bautizado Villa Felicitas, por ser
ella el último retoño, solazando todas las alegrías que la felicidad puede
otorgar. Era por fortuna la rosa más pequeña de ese gran jardín, viviendo un
mundo de sueños, donde la vida discurría sobrenadando torrentes de magia y de poesía.
En ese mundo, la muerte era sólo una duda jamás confundida con una victoria duradera.
¿Sería esto la
perfección? Su mente aún inviolada no podía discernir las espinas asechantes de
la rosa, tampoco separar los días de sus noches o los avatares de la vida,
deparando para cada quién los azares siempre inoportunos de la adversidad. La
felicidad diluía la escarcha de toda preocupación, y le impedía conocer que el
agua del mar o las nieves de la montaña cambian de color, de acuerdo a la
marcha incesante del sol, mutando con su dedo amarillo, los cristales
hiperbóreos en vapores bermellón. Nada
le hacía avizorar que, desde el fondo de la tierra sólo son audibles las gotas de
lluvia discurriendo como lágrimas eternas, mientras dejan las respiraciones del
aire, limpias de la tristeza dejada por las sombras.
Si prestan atención
y cierran los ojos, verán a Claudio, el mucamo, entrar silenciosamente en el
recinto y con sumo cuidado, viendo a la niña dormida, colocar una manta sobre
sus pies colgantes, desmadejados por el cansancio de la duermevela. Entretanto,
desde el interior del arcón se hacían audibles inciertos traquidos que llevaron
a Claudio a descubrir la luz vaga de
conversaciones recién nacidas, adensándose de a poco.
Observen ahora, como
Felicitas al profundizar el sueño,
parece internarse en desconocidos corredores que, como dédalos tenebrosos le
hacen estremecer en agitaciones repetidas una y otra vez; la apresan de la
misma manera que las chispas persiguiéndose, se alcanzan cuando el papel se
quema. Se sorprendió grandemente al observar frente al espejo su cuerpo
envuelto en destellantes pero lozanos ochenta años, y abandonando la
somnolencia de la hamaca, tomó el bastón con empuñadura de plata bruñida colgando
del cabezal, para dirigirse hacia la puerta de alto cancel. Desde allí reclamó
con su voz de niña la presencia de Claudio, quién para alimentar su
incertidumbre, lucía la misma juventud de antaño. Sin manifestar extrañeza,
contempló que una luz abriendo sus alas se entretenía sobre porcelanas y cortinados.
Entonces dirigiéndose a él dijo:”
“¡Gracias por
cuidar mi sueño!”.” Siento hoy más que nunca la imperiosa necesidad de volver a
contemplar el rostro de mis hijos de antaño, mis muñecos, a quienes con la
ternura que los niños atesoran en sus más recónditas cavernas, amé con
devoción. Claudio haciendo un gesto de asentimiento abrió el arcón donde Felicitas atesoraba sus recuerdos más hermosos,
y tomando los muñecos con cuidado, los depositó sobre
una mesa de caoba afiligranada...
Aquí, mientras la voz del actor relata la escena, Felicitas agita sus piernas como quien vive una pesadilla.
ACTO
SEGUNDO
ACTRIZ
El escenario es el
mismo, sólo que más iluminado, donde las figuras se distinguen ya
perfectamente. En la sala el tiempo parece haberse detenido y un hálito
conmovedor inunda de ternura todo el ambiente. Claudio está visiblemente
emocionado y saca un pañuelo con el cual discretamente pasa por la comisura de
los ojos. Aparecen y son presentados los primeros muñecos, Quepete y Madreselva.
(Dos actores
disfrazados de muñecos realizan la actuación y los parlamentos).
En este acto Felicitas que estuvo dormida, se despierta y
la hamaca comienza nuevamente a moverse. El arcón está abierto y Quepete y Madreselva
aparecen sentados sacudiéndose el polvo acumulado durante su ostracismo. No
pueden dar crédito a lo que está pasando; se miran, se incorporan, miran a su
madre que esta aún semidormida y dialogan de la siguiente manera:
Actor
Eloísa
recostó su bastón junto a una silla y sintió los apresurados latidos de su
corazón al escuchar después de un largo tiempo la voz de Quepete diciendo:
HABLA
QUEPETE:
¡Dios sea loado! ¡Al fin ha
escuchado mis ruegos! ¿Ha terminado este largo sueño? El
niño volvió la cabeza hacia el costado y restregándose los ojos para ver mejor
dio un grito exclamando:
“¡Madreselva, estás allí!
Ya mi dicha no puede ser
mayor, exclamó
MADRESELVA:
(CONTESTANDO)
Quepete, hermano del alma, que
grande es mi emoción al contemplarte nuevamente (mientras gime con llanto
entrecortado sin despegarse del cuello de su hermano.
QUEPETE:
¡Qué largo sueño hermana!
Encerrados tantos años en este
arcón, sintiéndote como los pájaros sienten la aurora, como la hoja siente la
gota de rocío, sin poder verte ni acariciarte, a ti ni a nuestra madre, ni a nuestros otros
hermanos de quienes no alcancé a despedirme. Siempre pensé que deben haber sido guardados en algún otro arcón
distinto del nuestro.
Quepete recitando reflexiona:
Sueño largo, largo sueño,
llegaste sin que lo pida,
en ceniza azul, libre y sin dueño te ausentas,
¡Devolviéndome la vida!
MADRESELVA:
(contestando
entre hipos y sollozos)
El exilio ha sido duro
Quepete, tan solos en la eterna oscuridad de las noches, pidiendo a gritos
contemplar el rostro y recibir las caricias de nuestra madre niña. La última
visión que tengo de ella, es la de su
carita pecosa, cuajada en lágrimas, mientras escuchaba con paciencia
samaritana, los reclamos de Jacinto, nuestro hermano mayor, tan querido y
respetado por nosotros.
Escondida detrás del arcón sólo
recuerdo su contestación diciéndole:
Felicitas
(Llorando y recordando sus
palabras de la niñez)
¡Hijos míos, yo también
recuerdo cuando era niña haber
pronunciado estas palabras; lo recuerdo como si fuera ayer!
Si en algo me equivoco
¡corríjanme! Yo dije así:
¡Jacinto! Hijo mío muy amado, las
lágrimas provocadas por tu injusto reclamo no me dejan contestarte
apropiadamente, pero te recuerdo que el amor nace,
pero también se cultiva y se mece, como se mece a un niño. Así lo mece mi corazón sólo nombrándote.
Ambos
hermanos luego corren con pasos indecisos, propios de quienes han estado
inactivos mucho tiempo, abrazándose en medio de llantos entrecortados, mientras
comentan la oscuridad y la dureza del exilio.
Quepete:
(Ahora
rengueando un poco)
No sé qué me pasa hermana, de
pronto sentí que el tiempo se desplomó sobre mis rodillas. Me duelen y
dificultan mi andar. ¿Habrá sido demasiado largo nuestro encierro?
Madreselva querida: ¡No sé que
habrá pasado! ¡Separaron nuestra familia tan abruptamente, que no nos dieron la
oportunidad de estrecharnos en un último abrazo! Debemos averiguarlo, ahora que
estamos juntos.
Actor-
Mientras
habla, el escenario va iluminándose paulatinamente hasta dejar ver a los
muñecos-
Mientras
tanto las luces de la mañana terminaron por encender las penumbras, y las cosas
retornaron a la serenidad de las horas antiguas. Bebió con devoción las lágrimas
que adornaban su hermosura, exclamando lleno de exaltación:
Sueño… sueño…largo sueño…
Que llegaste a mí sin que lo pida,
En cenizas de añil, libre y sin
dueño,
Hoy te ausentas,
¡Devolviéndome la vida!
Madreselva
guardó en un frasco los retazos de sal que se escurrían alborotados, por los
surcos de la piel amada, mientras escuchaba los agrios reclamos de Jacinto, el
hermano mayor que, incendiado de celos y haciendo alardes de vate vomitaba su
ira:
(Jacinto
aún no hace su aparición, pues se encuentra en otro arcón).
Sra.
de Lopecio o Felicitas
¿Es que no me reconoces ya, hijo mío? En verdad que han pasado los años
y el tiempo, ese inefable enemigo, ha dejado huellas en mi rostro y en mi
cuerpo, pero mi alma y mi corazón están intactos, amándote desde siempre y para
siempre, como corresponde a una buena madre.
UNO DE LOS ACTORES
Aquí;
Jacinto reconoce a su madre, pero dice que su amigo Carboncillo, le ha
enseñado, que el amor es cosa pasajera, y que el cariño a la madre y a los
hermanos, es cosa superflua y baladí. Le explicaba que hay otros amores más fuertes y distintos: ¡El amor a la
fama, a las mujeres, al dinero, al poder y a todo aquello que de prestigio y
lucimiento ante sus semejantes!
El
escenario es el mismo. Claudio busca en otro arcón oscuro, cuadrado, y con
herrajes coloniales al otro hijo de
Era
Carboncillo un muñeco hijo del diablo, por lo tanto, diablo él también. Era un
muñeco de barba puntiaguda, bigotito fino, mirada torva y una capa negra que
arrastraba hasta el suelo.
Eloísa
se abraza a Jacinto, pero éste la desconoce.
JACINTO:
Sra.…tengo mi orgullo herido,
Por el beso que primero no me has dado,
El amor de madre he reemplazado,
Por otro nuevo,
ayer nomás conseguido.
ACTOR
La madre, vacilante y casi sin voces disponibles procuraba escanciar
sobre su cabeza de trapo, que el cariño hacia los hijos era una forma superior
de la grandeza, y como tal, se esparcía en iguales proporciones, pero Jacinto,
sin consideración a sus arrugas martirizadas por la pena, persistía en una aún
más injusta reclamación: Solicitaba una herencia imaginaría para disfrutarla
con Melitona, la muñeca compañera con la que empezaría una nueva vida.
Eloísa de Lopecio estrellaba sus argumentos inútiles, ante los muros de
tan tristísima actitud, pensando que el amor nace, pero también se cultiva con
hechos y gestos cotidianos. Toda su infancia volvía a resplandecer, pero el
aroma de su felicidad se estrellaba en una súbita desesperanza; sentía que esa
felicidad era abandonada a las incoherencias del infortunio.
Jacinto con una mueca de soberbia y sordo a los altercados de la
tristeza, desplomaba impiadosamente y sin pausa los cimientos afectivos de su
madre. Melitona, su compañera, conocida accidentalmente como marmitona en un
tenebroso figón de pueblo, lo catequizaba con palabras abstrusas, dejando suspendidas
a propósito en el aire, con la secreta finalidad de que un Jacinto sin edad,
como todos los muñecos, comprendiera a rajatabla el siguiente axioma:
“Para conseguir la paz hay que hacer la
guerra”
Le enseñó con la misma contundencia del garrote, la devoción hacia su
persona, hacia el dinero o hacia el poder como únicos laureles de prestigio y
de gloria; le advirtió que su falta era lo mismo que las golondrinas al
invierno o los amigos cuando sobreviene la pobreza
Luego con una mueca de desdén, y con el más insolente de los gestos, se
dirigió a
MELITONA:
(Asesorada por Carboncillo)
¿Qué es el amor de madre?
¡Sólo un instante!
¡Este es el consejo del
diablo!
Debe ser pequeño e insignificante,
Y por
consejo del íncubo te hablo.
ACTOR
Jacinto haciéndose eco de tan necias palabras, exclamó solidario:
JACINTO:
Compañera, compañera del alma,
Que ya de hecho es sólo tuya,
¡No me convencerán!
Pues tengo la calma,
Del acero en la carne,
Sin
que tiemble ni huya.
Fueron estas sus últimas palabras y con gesto despectivo se marchó para
siempre diciendo:
Jacinto:
¡Hasta nunca madre! ¡Me voy
con Melitona y Carboncillo!
Carboncillo:
(Sonriendo triunfal)
La bondad de esta
anciana jamás podía triunfar sobre el mal promovido por Satanás. Les cuento a
los que quieran escucharme que, además de diablo o hijo del diablo como quieran
nombrarme, soy viejo y, como dicen algunos versos de Hernández, , “EL diablo sabe más por viejo que por
diablo”.
Actor
Murmurando estas palabras, Carboncillo se retira bostezando y lanzando
una escalofriante carcajada.
Felicitas o Sra. de Lopecio, desolada por lo acontecido, y casi gritando le dice:
Hijo mío, estamos en el país
de la fantasía, donde hay jardines de plata y casas de cristal, donde todo lo
bueno puede realizarse. Yo sólo quiero hacerte una pregunta: ¿Si te fuera dado
elegir, que te gustaría ser?
JACINTO( sin nombrar a la madre)
Ya se lo he dicho señora,
elijo ser un hombre de fama y de dinero
Felicitas
(Desesperada)
¿Y si tuvieras que elegir entre los consejos de tu madre y hermanos o los
de Carboncillo y Melitona, a quién
prestarías oídos?
JACINTO
¡Ni pensarlo señora! ¡A Melitona y Carboncillo! ¡Y deje ya de hacerme
preguntas necias!
Sra. de Lopecio o Felicitas (Llorando y muy
conmovida)
ACTOR
Felicitas se vuelve hacia
sus otros hijos y con un sollozo ahogado GRITA:
¿Quepete, Madreselva dónde
están hijos míos? ¡Se fue Jacinto y mi corazón está en llamas! ¡Ha cambiado mi
amor por otro que él cree más fuerte, también por la fama y el dinero! ¡Los
poderes de Satanás han sido más fuertes!
ACTOR
Aparecen Quepete y Madreselva y le
dicen a su madre:
¡Tranquilízate madre nosotros
te amamos y viviremos sólo para ti!
¿Quepete, Madreselva, hijos míos, y a ustedes, si les fuera dado
elegir qué les gustaría ser?
Estar junto a ti, respondieron
casi al unísono.
Quepete continuó diciendo:
Sólo aspiramos a ser el viento
que acaricie tus mejillas, besarte así todos los días y gritar¡ Nunca nos
separaremos!
ACTOR
Grande fue la desolación de
QUEPETE RECITA:
¿Dónde habrás partido madre nuestra?
¿Dónde habéis partido madre nuestra
Que ya el peso de los años nos
doblega,
Enmohecidos de destierro que
nos muestra,
La tristeza de tus hijos en la
lágrima que anega.
¿Te acuerdas luminosa madre
niña?
Las tardes taficeñas, de
jazmines y de selva,
Los juegos de visitas, de
risas y de riñas,
¿Con tus hijos tan amados, Quepete
y Madreselva?
¿Habrás cambiado tus ojos
color del tiempo?
Calmando tiernos corazones de
espadrapo
O el hoyuelo picaresco de tu
risa,
Retrato feliz de tu alma, que
hoy atrapo.
El arcón de los recuerdos no
retiene,
El ansia loca de cuidarte y de
adorarte,
Ser tres almas y un amor que
las mantiene,
Venciendo tiempos,
Y una alborada de besos para
darte.
Madre nuestra,
Eternamente bella,
Quepete y Madreselva,
Te iluminarán por siempre,
Desde una estrella.
FELICITAS
Por el poder que me da el Señor en este país de la fantasía, digo:
¡Cúmplase!¡Jamás nos
separaremos!
ACTOR
Aquí entra Madreselva y dice:
MADRESELVA
(Componiendo la garganta para recitar un poema dedicado a su madre)
Te veo madre,
Engalanando aquel verano,
Azul de lejanías,
Neblinoso y ciego,
Con que el olvido muerde
Con dentelladas de tiempo,
El cuerpo grácil
De algún recuerdo querido.
Eras el aliento dulce del
verano,
Bajo el techo verde
Y tembloroso de las parras,
Metiéndose en tu sombra,
Que absorta de silencios,
Contemplaba,
La entrega sin fatigas,
De tus manos ingenuas,
Cual magnolias sorprendidas,
A esa caricia virginal,
De la fruta recién cortada.
Eras madre,
Para el campo
Saciado de embrujo moreno,
Un dorado destello de soles,
Burilando la finísima carne,
De una flor encantada.
Un verano sin dulces,
Remedaba
Un río sin peces,
Huérfano de espumas
O un cielo negro,
Ausente
Y sin torcazas.
Hoy te evoco madre,
Como en sueños,
Dulcera, maestra de sabores,
Que guardas amorosa
En la paila de los tiempos
Coronada de oros eternos,
El beso secreto
Y coloquio sutil
De aromados durazneros
Y solitarios membrillares.
FELICITAS
(Estalla nuevamente en
lágrimas por la emoción)
(Se siente feliz)
Dime hija: ¿Y tú, qué querrías
ser?
MADRESELVA
¡Tu alma y tu corazón!
FELICITAS
¡Gracias Dios mío! ¡Cúmplase!
TERCER
ACTO
ACTOR
Los pesares de esta madre niña, y los pesares de esta madre mayor, no
terminaban de resolverse, pues la herida infligida por Jacinto constituía una
llaga que jamás habría de sanar. A pesar de los años transcurridos, la herida
sufrida con sus muñecos se transportaba a una dolorosa realidad, para la cual
no había remedio.
Felicitas regresaba una y otra
vez al desencanto de antaño, y sufriéndolo nuevamente en la realidad.
El cuadro vuelve a ponerse triste. Eloísa no puede creer lo que le está
pasando. Claudio se encuentra sentado sobre uno de los arcones sumido también
en una profunda tristeza. Llora silenciosamente, mientras toma a Jacinto,
Melitona y Carboncillo de sus cuellos y, sin pena, vuelve a encerrarlos en la
caja de madera y de la cual nunca jamás volverían a salir. Claudio en otra
oportunidad tomaría la decisión de encerrarlos en una caja más pequeña y
arrojarlos a la furiosa correntada del río. Esperó a la mañana siguiente y con
un a decisión sabiamente madurada les dijo, mientras veía que manoteaban dentro
de la caja súbitamente transparente gracias a los poderes de Carboncillo. Había
sido tan grande la contaminación moral del diablo hacia estos dos pobres
muñecos, que ya no había poder humano ni sobrenatural que pudiera remediarlos.
Claudio, siguiendo una voz secreta los arrojó al río para que sufrieran en
otros lares, si es que alguien cometiera la imprudencia de sacarlos de la
caja. Fueron arrojados de la misma
manera de El Creador expulsó a Adán y Eva por haber comido del árbol del bien y
del mal. Claudio sin arrojarse el papel de dios terrenal pensó que aquello era
la medida más acertada. Leyó el moviendo de los labios de Carboncillo que le
decía:
¡Maldito seas por los siglos de los siglos! Si logro salir de esta
cárcel, volveré a tomar venganza. Mientras tanto Jacinto y Melitona permanecían
callados sin articular gestos ni palabras. Entonces Claudio pensó
¡Quizá estén arrepentidos, acaso se hayan dado cuenta del tremendo
error cometido! El corazón comenzó a latirle con la fuerza que da
ACTOR
Los agobiantes aceites del verano se deslizaban perezosamente hacia los
portales del mediodía, cuando Claudio volvió al recinto de la niña dormida,
y remeciéndola con suavidad la rescató
de sus penurias. La pequeña despertó sobresaltada y sin apenas entender las
circunstancias que la rodeaban, comprendió de pronto, como en una súbita
inspiración, que la noche siempre anida en la mañana y que la falsía de aquél
hijo jamás podría ser un recado de la divinidad…
Claudio abrió la tapa del arcón, respondiendo al requerimiento de Eloísa,
y súbitamente comprobó que sólo estaba iluminado por las sonrisas de Quepete y
Madreselva. Todo había sido una abominable pesadilla y sacudiéndola con un
involuntario movimiento del cuerpo, la dejó caer sobre la alfombra. Brincó
alegremente hasta donde su padre se encontraba y con un movimiento saturado de
mimos, lo despojó de la elegancia otorgada por los quevedos, con los que
ayudaba sus lecturas. Luego pidió a don Joaquín que la llevara a la ciudad,
para retirar las tres muñecas rubias, que había separado en una de las tiendas
del centro, con las cuales aumentaría alegremente y sin complicaciones su
familia de ficción. Al llegar hasta el propio dintel de la puerta, experimentó
una sorpresiva crispación que los años y las experiencias de la vida le harían comprender, pues sobre la vitrina
que atesoraba las muñecas, se leía un gran cartel que con grandes letras
doradas rezaba: “Los ojos de la envidia y la boca de los celos
tienen sus espinas impregnadas con veneno”.
Pronto se desentendió de todo esto y sintió que el
corazón le galopaba al contemplar la belleza de las muñecas rubias, de modo que
dibujando la más cautivante de las sonrisas y mirando a don Joaquín, que había abandonado su cuerpo a
viejos cansancios, le habló de esta manera:
“Padre, hoy he decidido que mis hijos sean sólo
cuatro”, a pesar de que en su fuero más
recóndito el recuerdo de Jacinto siguió latiendo como una premonición o acaso
como un viejo dolor sobre sus verdes ojos azorados.
Abandonó la tienda abrazando a sus muñecas rubias que,
vestidas como princesas
Afuera en las calles tucumanas, el sol embadurnaba con
cadencias de fuego los rumores de la ciudad.
RICARDO FEDERICO MENA
Ruego buscar carátula con
personajes de muñecos.