ANAGRAMA
Julio César Ulivarri
Leer los cuentos de Julio
Cesar Ulivarri, nos permite transitar guiados por su talento, esta nueva faceta
de su creatividad. Lo ha hecho ya sobradamente, como cantautor y como poeta.
Hoy lo hace en este nuevo género, ocasiones enmarcado por ese paisaje seco,
quejumbroso y perfumado de los
jarillales de su Cafayate. Ese paisaje agreste y tan querido se fue quedando como una melancolía
larga, en la mirada de un niño,
navegando el agua de su memoria.
La obra de un escritor está
construida con palabras, con expresiones lingüísticas, desde ya, de un modo distinto
y comparable a una composición musical, constituida de notas articuladas en
frases, melodías, fugas o contrapuntos. El mundo del escritor y el mundo
lingüístico es una misma cosa, donde lo único que importa, es ese mundo que
mediante el lenguaje, o el sistema de preferencias lingüísticas, el autor
construye. Este es para decirlo en forma abreviada: “El mundo del escritor”, el
mundo de Julio Cesar Ulivarri.
Si nos preguntamos qué es la
literatura, nos responderemos que es la visión de una obra compuesta para
agradar, solazar o emocionar, donde se concitan los elementos imaginativos y
afectivos más resonantes en nuestro espíritu. Los
obras literarias, en consecuencia, apuntan a la imaginación y al sentimiento,
lo que no son otra cosa que privanzas de lo individual.
La literatura es una necesidad del
hombre, sea cual fuere su condición social, estado, cultura, sexo o edad y cada circunstancia
tiene su expresión literaria. Entonces decimos que el hombre es sólo la mitad
de sí mismo: la otra mitad es su expresión.
La obra de Julio César, posee lo que
se conoce como sinfronismo, es decir la identificación del autor con el lector
donde la emoción creadora, se convierte en alegría triunfal, resonando a través
del espacio y de las edades y donde el alma del lector se acerca a la obra,
mientras se entrega gozosamente a su lectura. En realidad la magia del
sinfronismo advierte también, que para ser un buen lector, es menester llevar
dentro de uno mismo, algo de espíritu creador, pues la lectura debe ser también
creadora, semejante a la escrita. La literatura presupone entonces, en el autor
y en el lector, una virtualidad, que vendría a ser el hogar donde se encuentran
dos almas.
Los textos de Julio César, están
condicionados por una conciencia lúcida acerca de lo que escribe, por momentos
implacables y por momentos pleno de ironía, pero jamás he conocido que ella sea
patrimonio de los necios sino más bien habitáculo de la inteligencia.
Julio César Ulivarri es un cavador
de sueños, y siembra sin sosiego en el canto o en la literatura, como si fuera
el horizonte fértil, donde siempre latirá una flor en la entraña de sus brisas
transparentes. Es de muchas maneras un sembrador de ilusiones, y como tal,
apresura en lo que escribe los latidos de su corazón. Es un escritor conciso,
sin desbordes, preciso y eficaz, pero su literatura distingue plenamente las
contingencias de la vida, donde después de la lluvia, sale luminoso el sol.
Escribe sus textos con luces de luna, mientras va burlando pacientemente las
palabras. Tiene además una intensa vida interior, y sabe escuchar los rumores
de la noche, cuando le acercan palabras que horadarán el corazón de la mujer
que ama o la idea clara que plasmará en sus narraciones.
El vértigo de la vida cotidiana pareciera quitarle espacio a los
jardines de la literatura, cuando sobrevivir se convierte en el duro trajín de
todos los días, pero afortunadamente hoy comprobamos lo contrario, pues el
escritor que vive en él, ejercita ese privilegio que honra y dignifica al
género humano: el de expresarse.
Felizmente, los escritores siguen estando entre nosotros y saben que el
lenguaje no es solamente un camino de expresión, sino también un camino de
trabajo, pues desde que aparece el
germen de una idea hasta que esta se concreta, la obra se transforma creciendo
en matices, para convertirse en la madurada esencia de lo literario.
Respecto a esto dice el poeta y
pensador italiano Césare Pavese: “Deseamos escribir una obra que, antes
que a nadie, nos pasme a nosotros
mismos” “Es hermoso escribir, porque reúne las dos alegrías: hablar uno solo y
hablarle a una multitud”.
Julio César Ulivarri, ha llevado a la práctica estos dos pensamientos y
además, lo más importante es que los ha realizado con éxito.
RICARDO
FEDERICO MENA
Marzo
de 2004
Un Acertijo Anagramático
La albahaca estaba en
su esplendor. El gauchaje ya se venía preparando desde enero para gozar, una
vez más, de las delicias del carnaval. Los Gómez ya habían tendido el lienzo y las
mesas estaban listas para abrir la enorme carpa donde desde hace años, se
divierten centenares de personas de todas las edades al compás de la música de
“Los Incansables”.
Afuera, se instaló un reforzado guarda-patio hecho con postes de sauce
de unos cuatro metros de largo y como de un metro de altura con la doble
función de evitar la entrada ecuestre
del algún eufórico caballero y para que los jinetes demostraran su
destreza en las “pechadas”. Este juego consiste en tratar de rozar con sus
caballos la viga horizontal desplazando a los otros competidores hacia afuera.
Los hombres se divierten muchísimo con este solaz interminable que se
recomienza una y otra vez, hasta que queda claramente comprobado cuál es el más
hábil.
José, como tantos otros, preparaba
prolijamente su silla de montar y revisaba las riendas adornadas con plata de
la mejor caliddad, mientras pensaba en su hermano.
“¿Cómo le irá al chango en estas
carnestolendas?”
Claro. Estaba preocupado ya que el
Demetrio, su hermano, era un muchacho bueno pero de “mala macha”. Era
pendenciero cuando se excedía con el alcohol. Tenía varias entradas a la
policía y en el hospital ya era conocido por médicos y enfermeras. Siempre
armaba lío por mujeres y la represa reflejaba claramente sus sangrientas riñas.
Los pocos amigos que le quedaban
trataban de prevenirle sobre el peligro
que su vida corría.
“Algún día te van a herir gravemente y tal vez te topes con la
muerte, Demetrio...”
Él hacía caso omiso a tan
disparatado comentario y sonriente contestaba con vanidad: “¡ No se olviden que ella es mujer y
que a mi no se me resiste ninguna"
Afortunado para el amor, el hombre.
Efectivamente, no había criolla que se resistiera a sus encantos. Siempre salía
con alguna linda moza de los bailes. “Y las elige el dichoso”, se dijo José.
En eso se le acercó Carlos, su
vecino y como hilvanando sus pensamientos, llegó relatando una nueva
experiencia mujeril de Demetrio, de la cual fue testigo.
Entre los forasteros recientemente
llegados al pueblo, comentaba Carlos, hay una mujer muy hermosa que tiene a
todos los hombres del pueblo a su alrededor. No habla con nadie y se mantiene
aislada de la gente, aunque se pudo saber que se nombra “La Carpa”. Atraído por
esa imagen casi luminosa y sacando a relucir sus habilidades donjuanescas,
decía el vecino, Demetrio se le acercó y pudo entablar un diálogo con la bella,
invitándola al baile de esta noche. Sus ojos negros y extrañamente
tornasolados, prosiguió, reflejaban un gran poder de seducción y denotaban una
irresistible invitación a irse con ella. Después de escuchar a Demetrio y con
gran seguridad, la solitaria, inexorable y extraña mujer, le dio una cita para
otro día y se escurrió entre el gentío. Así concluía Carlos su testimonio,
frunciendo el entrecejo con una inexplicable y honda preocupación.
En eso llegó Demetrio diciéndoles: “¡Hoy no me acepto” José lo miró sorprendido. “Ya va a
ceder”, aseguró con obsesión. “Hoy no quiso ir al baile conmigo... ¡Pero tengan presente esta fecha: nos encontraremos el
sábado, a las once de la noche en la represa”, aclaró triunfalmente.
Y soñando con La Carpa, con su
nombre tan del Carnaval y con el fulgor de sus ojos encendidos, siguió su
camino.
El baile del sábado estaba muy
concurrido. Había comenzado a las dos de la tarde y al anochecer ya era un
caos.
Entre tanta gente Demetrio no podía encontrar a la bella Carpa, pero en
seguida se despreocupó ya que todavía faltaban unas horas para su cita y siguió
bailando y bebiendo.
¡Y claro !. Más tarde ocurrió lo que
tanto temía José: dos hombres se desafiaron a pelear en la represa... uno era
Demetrio.
El director del hospital escuchaba atentamente todo el relato de los
hechos y, cuando le dijeron que vieron a La Carpa merodeando cerca de la
represa, un sudor frío se le resbaló por la piel. La muerte había teñido de
sangre una vez más el Carnaval pueblerino y esta vez con toda sagacidad e
ironía.
Carpa... Carpa... ¿quién es Carpa?
Se repetía el galeno.
El certificado de defunción, extendido con la temblorosa caligrafía, especificaba
que Demetrio había fallecido en la represa el sábado, a las once de la noche.
Martín
era un tipo macanudo. Músico, poeta, cantor y dibujante. Un bohemio de ley y
dueño de una espontánea gracia. Un hombre con mucho ingenio; lector, culto y
sobre todas las cosas con una muy buena respuestas a la amistad.
Habíamos
compartido varias aventuras por el circuito de los valles calchaquíes, con la
guitarra a cuestas, esperanzados en un encuentro romántico con Euterpe, Erato y
por qué no, alguna de las otras musas también. Eso sí, siempre con Baco a
nuestro lado, ya que no ocupaba mucho lugar en el vehículo.
El destino y la necesidad de
nuevas experiencias lo llevaron a varios centenares de kilómetros de su ciudad
natal y fue a recalar en un pueblo del norte así que, un buen día decidí que
debía hacerle una visita a mi amigo y dispuse mi “máquina” con ese rumbo.
Martín era, nada menos, que jefe de dependencia de una
comisaría de un pueblito muy tranquilo donde se le proporcionaba, además del merecido
sueldo, una vivienda para morar con su familia. No era mucho el trabajo de
comisario ya que se trataba de un pueblo de gente buena, donde nunca ocurrirían
sucesos extremadamente graves y cuando mucho, eran detenidos algunos revoltosos
perturbadores de la paz de los bebederos. En este caso, una vez registrados sus
nombres en una libretita a cargo del cabo de guardia, rápidamente era entregados a sus familiares más sobrios. Este acto se
realizaba previo depósito de un diezmo –a la chita callando- que iba desde una
pechugona gallinita a un apetitoso cerdo, según la gravedad del hecho.
Justamente, a la mañana
siguiente de mi llegada al pueblo, estábamos por poner uno de esos chanchitos
al horno cuando se presentó el cabo Sánchez con la novedad de que la esposa de
mi amigo que hacía de telefonista de la comisaría cuando sus tareas domésticas
y de madre se lo permitían, había recibido la denuncia de que en el pueblo se
habría visto a un perro presuntamente rabioso y que se escabullía en dirección
al monto. Con el afán de demostrarme su rapidez para resolver situaciones como
la que se presentaba, Martín, con aire de autoridad, ordenó ensillar los
caballos y me sumó a la comisión en calidad de testigo ocular.
Mientras se ensillaban los
caballos y para ganar tiempo, el valeroso funcionario revisó y se armó de la
pistola Ballester Molina provista por la repartición
Montado en el “Blanco”, su
caballo preferido, el infalible cabo Sánchez sería nuestro guía e
inmediatamente salimos a la caza del peligroso animal, para evitar que algún
inocente fuera víctima de una fatal mordedura.
Una vez en el monte y luego
de un eficaz seguimiento de huellas, el cabo divisó al agresivo can, en un
claro cerca del arroyo. Martín no dudó: se acercó al lugar, desmontó y
desenfundó el arma reglamentaria y de frente al objetivo, apuntó aguerridamente
a las fauces del rabioso. Expectante, yo esperaba la cruel pero necesaria e
inminente inmolación del enfermo.
Pero el cabo Sánchez, desde su ecuestre postura,
también estaba preparado para disparar pues tenía un blanco perfecto a través
de las orejas de su sillonero. “ya lo tengo jefe”, le oí decir. Yo cerré los
ojos y el fuerte estampido de la 9 mm de Sánchez
atronó el monte. Sentí el golpe del cuerpo de la bestia desplomada y abrí los
ojos. Vi al cabo Sánchez de pie, al podenco que huía aterrorizado, pero ileso y
el yacente cuerpo sin vida del inocente “Blanco” con un agujero en la nuca....
Tras un prolongado silencio,
Martín, que no pudo con su genio dijo: “Al fin y al cabo, Sánchez dio en el
blanco ¿no?.
Ese día no pudimos comer el
cerdito al horno...
Mientras realizaba sus cotidianas
tareas domésticas, la mujer no podía evitar escuchar la charla y las risas de
sus hijos ya en la adolescencia. El tenor de su conversación estaba centrado en
el mote de “Cara Cortada” impuesto al desfigurado Roque, el padre de uno de sus
compañeros. A pesar de su indignación y su tristeza por la irreflexión de sus
precipitados comentarios y las burlas, Adela guardó silencio. Con inteligencia,
dejó pasar el momento y después del almuerzo, les pidió a sus hijos que
escucharan el siguiente relato que se había guardado hasta ese momento, por
expreso pedido de su padre.
“Hace algunos años, cuando ustedes eran muy pequeños, el conductor de un
vehículo que se dirigía al mercado a comercializar sus hortalizas recién
cosechadas, alcanzó a distinguir un bulto tirado en la parte opuesta de una
cerrada curva del camino. Detuvo su marcha y se acercó para observar mejor y
pudo distinguir, a la luz de la luna, a un hombre joven en posición supina. A
su lado, un enorme perro velaba celosamente a su amo, quien, al cobrar su
salario quincenal, se había sobrepasado en copas en la taberna del pueblo
y dormía plácidamente el sopor de su
ebriedad. Al darse cuenta de lo peligroso que resultaba dejarlo en esa
situación, el agricultor no dudó un instante e intentó tomarlo por los pies. En
el momento que quiso hacerlo, el perro se la abalanzó con desesperada furia,
creyendo, seguramente, que atacaban a su dueño. A pesar de la genuina defensa
del fiel can, siguió arrastrando al joven hasta dejarlo en un lugar seguro.
Lleno de desgarraduras y mordeduras por doquier pero con la felicidad del
humanitario deber cumplido, el fraterno hombre siguió su camino”
“Cuando volvía del mercado –prosiguió la mujer- el
hombre quedó helado: en el mismísimo lugar donde encontró al joven antes de que
lo moviera, había derrapado y volcado un gran tanque cisterna desprendido de un
viejo camión municipal. Su acción había salvado la vida del joven muchacho”.
“El joven que se salvó de una muerte
horrible, chicos, es su padre y a quien le debemos su vida es a Roque, el
hombre objeto de sus burlas”.
Sorpresa, vergüenza y silencio.
Confundidos
en un gran abrazo con su madre y con los ojos llenos de lágrimas, los muchachos
salieron corriendo en busca del solidario Roque...
Abrió el ropero y el que oficiaba de
director del grupo, guardó la guitarra. Cinco voluntades, cinco corazones y un solo
fervor provinciano: cantar. Cantarle a su tierra, cantarle a su país y dejar el
alma, si fuera necesario, para que en cada entrega llegue su mensaje profundo
como los que son capaces de crear sus poetas que, desde la lejanía norteña,
riegan con una placentera lluvia de increíbles metáforas a los sorprendidos y
famélicos metropolitanos que llenan vorazmente su espíritu con el alimento
indispensable que les van proporcionando sus hermanos norteños.
Cinco jóvenes que, sin pensarlo dos
veces, salieron de su patria chica, hacia esa aventura maravillosa y quijotesca
de conquistar Buenos Aires. Aventura llena de privaciones, de complejos y
variados intentos, de éxitos, de fracasos, de luces, de risas, de llanto, de
emociones, de hambre...
-Bueno, parece que terminó el ensayo, dijo Marcos, amigo de los
integrantes del grupo y provinciano como los otros. Cantor también y lleno de
ilusiones como los otros... Y como los
otros, optimista.
Después de unos minutos de charla
informal y algunos cuentos nuevos, salieron juntos Marcos y Ronco, cerrando
tras de sí la puerta del pequeño cuarto de hotel donde diariamente se
desgranaba el ramillete de canciones que se proponía dos veces por semana a la
audiencia de Radio El Mundo.
Esta es la última semana de entrada fija, dijo
Ronco. No tenemos otro contrato inmediato y sólo nos quedan dos peñas en el
centro. Tendremos, entonces, que dejar el hotel, sentenció con gravedad. Y a
vos, se animó ¿cómo te van las cosas?
Marcos, como Ronco,
también era integrante de un quinteto vocal, sólo que aún estaban ensayando
para el gran debut, pero él ya se las arreglaba para no andar tan mal del
bolsillo (ergo del estómago) y animaba una peña de barrio como solista.
Estamos ensayando mucho y el quinteto se “oye” muy bien. Sobre todo ahora
que incorporamos una voz femenina como primera y que no deja de ser una
novedad...
Hubo un silencio
forzado. Caminaron por avenida de Mayo hasta que Marcos prosiguió. En cuanto a
lo otro, cero.
Debe haber alguna forma, replicó Ronco. Ya se nos ocurrirá algo... Por
lo pronto acompañame hasta la editorial que el dueño nos prometió que nos
conseguiría “algo” como para que nos acomodemos los cinco, si es necesario. Y,
donde caben cinco... y le dio una palmadita alentadora a su amigo.
Llegaron a la editorial más animados. Con ese ánimo que sólo da la
juventud y las ganas de seguir adelante. Hablaron con el gerente. Les pasó
algunas obras nuevas y le prometio a Ronco ocuparse del asunto vivienda, quien
agradeció con un apretón de manos. Salieron juntos hasta la vereda los dos
soñadores y allí se despidieron con un “hasta luego”.
¡Marcos, Marcos
Claro, la noche anterior se había presentado medio brava en la peña y el
dueño del hotel llamaba a gritos al ocupante de la 24 para que atendiera un llamado
por el único teléfono que disponía el hospedaje. Le costó despertarse, como le
costó abandonar las caricias de las sábanas y fue hasta el aparato.
Hola,
hola -dijo una agradable voz de barítono bajo profesional-
¡Soy Ronco
Estaba “medio excitado”, le pareció a su interlocutor ya que hablaba
precipitadamente y sin esperar respuestas.
¡Ya conseguí la casa y
prosiguió sin respirar, podés venir vos también.
Marcos también de registro bajo pero con la ultra cavernosa voz del
recién levantado después de una noche de juerga, atinó a preguntar: ¿cómo?, sin
entender mucho todavía. Ronco con toda la paciencia que pudo, le explicó que el dueño de la editorial había cumplido
con su palabra. Realmente, se había ocupado “del asunto” y había conseguido una
amplia vivienda por el Once. Lugar para caerse dormido, sobraba pues era, nada
menos, que una colchonera.
¡Una fábrica de colchones ¡Y
con teléfono ¡Y gratis...
Tenía un amplio patio y un buen baño. Casa vieja ¡no?
No importa. ¿Había que compartirla con los señores que se ocupaban de la
fábrica? Que importa ¡che. Ahora tendremos donde
recibir algunas amigas y hacer llamadas telefónicas. Algo también importante:
vivirían juntos.
Marcos terminó de despertarse, se baño y se fue al hotel de los
muchachos. Estaban todos contentísimos. Una casa y gratis, no se da todos los
días, ¿no? Menos en Buenos Aires, ese gigantesco pulpo insaciable. Así que el
pensamiento unánime era el de ocupar lo más pronto posible la soñada “mansión”. Tito, que desde
hacía un tiempo se estaba promocionando como cocinero de exquisiteces, palmeó
amistosamente la espalda de Marcos, le reiteró la invitación de compartir el
techo y le prometió una excelente comida sorpresa con la aprobación de todo el
alegre grupo.
El problema era el atraso en el pago de la renta del hotel de Marcos. Si
no se cancela no hay mudanza... Era un problema para Marcos pero no para Tito
que lo solucionó todo en un santiamén.
El día fijado para la “mudanza” Marcos tenía sus petates acomodados
cuidadosamente de manera que, cuando llegó Tito, no perdieron tiempo y se
dieron a la fuga elegantemente por el ascensor de servicio...
Pronto ganaron a la calle y se dejaron tragar por la boca del subte
rumbo al Once.
... Los primeros días los pasaron muy bien. Después
empezó a “escasear”... Hay que ahorrar, muchachos. No nos soplan buenos vientos
ahora...
Y allí empezó. Algunas veces, por necesidad –lo juraban después los
muchachos- y solamente por necesidad “distraían” algunas frutas y verduras de
las ferias ambulantes de las inmediaciones y después, del mercado. Y alguna que
otra vez un poco de carne “donada” por alguna infortunada comadre charlatana y
distraída que nunca falta...
Los “scruchantes” del grupo eran Marcos y Ronco que, si bien eran
integrantes de sendos quintetos, componía un duelo fenomenal. Ninguno de los
otros osó jamás acompañarlos en sus “compras” y menos emularlos.
A medida que faltaba el poder adquisitivo los pillines iban tomando más
confianza y agudizando el ingenio y la velocidad... Y la vergüenza iba en relación inversamente proporcional...
Sólo nos faltan cuatro temas y terminamos con el long-play, comentaba
uno de ellos mientras saboreaba un arroz seco de primera cuya materia prima
fuera “adquirida” por el dúo y preparada por Tito. Después, a casita.
“Ya se acercan las fiestas y tenemos un trabajo bárbaro, gracias a
Dios”.
Gárrulo, como tantas veces, comía en silencio y con la imaginación
puesta, tal vez, en la estructura de un futuro tema con combinaciones y
arreglos que sólo su talento y su virtuosismo podrían hacerlo realidad.
Mientras todo esto ocurría, el inquieto Ronco andaba de un lado a otro
tratando de vender su conjunto y un solista. Constancia y tenacidad recibieron su
premio. Un buen día recibe un telegrama de Santa Fé: “Conjunto y solista
confirmados para gira stop viajen”.
Ronco y su amigo buscaron las “herramienta” instintivamente. Es decir,
tomaron el bolso donde habitualmente se llevaba la ropa para las actuaciones y
un piloto para la lluvia. Sólo que no llovía...
Después de casi una hora de recorrido ya andaban tranquilos por
Independencia con el bolso lleno de “donaciones” y rumbo al rancho, como le
decían.
Inmediatamente Tito se enfrascó en la tarea que le encantaba y que
realizaba casi sin ayuda. El resto se dispuso a esperar la hora del almuerzo y,
como era un festejo en serio, fueron invitados también los dos colchoneros
adjuntos.
Un tiempo después, Tito “tocó rancho” y atacaron todos con una voracidad
digna de un ejército de termitas. El almuerzo estuvo delicioso. Los colchoneros
estaban pletóricos y felices. El vino les había ablandado la lengua y se
contaron una buena variedad de cuentos de todo calibre.
Sonó el teléfono con un llamado para Ronco quien se dirigió hacia la
pequeña mesita donde estaba el aparato, cuando alguien comentó en voz no tan
baja:
¡Qué lástima que nos faltó el
postre.
¡Qué desafío. Siguió Ronco su
camino, atendió el llamado y cortó. Con una seña imperceptible llamó a Marcos y
ambos salieron nuevamente a la calle. Con que no hay postre ¿no?
Llegaron al almacén donde aún había clientes y los dos se pusieron a
observar distraídamente los estantes que estaban a espaldas del dependiente,
mientras palpaban la mercadería que se
exhibía tentadora sobre el mostrador. No habrían transcurrido tres o cuatro
minutos cuando Ronco le dijo a Marcos, que ya había puesto media barra de queso
bajo el piloto: “¡Rajemos”. Marcos lo miró sin comprender. “Se acobardó
nuestro muchacho...” pensó.
Un momento, le susurró Marcos. Ya casi tengo una lata de dulce de
duraznos..
¡Vamos, le repitió Ronco con
firmeza y sin esperar respuesta, salió con el bolso. Marcos intentó seguirlo
pero tropezó con una mujer a quien pidió disculpas. Su compañero ya estaba
llegando a la casona con paso rápido pero con dificultad.
¡Que papelón, pensaba el
rezagado. ¡Media barra de queso... de postre.
Llegó en el preciso instante en que Ronco, triunfante, casi les gritaba
a sus estupefactos y queridos contertulios:
¡Cómo que no hay postre,
carajo
Y les tiró sobre la mesa una enorme caja de cinco kilos de dulce de
membrillo que, como luz, le había birlado al gallego. Marcos, asombrado aún y
para no ser mucho menos, les dejó el queso y ambos salieron abrazados hacia el
patio.
Vamos, dijo Ronco. Tenemos faena: dentro de quince minutos vienen dos
chicas a buscarnos en auto. Es que concerté
por teléfono, aclaró con naturalidad profesional y entró a ducharse
mientras repetía su frase preferida: “No sólo de pan...”
El crepúsculo de la tarde estival anunciaba una noche fresca y luminosa
y la silueta de la luna llena pugnaba por resaltar en el firmamento su fantástico y valleno
brillo.
El hombre, regocijado con el celaje imponente de los cerros de la
precordillera andina, detuvo su marcha y paseó su mirada por las hondanadas.
Sus ojos negros, después de danzar con el serpenteo del río, se remontaron con
el vuelvo de las aves y divisaron los contornos del peñasco de “La Salamanca”,
haciendo que sus toscas manos acariciaran instintivamente la guitarra que
pendía de su cuello, como pidiéndole un sonido.
En esa actitud se sentó –como siempre- bajo un robusto nogal, ancestro
vivo del noble instrumento que seguía recibiendo sus caricias. Apoyó sus
espaldas en el tronco del árbol y empezó a hurgar sus recuerdos, su presente,
su futuro, anhelos y propósitos, mientras oía a los pájaros que, buscando un
nido o tal vez una compañera, despedían la última claridad del día.
Ya los árboles y arbustos vecinos eran fantasmagóricas siluetas
plateadas por la luna de enero, cuando cerró sus ojos y sus pensamientos se
concentraron en la búsqueda de la gloria y la difícil e inalcanzable felicidad. ¿Tal vez se durmió?
Una voz meliflua lo apartó de su quimera y presintió una hermosa mujer que
lo invitaba a seguirla.
¿Cómo llegó Casimiro –así era su nombre- hasta las
mismísimas puertas de aquél lugar que tanto temía y que tanta intriga le
generaba? ¿No estaba acaso a punto de develar el misterio de las diabólicas orgías?
O... ¿tal vez sería mejor alejarse del lugar?
Sí. Pero pudo más su curiosidad y la hábil maniobra de seducción de la
bella guiadora. Un elegante gaucho de barba y sombrero custodiaba la entrada y
su mano rozaba un puñal de plata que despedazaba los rayos de la luna con
incandescente brillo.
Recordó en ese instante las increíbles historias de los lugareños que
repetían, santiguándose, los relatos de aquellos que pudieron dar testimonio
del satánico código y sus exigencias sacrílegas para otorgar el derecho de
acceso a la cueva.
... Después de cumplimentar el inevitable rito, empezó a transitar,
lentamente, por el bullicioso corredor. Oyó una música verdaderamente
cautivante y a lo lejos –recordando la descripción del Fausto- reconoció la
figura inconfundible del diablo. Lentamente se dejó tragar por la rocosa
garganta y divisó un grupo de guitarreros cautivando con sus habilidades
cantoras a bellísimas jóvenes y hacia allí encaminó sus pasos. La punta del
sable del cancerbero se detuvo en su pecho y un dedo con larguísima uña le
señaló un papel.
No podría dar un paso más si no firmaba el contrato. ¿El contrato? Sí.
El convenio mediante el cual el diablo le concedía sus deseos a cambio de su
alma. Su noble alma mortificada por la perra vida, la mala suerte y sus
paupérrimas condiciones artísticas. Accedió y firmó con su sangre el contrato
que el diablo entregó a su secretaria de capa roja. Acto seguido se le solicitó
un listado de sus deseos más inmediatos y el diablo tomó nota: “Quiere ser el
hombre más seductor de la zona”; “El mejor guitarrero y cantor”; “Quiere ser
muy rico” ...Y en la columna siguiente anotó:
“Concedido”.
El pobre atavío del atónito Casimiro cambió por completo y sus pulcros dedos acariciaron, nada más, las cuerdas de la guitarra. Se escucharon entonces, dulcísimos acordes y de su pecho brotaron irresistibles melodías jamás interpretadas por humano alguno. Las doncellas del serrallo acudieron magnetizadas por esa voz maravillosa y cayeron una a una en sus viriles brazos. Loco de contento, se acercó a la barra e invitó a todos los presentes a brindar por lo que él creía su mayor triunfo. De sus bolsillos no dejaban de fluir monedas de oro, de plata y billetes de todas las denominaciones y reía a carcajadas. Estaba maravillado. Cuando agotó su risa estaba de pie sobre el entarimado y guitarra, en mano, miraba como sorprendido ala concurrencia cuyas voces escuchaba como en segundo plano. De pronto volvieron sus pensamientos hacia su vida miserable pero esta vez, créase o no, lo hacía con cierta nostalgia. ¿Acaso el éxito no se debe a las dificultades? ¿No es más gustoso el logro de una conquista difícil que la entrega fácil?
De pronto su conciencia empezó a remorderle en una mezcla de
arrepentimiento y nostalgia. Un “¿qué hago hasta aquí? Y un “por qué no estoy
allá?” se superponían tan vertiginosamente en su
cerebro, que sus sienes percutían como parches de un tambor. Recordó el canto
de las aves, sus herramientas de trabajo, el hambre, la vista del amanecer
desde la galería de su casita de adobes por él mismo levantada y se dio cuenta
de que no podría seguir sin aquello que parecía quedar atrás pues se sentía in
completo sin sus infortunios y sus desvelos. Entonces, decidido a volver y en
desesperado intento, arrebató su condena del capote de la sorprendida diabla y
eché a correr.
Las luces del alba, para su fortuna, cegaron los ojos del portero de
mefistofélica cola y traspuso el umbral en demente carrera hacia la libertad.
Corrió hasta caer extenuado al pie de su nogal preferido, donde en ese momento,
los pajarillos despertaban con alegría de aleteos y trinos al nuevo día.
Salió de su letargo cuando el sol
ardió en su rostro y, sudoroso, extenuado y sediento rumbeó para el pueblo
pensando en la horrible pesadilla que había tenido.
... Sin embargo, la leyenda da cuenta de la inexplicable sequía del
nogal y de que algunos testigos vieron a Casimiro, poco antes de que se lo
llevaran al manicomio, quemar un pergamino escrito con ilegible caligrafía
color púrpura....
-¡Aquí es
Dijo innecesariamente el que llevaba la guitarra. A través del bajo muro
de ligustros brillaba, como un sol de noche, la fogata de donde más tarde se
desprendarían, como lágrimas, los rojizos tizones de quebracho que dorarían la
carne sazonada con maestría por el asador.
El que llevaba el bombo entró primero, luego los otros y fueron
saludando a los anfitriones, quedando en abanico frente a la parrilla.
Un grupo de tempraneros, de esos que les gusta ir templando el cerebro
junto con la carne recién puesta en la parrilla, ya estaba con sus respectivos
vasos. Entre ellos, los recién llegados pudieron distinguir a un famoso
seductor cuyas andanzas donjuanescas, relatadas por él mismo, nunca se
comprobaron debido a su estricta
discreción. La envidia que provocó entre “los rivales” su habilidad conquistadora, permitió que su nombre de
pila, Eduardo, se convirtiera peyorativamente en el de Flaco Canuto. Dicen que,
aunque gustaba de relatar sus andanzas de hombre conquistador, nunca dio
nombres y que jamás se dejó ver por persona alguna cuando atrapaba una presa.
Al parecer era un hombre muy cuidadoso
que no quería ni necesitaba laderos y... que nadie lo sorprendió “in fraganti”.
¡Y allí estaba en vivo. Canuto
el celebérrimo, el legendario, el envidiado y el ídolo... para muy pocos.
Los músicos apostaron sus instrumentos en lugares estratégicos y se
aprestaron a seguir el hilo de la charla.
Las esposas o novias y futuras novias (¡¡ por
qué no ) estaban atareadas en la
preparación de ensaladas, paneras y afines. Los hombres, como ya dije, estaban,
como siempre, alrededor del fuego contando cuentos o reviviendo anécdotas y
cargando vino. Estaban recordando, al parecer escolares o adolescentes
picardías o fechorías, en el sentido no tan severo de la palabra, cuando se
produjo un silencio.
El flaco estaba hablando. ¡Y de entrada. Creo
que la curiosidad y el deseo que despertó este ser tan mentado de que
prosiguiera hablando fueron tan intensos, que hasta las mismas brasas
crepitaron con vigor.
Las miradas ansiosas se entrecruzaron como relámpagos. Canuto entornó
sus ojos y, como hablándole al vaso mismo, su voz rompió el silencio.
-Si. Ocurrió que en el tiempo
aquel en que digo que mis aventuras eran muy felices, yo tenía un primo hermano
–“el Cachafaz” -, amigo inseparable de otro desfachatado que, por recato,
llamaré Gorito.
Mi primo –el Cacha- trabajaba como yo, con su padre en un almacén de
ramos generales del pueblo y Gorito con el suyo en una estación de servicio que
disponía de garaje donde algunos propietarios dejaban sus automóviles en
reparación y una empresa de transporte de una localidad vecina, a manera de
“posta”, guardaba una unidad de relevo por alguna contingencia mecánica o de
otra índole como, por ejemplo, el crecimiento de ríos. Gorito se tomaba muy a
pecho la responsabilidad del vehículo pensionado y con tanto celo que, a veces,
lo llevaba consigo a donde quisiera que fuese...
Pausa del Flaco para echarse un trago al coleto y aclaró:
Sobre todo si era sábado...
Tendría yo, prosiguió nuestro insólito narrador, unos veintidós o
veintitrés años al igual que el Cachafaz. Gorito disponía, como se le venía en
ganas, de unas veinte primaveras explotadas con toda eficacia y fortuna. Tal es
así, que ya se había enterado que al pueblo vecino había llegado, desde la
ciudad, un fragante ramillete de maestritas recién recibidas. Frescas, jóvenes
y lindas, según su propia expresión, que conversaron con él y que ya les había
propuesto visita con dos amigos. Yo vine a ser de la partida para completar con
el luminoso y oculto pensamiento de una eventual, soñada y verídica conquista
para mi anecdotario. No tenía, pues, nada que perder. ¡Adelante,
entonces.
Una vez que cerramos nuestras jornadas y previo atavío de lo mejor, nos
reunimos –como siempre- en el bar del pueblo para tomar un poco de valor
mientras esperábamos la hora de la cita. Pedimos nuestros respectivos tragos y
cada uno urdía su propia táctica.
En eso estábamos cuando nos dimos cuenta de que no disponíamos de ningún
medio de locomoción para el traslado de nuestros esqueletos. Ya estaba por
empezar a afligirme cuando los dos pícaros se miraron un instante. Esa sola
mirada bastó y... asunto resuelto. A los diez minutos ya estábamos instalados y
rumbo a la idílica aventura, en una de las unidades de relevo de la empresa La
Flecha del Valle y sin abonar boleto..
La noche se presentaba clara y fresca en las proximidades del otoño. Esa
estación de oro que permite que las uvas sean increíblemente dulces y el
paisaje una ilusión, un regocijo para el espíritu, una inspiración para el
poeta y un remanso para el enamorado.
Por el gran espejo pude ver en el asiento número uno de nuestro
exclusivo bus, brillar el estampado envoltorio de una gran caja de bombones, fruto
de una partida de truco de dudosa limpieza de mis ligeros amigos y a su lado, una botella de coñac español de la
mejor marca fruto, también de una ilegal maniobra en el almacén de mi tío.
Canuto, sin levantar la vista para no perder el “archivo”, dejó que
alguien te yapara el tinto y, llevándose el vaso a los labios saboreó con
lentitud sus recuerdos.
Ibamos despacio –prosiguió- y, de cuando en cuando, le dábamos un beso
al “Napoleón” (yo sólo mojaba mis labios ya que no tengo costumbre de beber) y
replanificábamos nuestra estrategia para avanzar sutilmente sobre el novel
plantel de educadoras.
Así llegamos al campo de batalla... Pero tarde. Es decir, tarde para mí,
pues habían volado algunas de las palomitas y sólo quedaban, fielmente, la
conquistada por mi donjuanesco compañero y una solidaria amiguita de ésta...
Sólo dos –me lamenté sin maldecir- y no tuve más remedio que quedarme sólo y
esperar.
Como a las cuatro de la mañana –recordaba el Flaco su dramática
experiencia- volvieron los aventureros. Yo, como era obvio, me tuve que quedar
en el ómnibus escuchando, resignado, la única emisora que se podía sintonizar
en la radio del vehículo. Al compás pues, de vaya a saber uno qué música, me
escancié gran parte del licor que se había reservado para la vuelta y me comí
íntegramente la caja de bombones que los galanes, por suerte, olvidaron, en su
apresurado decolaje.
“¡Nos corrió el dueño de la pensión “
Creí oír que decía el Cacha al tumbarse en el asiento del conductor
mientras que yo, en el asiento del
guarda, lo miraba sin comprender mucho con todo el Napoleón dentro y Waterloo
perdida. No me di cuenta que la radio había callado su serenata pero recuerdo
claramente el “¡Carajo “ de el Cachafaz cuando el
motor dijo ¡NO al arranque. Se había agotado la batería por el consumo excesivo
de la radio. ¿Qué hacer? Bueno. Había que buscar quién nos empuje pues,
tratándose de una batería sana que sólo se le había consumido su carga sin
reponérsela con la carga del dinamo... Bueno, eso lo
saben todos ustedes así que no voy a fastidiarlos más con explicaciones
técnicas. Pero...¿A quién se lo pedimos? ¿A dónde
recurrir?
Gorito se acordó a quién y dónde. El dueño de la pensión tenía un
camión. Sí. Lo tiene y está allí. Pero... yo, yo tuve que ir a buscar y
despertar nuevamente al malhumorado vallista que, minutos antes, lo había
puesto en ese estado el hecho de tener que sacar a mis amigos con cajas
destempladas. Lo que nuestro forzado pero buen salvador dijo, no es sano que lo
repita por respeto a la audiencia. Lo que sí les digo es que la suerte nos
acompaño en esa ocasión y partimos, con el Cacha al comando de la máquina.
Así recordaba el Flaco Canuto mientras alguien, en silencio y jarra en
mano nivelaba, una vez más, los vasos en merma.
Con mi semilúcida borrachera merced a la “Malaparte” del Napoleón, casi
viví los enfáticos comentarios de mi primo y Gorito sobre la mágica, exitosa y
magistral experiencia. Miraba las estrellas a través de la ventanilla del
inmenso Ford y en cada una de ellas veía una lozana maestrita de blanco que me
llamaba y luego se iba a otra, luego a otra y otra estrella, como jugando...
Las sombras de las viñas, los árboles y los cerros se me ocurrían
juguetones duendes en pos de la luna. La silueta del refuerzo de La flecha del Valle se prolongaba
en el polvo que dejaba tras de sí en la pesada ruta y los cantos rodados
golpeaban sus flancos como corceles en desenfrenada carrera. Me pareció que, a
los lejos, una melodía murmullosa dejaba oír sus acordes y recordé entonces
que, cerca de los Tres Cerritos hay una Salamanca según el decir de los
criollos y que... en las noches de luna se puede sentir a mandinga y los
diablos cantar, según el poeta Dávalos.
El vehículo frenó su marcha. Nuestro enamorado piloto ponía el motor en
primera para cruzar un pequeño arroyo al tiempo que encendía un cigarrillo
¿Habría sido ésa la distracción? No sé. El hecho es que el motor se paró. Por
supuesto: no había aún suficiente fuerza en el acumulador como para poner en
marcha el motor nuevamente. ¿Qué hacer en ese arenal a las cuatro de la mañana?
Lo supe. Gorito al volante y el Cacha y yo empujando. ¡Era
como pretender mover un cerro o un eucalipto. Claro. La aflicción y el esfuerzo
me disiparon los alcoholes. Y lo movimos. Y arrancó, gracias a la fuerza de los
que empujábamos y a la buena suerte de nuestro conductor de turno.
Más muerto que vivo, acezando, con la resaca en la boca y los bombones
no sé dónde, me tumbé en uno de los asientos y Gorito aceleró la marcha. Alcé
la mirada al cielo, ya rojizo. La joven de blanco ya no estaba, la música de la
salamanca calló. Aulló un zorro y me quedé dormido.
En realidad, prosiguió el Flaco con la voz ya quebrada, muchas veces fui
cómplice circunstancial, casual u obligado de algo o de alguien y nuca logré mi
soñado y legendario objetivo. Así que había pasado una nueva aventura... pero,
como siempre, y contrario ala leyenda creada por mí mismo, de otros...
Tirando una ramita seca al fuego y ya con la conciencia tranquila y el
vaso vacío el Flaco terminó su delatadora descarga con la mirada fija en la
danza de las llamas.
Para mitigar su estupor y el de la silenciosa concurrencia, los músicos,
sabiamente, desenfundaron los instrumentos y empezó a oírse “La Salamanca...”
No recuerdo qué año corría, pero sí me acuerdo bien
que venía de hacer mis primeras armas como estudiante secundario en la ciudad.
Contaría yo, a lo suma una docena de años y vivía con mis padres y
hermanos en el bello y no muy lejano valle de Cafayate, a unos doscientos
kilómetros, en ese entonces, de la ciudad de Salta.
Digo en ese entonces por que en la actualidad y luego de costosos
trabajos viales, se logró eliminar algunos “caracoles”, haciendo menos
peligroso, más corto y, por lo tanto, más rápido cubrir
la distancia entre la capital y la perla de los Valles Calchaquíes.
Después de algunas discusiones de rutina en casa de mi abuela materna
sobre sí sería más seguro y conveniente viajar en tren o en camión (recurriendo
a la benevolencia de algunos camioneros que llevan mercadería a los valles y
vuelven con el orgullo de la zona, como el vino o algunas frutas y verduras)
optaron por cargarme en un camión.
Al afortunado camionero que le tocó en suerte llevar mi púber esqueleto
fue a un simpático y conocido vallista, llamado por sus amigos el “Mono”.
Como salimos a la madrugada, después de pasar el fértil valle de Lerma,
muy cerca de la ciudad, me quedé dormido y recién me desperté cuando el
flamante camión diesel se detuvo y su pintoresco chofer me manifestó su
necesidad de “echarse un sueñito”. Ya habíamos pasado Alemanía (nombre impuesto
por pioneros oriundos de ese país del norte europeo y asentados allí con motivo
de la extensión de la línea férrea y punta de riel del Ferrocarril Belgrano) y
calculé que los pasajeros que viajaron en el coche-motor ya estarían acomodados
en la “mensajería”, un ómnibus de mediana capacidad capaz de triplicar
milagrosamente su volumen de carga humana más sus petales y animales, cual arca
de Noé, en esa época del año.
Me desperté, decía, cuando el cielo se pintó de rojo y el misterio de
“Los Castillos” fue tomando los colores de la alborada. Una manada de chivos
desangró con sus pezuñas el lomo colorado del camino, espantada por el rugir
del motor y ya se podía adivinar el desperezo de las aves al observar el
movimiento de las ramas de los árboles como saludando al nuevo amanecer.
Acompañando al viajero por la quebrada se podía distinguir, tenuemente
el achocolatado caudal del río “Las Conchas”, crecido después de las primeras
lluvias de la temporada.
Luego del breve pero prudente sueño del avezado conductor, nos dimos a
una animada charla hasta que cruzamos los médanos donde el viento silenció
nuestras gargantas secándolas, plateó de mica y arena nuestras cabezas y se
metió en nuestros ojos ya habituados al singular paisaje de las dunas.
Callamos, pues. Unos pocos kilómetros más adelante el paisaje se
transforma. De un páramo incomprensible al oasis acogedor y luminoso del
apacible valle cafayateño.
Entonces pude gozar, por enésima vez, a través del gigantesco y verde
túnel de la alameda, que parca la entrada al “cajón de agua” de los primitivos
habitantes de ese suelo, el efluvio verde de las hojas áspera de las viñas que
se extiende como un gran poncho protector de los pámpanos en racimos y, por
enésima vez, mi corazón dio un brinco. “ya estoy llegando” me digo mientras la
marcha del camión se hace más aprisa, como si su corazón fragoroso respondiera
a mis sentimientos.
Luego
de un efusivo reencuentro con mis padres y hermanos, recorrimos juntos la vieja
casona paterna y pude saber, por ellos, que mis primos ya estaban en casa pues,
eran, obviamente más estudiosos que yo, disfrutaban ya del suspirado veraneo
junto a nuestros amigos Roque y su hermano Emilio, autor de un código de
conquista con respecto a las niñas que llegaban al valle. Según éste, el
aspirante a conquistador debía darle un buen empellón a la damita; una vez en
el suelo acercarse con toda solicitud a auxiliarla y rogarle que perdonara su
torpeza; éste trámite perforaría el muro y ¡la
doncella quedaría conquistada “Por eso
le dicen levante”, pudo comprender mi razonamiento presuntuoso de aquellos
días...
Llegamos al fondo de la casa
y no pude resistir la tentación de treparme, como el hombro mono, al enorme
algarrobo cargado de años y recuerdos y revivir las jugarretas de años
anteriores. Miré desde arriba el bien cuidado gallinero y me atreví a “ver”,
con recuerdos del futuro, una enorme parrilla con varios de sus habitantes que
conformarían, junto a otras exquisiteces, el menú que ofrecía mi padre en cada
uno de mis “guitarreados” cumpleaños del mes de marzo...
Del otro lado de la pared
lindante sobresalían, como rayos de sol naciente, las ramas de la planta de
caquis que tan celosamente custodiaban nuestros vecinos y que, pese a sus
esfuerzos, siempre cosechaba yo lo más sabrosos frutos a la hora de la
siesta...
Desandamos los pasos y me
paré en el umbral de la puerta. Algunos chicos jugaban en la pieza y por la
calle empedrada vi pasar la jardinera número ”TRES”
del único sodero del pueblo y me acordé que jamás había visto la número “DOS”
ni la “UNO”. Tal vez operan en otro pueblo, pensé inocentemente. Dos días
después estábamos todos reunidos en la fresca galería de la casa de mis primos
–la sala, para los lugareños- y empezamos a trazar estratégicos planes para
futuras pero inmediatas excursiones, todas ellas a caballo. La gran mayoría de
nosotros éramos muy buenos jinetes y amábamos las cabalgatas por lo que
nuestros paseos y fechorías preferíamos que fueran ecuestres. Incluso –sin
desmerecer, por supuesto, el precepto del Tenorio Emilio- nuestras pretendidas
conquistas. Si... Recuerdo que en el año anterior y como despedida de la
primaria, salimos con mi primo Carlos a presumir en una yegüita “mañera” que no
admitía carga en sus ancas. Cada vez que
alguien se atrevía a desafiarla se encabritaba tanto que el temerario terminaba
en el suelo. ...Menos yo. Así que con Carlos éramos “el dúo que desafió a la
muerte” más o menos y arrancamos más de un suspiro de admiración de alguna
bella compañerita, lo que nos llenaba de orgullo y nos hacía soñar con ser el
héroe de alguna película del Far-West...
Luego pues, de nuestras
primeras excursiones, fuimos agrandando el grupo de exploradores y así fueron
apareciendo otros jinetazos y protagonistas de esta narración.
Por ejemplo Silvana, con su
caballo “Dinamita”, José, Polo, sin caballo pero con su atávica chinchudez
hispánica; el Negro y los chicos de la vecindad, con Ramiro a la cabeza, con
quienes hacíamos a menudo unos fervorosos partidos de fútbol con resultados
sangrientos o... sin resultado alguno.
Fue así como un buen día se nos ocurrió organizar una
auténtica pelea de vaqueros a lo Far-West. Polo, hijo de un comerciante español
que, como dije, no tenía caballo y quería participar del juego, nos propuso
“sacarle prestado” de la tienda de su papá unas pistolas de juguete para todos
con su correspondiente ceba detonadora, a cambio de un caballo ensillado para
la lid. Nos gustó muchísimo la propuesta ya que un arma con estampido y todo
(aunque sea de juguete) nos daría la autenticidad de un caw-boy y aceptamos de
inmediato.
En
la víspera del múltiple duelo a balazos, me quedé a dormir en “la Sala” y por
la mañana temprano, luego de una espumosa y tibia “leche al pie de la vaca”,
nos alistamos para salir el encuentro de nuestro traficante de armas y del
resto de los pistoleros. Polo trajo todo el armamento en una caja de cartón y,
una vez en la ciénaga, hizo el prometido reparto. Nos correspondió una pistola
para cada uno más una caja con seis rollitos de ceba. Al tiempo en que cada uno
recibía su flamante armamento, venía la consigna de que deberíamos mantenerlo sano y bueno, pues
volverían al exhibidor como oferta para las fiestas de fin de año y Reyes sin
despertar las sospechas de su padre y hermanos mayores.
Inmediatamente
nos dividimos en dos grupos más o menos parejos y nos dispersamos por el monte
en busca de algún bueno escondite para emboscar al ocasional adversario.
El
que era sorprendido y recibía un ¡bang del contrario
debía darse por muerto, regla que era siempre... o casi siempre respetada.
¡Y empezó el tiroteo. Estábamos tan metidos en el juego que
“oíamos” pasar las balas silbando por sobre nuestras escondidas cabezas. El
polvo que levantaba al furioso galopar de los caballos no tenía nada que
envidiarle al zonda con sus mejores bríos. La lucha duraba horas pues los
prisioneros –que también los había- eran liberados por sus compañeros “matando”
al centinela y así recomenzaba la lucha hasta quedar totalmente extenuados
bestias y jinetes, momento en que terminaba la pelea...
Una
vez reunidos muertos y supervivientes se decidió que el bando triunfador era el
de Polo, pues, al menos, había sido el que con más énfasis “tiró” sobre sus
adversarios a lo largo de la despiadada guerra y el que más ruidos hizo. Hasta
nos había dejado la impresión que, luego de sus disparos, alguna ramita de
sauce se quebraba (psicosis de guerra, pensé)...
Volvimos,
pues al paso cansino de nuestros corceles, ponderando risueñamente lo bien que
nos había salido el juego. Todos hablábamos o gritábamos para hacernos oír.
Polo iba al lado mío callado y sin “desenchufarse” todavía y me pareció que su
mirada fija denotaba cierta jactancia. Un rictus sardónico se dibujó en su
rostro sudoroso, aliviado por el ala de su sombrero “Debe ser por el triunfo”
pensé y así seguimos ya al trote, hasta las cuatro esquinas, lugar donde nos
despediríamos y nos dispersaría el viento.
Llegamos
al lugar después de unos quince minutos de marcha y en medio de un prolongado
silencio. Paramos y nos miramos unos a otros como esperando que alquilen
abriera el fuego, pero esta vez verbal. Polo se sacó el gran sombrero alón y vi
que aún sus ojos nos apuñalaban con miradas llenas de malicia y complicidad. Y
cuando todos encontramos su mirada, quedamos helados: lenta, intencionadamente,
casi con morbosidad y con todas sus cápsulas servidas, guardó en la caja de
cartón de las pistolas de juguete un enorme “Eibar” calibre 32, ¡revólver que con tanto temor y respeto yo había visto y
acariciado en su casa y que guardaba su padre en un cajón del ropero
.... La puesta de sol le prolongó largo su sombra y,
cortando ramitas de los cercos, rumbeó para el pueblo tarareando una canción
vaquera...
Era
domingo. El señor Rush estaba áun en cama, a pesar de que el reloj ya había
marcado el medio día. Claro, la noche del sábado la había pasado alegremente
con sus viejos amigos del club. Compartiendo una opípara comida y, a pesar de
sus fragilidades gastrointestinales, también había bebido con algo de
destemplanza.
Cuando
llegó a su casa, le tocó el turno ala ingesta de todos los medicamentos
apropiados por esta emergencia y se acostó a dormir, pensando que tal vez el
día siguiente no fuera un sinónimo de resaca.
No
lo fue. El señor Rush no sentía ningún malestar. No tenía jaqueca, su estómago
no enviaba señales de molestias a su cerebro y sus miembros y músculos estaban
relajados. Nada le dolía al señor Rush. El estaba felizmente muerto
Era
el mes de julio con sus días soleados pero fríos y noches con heladas y bajas
temperaturas. Como todos los viernes, el grupo de jóvenes del pueblo se reunió
alrededor de una gran fogata de leña de quebracho colorado donde, a su vera, se
comía y bebía y cada cual narraba lo acontecido durante la semana.
Algunos chicos y chicas
pertenecían al magisterio, otros eran enólogos de paso y los menos eran
lugareños, anfitriones exquisitos quienes proveían a la mesa de alguna euforia
etílica o del fuerte destilado de uvas conocido en la zona como aguardiente,
especial para los días de invierno. Esa noche le tocaba el turno a los cuentos
de aparecidos. Todos traerían alguna anécdota macabramente sabrosa para
consideración de los contertulios y algunas
serían seguramente, espeluznantes.
Mario, amigo de hacer
bromas, ya tenía preparada una sorpresa para los visitantes en complicidad con
su hermosa amiga Remedios que, por supuesto, excusó su ausencia en el fogón.
En el momento en que los relojes
marcaran las doce de la noche Remedios, emponchaba y con pintura fosforescente
en su cara y una linterna para iluminarse el rostro, esperaría –oculta- a que
Mario pasara al trote por el lugar, Remedios montaría en ancas simulando un
desesperado asalto sexual y se alejarían del lugar a galope tendido.
Efectivamente, mientras
bajaba el nivel de los botellones, se recordó a la mula ánima, al ahorcado, al
farol, al familiar y otras morbosidades.
Mario se sentó frente a las
brasas y empezó sus relatos de la “Viuda” para preparar el ambiente. Les contó
que ésta –la viuda- era una hermosa e intemporal mujer, casi irresistible y el
rostro iluminado por una luz del más allá, que se les aparecía a medianoche a
los gauchos que andaban erráticos o solos por los callejones y seles trepaba en
las ancas del caballo con aviesas intenciones. El jinete que no podía evitar el
acoso, después de ser sometido a su propensión natural, era transportado tan
lejos que el desdichado gaucho no podía volver jamás ya que la viuda se
apropiaría hasta de su vida de ser necesario. Lo que Mario no pudo explicar es
por qué siendo “viuda” era un fantasma...
Dando lugar a la segunda
parte del plan, Mario preguntó a boca de jarro: “¿Alguno de ustedes se animaría
a enfrentar a la Viuda? Un escalofrío corrió por el cuerpo de todos, sobretodo
por el de los varones, pero nadie respondió. Tal vez pase... Hoy es viernes y
ya van a ser las doce...
Por la apuesta, ¡yo si me animo, se respondió a sí mismo. No lo pensaron
mucho. Después de un gran alboroto se impusieron las reglas, se cerraron las
apuestas y a las doce en punto salió Mario jineteando su caballo favorito rumbo
al callejón y saboreando de antemano el éxito de su broma.
Si la viuda no aparece,
pierdes, sentenció una simpática santiagueñita.
Puntualmente apareció la
embozada viuda con el rostro iluminado, poncho blanco y una perfecta y sensual
silueta. “No me podías fallar, Remedios”, murmuró Mario.
Como estaba previsto, la
viuda trepó a las ancas del caballo de Mario abrazándolo tan apasionadamente,
que parecía fundir su luz con el cuerpo del jinete.
Algunos obnubilados por el
suceso, eran puestos en razón por los que ya suponían que era una broma y luego
de algunos comentarios más al abrigo de las brasas, tomó cada cual su rumbo.
Al día siguiente Remedios
llamaba a gritos a la única amiga que estuvo al tanto de la broma.
¡Elisa, ¡Elisa. Vengo a
pedirte un favor: como tengo que hacer unos trabajos en las viñas y no
encuentro a Mario por ninguna parte, cuando lo veas, decile de mi parte que lamento
mucho no haber podido anticiparle anoche, que me fue imposible cumplir con mi
participación en la broma porque mi papá me llevó imprevistamente a la ciudad
y...
Remedios no pudo sostener el
cuerpo desvanecido de Elisa.