El Secreto del Asampay
Por Ricardo Federico Mena
El Secreto del Asampay
Año 1720- Encomienda de don Manuel de
Villafañe
Mocople se había constituido en
la persona de máxima confianza de don Manuel en la hacienda. Su impronta
destellaba la grandeza y la dignidad que venían impresas en sus genes. Una
atávica carga de soles y autoridad imbuía su persona de confianza y seducción.
Antiguos fantasmas apasionados susurraban a los oídos de quienes le conocían:
están ante un Curaca que aún guarda en sus entrañas los labios tibios del gran
Cacique Chelemín.
Sin duda Mocople era un digno
descendiente del famoso Cacique que hiciera temblar las huestes españolas
durante la guerra Calchaquí... Fueron cien años de desesperada resistencia, en
que los dueños de la tierra no escatimaron valor, esfuerzos ni imaginación para
sacudir el yugo de los conquistadores blancos. Mocople, más que un indio
encomendado, había pasado a ser un amigo insustituible en los laboreos de la
encomienda.
Manuel tenía absoluta confianza
en él y, cuando impartía una orden, esta reejecutaba con eficiencia, antes
deque sus ecos se disiparan en la misma dirección donde doblan los vientos.
Las risas luego de la caída del
caballo, apagaron sus sonidos confusos de la misma forma en que se apagan los
muigidos postreros de los toros en sacrificio. Ante el advenimiento de la
noche, cada uno se dirigió a su cuarto. Mocople estaba cansado luego de una
larga jornada y sus pasos, mientras se dirigía hacia el descanso, resonaban
diferentes. Apretaba los carillos con una tensión a punto de estallar. El
cansancio era en realidad grande, sin embargo, en cuanto se recostó en su
camastro, besó a Juana que dormía apaciblemente y la despertó para concretar el
merecido momento del amor. Se enredaron apasionadamente ante la mirada
incomprensible de uno de sus perros. Muy pronto se durmió, pero los fantasmas
de sus antepasados volvieron a visitarlo de la misma manera como se visitan a
los viejos amigos.
Esa noche de primero de Agosto,
despertó en medio de una sudoración rancia y profusa que emergía sin piedad de
cada uno de sus poros y parecía socavarle la piel, como si ellos, de alguna
manera, hurgaran sus más recónditos secretos. Tenía en verdad muchos, pero éste
que se enancaba en el sueño revestía una característica especial nunca antes
experimentada. En el sueño el jadeo se había convertido en una especie de
rugido que irisaba su cuerpo y tensaba cada uno de los filamentos de su
musculatura. Era noche cerrada aún en la encomienda y, a lo lejos, parecían
sentirse las voces de los muertos danzando alrededor de las apachetas que los
viajeros ofrendaban a la madre tierra. Toda su materia se estremecía.
Daba vueltas y más vueltas en
la cama que él mismo había fabricado con madera de álamo y tientos de guanaco,
mientras afuera el viento se desbordaba lujurioso, empujando la noche hacia los
abismos del día.
Sentía a su lado un cuerpo
caliente que respiraba y que no podía reconocer a la luz de las velas. No era
el de Juana, a quién vio mientras abría los ojos, sentada a su lado tratando de
despertarlo. Se incorporó en la cama encendiendo otra vela y escrutó
detenidamente cada rincón de esa pieza enorme de cuyo techo de cardón pendía un
amancay gigante de las montañas. Su perfume enervante no era suficiente para
mitigar el olor espeso de la sudoración que con porfía le martirizaba el
cuerpo. Comenzó a temblar sin poder discernir el origen de tal efecto y también
a preguntarse a qué secretos designios obedecerían esos martirios de la carne.
Antes jamás los había experimentado y, a pesar de ser un indio encomendado, era
un hombre arrogante y último cacique descendiente del gran Chelemín. Las
circunstancias de la historia y los avatares de la vida habían llevado a su
pueblo a difíciles resignaciones, pero al igual que el león de la montaña, la
llama o el guanaco, ellos mantenían intactos sus instintos de libertad. Era
precisamente esto lo que apreciaba en don Manuel de Villafañe, que jamás había
sometido las libertades de su pueblo, dejándoles vivir en alegre albedrío,
pleno de trabajo bien remunerado que les permitía continuar regocijándose con
lo que la naturaleza había puesto en su camino.
Esperó desesperadamente la
madrugada como si en ella estuviera la visión de Dio. Junto a Juana siguió el
rito milenario de sus antepasados recogiendo con esmero la basura de las cuatro
esquinas del recinto donde se encontraban; las mezclaron con algunas hierbas
aromáticas recogidas del hara y, al quemarlas, espantaban los malos espíritus
que parecían aposentarse en su dormitorio. Esa mañana se presentaba con un aura
extraña. Un sordo rumor de aguas presurosas que desconocían su desembocadura se
esparcía por cada una de sus vísceras. Percibía casi con desaliento la sombra
de una extraña y terrible respiración que hacía estremecer el alma. Juana lo
observaba inmutable a su lado sin perder ningún detalle, mientras le pareció
sentir una extraña emanación que descendía de la montaña.
La mañana lo sorprendió más
tranquilo, pues nada habían encontrado en ese recinto de adobes con techo de
cañas y cardones, que el viento castigaba con implacable rigor. En realidad, al
no encontrar algo concreto o físico, dejaba la posibilidad de que ese algo que
sentía interiormente sólo fuera subjetivo, no visible, como ocurre siempre con
las cosas que no se comprenden o bien que aquella presencia innominada fuera
una energía de extraña procedencia.
Las supersticiones de sus
antepasados dormían en lo que ellos llamaban
ristcha y que no era otra cosa
que la intangibilidad de la memoria. Se encontraba en esos menesteres del
pensamiento en un obligado día de samana
, cuando divisó a cierta distancia la figura enjuta y encorvada de Ataliva, un
indio viejo y de edad incierta, fiel como pocos había sobre la tierra. Además
ostentaba el galardón de ser su eficaz compañero en la tarea de gobernar a su
pueblo esparcido como un rosario de cuentas cobrizas sobre los vericuetos el
valle. Era Ataliva, llamado más comúnmente “el Chano”, en quién podía confiar
como siempre lo había hecho y referirle las extrañas alucinaciones vividas la
noche anterior. Le pareció natural invitarlo a pernoctar en su morada de último
curaca y sobrellevar entre ambos los
sobresaltos de la noche. Al caer la tarde y ponerse el sol, el viento, en
colérica actitud, comenzó a levantar el oleaje del Mayu, que venía embravecido por una absurda creciente inusual para la época. No era temporada de lluvias,
por lo tanto, la lujuria delirante de las aguas encrespadas les robustecía el
pensamiento acerca de que algo extraño flotaba en el ambiente. Escuchaban desde
la casa la voz ronca de la creciente, que en su desvarío enviaba sus fantasmas
llenas de inquietudes olvidadas.
La noche se despeñaba
perezosamente desde las altas cumbres hacia los faldeos del cerro, cuando la
oscuridad comenzaba a abrazar el paisaje circundante con estremecimientos de
horror. Decidieron encender las pocas velas que quedaban, traídas en el último
arreo con burros orejanos, capturados en el campo, que luego de cuidadosas
dedicaciones, cargaban con árganas repletas de las más variadas mercaderías
provenientes de la ciudad.
Las velas dibujaban y
desdibujaban los más alucinados arabescos, favoreciendo el sortilegio
imborrable de una noche para el olvido.
Estaban los dos hombres
callados junto al brasero donde vaporizaba una pava, jadeando convulsivamente
el secreto infinito de sus infusiones serranas, cuando rompiendo el silencio de
la noche; Mocople, imbuido de su majestad de curaca, preguntó a su invitado:
-¿Tienes miedo Ataliva?- El
anciano, casi sin respirar, contestó:
- ¡Sí, aunque no debiéramos
tenerlo! Somos indios experimentados, pero a pesar de eso, lo que me espanta es
la posibilidad de que el Supay, me convoque a sus dominios, donde el dolor y el
sufrimiento calcinen en un eterno charqui las fibras de mi cuerpo que aún
conserva la fortaleza del simbol.
Allí la apasionante astucia de
la muerte, hace remecer los senos de las mujeres que, al bailar entre las
llamas, van ondulando el cuerpo en un desenfrenado concierto de nalgas
trepidantes. Las súcubas extienden su sexo carnoso, mientras miran a los recién
llegados con ojos suplicantes llenos de miel. Mocople hablaba en su propio
léxico ladino, mientras Ataliva creía oler un tufo febril de nalgas y senos
amordazados. Él no estaba en edades de deseo, pero con la persistencia de la
memoria pensaba que jamás podían ser feas las opulentas diablas, bailando con
frenesí en las Salamancas, mientras hacían el amor con Lucifer, quien en el
colmo de su voluptuosidad adornaba su sexo con florerillas negras impregnadas
de jugos ardorosos. El vértigo alucinante que los giros imprimían a la danza
coloraba los aledaños con una espuma de esmaltes hechizados, mientras la
memoria le traía el recuerdo de voluptuosos fluidos eróticos. Un viento
incontenible abrió las ventanas de cardón por donde asomó la luna gigantesca
que iluminó el cuarto, más que la luz quebrada de las velas.
La energía, que Mocople sentía
respirar como algo vivo sobre su piel, comenzó a moverse en desacompasados
movimientos que penetraban por la cuenca desconcertada de sus ojos abiertos
hacia lo desconocido. Ataliva se abandonó resignado a esas extravagantes
alquimias de la mente y comenzó a transfigurarse, cuando sintió al viejo
curaca, interrogar preocupado:
_ ¿Qué está sucediendo?_
Buscaba con afán algo para
iluminar nuevamente la fantasmagórica escena. Se producía la transmutación de
almas según la creencia de la cultura calchaquí. Ataliva dejaba escapar la suya
para aceptar serenamente la desconocida fuerza que trajinaba sin sosiego por
cada rincón insomne de la casa. Respiraban entre esos muros los vapores ácidos
de lo sobrenatural y desconocido.
De pronto el indio cambió
súbitamente su fisonomía y, levantándose con precipitación de la pequeña silla
de tientos que se encontraba aun costado de la cama, avanzó envuelto en gruesas
vestiduras de humo, rengueando hacia Mocople, a pesar de que jamás había sido
rengo. Sus movimientos producían un ruido seco y monocorde, como quien pisa
caracoles secos en playas fantasmales. Era el rítmico arrastrar de su pierna
torturada por los dolores de la minusvalía. Mientras caminaba, el dolor hacía
brotar de cada fibra de su musculatura una energía fiera que se traducía en la
mueca esculpida sobre su rostro de piedra.
Balbuceó palabras que Mocople
había escuchado pronunciar a sus abuelos y entre las cuales creyó reconocer
estas: wairi, puri ,punchau, tiri, guata
y taia. Pertenecían al antiguo quichua hablado por las tribus calchaquíes.
-No puedo entender lo que
hablas- reprochó Mocople-.
Su rostro ancho de
reminiscencias asiáticas se demudaba al contemplar la metamorfosis de Ataliva,
su gesto fiero y decidido.
-¡No soy Ataliva!- respondió con voz grave y distinta impregnada con
esa solemne autoridad que sólo los hombres de mando podían ostentar. Era una
voz con sonoridades de urgencias que parecía venir del infinito, como un latido
del tiempo, vibrando en las alas de cada sílaba.
_ ¡Soy Chelemín, Señor de los Hualfines y Jefe Supremo de la segunda
sublevación de los Calchaquíes! Por cierto imperativo demorado largo tiempo
vengo a revelarte la verdad de mi derrota y es tal vez la última oportunidad de
hacerlo, de jefe a jefe, puesto que eres el último de mi sangre sobre la faz de
la tierra. Quiero que la cuentes como una manera de ordenar la nebulosa de la
historia, para lo cual te prometo hablar en una forma acorde a los tiempos que
hoy transcurren. Los pueblos indígenas deben integrarse, sin desdoro de su
dignidad, a la cultura de los blancos, mucho más avanzada que la nuestra. No deben
ser esclavos, sino pares que enfrenten al mismo nivel los destinos inciertos de
la humanidad.
La presencia del Señor de los
Hualfines en el cuerpo de Ataliva adquiría por momentos dramáticos matices,
acaso provistos de un carácter solemne y amenazador. La voz hablaba con la misma fascinación de una serpiente de
encantamiento, mientras Mocople y Juana escuchaban con la piel erizada en
estado de éxtasis aquellas primeras palabras que invitaban a la comunión con
almas errabundas. El sortilegio estaba en su apogeo y Mocople, en un estado de
febril alucinación, escuchaba cómo la voz
con seductora sabiduría, lograba superponerse a las imágenes desaforadas de
una multitud de dioses salvajes que habían alimentado su educación saturada de
supersticiones.
Se sentía flotar en un mundo
sin fronteras y sin tiempo, pero se aferró al instinto lúcido de la mente y
continuó escuchando sus desventuras. La voz
continuó diciendo:
“Es la primavera de 1637 y estoy en el pucará del Asampay, que en el
idioma de los blancos quiere decir diablo, tal vez por el subido color rojizo
con que las piedras cubren su desnudez. Tengo a mi alrededor un pueblo fiel,
los hualfines, tribu de la que me enorgullezco de ser su cacique, y por lo
tanto debo cuidarme de la perfidia de los españoles quienes me persiguen sin
tregua desde una ciudad que ellos llaman Londres de Pomán. No hace mucho que se
ha fundad. Fue durante las maniobras de la guerra en que estamos envueltos
desde hace mucho tiempo. Me siento cansado y viejo, pero con la tremenda
responsabilidad de cuidar la vida de las mujeres, los ancianos, los heridos, de
mi tribu, que en verdad son muchos. Mi gente está decidida a morir antes que
permanecer en la esclavitud de los blancos con sus encomiendas, en las minas o
en el servicio personal.
Soy indio y no me avergüenzo de ello; no sé nada más que lo enseñado
por mis padres y abuelos, pero ello me alcanza para ser feliz junto a los míos.
No sé por qué no dejan de acosarnos. Tampoco entiendo cómo ellos que
pregonan la Fe de un Dios bueno y justo, superior a nuestros dioses venerados,
permite que seamos tratados con tanta maldad. Los machis blancos, los
sacerdotes que nos enseñan su religión nos prometen felicidades que nunca hemos
conocido y quizá nunca conoceremos. No estuve de acuerdo con la muerte horrible
que se dio a Fray Pablo, ni a Fray Antonio Torino, porque me conmuevo al
pensarlo, pero mi tribu que hacía tiempo se pasaba subrepticiamente la flecha
en señal de alianza, determinó que así sucediera. Nada pude hacer para
evitarlo. Así como nosotros nunca imaginamos la crueldad de las tropas
españolas que descuartizaron al cacique Coronhuilla en Andalgalá. Cada uno de
los cuatro potros se llevó una parte de su cuerpo ensangrentado ante la
presencia de sus familiares.
No puedo dormir y Calsapi, mi segundo jefe, se acerca para decirme que
los españoles quieren conversar conmigo para evitar más derramamientos de
sangre. Pronto aparecerá de entre los cerros ese rojo redondel que es el sol de
la madrugada y debo concurrir sólo con Calsapi, hasta los faldeos del valle de
Hualfín, donde me esperarán los dos jefes españoles: Ramírez de Contreras y
otro cuyo nombre no puedo recordar.
Yapo Amba, la más joven de mis mujeres, mientras me abraza, pone entre
mis manos a nuestro hijo más pequeño que hemos nombrado Solamán en homenaje a
un gran cacique amigo. Tal vez los dioses le permitan gobernar con acierto, sin
los rigores de la guerra que nosotros vivimos.
En ese momento la voz y expresión de Ataliva parecieron
dulcificarse, mientras continuaba su confesión:
“Es tanto el cariño y la ternura que Yapo-Amba me prodiga, que me faltan
fuerzas para cumplir con mis obligaciones de jefe de las tribus coaligadas.
Ella es mi dueña. Yo soy su dueño hasta el último confín de su belleza, y hasta
los más puros límites de su risa y de su llanto. Un fulgor muy vivo se
desprende de sus ojos mientras la miro y ella responde con un beso quemante
como cien soles sobre mi boca. Con suavidad me desprendo de su abrazo y con
honda tristeza digo que ya es hora de partir al encuentro de mi destino.
Comienzo a caminar cerro abajo en medio de cactus floridos, junto a mi
fiel Calsapi, desmoronando piedras filosas y ramas secas que lastiman nuestros
pies cansados. Voy recordando retazos de mi vida que vuelan sobre mis ojos con
la misma desolación de una intensa despedida. Observo todo con energía y valor,
como forma cierta para combatir los destinos aciagos, mientras nuestros pies
producen crujidos de muerte por los desolados meandros de la senda.
La voz por momentos adquiría
matices de bajas vibraciones que parecían fosforescencias llegadas desde su
propio pozo de amarguras y Mocople se veía en la obligación de aproximar su
oído para no perder la ilación de aquellas palabras secas y humeantes.
Tras de mí, como una sombra callada que sigue a otra sombra, caminaba
Jerónimo, mi perro español que traje como botín de guerra durante el último
asalto a Tucumanita. Era fuerte, de gran tamaño, feroz en el ataque y manso
como una llama en mis horas de meditación y descanso.
Tantas veces ha peleado junto a mí, y otras tantas me ha salvado, que
sin él mi vida hubiera sido más triste y más corta. Donde voy me acompaña y él
va siguiendo con resignada mansedumbre a mi sombra y a mi corazón. En esta
jornada estamos nuevamente juntos tanto en el sueño que es corto como en la
vigilia que es agotadora y larga.
De pronto, Calsapi, que venía
abstraído en sus propios pensamientos, me habló diciendo:
_ ¿Te acuerdas, Chelemín, hermano, cuando tu padre, el gran curaca
Alimín impetraba a los dioses de la lluvia? Nuestro pueblo casi se extingue
luego de aquellas espantosas sequías que agostaron nuestros cuerpos y nuestros
espíritus, en esos terribles tres años en que se sacrificaron nuestros más
hermosos niños sobre las piedras rituales, de cuyo orificio central
desagitábamos la sangre para colocarla en cada rincón de las sementeras.
No puedo olvidar nuestros padecimientos, como tampoco olvidar que por
aquellos días tu padre me concedió su hija bien amada, Sa-il, y que
enloquecidos de amor un primero de agosto impetramos por la fecundidad de
nuestras sementeras, bailando, cantando y penetrándonos a la luz de la luna,
hasta caer rendidos por los vaivenes de la pasión. Ese año nos hicimos más
hermanos y luego de las nueve lunas nació nuestro hermoso retoño, Suni-Han.
¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces, y hoy como ayer seguimos pidiendo a
nuestros dioses, aunque de manera distinta por la felicidad de nuestro
atribulado pueblo!
Estos y otros recuerdos de la
infancia eran los temas de aquella conversación que sólo les servía para
distraerles de tan terrible tensión. Chelemín que era un astuto observador
decía a Calsapi:
“No sé si habrás dado cuenta de que, durante toda la marcha, nos ha
seguido pacientemente una gran puma con sus crías, y que dada su perseverancia
debe estar hambrienta. En caso de que nos acometa en algún recodo de la huella,
debes gritar con fuerza y agitar palos y ramas para ahuyentarle.
De pronto les pareció que el
corazón se les paralizaba, pues en el horizonte percibían, desdibujadas, las
figuras recias de dos caballeros españoles montados en hermosas cabalgaduras.
Chelemín detuvo su marcha. La renguera de su pierna derecha hacía que cada paso
fuera una daga clavada en sus espaldas y, sin despegar la mirada de ese
horizonte que le repelía y atraía a la vez, habló con emoción contenida:
“Calsapi ,quiero que sepas, si algo me ocurre que la sucesión de mi
mando debe recaer en el mayor de mis hijos, Ramiro, a quién mando que, con el
resto de los alimentos restantes, conduzca a mi pueblo, hacia el otro lado de
la cordillera a buscar la protección que necesitamos para reorganizar nuestras
fuerzas.
“Un llanto contenido estremecía mi garganta y nublaba mi vista,
esfumando las figuras de mis adversarios, mientras giraba mi cuerpo encandilado
por el sol, para poder abrazar a mi hermano tal vez por última vez.
La guerra contra los
calchaquíes por el sur, hacía arder de puro coraje, el orgullo de los
hualfines, pacciocas, andalgalás, famatinas y yocaviles, conducidos por la
mágica astucia de Chelemín, cuyo sólo nombre hacía temblar a las huestes
españolas.
El camino de la quebrada que
conducía al Pucará del Asampay, había comenzado a vestirse de un verde intenso,
como respuesta inequívoca a las primeras lluvias que despertaban de su letargo
ese hálito de vida oculto en los pedregales.
Toda la nación indígena ardía
como una tea. La flecha circulaba de tribu en tribu en señal de solidaridad y
alianza ante el enemigo común: el español.; la indiada reaccionaba como una
estructura única y homogénea funcionando como una verdadera nación bajo el
liderazgo de un solo jefe.
El Pucará del Asampay era el
último refugio donde las diezmadas fuerzas del curaca Chelemín, defendían
también los últimos retazos de libertad. La lucha sembraba los valles con actos
de heroísmo de ambos bandos y un vértigo de rara fascinación convertía a los
contendientes en semidioses. La sangre se derramaba por doquier con sensaciones
crispantes de estertores y de eternidad.
Aquél día se presentaba a los
ojos de los dos caballeros vestido con un encanto particular. El viento, que
aún no dejaba de llorar su agudo lamento, levantaba la arenisca suelta del río
de la quebrada y la estampaba con fuerza sobre sus rostros pensativos. Se
apearon de las cabalgaduras y, siempre en silencio, fueron a sentarse a la
sombra reparadora de un viejo algarrobo. Era en realidad una sombra magnífica.
El rumor de una colmena de abejas negras, preparando su palacio de barro,
tintineaba en los oídos, aproximándoles la promesa de algunos momentos de
distensión.
Estaban también solos, ése era
el compromiso y, dejando al costado
lanzas y adargas, mientras aflojaban las cinchas de los caballos para que
descansaran de los rigores de la marcha y del calor. Don Pedro Ramírez de
Contreras, al tiempo que mesaba su barba negra como la noche, se dirigió al
capitán don Juan Núñez de Ávila con su vozarrón de trueno:
Don Juan: ¿usted cree que vendrán los caciques?
Es probable que no lo hagan- respondió casi con resignación el
joven capitán.
Don Pedro quedó callado, y en
un juego mental comenzó a recrear las vicisitudes de la guerra que llevaba ya
largos años. Pasaron por su mente como una ondulante fiebre los terribles
apremios durante el sitio de la ciudad de Londres, los rigores de la marcha en
retirada y el desconcierto de la población de la Rioja durante el sitio en el
que el hambre hiciera parecer la carne de los perros como el más apetitoso de
los manjares. Aquella vez los disuadió la peste, pero la diezmada población de
la ciudad de Todos los Santos, famélica, con las vestiduras hechas jirones,
saturada de heridas, se encontraba postrada y abatida. Afuera, en los aledaños
de la ciudad, amanecían los gritos febriles de la indiada sedienta de sangre
española.
Algunas casas de las manzanas
periféricas habían sido invadidas por el ululante dominio de las tribus que
imponían a los techos de paja la exótica caricia del fuego. Las mujeres corrían
alzando las faldas para dar mayor velocidad a las piernas tratando de alejarse
de aquellos inexplicables designios, mientras sufrían sobre la nuca los
trastornantes resoplidos del indio. Corrían con desesperación, las bocas
crispadas en un grito inacabable; el miedo se les encarnaba en el cuerpo,
provocándoles la secreción resplandeciente de aromas sexuales que los indios
imaginaban como jugos de mares desconocidos, naciendo en aturdidas vaginas
blancas. El olor flotaba en el ambiente como una respiración de sílabas
sexuales y el indio jadeante de excitación, cuando la alcanzaba, desde la
oscuridad de su conciencia, aplazaba sus designios de muerte, para concretar en
el campo de batalla las íntimas aspiraciones del amor. Algunos, allí en medio
de la bárbara y humeante desolación, descubrieron que su sexo derramado con
apuro sobre esas trepidantes caderas, los conducían hacia el amor. Ellas luego
de ser penetradas y mojadas por el semen cobrizo, más de una vez se negaron al
regreso, entregando a ese hombre con amorosa sumisión cada pliegue de sus
cuerpos. Iluminaban así las noches con la fervorosa caricia de sus nalgas y
caderas, perfumando el momento con insospechadas trampas eróticas. Las mujeres
también descubrían, en las ininteligibles palabras del salvaje, las confusas
caricias del amor.
Don Juan, sin saberlo
sincronizaba sus pensamientos en la misma azarosa imaginación de don Pedro
Ramírez y recordaba con tristeza la pérdida de hombres y bastimentos en la
batalla de Cerro Encantado; todavía hería sus oídos el infernal estruendo de
los pingollos y la gritería de la indiada.
Desde el campamento de
Guatungasta habían despachado una embajada de indios amigos hacia el Asampay
para convocar, solos y sin custodia, al famoso curaca y su lugarteniente. Era
necesario parlamentar y concluir con la guerra. Don Pedro imaginaba las
pretensiones de los coaligados y sacudía con energía la cabeza para ahuyentar
los malos presentimientos. Se incorporó nerviosamente cuando vio las dos
figuras humanas. El capitán Núñez hacía lo propio mientras una extraña palidez
desencajaba su rostro curtido por los soles.
Chelemín seguía desgranando
palabras como si fueran vahos intermitentes y a horcajadas de ellas podían
percibirse sensaciones extremas.
-Mientras giraba mi cuerpo, el sol de la tarde que moría me cegó, pero
alcancé a ver el fuego dorado del hacha de bronce y cobre de un Calsapi brutal
y desconocido. Gerónimo, mi perro, que se encontraba a cierta distancia, corrió
tratando de atrapar el brazo asesino, pero no pudo llegar a tiempo. No morí
instantáneamente y, en medio del dolor y como último recuerdo, vi. mi perro español desgarrando con saña la
garganta traidora de la que emanaba un grito recién nacido, que moría una y
otra vez entre sus dientes enrojecidos .
Mi perro está aún conmigo, siempre a mi lado, en la intimidad de mi
sombra que ya es espíritu y en mi corazón que es comprensión y cariño.¡
Cuéntales Mocople que también hay un cielo intensamente azul para los perros
fieles
.
Mientras esto decía a lo
lejos sobrenadaba el murmullo de Gerónimo como si fuera un leve balbuceo.
Luego del golpe sentí que el mundo se derrumbaba a mi alrededor,
mientras que con el último aliento que dejaba el hacha dejada en mis espaldas,
pude murmurar: ¿Porqué Calsapi?, mientras mi lengua se enredaba tratando de
gritar ¡Shiquimí! Que en idioma calchaquí quiere decir¡ hijo de puta! En ese
preciso momento creí escuchar el ronco sollozo de quién creía mi hermano.
Los vértigos que siguieron son por demás conocidos y acaso sea
innecesario revelarlos : sólo quiero recordarte que mi cabeza fue expuesta en
el Rollo de Justicia de la ciudad de Todos los Santos DE LA Nueva Rioja, y mi
brazo derecho en la pica de la ciudad de Pomán:
Siento
una tristeza inconmensurable cuando vuelvo a contemplar mis ojos vacíos y
resecos, perdidos en la oscuridad de los martirios, mirando un horizonte de
pájaros inmóviles, mientras mi brazo crispadote ausencias clamaba por el cuerpo
incandescente de Yapo-Amba.
La intriga se gestó en el Asampay entre Diego Ocheta, cacique de una de
las tribus sometidas, que los españoles mandaron en parlamento, y algunos
descontentos encabezados por el infeliz Calsapi.
Cuentan las historias que en el
fondo de la quebrada que da al Asampay, en un pobre recinto de pircas sin
techo, edificado a la sombra generosa de un algarrobo, vivían la india Malula y
su madre la Cuma, quienes, al día siguiente, cuando regresaron a la choza,
vieron pasar raudamente hacia su madriguera una puma y sus dos cachorros, con
un trozo de Calsapi entre sus dientes cada cual. Los siguieron con insistencia
hasta perderlos de vista, y allí, sobre la línea inmaterial del horizonte,
vieron deshilacharse la imagen completa de su cuerpo, mientras un grito ahogado
se escurría entre los árboles en dirección de la casa habitada por los vientos.
Mocople y Juana escuchaban
atónitos esta historia con el corazón sobrecogido de emociones encontradas.
Sabían que sus antepasados habían sido curacas importantes de la nación
calchaquí, pero lo que ignoraban era la intimidad de estas historias.
La voz iniciaba su despedida y
hablaba a través de la voz de Ataliva, con esos enigmáticos acentos que sólo da
la lejanía:
Mocople, quiero que sepas que ésta es la íntima realidad del Secreto del
Asampay. Deseo que la divulgues y que comprendas que tu abuelo fue un valiente
traicionad. Ramiro nada pudo hacer ante la superioridad de los blancos, pero,
al no poder vencerlos, fue mejor plegarse a sus adelantos.
Una fuerza sorda emanaba de la
voz de Chelemín, cuando se escuchó un extraño ruido de inquietantes
vibraciones. Un confuso cortejo de fantasmas indios se aproximaba con sus
camisas de picote sobre las que caían sus melenas desgreñadas. Venían a
acompañar a su jefe, quien, con la cabeza en alto, se encontraba sentado a la
derecha de Ataliva. Mocople percibía los movimientos, más no podía verlos.
Entonces se sobresaltó al sentir a sus espaldas los gemidos de un perro que
reclamaba atención. Pronto su gesto comenzó a suavizarse al imaginar la escena
en que Chelemín, su abuelo estaría acariciando la nariz húmeda de Jerónimo.
Nubes espesas y violáceas comenzaron a invadir la escena, y una sonora
carcajada se abrió espacio entre los vapores :
_ Molcople, así como Chelemín ha narrado su historia con la que
concuerdo, quiero que sepas y lo cuentes: estamos en un Paraíso donde no
existen el dolor, la rivalidad ni las
pasiones; aquí todo es felicidad.
Mientras esto decía, la nube se
abrió, y permitió ver sólo por un segundo, entre un conjunto de indios y
españoles a dos figuras legendarias que se abrazaban en medio de los
espasmódicos ladridos de Gerónimo: Chelemín y Ramírez de Contreras.
Pasaron varios días hasta que
los ánimos de Mocople recuperaron el sosiego y, cuando creyó llegado el momento
oportuno, narró a don Manuel todos los sucesos sobre el Secreto del Asampay;
sabia que lo escucharía con respeto. Empezó así a cumplir con el pedido de su
abuelo Chelemín.
Esta historia ocurrió
verdaderamente. Los nombres indígenas son reales como asimismo las secuencias
históricas y los lugares exactos donde se desarrollaron. La causa de la derrota
de Chelemín, permanece en el misterio. Esta versión el autor la considera
plausible.
Extraído de la novela La Casa
Blanca de Anguinán, primer premio de novela, año 2000, otorgado por la
Secretaría de Educación de la Provincia de Salta-
EL ENANO DEL SOMBRERO
Algo asustó a Manuel, pero como nada se veía, imaginó que una multitud
de espectros invisibles vagaban por las calles desoladas, atemorizando animales
y gentes del lugar. Sintió un súbito descaecimiento en su interior; tantos
contratiempos estaban minando las fuerzas combativas de sus años juveniles. No
experimentó miedo de esos seres porque se encontraba en paz con su conciencia.
¿Sería acaso un duende juguetón que se divertía a su costa? Pero nada, ningún
enano, ni voz externa o interna que le susurrara:
¿ Con qué mano quieres que te pegue?,
¿con la de hierro o con la de lana?
Tal vez fuera alguna alimaña agazapada entre las piedras, para él
invisible, pero no para los sentidos del caballo. Lo concreto fue que el
rosillo se empecinó en detenerse marcha y, con el alma sobrecogida por un temor
desconocido, mientras lo tomaba de la rienda, giró y procedió a continuar el
camino que se le antojara a su empecinado palafrén.
Nunca le había pasado esto, de manera que no pudo desacelerar los
latidos de su corazón y, con un ramalazo de valentía, prorrumpió en un grito
ensordecedor, por las dudas hubiera algún duende o demonio en los alrededores,
los convocaba a su presencia, perentoriamente o de lo contrario demandaba que
lo dejaran tranquilo. Había escuchado desde niño innumerables historias que pasaban
de boca en boca, pero jamás se detuvo a pensar si eran verdaderas o falsas. Sea
como fuere, lo que había escuchado respecto a los duendes o demonios de la
campaña, decía
que surgen de la nada. Los primeros se asomaban a la siesta como genios
picarescos que hacían asustar; los segundos aparecían por la noche, en búsqueda
de almas para comprar y comprometer, con las cuales llenaban los jardines del
Averno. Miró en derredor detenidamente en busca de algún indicio que confirmara
sus pensamientos y vio a lo lejos, muy próximo a la línea del horizonte, la
reverberación incandescente de un edificio enclavado en el corazón del
desierto. Era una construcción pequeña, como para muñecos, iluminada por la
inclemencia de un sol de fuego. No se parecía a las edificaciones chatas
habituales. Entrecerrando los ojos creyó distinguir dos hileras de ventanas,
una encima de la otra, pero la distancia entre ambas era tan escasa, que no
permitía a un hombre normal transitar con tranquilidad por el lugar. Si
avanzaba hacia allí se daría de pleno contra las ventanas superiores. Con un
dejo de intranquilidad pensó que aquello tan extraño y pintoresco no debía ser
para hombres comunes. El desasosiego le sacudió el cuerpo.
Ató su cabalgadura en unos matorrales próximos y decidió encarar la
incógnita avanzando hacia ella con resolución y temor. La casa parecía estar
distante pero, a medida que avanzaba, se daba cuenta de que con cada paso se
aproximaba rápidamente. Muy pronto estuvo frente a la misteriosa vivienda,
entonces comprobó que presentaba un estilo diferente y desconocido, jamás
imaginado. Se le aplacó el miedo y, pellizcándose la cara constató que eso no
era un sueño, ni una alucinación. Miró alrededor para tomar puntos de
referencia que lo orientaran otra vez, porque las veces que había pasado por el
lugar, siempre le habían parecido desfiladeros de niebla y desolación.
Al volverse para mirar su caballo, descubrió con sorpresa que el mismo
se encontraba en la línea del horizonte, envuelto en sombras difusas, mientras
él disfrutaba de un pleno sol o de algo muy parecido iluminando con extrañas
claridades el lugar. Quiso acercarse y atisbar por las ventanas; de pronto le
pareció que la casa se alejaba y él regresaba al mismo lugar. Estaba viviendo
un fenómeno extraño. Volvió a palparse para ver si era un sueño. Mientras
tocaba la puerta con los nudillos , la misma se alejaba y su mano cerrada
quedaba golpeando el viento. No podía creer lo que estaba viviendo, de manera
que hizo el intento por última vez, no sin antes observar la puerta que medía
apenas una vara y media de altura y tenía pestillos y picaportes dorados. Llevó
nuevamente la mano hacia la manija y, para su sorpresa, esta vez la casa no se
desplazó ante su proximidad. Giró la cabeza y miró a su rosillo quién
permanecía en la línea del horizonte y aparentaba estar tranquilo; dejó de
preocuparse por él y con ademán resuelto procedió a empujar la puerta. Sí, era
una puerta de verdad , pero tan pequeña que semejaba una ventana. Ante su
embate no se abrió. Estaba trancada por dentro. Se acercó a las diminutas
ventanas y, arrodillándose para estar más cómodo, pegó su nariz contra los
vidrios. Más que vidrios parecían placas de mica de las montañas. Miró hacia
adentro, y en la iluminación difusa vio un movimiento de sombras que se
desplazaban atolondradamente de un lugar a otro. Levantó la mano , tocó la
puerta con los nudillos, pero no escuchó sonido alguno, como si la madera no
fuese madera, y su mano, una realidad inmaterial que, no obstante la ausencia
de sonido, no pasaba hacia el otro lado. No supo explicarse a quién llamaba, y
pudo atravesar el umbral sin desmantelar la estructura de tan extraña
construcción. Sintió de pronto un fuerte viento que lo envolvía quitándole el
sombrero de vicuña. Lapuerta se abrió para dar paso aun pequeño hombrecillo de
poca altura. Su medida era tan escasa, que rozaba el dintel. Manuel se
sobresaltó ante su presencia, pero el personaje pareció sentir las mismas
sensaciones y ambos quedaron callados mirándose fijamente, mientras un
chisporroteo eléctrico sacudía el ambiente tenso. Manuel tomó la iniciativa y,
dirigiéndose al dueño de casa le dijo:
_Disculpe usted la intromisión. Acerté pasar por estos lugares y grande
fue mi sorpresa al encontrar esta casa que nunca había visto.
El hombrecillo nada respondió; sus facciones tensas parecieron
distenderse. Sus ojos chatos rasgados, tal vez demasiado separados, brillaban
de excitación como si fueran dos carbones encendidos y estudiaban intensamente
a su interlocutor. El chisporroteo del aire daba lugar a la invasión de un
extraño perfume nunca antes olido. El personaje aparentaba alrededor de setenta
años lozanos todavía y una larga barba le llegaba hasta la cintura, donde podía
entreverse el fulgor de una anchísima hebilla de plata haciendo juego con otras
dos ubicadas en la parte superior de sus zapatos que cubrían unos pies
desmesuradamente largos. Quizá hubierapodido parecer un hombre común, un
habitante de nuestros campos, aunque de talla demasiado pequeña, de no portar
como estandarte un par de orejas amplias y puntiagudas que se movían a su
voluntad. Por un momento, Manuel no supo si reir o asustarse ante tan
estrafalaria figura. Su aspecto era similar a los de los campesinos que
deambulaban por los alrededores de la ciudad de Todos Los Santos. Prefirió
quedarse callado, mientras aguardaba expectante la contestación a su pregunta,
que nop se hizo esperar.
Lleva usted razón, señor. Nosotros somos de aquí, pero a la vez no lo
somos. Estamos buscando un lugar agradable donde asentarnos y hemos pensado que
estas tierras pueden convenirnos.
Manuel se desconcertó ante la respuesta, mientras quedaba como
petrificado por esos ojos chatos y negros que lo desorientaban sobremanera. El
hombrecillo pareció dar por terminada la escueta conversación porque procedió a
enfundarse un enorme sombrero que le tapaba la punta de las orejas. Don
Manuelpara su fuero interno, pensaba como podría este hombre establecerse en
aquellos lugares, sin haber solicitado al rey una merced de tierras y, dirigiéndose
al mismo, comenzó a decirle que no podía quedarse, ni él ni sus compañeros
mencionados, pero no visibles. De pronto desapareció de su vista. Su sorpresa
fue mayúscula cuando a sus espaldas sintió la risa del enano, pero lejos de
sentir miedo, lo invadió una gran curiosidad. La velocidad a la que se movía
era a todas luces desconocida y a la vez desconcertante. Saltaba en medio de
risas y cabriolas sorprendentes para un hombre de su edad, tan pronto se
encontraba de frente, como a sus espaldas o a su costado. Se sintió mareado por
tantas volteretas, y dejó de seguirlo con la mirada en resignado abandono. Una
mata de pelo negro brillante,, impropio de sus años , le saltaba irrefrenable
debajo del ala del sombrero . Súbitamente volvió a ponerse frente a Manuel y,
adoptando una pose de seriedad le dijo:
-Manuel, sé tu nombre y conozco tus preocupaciones. Tendrás mi ayuda y
volveremos a vernos en otra oportunidad. ¡Te lo aseguro!
Mientras esto decía, envuelto nuevamente en un fuerte viento espiralado,
desapareció de su vista, como también desapareció la casa pequeña llevada por
la fuerza de tan extraño fenómeno. Sin percatarse cómo, se encontró de pronto
despertando a horcajadas del caballo . Pensó que se había dormido por algunos
segundos dado el cansancio que se le derrumbaba en el cuerpo con una
contundencia de siglos. Le vino a la memoria parte de lo acontecido. La razón
le avisaba que había sido un mal sueño, en un mal día y que tendría un buen
argumento para reírse junto a su mujer y sus hijos. El rosillo continuaba
impertérrito su marcha tranquila, con pasos rítmicos y elegantes, mientras
devoraba el camino acompañado por la alegría solar de jilgueros celebrando el
entusiasmo de la tarde. Le extrañó el andar sereno del caballo, entonces creyó
recordar que, presa de súbito nerviosismo, se había negado a continuar. Pensó
que había sido parte del sueño y esto lo tranquilizó dejando libre su mente
para asumir otros pensamientos. Se preparaba para ello , cuando llevando la
mano hacia atrás para sacar la vianda de las alforjas, se encontró con un gran
sombrero negro cubriendo las ancas del rosillo como fantasmagórica gualdrapa.
Una confusión suprema le estremeció el corazón. Le pareció escuchar carcajadas
imposibles de olvidar. ¿Habría sido en realidad un sueño? , entonces… ¿de donde
habría surgido tan enorme sombrero? Nada podía hacer, de manera que decidió
echar un manto de olvido sobre el asunto y esperar que apareciera el dueño de
tan descomunal aditamento. Había estado sometido a tantas tensiones en los
últimos tiempos, que nada le podía resultar extraño, ni aún las cosas más
insólitas. Hizo un esfuerzo supremo y continuó la marcha, acompañado por la
enorme gualdrapa con forma de sombrero cuyo origen no sabía explicar.
Levantó la mirada hacia los árboles próximos. Bellos tordos vocingleros
hacían espejar sus plumas renegridas en incesantes vuelos acrobáticos; esto le
serenó el ánimo. A lo lejos se sentía el rumor del río entonando su atávica
canción. Ésta, combinada con el rumoreo de tordos y bumbunas, componían un
paisaje tan idílico que ningún duende, ningún demonio íncubo o súcubo podía
transitar. Un poco de descanso físico y mental. Eso era todo. Entonces,
volviendo a montar, se dirigió hacia el río. Allí, mirando el velo de arenas
encrespadas sobre la superficie, al lado de una piedra de la ribera se sentó y,
con gesto triunfal, dejó vagar su mirada por el horizonte. De pronto, un soplo
vivificador le abarcó todo el cuerpo y lo llenó de un hondo bienestar.
Ese ámbito de paz lo reconfortaba y le daba fuerzas para seguir
luchando contra una adversidad que lo ahogaba. Trató de no pensar para
refrescar la mente y luego de unos breves momentos que le parecieron
siglos
EL MISTERIO DEL FUERTE QUEMADO
A GLADYS A. COVIELLO
Salta, 14 de Junio de 1999
Querida Cuca:
Hoy,
acomodando una serie de papeles y fotografías, descubro una vieja placa de
nuestra niñez, tomada en unas nostálgicas vacaciones que tu familia y la mía ya
que somos primos hermanos, pasamos en un pueblecito de Fuerte Quemado del
Calchaquí de la Conquista. ¡Cuantos años han pasado sin verte! La vida con sus
incomprensibles designios nos separa a veces sin quererlo.
La contemplación de ese retazo de vida prisionero en su cárcel de
cartón vuelve a resplandecer en mi memoria, como la más excelsa vindicación de
los olvidos, y vuelvo a verte montada en un brioso caballo bayo, desafiando el
sol con tu mirada, cuya intensidad derrotaba sacrificadamente los fulgores de
tu inteligencia. Al menos así lo manifestaba mi padre, explicando con un cariño
no exento de admiración, que ellas provenían de la remota alquimia de los
genes. Yo lo escuchaba sin comprender, en las amenas conversaciones de
sobremesa. Hoy me veo a tu lado cabalgando un modesto burrito ataviado con una
montura que acaso no correspondía a su humilde condición, pero que a mí, me
hacía sentir la plenitud de una alegría invencible.
El horizonte del río me trae la caricia de ese olor primitivo a creciente,
mezclado con ese dulzor inefable de las uvas pletóricas de soles que ansían el
abrazo apretado de recónditos lagares. Te envío ese instante para que lo
guardes en algún desocupado rincón de tu corazón. Quiero recordarte y acaso me
ayudes a rememorar que ese bucólico instante de cartón mantiene aún la
siempreviva vibración de un antes y un después; recuerdo como si fuera ayer los
momentos posteriores a ese momento, aunque muchos otros se deshilachan
carcomidos por la niebla de los años. Vuelve a mi memoria la polvorienta y
única calle de Fuerte Quemado, que se arrastraba entre las casas del mediodía
como una gran serpiente marrón, sobre la que cabalgábamos con esa remota
despreocupación que sólo pueden otorgar la niñez y los ocios vacacionales; recuerdo
haberte preguntado la hora, ya que nuestros padres nos habían impuesto un pronto regreso, como asó también escucho la
solvencia absoluta de tu respuesta diciéndome que eran las once y treinta, ya
que entre la multitud de primos con los que entrelazábamos la amistad, eras la
única que decoraba su muñeca con un reloj, y nos deslumbraba como si fueran los
destellos de una gema. La calle se nos acababa en lenta inexorabilidad, y antes
de volver, nos enfrentamos al misterio de un cerro próximo que teníamos a la
vista, a escasa distancia y que en grado de prohibición superlativa, los
mayores nos prohibían acercarnos. Casi en la cima que no era demasiado alta,
ostentaba un ojo cíclope que cada vez que pasábamos nos llamaba con ese clima
inevitable de misterio. La memoria del pueblo aseguraba que quién entraba en su
pupila jamás salía, acaso devorado por los dioses guardianes de la montaña. Su
mirada ejercía en mí una fascinación casi pecaminosa, al punto que mi burro
llevaba siempre escondida, entre los pliegues de la montura, una pequeña
linterna que algún día alumbraría el misterio encendido en mi imaginación.
Recuerdo también que una simple mirada fue la tácita aceptación a desentrañar
esa milenaria incógnita encerrada en la montaña, y, despreocupados de prohibiciones,
enarbolando mi lucerna sorprendida, que era para mí como un rayo de luz robado
al sol, nos internamos en la intensidad de la aventura.
Desprovistos del miedo dado por la insobornable voluntad de conocer,
enlazado a una irresponsabilidad suprema sólo concebida en la niñez, comenzamos
a descender hacia el interior de esa cuenca negra iluminada por el misterio y
mi linterna. Enciendo los calderos de la memoria, y vuelvo a ver dos niños
tomados de la mano susurrándose corajes de imaginación, hasta que la luz que
nos guiaba iba esfumándose en una oscuridad de abismos impregnada de un relente
helado brotado de las profundidades. Recuerdo que el miedo iba inundando mis
más íntimas cavernas, y una sudoración helada mojaba la palma de mis manos; la
respiración se me hacía dificultosa por el enrarecimiento del aire. Mi última
visión antes de perder el conocimiento fue la de verte caminar tranquila y
decidida mientras me incitabas a levantarme tras mi primera caída, que me anegó
bajo la forma de un agua oscura. Lugo de ello sólo recuerdo haber despertado en
aquél diminuto cubículo de luces crecientes. Querida prima, ya en la recta
final de mi existencia, querría dejar escrita esa esotérica experiencia vivida,
por lo cual te pido exhumes de tu memoria los fragmentos que el viento de los
años me arrebatara.
Un beso grande para vos y todos los tuyos de tu primo
Gringo
Pasé tres días de infierno
esperando la respuesta sin saber a ciencia cierta si mi prima y compañera de
aventuras se encontraba en Buenos Aires o en España, donde residía con su
marido parte del año, hasta que el corazón me dio un vuelco cuando vi el sobre
que desde el suelo adivinaba la intensidad de mi excitación. Lo abrí con
inusual apresuramiento, al punto de desgarrarlo con nerviosa improlijidad, de
modo que la carta quedó para siempre desprovista de su envoltorio. Me senté en
un sillón de la terraza al abrigo de un rutilante sol de junio, y mientras leía
sus dedos amarillos me acariciaban con su temperatura.
Buenos Aires, 17 de Junio de 1999
Querido Gringo:
Esta carta es un adelanto de otra que te escribiré cuando termine de
leer las últimas páginas de dos libros de los cuales me faltan muy pocas hojas.
Estos libros son: “ El Sueño Argentino” de Tomás Eloy Martínez y “ El País de
las Maravillas” de Mempo Giardinelli”.
La foto me pareció irreal de tan linda, y para nada llaman mi atención
los recuerdos de aquellos momentos posteriores a la imagen que aún persisten en
mis sueños y llenan de magia la realidad de las cosas cotidianas. Los dos
últimos veranos he vuelto al Fuerte Quemado de nuestra niñez como una
convocatoria casi obligada. Mis ojos se desplazan indolentes por esa serpiente
marrón que describes y que continúa con la misma mansedumbre de aquél entonces,
mientras mis pasos me llevan inevitablemente hacia la mirada ciega de ese ojo
cíclope que vuelve a invitarme, y la prudencia de José María que me acompaña me
aconseja no mirar. No lo hago, pero al pasar por su ojo impar siento que el
universo físico se detiene y el recuerdo de aquella experiencia se eterniza.
Paso a contestarte con exacta puntualidad lo que me preguntas. Luego de tu caída, el
aire se detuvo en mis pulmones, y un grito inicial quedó prisionero en la
cárcel de mis labios; traté de levantarte, pero mis fuerzas eran insuficientes,
cuando en ese cubículo de luces crecientes que recuerdas, apareció ante mi
vista la figura enjuta de un anciano, flaco, bajo y encorvado, de pómulos altos
y ojos estirados, terminados en forma de pico de pájaro.
El hombre, en quietud de estatua, permanecía extático en sus cavilosas
meditaciones; el aspecto era típicamente indígena, pero su cabeza envuelta en
lonjas de tela de bayeta, le otorgaba la apariencia de remotos espahíes. Con
una fuerza imposible para sus años te cargó en sus brazos, mientras el roce de
tu cuerpo desmenuzaba convirtiendo en polvo el varias veces centenario
tarlatán. Me insinuó silencio con su dedo sarmentoso colocado sobre su boca,
mientras con un gesto de cabeza me invitaba a seguirlo. El aire se hizo de
pronto más límpido, y pude observar que respirabas con normalidad. Lo seguí
incansablemente por túneles perplejos que pronto fueron a dar en un amplio
valle, que de inmediato supe que era el cosmorama donde vivían los episodios de
otros tiempos. Mi vista se extendía por una llanura inmensa, donde el aire de
la tarde se recostaba con extraña quietud sobre la copa de los árboles. Allí
despertaste y la visión de nuestro salvador, desapareció de nuestra vista, pero
mi oído todavía fino a los menores ruidos, escuchaba sus pisadas invisibles
sobre centenarias generaciones de poposas invictas. Se desplegaba ante nuestros
ojos, como recordarás el espectáculo de una ciudad donde el viento dispersaba
humo y cenizas de una batalla que sospechábamos interminable. Por la puerta de
una semidestruida empalizada, salía una princesa india secuestrada días
anteriores y era clamorosamente recibida por el grito de centenares de
flecheros. Al frente de la indiada caminaba el anciano, que en ese momento no
era anciano pero tenía el mismo rostro, y la recibió en un apretado abrazo
antes de dar la orden de asalto final a la ciudadela.
Seguramente recordarás que sin miedo, pero sin pausa, nos adelantamos
hasta colocarnos frente a frente con el jefe. Era evidente que nos
encontrábamos prisioneros en una secreta forma de tiempos paralelos, y al
preguntar dónde nos encontrábamos, el jefe con cuerpo joven y cara de anciano
nos respondió: “Soy Juan Calchaquí” y son ustedes testigos del rescate de mi
hija, y de la destrucción incesante de la ciudad, que su teniente don Julián de
Seldeño puso Córdoba, en homenaje a la homónima española. Dentro de algunos
instantes serán también testigos de su muerte. Se oyó un grito desgarrador, y
vimos desde una lomada próxima cómo cien lanzas se clavaban con impiedad en el
cuerpo del joven capitán español. La ciudad ardía por los cuatro costados y con
los ojos desmesurados mi reloj calendario me hablaba de un tiempo que ocurría
en 1562.
Despertamos en la puerta de la cueva por la angustia de tu padre y de
mi madre, que desconfiaban de nuestra prudencia frente al cíclope. Alcancé a
balbucear una débil respuesta, explicando acaso sin convencer que no sabíamos
qué había sucedido en aquél viaje por el tiempo. Miré nuevamente mi reloj que
mis primos tanto admiraban, y discerní que apenas registraba las once y
cuarenta y cinco. Habían pasado solamente quince minutos y ya estábamos en la
posesión de la historia y de la verdadera naturaleza del nombre que honraba al
pueblo.
Recuerdo ese domingo subsiguiente, cuando en misa vimos al anciano de
la cueva, rezando con unción, y al ser llamado por su nombre: ¡Juan Calchaquí!
Fingió no conocernos, mientras el brillo desbocado de sus ojos nos permitió
aceptar que nos mentía sin misericordia.
Querido Gringo, lamento comunicarte que este episodio que nos marcara
con la misma cicatriz dejada por el alambre en los árboles jóvenes, ya lo
publiqué en un libro. Próximamente te lo enviaré, y se llama “Si muero antes de
Despertar”. No obstante, los episodios igualmente valiosos, los dejo
enteramente en tus manos, rogándote utilizar correctamente los signos de
puntuación, porque desde niño los utilizabas con total arbitrariedad.
Espero haberte sido útil una vez más y me despido con un ¡hasta pronto!
Mi cariñoso recuerdo para vos, como siempre, Nita e hijos, a quienes espero re-conocer.
Cuca
EL SUEÑO DE JULIÁN
LLEGAR HASTA
EL CONFÍN NO ES NADA, VOLVER DE ALLÍ ES ATROZ
NO ES CIERTO
QUE LA MUERTE NOS LLEGUE COMO UNA EXPERIENCIA ABSOLUTAMENTE NUEVA.
ANTES DE
NACER, TODOS ESTÁBAMOS MUERTOS.
EL OFICIO DE VIVIR-EL HOMBRE Y SUS ESPEJOS
Cesare Pavese
La noche discurría calurosa;
eran días previos al carnaval y la alegría del pueblo se percibía en el aire
festivo de la ciudad. Eran tiempos
largamente esperados y las compuertas de penas y dificultades acumuladas
en el año, se abrían para escapar de su encierro y dar lugar a un recambio
alegre de sólo tres días.
La ciudad encendía sus luces y
una música de bailes atronaba por doquier, esparciendo su entusiasmo por el
campo florecido de enramadas carperas; bajo su techo un clima desenfrenado y
pagano se esparcía sobre los hombres y las cosas.
Julián permanecía insomne en la
ciudad, perturbado por el calor y los decibeles infernales de la música, sin
comprender a sus amigos que esperaban ansiosamente el carnaval, renaciendo en
el perfume de las albahacas, chichas y hierbabuenas.
Julián, aunque desvelado,
respondía a la estimulación del aire con el alegre repiqueteo de su corazón
joven y sin precisar porqué, una repentina clarividencia lo hundió en una
desesperanza sin motivos. Sus amigos hablaban sólo de fiestas y de futuras
aventuras galantes, pero él, ese año, se resistió encarnizadamente a los
convites organizados y se durmió en firme determinación de evitarlos. Trató de
descansar, pues la mañana siguiente y la oficina lo esperaban con un trabajo
agotador.
El día abrió sus ojos
anunciando un calor insoportable y a pesar de ello se percibían los arrebatos
de la tierra, mientras el joven contemplaba el calor desde la ventana del
último piso, remansándose sobre patios y jardines. Dejó vagar sus ojos
indolentes sobre las terrazas vecinas, y el mediodía tucumano era ya una
calenturienta realidad. El cansancio antiguo y los sopores de una siesta de
infierno que constituían la aceptación llana de un sufrimiento expiatorio, lo
adormecieron y el joven soñó un sueño sin explicaciones. Vio en él cómo el
Calor, adoptando formas difusamente humanas y acercándose a los rosales de
maceta sobre las terrazas, enceguecía con su lengua el encanto de sus ojos
carmesíes.
No soportaba el verano
tucumano, pues invariablemente le provocaba insomnios torturantes, impulsándolo
a buscar la respiración fresca del parque. Desde hacía algunos años el Insomnio
había comenzado sus visitas, aturdiéndolo con sus conversaciones sin porvenir;
aquella noche, mientras acezaba en la cama, le vio tomar la misma forma humana
aprendida a su amigo el Calor, mientras pretendía insólitamente sentarse a sus pies. Se armó de valor, y con
ímpetu hasta entonces desconocido, escupió su rostro indefinido, donde rielaban
dos ojos irónicos, desentendidos de su actitud.
Con la misma invencible
determinación que da el hastío, comenzó a pensar la argucia que lo
independizara de su abrazo, y luego de algunos minutos vislumbró la mejor forma
de desconcentrarlo: regresaría a la mansedumbre de su pueblo campesino sin que
él se enterara.
Caminó rápidamente hacia El
Bajo, y trepó al colectivo que lo llevaría al Timbó Viejo- su pueblo nata- donde seguramente olvidaría tan desagradable
compañía; dejó vagar los ojos desvelados sobre plataformas pobladas de ojos
desconocidos, y detrás de un gaucho gigantesco y cochangoso, descubrió al
Insomnio saludándole con su mano de humo. Decidió quitar importancia a la
visión, y ni bien la máquina se puso en movimiento, abandonó el cuerpo a los
delirios del descanso.
Llegó justamente cuando el sol
alcanzaba su cenit y la familia lo aguardaba con un delicioso puchero de
gallina; en el patio se percibía aún el olor acre de las plumas devastadas por
el agua hirviente de las ollas. El Timbó Viejo como todos los pueblos de
campaña celebraban también el festivo ambiente carnavalero, favorecido por la
benignidad de su clima acogedor. Luego de la comida se impuso una siesta ritual
y reparadora, e incorporándose, lanzó la última mirada sobre el fogón donde las
ascuas agonizaban dentro de su mortaja de cenizas. Descansó tan profundamente
que al despertar no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba, y se pensó
habitando un cuerpo distinto, iluminado por una alegría solar desaparecida
mucho tiempo atrás. Contempló su antiguo cuerpo dormido y vio en él una
tristeza clamorosa, expresada en el rictus de sus labios imperceptibles;
rápidamente desplazó los ojos tras la la huella de una bandada de pájaros, para
distraerlos de un súbito sentimiento de terror, y por primera vez, sintió una
infinita piedad por él.
El nuevo cuerpo le resultaba
sorprendentemente liviano y el cansancio que permanentemente había mordido sus
carnes, lo invitaba a disfrutar del descanso con amigos. De pronto recordó a sus compañeros de
infancia esperándolo para compartir una partida de naipes; en realidad eran
meros pretextos para desempolvar tiempos de alegres recordaciones. A todo esto
la noche, como lo hacía invariablemente como lo hacía desde el principio de la
creación, derrotando a la tarde, señoreaba absoluta, al amparo de la luna que
recibía el vasallaje de las estrellas. Penetró en esa lechosa claridad
canturreando al compás de las chicharras, enfiló hacia una titilante estela de
tucos alumbrando su camino. Cruzó la plaza en diagonal, y envuelto en sombras
cada vez más densas, descubrió una figura humana mirando sin ver los ojos
lácteos de esa luna que le llamaba con la vibración de sus párpados
enigmáticos. Desde su puesto de observación comprendió la perfecta
sincronización de las señales.
La oscuridad circundante le impidió
reconocer la figura, pero al escuchar aquella voz diciendo: ¡muchacho detente!
¡Hace años que no te veo, desde que te fuiste a la ciudad! El joven reconoció
inmediatamente la voz de su tío Enrique –terrateniente de la zona- a quién
tanto había querido; se mostró como siempre se había mostrado, expresándole
cariño y mientras lo hacía volvió a contemplar sus ojos de azules tan intensos,
que sus reverberaciones le parecían destellos de luna.
Se abrazaron alegremente y
sentándose en un banco frente a la iglesia conversaron sin apuro, y el joven
olvidado de su compromiso se internó gozoso en los meandros de la charla. Don
Enrique haciendo una pausa en al conversación, miró nerviosamente su reloj,
haciendo un distraído comentario acerca de la fugacidad del tiempo, ese
inefable verdugo que los colocara casi al filo de la medianoche. Se incorporó
lentamente, dando por terminado el encuentro, pues debía efectuar una visita
inexorable, y se despidió anunciándole un pronto reencuentro, a fin de
continuar la conversación. El muchacho prendado de su magnetismo y resignado a
la separación, lo abrazó fuertemente y prosiguió su camino sin dejar de
recordar cada instante de la charla.
En la casa, los amigos,
cansados de esperar, comenzaron el juego extrañando la ausencia del invitado
principal. Julián golpeó la puerta y experimentó un sentimiento de culpa al
escuchar sus risas estentóreas, interrumpidas por bromas comunes a los modales
rupestres del pueblo... La puerta abriéndose de para en par, dejó ver la
intensidad de la luz y Julián constató una muda reprobación en el rostro de sus
amigos. Trató de disculparse comentando su encuentro con don Enrique, la
intensa alegría de verlo y pidió disculpas por el atraso. El aire de la noche
pareció detenerse sobre las cosas, y el ambiente festivo se desvaneció como
amputado por un mágico escalpelo, poblándose de un hondo silencio. Julián
intrigado preguntó: ¿Qué sucede? El dueño de casa venciendo una turbación de
asmas ignorados respondió: “Dicen las lenguas del pueblo que don Enrique y un
sobrino, en épocas de carnaval, llegan desde el absoluto misterio a recoger su
cosecha de almas para conducirlas hacia su destino. Dramáticamente todos
sabemos que los hombres que morirán, nada saben del acecho”. El diálogo terminó
con una frase escalofriante: “Don Enrique murió hace cinco años y quizá
permaneciste sin saberlo.
En realidad, o no se había
enterado una desgraciada confusión de la memoria bloqueaba su razonamiento, y
Julián, aún incrédulo se asustó al recordar la promesa de buscarlo. Salió a la
calle para respirar aire puro y presa de una desagradable conmoción, descubrió
al Insomnio junto a don Enrique, sentados sobre una vereda de lajas
desordenadas, esperándole. Nadie, sólo él podía verlos, y con resignación
cristiana, se dejó acompañar, casi prisionero hasta su casa. Al llegar todo
estaba a oscuras, pero en su cuarto, una lactescente luz lunar colándose por la
ventana permitió distinguir su cuerpo antiguo respirando con ritmos de
sobresalto; acercó su rostro para mirar mejor y descubrió en el cuerpo dormido
el mismo rictus de desamparo de antaño. El Insomnio tomó la mano de Julián y lo
condujo hacia la cama, y presa de un cansancio secular se recostó junto a su
imagen, que lo envolvió en un abrazo desesperado.
Despertó abruptamente del sueño
y nuevamente se encontró en la oficina, frente a don Enrique, apurándolo para
reiniciar el misterioso viaje hacia el Confín, del cual solamente ellos podían
regresar; eran las doce de la noche, y un insondable misterio les envolvía con
su manto…
Julián arrió los ojos través de
la ventana y vio las figuras borrosas del Calor y del Insomnio, despidiéndoles,
mientras agitaban sus manos de humo. Miró ávidamente las estrellas y los
pájaros nocturnos del Timbó Viejo, y le pareció razonable reconocerlos ates de
morir…
Aquél día la oficina quedó
triste con la ausencia sorpresiva de Julián, que abrazado a do Enrique,
transitaba lejano por las trilladas rutas del aire…
Miró por enésima vez su reloj
calendario y con sorpresa descubrió que eran cinco años antes….
El día siguiente sería domingo
de Carnaval y ambos regresarían del Confín, montados en lustrosos caballos
negros, llevando uno de tiro y adornado con refulgentes platerías para iluminar
los senderos de la noche.
El lunes muy temprano, Julián
regresaría a su oficina, y al terminar
su trabajo, ya en el refugio del hogar, reiniciaría la lectura del libro que
olvidara abierto la noche anterior. La página subrayada con lápiz decía:
“Y Dios lo hizo morir durante cien años, y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuanto tiempo has estado aquí?
Un día o una parte del día –respondió”.
Alcorán, II, 261
Este dramático episodio,
ocurrió durante los carnavales de febrero de 1965. En la mente de
posprotagonistas el tiempo discurría confuso, sin saber si el Confín los había
albergado un día, una parte de él, o el angustioso vértigo de cien años.
Julián continuaba en la
oficina, con su trabajo y su cosecha.
LA CASA DEL SIBARITA
Ilustración realizada
por Jorge Hugo Chagra
Apuntes de Viaje
Ricardo Federico Mena
Hoy 15 de diciembre de 1755
Mi nombre es Ventura Cortés, y vivo en
la hacienda de Gualfín en el Valle Calchaquí, donde me espera mi mujer Juana
Arias Velásquez, encomendera en tercera vida de la hacienda por disposición de
Carlos III de Borbón. Motivan estas líneas el tedio desesperante que me invade
durante los arreos de ganado desde Salta, y por razones comerciales
obligadamente debo llevar a la ciudad de Tucumán, donde me esperan ansiosos
compradores en el paraje que llaman “El
Bajo”; desde allí parte y llegan los grandes arreos como así también
incontables viajeros desde los cuatro rumbos del virreinato.
Es allí, en ese espacio donde la maraña
se remansa a fuerza de machete y los corrales se esparcen como cuentas de
rosario, dibujando piélagos marrones que se abrazan a los esmaltes verdes con
que la selva quiebra el pudor de la llanura. Quiera el Señor, que estos
cuadernos, nunca lleguen a manos de nadie, pero si no los escribiera, perdería
mi bien ganado sosiego, aunque sé a lo que me expongo
Mientras espero, la porfía de la sed me
seca la garganta, y percibo en los largos días de cabalgata, unidos a la tibia
suavidad de mi espléndida montura, el despertar de antiguas memorias de amor ya
casi extinguidas; decido caminar hasta donde se encuentra el hospedaje “ El Palenque”, mientras solicito a la
india mesonera una transpirante jarra de aloja. Me alejo hasta los fondos para
atar a mi caballo Quebracho, en una
argolla que emerge como rama suplementaria de la cima de un frondoso laurel. Es
un padrillo de belleza casi perversa, traído del Perú, y su andar de eximio
amblador, va rozándome los estribos de plata labrada con caricias de chispa, al
tiempo que despierta encontrados sentimientos de envidia y admiración.
La venta de la hacienda se desarrolló
con una prontitud inesperada, permitiéndome volcar las rijosas fuerzas
volcánicas que bullían dentro de mi ser. Amo a Juana Arias Velásquez, mi esposa,
pero las ansiedades de la carne, y el largo tiempo insumido en los viajes, se
presentaron como aturdidores espejismos que devastaron mi naturaleza siempre
fiel. De pronto una fuerza misteriosa e irresistible me aprisionó entre sus
telarañas y mi memoria se impregnó de atávicos olores corporales con
reminiscencias marinas, encendiendo el recuerdo de aquella casa de hetairas
importadas a la vera del Río Salí. Monté entonces de un brinco la sosegada
quietud de mi caballo, y me lancé como poseído calle abajo, rumbo al misterioso
recinto, donde el hedonismo se cultivaba con refinada dedicación. El braceo de
mi caballo marchaba al mismo ritmo de mi corazón apresurado y se estremecía
proclamando la exultante alegría de estar vivo, impidiéndome respirar con normalidad.
El rítmico golpeteo de las patas de Quebracho sobre la tierra suelta,
levantaba un fino polvillo que se esparcía como llovizna ocre sobre el brozal
circundante. Al terminar la calle se percibía ya la respiración desordenada de lapachos
y naranjos silvestres, junto a la isócrona conversación del río, arrastrada por
el viento. La brisa me desordenaba los cabellos y refrescaba la calentura de
mis pensamientos. Sentía la sensación de ser un flotante peregrino en el
vórtice de una pasión descontrolada, mientras Tucumán a mis espaldas ,
naufragaba bajo el brillo de un sol que pintaba de rojo el horizonte, mientras
fingía ignorar los desvelos lúbricos de aquella casa enclavada a la vera del
Salí.
Finalmente, tratando de apagar mi ansiedad,
llegué hasta el minúsculo calvero, donde con fingida cazurrería los señores
despuntaban sus vicios, escondiéndolos de sus mujeres y de sus hijas. Era un
lugar espacioso y agradable. Sus jardines exteriores formaban un colorido arco
iris trenzado por paraísos, rosales y caléndulas, cuyos ojos inflamados de
color, extendían su mirada hasta los umbrales de la casa.
Até a Quebracho en el patio posterior,
al abrigo de miradas indiscretas, circunscrito por enredaderas que impedían el
espionaje de curiosos jovencitos observando a las diosas del sexo,
semidesnudas, luego del amor. Se concentraban alrededor del pozo de agua,
exhibiendo la firmeza de sus muslos, y las densidades metafísicas de sus pechos
de alienación.
Las reglas de la Casa eran inflexibles:
“de día, reposo de la cintura para arriba, y de noche trabajo de la cintura
para abajo”. El lugar respondía al pomposo nombre de “La Casa del Sibarita” y su propietaria era la francesa madame
Nicole, que en el inicio de lo que ella llamaba su apostolado, aún a salvo de
las devastaciones del Eros, había
respondido orgullosamente al mote de “Nalgas
de Oro”. La sabiduría de sus pasiones desbordantes, iluminaron a un Tucumán
que sobrevivía desconcertado a las aburridas disciplinas de amores
prehistóricos.
Había en ella una sensualidad lenta,
premeditada, irradiándose como música pegajosa sobre la amargura de los malos
momentos, desvaneciéndolos. Se comentaba también que las filigranas de sus
calistenias amorosas le habían concedido imprevistas fuerzas de espalda, como
quebracho de punta.
Yo, Ventura Cortés, trataba de disimular
la ansiedad que el deseo me provocaba y trepé de un solo tranco las escalinatas
que me separaban de las aldabas de la puerta; las hice percutir sin piedad, y
al abrirse, vi. recortada en la penumbra del día que moría, la inconfundible
silueta de Madame Nicole. Sentí de pronto la insistencia salvaje de ese olor a
mujer, enancado a la suave brisa de azahares silvestres, asaltando mi
voluminosa nariz que, como imaginaria proa de un barco, se alzaba y dilataba en
rítmicos movimientos.
La silueta de Madame, iluminada desde
atrás magnificaba su aspecto elegante enfundada en un elegante vestido negro.
Dejaba para la contemplación la piel sedeña de sus hombros y el tallo largo de
sus brazos preparados para la pasión. Su piel inmarcesible caía lánguidamente
hacia un escote desmesurado, y a cada movimiento insinuaba la espléndida corola
de unos pezones de estremecimiento. La miré con tal intensidad que Nicole
sintió el contacto lúbrico de imaginarios dedos espasmódicos sobre su
geografía, permitiendo al tacto visual
el goloso contacto con su piel. De inmediato fui invitado a ingresar a
una salita de recibo, donde podían verse finos sillones de terciopelo carmesí y
un gran espejo dorado, sobre una consola francesa poblada de cristalería y
objetos del viejo mundo; encima del espejo y formando parte del mismo pude
distinguir dentro de un óvalo dorado, la reproducción del famoso cuadro de
Boucher “Diana Después del Baño”. Madame al ver mujeres denudas en él, solicitó
de inmediato una copia y la trajo a estos lares, pensando que su impudicia
podría servir de estimulante a sus clientes.
Me dejó unos momentos en soledad, y
presa de una pasión incontrolable, procedí a calmar mis tensiones, limpiando un
imaginario empañamiento del espejo, con rítmicos movimientos de mi lengua
rugosa y sicalíptica…
Tardé en comprobar que ella me observaba
desde un ángulo recoleto del recinto y sentí un ramalazo de vergüenza al verme
descubierto en una actitud automática y solipcista, pero recuperándome de
inmediato, con un zarpazo sin violencia, tomé a Nicole de las muñecas y ella
como consumada hetaira, se dejó acostar sobre una mullida alfombra persa.
Los
conocimientos de madame en las sutiles alquimias del amor eran tan exuberantes
como el diámetro de sus pezones sonrosados, abandonándose con fingida
resistencia a los prolegómenos del amor. Los movimientos que imprimíamos a la
alfombra, decorada con pavorosos dragones, hacían que abandonaran los letargos
de la urdimbre para abrir o cerrar ojos, garras y dientes al contacto de
nuestros cuerpos enfebrecidos, incorporándose o rodando, en medio de una
alucinación sobrecogedora de gemidos. Sentí de pronto, los borbollones
candentes que surgían de mis cavernas interiores, para derramarse lujuriosos en
el interior de su grutas carnales, tras lo cual nos dejamos atrapar por un
relajamiento, mientras nos abandonábamos
sin apremios dentro de un sueño sin memoria…
El silencio era ya un espacio ominoso,
caminando sobre la piel de los dragones, mientras desde desvaídos rincones
escuchaba fluir la lentitud de conversaciones acaso irreales e incomprensibles.
Hoy 16 de diciembre de 1755
Desperté por la mañana en mi cuarto de El Palenque, en el Bajo tucumano,
creyendo encontrarme aún en la Casa del
Sibarita, abrazado a la ciencia de Madame Nicole. Extendía mi mano ciega,
buscando su deliciosa anatomía, sin encontrarla; no podía precisar exactamente
dónde me encontraba, mientras el posadero aumentaba mi turbación haciendo
comentarios acerca de la pesadez de mi sueño, casi imposible de despertar; con
palabras abstrusas y delirantes movimientos de manos, daba cuenta de alarmantes
noticias sobre el brutal asesinato de Madame.
Había ocurrido la noche anterior, y en
una de sus manos, acaso como testigo de su última crispación, estrujaba un
pañuelo de seda con devastadas bordaduras, simulando el dibujo probable de las
letras V y C. La habían encontrado desnuda sobre la alfombra persa de la sala
de recibo, con un gesto de terror sobre el vacío transparente de sus ojos.
Sentí en ese momento una inmensa pena acaso relacionada con la muerte de mi
inefable deseo por ella, y según los dichos del posadero, había muerto a manos
de un ocasional amante, hecho ya prisionero por los regidores del Cabildo. Se
comentaba que el hombre esperaba con resignación la más cruel de las
sentencias.
Decidí olvidar para siempre la tersura
de su piel y el ensortijado almófar de su pubis, mientras caminaba pensativo
hacia el patio trasero de la posada para ensillar a Quebracho. Ni bien lo hube hecho, al colocar las alforjas en la
grupa para continuar mi viaje, descubrí con terror sobrecogido el ensangrentado
vestido negro de Nicole… ¿Cómo habría llegado hasta allí?
El alcohol había estragado esa noche mi
memoria y nada recordaba de lo acontecido. ¡Sólo había sido un sueño! ¿Acaso lo
habría sido?
Esto pasaba por mi mente perpleja,
mientras la cálida noche de diciembre parecía galopar su incertidumbre sobre un
magnífico potro de brillantes. Experimenté de pronto un desesperado vahído de
dudas, viniendo acaso de mi propia tierra interior poblada de incontables
desiertos.
¿Sería el de ayer uno de ellos? Una
honda desesperación me sobrecogió, y pude sentir mi voz y mi pensamiento,
adelgazarse entre los labios, para agonizar sobre la alfombra tejida por la
flor de los lapachos.
El sueño se resistía a visitarme y
permanecí desvelado, como estatua cruzada por vientos laberínticos, anclado en
el mismo lugar, extraviado entre las brumas de lo incierto, mientras la noche
se empecinaba en mantenerlas gualdrapas negras de su caballo de estrellas.
Una multitud de pájaros negros rayaron
los cobaltos del cielo, y un polvillo cósmico desprendido de su manto se
derramó en forma de lágrimas sobre mis ojos, mientras todo mi ser se abandonaba
a la incertidumbre de lo incierto…
LA CONVERSACIÓN DE LAS
MOMIAS
Tapa de la Revista Miradas
Cesare Pavese
Sucedió una tarde de septiembre en lejanas tierras del Piru, donde fundaron su reino Manco Cápac y Mamma Ocllo, hace ya más de quinientos años. Sucedió que el dios Inti, enojado con sus hijos, los poderosos Incas, decidiera castigar sus pecados y desviaciones, ordenando a los dioses de la lluvia que arriaran su majada de nubes, hacia los confines más remotos de la tierra. Ellos cumplieron fielmente su cometido y las nubes ventrudas parían mariposas de cristal, en reinos desconocidos, mientras su otrora tierra sin mal, abría las fauces sedientas, al compás de una piel, en la que se resquebrajaban profundas telarañas de espanto; el maíz moría antes de su nacimiento, ahogándose en la mirada triste de las llamas, mientras el Inca Rey, se entristecía al no saber interpretar los sueños insondables del Inti.
Una noche de
insomnio una bandada de recuerdos antiguos lo asaltó y, atrapando uno de ellos,
recordó los consejos de su padre diciéndole: “ En tiempos de sequía, cuando
todo muere a tu alrededor, mientras la vida brota exultante en las orillas de
remotos confines, el Inti exige el sacrificio de los niños más nobles,
hermosos y puros de tu estirpe”.
Mientras esto
recordaba, una sal impertinente desvestía sus ojos, y se cobijaba medrosamente
en su garganta. Él era ante todo un poderoso Rey, y como tal debía pensar en
la felicidad de su pueblo antes que en la suya, y se durmió en el
convencimiento de que la muerte era una mentira, pues los emisarios que se
ofrendaban al dios Sol, eran los sempiternos perseguidores de un
paraíso, en el que muriendo varias muertes, volvían a vivir varias vidas. La
duda se desvaneció como se desvanece la bruma ante el empuje de la mañana y,
con tristeza pero con orgullo, ordenó preparar para el sacrificio a sus dos
hijos más hermosos: NIMAN INGA, un niño de siete años y SIVIL HUMA,
una niña de nueve.
Cuando los pequeños príncipes recibieron la noticia, entonaron junto a su familia los cánticos sagrados que celebraban su partida a la tierra sin penurias, desde donde colmarían de felicidades a su pueblo.
Caminaron
días y días, incansablemente, en dirección del Colla-Suyo, donde a pesar
de la fiesta que otorgaban los cánticos, se adivinaba en el cortejo, una sorda
congoja no expresada, latiendo en el canto lastimero de los pájaros del
atardecer. Hicieron alto para abastecerse, en un valle de ensueño, al que el Inti
había nombrado SALTA, desde donde partirían hacia lo que sería su
destino final, en la cima del LLULLAILLACO, donde el frío de las alturas
mordía despiadadamente sus carnes inocentes...
A pocos
metros de su última morada, el viento helado de la montaña trajo a oídos de MATELE,
el indio guía, la sinfonía de su última conversación, mientras NIMAN INGA y
SIVIL HUMA, abriendo sendas bolsas tejidas con lana de vicuña, se sentaban
en la fosa cavada con esmero a esperar el desesperado beso de la MUERTE;
ella navegaba silenciosa en la barca fúnebre donde se acunaba la ponzoña de dos
reptiles exornados de esmaltes blancos, azules y carmesíes. El niño que miraba
hacia el norte, donde la huaca del Socompa vigilaba el cielo, preguntó a SIVIL
HUMA, cuál sería su ambición en la otra vida, y ella con palabras
balbuceantes, respondió: “ como no he conocido el amor, me gustaría Alumbrarlo
con Fe, desde los lejanos párpados de la luna...”El Veneno estragaba ya sus
carnes sin pecado, pero casi envuelta en un suspiro, se escuchó la voz sombrosa
de la niña que, con el rostro vuelto hacia el sur, país donde vive la muerte,
preguntaba: “ y tú NIMAN INGA, ¿ Cuál es tu ambición en la otra vida?”
El niño, casi con el último aliento balbuceó: “Como no conocí el PODER que me estaba destinado por mi padre... el INTI, me ha concedido la gracia de renacer en
éste valle de
Salta, donde seré un poderoso Rey, y construiré un gran palacio dedicado
a mi propia celebración, donde los hijos de sus ignorados pobladores, son los
dueños de la nada; lo construiré en un idílico paraje donde la selva se aplana,
en las costas de un río manso, por lo que lo llamaré “ LAS COSTAS”,
justamente en homenaje a la caricia de sus aguas. Allí reinaré años, sin
prohibiciones, para que de ello tenga el mundo eterna memoria.
LA CUADRERA
Ilustración de Jorge
Hugo Chagra
“Poder volver a mirar con satisfacción
nuestro pasado, es como vivir dos veces”.
(Anneo Lucio Séneca)
Filósofo latino
Tarde de domingo en el valle… y apunto hacia el horizonte los
primeros recuerdos que caen blandamente, como lluvia, en una vibrante tarde de
carreras.
El calor agobiaba como una
tristeza larga, agrietando la piel reseca de la tierra clamando a San Marcos
los grises tules de la lluvia, a través de la mirada amarilla de los
jarillales.
Me dejo llevar con mansedumbre
por esa senda trillada que iluminan los tucos en las noches de luna y de
romances. Sin darme cuenta las imágenes me llevan a bordear los muros de
paredes bajas y encaladas del viejo cementerio pueblerino. Los sauces me
saludan reverentes, volcando a impulsos de la brisa su melena verde sobre la
falda gris de los medanales. La arena bajo el mismo impulso, suavemente va
arrugando su frente ante la ternura de la caricia.
El sol crepuscular de aquella
tarde reflejaba en lentas cadencias su piel cobriza, que a hurtadillas, el
paisanaje le había robado. Era en verdad una tarde espléndida, y contemplé la
mirada ansiosa de las gentes penetrando sin piedad la piel reluciente de los
potros. Ellos, presagiando la carrera, temblaban nerviosamente su coraje.
Estoy como
aturdido en un vórtice de rumores, como de otros mundos. De pronto,
respondiendo a quien sabe que consigna, los murmullos de las apuestas, van
acallándose ante la proximidad de las partidas. En mi interior los veo como
Bucéfalos del tiempo, etéreos de distancia. Ese moro empedrado de pecho tan
robusto, y aquél bayo encerado, golpeando con sus patas tan finas el tambor
sonoro de la tierra. El viento de los recuerdos me acerca su olor inconfundible
y siento que me agrada, pues me veo lleno de asombro junto a la figura elegante
de mi padre, contemplando expectante la escena. Recuerdo como si fuera ayer,
haber experimentado un súbito nerviosismo, pues escucho mis propias palabras
diciendo: “No me sueltes de la mano padre
mío… tengo miedo… mucho miedo”. Mientras digo esto, no sé porqué artilugios
ese miedo va penetrando mi carne, como un silbido largo, junto al aire caliente
de la tarde.
De pronto, una calma chicha,
como augusta matrona, impone su silencio. Los caballos estaban allí, parados,
nerviosos y jadeantes en el extremo de la pista, a la espera de ese mágico
grito que anunciaba las partidas. Hay un ajuste de correajes, almohadillando
aquellos lejanos intermedios, mientras la voz acariciante de mi padre, como un
susurro, disipaba las nubes de mi cielo.
Hay un brillo de luceros
encendidos en la mirada loca de los potros, mientras el aire se detenía
respetuoso esperando la largada. Un conteo lento ponía fuego en la mirada
ansiosa de las gentes, mientras una algarabía ritual encendía el corazón del
pueblo.
Los gritos partían hacia el
arcano como enjambres enloquecidos, alentando ya sea al moro empedrado o al
bayo encerado, que con sus belfos distendidos bebían el aire seco y polvoso de
la cuadrera. El clamor popular se esparcía en el aire como un mágico fermento,
ensordeciendo mis oídos y partiendo presuroso hacia las alturas para contar a
las nubes curiosas las alternativas de la carrera.
Un suave aroma de amancayes
embalsamaba el aire, poniendo un sabor especial a la fiesta lugareña, mientras
los potros sudorosos estiraban sus remos, convertidos por un extraño sortilegio
en lustrosos cables de acero.
Los centauros apenas se miraban
en aquel infernal aquelarre de gritos, polvo y ansias contenidas, mientras
hendían el aire, aprisionando con la mirada el mágico punto de llegada.
La meta estaba próxima… pero
los centauros jamás se detuvieron…
Dicen los ancianos memoriosos
que cada tanto, en claras noches de plenilunio, ven en fantasmagóricos
contraluces, el afanoso ajetreo de aquella cuadrera en una playa, junto a la
gran Vía Láctea, donde perviven el armonioso pecho del moro y los finos remos
del bayo encerado, haciendo sonar el tambor de las estrellas.
Primer
premio del concurso convocado por la AOS para escritores del medio.
MEMORIAS DE FAMILIA
Ricardo Federico Mena
Buenos Aires, 4 de marzo de 2000
Un sol de fuego se descolgaba
impertérrito sobre ambas márgenes del Plata, provocando un incendio que se extendía
sobre las tranquilas ondas del río. Era un sol de siete de la tarde, y una
brisa fresca con resabios marinos se estampaba acariciante sobre mi rostro.
A lo lejos, el color y las formas
comenzaban a preparar sus mixturas y la casa del viento abría su cancel para
recibir olores y sonidos nuevos.
Era demasiado temprano para llegar hasta
mi casa donde quizá nadie me esperaba; sólo el jardín ansioso de mis cuidados.
Esta soledad es sólo aparente y
circunstancial, pues vivo transitando el cariño de mi familia que, aunque
corta, colma con exceso mis necesidades de afecto.
Mis pasos callados me condujeron sin
pensar hacia el shopping de Alto Palermo y sin dudar me instalé cómodamente en
una de las mesas, colocadas sobre la terraza con vista al río.
El espectáculo visual era imponente, y
en ese momento pude palpar una vez más nuestra miserable dimensión humana.
Esperé sin apuro la presencia del mozo
en el lugar donde me encontraba y percibí escondida detrás de su uniforme
impecable y sus maneras afables el ritmo cantarino de una voz
incuestionablemente provinciana.
Miré sin ver la caja colocada
automáticamente sobre una de las sillas, y sin levantar los ojos pedí un café,
lo más caliente posible, pensando en que el aire del río habría de enfriarlo en
menos tiempo de lo que canta un gallo.
El pensamiento no tardó en hacerse
realidad, pues a pesar de mi prevención, mis ojos volaban desenfrenados hacia
ese sol naranja introduciéndose lujuriosamente en un baño de horizontes.
Quedé en actitud estática, olvidada del
café, contemplando embelesada la última luz perdiéndose en el regazo del río.
El espectáculo daba lugar a la hora romántica y difusa del crepúsculo.
De pronto una tímida lucerna se encendió
tras los cristales vidriados ubicados a mi espalda, y un ligero sobresalto me
invadió al pensar en la caja puesta en mis manos por mi padre. Estaba muy
anciano y era nieto de Vicenta, la recordada abuela, cuyo nombre circulaba en
la familia con veneración. Su bondad e inteligencia para aglutinar y dirigir los
destinos familiares justificaba con creces la distinción.
Estanislao Sagastizábal, mi padre
atesoró en secreto igual que su madre Manuela, única hija de Vicente, todas las
memorias de sus antepasados.
Su trabajo consistió en preservar y
compaginar los papeles almacenados en la caja, a los que agregó sus propias
historias, enriqueciendo las de su abuela, escritas en una literatura superior
, quizá impropia para las mujeres de su época. Para ella estaban destinadas las
funciones del hogar y las filigranas de la aguja y el bordado.
Luego de leer estos manuscritos, haré
mis propias consideraciones con la concentrada actitud de quién tiene mucho que
contar, opinando.
Papá pertenecía a una familia de
acaudalados estancieros bonaerenses, y hoy refugiada en la paz recóndita de la
memoria, evoco nuestra total ignorancia acerca del pasado de Vicenta. Las genealogías familiares versaban siempre
acerca de los pergaminos de los Sagastizábal o de los Gregorio Bazán,
fundadores de las primeras ciudades de este país, y destacados participantes de
los distintos acontecimientos de la patria.
Las conversaciones de sobremesa,
naturalmente siempre frívolas, versaban sobre tal o cual acontecimiento,
ocurrido durante las veladas del Colón, donde audaces jovencitos de frac, correteaban
secretamente a las chicas de la bombonería. No siempre eran exitosos, pero
ellas se divertían al ser perseguidas a veces hasta la obsesión, por aquellos
sibaritas de frac.
En esa atmósfera resplandeciente, todo
se complotaba para el asombro de la cultura, donde las cosas que veíamos o
escuchábamos eran profusas o deslumbrantes: música, luces, terciopelos y
alhajas, exhibiendo su rica crueldad a través del ojo malaquita de las
esmeraldas. Hoy al llegar al teatro recupero la memoria esculpida por orfebres
y ebanistas que plasmaron su excelencia entre acantos dorados, cornisas y
balaustradas impresionantes.
Mis hermanos y primos reían a mandíbula
batiente contando sus escarceos, mientras sus progenitores y parientes
permanecían como embalsamados en la penumbra de los palcos. Parecían
tranquilos, encandilados por las maravillas de la función, aunque alguna vez
pude advertir en la imprecisión de las tinieblas, una fosforescencia de ojos
brillando como rescoldos pronto a apagarse o encenderse.
Debo reconocer mi total desaprensión de
entonces acerca de los asuntos familiares, pero al crecer, una sutil curiosidad
envolviéndome en su telaraña, me llevó a indagar acerca del pasado de la para
nosotros enigmática Vicenta de Villafañe. Su nombre tintineaba en mis oídos
como lo hubiera hecho la más fina copa de cristal, pues llevaba yo con orgullo
aquel nombre legendario que me incitaba fatalmente a descorrer los telones del
enigma.
Golpeaban aún en mi cerebro las frases
enfáticas de papá-al referirse naturalmente a estos papeles- perorando acerca
del valor supremo que encierran las reliquias, sean de la índole que fueran.
Según él estos escritos eran una de ellas y luego el tiempo fue el encargado de
confirmar la certeza de tal afirmación.
La caja desde su sitial parecía hablarme
con voces secretas, y una ráfaga supersticiosa la presentó arropada en
fosforescencias verdosas excitando aún más mi curiosidad.
Por un momento mi cuerpo se estremeció
temiendo extraviarla, y con el más absoluto respeto, casi con unción mis manos
se deslizaron hacia sus ataduras. Lo hice con sigilo, y luego de haberla
abierto, palpé y contemplé con veneración el tesoro heredado de mis mayores.
Observé que se trataba de tres cuadernos numerados, organizados en forma de
libros, con tapas de cuero repujado, donde se adivinaba la voz viva de sus
caligrafías remotas.
Antes de continuar debo aclara mi
compromiso con las letras, pues mi oficio es escribir y acaso sea éste el
motivo por elcual mi padre a despecho de mis hermanos quiso que yo los
heredara.
Las sombras eran ya una leve insinuación
y pronto comenzaron a espesarse sin impedir que yo, al leer esas firmas evitara
un ramalazo de emoción. Se trataba de viejas memorias redactadas por mis abuelos
y otras más antiguas redactadas por los suyos.
Parecía en verdad tratarse de algo
realmente importante; luego de un primer y rápido examen, mi pensamiento
sobrevolando el pasado intuyó que acaso mis afanes literarios provenían de una
raza de escritores sin obra publicada, plasmada en la voz silente de los
cuadernos.
Ayer visité a mi padre, anciano pero aún
espléndido. La charla discurría por los senderos habituales, cuando
sorpresivamente convergimos en un clima de confidencias. El momento era mágico,
intenso, cuando habló de la vida y sus trampas recurrentes. Me advirtió sobre
ellas una vez más, como lo hacía cuando era niña y a despecho de sus años me
impuso acerca de sus proyectos de futuro. Lo hizo como nunca nadie lo hiciera,
acaso con una entonación diferente y, a pesar de sus proyectos anunciadores de
bonanzas, un regusto amargo invadió mi boca. Me habitó entonces un pesar
desconocido y entre sus hebras descubrí subyaciendo en silencio religioso, el
sabor de la despedida.
Logré sobreponerme dificultosamente a
esta sensación pensando que sería sólo el fruto de mi imaginación exuberante, y
sin pensarlo demasiado me desprendí de su influjo, arrojándolo sin pudor al
aire viciado de la ciudad.
Estábamos en su casa de Palermo Viejo,
en el predio que alguna vez fuera de don Juan Manuel de Rosas, jefe supremo de
la terrorífica Mazorca. Allí en su reducto como acostumbraba llamarlo, vivía
feliz, al amparo de recuerdos vivificantes, rodeado del mobiliario y los exquisitos objetos adquiridos durante
sus exploraciones por el viejo mundo, junto a muchos otros heredados de su
abuela Vicenta. Gustaba contemplarlos durante las tardes, hacia la hora del
ocaso, cuando la luz de las arañas-liras de bronce cincelado-rivalizando con
caireles franceses, alumbraban en toda su opulencia los objetos de su
adoración. Era un coleccionista, un celebrante de la belleza, al punto que sus
estatuas de mármol de Carrara ostentaban sus nombres esculpidos al pié.
Cuando ocupa el sillón preferido de la
Sala, sus ojos recorren con paciencia de orfebre las paqueterías de las
centurias pasadas. Muchas de ellas se encuentran ya en sofisticados catálogos
de especialistas europeos y con fervor de enamorado, lee en ellos una y otra
vez los nombres de sus preseas históricas. Ninguna puede escapar a su pasión, y
como enamorado que es de los objetos, vuelve a la consulta de los catálogos con
la exigencia exacerbada por los años.
Amurada en una de las paredes de la
biblioteca, junto a la cabeza de un búfalo africano se destaca la negrura de
una máscara ceremonial de la tribu Sandé, también africana. Tenía especial
predilección por ella. Nunca mencionó los motivos de tal predilección,
suponiendo yo que se debía a la enigmática belleza perfilada en su frente
despejada o a la elegancia suprema de su cuello de gacela. Hoy supe que había
pertenecido a mi bisabuela Sémbelé y constituía uno de los pocos objetos que la
acompañaron a estas tierras de transculturación. Desde entonces fue para mí,
también objeto de veneración familiar.
La casa era espaciosa y elegante dentro
de su estructura neocolonial y no había otra como ella en varias cuadras a la
redonda. Estaba circuida por grandes edificios, algunos de los cuales
incandescían sobre la superficie de sus
cristales espejados, y yo, desde mi pequeña atalaya contemplaba sus dedos
enhiestos, acariciando el vientre del mundo en Buenos Aires.
La sala a pesar de sus dimensiones
impresionaba por el buen gusto puesto en cada detalle y estaba decorada al más
puro estilo francés, donde primaban los espejos de grandes volutas doradas,
haciendo juego con antiguas consolas de cristales biselados. El comedor
dividido por arcos de medio punto, ponía lo suyo, con sillas, aparadores y
trinchantes tallados por los más eximios ebanistas del momento.
Sus paredes destellaban antiguas
memorias sobre el pavonado de viejos pistolones o sobre la luz misteriosa
surgida de la curva de un par de sables sarracenos que rodeaban amorosamente un
escudo de la misma procedencia. Ambos espacios estaban divididos por una reja
colonial de doble hoja, y como si fueran vasos comunicantes, conducían a un
hall contiguo exornado con la misma excelencia y buen gusto.
Todos los ambientes conducían a una
imponente biblioteca, donde el guiño de cada libro anunciaba la huella de su mano.
Habían sido indudablemente leídos y su medulosa sustancia se atesoraba en la
cabeza inteligente de mi padre.
Mi cariño de hija se sometía
implacablemente a la contemplación. Lo encontraba atractivo en su ancianidad, pero
más que su presencia física atraía en él su belleza espiritual. Mi madre, la
dulce Mercedes Ruiz de Ocaña le precedió el año anterior en el viaje a la Casa
del Padre.
El recuerdo de ella me llena de tristeza
y el consuelo se transforma en una sombra difusa que no se asienta en ninguna
parte. Constituían ante mis ojos una pareja de perfección, endulzada por el
amor de todos los instantes.
El aspecto de papá era en verdad
imponente, y al mirar sus ojos mediterráneos, sin querer recuperé los míos
iguales e intensos.
Sí, estaba sentado frente a mí, y una
fina sonrisa plegaba sus labios mientras su mano derecha acariciaba de tanto en
tanto con movimientos inconscientes, la empuñadura de su bastón de ébano y
marfil. Papá resaltaba por su distinción acostumbrada a la exquisitez de las
reuniones sociales y una flexibilidad ingénita, acaso heredadas de sus
mayores-ahora lo sé-le evitaron los ejercicios gimnásticos o las dietas
insufribles.
Era alto y delgado, experto en una
mundología acostumbrada al brillo de la felpa de los sombreros de copa o a la
seda de los clacs. En realidad jamás le importaron la vida rumbosa ni las
frivolidades huecas y sin sentido. Cuando huido de hacerlo lo hizo compelido
por las fatalidades de su clase y las obligaciones que debía a mamá. Ella en
verdad era bonita. Siempre lo había sido y se resumía en ella todo el charme de
la educación francesa junto a la atracción brotada de su coquetería grácil e
instintiva.
Una puerta orientada hacia atrás- de
roble españolizado-conducía a la sala de música, iluminada como el resto del
conjunto, por un patio andaluz donde impávidos leones de fuente barbotaban
palabras ininteligibles. La reverberación por momentos era intensa y se
introducía a través de espléndidos vitrales que hacían refulgir el mobiliario
del comedor. Mayólicas y alhambrillas a su influjo parecían adquirir luz
propia, remedando ser un minúsculo trozo de
Conversábamos con tanto entusiasmo que
sin pensar alternábamos distintos lugares del mismo recinto, hasta que mi padre
tomándome de la mano me condujo hacia el centro de la sala, donde reinaba con
absoluto desparpajo un piano de cola codiciado por insignes concertistas de
todo el mundo, cuando llegaban al país. Perteneció a mi madre y, junto a ella,
constituían las vibraciones más sonoras de la casa.
En la pared posterior de la sala, de
espaldas al teclado y como adornándola, fosforecía en medio de la penumbra un
secreter, regalo de mi padre. Su estilo español concordaba con el resto del
mobiliario y ejercía en mí una extraña fascinación. La tapa al abrirse, servía
de mesa para escribir, pues con sólo estirar dos brazos de madera terminados en
borlas relucientes, se lograba el apoyo necesario para sostenerla. Era de fina
madera de caoba, para ser más precisa, y en su interior asomaba una colección
de libros en miniatura, apoyados sobre estantes breves. Hacia un costado, como
si fuera una isla en el mar, detrás de un tapizado de seda orificada, se abría
un espacio grande, mimetizando una caja privada. La llave jamás estaba a la
vista, y en ella mi padre guardaba su más recóndita intimidad: Los Manuscritos Secretos de
Papá con esa elegancia sin poses que
tanto me impresionaba alzó una ceja, acomodó los puños inmaculados de su camisa
y mirándome a los ojos y luego a los cuadernos, de la misma manera como se mira
un tesoro, habló:
“Debes
llevarlos hoy mismo, y cuidarlos como se cuidan las reliquias de las que tantas
veces te hablé. Se trata de la historia de nuestra familia, desconocida para
ustedes. Estoy seguro que, cuando hayas finalizado su lectura, derramarás
lágrimas de pena, pero también de alegría, pero por sobre todas las cosas,
podré irme de este mundo en la paz de saber que los hechos narrados nos llenan
de orgullo que servirá de estandarte a nuestras futuras generaciones. No salía
de mi asombro, cuando con esa venerable autoridad, recalcó:
“De
ahora en más Vicenta Sagastizábal, la acción y la palabra son tuyas…”.
LIBRO PRIMERO
SÉMBELÉ
Vine
al mundo el año del Señor de 1785 en el pueblo de…
PRIMERA PARTE DE LA NOVELA INÉDITA
“MEMORIAS DE FAMILIA”
NAVIDAD EN GRIS
a mi madre, retazo celeste de Dios, a quien antes de conocerla, desde la
primera alborada de de este mundo hasta el último ocaso, estaré amando
Las abuelas de mi tierra dicen
haber leído que oler narcisos o sentarse a la vera de un río junto a una mesa
de arrayán, engendra la alegría y espanta la tristeza. Pienso en esto, y aún
dudando de su veracidad, vuelo desde la cima de pensamientos hacia un tiempo
imposible de olvidar; transcurre en Tucumán, donde nunca supe encontrar el país
de los narcisos ni de los arrayanes y hoy en el recoleto refugio de mi hogar,
el recuerdo de esos días vuelve a sepultarme bajo su sombra.
La nostalgia visita mis ojos de
continuo y al escribirla, me asalta la duda porqué lo hago. ¿Será acaso una
absurda manera de evadir la realidad, buscando su refugio o la irrisoria
obsesión de escuchar como antes el sonido pausado de aquella voz amada? Por
momentos me asusto cuando el eco de sus huellas parece dispersarse en los aires
del pasado y me tranquilizo cuando la escucho elevarse alegre por la brisa,
estampando besos tibios sobre el Aconquija y el Chango Real; cuando llega a mí,
siento como si un aire nuevo conmoviera mi alegría, demostrándome que sus
hebras conforman el retazo más valioso. Acaso al escribir estas memorias mi
subconsciente estuviera esbozando ya su propio adiós.
Mi quietud absorta abraza el
cuerpo de un pasado que no termina de irse y mis ojos parpadean una despedida,
disponiéndose a navegar un río de tiempos invertidos; entonces, como en sueños
contemplo los telones de un incierto teatro visual y al amparo de sus luces,
contemplo caminar la queja de mi alma vaciándose como un cántaro en los
resuellos de la noche. En el cielo un agua naranja se derrama ociosa por la
ciudad y la tiñe a despecho del verano de un frío aparentemente alborotado.
Nada puedo hacer para retener mis ojos, cuando desprendidos se confunden con
las algazaras de los villancicos ; un perro ladra su miedo frente a los
estrépitos de la pólvora y mi desconcierto celeste flota hacia el país de las
noches antiguas, mientras en el cielo, la luz lunar se resiste a morir en el
regazo de la montaña.
El clima es propicio a la
sugestión, y como en trance, tiendo mis ojos por Santa María donde miro el
silencio cansado de las cosas; allí en medio de los jarillales siento que el
tiempo me pertenece y mis ojos fatigados reposan sobre el mundo, cuando
descubro una siembra de vellones blancos, señalando un camino donde numerosas
columnas de penitentes van esfumándose en los cobaltos del horizonte; sin
pensar tiendo hacia ellos mi mano y, al recogerlos, una voz ignota me cuenta
que los ángeles, a principios del verano también mudan su plumaje.
De pronto, el soplo ardiente
del estío tucumano me muestra un niño temeroso esperando las fiestas navideñas
y girando la cabeza, escucho el último gemido de la primavera huyendo del
verano. Ese mismo aliento me acerca el olor inapelable de la pólvora suavizado
en el aroma florido de las gardenias.
Todo eso veo en aquel tiempo de
distancias. Los años acaso hayan decolorado la historia, pero sus perfumes
sobreviven nítidos de la misma manera que la fragancia sobrevive a la flor
cuando se marchita.
Añoro los días de mi infancia,
la serena majestad de las tardes demoradas junto a su inagotable paciencia,
cuando encendía mi imaginación con sus relatos, describiendo criaturas
ingénitas, increíbles, deambulando ociosas por naturalezas salvajes o por ríos
invencibles; donde la suprema habilidad de su mítico personaje-el Shulkita-era
capaz de enfrentar a pesar de ser sólo un niño.
Ensoñaba lento junto a los
bermellones del paisaje, y la voz amada, pausada y convincente dibujaba
insólitos animales, donde las cabras eran más parecidas a las llamas o los
jabalíes comarcanos semejaban paquidermos desconocidos. Me incitaba a cerrar
los ojos, a soñar despierto y contemplar el escenario sin temores; sus palabras
eran tan expresivas que yo inevitablemente no sólo le creía, sino que formaba
parte de la aventura y de los aventureros. Aún hoy, desde el fondo de mi
abstracto, creo escuchar la conversación de tordos parlanchines y remotos o el
zureo de las torcazas, mientras transitamos felices por ríos torrentosos o por
praderas de altos pastizales, callando la respiración a fin de no alertar a las
fieras durmiendo su hambre centenaria.
Siento ese tiempo en mí, como
si fuera mi exacto punto de partida, mi origen cierto, donde la naturaleza que
nos rodeaba no se sometía a los designios de ningún hombre y nos albergaba
generosa, contemplando la alegría de los pájaros cuando escondían entre sus
alas, los colores de algún iris desconocido. Era en suma un niño al que no
había tocado el envejecimiento de la inocencia.
Al calor de estas remembranzas,
vuelvo a escuchar los latidos de mi desconcierto y contemplo con mis ojos
viejos, los intactos colores del pasado. Como si fuera ayer, contemplo otra vez
los cuernos dorados de la luna menguante cuando alumbran mi intimidad, y
descubro entonces un mundo desconocido poblado de silencios, incitándome a
ponerle palabras y sonidos.
Echo a volar la mirada más
arriba de las nubes, donde el espacio se torna oscuro pero aún visible y
observo el vuelo enloquecido de millones de ninfálidas cayendo como lluvia
sobre la ciudad. Sólo yo percibo en el aire los motivos secretos de aquella
danza de adioses presentidos.
La tarde se ha dormido recién,
y las sombras arañan los esmaltes del cielo, junto a las espigas rojas de los
fuegos de artificio, semejando almas vivas en viaje por los caminos del
espacio.
En el campo las gallinas dejan
de picotear las piedrecitas con las que
empezarán la digestión en la mañana, y los cabritos recién asados, decoran ya
las humildes mesas campesinas.
La noche se remansaba lentamente,
mientras el paisaje de la ciudad se sumergía en una desazón infinita. La
Nochebuena estaba próxima y la luna destellaba en su cenit. El espectáculo era
espléndido. Yo tragaba mi emoción, me sentía despierto ante la vida, pero un
agua amarga se escanciaba sobre mi alma, como si sus orígenes estuvieran ya
escritos en la inmemoria que sólo escribe el Maestro.
Soy un personaje minúsculo
contándose y desde las nieblas de la mañana tucumana, contemplo otra vez el
Aconquija vistiendo su inefable traje azul, vigilando los pasos de la gente.
Desperté como aquella vez en el
mismo escenario y ante la imposibilidad de concretar el sueño, abrí las
ventanas de mi cuarto, para contemplar la misma luna menguante mirándome con
indiferencia.
No había amanecido aún, la
ciudad permanecía sumergida en su fondo inconcreto y mis ojos azorados
contemplaban por primera vez la milagrosa floración desplegada por la aurora.
Tras la montaña, un hilo naranja calcaba el horizonte y el negro palidecía,
escurriéndose gris sobre los tejados. La vida comenzaba a palpitar y mis oídos
percibían ya el agudo coloquio de los gallos anunciando la mañana.
Escuché muy cerca los trinos de
un solo pájaro que, unido al canto de los gallos y al rumor insomne de la
ciudad conformaban ruidos incomprensibles.
La sombra borrosa de las casas
avanzaba lentamente hacia mis ojos, disolviendo el gris que se arrastraba como
un vaho espeso sobre las calles silenciosas. La luna enseñaba desde lo alto su
enigmático poderío, y una grita de pájaros en enjambre, bamboleaba las ramas
más altas de los naranjos de la calle; se concretaba el dominio de la luz y la
vida se esparcía generosa sobre el mundo, pero yo estaba triste escuchando el
eco apagado de aquella voz, balanceándose en la vibración lila de los
tarcos.
La gente hormigueaba por las
nervaduras de la ciudad completando sus compras navideñas, para mí siempre
inútiles y sin sentido y un olor casi siempre feliz recorría los rincones del
mundo. El viento lo trepaba en sus espaldas y en el campo susurraba amor a las
acequias, mientras ellas respondían rizando el espejo de sus aguas. Desde
arriba montado en las hilachas de una nube, un ángel componía sus facciones en
los espejos más recónditos del Salí, mientras ensayaba la voz triste de una
nueva Anunciación.
El centro de la ciudad estaba
caluroso, y en él volví a mirar a mi madre contemplando el incansable ajetreo
de la ciudad. Un agua triste lamía sus ojeras y el verde azul de sus ojos, eran
huecos desmayados, donde la sombra de sus pensamientos revoloteaba una agónica
espera.
Aquella mañana la ví llegar
apresurada al hogar otrora luminoso, y componiendo sus facciones, escudriñó la
figura encorvada y macilenta de mi padre sentado sobre blancos cojines. Desde
allí presidía por última vez la mesa navideña, mientras un aire denso espiaba
la mirada inocente de cuatro niños, mis hermanos-hiriéndole con su silencio; él
no sabía como desprenderse de ellas ni tampoco desorientar sus respiraciones
angustiosas. Mi madre lo besó largamente, con un amor de antiguas devociones,
ante la mirada atónita de aquellas cinco almas en desconcierto. La Parca
proyectaba su sombra macabra sobre él y la flor negra de un cáncer, derramaba
su polen aciago poblando la escena de llantos prisioneros. Era ya una sombra
susurrante que clamaba huir de su frágil envoltura, resquebrajada por la peor
de las sequías. Afuera, en la calle, la algarabía parecía por momentos distraer
la mirada ciega de los niños.
Reclinó suavemente la cabeza
sobre el oído alerta de mi madre y semejando un murmullo distante, deslizó la
frase:
“¡Qué intensa ha sido nuestra
felicidad!” “¡Cómo siento dejarlos!” Las palabras ya si eco, abandonaron sus
labios casi inertes, para acompañar su sombra que empuñaba el timón de una
extraña barca de cardón. Contemplé la barca y a su barquero, desapareciendo en
un mar de ausencias, lentamente, en aquella noche sin olvido y sin adioses.
Esta imagen y sus abstracciones
reiteradas me llevan a adverar los fenómenos de las ocultaciones del
pensamiento, existiendo como una antorcha interior en un mundo sólo mío,
mientras para otros permanece oculto bajo el velo de enigmáticos antifaces.
Los grados de sensibilidad
visual se robustecen, volviéndome a la realidad consciente, mientras aquella
vivencia emerge triunfal, como una sensación guardada en intáctiles jaulas de
plata. Allí, en esa prisión sobrevuelan centenares de pájaros exóticos que se
alimentan con su esencia.
Regreso a mi tiempo y a mi
mundo, y sin deslindar sensaciones de percepciones, me encuentro estupefacto,
aplaudiendo de pié, junto al público que llenaba la sala del Teatro San Martín.
Aplaudía con las palmas enrojecidas a mi madre- actriz teatral- su delicado
protagonismo, donde bajo la dirección de Lito Cruz, escenificaba un retazo
aciago de su vida.
La obra por extraña
coincidencia se titulaba: “Navidad en Gris”.
Siento la piel escarapelada,
cuando desde el fondo del escenario me llega como un éxtasis antiguo, la
melopeya dulce de un villancico, y desde la alegría de sus notas, escucho como
envolviéndome, la voz inconfundible de mi padre rezando su bendición…
PEDRO HUECO
RETRATO DEUN PERSONAJE HUMILDE, COMÚN A LOS PUEBLOS DEL NOROESTE DE NUESTRA PATRIA
Era en el
pueblo tres veces centenario, una raída figura trashumante, decorando los
silencios de la calle, desde el rumor de los maitines, hasta los atardeceres
soñolientos, donde el alma contrita y reflexiva, se recogía sobre sí misma en
concluyentes meditaciones.
La cabeza del
hombre, donde otrora remansaran los afilados dardos de la inteligencia,
constituía una inviolable prisión, donde morían una muerte inevitable los
otrora sagrados fuegos de la mente.
Estrujaba duro
la memoria, escudriñando esos senderos lejanos, que partiendo desde una etérea
lomada de nubes abierta en el horizonte, regresaban cansados esperando una
nueva partida.
Veo con
emoción, la figura enjuta de un anciano flaco, bajo y encorvado, mirando con la
insistencia de quien no tiene prisas, recorrer sonriente esa única Calle Larga
de los pueblos de antaño, recibiendo quizá el saludo cariñoso de tantas
calaveras amigas.
Su cabeza era
más bien `pequeña, de pómulos altos, escoltada por una nariz forzosamente
aguileña, migrando con la resignación propia de quien ha perdido, por la
miseria de los años, el antiguo nácar de sus dientes. Su pelo espeso y
entrecano, había sido sometido al escarnio vil de algún improvisado fígaro,
mientras sus ojillos pequeños y ausentes, miraban sin ver el esplendoroso arco
iris que dibujaba la mañana.
Te veo hoy,
Pedro Hueco, como los desangelados te nombraban, descansando tu pié breve y
marmóreo, como aquél de las estatuas griegas, emergiendo airoso de tu alpargata
destartalada, caminando sin prisa como era tu costumbre, por la laja
intensamente azul del atrio de la iglesia pueblerina, sombrero en mano, como
enhebrando el aire, mientras sonreías feliz al ángel que le protege con su
mirada.
Vuelvo a verte
Pedro, amigo, soportando estoico tu cansancio terrenal, mientras tu hueserío
pobre y tus ojillos de escarchas pardas, huérfanos de luz, pedían un refugio de
siestas en mi mente.
¡Adiós Pedro
Hueco! se burlaban chiquillos y desangelados feligreses en el templo, al verlo
llegar hasta la imagen de la Virgen de la Candelaria. Entonces con un dejo de
fastidio y adoptando la pose de un famoso político nacional de su tiempo,
respondía: “¡Cómo Hueco! ¡Jiménez Lastra! Querrán decir”. La respuesta conmovía las fibras más íntimas de
quienes le respetábamos. Repetía la respuesta numerosos veces tratando de hacer
comprender a quienes le herían, lo grotesco de su error. Pero todo era en vano,
y mientras lo decía, trataba de atrapar con absurdo afán las últimas espigas
del sol, acaso para iluminar las tinieblas de su razón perdida.
Ven pues,
Pedro Hueco, amigo, a buscar protección y reparo en los rincones siempre
frescos de mi memoria cariñosa y fiel.
UN DÍA EN SAN JOSÉ
Miraba largo y sus ojos
oscuros, de reflejos verdosos convergían en un punto distante detrás del
enrejado de la mansión. En realidad conformaba una suerte de espejismo, que
poblaba su memoria de recuerdos, invadiendo su actitud hierática. Por momentos
se materializaban en una sonrisa enigmática, que eclosionaba con la sutileza
del capullo antes de convertirse en flor. El deleite era notorio, pues tapando
la boca con la mano, evitaba la huída de los recuerdos por alguna grieta
impensada.
Dentro de él, las aventuras
pasadas regresaban aleteando como las bandadas de pájaros inauditos, para
asentarse sobre los esmaltes de la nostalgia.
Dentro de él, las aventuras
pasadas regresaban aleteando como bandadas de pájaros inauditos, para asentarse
sobre los esmaltes de la nostalgia, componía una actitud extática, majestuosa y
casi ausente, donde ojos y oídos en estado de catalepsia se mostraban
despreocupados de imágenes o sonidos inoportunos. Parecía inmerso en una
vorágine de vivencias recónditas, llenas de un silencio donde encontraba su
tranquilidad. Muchas veces reflexionó acerca de la soledad en que se encontraba
y la incertidumbre de no saberse bien acompañado, conformaba aristas
peligrosas. El poder corrompe y la envidia o la traición podía conducirlo por
senderos de lágrima y abatimiento. Las presiones lo devoraban y no necesitaba
engañarse para comprender que su destino lo reclamaba de la misma forma que los
jardines reclaman el agua o las navidades sus felices aguinaldos. Era un buen
soldado y podía pensar en medio del fragor de las batallas, en los futuros
descansos del amor, donde no existen ni vencedores ni vencidos. Lo asaltaba por
momentos la clarividencia de encontrarse en el pórtico de su hora inexorable y
la presentía como los peces presienten desde los abismos marinos, al sol
brillando sobre la superficie, tenía plena conciencia de que cualquier decisión
debía priorizar el bienestar de sus gobernados, pues sabía a través de la
experiencia del poder, que cualquier actitud contraria jamás sería perdonada.
Las pitonisas rupestres
concurrían con anuncios y consejos. Descreía de ellos, pero escuchaba sus
augurios respetuosamente, hasta que un día, para evitar cualquier asomo de
desconsuelo prohibió su entrada en la mansión; esta medida acercó un descanso
adicional a sus cavilaciones y decidió confiar en su instinto, evitando el
auxilio de las divinidades ofrecidas, que podían conducirlo por itinerarios sin
porvenir.
El General Justo José de
Urquiza se encontraba solo ante el futuro y cualquier equivocación sería sólo suya,
sin tener que reclamar a designios divinos o paganos, cualquier favoritismo
ante más importantes impetraciones. La magia del paisaje era estupenda y el
lucero comenzaba a insinuarse en el horizonte, donde la naturaleza ardía en un
escenario de tardes muermas.
La mirada del general vagaba
irrestricta por las llanuras de la nada, y entre palmares opulentos, contempló
cómo se doraba aquel atardecer en un horizonte de incesantes esculturas
arbóreas. Su cuerpo robusto se estremeció en sigilosos espasmos de placer,
recordando un tiempo no lejano. Luego de su última crispación la abstracción
escampó, y al deshilacharse, dejó escapar la advertencia de que, a pesar de
cualquier desesperanza, el alma del pueblo es un perfume que jamás puede morir,
y su olor ingrávido renace a la sombra de los momentos oportunos. Es te era el
pensamiento de los paisanos de Entre Ríos que le seguían con devoción, capaces
de arrojarse junto a él, a los remolinos del Paraná y traer a la superficie la
idea salvadora o el argumento necesario para el país. El cuerpo de aquél
octubre se presentó envuelto en una tarde fresca, y el general se cobijó bajo
el abrigo de un elegante poncho blanco, al parecer oriental, mientras golpeaba
con un latiguillo de tres colas su bota reluciente. El chasquido sonaba seco
sobre la caña alta, diluyéndose en el silencio de la tarde. A la derecha, sobre
una mesa de caoba afiligranada, descansaba sus fatigas, un sombrero blanco de
alas anchas, mientras la mano distraída dibujaba ignotos arabescos sobre el brazo
del sillón. Los muebles venidos a su pedido de la Francia, junto a mármoles
inverosímiles y arañas de cristal, regocijaban los ojos de sus dueños,
provocando envidia a más de algún obligado visitante. Un refinamiento exquisito
estallaba en todos los rincones, pero él había trabajado duro para conseguirlo,
por eso, con la misma determinación con que se conserva un amigo, decidió
preservarlo para regalo de su placer.
Los ojos quietos de don Justo
José parecieron iluminarse cuando el ensueño le acercó entre sus alas la figura
de su perro Purvis. Saltaba feliz desde alguna remota dimensión, corriendo con
impensados desafueros, la mirada penetrante y trémula su lengua, adivinando el
rostro curtido de su amo. Percibió que en el parque las aves entonaban cantos placenteros
sólo para él, mientras contemplaba sobre la gramilla el susto de una codorniz,
ensayando canciones de buena esperanza. El Capitán General, avivó los ojos
nuevamente sin entorpecer su tranquilidad de estatua y esparció su mirada sobre
los hermosos rincones de la sala. Habitaban en ellos, espléndidos cosmoramas,
visualizados en coloridos murales que hablaban de una época de esplendor.
Alargaba la mano y parecían tan vivos que podía tocarlos y escuchar sus voces
antiguas, disponibles únicamente para él. Eran los soportes que lo trasladarían
hacia las fronteras de la posteridad. Súbitamente el silencio se tornó
impenetrable y contempló los ojos ausentes de su sombra, aburriéndose de
inactividad.
De pronto experimentó un
impensado sacudón, al verse envuelto en el abrazo de su fiel “Purvis” y sus
labios expresaron sin sonido: “tranquilo Purvis, vas a matarme, y aún no puedo
morir, la patria y también algunas señoras me necesitan”.
Acontecimientos del pasado
discurrían una y otra vez por su pensamiento, mientras la mano casi ingrávida,
recogía la atezada geografía de su rostro. Era este el automático movimiento
con el que limpiaba el reguero viscoso de la lengua de Purvis.
La visión se tornó tan
concreta, que la vivió como se vive un antiguo dolor, y luego esa baba espesa,
junto al aliento dulzón, semejando un cuchillo, partió en dos los rumores del
atardecer.
Afuera, en los jardines de San
José comenzó el silbido tenue de un viento recién nacido, que esparció un aroma
de azahares proveniente del naranjal. Apretó fuertemente los párpados y
clausuró los oídos para retener las imágenes y los sonidos que ansiaba su
voluntad; lo demás se adormeció en los infinitos coloquios de la oración. La
cabeza, de pronto, comenzó a poblarse de furiosos vientos cruzados que le
acercaban presagios históricos. Apretó las mandíbulas tan intensamente que
sintió dolor, y su cuerpo ensayó las primeras contracturas. Los párpados se
convirtieron en plomo fundido y el sueño se convirtió en un viajero
inalcanzable, al que veía pasar de lejos.
Las imágenes se superponían y
por momentos se contempló vagando en Buenos Aires por calles hostiles y
desconocidas. La prédica opositora del General Mitre le traía la visión de
multitud de mujeres desnudas gritando lujuriosos improperios contra él. Corría
desesperado hacia ellas, y luego de mostrarle sus rosadas cavidades, se
convertían en niños muertos o en soldados minusválidos, indiferentes a toda
contingencia. Más tarde la memoria le trajo el recuerdo de un sueño, acaso
clarividente, donde se veía muerto sobre un campo de cenizas y el humo de una
batalla reciente se esparcía como manga de langostas. Una herida provocada por
un feroz lanzazo, como boca póstuma le hablaba de los altos destinos de los
hombres y de sus ocasionales renunciamientos. El sueño lo tuvo a la deriva
mucho tiempo, como barco al garete, en un mar ausente de señales auspiciosas.
Tal vez estuvo dando demasiada importancia a los augurios, y con un movimiento
de párpados los desmontó de su caballo de nubes.
La visión se negaba a partir y
casi como una pesadilla escuchó el ruido distante de armas entrechocándose, y
luego amontonadas, conformaron una insólita parva provocadora del mismo dolor
de los ascetas ante la flagelación. Posiblemente, la misma inactividad que lo
mantenía prisionero dentro de su jaula mesopotámica fuera contraproducente,
pues sus adversarios presentían una importante pérdida de ritmo. Escuchó
rumores acerca de su asesinato y le pareció tan disparatado, que supuso, jamás
sucedería. Al recordar esto, comprobó u temblor que no supo precisar si
respondía al fresco de la tarde. La vida apacible volvió a complicarse y
reflexionó una vez más, que el paraíso construido sobre sus campos, no servía
para aventar sus responsabilidades de hombre público. Miró hacia el horizonte
verde y se regocijó pensando en los aromas y los fríos del mundo, remojando en
ellos sus otoños.
¿Qué sucedía en esta tierra
amada que lo impulsaba hacia la guerra? Abrió repentinamente los ojos y el
espejo del frente le confirmó la incipiente germinación del miedo, y a pesar de
ello, tomó la decisión exigida por sus partidarios: la movilización. Lanzó
nuevamente la mirada hacia el horizonte de sus campos trayéndole el espejismo
de Purvis, que ladraba a un enorme saurio aspirando el último sol, a orillas
del tajamar. Muy pronto la visión desapareció en un verdor de aguas quietas.
Recordó a Purvis, despareciendo
días enteros, y comprendió que sus necesidades de amor eran similares a las
suyas. Para un eterno enamorado como él, mirar a los ojos de su amada,
representaba la luz de los momentos que continuaban y Purvis sin entender estas
sensaciones, seguía el instinto de su especie. Entretanto en el parque, la
espesa arboleda se había convertido en una bóveda muda. A lo lejos imaginó un
estrépito de caballos al galope, y la vehemencia de gritos cayendo sobre las
aguas sorprendidas del estanque. El general tuvo la sensación de que
desaparecían en forma de ondas envolventes., mientras la tierra y la laguna
confundían sus orillas, bajo la luz escasa de un cielo inabarcable.
Al hacer estas evocaciones su
cuerpo se estremeció y los vientos del deseo se treparon a su mente, pensando
que la caza sexual era beneficiosa para ambos. Recordó las palabras del general
Pedernera, cuando abandonando su habitual compostura, le decía: “no hay perro
que no se parezca a su dueño”.
Como estas escenas se repetían
frecuentemente, luego de decirlo, estallaba en sonoras carcajadas que
desorientaban a sus compañeros de gobierno en Paraná. Era nada menos que el
Vice-Presidente de la Confederación Argentina, y raras veces se permitía tales
desafueros.
La mirada del general, se posó
otra vez sobre las maravillas de color, pintadas por el genio de Juan Manuel
Blanes. Había llegado desde la Banda Oriental, al solo efecto de plasmar para
los tiempos venideros las glorias de don Justo José, que no confiaba en la
caótica fragilidad de la memoria. Recorrió con fruición el despliegue de su
roja caballería en el Palomar y Monte Caseros, entreverada con la de los
mazorqueros rosistas. Sólo las diferenciaba el blanco peto que Urquiza mandara
colocar en el pecho de sus soldados. Aprendió luego de largas noches de estudio
las tácticas que le valieron la fama de invencible, colocándose en ocasiones al
frente de sus lanceros en el embate final de las batallas; quizá las ganaba de
antemano al infundir una inapelable seguridad en sus subordinados.
La mirada de Urquiza se detuvo un momento
en el cruce del río Paraná, y pudo ver como si fuera ayer, el cruce del
ejército más grande de la América Latina. Más de veinte mil hombres se lanzaron
a nado o en balsas a las incertidumbres de los remolinos, que encrespados,
buscaban al azar la víctima siguiente. Blanes, para plasmar la idea se recostó
en las prolijas descripciones del Capitán General, en distendidas tardes de
mate, donde el canto de los pájaros en sordina disimulaba un hondo patetismo.
La visión de la orilla opuesta lo colocaba en esa delicada frontera hacia la
gloria. Atrás quedaba la liberación de Montevideo, luego de un sitio de más de
diez años.
Hoy, sentado en la sala
orientada hacia el parque, supo que no esperaría más tiempo, pues los fantasmas
de la desesperanza habían huido ya. La decisión estaba tomada. Salió a los
corredores de la mansión, y el viento volvió a traerle la crispada respiración
de los fogones de campaña y le infundió la necesaria paz para elegir sus
lugartenientes. Supo que debía evitar a ultranza los desbordes de la pasión,
pues luego de los estragos, se transforman en las ojeras mismas de la
desgracia.
Salió de su abstracción cuando
escuchó el ruido de voces y risas infantiles acercándose a la sala, sacándole
de los meandros de la recordación.
Dolores Costa, su mujer llegaba
en jocosa complicidad de la mano de sus hijas. Le ofrecieron un café
reconfortante y solicitaron su compañía para un paseo al lago, y ese simple
lazo de vida, le acercó el recuerdo de las familias mutiladas por la guerra o
la injusticia de los hombres.
Era un hombre feliz, embriagado
en una felicidad simple, y sus vapores le llegaban en momentos de hondas
tensiones nacionales.
Dolores era una mujer hermosa,
navegando por una madurez espléndida y
el Capitán General lo sabía; su cuerpo, a medida que pasaba el tiempo se ponía
cada vez más denso, y eso también apreciaba el Libertador. Había una diferencia
de casi treinta años, pero no parecía arredrarlo, pues la mansedumbre del amor
aún no lo había tocado, y acaso no habría de tocarlo nunca. Sabía por propia
experiencia, cuando los amores cuando no son verdaderos, tardan en olvidarse el
mismo tiempo que duraron, pero esta vez tuvo la certeza de estar prisionero en
una jaula de oro, y como todo prisionero satisfecho, embelesado en su propia
felicidad; entonces agradeció el hecho de estar vivo. Se levantó con cierta
pesadumbre, lanzándose a cumplir sus obligaciones paternas.
Aspiró con fruición el perfume
de los rosales y los sabores del viento, acarreando la esencia de los
durazneros que en apretado montón lucían incendios rosados. Miró alrededor y
escuchó el canto de todas las cosas visibles que en vibraciones cambiantes le
acercaron la grandeza de Dios.
El Patio de Honor, de las
recepciones oficiales que conducía hacia la Secretaría General, quedaba atrás,
y se internaron en medio de risas por el Patio de los Parrales, hacia la
Plazuela de los Conquistadores.
Estaba cansado y sus ojos
apenas resistían el peso de los párpados. A pesar de ello, envuelto en
suspiros, el corazón reclamaba sus derechos vislumbrando los cataclismos del
amor. Quedarían para otro día, las pesadillas de pájaros negros volando sobre
cenizas de desesperanza…
A lo lejos se discernía la
rizada verbosidad del lago, apacentando peces coloridos que aumentaban la
irisación de las garzas. Más cerca se advertía el señorío de los cisnes de
cuello negro, deslizándose por el agua.
Dolores custodiaba con ojo
avizor el movimiento de sus hijas y se volvían ascuas, pensando en la intimidad
con el hombre más poderoso del país. Lo encandiló con una sonrisa magnificada
por el último sol, mientras lo incitaba a un pronto regreso. Cuando lo
hicieron, la orquesta de Dios ensayaba sus primeros compases y el aire teñía de
una harina azul el verdor de los follajes. Un coro de grillos atronó el aire
detenido y las niñas regresaron radiantes, luego de haber remojado los pies en
el lago. Quedaba para otro momento, el prometido paseo en barco, que se mecía
lentamente al influjo de las olas.
Llegaron a casa cuando ya la
luna hacía rodar sus sonajas de sueño, desparramando espigas azules por el
campo, y se internaron como alegres celebrantes a un territorio de besos, que
aguardaban la intimidad del tálamo.
San José combatía los embates
de la noche con sus faroles encendidos, mientras un perfume de sándalos
embadurnaba las paredes de la casa. La cúpula azul por la que deambularon
durante la tarde, cedió a la negrura de una noche sin estrellas, pero desde
lejos, se percibía el empalagoso rumor que exhalaba la respiración de los
jardines. Enhebraron sus miradas y con tácito acuerdo se miraron intensamente,
hasta que los pájaros de la madrugada, balbucearon los presentimientos del día.
Afuera, el mundo sólo exhibía los destellos de la luz, mientras el sol entonaba
remotos aguinaldos de oro, sobre un paisaje donde amanecía la flor del irupé.
Los tiempos políticos
anunciaban inconfundibles rumores de una guerra no deseada. Los años
atemperaron sus arrestos juveniles y hoy prefería internarse en los meandros
del diálogo político. El desarrollo de los acontecimientos era preocupante.
Corría el mes de octubre de 1860 y el conflicto entre sus partidarios parecía
inevitable, como el suscitado en la provincia de San Luís, donde el hombre
fuerte era el entonces coronel Juan Saá. Se vio ensimismado redactando con el
ceño fruncido, una carta que dejaba al denudo sus inquietudes, donde la
palabra, buscaba afanosamente su destino…
San José, 14 de Octubre de 1860
Excelentísimo Gobernador
Coronel Juan Saá
Mi distinguido amigo:
Esta carta será puesta en sus manos
(…)
Primera de un conjunto de once
cartas inéditas, desconocidas para la historia en poder del autor.