La Guerra de los Descalzos
La guerra de los descalzos
José
Agüero Molina
Novela escrita
en Asunción del Paraguay
durante el Año
2001.
Morir
por las ideas, sí,
pero
de muerte lenta,
pues
al forzar el paso
sucede
que morimos
por
ideas que un día después
ya
no se llevan.
(Henri
Brassens)
Nota del Autor
Cierta
vez, un hombre de cuya existencia yo no había tenido jamás noticia alguna,
llegó a mi casa con la estrafalaria idea de solicitar ayuda para lanzarse a la
política. Naturalmente, expliqué al ingenuo que yo no tenía el menor interés
sobre nada relacionado a esos asuntos, a lo que me dio una respuesta que,
además de hacerme mudar de opinión, cambió mi vida y originó esta novela:
-
Yo
lo vengo a ver porque me han dicho que en su casa hay muchos libros y en los
libros debe estar todo lo que necesito aprender para entrar a la política.
Y
tenía razón, nomás, el pedigüeño. Nos pusimos a revisar en los estantes y
separamos varios tomos que nos serían de utilidad, lo mismo que después haría
León Valdéz en la novela, buscando libros para apuntalar la candidatura de
Aquiles Farjat.
Han
dicho por ahí – y estoy de acuerdo - que los escritores hacemos siempre una
misma historia, contada a través de diferentes personajes y con títulos
distintos. En mi caso, el escenario es el de un pequeño pueblo alejado de las
grandes ciudades, donde perdedores anónimos encuentran de pronto un modo de dar
sentido a sus vidas. También se ha dicho por ahí – y no lo contradigo - que en
cada personaje hay algo propio de su autor. En mi caso y según el método
habitual, incorporé al argumento innumerables situaciones que me tocaron de
cerca, aunque tomé la precaución de esconder los nombres de mis conocidos, en
favor de la amistad.
En
esta novela, la trama se desliza a través de una larga serie de casualidades y
equívocos, malos entendidos que transforman una elección a Intendente en una
Guerra que cambiará la historia de sus protagonistas de modo brutal. La
estructura retoma el estilo de narración de Domingo
a la Tarde, con saltos continuos entre pasado, presente y futuro, con el
agregado de una insólita cantidad de personajes – ¡ciento dieciséis! -, cuyo
manejo significó un desafío aparte.
A
la hora de los agradecimientos, quiero recordar en este parrafito a los que sin
querer ni proponérselo me prestaron sus vidas, sus historias, sus desventuras,
dando entidad a los hombres y mujeres de Nueva Atenas.
José Agüero Molina
Salta – Agosto de 2007
República Argentina
Capítulo 1
(Del
infortunio de algunos personajes y de la incidencia de la casualidad
en
la vida de la gente y en los argumentos de los autores, dando inicio a una
historia
que durará veinte años)
I
A |
ún hoy, cuando
la memoria toma la forma de un rito inoportuno y la Guerra de los Descalzos se
hunde en el olvido, el Doctor Epaminondas se estremece al pasar por el solar de
los Ortega. Apura la marcha, cruza a la vereda de enfrente y va pegando el
cuerpo contra la pared sombreada de la iglesia, como si se escondiera. Un poco
después, llega a la esquina y mira a través de la plaza, donde un airecito
tibio hace rodar las hojas de los árboles, arreando ruidos pequeños. Hacia el
lado del río, las nubes se han comenzado a juntar. Parece que va a llover. El
Doctor cierra los ojos y hace un esfuerzo, queriendo precisar la fecha en que
enterraron al último muerto, pero no puede. No sabe si fue ayer o si aún lo
están velando, oliendo a flores marchitas. Entonces, un escalofrío repentino lo
traspasa. «Serán las ánimas», dice. Suelta
un sollozo y echa a andar al trotecito, fantasma en fuga.
Desde
la ventana del living, Aspasia estruja los visillos y lo ve pasar, envuelto en
una nube de espanto. Le rechinan los dientes y la tembladera le desbarata el
pecho, igual que la tarde en que tocó los huevos del seminarista Arcadio, hace
justo un año. Aspira profundo, llenándose otra vez con el olor a incienso y
sudor del sacristán, hasta que el aire le abandona los pulmones y se le
entrevera en las tripas, helándole el vientre. Doblada en dos sobre el sillón
de mimbre, abre la boca como si fuera a soltar un grito, pero acaba por
quedarse inmóvil, como si no fuera más que una fotografía trágica. Al rato,
cuando el Doctor Epaminondas ya se perdió de vista, ella vuelve a vagar por los
huecos oscuros de su mente, pensando en nada, acaso porque esta hora es
idéntica a aquella otra, cuando las desgracias se soltaron para arrasar al
mundo. «Pudimos evitarlo» - murmura Arístipo,
mirando a su hija desde la penumbra de la sala contigua - «Pero no hay caso; una casualidad siempre pesa más que la mejor causa».
Pasa una mano trémula por la hilera de libros, los mismos que Aspasia devoraba
con pasión antes de volverse loca, cierra un puño y agrega en voz alta:
-
Nada más que putas casualidades, una detrás de la otra.
II
Será
que, casi siempre, las cosas comienzan con un hecho fortuito. Así se fundó el
pueblo, recuerda Arístipo, cuando al mulo que llevaba a Diego de la Santa se le
quebró una pata. Era un jumento fuerte y confiable, pero tuvo la mala suerte de
pisar una madriguera y mancarse, arrojando de bruces al jefe de la expedición. El
hidalgo, nombrado Adelantado por un
rey ambicioso, se dio un porrazo bíblico y atragantado de tierra roja, bautizó
con palabrotas castizas la desgracia inicial, primera en una larga serie de
infortunios. Quiso otra casualidad que el accidente aconteciera en un paraje bellísimo,
verde hasta la saturación y caliente hasta la obscenidad, que el topógrafo ubicó
a veinte leguas del Gran Agua y a medio paso del río que corre hacia Santa
María de los Buenos Ayres, por lo que el Adelantado creyó oportuno fundar allí
mismo su primera plaza en Las Indias. Felices de hacer por fin algo distinto,
los hombres destriparon la selva a machetazos, espantaron con fuego a los
alacranes y con el estropicio civilizador a las pavas, abriendo en pleno monte
un hueco de diez por diez, ya con aires de ciudad. «¡Ah!», dicen que dijo entonces Don Diego, conspicuo admirador de la
cultura helénica, «¡Es que el hombre es
un animal político!» Su libro de cabecera era La Ilíada y llamaba Agamenón a su hijito andaluz, así que a nadie
extrañó que nombrara Nueva Atenas a
la tapera recién levantada. Claro que, además de político, el hombre es un
animal nómade, así que a poco de fundar el caserío lo abandonó a su suerte,
dejando como Gobernador a un preso que fungía de guía y cuyo nombre real jamás
entró a la Historia, pues su jefe lo llamó Pisístrato, lo que inauguró la moda
de dar apelativos griegos a la gente de la nueva ciudad.
¿Qué
habrá sido de Pisístrato, abandonado en su reino de opereta? Para sobrevivir
sólo le dejaron seis kilos de charque, tres botellas de oporto, un acero
toledano y una Biblia, inventariados por el fiel
de fechos en su bitácora de conquista. Poco y nada se sabe, pues, de su
experiencia, salvo que el hombre perdió la cabeza, se chaló, loco como una
cabra, que es como lo encontraron quince años más tarde los soldados de otra
expedición. Había quemado el libro sagrado para calentarse un invierno y
deambulaba en cueros y con un trenzadito de laureles rodeándole la coronilla,
griego a más no poder. Cuando le hablaron de Don Diego, hizo señas de no estar
entendiendo, olvidado del idioma colonizador. Pero no estaba solo; cerca suyo
correteaban los hijos que había traído al mundo con una aborigen desdentada y
triste, conocida quién sabe cómo y bautizada Afrodita quién sabe por qué. Sólo
ella parecía entenderlo y lo seguía mansa por los límites de Nueva Atenas, juntando
crías de pirañas en un remanso del río. Solemne en su estulticia, el orate
pasaba revista a su tropa de gallinazos, o practicaba lances de esgrima contra
un sicomoro, para regocijo del batallón. Muertos de risa, los conquistadores lo
rodeaban para sonsacarle datos del mujerío local. Quizás no fueran todas tan feas
como Afrodita, se esperanzaban, hallando que en tal caso no estaría mal
quedarse un tiempo por aquel bosque de ensueño, lejos de cualquier intromisión
real y dueños de un continente que les pertenecía con sólo estirar la mano. ¿A
qué volver a España? Levantaron más chozas junto a la piojera inicial,
cambiaron sus apellidos por nombres helénicos y salieron a la caza de hembras,
pues nunca estuvo bien visto que el hombre esté solo.
Habida
cuenta de estos comienzos, habrá que ver con naturalidad la serie de
casualidades y malos entendidos que siguieron a la historia de Pisístrato,
muerto por accidente cuando un cacique amigo lo confundió con el brujo ayoreo,
desnudo como andaba y con su corona de falsa gloria en la cabeza. Fue una
tragedia de graves consecuencias, pues, aunque chiflado, él oficiaba de
Gobernador para una gran variedad de asuntos, a falta de alguien más que se
tomara la vida en serio. Un poco en broma, lo enterraron con honores y después cada
cual siguió en lo suyo, aunque ya nada fue igual. En los meses siguientes, los
españoles retomaron su nombre original y se marcharon con la misma fatuidad con
que se habían quedado, sin mirar atrás. Es posible que el pueblo hubiese terminado
por desaparecer, de no mediar un involuntario enredo propiciado por los
jesuitas, quienes lo encontraron cien años más tarde. Los frailes, que
ignoraban las andanzas hispanas, se maravillaron de hallar griegos viviendo entre
los salvajes y así lo hicieron constar en un informe a la Corte:
«...a unas veinte leguas hacia el naciente,
dejada atrás que fuera por nos el torrente majestuoso del Yguazú y sin
adentrarnos demasiado en las tierras del Paraguay, nos allamos ante un pueblo
industriozo de gentes que construyen sus casas con techos a dos aguas, pues la
América está sujeta a furiosísimas tormentas y acostumbran las armas de Júpiter
a herir por igual al soberbio cedro que al humilde sauce, así que como más le
gustaze face sus cosas esta gente, hombres blancos llegados de la Grecia nadie
sabe cómo ni cuándo, puez no hubo forma de saber sus impreziones desde que
conservan el extraño idioma de Aristóteles y fasta el nombre de Atenas a su
comunidad, edificada en torno a un dios pagano de cuyo nombre no zupimos...»
Tampoco
supieron que el «extraño idioma» era
una mezcla chapucera del español con el guaraní, deformados y fundidos en un
siglo de aislamiento. En cuanto al «dios
pagano», no hubo nunca tal, pues se trataba de una tosca escultura de barro
hecha por los indios en honor a Pisístrato, convertido por las circunstancias
en mito popular.
Dos
centurias más tarde, Nueva Atenas había crecido tanto que figuraba en los mapas
de los palacios europeos, lo que engendró otros dilemas: ¿a quién pertenecía
esa extraña civilización indo helénica? Madrid se apuró a reclamar derecho,
pero lo mismo hicieron la pérfida Albión, la astuta Lisboa y hasta la Santa
Sede, antes de que la auténtica Grecia saltara a la palestra a demandar lo imposible.
Nabullione Buonaparte dedujo que un sitio tan disputado debía ser francés y
envió a un hijo de Josefina con ínfulas de ateniense para invadir España,
iniciando el fin del Mundo Colonial por un caserío perdido, tan equidistante
entre la Argentina, Brasil y el Paraguay, que aún hoy nadie sabe a quién debe
el gentilicio. Con los años, pasado que fuera el tiempo y apagadas ya las
guerras de la Independencia, el papiamento que confundió a los jesuitas se
depuró tanto que un trujamán lo habría hallado idéntico a lo que en Sudamérica
se llama «castellano», arbitraria
cruza de palabras castizas con vocablos árabes, franceses, portugueses,
guaraníes y quién sabe cuantos más, lo que a la gente de Atenas le sirvió para
quitarse de encima el atávico complejo de extranjería, común por lo demás a
todo el Nuevo Mundo.
Nacida
de la casualidad y alimentada con la equivocación, el día en que acordaron los
límites del pueblo, cada país vecino concedió - error del cálculo topográfico -
la totalidad de lo que creía que debía tener, así que los herederos de
Pisístrato recibieron de la noche a la mañana el triple de lo que habían tenido,
tierra colorada y virgen, yerbatales de verde incandescente y algodonales de nívea
cerrazón. Protágoras Caballero, Intendente en la circunstancia y fundador del
Partido, vendió la tercera parte del reino a una asociación de empresas
madereras, las que aportaron la fortuna con que sus parientes adquirieron el
segundo tercio y dejaron a Nueva Atenas con las mismas hectáreas que al
principio. Sin embargo, el
fraude promovió la gestación de un siglo de oro, pues los nuevos ricos trajeron
la electricidad, alumbrando el desembarco del primer automotor. Aristófanes, primo
de Protágoras y secretario general del Partido, abandonó el garito que
regenteaba en la frontera y con un crédito bancario fundó una empresa
constructora, trazó calles que atravesaron al pueblo sin piedad y lo despedazó
en trocitos que se achicaron mientras crecía la ambición del constructor. Así surgieron
puentes donde no eran necesarios, aeropuertos nunca inaugurados, casas de
cambio y un sinfín de barracas con fachadas sin nombre e inventarios secretos,
que le dieron al pueblo la fama de Paraíso
de los Contrabandistas con que fue conocido después en todo el mundo.
-
¡Todas mentiras, inventos del comunismo internacional y apátrida, que busca
destruir el modo de vida libre y republicano que nosotros defendemos! – Proclamaba
Protágoras, pues con la Primera Guerra se le había dado por insertar al caserío
en el concierto internacional, cursando cartas a la Casa Blanca para que le enviaran
un embajador.
- ¡Querulante!
- Despotricaba Anaxágoras Pereyra, el maestro que encabezaba la escuálida lista
de los opositores y escandalizaba al pueblo con su biblioteca, ecléctica
colección de libros que prestaba a sus pares en el intelecto. Insidioso y
radical, recitaba con voz admonitoria frases de los grandes sabios de
Grecia, lapidando los desvaríos faraónicos del Intendente y liderando tertulias
rebeldes en el bar de Empédocles Rodríguez, padre de Arístipo y abuelo de
Aspasia, quien - para no ser menos - bautizó al antro «El Areópago de Atenas», con un letrerito que resistió la guerra y
aún hoy cuelga en su fachada. Fue allí donde
cien años más tarde se anunciaría que Miguelito Caballero rechazaba el cargo
que ostentaba su familia desde los tiempos de la primera fortuna y que ahora le
tocaba a él, último varón de la dinastía. Pero, más dado a los alejandrinos que
al maquiavelismo del poder, el heredero nunca había mostrado interés por los
negocios del padre, la riqueza del abuelo o la historia del bisabuelo. Si
alguien le preguntaba qué pensaba hacer de su vida, respondía que sería
artista, alardeando de una sensibilidad rebuscada, capaz de quedarse en trance
con la declamación de sus propias rimas.
-
Me salió poeta - Rebuznaba Espeucipo, el padre, disimulando el asco con el humo
del cigarro - ¿Dónde se ha visto un Caballero que no sea político?
-
Sólo es un muchacho bueno y sensible – Decía Helena, la madre.
-
No es malo, sólo un poco raro - Añadían los amigos, apañándolo.
-
¿No será marica? - Susurraban los parientes menos acomodados, satisfechos de
que el lujo hubiera dado al fin un resultado justo.
Indiferente,
Miguelito paseaba entrecerrando los ojos bajo un sombrerito blanco e ignorando
a las chiquillas que se le enamoraban al paso. Sólo Aspasia, sin que nadie
entendiera cómo, se ganó la confianza del estrafalario. Solía vérselos conversando
en un banquito de la plaza, a veces durante horas. Ella, tan sin gracia y con
la cabeza hundida entre los hombros, igual que un buitre flaco. El, arrobado y
hermoso, permanecía inclinado con interés sobre el rostro delgado y seco de la
hija de Arístipo. ¿Qué le habría visto? Para Helena, era una amistad sustentada
por el amor al arte; para Espeucipo, la confirmación de la hombría legendaria
de los suyos. Ambos se equivocarían mucho, como se vería después; a través de
Aspasia, Miguelito conocería el verdadero motor de su vida y ella aprendería el
dolor que llevaría a todos al abismo.
En
todas estas cosas pensaba el Doctor Epaminondas, la tarde en que Aspasia curioseaba
los huevos del monaguillo Arcadio, olfateando la inminencia de la desgracia.
Volvió a pensarlas mucho más tarde, cruzando a los trancos la plaza desolada y
rogando encontrar a Aquiles. Como si no supiera que Aquiles también está
muerto.
III
Jeremías
Insaurralde tenía los ojos tan mansos y el andar tan noble, que nadie diría que
se trataba de otro huérfano deambulando España, tras la guerra civil. Llegó a
Santander una mañana helada, se sentó en la arena y pasó horas escudriñando el
mar, como si quisiera metérselo por los ojos. Muy delgado, con la barba crecida
y desprolija, vestía un anticuado traje de dos piezas, una boina oscura y unas
sandalias tan rotas que las llevaba atadas a los pies. Cuando se cansó de mirar
las olas, acostó su cabeza sobre los brazos y se quedó dormido. Un poco más
tarde, un pescador le tuvo lástima y fue a despertarlo con un trozo de pescado
seco; alguien - tal vez un monje - le envió una bota vieja con algo de vino y
una mujer en harapos le compartió los restos de su pan. El muchacho agradecía
cada vez inclinando la frente, pero permanecía en silencio. Al rato, esparció
el pescado y el pan sobre un trapo y se dispuso a comer, masticando tan
despacio como si rezara.
Durmió
allí mismo, cobijado de los ramalazos del viento por el vientre de un bote sin
dueño y a la mañana siguiente, cuando los demás habían vuelto a olvidarlo,
abrió su maleta y extrajo un puñado de carbonillas de distintos colores y unos pliegos
que parecían hojas, pergaminos, cosas así. Eran tiempos
duros y no faltaban los extraviados, por eso lo dejaron andar por ahí sin abrir
la boca, sonriendo con sus ojos tristes y garrapateando en sus cartulinas
asuntos misteriosos. Hacia la tarde, se acercó al pescador que lo había
alimentado y le entregó un retrato como nunca se viera en esas playas. El
hombre se sobresaltó, porque hacía años que no se miraba al espejo e ignoraba
que ya no era el mismo. “¡Soy mi padre!”,
pensó, espantado. Cuando reaccionó y quiso decir algo, el artista caminaba
hacia la mujer que le había compartido el pan. A ella también le había hecho un
dibujo magnífico, con tanto realismo que la buena samaritana pasaba las manos
sobre el papel y sentía las caricias sobre el propio rostro. “¿Eres un santo?”, preguntó ella y
Jeremías sonrió. Abrió la solapa del saco y le dejó ver una estrellita
republicana.
-
Ah - Dijo la mujer- un santo ateo.
Lástima
que no le había visto bien la cara al monje que le enviara el vino, pero se dio
maña para dibujarlo de todos modos, jugando con las sombras de una manera tan
mágica, que cualquiera que lo viera podía distinguirse a sí mismo en el
retrato.
Desde
aquel día, fueron incontables los aldeanos copiados por el artista. Algunos
dejaban una moneda, pero la mayoría depositaba media hogaza de pan, tal vez un
huevo, tres o cuatro naranjas, en fin, lo que podía. Los pobres entre los
pobres, por pagarle de algún modo, le llevaban caracoles de mar. Cuando se le
acabó el papel, un librero abrió una precaria sucursal en el puerto y la gente
formó filas para comprar el material en que se plasmaría la magia. Así, un día
tras otro, hasta el domingo en que se le ocurrió la trágica idea de ir a
dibujar a la gente que salía de misa.
El
Vasco Vergoechea, capitán de la Guardia Civil, lo vio asomar entre las sombras
del atrio y algo le dijo que ese falso ángel le traería problemas. Apretó con
fuerza la mano de su hija Isabel y taconeó por los escalones, pero ya fue
tarde. Bastó un segundo para que los ojos de Jeremías se posaran sobre la
muchacha y el fogonazo del destino lo hiriera para siempre. Se quedó frío, pese
a que el sol resplandecía. Inmóvil, la vio partir, ondeando al aire su
cabellera negra, cubriendo y descubriendo con picardía el perfil de su rostro y
la blanca suavidad de los hombros. Esa noche, el
artista no pudo dormir y tuvo fiebres de los trópicos, aunque nunca había
salido de España. Armó su atril y a la luz de las estrellas pintó sin descanso,
embriagado por un impulso devastador. Sus manos volaban sobre el papel, aleteando
en trazos de coordinación exquisita, hundiéndose en la agonía de los
claroscuros y elevándose en detalles donde anidaba el sol. El aire frío del mar
flameaba en su camisa y le desnudaba el pecho, la sal fosforecía sobre sus pies
desnudos, pero nada, ni siquiera el silbatazo nocturno de la Guardia,
interrumpió la magia. Sólo se detuvo cuando su obra estaba lista. Entonces se
dejó caer rendido, profundamente feliz.
La
noticia corrió por Santander esa misma mañana, pues uno de los pescadores
aprovechó que el artista dormía y pegó el dibujo en la pared del hostal. La
hija del capitán lucía tan bella como era, pero Jeremías había logrado reflejar
además toda la fuerza de un espíritu que aún no se revelaba y que, con los años,
mostraría lo lejos que pueden estar los suaves rasgos del más duro carácter.
Desde el papel, no sólo era la joven quien miraba al mundo. Era también la
mujer que sería un día, esa que su pintor no llegaría a ver. Si los anteriores
trabajos habían tenido éxito, el clamor por esta nueva obra ya no tuvo límites y
hasta el vicario se acercó a contemplar el portento. «Tanto hechizo no puede ser humano», dijo y se volvió a su iglesia,
masticando augurios. La protagonista, en tanto, estaba azorada. No sólo
desconocía la existencia del vate, sino que ignoraba que él la hubiera visto
alguna vez. Creyó que se moría de vergüenza, cuando su madre lo contó en el
almuerzo, pero a los dos días la curiosidad venció al pudor y pidió que la llevaran
a ver el cuadro. Su padre se negó, advirtiéndola contra la vanidad. Ella, que jamás
había objetado la autoridad paterna, se rebeló por primera vez y juró para
adentro que iría a como diera lugar.
Juntó
coraje en los días siguientes, aprendiendo los misterios de cada puerta y
calculando la altura de los muros, por si debía saltarlos. No sólo la intrigaba
el dibujo, sino el autor; ¿quién sería aquel, capaz de tanto alboroto? Pero se
tardó mucho en los preparativos y cuando el murmullo popular creció, su padre
la confinó a un encierro estricto, lo que aumentó su ansiedad. Vecinas y
parientas que no veían desde hacía años desfilaban por la casa, alabando al
retrato y clavando la insidia: ¿Cómo podía hacerse algo así sobre alguien a
quien nunca se vio? Olía a gato encerrado. «Se
habrán visto en secreto», decían, envolviendo el chisme en sus mantillas
negras. El Capitán juraba por todos los santos - en los que no creía - que a
aquel patán le había bastado verla a la salida de misa, estirando la sobremesa
con el vicario de huésped. Embriagado por el asunto y el vino, el cura torcía
la boca con desprecio. “Es uno de esos
bolcheviques”, rumiaba, buscándose con los dedos la nuez de Adán; parecía
que el pintor se le hubiese atragantado y no pudiera terminar de deglutir su
historia. Desde la penumbra, la madre de la joven hacía bolillos y se
santiguaba, sin hacerse notar.
Esto
sucedió por una noche tras otra, hasta que el fraile dijo: “Yo he visto ese dibujo y me pareció un
asunto gitano, mezclado con mal amor”, agriando el
jerez en la copa del militar y precipitando los hechos. De madrugada, cuatro
soldados bajaron el portento de su pedestal y lo destrozaron, tras lo cual despertaron
al artista de un mal sueño y lo arrastraron hasta la plaza, donde le aguardaba el
Capitán. “Así que tú eres el que pintó a mi hija”,
siseó, apoyando el revólver contra el rostro del muchacho, “Pues bien, por el coño de tu madre jurarás
que te marcharás del pueblo y que nunca y por nada del mundo volverás a
cruzarte en mi camino ¿Has entendido? ¡Jura o te mato aquí mismo!”. Jeremías
abrió la boca como para decir algo, pero volvió a cerrarla en silencio. Aunque
al principio lo habían aterrado los golpes y empujones, se le había ido el
miedo y miraba a su agresor como quien no entiende qué pasa ni por qué. El Capitán
se puso peor:
-
¡Jura, maldito, o te meto un tiro!
Los
labios del muchacho se movieron apenas, sin dejar salir ni una palabra. Su
mirada era tan plácida como antes de ver a Isabel a la salida de misa. Encogió
los hombros en un gesto burlón y el militar perdió los estribos, echándole un pistoletazo
en la cabeza. Lo dejó tendido en la playa, entre borbotones de sangre. “Arrójenlo al mar”, ordenó y después
escupió sobre los rizos del condenado. Los soldados
arrastraron al artista de los brazos y se perdieron de vista, pero no se
atrevieron a echarlo al agua. Tal vez pensaban que el pobre estaba loco y que
les daría mala suerte asesinarlo. Se conformaron con molerlo a palos un poco
más y abandonarlo donde lo habían encontrado antes, moribundo ahora sobre el
despedazado rostro de Isabel. El Jefe de la Guardia, que se ufanaba de no creer
en nada, aquella vez creyó que había puesto fin al asunto. Pero se equivocó. Lo
supo cuando descubrió que su hija ya no sería más la que había sido. Pálida de
ira, ella lo miró un instante desde el pórtico de la sala, echando fuego los
ojos que hasta ayer fueran tan dulces. ¿Cómo se habría enterado? Vergoechea
bostezó con desinterés fingido, pero una sombra parecida al miedo le cruzó por
dentro. Bueno, qué le iba a hacer.
IV
Estaban
tristes los pescadores y los dueños de la posada, que habían imaginado
visitantes de otros pueblos para ver al pintor. Jeremías no decía nada sobre
nada, vuelto como el primer día a la inmovilidad total. Después de la paliza,
se había arrastrado hasta el bote donde vivía y limpiado la sangre con el agua
de mar, frunciendo la cara por el ardor de la sal en sus heridas. “Mírenlo, pobre”, sollozaba la mujer que
le había compartido el pan. Un tajo profundo y rojo marcaba el sitio donde le
habían dado el culatazo, manchones de sangre seca floreaban su camisa y le
colgaban del pelo, como lágrimas bermejas. Los pedacitos del dibujo yacían a
sus pies, juntados uno a uno por sus amigos. Sobre la arena, lucían como restos
de un mundo roto. Todo pareció
hundirse en el desgano.
La
gente del puerto estaba de duelo y hasta el sol se olvidó de salir esa semana, pues
llovió a cántaros. Pero lo peor, lo peor de todo, es que a Jeremías se le
habían muerto las ganas de pintar. No tanto por miedo, sino por el
convencimiento de que nunca más vería a su musa. Ya no estaría a la salida de
misa, ni en ningún sitio. Dibujarla había sido como tocarla a la distancia,
pero no sería capaz de repetir el portento sin la esperanza de volverla a ver.
Sintió que le estaba prohibida de un modo irrevocable, así que no quería
permanecer allí, tan cerca de su ausencia. Se iría, una vez que calmara ese dolor
del cuerpo y el fuego en las heridas sangrantes. Para que nadie lo viera, se
echó a la sombra del bote y se alejó del mundo varios días, sumergido en
pesadillas sin horarios. Muchos creyeron que había muerto y hasta se lo creyó él
mismo, dormido a la usanza de los que ya no despiertan. Al final de su agonía,
juntó fuerzas para abrir los ojos y se encontró con la mirada dolida de Isabel,
escapada de casa para ver al hombre de quien todo el mundo hablaba.
Entre
el sopor del delirio, ella dijo algo que él no comprendió y se obligó a
despertar. La miró desde adentro, con largura. Isabel estaba escondida en un
chal amplio y viejo, dejando apenas libre la belleza pálida de su rostro. De
rodillas en la arena, pasó una mano cálida sobre la piel apaleada, que tembló
como nunca lo había hecho antes. “Tú...”, dijo Isabel, “¿cómo te llamas?”. Jeremías
despegó los labios y sonrió, igual que frente al Capitán. A ella se le
estremeció el corazón, sintiendo en carne propia cada herida, cada gota de
sangre coagulada al rocío. “Yo soy Isabel ¿y tú?”,
insistió, dejando caer una mano blanca sobre los dedos que la habían llenado de
magia. El muchacho dibujó sobre la arena: Jeremías. Un
estremecimiento de angustia cerró la garganta de Isabel, leyendo las señas que
él hacía en el aire. “Claro, no tienes
voz”, dijo, comprendiendo que el poeta sólo hablaba con el arte trágico de
sus manos. Incorporándose con dificultad, él sacó sus carbonillas y olvidando
el dolor en los dedos la retrató con más belleza que antes, para regocijo de
los pescadores que se habían reunido alrededor. Isabel tenía los ojos empapados
cuando él terminó su tarea y no pudo resistir la necesidad de acariciarle el
pelo. Jeremías soltó una risita muda, besó su propia mano y depositó el beso
sobre una huella que un pie de ella había dejado en la playa. Todos lo vieron y
hubo un murmullo de aprensión. “Dios mío; ésto terminará en una muerte”,
dijo alguien, pero ni ella ni él lo oyeron, ocupados en hablarse con los ojos
mientras el destino los empujaba al desastre. “Ahora debo irme”, dijo Isabel, ya casi
cuando empezaba a oscurecer, “Pero juro
que volveré”.
Desanduvo
el camino de la playa, subió por el terraplén y allí se detuvo un momento para
mirar hacia abajo. Las olas grises se revolvían contra las rocas y la arena,
tan oscura como el cielo, parecía haberse tragado al artista. Tardó en
descubrirlo, junto al bote atravesado de vientos. Isabel sintió un frío
profundo, se envolvió en el chal y echó a correr entre los puestos del mercado.
“¡Que no te pesque tu padre, niña, que
habrá un velorio!”, le advirtió una mujer deforme, pero no le oyó, alejándose
de prisa por el malecón.
V
Será
porque a veces los milagros suceden cuando se los llama, que el Capitán tardó cuatro
semanas en enterarse de los encuentros entre el artista y su hija. Para
entonces, los enamorados se veían todas las noches, escondidos por una azarosa
red de aliados secretos. Pescadores, changarines del puerto, mendigas del
atrio, toda una pequeña red de gente sin suerte los protegía, aquí y allá, de
mil modos, entreteniendo a la Guardia, apagando la hoguera de los chismes y
avisándoles si había peligro. Ella aprendió a saltar la pared del fondo de su
casa y a ocultarse por las calles oscuras, a conocer cada zaguán y a guiarse de
los silbidos amigos. El aprendió a esperarla con paciencia, descifrando en la
oscuridad el código de chistidos que la anunciaban. Era un milagro que nunca los
pescara la Guardia, porque no se da de otro modo el amor del mal destino.
Acunados por el run-run del mar y la complicidad
de las estrellas, dedicaban la noche a conocerse, a tocarse, a quedarse para
siempre el uno en el otro. “Nos iremos al
infierno”, decía Isabel entre risas, “Pero
valdrá la pena”. Con una hogaza de pan, queso y una botella de vino,
cabalgaban hasta que amanecía, envueltos en sudor compartido. Cuando al fin se
saciaban, ella descolgaba el vestido de los aparejos y se cubría, húmeda aún
por los besos y la sal marina. Después corría por las calles desiertas y se
encerraba a desbrozar en silencio su felicidad secreta, rogándole a la Virgen
que nunca los atraparan y que el sortilegio les durara siempre. Jeremías la
veía partir con el alma en un hilo, sufriendo por anticipado el día en que no
regresara más. Al fin y al cabo ¿qué podía ofrecerle para que permaneciera
allí? Morir a manos del Capitán sería menos terrible que la pena de no verla
volver, ajena para siempre al mudo ardor de su mirada.
Cuatro
semanas, fueron. Cuatro semanas. Cada persona que se enteraba no sólo prometía
callar, sino también ayudar en lo que fuera para que no los pillaran, pero
nadie pudo evitar que el cura fuera a contarle al militar lo que Santander
cuchicheaba a sus espaldas. Lo hizo después de la cena, mientras bebían jerez e
Isabel simulaba coser una mantilla junto a su madre. Así, como quien no quiere,
el padre Juan fue llevando la charla hasta que el terreno le fue propicio. “Es como te digo, los republicanos han
pervertido las costumbres de nuestros jóvenes, ya ves tú, mi querido amigo,
cómo tu propia hija ha podido mantenerte bajo engaño”. Isabel sintió un
escalofrío igual al que sentiría muchos años más tarde, en vísperas de la
muerte de Camilo. Moviendo apenas los labios sobre el cristal de la copa, el
sacerdote habló en voz tan baja que el Capitán no estuvo seguro de que decía lo
que decía. Cerró los ojos, estrujando los dedos de sus manos con tanta fuerza
que el ruido retumbó en la sala. Se incorporó de su silla y en dos trancazos
aferró a Isabel del pelo. Le dijo algo, pero no se entendió qué, porque al
mismo tiempo le propinó un cachetazo definitivo, cagándose en cuanto santo
conocía. Aturdida, ella se sintió arrastrada entre gritos y encerrada en la
biblioteca, a doble llave. “¡Jeremías!”,
gimió Isabel, pues aunque estaba a oscuras, vio con nitidez lo que estaba a
punto de ocurrir. A tientas, tomó un candelabro y lo arrojó contra la puerta,
dando alaridos que el vecindario nunca iba a olvidar. Lloró y suplicó, amenazó
y maldijo hasta que su madre la dejó salir, ganada por el espanto. “¡Deténla!”, exclamó el cura, encomendado
a montar guardia hasta que el Capitán hiciera lo que había ido a hacer. Pero
Isabel pasó igual, desgreñada y furiosa, con el rostro tan desencajado que el fraile
reculó, santiguándose.
-
¡Alcánzalo, por Dios, alcánzalo! - Exclamó una voz entre las sombras, viéndola
pasar con su aire de abismo. El miedo y la desolación le nublaban los ojos, sentía
las piedras de la calle bajo los pies descalzos y el ardor de la sentencia le
abría el pecho, pero corrió con todas las fuerzas que le quedaban, cortando
camino a través de la feria y despertando al pueblo con el estropicio del
presentimiento. Ya casi llegaba cuando los cuatro pistoletazos partieron la
noche con mal augurio. Durante un par de segundos, el eco multiplicó los
estampidos, alcanzando el corazón de Isabel. Miró hacia abajo, desde el
malecón. Un grupito de soldados se arremolinaba alrededor de un cuerpo y poco
más allá, el Capitán observaba la escena, con la pistola humeando en la
diestra. Isabel se abrió paso entre los curiosos que habían comenzado a
juntarse, gimiendo como si los tiros la hubieran atravesado también. Jeremías
estaba sobre la arena, echado en cruz y con los ojos abiertos, como sorprendido
de la vastedad de la muerte. La muchacha cayó de rodillas, metió los dedos en
los agujeros de las balas y se santiguó con la sangre del artista, cálida aún,
como cuando dormía.
A
la hora en que salió el sol, la playa estaba cubierta por gentes llegadas de
todas partes. En un silencio profundo, los pescadores alzaron al cuerpo,
levantándolo sobre sus cabezas para que el aire marino lo acariciara por última
vez. Desde la baranda, el Capitán miraba sombrío hacia abajo, con la sensación
de ver un mar de manos sobre las que navegaba el muerto. Enterraron a
Jeremías en una playita alejada del pueblo, debajo de una estaca donde Isabel
dejó clavado el dibujo de aquella vez, cuando él le escribió su nombre en la
arena.
Y
eso fue todo. Sin que nadie
la viera, una madrugada huyó con sus cosas y trepó a un buque de carga que
zarpaba hacia costas menos sangrientas. Cuando el contramaestre le preguntó el
destino de su viaje, ella descubrió a su lado una caja que decía «Arístipo Rodríguez - El Areópago - Atenas»
y respondió: «Voy allí, a Atenas»
-
El culo del mundo - Murmuró un marinero, pero a ella no le importó. Pensaba que
Grecia estaba lo suficientemente lejos de España como para que valiera la pena
el viaje y la entrega de todos sus ahorros. Así, un poco por desgracia y otro
poco por error, desembarcó una noche a tres kilómetros de Nueva Atenas, en
plena Sudamérica, llevando en el vientre a un niño que se llamaría Camilo y que
desataría un día la Guerra de los Descalzos.
***
Capítulo 2
(De
la larga enemistad entre Aristóteles y Pericles, amigos del alma
hasta
que se jugaron a cara o cruz el virgo de una doncella que, pese
a
lo que se diga de ella, terminó eligiendo por interés)
VI
P |
or los tiempos
en que Isabel desembarcó en Nueva Atenas, el Comisario Pericles acababa de
atrapar a Aristóteles Manfredini, primo del Intendente y empresario de
frontera, que es como entonces llamaban a los contrabandistas. Durante cinco
años lo había seguido, escudriñado y radiografiado hasta el fanatismo,
poniéndole postas de vigilantes a lo largo del río, metiéndole informantes
entre sus cómplices, tomando fotografías inútiles y enamorándolo hasta la
perdición de una mulata traída del lado brasileño. Sin dar detalles a nadie - mucho
menos al Intendente – tejió su trampa con la paciencia de quien no tiene más
que hacer, anotando cada novedad en un cuadernito verde y aguardando el triunfo
con la parsimonia del que sabe que quizás nunca llegará.
Los agentes del destacamento se lo
tomaban a risa ¿qué tenía de malo que el señor Manfredini fuera y viniera por
el río con su barca llena de heladeras a querosén, vajilla brasileña,
cigarrillos paraguayos, juguetes de Panamá y otras chucherías? El empresario se
encontraba con ellos de vez en cuando, simulando no saber que lo estaban
siguiendo. Sonreía amable, les invitaba unas cervezas y después repartía
conservas chilenas, telas italianas, whiskyes escoceses de alcurnia y naipes
pornográficos del norte amazónico. Felices de la vida, los agentes se llevaban
los regalos y anotaban el incidente con un escrúpulo tan retorcido como eficaz,
convencidos de que así cumplían con la ley que les pagaba los gastos sin
traicionar al delito que cubría sus gustos. A fin de mes, cuando Pericles pedía
cuentas de la vigilancia, recitaban puntillosamente los encuentros - para eso
los habían apuntado - y juraban que no habían visto nada anormal.
Era raro, pensaba el Comisario,
por eso decidió contratar un espía. Optó por el Turco Julián - barraquero con
fama de guapo, aprendiz de capanga durante la persecución a los colonos árabes,
soplón del ejército en la dictadura de Artaza y de la policía cuando valía la
pena - quien cumplió tan bien su papel que informó asuntos hasta entonces
desconocidos. Fue él quien avisó que el verdadero negocio estaba en los fardos
de coca que bajaban de Bolivia rumbo al sur, de donde salían a Europa. Cuando
pasaron aquel cargamento de diez toneladas, por ejemplo, le dio todas las
señas, pero Aristóteles les ganó de mano por minutos, perdiéndose la ocasión de
atraparlo. “Mala suerte”, aceptó
Pericles, “Pero la suerte cambia”. El
incidente, al menos, sirvió para confirmar su confianza en el Turco, pues nunca
imaginó que había sido él quien le sugirió al contrabandista adelantar el
viaje, engañifa que le granjeó méritos en ambos lados. Para cuando lo
descubrieron, ya regenteaba el célebre barco con garito y prostíbulo que navegó
el Paraguay a fines de los cincuenta, antes de irse a pique por la explosión de
una caldera. Poco después, se compró las dos barracas del puerto, base de su
futuro como secretario general del Sindicato de Obreros Portuarios Atenienses,
pieza clave del tráfico fronterizo.
Herido
por el fracaso, Pericles jugó sus fichas al encanto de Mariazinha, mulata
contratada por interpósito contacto en Foz. La muchacha era joven y le sobraba
belleza en la misma proporción que le faltaban escrúpulos, garantizando el
éxito de la misión: “Lo que tenés que
hacer es ponerte de novia con ese tipo y contarme todo lo que sepas, en
especial cuando esté por pasar una carga”, la entrenó el perseguidor. La
recompensa era buena, cien pesos que saldrían del valor de lo que confiscaran. Mariazinha
partió al abordaje llena de entusiasmo y ejerció tan bien su arte, que acabó
con un embarazo fulminante, casa puesta en el centro de Foz y una dote de
sesenta pesos mensuales hasta que diera a luz, lo que ocurrió el único día de
nieve que tuvo la ciudad en toda su historia, por eso la niña se llamó Clara.
Aquel
secreto fue entonces el mejor guardado de la frontera y nadie lo supo hasta
mucho después, en vísperas de la Guerra. Mientras tanto, Manfredini olvidó para
siempre a la heredera y le envió a la mulata, en el doble papel de amante y
protector, al Tuerto Ozuna, otro de
sus secuaces de la época. Mariazinha lo despachó después de la primera noche y se
quedó a vivir en Foz - bailaba en un bodegón, donde un día se conocerían Camilo
y la otra hija de Aristóteles - para regresar a Nueva Atenas en sólo dos ocasiones.
La primera, para pedirle a Manfredini que le reconociera la hija y la segunda,
para meterle seis tiros.
Pericles,
como se dijo, había visto para entonces coronadas sus múltiples y fallidas
estrategias para atrapar a Aristóteles, íntimo amigo en la infancia y feroz
enemigo en la juventud, desde el día en que los ojos verdes de Laida Fernández –
hija de Efraín Fernández, director del Banco Nacional - se cruzaron en el
camino de la amistad. Verla, enamorarse, desearla y volverse locos fue todo uno
para los amigos, mucho más para Pericles, que no tenía la ventaja de ser primo
de los Caballero, los dueños del pueblo. Eso sí, en honor a la amistad se
comprometieron a no jugar sucio, como si tal cosa fuera posible habiendo lo que
había de por medio.
-
El que la enamora, la gana - Propuso el inocente - pero no vale usar nada
material para destacarse, ni dinero, ni regalos, ni alardes de la fortuna
familiar. Será románticamente, con poemas y cosas así. Como caballeros ¿De
acuerdo?
-
¡Hecho! - Perjuró el amigo y esa misma tarde viajó a Foz a comprar una caja de bombones
suizos, los más caros del mundo. Añadió al alarde un ramo de rosas blancas y
una tarjetita que decía «Nada más dulce
que sus ojos, nada más puro que usted. Su humilde amigo y servidor. Aristóteles
Manfredini Caballero». El suegro, como debía ser, fue puesto en urgente
conocimiento del asunto y a la semana siguiente, mientras Pericles buscaba
palabras que rimaran con «Laida»,
Aristóteles se presentaba en casa de los Fernández con una caja de legítimos habanos
castristas -señal no sólo de distinción económica, sino de libertad de
pensamiento y sofisticada cultura – para el bancario y unos primorosos
adornitos de marfil para la suegra. Así la ganó, entre ramos de rosas y
aperturas de cuentas corrientes, manteniendo el romance en un secreto que sería
la marca de toda su vida.
Hacia
el verano, Pericles declamaba el aroma de su musa y Aristóteles disfrutaba esencias
más concretas, dejado solo en la casa por el suegro comprensivo. Las cuentas de
los Caballero, depositada siempre en bancos extranjeros, ya estaban listas a
caer en la banca local, al mismo tiempo que el virgo de la doncella. En cálidos
encuentros, ella se abría cada vez más a los besos del futuro empresario, quien
había olvidado no sólo las reglas de juego, sino también al amigo poeta. Por
fin, los tortolitos se casaron en otoño, un mes después de que la suegra los pescara
- a pleno galope - en un sillón del living. En aras del honor familiar – y de
las cajas de ahorro - los llevaron al cura y los unieron en boda de apuro,
aunque con el tiempo vieron que podrían haberse ahorrado la prisa. La única descendencia
de la pareja llegó al mundo cinco lustros más tarde, cuando ya ni la esperaban.
Era una beba preciosa - «Es que me llevó
años perfeccionarla» -, decía Aristóteles, orgulloso. Nacida para princesa,
educada para reina y adorada hasta la exageración, la dulce Niké terminaría
dando la nota veinte años más tarde, cuando se uniera al destino de Camilo
Insaurralde.
Es
de imaginar la desazón de Pericles cuando fue con su cuadernito de poemas y el
traidor le confesó que ya era tarde. “El
virgo es mío”, fue como se lo dijo, agregando como sin querer que hasta
había fecha de boda. Sentados en un banco de la plaza, los viejos amigos se
quedaron en silencio, sin hablarse, hasta que el canto de los grillos anunció
el anochecer. “Se hace tarde, me tengo
que ir”, dijo Pericles, a quien la dignidad le impidió mostrar enojo. El
orgullo, más fuerte aún, no le dejó aceptar que ella hacía bien en elegir al
heredero en vez de los alejandrinos de un muerto de hambre que desconocía. No
asistió a la iglesia y menos a la fiesta, excusándose en que estaba rindiendo
exámenes para ingresar a la Escuela Policial. Y en realidad, no mentía, pues
con el mismo secreto con que su amigo le escamoteó a Laida, él decidió la forma
de consumar el desquite. En tres años de academia, cuatro de recluta y otros
dos para llegar a oficial, alimentó noche tras noche su odio y pulió, con
delectación de artista, la frase que le diría a ella cuando le metiera preso al
marido. Soñaba con ese momento. Vivía para llevarlo a cabo. Luego, ya lanzado
en la persecución, mientras sus agentes se reían, Julián lo engañaba y la puta
brasileña cambiaba de bando, el desengañado tomaba fotografías - torpes,
movidas, fuera de foco - de cada paso que daba Aristóteles, tejiendo un
frondoso dossier de todas sus
amistades, asociaciones y complicidades en las tres fronteras.
Así
llegó, muchos años después de la noche de boda, el gran día. Cuando ya había
empezado a pensar que nunca pondría las manos sobre el vencedor, vino en su
ayuda la suerte. Cierta vez, tras licenciar a su tropa de sabuesos por el fin
de semana, pidió prestada una caña de pescar, juntó un puñado de lombrices y pedaleó
su bicicleta para ir a instalarse en un recodo del río, justo frente al sitio
donde a la media tarde encayó, de pura casualidad, la barca contrabandista. Sin
poder creer lo que veían sus ojos, divisó en el puente al mismísimo
Aristóteles, gritando órdenes rabiosas a los tripulantes. A un costado, el Turco
Julián observaba el accidente meneando la cabeza. Tenían, con suerte, para varias
horas. Con el corazón en la boca, tomó la bicicleta y voló al pueblo en busca
de sus agentes, alzó de paso la cámara fotográfica, una escopeta y regresó con
su pelotón al sitio donde había dejado la presa. Los agentes empalidecieron al
ver de quién se trataba, pero no tuvieron el tiempo ni la oportunidad para una
última traición; cuando su Jefe se metió en el río y avanzó con el agua al
cuello, olvidaron a la fuerza los ajíes peruanos, los dulces mejicanos, la
calzonería francesa y lo siguieron, mal que les pesara.
-
¡Pero mirá si serás huevón! ¿Qué hacés aquí? ¿Qué hacen todos ustedes en mi
barco? - Exclamó Manfredini, al verlos trepar por la borda. Vestía un traje
blanco impecable y una gorra de capitán, más elegante y altanero aún frente a
las figuras - ensopadas y cubiertas de camalotes podridos - del Comisario y sus
hombres.
-
¡Demasiado tarde! - Respondió Pericles - ¡Esta vez el virgo es mío!
Y
le pegó un cachetazo que se había gestado durante media vida. Fue el escándalo
del año para Nueva Atenas y no porque nadie ignorara sobre qué pilares posaba
la fortuna de Manfredini y el poder político de los Caballero, sino por la
audacia – campechana y fuera de lugar - del oficial. ¿Acaso no era el
Intendente, primo-hermano del preso, quien le pagaba su sueldo al policía? ¿No
había sido la amorosa Laida quien regaló las cortinas con las que el ingrato
decoraba su escritorio? ¿Y no lo invitaban a desfilar primero en las procesiones?
¡Ah, la ingratitud de la chusma! ¿Será que nunca se van a dar cuenta del lugar
que les corresponde? Pero nada de esto le importaba a Pericles, trepado en lo
más alto de su gloria personal. A cada segundo le crecía la ansiedad, rogando a
San Crispinito que no se le aflautara la voz cuando llegara la reina, robada de
sus brazos por la traición del amigo. ¿Podría recordar todo el discurso, mil
veces pulido y retocado? ¿Qué cara pondría ella al descubrir, gracias a su leal
pretendiente, al canalla que se ocultaba en el cónyuge? ¡Quizás hasta lo
prefiriera a él, pobre, pero valiente y honrado! Muy pronto se quitaría la
duda, pues incluso antes de meter al capturado en la celda lo sabía ya todo el
pueblo. En minutos, la bella se apareció en la comisaría, hecha una furia:
-
¿Por qué nos hace ésto, Comisario? ¡Mi esposo es un empresario prestigioso, un
hombre cristiano! ¿Qué clase de locura le ha dado a usted? ¿Por qué lo hace?
¿Cómo se le ocurre ponerlo preso como si fuera un vulgar delincuente?
-
Porque su esposo, señora, es un
vulgar delincuente - Respondió Pericles, remarcando el verbo y admirándose de
haber adivinado exactamente la frase con que ella se presentaría. ¿No era una
prueba irrefutable de la unidad de sus almas? Pero entonces se trabó, sin poder
creer lo que estaba diciendo y que hubieran pasado tantos años desde la última
vez que la viera de cerca. Los ojos, la boca, la piel y hasta el lejano aroma a
rosas silvestres eran iguales a la imagen que él guardaba. El cuello blanco y
frágil, las líneas de los hombros, la lisura del vientre, como si nunca hubiera
parido. ¡Ay, la firme perfección del busto, la maravillosa ondulación de las
caderas! ¿Será que alguna vez, siquiera una, ella había fijado sus ojos marinos
en aquel candidato ignoto? «Es mucho más hermosa
de lo que la recordaba», se dijo, con el discurso atragantado. ¿Cómo
hubiera podido abordarla, armado sólo con su cuadernito de versos para saltar
el abismo que los separaba? El sólo pensarlo, ya era una locura. Y de pronto,
toda la homilía - tan descabelladamente aprendida - se le desprendió del
cerebro y fue deslizándose hacia el estómago, donde le entreveró las tripas en
espasmos fríos. Ella le hablaba y él no hacía más que sentir una vergüenza
honda y angustiante, un resentimiento visceral que crecía a cada segundo
mientras descubría que nunca hubiera sido suya, jamás, de ningún modo, por más
que Aristóteles no hubiese cometido la infamia de jugarle sucio. Gordo y
bajito, con los sobacos de la camisa marcados por los lamparones del sudor, los
dientes amarillentos de tabaco, no, qué hablar. ¿Cómo presentarse así, tal como
era, ante la cama-altar de esa diosa nívea y esperar no hacer el ridículo?
¿Cómo creer que el suegro bancario lo aceptaría así nomás, sin el aura del poder
económico? ¿Y la suegra? Vieja copetuda de la aristocracia colonial, ¿cómo
acercársele sin revolverle las hieles de la alcurnia? No, que el sólo pensarlo
le cerraba la garganta con la tenaza del odio, mientras ella se enjugaba con
lágrimas los ojos verdes y le llenaba el aire de sollozos, todo por ese
desgraciado que tenía la culpa de haber sido más vivo, más rico, más apuesto,
más digno de comerse la fruta jugosa, levemente salobre y cálida, de la
doncella, dada a cambio del futuro laboral del papá.
-
¡Dígame, Comisario, respóndame! ¿Por qué nos hace ésto?
-
Porque todos ustedes, señora, son una mierda - Se oyó decir sin querer, como si
las palabras brotaran desde el fondo profundo de su envidia. Laida lo miró azorada
y después, en silencio, dio media vuelta y salió de la oficina, desparramando
olor a rosas tristes.
Sin
poder esconderse a sí mismo los verdaderos motivos de su persecución de quince
años, sintió el inesperado hedor de su triunfo sin poder hacer más que seguir
adelante. Durante mil noches había soñado con demostrarle a ella lo poco que
valía el hombre que eligió y a la hora de la verdad sólo había ganado ese odio
frío y despectivo que los seres superiores a veces dedican – vagamente - a los
que no están a su altura. Empujado al borde de un anticlímax pavoroso, cerró los
ojos y se lanzó al ataque, juntando las pruebas recogidas en su peregrinar
vengativo y llevándoselas al Juez. Su tarea de sabueso había terminado. Que
otro decidiera si el volumen del contrabando merecía diez, veinte o treinta
años de rigurosa prisión.
- ¡Vaya,
sí señor! - murmuró Cinoscéfalos Vázquez, el Juez, hojeando sin apuro la
papelería incriminatoria. Alto, con el pelo apretado contra el cráneo por el
poder de la brillantina, mantenía un porte esforzadamente aristocrático,
remarcado por un rictus de asco involuntario frunciéndole la nariz. Esa mañana
lucía un traje azul oscuro, camisa blanca, corbata oscura y unos gemelos fuera
de lugar asomando por las mangas “Ciertamente,
ha hecho usted un trabajo impecable”, dijo. El Comisario carraspeó, sintiéndose
un poquito mejor. Ojalá estuviera ella, ahí, frente a Su Señoría, admirando a
su pesar el profesionalismo y la abnegación en aras de la honorabilidad y la
justicia. Ojalá llegara justo en ese momento y escuchara las alabanzas del
Magistrado, tal vez, quién sabe, lo miraría después con otros ojos. Aspiró
hondo, revisó con disimulo el nudo de la corbata y se regodeó con el seño
fruncido de Usía, signo inequívoco de que la grandeza de Manfredini tocaba su
fin. Satisfecho, salió a la calle con la autoestima erecta. ¿Laida? Bueno, ya
se recuperaría, sólo había sido un traspié. Pedaleó la bicicleta sacando pecho
y simulando que ignoraba las miradas impresionadas del vecindario, olfateando
en el aire la pregunta que nadie le hacía pero que estaba implícita en el gesto
de la gente ¿Cómo se había atrevido a tanto? «¡Ah, si ustedes supieran cuánto me costó!» , suspiraba,
repitiéndose que al fin lo había logrado. Sintiéndose mejor que nunca, entró a
la comisaría para disfrutar la derrota de su enemigo, pero entonces sufrió la
segunda desazón.
-
Así que somos una mierda, ¿eh, Pericles? - Sonreía Aristóteles, detrás de la
reja. Ya se le había pasado la rabia del primer momento y parecía relamerse con
el lío en el que - sabía - se había metido el Comisario. Sentado en un catre
militar y sin dejar de juguetear con la gorra capitana entre las manos, agregó:
-No sé cómo podés decir tal cosa vos, pero justamente vos, que vive en una casa
prestada por mi primo, el Intendente. ¿Y tu bicicleta nueva? ¿No te la regaló
la cooperativa policial de la que soy tesorero? ¿Y las hermosas cortinas que te
envió mi esposa para la navidad? ¿Y el sobresueldo que te pagamos entre todos,
sólo para mejorarte la vida un poco? ¿Y la radio que te compramos en el día del
policía? Yo creo que la mierda sos vos, Pericles. Un ingrato, éso sos. Un tipo
de la peor calaña, sin códigos, un traidor de sus amigos de la infancia, un
rastrerito de cuarta. Un negrito de mierda consumido por la envidia.
-
¡A ver si te callás, carajo! - Vociferó el policía, arrojándole la gorra de
desfile con la que había honrado al Juez minutos antes. El último diminutivo lo
había ofendido terriblemente: negrito de
mierda. Sorprendido, el preso se quedó mirándolo con la boca abierta.
Pericles prosiguió: “¿Así que vivo en la
casa que me presta tu primo, el Intendente? ¡Sí! ¿Y qué? ¡Es una casita de
mierda, una pocilga que ustedes no usarían ni para que duerma el perro! ¿La
quiere de vuelta, tu primo? ¡No hay problema, que con la comisión que me
permite la ley sobre el contrabando incautado me voy a poder comprar algo cien
veces mejor que éso! ¡Ah, cierto, las cortinas, podés llevártelas para arreglar
un poco la celda que te espera y lo mismo con la radio, muchas gracias, pero te
será más útil a vos en los próximos diez, o quince años a la sombra!”.
-
Todavía queda la bicicleta - Murmuró Aristóteles, introduciendo un cigarrillo
en su boquilla de oro peruano. Había vuelto a sonreir.
- A
la bicicleta te la podés meter en el culo - Liquidó el Comisario, saliendo al
patio para que no le notaran las lágrimas de rabia. Ahí estaba todavía cuando reapareció
Laida, junto a uno de los abogados de la familia. Era un hombre gordo y bajito,
enfundado con esfuerzo en un traje celeste. Miró al Comisario con un desprecio
burlón y mal disimulado, antes de mostrarle un papel recién suscripto por el
Juez, dictando una orden sustitutiva de prisión. Ella lo miraba impasible, haciéndole
ver que el desprecio fuera mucho para esa sanguijuela rastrera y policial.
Tragándose el orgullo, Pericles abrió la celda y el contrabandista salió con
desdén, como si hubiera preferido quedarse un par de horas más. Rodeó con un
brazo indiferente el talle de su esposa, guiñó un ojo pícaro al letrado y luego
subieron todos juntos al Land-Rover
de...la Municipalidad.
VII
El Doctor
Epaminondas sonrió con amabilidad no exenta de coquetería, sintiendo un vago
cosquilleo de interés por la muchacha triste que tenía al frente. Muy pálida y
ojerosa, pero con los reflejos de una belleza que debió ser altiva, ella
escondía su fragilidad en un chal desteñido, como hecho a propósito para
ocultarla de los ojos del mundo. ¿Qué desgracia la habría traído al pueblo?, se
preguntaba, pero su curiosidad aumentó cuando, al decirle que estaba encinta,
los ojos de la muchacha se humedecieron. No era la emoción tantas veces vista
en mujeres de todas las edades. Era algo más. Las lágrimas caían cargadas de
desconsuelo, como si el anuncio confirmara el duelo de una sentencia injusta.
Compasivo, hizo una seña a la enfermera para que trajera un vaso de agua y le
alcanzó a Isabel un pañuelo blanco con bordes celestes.
-
Espero, señora, que pueda usted confiar en mí como en un amigo, aparte de la
confianza que me dispensa como médico - Dijo, ceremoniosamente - de modo que si
hay algo que yo pueda hacer, con que me lo diga y lo haré gustoso. ¿Vive aquí?
¿Cual es su domicilio en Nueva Atenas?
-
Vivo en la sacristía del padre Rigoberto, allí hago la limpieza y lavo la ropa.
Ese es mi trabajo y mi domicilio.
-
Bien, como sabrá, señora, ahora que está en estado deberá dejar de lado esas tareas,
¿ya lo sabe su marido? Digo, de su encargue.
-
Mi marido está muerto - Dijo Isabel, mirando por la ventana del consultorio
hacia las personas que cruzaban la plaza.
-
Conozco la sacristía; es pequeña y poco ventilada - Comentó el Doctor,
calculando sin querer qué posibilidades tendría con esa viuda hermosa y herida
- pero si usted me lo permite, hablaré con mi amigo el Intendente para que le
ceda una casa que acaba de dejar libre el Comisario. No es muy grande, pero
servirá para empezar.
Isabel
susurró un «gracias» y desapareció
por la puerta que daba a la calle. El médico se quedó un rato pensativo,
mediando sin darse cuenta entre sus ganas de aprovechar la situación y el
deseo, también sincero, de ayudar a la desdichada. Era demasiado bella para no
causar suspicacias entre la gente y ni qué decir en su esposa, a quien no la
conmovería ni el inoportuno embarazo. Con un poco de suerte, pensó, podría
mantener una relación de protección y amistad sin que nadie lo viera, visitándola
a escondidas en la casa donde hasta el mes pasado vivía Pericles, llevándole
víveres, ropitas para el niño, en fin, ganándose su confianza hasta que la
maternidad liberara su cuerpo y la devolviera a las naturales inclinaciones de
una mujer joven y sana. Una amante, suspiró, un amor clandestino y fogoso,
fruto de la gratitud y la viudez. ¿No era lo que había soñado durante años,
bajo el insoportable aburrimiento del matrimonio? Espeucipo Caballero lo
recibió esa misma noche en la galería de su casa, sentado ante una mesita de
mimbre en la que su esposa Helena había depositado una jarra con jugo de ananá
y un par de vasos. El Intendente fumaba un habano y echaba el humo, azul y
lujurioso, para espantar los mosquitos. A su lado, Aristóteles miraba con curiosidad
al médico y sonreía como si no le creyera. “¿Es
linda, la gallega ésa?”, preguntó, bajando la voz porque su esposa andaba
por ahí cerca, con la recién nacida Niké. “Es
bastante feúcha”, mintió el Doctor, alzándose de hombros. El Intendente
soltó una carcajada y Laida levantó la vista, curiosa. Caballero decidió que le
bastaba con que la recién llegada supiera leer y escribir para darle trabajo en
la Municipalidad, total el sueldo no saldría de su bolsillo.
-
No sé cómo podré pagarte el favor, la verdad - Dijo Epaminondas, imaginando el
calor ansioso y hambreado de la viuda. Quizás no fuera necesario aguardar hasta
el final del embarazo, quién sabe si antes, dependería de la habilidad con que
él supiera iniciarla en las artes del olvido.
-
Ah, ya me vas a devolver el favor, tarde o temprano - Sonrió el Intendente,
arrojando el muñón humeante del cigarro entre las plantas del patio.
-
Mi querido Epaminondas, la verdad es que no te creo un carajo - Terció el
contrabandista -pero podés contar con unos muebles que tengo por ahí, una radio
casi nueva y una bicicleta, por no nombrar unas hermosas cortinas que hizo mi
esposa y que están a tu entera disposición.
- ¡Muchachos!
- Exclamó el médico- ¡La pobrecita viuda lo agradecerá!
-
Sí, ya nos imaginamos cómo y a quién - Bromeó Espeucipo y cambiaron de tema,
pues las mujeres se acercaban conversando por el senderito de los jazmines,
tirando entre las dos el coche que cargaba a la pequeña Niké. La niña dormía,
plácida, sin saber que el trato que acababan de anudar los hombres tendría
terribles consecuencias en su vida.
VIII
Cinoscéfalos
Vázquez era un abogado joven e idealista cuando integró la terna para Juez de
Nueva Atenas, cargo fundamental en la impavidez política que caracterizaba a la
ciudad. Un poco estirado en opinión de la mayoría, llegó al despacho frente a
la Municipalidad con la aprehensión de quien sabe que está pisando huevos y
sobre todo, huevos ajenos. Se sentía más predispuesto a mantenerse distante - para
no tener que deberle nada a nadie - que a confraternizar, pero no pudo. El
primer día se vio obligado a recibir la tradicional caja de habanos que
estilaba regalar el Intendente, los botellones de whisky enviados por
Aristóteles y un juego completo de artículos de escritorio de importación - es
decir, de contrabando-, gentileza de un tal Julián Daud, Secretario General del
Sindicato de Obreros Portuarios de Atenas. No hubo forma de negarse sin ofender
a sus nuevos compueblanos, quienes además se mostraron discretos, como para
dejarle claro que no pretendían sacar partido de la bienvenida. Luego llegó la
bonita réplica de un sable de la Independencia, remitido a marcha forzada por
el Mayor Verón, jefe del Regimiento. Al tercer día, una tal Aspasia apareció
cargando un indecoroso jamón serrano enviado por Arístipo, su padre, dueño de
un tugurio llamado El Areópago. Sin embargo, la prenda más estremecedora
apareció a la séptima noche en su cama, de manos de una morocha insaciable que
le aplacó la angustia y se marchó al alba sin decirle el nombre propio ni el
del remitente.
Consciente
de que empezaba a deber favores a diestra y a siniestra, perdió de a poco la
vehemente seguridad con la que había llegado y en apenas dos meses, ya era
otro. Aturdido, se atragantaba con el humo de los puros y le daba un ligero ataque
de culpa al primer sorbo de whisky, aterrado de que la amante apareciera de
nuevo, aumentando la deuda con su ignoto benefactor. Todo ello lo ponía
incómodo, fuera de lugar, pero a la vez le gustaba. Lo hacía sentirse poderoso.
Luego, tras la seguidilla de obsequios llegaron las invitaciones a cenar, a
almorzar, a compartir la Navidad y el Año Nuevo, a pescar en los recodos del
río y por fin - verdadera iniciación en la hermandad varonil - la visita al
mejor prostíbulo de Foz, donde la única virgen de las niñas estaba siempre
reservada al Doctor, sin que le permitieran jamás pagar ni un centavo. Los
muchachos eran - para qué negarlo - unos tipos verdaderamente amables, que
hasta juntaron dinero y le dieron la sorpresa de cambiar - sin que él supiera
ni sospechara nada - su rasposo Chevrolet
del 52 por un lustroso Ford cero
kilómetro y -¡oh, detalle!- de color azul noche, digna locomoción de un Juez de
su nivel. Sintiéndose mimado hasta la saciedad y con los prejuicios y
resquemores relajados a un punto sin retorno, se preguntaba qué pasaría si uno
de sus amigos se viera envuelto, alguna vez, en un asunto judicial.
Tuvo
su prueba de fuego el día en que le tocó intervenir en la extraña muerte de
Sófocles Martínez, tragedia que enredaba a su compañero de juergas favorito, el
risueño Fedípides Daud, hermano del Turco Julián y dueño de la joyería
principal. Parecía ser que Sófocles le había prestado una gran cantidad de
dinero a Fedípides, fortuna con la que éste abrió una joyería para atraer a los
turistas que pasaban a las cataratas. Al principio - siempre según el
chismorreo popular - el deudor saldó las cuotas, digamos las dos primeras,
quedando las demás destinadas a la mora eterna. Tras ignorar durante meses los
reclamos, los hermanos invitaron una mañana al prestamista a salir de pesca,
actividad que terminó con el usurero ahogado, acaso porque había bebido bastante
y se cayó por la borda, cosas que a veces les sucede a los novatos. Ulises
Martínez - hijo de la víctima y ex compañero de escuela de los Daud - encabezó
una campaña para probar que había sido un crimen a efectos de no devolver el
préstamo, hipótesis apoyada en los hematomas que presentaba el muerto y en las
marcas de estrangulamiento alrededor del cuello. Puesto entre encarcelar a uno
de los suyos o ratificar el accidente, Cinoscéfalos entendió que el muerto pudo
golpearse la cara al caer por la borda y que el acogotamiento tal vez fuera
obra de la casualidad, con tanto camalote suelto.
Fue
un escándalo ruidoso, pero pasajero, más que nada porque nunca aparecieron los
pagarés impagos, algo que hubiera dado al Juez un móvil para el asesinato.
Ulises acusó del robo de los papeles a una secretaria que había tenido su
padre, una tal señorita Segovia a la que el Juez tuvo que llamar a declarar y resultó
ser, nada menos, la morocha que lo había visitado en su primera semana. Usía se
quedó sin habla, viéndola aparecer más sensual a plena luz, ofreciéndole la
punta de la lengua entre los dientes perfectos. Más incómodo que nunca, el Juez
le hizo tres preguntas de rigor y la declaró inocente, cerrando el asunto ipso facto y tomándose un mes de
vacaciones en Río, gracias a un pasaje a su nombre que apareció sobre su
escritorio. Cuando regresó, bien tostado y un poco más gordo, era menos joven e
idealista que en su primera llegada. Se renovaron los ritos de bienvenida: los
puros del Intendente, los whiskyes de Aristóteles, el jamón de Arístipo, los
adornos del Mayor y el ardor de la morocha, más dedicada que nunca, enviada por
los Daud. En el colmo de la confianza, al mes siguiente lo nombraron Miembro Honorario
del Partido Republicano.
En
aquellos tiempos y salvo por uno que otro odioso asunto, todo marchaba viento
en popa en Nueva Atenas. La Municipalidad asfaltó las calles principales,
extendió el cableado eléctrico a la periferia y habilitó una cabina de teléfono
público, verdadero lujo de la modernidad. ¿Qué más se podía pedir? Sin embargo,
otra desgracia de proporciones encabritó en poco tiempo los ánimos del
vecindario, agregando un nuevo eslabón a la amistad entre el Juez y los griegos
más poderosos. Aclepios Pane, dueño del único supermercado de la región, fue
muerto a tiros en su propia oficina y los rumores apuntaban esta vez al
Intendente, su amigo del alma. Arístipo, el mismo que mandaba jamones con su
pequeña hija, fue quien reunió a los vecinos, furiosos por lo que consideraban
un cruce de la línea de Espeucipo, un «esta
vez se le fue la mano» que no estaban dispuestos a tolerar. “Tiene que hacer algo, Señoría”, le decía
Arístipo, hablándole a través del humo de los habanos que el Juez fumaba uno
tras otro. “Todo el mundo sabe que el
finado Pane construyó el supermercado lavando dinero del Intendente, nadie
ignora que los matadores fueron contratados en Foz; son, incluso, gente que ha
estado en Nueva Atenas varias veces, se los ha visto entrando y saliendo de la
casa de Caballero. ¿Qué hará?”.
-
Uno no puede andar diciendo todas esas cosas sin pruebas - Respondió el Juez,
nervioso, pues desconocía los negocios prestamistas del Intendente y tampoco
quería saberlos.
Durante
tres semanas intensas se sucedieron las reuniones, amontonándose sobre el
escritorio de la Justicia los testimonios de gente que decía - pero no firmaba,
por temor a represalias - que el Supermercado se había levantado con las
ganancias que el Intendente y su primo obtenían del tráfico de armas - que el
atribulado Cinoscéfalos ignoraba -, negocio en el que sólo oficiaban de
capitalistas, pues el cerebro era el Mayor Verón. “No puede ser, le digo que no puede ser”, negaba, ya casi sin ganas,
Usía, pero le daban datos precisos, como que los matadores habían cobrado por
el encargo diez mil pesos, puestos en Foz por Agripino Malatesta, guardaespaldas
del Intendente. Y el Juez dudaba, sin saber qué hacer. Por fin, una noche, mientras
retomaba el aire sobre el vientre sudado de Nuria Segovia, la contrató para
caerle a Jenofonte García, el cajero del Banco, a quien debía sonsacar el estado
de cuentas del Intendente. Aunque la táctica pudo fallar por varios motivos - que
ella lo traicionara, que Jenofonte se negara a hablar, que Caballero tuviera
cuentas en diversos bancos, etc.- acabó por enterarse que al día siguiente del
crimen, Espeucipo había librado un cheque por diez mil pesos exactos. Coincidencia,
que se dice. Mandó a llamar a Arístipo y le informó que daba por cerrado el
caso, pues las pruebas demostraban que se había tratado de un simple «asalto seguido de muerte», como rezaban
los partes policiales. A las pocas noches, cuando el Juez estaba por acostarse,
apareció Nuria. Sonreía a cara llena, jugueteando con un sobre entre las manos.
Lo ofrecía y escondía, estirándose como una gata por la cama. Por fin, él se lo
quitó. No tenía señas del remitente, pero guardaba el fajo más grande que el
Juez hubiera visto en su vida. Aturdido al principio, jineteó con la mensajera
hasta que las fuerzas le fallaron y se quedó sin aire, embriagado por la locura
de un mundo que empezaba a gustarle de verdad.
IX
El
Comisario vio pasar a Isabel pedaleando la bicicleta y se quedó pasmado, sin poder
creer lo que veían sus ojos. Venía desde el lado donde él tenía su casa, así
que ¿se la habrían dado también a la desconocida? ¿Quién era ella? No pudo
pensar en otra cosa por el resto de la mañana, acodado con amargura sobre la
ventana de su oficina sin cortinas. Todo había salido mal. Sus irrefutables
pruebas, reunidas a lo largo de cinco años de insomnios y dificultades,
desaparecieron quién sabe cómo del despacho de Su Señoría. La irreprochable
bitácora de las andanzas del rufián, los cuadernitos de los agentes, las fotos
desenfocadas, todo, pero todo de verdad, se había perdido en el fondo de un
enigma parecido al fraude. Toneladas de electrodomésticos recién inventados,
gaseosas brasileñas sin marca, juguetes chinos pintados de urgencia, preservativos
tailandeses de tres medidas y múltiples artificios más, acurrucados en los
mismas cajas en que cruzaban el río, se hicieron humo sin que nadie pudiera dar
cuenta del sortilegio, aunque se las creía a buen resguardo en un galpón
municipal. Y lo peor de todo, lo más grave: diez docenas de paquetes
conteniendo un polvo apisonado, el auténtico caracú del negocio y único
argumento capaz de hacer bajar del norte a uno de los jefes máximos de
Seguridad, se evaporaron sin dejar rastros, con lo que los diez, veinte y hasta
treinta años de cárcel prometidos a Aristóteles dejaron de existir.
-
¡No puede ser! ¡Alguien tuvo que haber visto algo! - Gritaba Pericles,
tirándose de los pelos en medio del galpón vacío. Los empleados de la
Municipalidad - a cuyo cargo estaba la vigilancia - encogían los hombros y
juraban no haber visto ni oído nada, pues se marchaban a sus casas a las seis
de la tarde y regresaban al día siguiente. ¿Qué culpa tenían de lo que
sucediera en las noches? El agente comisionado para quedarse después de hora
balbuceaba incoherencias que en vez de aclarar, oscurecían. Alguien deslizó la
teoría de que al pobre agente lo habían drogado y desde entonces quedó firme la
inocencia del último sospechoso. Desesperado, Pericles acudió al Juez y le
imploró que hiciera algo, cualquier cosa, pero que impidiera la descarada
impunidad de Aristóteles. Cinoscéfalos respondía con voz monocorde que no tenía
ninguna prueba que permitiera inculpar al empresario de algo ilegal.
-
¡Pero lo atrapé en la barcaza cargada de contrabando! - Gemía el Comisario,
empezando a creer que tal vez el Juez no fuera tan honesto como le había
parecido antes, cuando recién llegó -¡Están los agentes como testigos, además
de los tripulantes!
-
El señor Manfredini declaró a este Juzgado - Explicó, pacientemente, Usía - e
informó que había salido de pesca esa tarde, cayendo por accidente al agua y
siendo rescatado generosamente por la tripulación de la barcaza que, según
usted, llevaba contrabando, pero yo no lo vi, así que no puedo confirmar esa
hipótesis...
-
¡Hipótesis! ¡La puta que la parió a la hipótesis! - Se descontroló Pericles,
pegando un puñetazo sobre el escritorio del Juez - ¿Y los tripulantes? ¿Y mis
agentes? ¿Y los empleados de la Municipalidad que cargaron el contrabando?
-
Los tripulantes, Comisario - Siguió el Juez, impertérrito - eran ciudadanos
brasileños y fueron deportados de inmediato, pero supongo que nada le impedirá
a usted viajar al país hermano a buscarlos. Sus agentes, por otra parte, sólo
declararon haber visto cajas y cajones, sin especificar qué había adentro. ¿No
pudieron estar vacíos? Y en cuanto a los empleados de la Municipalidad, que sí
abrieron las cajas, reconocieron haber visto una gran cantidad de mercadería
aparentemente importada, lo que no significa que fuera contrabandeada y mucho
menos, implica que fuera de propiedad del empresario, además del hecho de que
la mercadería desapareció, lo que deja sin efecto la posible comisión de un
delito relacionado a su origen. Como puede ver, sus acusaciones contra el señor
Manfredini carecen del sustento que me exige la ley para iniciar un proceso.
-
Pe-pe-pero ¡Había droga! - Tartamudeó el Comisario, al borde del colapso.
-
Bueno, eso dice usted. Yo no la vi y por cierto, tampoco los policías de la
capital que usted llamó sin consultarme y que se hicieron un tremendo viaje al
pedo, con perdón de la vulgaridad, por lo que hube de explicarles que había
sido una falsa alarma, producto seguramente del exceso de celo profesional de
un buen policía como nuestro Comisario. Mire, no crea que no lo comprendo,
usted lleva años trabajando casi sin descanso, soportando incomodidades y un
bajo sueldo, haciendo sacrificios que tal vez nadie reconoce.¿Por qué no se
toma un descanso? Yo podría conseguirle un viaje, gratis, por supuesto. ¿A
Brasil? ¿Le gustaría, eh?
Pericles
miró al Doctor con desconfianza. Estaba queriendo comprarlo, coimearlo,
vencerlo, sacárselo de encima con un dulce, como si fuera un chico o un infelíz
de ésos que se bajan los pantalones ante el amo de turno. Una rabia colorada y
rebelde le subía desde las tripas, prendiéndole fuego en las orejas. El Juez
continuó:
-
El señor Manfredini, en una muestra de nobleza que realmente me sorprende y
como un modo de demostrarle a usted que no le guarda rencor por el equívoco,
ofreció un pasaje de ida y vuelta a Río de Janeiro, con todos los gastos pagos
por un mes. En fin, ya ve que la gente no es tan mala si le envía un mensaje
así.
-
Tiene razón. Y yo le mando otro a él: que se meta el pasaje en el culo.
Dicho
ésto, Pericles se levantó dignamente de la silla y caminó - conteniendo las
lágrimas - hacia el bochorno desolado de la calle. Levantó los ojos al cielo y
sólo encontró el azul intenso y vacío del firmamento, el verano cayendo en
forma de desesperanza sobre las veredas grises. ¿Qué podía hacer? ¿Renunciar?
¿Y luego, qué? ¿Empezar de cero? ¿Con qué dinero? No tenía adónde ir. No conocía
otro oficio y además ¿quién le daría trabajo en el pueblo si todas las empresas
más o menos importantes eran de las cuatro o cinco familias emparentadas con
los Caballero? Sólo podía regresar a su despacho y esperar, hora tras hora, la
venganza de los poderosos, agonizando en silencio mientras ellos lo iban
despedazando lentamente, privándolo de los pequeños beneficios que se había
ganado en seis años de comisariato. Eso sí, se tomaron su tiempo, quizás porque
así le provocaban un dolor más largo y humillante. Dos semanas más tarde
apareció Agripino Malatesta con una orden para retirarle la bicicleta, justo
cuando acababa de lustrarla. El alcahuete sonrió de costado, mirándolo con la
sorna de los que se saben impunes, mientras acariciaba un espejito que Pericles
le había agregado al manubrio.
-
Creo que ésto no pertenece a la bicicleta, ¿verdad? - Dijo, quitándolo de un
tirón y depositándolo con ceremonia sobre la murallita. Luego trepó al
velocípedo y se fue silbando una polca parrandera.
Los
agentes lo miraban de reojo, comprendiendo que el jefe había caído en
desgracia. Bien merecido se lo tenía, claro, por obtuso, ¿Cómo se le pudo
ocurrir la peregrina idea de tomarse en serio la lucha al contrabando? ¿Desde
cuándo el viejo juego del gato y el ratón, tradicional coitus interruptus del sistema fronterizo, acababa en la detención
de un pez gordo? Una cosa era la propaganda que siempre se hacía desde el
gobierno, instando a la gente a denunciar el delito, a exigir boleta legal y
cursilerías por el estilo. Pero otra cosa, muy distinta, era la realidad. Flor
de idiota, el Comisario. Si no pensaba en su propia carrera, allá él, pero ¿por
qué privar a sus hombres de la multitud de pequeños beneficios que les
reportaba el ejercicio de la vista gorda? Triste Navidad sería la próxima sin
la generosidad del señor Aristóteles repartiendo panes dulces, sidras y
chucherías asiáticas - el año anterior los había maravillado con los condones
musicales -, por no recordar - ¡ay, qué pena! - los billetitos metidos en los
bolsillos como sin querer, de puro cuate, en agradecimiento por la barcaza que
pasó sin novedad, de punta a punta, mientras los agentes escuchaban el partido
en las radios que Manfredini les había enviado en prueba de imperecedera
amistad. ¿Y ahora? ¿Qué harían ahora a cargo de ese idealista sin rumbo? Miren,
si no, empezaron por quitarle la bicicleta como si hubieran sido galones,
degradación pública que servía para remojarle la barba y anunciarle que las
desgracias comenzaban. A los diez días, cuando Pericles había hallado al fin un
modo de olvidar el humillante secuestro de la bicicleta, se apersonó en su
despacho el hermanito menor de Nuria Segovia, llevando en la mano un papel que
lo autorizaba a retirar en el acto la radio Tonomac
Platinum que el Comisario usufructuaba en su soledad, atento por las noches
a “La Voz de las Américas”. Sin
responder ni una palabra, el condenado envolvió el aparato en unos diarios
viejos y se lo entregó al recadero con el estoicismo de lo inevitable.
-
Para lo que hay que escuchar en estas radios de mierda - Murmuró, sintiendo en
la garganta el nudo del infortunio. Después, anticipándose a los tiempos que
seguirían, se puso a revisar la oficina y a reunir todos los objetos - por más
pequeños e intrascendentes que fueran - que hubieran sido obsequiados por el
vengativo Aristóteles. Se sorprendió de que fuesen tantos: dos lapiceras a
cartucho, una agenda de tapas de hule negro, una imagen de la Virgencita de
Itatí, dos docenas de diarios dominicales, seis revistitas «El Ejército de Hoy», la consabida caja
de cigarros, tres botellas de jerez español, un reloj despertador y una pequeña
pintura sobre la fundación del pueblo, en la que Pisístrato oteaba el
firmamento florete en mano. Dádivas sin importancia, pequeñas muestras del
estilo comprador de conciencias que caracterizaba al modo de ser regional. Con el
despecho de una novia que devuelve las cartas de un amante infiel, fue metiendo
el inventario en la caja en la que antes guardaba las pruebas irrefutables,
cerró la encomienda con varias vueltas de cordón y luego comisionó al cabo
Cárdenas a que fuera con el paquete y lo entregara - de ser posible, en manos
propias - al mismísimo Aristóteles. El cabo salió a la orden, pero a mitad de
camino se deshizo en un zanjón de los diarios, las revistas y la agenda de hule
negro, llevándose el resto a su propia casa, a modo de indemnización por el fin
de los buenos tiempos. Convencido de que su actitud de devolver los regalos
acabaría con las humillaciones, el Comisario se sorprendió cuando a los pocos
días se presentó Nuria Segovia a reclamar las cortinas, pues el Intendente las
precisaba para decorar la ventanita del lavadero. No fue todo. Esa misma noche,
una comisión integrada por Malatesta, el Turco y el hermanito de Nuria, se
apersonaron en su casa con la orden de desalojo.
-
Díganle que se meta la casa en el culo - Fue la lacónica respuesta de Pericles,
antes de manotear sus pocos trapos y salir con un portazo definitivo. Desde
entonces vivió en una de las celdas, compartiendo las noches con los vómitos y
pedos de los borrachos que el cabo Ortega atrapaba. Sólo llevaba dos días en su
nueva situación cuando vio pasar a Isabel maniobrando la bicicleta.
***
Capítulo 3
(De
las tácticas galantes del Doctor Epaminondas, dado a conquistar
tarde
o temprano, pero en lo posible cuanto antes, a Lucía Insaurralde,
la
viuda de la que todo el mundo hablaba)
X
E |
ntrecerrando los
ojos en absoluta concentración, el Doctor Epaminondas perseguía y liquidaba de
raíz los últimos pelitos escapados en la primera afeitada, finteando con la
navaja frente al espejo del baño. Le había dicho a la esposa que Aristóteles le
había pedido - en realidad, rogado, exigido - que lo acompañara en un par de
copas con un amigo extranjero, gente distinguida que gustaba de conocer los
intelectos del interior. Tenía, es decir, un par de horas libres por delante,
suficientes para una estratégica primera visita a la casa en que se había
instalado Isabel. Levantó la cara y se pasó la palma de una mano por la piel
del cuello, explorando los poros abiertos por el paso de la cuchilla. Abrió una
botella de Old Spacy, vertió un buen
chorro de loción en el hueco de la otra mano y se refrescó la zona suavemente, con
masajitos que contribuían a evitarle la papada - siempre amenazante - y
tonificaban la frágil piel del cuello. Luego, girando la cabeza a un lado y al
otro, controló los cachetes, el largo de las patillas y cualquier eventual
imperfección en el corte de pelo. Buscó el frasco de brillantina, sacó con tres
dedos una porción azulada, la esparció entre las manos y procedió a mezclarla
en la cabellera negra y lacia, moteada aquí y allá por algunas canas. Le
gustaba verse así, bien afeitado, con la piel todavía rojiza por la navaja,
fuerte y varonil, oliendo a loción y brillantina. Aspiró hondo. Ella caería
rendida a sus pies. ¿Qué más podría pedir? ¿No ganaba la lotería recibiendo
ayuda y visita del buen Epaminondas, médico con consultorio y clientela, casado
pero discreto, de buena posición, culto y dueño de una virilidad que la esposa
alababa entre risitas? Nada más verlo llegar, se aflojarían las piernas de su
protegida.
Acomodó
el lazo de la corbata azul, revisó ceremoniosamente los pliegues del traje
blanco y después apagó las luces del consultorio y salió a la vereda. Estaba
oscureciendo. Abrió la puerta del auto - un Ford
negro apenas tres años más viejo que el del Juez - y se ubicó junto a la caja
de mercaderías que había comprado por la mañana. Leche, pan, fideos, arroz,
cosas que cualquier ser humano que recién se instala puede necesitar. Tuvo,
incluso, la notable delicadeza de agregar jabones perfumados, talco y un
potecito de crema para las manos. Isabel Insaurralde, pobrecita, podría dormir
con la seguridad de tener de su lado a un devoto servidor que tarde o temprano
se merecería suceder al finado en el amor de su viuda. Aunque delgada y
paliducha, la mujer era bella y lo sería más cuando recobrara peso y un poco de
su paz perdida. Ay, al Doctor se le estremecía el alma recordando la consulta.
La cabellera suelta sobre la bata blanca. Los pies descalzos colgando de la
camilla. El pecho palpitante contra la oreja sabihonda del galeno, cuyos dedos
hipocráticos palpaban ligeramente los senos firmes, el vientre liso y cálido,
la garganta nívea por donde un día –quizás - se deslizarían sus besos. Puso en
marcha el vehículo y enfiló despacio por la calle principal, luego pasó
acelerando por la mansión que – decían - acababa de comprar el Juez, giró a la
izquierda para evitar las casonas de los Caballero - casi una al lado de la
otra durante cuatro cuadras - y bajó en segunda por una cortada que lo acercaba
a los fondos de la casa de Isabel, donde pensaba dejar el auto. Sentía un
ligero temblor en las rodillas y un frío raro en el estómago, acaso para
compensar la calentura que le inflamaba las turmas. Isabel lo vio plantarse en
la puerta de entrada y del susto casi pegó un grito, pues en un primer momento no
había reconocido al Doctor en ese galán de película mejicana, oliendo a perfume
y a intenciones ambiguas. Se quedó mirándolo, con un trapo en una mano y un
balde en la otra.
-
Me va a disculpar el atrevimiento, señora, pero no quise dejar pasar el día sin
saber en qué condiciones estaba usted - Se atragantó, inclinándose en un saludo
un tanto exagerado. Había avanzado hasta la mitad del porche y allí se quedó,
quizás porque notó que ella estaba lavando el piso.
-
Doctor, qué susto - Sonrió Isabel, dejando los utensilios a un costado - pues
ya ve, estoy muy bien aquí, es mucho más de lo que esperaba la noche en que
llegué a este pueblo. Lo agradezco de corazón.
El
visitante suspiró aliviado - exagerando otra vez un poco - y giró la cabeza
como si buscara un lugar dónde sentarse. La palabra «corazón» le había provocado un ramalazo de ilusiones y al verla
otra vez descalza, con los pies mojados, una ola cálida le acrecentó el deseo.
-
¿Le...le han traído los muebles? - Preguntó, dejando la caja con mercaderías
sobre una murallita.
-
Oh, sí. Una cama, una mesa, dos sillas, un ropero de dos puertas ¡Vaya! -
Exclamó ella, abriendo los brazos - ¡que no hay más qué pedir!
Epaminondas
la escuchaba hablar y se enamoraba más a cada instante, aunque ella no se
mostraba tan indefensa como había supuesto. Sólida en su pequeñez, intacta en
su desdicha, los vientos de la desgracia no habían logrado derribar a esa mujer
nacida para patrona y convertida -quién sabe por qué - en fregona, bocado al
paso para los hombres que comenzarían a rondarla apenas supieran de su
existencia. ¿Podría el embarazo defenderla del asedio carnal, los próximos
siete meses, al menos? ¿O iría ella misma en busca de un hombre que apaciguara
el recuerdo? El médico se mostraba amistoso y desinteresado, dejándole la
insinuación de que ella debería llamarlo a cualquier hora, por cualquier
asunto, que él estaría dispuesto a correr en su ayuda. Parados el uno frente al
otro - a Isabel no se le ocurrió entrar en busca de las dos sillas que le
habían enviado - durante más de una hora, doctor y paciente conversaron hasta
que el ataque de los mosquitos se volvió insoportable. Hacía calor y la noche
se había poblado de grillos cantores. Una luna roja y gorda se estiraba sobre
las aguas del río, varias cuadras abajo. El sudor agregaba reflejos en el
rostro anguloso de la muchacha, pegoteándole por momentos el ropaje a los
muslos. Las manos del médico temblaban con humedades frías y la garganta se le
había empezado a secar, preparando el momento en que la invitaría a subir al
auto para ir a beber una copa en el barcito del puerto.
-
Doctor, ya es tarde y me aflige que pueda estar perdiendo su tiempo conmigo -
Dijo ella cuando él ya casi abría la boca para arrojar el anzuelo. Quiso
apresurarse a decirle que no, que nadie lo esperaba en ninguna parte del mundo,
pero algo en la mirada de Isabel lo desistió de seguir. Se limitó a rogarle que
aceptara la caja de mercaderías, que no debía negarse porque era parte de las
tradiciones del pueblo aportar al hogar de los recién llegados, que al fin y al
cabo, si el destino había querido que se conocieran sólo podía ser porque una
amistad pura y bla, bla, bla, cuestión que Isabel terminó aceptando la caja a
cambio de la promesa de no repetir la dosis, pues ella se había propuesto pagar
hasta el último alfiler con que cosiera su nueva vida. El Doctor no se atrevió
a besarle la mano; ni siquiera a estrechársela. Hizo dos o tres reverencias y
después salió caminando marcha atrás por el caminito de grava, viéndola
quedarse sola en el porche mal iluminado, rodeada de una nube de mosquitos y de
una soledad parecida al espanto. Cuando llegó a la esquina, la pequeña casa
había desaparecido tras los árboles de un terreno baldío.
Abrió
la portezuela del auto en medio de la oscuridad, se ubicó en su asiento y allí
se quedó durante varios minutos, acaso media hora, pensando. Bajó el vidrio de
la ventanilla y el olor de las guayabas y los mangos le recordó de inmediato el
aire que rodeaba la casa de Isabel. Observó con indiferencia el vuelo de los
mosquitos, invadiéndolo su insistencia zumbona. Suspiró hondo y volvió a sentir
la presencia de ella, tal como la acababa de ver. El pelo recogido con un
pañuelo, los pies descalzos, la boca roja sobre la cara pálida y hermosa. Se
dijo que aún era temprano, que si era capaz de imaginar alguna buena excusa
podría regresar y pasarse otro rato,
hablándole de una cosa y otra para que ella se fuera acostumbrando a su voz y a
la idea de que él estaba allí y podría estar siempre, sólo con que lo quisiera.
Pero no se animó a volver, tuvo miedo de romper el encanto de la primera
visita, la pequeña confianza que Isabel le había brindado al contarle que su
marido había sido muerto a tiros, no sabía por quién. Puso en marcha el Ford, encendió la radio, las luces y abandonó
el escondite en cámara lenta, tratando de ser objetivo en el análisis de los
resultados. «Siempre que termino una
actividad, cualquiera fuera - solía decir - le realizo la autopsia. Sólo así me quedo tranquilo, sabiendo que hice
todo lo que podía hacer y del mejor modo posible. Naturalmente, ser un
científico me ayuda a ser objetivo en la disección de cada elemento, pero es
una práctica que recomiendo calurosamente a toda la gente». Sonrió, ya
rumbo a su casa. El aire de la noche lo ayudaba a sentirse vivo, dueño de una
libertad masculina y excitante. La autopsia de esa noche arrojaba resultados
excelentes, mirada desde la subjetiva razón de su calentura.
XI
Camilo
Insaurralde nació una medianoche en la que se había cortado la luz, arrasado el
pueblo por una tormenta que apareció de golpe, después de una jornada sin una
nube en el cielo. Su madre lo parió entre alaridos de rabia, tan aterrada por
los rayos como por el dolor que le abría el vientre sin misericordia. Llorando
de soledad y tristeza, apretó el cuerpito contra su pecho y se fue tanteando
hasta la cocina, buscando un cuchillo para cortar el cordón. «¡Pobre hijo mío!» sollozaba, haciéndole
el nudito del ombligo «¿Qué significado tendrá el que nacieras así,
entre el llanto de tu madre y el del cielo? ¿Será que tu padre te siente allá,
acostado en su tumba al otro lado del mundo? ¿Será que toda la rabia de esta
tempestad se quedará en tu corazoncito?» Y el niño gritaba con fuerza
premonitoria. Isabel lo cubrió con su chal de siempre y por no saber qué otra
cosa hacer, fue a sentarse con el niño en una silla, a mirar la lluvia.
Allí
mismo estaban a la mañana siguiente, cuando el Doctor Epaminondas llegó
tranqueando, llamado por un sueño de muerte. Hubiera querido levantarse de
madrugada y correr a verla, pues estaba seguro de que ella necesitaba su ayuda,
pero Filoxena, la esposa, dormía con un ojo abierto desde que sospechaba que el
médico andaba en cosas raras. Observaba que se cambiaba las camisas tres veces
al día, exagerando la pulcritud de su apariencia. Nunca más, como en los años
anteriores, hubo otro pelito suelto en la barba o un mechón desordenado en la
coronilla, aplastada con el brillo azul de la Lord Cheseline. Llegaba tarde día de por medio, el lunes porque
bebía una copa con Aristóteles, el miércoles porque cenaba con el Intendente y
el viernes porque discutía de política con el Juez, pero ella sabía que era
mentira. Lo percibía claramente los sábados y domingos, viéndolo andar como
tigre enjaulado y añorar el lunes como si le fuera la vida. Lo sentía, llorando
de rabia cada vez que él se demoraba y aparecía con los pensamientos en otro
lado, como si el volver a su casa supusiera un sacrificio. Hasta gastaba más de
la cuenta, pues el dinero familiar, en vez de crecer, decrecía. “¿Será porque no hemos tenido nunca un hijo?”,
se amargaba, masticando celos en la almohada conyugal.
Epaminondas
no era el mismo esposo de antes, ardiente y juguetón, el amante divertido que
se colgaba un toallón mojado del ariete viril, para alardear de su hombría.
Estaba melancólico y distraído. Los martes y los jueves, por ejemplo, se
quedaba leyendo en el living hasta muy tarde, estudiando, decía, pero ella
estaba segura de que era para escaparle al requerimiento conyugal. Filoxena no
podía evitarlo, así que se armaba de paciencia y jugaba todas sus cartas a la
noche del sábado, cuando él ya no podía interponer ninguna excusa. Comenzaba su
táctica cazadora a la media tarde, una vez que la mucama se retiraba. Llenaba
la bañera con agua tibia, agregaba sales aromáticas y velas orientales con
esencias para facilitar el acople. Con una amorosidad que cada vez le resultaba
menos natural, tomaba de una mano al marido, lo iba desvistiendo por el pasillo
y terminaba zambulléndolo en los vapores, enjabonándole las partes con dedos
ágiles y alegres. Después, le encendía un cigarro y lo dejaba allí, fumando y
leyendo alguno de sus libros favoritos mientras ella corría a la cocina a
preparar la cena, más exótica y rebuscada a medida que pasaba el tiempo y la
estrategia seguía sin rendirle el triunfo. Epaminondas, a quien la creciente
atracción por Isabel le había desdibujado los apetitos por la esposa, se dejaba
llevar porque el sentido del deber era muy fuerte y porque la culpa le
provocaba pena, una lástima agria por ella y por él, por lo que ya no serían más.
Simulaba impulsos y jadeos que ya no sentía, jineteando con los ojos cerrados
para poder pensar mejor en el olor a guayabas, en la sombra del mango y en la
pequeña casita al otro lado del pueblo.
Mientras
tanto, Isabel veía crecer su vientre sin imaginar el descalabro que las visitas
del Doctor causaban en Filoxena, cuya existencia ignoraba. Así como él se cuidó
durante meses de revelar su estado marital, ella tampoco se lo preguntó, ¿para
qué? ¿por qué lo haría? Su interés en el médico se limitaba al papel de amigo
generoso que él cumplía a la perfección, llegando día de por medio con una
bolsita de manzanas, una revista que ya había leído, unos dulces para el antojo
o un kilo de helado, atenciones que ella recibía con naturalidad porque no
suponía que tuvieran otra intención que la de aliviarle en algo el embarazo.
Sacaba las sillas al porche y se sentaba a esperarlo con dos vasos y una jarra
de limonada apoyada en la murallita. El médico aparecía siempre a la misma
hora, oliendo a perfumes caros, peinado a la brillantina y enfundado en trajes
fuera de lugar. Simulaba sorprenderse por la limonada fresca, se sentaba en su
silla y le hablaba de muchas cosas -¡coño, cómo hablaba ese hombre! - antes de
cumplir con el plazo que, suponía, él mismo se había impuesto. Dos horas. Ni un
minuto más, ni un minuto menos. Miraba el reloj, decía algo así como «¡Oh, qué charla le he dado, señora, bueno,
mañana habla usted. Ya me tengo que ir!». Pero después alargaba la partida
con el apretón de manos o con la excusa de tomarle el pulso, auscultarle la
retención de líquidos y otras minucias médicas por el estilo. Gracias a él,
Isabel conoció con detalles la historia de los falsos griegos, desde el
accidentado Don Diego en adelante, confiándole a cambio cómo había llegado al
pueblo por un error casual, creyendo que se dirigía a la otra Atenas, la del
Mar Egeo.
-
¡Ah, casualidad, raíz de todos los asuntos! - Exclamó Epaminondas y le habló de
Pisístrato y de la estrafalaria serie de equívocos que desembocaron en la saga
de los Caballero, en el primo Aristóteles y en su gran amigo, el Juez. Frutos
todos de un error de la fortuna, el propio médico fue engendrado por el casual
encuentro entre un viajante y una cocinera de la posada, preñada de apuro y sin
querer - Hasta mi nombre, verá usted, fue un error, pues mi madre creyó que el
Epaminondas griego había sido un sabio, cuando en realidad fue un general del
ejército cuya principal virtud fue su homosexualidad, algo bastante común entre
aquellos griegos. Soltaba una
carcajada el Doctor, para después ponerse serio y narrarle las peripecias de su
infancia de chiquillo bastardo, soñando con marcharse a estudiar y regresar un
día convertido en médico, o en abogado, ingeniero, cualquier cosa, siempre que
el título incluyera un diploma que pudiera restregar en las narices del
vecindario. Pero los años fueron aplacándole el resentimiento. Se recibió,
emprendió el regreso, montó su consultorio, armó su clientela y se olvidó sin
reservas del niño que había sido, sobre todo desde el día en que... bueno, ya hablé demasiado de mí mismo,
señora, qué poca elegancia, cuénteme usted, por favor, permítale al doctor que
la conozca un poco más...Sin una verdadera curiosidad por lo que él había
estado a punto de decirle - su casamiento con Filomena - ella le pintó el
paisaje español con palabras cargadas de nostalgia. Por primera vez, habló de
los recuerdos que aún guardaba de su casa, de su madre agobiada de miedos y de
la plaza poblada de naranjos, de las playas blancas, bañadas por las aguas
heladas del canal. Frente a su amigo, Isabel recordó en voz alta su trágico
amor por el artista sin habla, describiéndole - con ojos inundados de pena - el
retrato mágico que habían colgado en la posada y la furia de su padre,
enloquecido contra ese bohemio mudo y muerto de hambre, llegado de quién sabe
dónde a desencadenar la muerte.
-
No fueron desconocidos, como le dije una vez. Fue mi padre el que lo mató.
-
¡Dios mío! ¡Cuánto lo siento, querida señora!
Entre
una confidencia y otra, la amistad del médico con su paciente pudo sobrevivir a
los largos y pesados meses de la gestación y permanecer a salvo de la
maledicencia del pueblo, en parte por su estado de viuda desamparada y en parte
porque el Doctor se cuidaba de no dejarse ver. Jamás hablaba de ella, ni
siquiera con la enfermera que lo secundaba en el consultorio, nunca la visitaba
fuera del horario impuesto por la discreción y cuando ella asistía a la
consulta mensual, él la trataba con la misma indiferente delicadeza con que
atendía a las demás mujeres. Apático y profesional por fuera, temblando de
emoción por dentro, contaba los latidos del niño asentando el rostro sobre el
vientre cálido, sintiendo el olor a mujer que subía por sus manos y se le
quedaba adentro hasta el próximo mes. Pocas veces, muy pocas, cedió a la
tentación de hacerle regalos más personales, pero pronto desistió para evitar
los rechazos - a veces crueles - con que Isabel volvía a poner las cosas en su
sitio. Un viernes le llevó un vestido azul, amplio y bonito, que ella devolvió
de inmediato porque el azul le recordaba los ojos de su amante muerto.
Tartamudeando, el Doctor ofreció cambiarlo por uno de otro color, pero ella le
respondió que sólo podría ponerle un vestido el mismo hombre que se lo sacara,
algo que probablemente no sucedería jamás. Avergonzado por la propia
imprudencia, él anduvo varios días con el vestido en el baúl del auto, sin saber qué hacer con él. Finalmente lo donó al
hospital y una monja lo descosió y lo transformó en ropitas para los huérfanos.
Otra
vez probó con una pulsera de oro, una belleza que trajo personalmente desde Foz
y que a Isabel le pareció espantosa. Miró la joya con un asco mal disimulado y
comentó que era idéntica a una que llevaba una madama que viajaba en el barco.
No tuvo mejor suerte con un perfume francés - olía a indecencia, según ella - y
hasta fracasó con un ramo de rosas, un gasto ridículo - a decir de la mujer -
considerando el yuyaral desaprensivo que crecía alrededor de su casa y se
extendía en todas direcciones. Finalmente comprendió que ella no estaba
dispuesta a ir más allá en las cortesías, así que guardó la joya y el perfume
en un cajón del escritorio, dejó las flores en un altar de la iglesia y
continuó engalanando las visitas con obsequios sin compromiso, como frutillas y
chocolates que ella comía en su presencia. Lástima que se le ocurrió tan tarde
cual sería el único regalo que ella aceptaría con gusto, emocionada y feliz.
Apenas una semana antes del parto, el Doctor le llevó una media docena de batitas
para el bebé, un chupete, un biberón y una pila de pañales. Lágrimas de
gratitud llenaron los ojos de Isabel, que durante un largo rato se quedó en
silencio, acariciando con los dedos la tela que en pocos días más vestiría a su
hijo.
-
Camilo nacerá en estos días - Dijo de pronto- Y usted, mi amigo, será el
padrino.
Cuando
los halló en la cocina, abrazados frente a la lluvia como náufragos sin
esperanzas, supo que estaba condenado a amarlos más allá de cualquier prudencia
y sin importarle el precio que hubiera que pagar. Isabel estaba inclinada sobre
el recién nacido, cubriéndolo con la sombra de su pelo negro y abrigándolo con
el chal manchado de sangre. Epaminondas sintió un puntazo de dolor al verlos y
la escena se le quedó grabada para siempre ¿Cómo imaginar que el cuadro se
repetiría veinte años más tarde y que entonces Camilo ya estaría muerto,
envuelto en los mismos brazos y en el mismo sudario que tuvo al nacer?
-
Estamos muy cansados - Dijo ella, levantando la cara. Parecía regresar de una
travesía larga y penosa.
- Tranquila,
Isabel, ya estoy aquí - Murmuró él, conteniendo a duras penas la necesidad de
abrazarla. Emocionado como nunca antes por el milagro de la vida, alzó al niño,
se lo acomodó en un brazo y con el otro ayudó a la madre a trasladarse hasta la
cama. Buscó en la cocina, halló cuatro velas y las encendió, distribuyendo su
tenue luz por el dormitorio. Algún día, muchos años más tarde, Isabel le haría
recordar el número y el extraño simbolismo que encerraba. Cuatro velas que oscilaban
con los bandazos del viento y desparramaban sombras confusas por las paredes.
El Doctor higienizó a los dos, cambió el vestido de ella por una bata de
hospital que guardaba en el auto, vistió al niño y le dio la primera mamadera,
mientras afuera continuaba lloviendo, cada vez con más fuerza.
-
Qué pena que Jeremías no le haya conocido, doctor - Susurró Isabel, viéndolo ir
y venir con tanta diligencia - él le hubiera querido mucho a usted.
-
Yo siempre estaré cerca de ustedes dos, Isabel. Se lo juro - Respondió el
médico, con un estrangulamiento de angustia. Sintió que se le caía una lágrima
y desvió el rostro para que ella no la viera. Le dio vergüenza sentirse bueno,
acaso porque su motivación inicial no había sido más que el deseo de
engatusarla con lociones caras y trajes elegantes, cazarla con su telaraña de regalitos
y frases empalagosas, cobrarse con su carne las horas de visita. Pero todo
aquel día y por nuevas razones, no se separó un minuto de la casa de Isabel.
Sentado en una silla junto a la cama, espantaba los mosquitos mientras ella y
el niño dormían, preparaba mamaderas cada cuatro horas y cambiaba pañales en la
misma proporción, llegando incluso al inédito extremo de hervir fideos - un
paquete completo, que rebasó el borde de la olla - y preparar un almuerzo que
si no fue rico, al menos sirvió por abundante.
-
Debiera marcharse usted - Decía Isabel de tanto en tanto, deseando a escondidas
que no le hiciera caso - Vea, pues, hasta me ha cocinao. ¡Esta consulta me ha de costar un ojo de la cara!
-
Deje, en serio, no es problema - Reía el Doctor, tomándole una mano caliente y
asustada -Además, hoy es mi día libre.
-
Ha de ser también el del niño, vea usted, mírelo como duerme de tranquilo.
-
Usted también debiera dormir un rato.
-
Ande, que yo estoy bien.
Hacia
el atardecer, Isabel tuvo una crisis de llanto que el médico interpretó como un
desajuste emocional posparto, mezclado y potenciado sin duda por la distancia,
el dolor de los recuerdos y la angustia por un futuro del que nada podía
saberse. El le conversaba de cualquier asunto y ella le respondía con medias
palabras, pero sin dejar de derramar lágrimas que bajaban por sus mejillas y
llegaban hasta la almohada. Debiera quedarse allí, con ella, durante toda la
noche, pensaba. ¿Cómo dejarla sola en tales condiciones? ¿Y si sufría una
hemorragia o una descompensación? Había estado afuera todo el día y sin decir
nada a nadie, su enfermera lo andaría buscando y Filoxena estaría loca,
sospechando algo raro. Pero él era médico, su deber le imponía olvidarse de
todo el mundo si la salud de un paciente así se lo exigía, eventualidad más que
justificada en el caso de Isabel y su niño. Deseaba quedarse, lo deseaba con
toda el alma, tenerlos a los dos como si le pertenecieran, cuidarlos en la
soledad de esa segunda noche y quitarles el miedo que habrán sentido durante el
alumbramiento, entre los gritos del parto y los rayos del cielo. Podría
permanecer en la casa dos o tres días, incluso, sin embargo, no faltaría quien
comentara que su interés sobrepasaba lo profesional. Siempre habría quien
echara a rodar la versión de que el recién nacido era suyo, algo que no le
molestaba porque fuera especialmente condenable - casi todo el mundo tenía
algún hijo bastardo por alguna parte - sino porque no era cierto. Filoxena se
enteraría del chismerío, Isabel también, tendría problemas con ambas por algo
que ni siquiera era verdad.
-
¡Ya sé lo que haremos! - Dijo de pronto, sorprendido de que no se le hubiera
ocurrido antes - ¡Les buscaré ahora mismo un cuarto en el hospital! ¿Para qué,
si no, soy el director?
Regresó
a su casa bien entrada la medianoche, después de advertir a la enfermera de
guardia que la señora Insaurralde y su hijo tenían absoluta prioridad, así que
debían avisarle de inmediato cualquier circunstancia. Filoxena lo vio llegar
agotado, con la piel aceitosa por el sudor y una sombra de barba en vez de la pulcra
papada doctoral. No le dio mayores explicaciones - se quedó dormido sin
terminar de desvestirse - y ella tampoco se atrevió a pedírselas, temerosa de
que él le confesara que había estado con otra. ¿Para qué saber más, si de todos
modos ya lo había perdido?
***
Capítulo 4
(En
el que acompañamos a León Valdéz en su largo viaje
a
lo largo de todo el continente, o casi, para llegar a un punto
al
que más le convendría no haber llegado jamás)
XII
L |
eón Valdéz los
vio llegar a su casa justo cuando empezaba la siesta. Ya se había quitado los
zapatos, corrido las cortinas de la sala para crear ambiente y empezaba a
concentrarse en la elección de un libro, cuando escuchó el rumor de las pisadas
sobre la hojarasca del patio. Esa hora del día, era su favorita. Solía quedarse
varios minutos, una mano en un bolsillo y la otra en el mentón, observando la
prolija formación de los lomos y rememorando a vuelo de pájaro las historias
contenidas en los volúmenes. Los había de los más extraños. Desde novelas de
caballería hasta ensayos políticos, pasando por estudios de antropología,
diccionarios, manuales etimológicos, biografías de los más variados personajes,
poemarios y hasta directorios telefónicos de países donde nunca había estado.
De izquierda a derecha, guiándose con la punta de un dedo sabio, recorría las
hileras torciendo el cuello para reconocer títulos y autores. Primero hacía una
pasada formal hasta el final de un estante antes de bajar al próximo, pero
después se ponía ansioso y entraba a dar saltos con la vista, como si se
dispusiera a leerlos todos a la vez. Finalmente, sacaba la mano que guardaba en
el bolsillo y se lanzaba sobre un libro que no había tenido en cuenta en todo
el proceso anterior. Lo atrapaba con firmeza entre los dedos mientras sonreía
triunfante y lo iba extrayendo poco a poco, como quien halla un tesoro
largamente buscado. Luego se retiraba un poco y contemplaba al resto de los
libros como lo haría un general con sus soldados, controlando que todos
siguieran en sus puestos, leales y sumisos hasta que les llegara el turno.
Ponía al elegido bajo un brazo, encendía un cigarrillo negro con un fósforo de
madera - era formal enemigo de los encendedores de benzina - y se acomodaba,
repartiendo con precisión piernas y codos sobre los almohadones, a lo largo de
un sillón cubierto por una manta oscura. Entonces sí, abría en la primera
página y ninguna fuerza de este mundo - salvo una - era capaz de interrumpir su
ensoñación.
Sólo
a Clara, porque le tenía una confianza extrema, llegó a contarle la emoción del
primer libro abierto. Era un ejemplar amarillento y apolillado, carcomidas las
tapas por hongos literarios, que halló una tarde de lluvia en un mueble de la
sacristía. El cura Rigoberto, su tío, se lo prestó como al descuido para
mantenerlo quieto a la hora de la misa y después tuvo que obligarlo a dejarlo
un rato, para que pudiera cenar. Fue, para León, como si le hubieran dado la
llave del mundo de los sueños. Acababa de cumplir siete años, pero en realidad,
había nacido otra vez. La novela se llamaba Sandokán
y los tigres de la Malasia y la leyó tantas veces en los años siguientes,
que podía recitar páginas enteras de memoria, sintiéndose más dueño de ella que
Emilio Salgari. Tres años más tarde - por la época en que llegó Isabel a la
sacristía - se había especializado en conocer los lugares exactos en que se
ubicaba cada libro en los estantes, leídos además en orden de alineación, sin
importar la temática. Desde Cartas de
Madame Pompadour hasta Los Evangelios
según San Marcos, pasando por Voltaire, Camus, Jack London y Agatha
Christie, León se devoró todo con el mismo eclecticismo con que después armaría
su vida. Leía a una increíble velocidad: en el mismo tiempo que le llevó a
Isabel terminar El Quijote de la Mancha,
él dio cuenta de La Isla del Tesoro, El Espíritu de las Leyes, Cartas Filosóficas y El Manual de Cocina de Doña Petrona, que
luego su tío regaló a Isabel cuando ella se marchó a vivir a la casa del
Comisario.
Huérfano
de madre desde los dos años, León se encariñó enseguida con esa mujer delgadita
y triste que apareció una noche. El había llegado igual, ocho años antes,
cuando el padre recordó que tenía un hermano al que podría encargarle el hijo
mientras recorría el mar con la flota mercante. León tenía las piernitas flacas
y un espanto sin disimulo a los santos que poblaban la capilla, pues le
recordaban la rigidez de cera con que había visto a su madre la última vez. Le
aterraba pensar que esos muñecos de yeso pudieran hablarle y - peor aún - bajar
de sus altares de madera lustrosa y regañarlo por la costumbre de chuparse los
dedos - el anular y el mayor de la mano derecha -, único modo que conocía
entonces de vencer la angustia de la soledad. Sólo dejó de hacerlo el día en
que su tío cura le prestó la primera novela.
Si
bien Isabel sólo estuvo un par de meses viviendo con ellos, León sintió su
partida como una nueva pérdida y durante varias semanas le insistió a Rigoberto
que le permitiera irse con ella, pero no hubo caso. Después, con la excusa de
llevarle un libro prestado, comenzó a visitarla y a quedarse poco a poco en su
casa, primero unos minutos y luego, cuando ya había nacido Camilo, todos los
fines de semana hasta el sábado en que Arístipo inauguró el primer televisor
del pueblo en el Areópago. Fue el acontecimiento más importante de aquel año.
Todos, incluso los ricachones como Aristóteles y su primo el Intendente,
pasaron a ver la señal de ajuste - torcida, defectuosa e inconstante -
resplandeciendo en la pantalla. A las siete de la tarde, cuando empezaba el programa,
la vereda del bar estaba repleta de curiosos discutiendo en contra y a favor del
portento; los unos aseguraban que se multiplicarían las cegueras, pues los ojos
humanos no estaban preparados para fijarse en esas imágenes modernistas,
mientras los otros vaticinaban que algún día habría un televisor en cada pueblo
del mundo. Sentados en primera fila, el Intendente, su primo Aristóteles, el
Juez y el entonces Capitán Verón se pusieron de pie para aplaudir los títulos
de Eran tres de Caballería, la primera
serie de televisión que se vio en Nueva Atenas y que sirvió para que los chicos
del pueblo abandonaran sus juegos de siempre para convertirse en soldados de la
Unión. Después siguieron Lassie, El Show de Dick Van Dicke y Yo quiero a Lucy, culminando la gloriosa
velada con la pelea entre el argentino Acavallo y un japonés de nombre
impronunciable. Con un entusiasmo que sólo se repetiría veinte años más tarde,
los vecinos aplaudían cuando moría uno de los malos, ovacionaban las picardías
de Lassie y reían a carcajadas con
los chistes - algunos incomprensibles - de ídolos desconocidos, acalorándose
sin raciocinio en los quince rounds de la pelea de fondo. Aspasia repartía
botellitas de Bidu-Cola a precios de ring- side y Arístipo se regodeaba,
orgulloso, chupando un puro que había comprado para la ocasión. A la
medianoche, cuando el millón de hormiguitas invadió la pantalla para anunciar
el fin de la transmisión, la multitud fue dispersándose poco a poco, como si
saliera con dificultad de un sueño raro.
León,
que había logrado entrar con el cura y ubicarse en la segunda fila, comprendió
por primera vez la ausencia de su padre: ¿a qué regresar cuando había tanto
para ver en el mundo? Al día siguiente se levantó bien temprano, preparó las
hostias con harina y agua, barrió el atrio, dio las campanadas de la misa de
siete y se vistió de monaguillo sin dejar de pensar en un modo de asegurarse un
puesto frente al televisor del bar. ¿Y si el lunes hablaba con Aspasia, que iba
a la misma escuela, pero un grado más abajo? ¿Y si le sugería al tío que
utilizara las limosnas para comprar un aparato? Con el inciensario pendulando
de izquierda a derecha durante la misa, tuvo de pronto un segundo de
iluminación: el único modo de estar todos los días en El Areópago era trabajar
allí. ¿Acaso no lo hacía Aspasia, sirviendo a los clientes y haciendo mandados
mientras la madre cocinaba y el padre atendía el mostrador? El gran problema
sería convencer a su tío, que a duras penas le daba permiso para ir hasta la
casa de Isabel y bajo la estricta condición de no volver nunca más allá de las
siete ¡a la hora en que empezaba la imagen!
Por
aquellos años, Aspasia ya era tan feúcha y sin gracia como lo sería siempre.
Para colmo de sus males, fue la primera
de las niñas de la promoción en llenarse de granos, lo que contribuyó a
cimentar su fama de patito feo. Cada parte de su cuerpo estaba un poco de más o
un poco de menos y así como le faltaba carne, le sobraban dientes, orejas y
algunos milímetros de nariz. Sus largas piernas rodilludas parecían estorbar
todo el tiempo, lo mismo que sus codos, condenados a chocar con cada mueble o
persona que le quedara cerca. Por los días en que a León se le dio por trabajar
en el Areópago, la broma de moda en la escuela era burlarse de algún chico
diciendo que estaba de novio con Aspasia, por lo que nadie se atrevía a
acercársele. No fue el caso de León. Haciendo gala de una actitud que más tarde
le sería característica, esperó el lunes la hora de la salida y delante de
todos se ofreció a acompañarla y a llevarle el portafolios. Ella se negó,
quizás porque esperaba otra de las crueles bromas de sus compañeros. León
insistió el martes, el miércoles y el jueves, hasta que ella cedió el viernes y
salieron caminando juntos rumbo al bar.
Sintiéndose
aceptada al fin, ella estaba tan contenta que hasta parecía más linda. León la
buscaba a la mañana y regresaban juntos los mediodías, pese a las rechiflas y a
las burlas que los chicos escribían en los pizarrones. Arístipo le convidaba un
vaso de granadina y la niña lo invitaba a tomar un café con leche a las seis y
media, con lo que se aseguraba todos los capítulos de Eran tres de Caballería. Sin embargo, el verdadero premio a su esmero
fue otro. León descubrió que Aspasia no sólo era muy inteligente, brillante
incluso, sino que amaba tanto como él la literatura. Había leído Percy Finn, Ana Karenina y Los 20 poemas
de amor y una canción desesperada, un libro que aún no se había hecho
famoso en Nueva Atenas. Hablaba con la misma autoridad de Viaje al fondo de la Tierra como de Tartufo, obras que su padre le hacía traer - sin tener la menor
idea de lo que contenían - en los barcos que bajaban de Buenos Aires.
- Ya
que no tiene amigas, que lea - Era su simple receta, sin sospechar el destino
trágico a que la llevarían esas lecturas, unidas a su amistad con Valdéz.
Crecieron
juntos, de algún modo, igualmente solitarios y dados a escaparse del mundo
entre las páginas de un libro. Aspasia se convirtió en una adolescente
inamistosa y tímida, mientras León ganaba prestigio como intelectual atrevido y
rebelde, gestor o partícipe de los pequeños escándalos que conmovieron a la
sociedad de aquellos años. Fue él, quién más, el que organizó una pequeña
marcha de protesta por la muerte del Che, lo que le granjeó la simpatía de
algunos progresistas y la furia clerical de su tío, que ni siquiera fue a verlo
cuando el Comisario lo metió preso para curarle las ínfulas izquierdistas. Fue
él, a falta de otro, quien festejó el Mayo Francés con un mítin popular al que
asistieron seis o siete vecinos, los que desaparecieron de prisa cuando
apareció Pericles, rabioso porque León había pintado una pared de la
Municipalidad con la frase «Mueran los
cerdos imperialistas». El rebelde se prestó gustoso a ser detenido y sólo
pidió que le permitieran llevarse un par de libros, los que luego pasó a Isabel
y Aspasia, cuando fueron a visitarlo. Fueron tres días de mates y cigarrillos,
leyendo a la sombra del naranjo del fondo y sin pisar la celda más que para
dormir, pues aún no había llegado la época en que asesinaban a la gente en el
Regimiento. Estaba tan contento con su situación de preso político, que pidió que
le consiguieran un periodista para hacer declaraciones. “El mundo tiene que conocer mi lucha”, decía desde atrás de la reja
sin llave, ante el rubor admirado de Aspasia. Pendiente de la posteridad,
inició en un cuaderno su diario de prisión, el que de todos modos no avanzó
mucho porque el cura se ofreció a pagar de su bolsillo la limpieza de la pared
municipal y el revolucionario salió libre un 17 de octubre, fecha que siempre
recordaría porque fue el día en que vio por primera vez a Clarita Nunes, la
hija nunca reconocida de Mariazinha y Aristóteles. Se encontraron de
casualidad, frente a frente, mientras León y su tío discutían a grito pelado de
regreso a la capilla y la niña con su madre salían, igualmente furiosas, de una
frustrada entrevista con el progenitor. Casi chocaron, los unos con los otros,
justo frente a la puerta de la Municipalidad.
-
¡Nunca volveremos a este pueblo de mierda! - Exclamaba la mulata, tironeando
del brazo a la muchachita de ojos asustados, que se llevó por delante a León.
Fue apenas un instante, un intercambio de disculpas y después cada cual siguió
con lo suyo. Pero a la noche, ya en casa, la niña dijo a su madre:
-
Algún día voy a casarme con el señor de esta tarde.
Clarita
tenía ocho años y aún estaba lejos de la muchacha exuberante en que se
convertiría más tarde, por la época en que danzaba semidesnuda en un bodegón de
Foz y buscaba el amor acostándose con los que se lo prometían. Cuando él volvió
a verla - una década después de aquel día - la reconoció de inmediato, pese a
que el vestidito blanco de organza había desaparecido sin dejar rastros. Las
trencitas negras, engalanadas con cinta roja, se habían ido también para
siempre. En su lugar flameaba una larga cabellera azabache, cayendo en catarata
sobre la piel morena. León se quedó mudo, paralizado tanto por la belleza de la
mujer como por el hecho - algo tenía que significar - de que recordara de
inmediato cuándo la había visto antes, dónde y en qué situación. Por aquellos
días, venía de regreso de su larga aventura por el continente, un viaje que le
consumió no sólo diez años de vida, sino también la casi totalidad de sus
sueños. Se había marchado al final de la primavera del año en que lo metieron
preso por primera vez. Fue al Areópago a despedirse de Aspasia y a legarle dos
de sus cuatro libros propios, con los que había iniciado una biblioteca
personal: Relatos, de Henry James y Elogio
de la locura, de Erasmo. Con la introspección impávida de siempre, ella lo
despidió sin aspavientos y luego se fue a llorar al baño, preguntándose si
tendría otro amigo alguna vez. Cuando abrazó a Isabel, a él se le ocurrió
decirle que iba en busca del destino. “Ahórrate
el viaje, entonces”, dijo ella, riendo, “El destino está en todas partes”. León le regaló los otros dos
libros que tenía: Textos Fundamentales,
de Sigmund Freud y un poemario de Rubén Darío titulado Páginas Escogidas. El pequeño Camilo jugaba bajo los árboles del
fondo con el Doctor Epaminondas, que estaba de visita.
Una
vez que se hubo desprendido de sus únicos objetos personales, León se sintió
más libre para irse y no regresar jamás, como le había escuchado decir unos
meses antes a la mulata que tironeaba a su hija frente a la Municipalidad.
Pensaba en la curiosidad de que las dos personas que significaban algo para él
fueran mujeres, cuando sintió en un hombro la mano pesada del cura. Se habían
despedido fríamente, una hora antes. Al tío le parecía que el viaje era una
irresponsabilidad, una audacia desproporcionada y sin sentido. ¿Quién iría a
sacarlo de la cárcel en los otros países, cuando se metiera en un lío? ¿Cómo
sabría él si el sobrino necesitaba algo? ¿Cómo sabría si el tío se moría? ¿O si
su padre regresaba al pueblo, cargado de recuerdos de mares lejanos? Pero León
estaba en esa edad en la que no importa nada de nadie y salió dando un portazo,
aguantando el nudo en la garganta por ese hombre cascarrabias y bueno que lo
había cuidado quince años. Y ahí estaba, cuando faltaban dos o tres minutos
para que el ómnibus saliera, dándole consejos, anotándole números telefónicos
de conocidos y obligándole a guardar en la mochila una bolsa de sándwiches y
naranjas, más ese tesoro inigualable que se llamaba Sandokán y los tigres de la Malasia y que León guardó y protegió durante
los diez años siguientes. Lo que no le había dicho a nadie - sólo se lo
confiaría a Clara, muchos años más tarde - fue que el verdadero motivo de su
viaje era dar con el paradero - imprevisible y perdido - de su padre, del que nada
más sabía que se llamaba Alcibíades y que oficiaba de contramaestre del buque Bahía de Asunción, el día en que
desapareció.
XIII
Comparada
con Nueva Atenas, la ciudad de Foz le pareció una maravilla, sobre todo por la
novedad de escuchar a la gente hablar en otro idioma. Bebió un jugo de naranja
helado en el mismo bodegón en el que una década después encontraría a Clara,
cruzó la frontera y se internó en el país del tirano Stroessner, donde la
guardia fronteriza quiso quitarle el libro, por las dudas contuviera ideas
marxistas. León se salvó de perderlo porque, entre las direcciones que le había
dado su tío, estaba la del arzobispado de Asunción, a donde dijo que se dirigía
a tomar los hábitos. Esta fue la primera de una larguísima serie de mentiras,
que sumadas a un complejo proceso de idas y venidas, frenadas y retorcimientos,
hicieron del joven León un hombre cínico, descreído de que lo bueno y lo
conveniente pudieran alguna vez marchar juntos.
Estuvo
cuatro meses en la ciudad de Puerto Stroessner, ocupado de la mañana a la noche
en descargar mercadería de contrabando en los camiones del general Centurión,
un hombre tan gordo que viajaba a todas partes acompañado de su propio inodoro.
Bajito, cejijunto y con la cara picada de viruela, el militar se paseaba
siempre de civil - camisa de algodón por fuera del pantalón y chancletas - pero
con una pistola en el sobaco izquierdo. Sus amanuenses eran cuatro tenientes de
artillería uniformados en vaqueros y remeras del mismo color y que no se le
separaban más que cuando el general se detenía a cagar. En ese caso, bajaban
ellos primero, armaban el engendro portátil fuera de la vista del público y se
distribuían estratégicamente a vigilar, mientras el jefe vaciaba sus intestinos
con la pistola en el suelo, siempre a mano. A León le tocó una vez ser testigo
de la escatológica escena. Habían viajado a una estancia a esperar la llegada
de un avión, cuando de repente los guardaespaldas se dieron a la instalación
del aparato, un ingenio importado de Alemania y que transportaban desarmado en
partes, dentro de una caja azul. Ahí nomás, el empresario se bajó los
pantalones y apuntó su inmenso trasero al hueco de acero inoxidable que le
habían dispuesto. Su cara, generalmente pálida, se puso roja por el esfuerzo
antes de despachar la descarga de fusilería de su estómago, seguida del
tableteo ametrallador de las tripas en desbandada. Luego de una larga y
victoriosa batalla contra el estreñimiento, apretó un botón amarillo que estaba
en un borde del aparato y un chorro de agua se encargó de la higiene del
empresarial culo, pues el verdadero problema de Centurión era que al ser tan
gordo, sus cortos bracitos no le alcanzaban para cumplir una tarea tan común e
imprescindible. Pese a situaciones como ésta, León no tuvo quejas de su jefe,
más bien hubo de agradecerle que al marcharse le diera una recomendación para
el general Albino Albacate, director de la Aduana de Asunción.
-
Sos un buen mitaí, chamigo - Le dijo
el gordo, mirándolo con sus ojitos de cerdo - así que no te va a faltar trabajo
si seguís como hasta ahora. La ley de oro en este país es no escuchar, no ver,
no hablar. Cuanto menos sepa uno, más tiempo vive. Pensar acorta la vida. Leer,
la complica. Saber, la arruina.
León
aceptó el consejo y siguió viaje, llegando a la capital del país después de
diez horas en ómnibus. Era una ciudad aplastada por un calor oprobioso, de construcciones
chatas y veredas sombreadas de mangos y guayabos, mugre amontonada en las
esquinas y un olor dulzón que parecía ocupar cada resquicio. Por las calles,
todo el mundo parecía estar vendiendo algo, menos los guardias de la Policía
Nacional, apoyados malamente en sus fusiles de las Guerra del Chaco. León caminó
hasta las cercanías del puerto y se alojó en un hotelito de paredes
desconchadas, donde le dieron un cuartito de dos por tres, con una cama y una
silla como mobiliario. Era la primera vez que estaba en un hotel y la
experiencia le resultaba fascinante, por lo que se dio a la tarea de recorrerlo
a la hora de la siesta, mientras la ciudad se aletargaba en silencio. Los
cuatro pisos tenían una idéntica disposición, conformada por un hall con claraboya,
un jueguito de living de cuerina, cuadros con tejidos de ñanduty y una mesita ratona con jarrón y flores de plástico. Los
pasillos eran estrechos y oscuros, pero al menos aliviaban del oprobioso calor
de la calle, aunque el olor a comida rancia lo invadiera todo. Sin embargo,
León estaba fascinado, sobre todo porque la gente dejaba las puertas de las
habitaciones siempre abiertas, convirtiendo al hotel en un muestrario al paso
de la diversidad humana. Sólo se encerraban, lo supo muy pronto, los viajantes
que fornicaban con alguna de las hetairas que subían risa y risa por las
escaleras.
Quizás
por eso, desde el principio le costó tanto conciliar el sueño. Se revolvía
nervioso, bañado en sudor, oyendo el gimoteo exagerado de la jineteada y el
resoplido del final, mezclados con las voces que subían desde la calle y
prestaban el telón de fondo. En los días que siguieron, supo que las
prostitutas vivían a lo largo de la Avenida del Puerto - la calle que después
del golpe militar pasaría a llamarse Benjamín Constant - en una serie de
casillas pegadas una junto a la otra y pintadas de colores chillones. Las veía
desde la media mañana sentadas en el umbral de la vereda, bebiendo mosto frío
mientras se les adormecían los párpados por el peso de muchas noches en vela.
Casi todas eran mujeres gordas y maduras, matronas de miradas oblicuas y boca
sin dientes, dueñas de la calle desde hacía décadas. León pasaba entre ellas
apurando el paso, sin atreverse a mirarlas de frente y rogando que no le
dijeran nada, pues algo en ellas le provocaba temor. “Siempre las ví como a los disfrazados del carnaval” - le confesaría
mucho después a Clara - “…con esa mezcla
de sudor y agua de flores, mitad deseo y mitad asco”. Después, en su cuarto,
se tapaba los oídos para no escuchar los aullidos lánguidos, acompañados
siempre del traqueteo de la cama contra la pared y el sofocón desesperado, como
de naufragio, en el que se hundían al acabar. Con la imaginación desatada,
juntaba coraje para regresar al día siguiente en busca de una de ellas – ya le
habían dicho que se pagaba por un polvo el equivalente a una Bidu-Cola - , pero a la luz del sol se evaporaba
su ánimo. Pasaba tan cerca que podía olerlas, pero seguía de largo. Temía que
se burlaran de él o que le obligaran a hacer algo espantoso, mientras lo tenían
a su merced. Ya se veía corriendo por la calle empedrada, perseguido por sus
carcajadas sin dientes.
Para
entonces - llevaba cuatro días en Asunción - había hecho amistad con un
administrativo de aduanas llamado Pánfilo Abente, a quien indagó por el posible
paradero de su padre. A la hora del almuerzo y mientras el resto de los
empleados se acomodaba sobre el piso fresco a tomar tereré, Pánfilo revisó uno
por uno los viejos libros náuticos y dio con el archivo del Bahía de Asunción, un buque que llevaba
años pudriéndose en un recodo del río, abandonado a su muerte. Emocionado, León
vio por primera vez en su vida la firma de su progenitor, rubricada al pie de
una entrega en puerto, pero nada decía sobre el destino de los marineros cuando
el barco fue dado de baja. Del único que algo se sabía era del ex-capitán, un
tal Gauto, a quien habían puesto a cargo de un barco de pasajeros que recorría
el río hasta el Pantanal.
-
Vuelve en una semana al puerto - Explicó Pánfilo - Si querés, puedo ver de
conseguirte un puestito de ordenanza en el edificio, así no gastás tus ahorros.
Aceptó
enseguida y se quedó medio año más en Asunción, anclado por las vicisitudes del
marino. Resultó que el hombre había tenido ciertos enredos con la hija de un
hacendado brasileño, lo que lo obligó a dejar el barco en manos de su segundo,
regresando por tierra rompiendo selva, en un azaroso viaje en el que casi
perdió la vida más de una vez. Con la piel curtida por los soles de distintos
destinos, Gauto apareció cuando León había cobrado ya su quinto sueldo en la
Aduana y estaba a punto de darse por vencido. Rubicundo, de estatura mediana y
unos ojos claros llenos de malicia, le contó que el Loco Valdéz - así lo llamó - se había jubilado poco después de la
defunción de su barco, yendo a radicarse en un pueblito llamado Mariscal
Estigarribia, camino a Bolivia.
-
¿Cómo se llega hasta ahí? - Preguntó León y Gauto sonrió, haciendo un breve
comentario sobre los muchos años que son quince años y la posibilidad de que
Alcibíades ya no estuviera allí, o que nunca hubiera llegado. “Ni vale la pena ir”, sentenció y se
ofreció a mostrarle el sábado al Bahía de
Asunción, anclado a pocas cuadras.
Invadido
por una nostalgia triste, León lo acompañó en silencio por la parte vieja del
puerto, la costa que los asuncenos llaman Sajonia. Enclavado en un charcón de
aguas mugrientas, el Bahía de Asunción
dormía su naufragio eterno, como un ataúd de herrumbre. Treparon por un puente roto
y deambularon entre los mamparos desvencijados y poblado de ratas portuarias,
hasta dar con el camarote que alguna vez ocupara Alcibíades. Era un cubículo al
que sólo le quedaban los restos de un catre y una cómoda de metal, pero sin sus
cajones. «Aquí vivió tu padre», dijo
Gauto y fue como si lo dijera todo. Lo que había dejado de su paso era ese
hueco impersonal, tan vacío de huellas como pudiera estarlo el río. ¿Qué mejor
dato sobre la personalidad del ausente? León pasó una mano trémula sobre el
metal cascado, revisando cada recoveco. No hallaría – pensaba - nada en
absoluto, pero aquello era lo más cerca que había estado de su padre en tres
lustros, así que bien valía la pena buscar. Pero ya no quedaban mensajes por
leer en la desmemoria del cadáver fluvial.
-
¿Cómo era mi padre? - Preguntó, tratando de imaginarse al desconocido mirando
hacia afuera por el ojo de buey y pensando en la esposa muerta y en el hijo
dejado para siempre. Quizás los había recordado, por las noches, mecido por el
bamboleo del barco sobre el agua. Gauto pensó la respuesta durante un largo par
de minutos y finalmente dijo:
-
Era alguien que siempre estaba listo para partir. Y que nunca volvía sobre sus
pasos.
Al
rato, cuando bajaban por la escalerilla hasta el muelle, León pensó que él
también se sentía listo para partir desde hacía mucho tiempo y que tampoco
volvería sobre sus pasos. Hubiera seguido hablando con Gauto, pero el capitán
no parecía tener nada que agregar sobre el viejo compañero. Se despidió
haciendo un guiño torcido de ojos y desapareció en la esquina siguiente, caminando
con una cadencia rara, que León interpretó como un efecto de tanto vivir sobre
el agua.
XIV
Parado
en la vereda y con todo el resto del sábado y todo el domingo por delante, no
supo qué hacer. Metió las manos en los bolsillos y fue a sentarse en el muelle
vacío, angustiado por una soledad que le redoblaba las dudas del futuro. Una
muchacha que vendía chipas le ofreció una y León le compró dos, pues la vio tan
flaca y sola que por un momento le recordó a Aspasia. Pagó con un billete de
cinco guaraníes y la joven sonrió apenas, negando con la cabeza. No tenía
cambio. León se quedó mirándola, dubitativo. Ya había mordido un buen trozo de
la primera chipa y la vendedora seguía sonriendo sin sonreir. Tenía puesto un
vestido viejo y suelto, quizás de color blanco, pero eso nunca pudo recordarlo
con seguridad. Estaba descalza y llevaba el pelo negro recogido con una cintita
verde. Las piernas flacas estaban sucias a la altura de las rodillas y los
pequeños pechos levantaban apenas la tela de la ropa. Parecía que ni siquiera
respiraba, para no cansarse, con el canasto con chipas encasquetado aún sobre
su cabeza. Inmóvil, aguardaba la decisión del comprador. De pronto, a León le
entraron unas ganas enormes de abrazarla, de olerla, de encontrar en su
esmirriado cuerpo el calor del afecto humano. Con un cinismo esencial, le dio
por pensar que ella era tan fea que no se negaría a pasar un rato con todo un
extranjero, un turista, un hombre llegado de lejos. Miró en derredor. No se
veía a nadie, ni en la calle ni en las veredas. Toda la ciudad parecía haberse
escondido del pesado sopor de la siesta. Estaban completamente solos, al
desamparo huérfano del sol.
-
Vivo en el hotel de ahí, el de la esquina - Dijo entonces León - ¿Por qué no
vas conmigo y te pago con monedas?
-
Bueno - Dijo ella.
De
este modo inesperado, se vio subiendo las escaleras con la muchacha, rumbo al
cuarto. Desde el balcón del entrepiso, echó un último vistazo a la calle, que
seguía desierta. Por el corredor sombrío, las piernas le temblaban y se le
torcían en pasos desacompasados. Abrió la puerta de la habitación, hizo pasar a
la chiperita y volvió a cerrar, echando doble llave. Ella no pareció alertarse.
-
¿Cómo te llamás? - Preguntó León, sentándose en la cama.
-
Braulia - Dijo la joven, sin mirarlo ni quitarse la canasta de la cabeza. En
uno de los cuartos del fondo sonaba estridente un chamamé y en la habitación de
al lado, una pareja reñía en guaraní. La vendedora miraba por la ventana y León
la miraba a ella, intentando imaginar cómo se vería sin ropas. El deseo se le
despertó tan violentamente, que casi cede al impulso de besarla. ¿Y si la
tocaba un poco? No sabía por dónde debía comenzar ¿Y si ella gritaba y venía la
Policía? Tal vez lo mejor fuera dejar que se marchara y se llevara lejos su miseria,
pero el hecho era que estaba a su lado y que parecía dispuesta, pues sino no
hubiera subido hasta allí.
-
¿No querés ser mi novia? - Preguntó, con la voz estrangulada por los nervios.
Le ardían las orejas y se le había nublado un poco la vista, sabiendo que había
cruzado el punto sin retorno. Era entonces o nunca, así que repitió la oferta:
- Dale, ¿no querés ser mi novia?
-
No sé - Respondió ella, sin dejar de mirar hacia la calle vacía.
No
parecía muy entusiasmada y León dudó si era porque no le creía o porque su
único interés consistía en cobrarle las chipas. Tal vez, agregó humillado, los
hombres le proponían lo mismo todo el tiempo y el muchachito le parecía poca
cosa. Se puso más ansioso. Tragó saliva como si tragara piedras, pensando de
qué modo continuar. ¿Qué más podía decirle? En el claroscuro del dormitorio
ella parecía más joven ¿Y si fuera virgen? ¿Y si sangraba? ¿Y si pegaba sus
alaridos de gata, como los que oía de noche? En ese momento, las tripas se le
retorcieron con un frío extraño y agorero, llenándolo de pavor ¡Tenía que hacer
algo y pronto, antes de que los intestinos se le aflojaran o que ella saliera
corriendo por la escalera! La pareja vecina, entonces, dejó de pelear y empezó
a copular con un ritmo parejo, martillando la pared con el respaldar de la
cama. En silencio absoluto, León y la chiperita escuchaban, sin mirarse entre
sí. A León le ardían las mejillas. Repentinamente, en un alarde de
determinación, se levantó para ayudarla a dejar la canasta sobre la silla.
Luego tomó a la muchacha de las manos y la atrajo hacia sí mismo, volviendo a
sentarse.
-
Qué linda sos - Mintió, forzando una sonrisa agobiada por el desajuste
estomacal. El hecho de que ella dejara las chipas y le permitiera tomarle las
manos le parecía una excelente señal - ¿Verdad que vamos a ser novios, vos y
yo?
-
Bueno - Dijo ella, mirándolo de reojo.
León
le acarició los bracitos flacos y luego entrelazó sus dedos con los de ella,
sintiendo que las palmas de sus manos estaban húmedas. Conteniendo la respiración
y rogando que Braulia no dejara de mirar hacia afuera, le soltó las manos y
comenzó a desprender los botones del batoncito, desde arriba hacia abajo. Ella
seguía en silencio, impávida, como esas vírgenes de la sacristía de su tío.
Sólo cuando se soltó el último botón, dejó escapar un pequeño escalofrío que
sobresaltó a los dos. Temiendo espantarla, con mucho cuidado fue abriendo el
vestido y se sorprendió de que la piel recién descubierta fuera mucho más clara
que la del resto del cuerpo, acostumbrado al sol. La joven había comenzado a
agitarse y se le marcaban con nitidez las líneas de las costillas. Sus pequeños
senos subían y bajaban, erectando sus pezones oscuros y coronados por largos
vellitos negros. Sin poder creer que realmente lo estaba logrando, pasó una
mano trémula por el busto escuálido de la chiperita, que temblaba a cada roce
como si fuera a quebrarse. Llegó hasta el ombligo, salido como un pezón puesto
fuera de lugar, bajó por el vientre cubierto de más pelitos negros y se detuvo,
de pura impresión, donde se elevaba la última frontera. León sintió que ella
olía al sudor de la siesta, pero también a algo más, un aroma marino y salvaje
que le erizaba el instinto. Apoyó la boca contra el vientre de la muchacha y
aspiró profundo, llenándose de catinga los sentidos. Recién entonces, sintió
que ella se aflojaba un poco y dejaba de mirar a la calle. Cuando por fin le
quitó el resto de la ropa, quiso curiosearle las partes, investigar cómo eran,
pero no pudo. Apenas había logrado a abrir con dos dedos los labios prohibidos,
cuando ella se le fue encima, empujándolo contra el colchón. Con un
estremecimiento, la sintió sacar lo que hacía falta y ubicárselo donde debía
con desesperada habilidad, cerrando los ojos y abriendo la boca como si fuera a
morirse. Las piernas de la muchacha lo atenazaron con una fuerza inesperada,
pero aquel abrazo espasmódico sólo duró unos breves segundos, los necesarios
para que ella soltara un gemido ahogado, una mezcla animal de miedo y placer.
Aturdido, León se derramó en silencio y enseguida cayó en el desencanto. Se
incorporó sin mirarla y se agachó a levantar la ropa del piso, vistiéndose a
toda prisa. Ella se quedó sobre el colchón con su desnudez sin gracia, abiertas
las piernas como una ranita triste, recordándole en voz baja que ya eran
novios.
XV
Pensaba
en ella cuando, dos días más tarde, el ómnibus que lo llevaba se abría paso
entre nubes de polvo rumbo a Mariscal Estigarribia. Era un pueblito de mala
muerte, un caserío cubierto de un halo rojizo y borrascoso, como si la
polvareda nunca terminara de asentarse al paso de los camiones. Al menos, no
fue difícil encontrar datos sobre Alcibíades. Su padre había estado allí,
dedicándose a la explotación maderera en los últimos años de la década del
cincuenta, pero se había marchado. Aún
recordaban algunos viejos amigos al Capitán
Valdéz, así lo llamaron, un tipo alegre pero temible cuando bebía, tanto que
le metió un tiro al famoso sargento Cachalote,
un militar famoso por su crueldad con los conscriptos que llegaban a cumplir
con la Patria. En aquellos días era común que los oficiales utilizaran a los
soldaditos para sus prácticas sodomitas, total, ¿a quién iban a quejarse los
campesinos de catorce o quince años, arreados a la fuerza para el cuartel? El
que se rebelaba aparecía muerto por accidente, o suicidado sin que a nadie le
importara saber qué pasó.
- Cachalote era el peor - Le dijo, cerveza
de por medio, Pajarito Velarde, poeta
sin fama ni honores que había compartido una pieza con el padre de León - un
sicópata capaz de violarse a seis en una sola tarde y que sólo venía por el
pueblo los sábados a la noche, pues el resto del tiempo se estaba en el
cuartel. Una vez, yo jugaba a las cartas con el Capitán y entró la bestia ésa,
rabiosa porque le habían contado que uno de los conscriptos se había fugado del
Regimiento y merodeaba por el pueblo, buscando plata para volver a su casa en
el Guairá. Era cierto. El mitaí le
tenía un terror tan grande al Sargento, que corrió como alma que se lleva el
diablo y se metió en el bar, pero Cachalote
vino por atrás y lo atrapó, así de fácil, lo levantó en el aire y lo arrojó
contra una puerta, como para avisarle que empezaba la salsa. Todos sabíamos que
el chico estaba muerto, o que lo estaría al día siguiente, pero ¿qué podíamos
hacer? Los militares mandan y hacen lo que quieren, siempre ha sido así en este
país y aunque salváramos a uno, ¿para qué? Siempre matarían a otro y a otro,
mes a mes, año tras año.
León
sintió un escalofrío, calculando que al año siguiente tendría que hacer la
milicia en Nueva Atenas. Salvo, claro, que no regresara. Pajarito se quedó mirándolo, esperando alguna pregunta, algún
comentario. Era un hombre viejo y desdentado, con un mechón de cabellos mustios
rodeándole la coronilla pelada. La pequeña mata pilosa, enredada y triste, le
recordó enseguida el pubis de la chiperita.
-
Pero tu padre, el Capitán Valdéz, no pensó lo mismo - Continuó el poeta,
haciendo una seña al mozo para que llenara los vasos - se levantó de la silla
muy tranquilo, parándose entre el Sargento y su víctima. Le dijo muy claro, así
como si nada: «vea, don Cachalote, me lo
deja tranquilo al muchacho y se me va nomás al cuartel, que yo me comprometo a
llevárselo mañana y hablar con el jefe del regimiento». Pero el Sargento
sacó su puñal de destripar cerdos y se fue sobre el soldadito, dispuesto a
degollarlo ahí mismo y llevárselo, así que tu papá sacó la pistola que tenía
bajo la camisa y le metió un tiro a Cachalote,
un balazo certero que le entró por un pómulo y le salió por la nuca, regando
con los sesos la pared.
León
se quedó en silencio, mientras el tiro y los sesos flotaban aún en el sopor de
la siesta, rodeados de moscas. Sobre una mesa del fondo, dos hombres dormían
apoyados sobre sus brazos.
-
Luego no pasó nada. Nada. - Siguió Pajarito,
encogiéndose de hombros - El Capitán dio las cartas conmigo, pues estaba bebido
y no se dio cuenta de que había matado al otro. Al día siguiente, los que
estábamos y los que no estaban declaramos que el sargento había atacado al
Capitán porque éste no le había permitido matar al conscripto, pero para
entonces mi amigo Valdéz se había hecho humo. Parece que subió a un camión de
los contrabandistas y pasó a Bolivia, donde supimos que trabajaba en los pozos
petrolíferos de Camiri. Al menos hasta el año 61 o el 62 anduvo por ahí.
León
no quiso quedarse mucho más, pese a que Velarde le insistía que no valía la
pena cruzar a Bolivia, siguiendo a ciegas los pasos de Alcibíades. No le hizo
caso, pues ¿qué más podía hacer que continuar? En un trayecto que duró varios
meses, rastrilló el oriente boliviano en busca de las huellas del Capitán,
porque de Camiri - donde había estado, pero ya no estaba - lo enviaron a Sucre
y luego a Cochabamba, donde vivía un amigo con el que había dejado los pozos en
el 61. De allí había pasado a Santa Cruz, trabajó el verano del 62 en las
oficinas de YPB y luego se marchó a la reina de sur, Tarija, donde León llegó
entre mil dificultades a principios del 69. Para entonces tenía el pelo largo y
una barba de poeta cubriéndole la mitad de la cara, remarcándoles los rasgos
con sombras trashumantes. Allí, en la alegre Tarija, conoció a Cipriano
Pereyra, un tallador de lápidas del que le habían hablado en Santa Cruz como
socio de Alcibíades en un negocio inmobiliario. Pero su padre, como ya suponía,
tampoco estaba allí.
-
No, muchacho, nuestro querido Doctor
Valdéz - así lo llamó - tuvo que abandonar la ciudad en noviembre de ese
mismo año, pues la policía lo buscaba por involucrarse con la gente de Lechín,
el sindicalista, quien parece que lo puso en contacto con un grupo que pasó por
aquí para ir a hacer guerrilla en la Argentina, por la zona de Orán
-
¿Y qué fue del negocio inmobiliario?
-
No, pues, si nunca existió. Era una tapadera para hacerle oposición al gobierno
sin que sospechara nadie.
-
¿Y en qué era doctor mi padre?
-
En geología, pues.
Y
fue de nuevo León, de regreso al camino, persiguiendo al marinero del Bahía de Asunción. “Salí a buscarlo con quince años de atraso, pero ahora sólo me lleva
siete de ventaja”, calculaba. Durante meses y siguiendo los datos más
inverosímiles, intentó hilar las pistas menos probables y encontrar testigos donde
no los había, recorriendo Bolivia primero y Perú después, subiendo de sur a
norte mientras el pelo y la barba le seguían creciendo y en la mochila se
avejentaba un poco más el libro de Sandokán,
releído cien veces por los pueblitos sin nombre, a la vera de caminos que no
llevaban a ninguna parte. Trabajando de marinero en el Titicaca, de guía turístico por el Machu Pichu, de monaguillo senior en la catedral de La Paz y de
secretario mormón en la Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días en Lima, fue acumulando más
oficios o al menos tantos como los había tenido su padre, al que nunca sabía si
nombrar Capitán, Loco o Doctor. Sin darse cuenta, aprendió a olvidar con la
misma velocidad con que vivía, pero a veces se le nublaba el alma de tristeza,
recordando su casa en Nueva Atenas y pensando con melancolía en la ausencia de
un buen amor. Después de su cópula fugaz con Braulia – solía soñarla embarazada,
con una panza desmedida en su cuerpo de ranita triste - tuvo infinidad de
pequeñas aventuras con muchachas siempre iguales, morenas, retaconas y
calladitas, enamoradas perdidas del extranjero que aparecía una tarde, las
desbarataba durante dos o tres días en un descampado y se marchaba sin
despedirse. Por fuerza de la necesidad, se había vuelto un experto en acceder
de parado, acuclillándose para acoplar en esos cuerpos bajitos y rollizos,
envueltos en polleras que antes debía amontonar a la cintura. En las ciudades
más o menos grandes, su coto de caza estaba en los parques, donde las
domésticas iban a conseguir novio los sábados a la tarde y los domingos todo el
día. León solía comprometerse con dos o tres, por las dudas alguna fallara a
último momento. Las citaba a la caída de las primeras sombras, para después
llevarlas detrás de los árboles, al baño público o a algún matorral espeso,
donde obtenía la preciada prueba de amor. Ellas se entregaban sin retaceos en
el urgente enamoramiento de la hora, jurándole que no eran de ésas que lo hacen
con cualquiera y obligándolo a prometer que regresaría el próximo sábado y que
las llevaría a bailar. A todas, sin faltar una, León se los prometía y a todas
les mentía, pues al sábado siguiente ya iba rumbo a otro pueblo, pues muy pocas
veces - sólo dos en diez años - encontró quien lo anclara por algún tiempo
Cada
año menos inocente, se dijo a sí mismo que él también era alguien que nunca
volvía sobre sus pasos, por eso cambiaba hasta su nombre cada vez. Si en un
pueblo era Julián, en el próximo era Sánscrito y luego Joaquín, hasta que llegó
un momento en que había utilizado todos los nombres que conocía y comenzó a
inventarlos: Manvel, Copotiel, Narcímino y otros por el estilo. De aventura en
aventura, a fines del 72 llegó a Iquitos, un pequeño poblado fronterizo entre
Perú y Brasil, lugar apartado de la mano de Dios y al que sólo llegaban los
condenados y los muy locos, pues todo lo que había era en aquel brazo del
Amazonas era un leprosario. Sobre una loma estaba el hospital, paredes de adobe
y techo de calamina, rodeado de una arboleda incandescente, a cuya sombra se
amontonaban las chozas de los enfermos. Apenas el barco carbonero que lo
llevaba lo dejó en la orilla, distinguió sobre la loma el guardapolvo blanco
del director del hospital y tuvo una especie de premonición, pero no la supo
identificar. ¿Cómo sospechar, en todo caso, la tragedia que les aguardaba?
-
Así es, pues - Le confirmó el Doctor Manuel Fagúndes, pues así se llamaba el
jefe de aquel infierno selvático - aquí estuvo tu padre, el Ingeniero Valdéz - así le llamó - diseñando
la carretera transamazónica. Déjeme ver. Llegó en Agosto del 64 y se fue en
Enero del 65, después de armar, o mejor dicho, de intentar armar una flota de
barcos para facilitar el tránsito fluvial. Siguió al norte, por ese río de ahí,
igual que antes los doctores alergistas, ésos que se hicieron tan famosos.
Acostumbrado
a ver miserias e injusticias todo el tiempo y a comportarse de igual modo más
de una vez, León aprendió allí no sólo la existencia de un mundo más sórdido
del que imaginaba, sino también más noble. En Iquitos conoció a la mujer que
sería su primer amor, ese dolor inicial que los hombres intentan borrar luego
con dolores más profundos. Se llamaba Yolanda y era una de las internas
condenadas a perpetuidad. Andaría por los cuarenta años y aún era bella, tal
vez tanto como cuando enamoró al hombre que al marcharse se haría célebre en el
mundo entero. Morena, de líneas firmes y dueña de una sonrisa devastadora,
solía pasearse por el patio con aires de reina, sin mezclarse con los demás.
Viéndola así, con los muslos desnudos por la falda entreabierta, altiva y
enigmática, nadie diría que estaba enferma. Tampoco León, que apenas la vio se
enamoró hasta los huesos y ya no pensó más que en quedarse, aplazando su
partida tras el sueño de conquistarla. Si su plan inicial consistía en
abandonar el lugar de inmediato, apenas después de hablar con Fagundes, todo
cambió por Yolanda. Cuando pasó el próximo barco, dijo que se sentía mal. Inventó
una fiebre tropical cuando atracó el tercero y se ofreció como enfermero,
cuando el cuarto buque hizo sonar su sirena nostálgica. Habló con el director y
le confió que su auténtica vocación estaba allí, curando al prójimo. Fagundes
hizo la vista gorda y le pasó un guardapolvo fuera de uso, un cuadernito y un
lápiz, contratándolo para la función de controlar la administración medicinal.
León
estaba exultante, pero ella lo ignoraba, burlándose de sus asedios. Cuando caía
el sol, él la seguía hasta el río para verla andar con el agua hasta la
cintura, gimiendo unas canciones tristes y lánguidas. Después, cuando la noche
subía, más que ver la adivinaba, brillante de río y estrellas, más bella que
nunca, con la oscuridad a la espalda. Desafiante, ella salía completamente
desnuda del río y él bajaba los ojos, atormentado por no ser suyo.
-
¿Por qué está ella aquí?...- Le preguntó una mañana al director, a quien había
comenzado a ver como al guardián de una prisión - …Es claro que está sana.
-
No siempre las cosas son como parecen - Le advirtió Fagúndes - y aún los
expertos pueden equivocarse, más cuando se dejan llevar por un entusiasmo
hormonal. Quiero, al respecto, contarte una pequeña historia, para que la
tengas en cuenta cuando tomes tus decisiones.
Acababan
de desayunar y se habían sentado al amparo de una tela mosquitera. Fagúndes
encendió un cigarro y uno de los internos les acercó una jarra de jugo de
zapallo. Hacía un calor insoportable, pero lo que incomodaba a León era la
evidencia que el médico conociera sus motivos para seguir allí y aún así, lo
hubiera aceptado.
-
Hace veinte años - Dijo el director - pasaron por aquí dos argentinos; Alberto,
médico alergista y Ernesto, que estaba a punto de recibirse. Estuvieron un par
de meses y dejaron un sinfín de recuerdos, pues estos muchachos tuvieron la
audacia de mezclarse con los leprosos en una época en la que se creía que la
lepra era contagiosa. Debo decirte que se hicieron querer, sobre todo ese
Ernesto, un idealista capaz de creer la cosa más imposible y de descreer hasta
de su propia ciencia. En esos días, Yolanda tenía dieciocho años y era aún más
hermosa de lo que es hoy. Ernesto se enamoró perdidamente, mordió el anzuelo y
se tragó el cuento con el que ella quería convencernos a todos, que no tenía
lepra, sino una psoriasis mal curada. Convencido de que era así, Ernesto intentó
influir sobre su amigo para que firmara la orden de alta, pero el otro,
bastante práctico, clavó delante suyo una aguja en la espalda de la chica para
demostrarle que ella no sentía nada y que sí era lepra. Ernesto se enojó
muchísimo, le parecía un abuso lo que hizo Alberto y ni aún así se quiso dejar
convencer. Debió ser la única vez que tuvieron un desacuerdo tan serio, pero el
hecho es que ellos se fueron y veinte años más tarde ella sigue aquí. ¿Qué te
ha dicho?
-
Nada, casi no habla conmigo, pero se nota a simple vista que no tiene lepra…
-
Bueno, dile que te muestre la espalda y lo verás con tus propios ojos.
León
guardó silencio, pero decidió que él no se marcharía. Se quedaría hasta
demostrar que la lepra de Yolanda no era lepra, sino desamor, indiferencia de los
hombres que nunca se quedaban lo suficiente para hacer el milagro. A los
veintidós años, él también se sentía con derecho a idealizar y enamorarse hasta
la perdición de esos ojos marrones y pícaros, así que siguió, pues,
cortejándola, siguiéndola por todas partes hasta la tarde en que ella le sonrió
desde la puerta de su cabaña y lo invitó a pasar. El lugar, oscuro y mal
aireado, olía a flor de coco, a soledad y a hechicería de hembra, pero él no
temió. En la penumbra, divisó a modo de cama, un gran jergón de paja sobre
pilotes de río, cubierto por mantas de hospital. Junto al lecho, asentado sobre
un cajón de la United Fruits, había
un candil con la llama baja. Yolanda se quitó la ropa sin decir nada y se
acostó boca arriba, atrapándolo en su red de brazos y piernas y guiándolo con
una voracidad tan parecida al amor, que León no pudo dudar que lo fuera, ni
entonces ni ninguna de las veces que se sucedieron a esa tarde. Día tras día,
noche tras noche, ella amortiguaba la luz y se quitaba el vestido, echándose de
espaldas para atraerlo a su magia. Riendo, le ofrecía la boca y se la negaba,
se daba y se quitaba hasta volverlo loco, haciéndolo salirse para volver más
tarde y reteniéndolo aún cuando no parecía que fuera posible. Como si intuyera
que su tiempo se agotaba, ella no se fijaba ni aceptaba límites y fue quien
enseñó a León los artificios del sexo bien hecho, los trucos del amor para
siempre. Ella y el sortilegio de su único lado bueno, pues aunque él le jurara
mil veces que no la dejaría, nunca le dejó ver los estragos de su espalda, esos
que ningún amor podría curar.
- No
necesitas mirarme ahí para comprobar si es lepra o no, porque no es – Decía
desde su altivez de reina - Lo importante es que estoy sana y que nos iremos
apenas puedas firmar la tutoría sobre mi persona, que es lo que me exigen los
médicos. ¿Crees que me arriesgaría a quedar embarazada si no estuviera sana?
¿No has visto que no me cuido?
Y
León se ilusionaba con sacarla de allí con una panza enorme, igual a la que le
había visto a Isabel, allá en Atenas. Creyó León, con toda su alma, hasta que
el Doctor Fagúndes le contó que ella abortaba todos los meses mediante un
brebaje que se preparaba ella misma.
- Ya,
es mejor que lo sepas todo, muchacho – Le dijo - Es lo mismo con cada
extranjero que llega, no eres el primero, ni serás el último. Podría nombrarte
docenas de hombres que la amaron y le creyeron antes que tú, pero su mal avanza,
no te engañes más. ¿Qué vas a hacer con ella en tu ciudad? ¿Esconderla para que
nadie vea los espantos de su carne? ¿Apagar la luz hasta que un día la verás
sin querer y te vomitarás encima? Aquí está desde hace veinticinco años y aquí
morirá, tarde o temprano. Vete nomás, eres muy joven aún. Ya vendrá otro.
-
¡Pero ella me ama!
-
Seguro. Y dentro de diez años estará vieja y olerá a podrido y te va a importar
un carajo que te ame.
-
¡No! - Exclamó León, al borde de las lágrimas - ¡Claro que no! ¡Yo no soy así!
- A
tu edad, muchacho, uno todavía no sabe cómo se es - Decretó el médico,
mirándolo por sobre el marco de los anteojos.
Y
así fue que una mañana nublada, triste y desapacible, León trepó a una barcaza
que llevaba gallinas y cerdos y abandonó para siempre el leprosario de Iquitos.
Cargaba su alma rota por el descubrimiento de la propia cobardía ante el dolor
y por marcharse así, sin un adiós, sin atreverse a mirarla por última vez.
Yolanda lo contempló desde lo alto de una loma hasta que la canoa se perdió
entre la bruma de la selva. No lloraba. ¿Para qué?
XVI
Con
los datos aportados por Fagúndes, León pasó por Ecuador y a fines del 73
encontró las huellas de su padre en el poblado de Portoviejo, donde había
estado entre Julio del 65 y Marzo del 66 trabajando como camionero para La Tropicana, una plantación de café.
Sandalio Cienfuegos, jefe de personal de la firma, lo recordaba así:
-
Imposible olvidarme del Licenciado Valdéz
- así lo llamó - un hombre tan culto y que por esas cosas de la vida se viera
obligado a trabajar en la zafra del café como camionero. Le aseguro que su
padre fue el único Licenciado de Filosofía y Letras que ví en toda mi vida.
Buen hombre, lástima que la patronal lo echó cuando supo que andaba
sindicalizando a los peones y se nos fue a Colombia, a Mosquera, al ladito
mismo del mar. Allí lo esperaban unos amigos, me dijo.
Cansado
de andar, León pasó cinco meses en Ecuador y trabajó en la misma plantación que
su padre, sudando los mismos sudores y enfureciéndose por las mismas
injusticias, como si la historia quisiera repetirse. Malherido por el recuerdo
de Yolanda, regresó a los amores clandestinos, enamorando a cuanta sirvienta le
cayera cerca para desnudarle la espalda y comprobar que estaba sana. Gordas,
petisas, combadas, negras de pezones azulados y mulatas de gruesas caderas,
poco a poco se acostumbró a no mirarles el rostro. No las quería de frente, las
prefería de atrás, puestas boca abajo para creer que todas y cada una era
Yolanda, hasta que corrió el chisme que el extranjero tenía gustos extraños y
que nunca lo hacía como Dios manda. Tuvo que emigrar. En Abril del 74, seis
años después de haber salido de Nueva Atenas, llegó a la costa colombiana y
encontró la casa donde su padre y sus amigos habían vivido de la pesca y del
comercio de licores hasta Setiembre del 70. Ya estaba cerca, lo sabía, muy
cerca.
-
Se fueron de aquí cuando el gobierno empezó a mandarnos al ejército por el
asunto de las guerrillas - Le explicó Ramón Orejuela , dueño de la cabaña - su
padre, el Comandante Valdéz - así lo
llamó - reunió a su gente y salió para Venezuela, pues ya se sabe que el
gobierno no le perdona a quien estuvo del lado de los pobres alguna vez. Tenía
negocios con la Santander, en Caracas.
Con
el Licenciado convertido en Comandante, a León no le quedó más
remedio que alzar otra vez su mochila y buscar el modo de seguir subiendo en el
mapa, pero al pasar por Bogotá lo creyeron un miembro de las FARC y lo
arrastraron de los pelos hasta una delegación militar, donde dos cabos y un
sargento lo molieron a palos durante un fin de semana. Tuvo que firmar un papel
aceptando ser simpatizante comunista, razón por la cual el gobierno colombiano
lo expulsaba del país. Menos mal que, aunque le robaron el dinero y los
recuerdos de seis años de viajes y aventuras, le devolvieron el libro de Sandokán, quién sabe por qué. Más pobre
y desesperanzado que nunca, pensó en regresar a Nueva Atenas, pero había andado
tanto y estaba ya tan cerca de su padre, que tras dudarlo un par de días
decidió continuar con lo que tenía, es decir nada, pero hacia adelante. Después
de pasar toda clase de pequeñas tragedias durante otro año de peripecias, llegó
a Caracas a fines de Mayo del 75. Estaba flaco, demacrado y enfermo de una
pulmonía mal curada. Quizás hasta se hubiera muerto si no fuera por los
cuidados incomparables de Margarita Reyes, enfermera del Hospital de la Buena Voluntad y segundo amor de su vida.
Agotado
por tantos años de trashumancia, León durmió una semana completa y al abrir los
ojos, ella estaba allí, mirándolo. Era de una belleza distinta a la de Yolanda,
con una apariencia dulce y desprotegida. Fue Margarita quien le curó los
dolores del cuerpo y el ardor del alma, quien le ayudó a ponerse de pie la
primera vez y después lo acompañó en las largas tardes del fin de semana,
cuando el hospital se poblaba de parientes ajenos. Mucho tiempo después,
mientras Clara dormía a su lado, León pensó que en aquellos días estaba tan
solo y alejado del mundo, que quizás se hubiera enamorado de cualquier otra,
aunque no fuera una bonita rubia, pequeña y delicada como esas muñecas que
había visto en los escaparates de La Paz. Ella se quedaba a su lado después de
terminado el turno, cuidándolo como si fuera su único paciente y él le narraba
los siete años pasados tras las huellas del padre perdido. Durante cuatro
semanas alimentaron un amor lánguido y virginal, tomados de las manos cuando
nadie los veía y dándose, muy de tanto en tanto, algún beso fugaz a la mitad de
la noche. Eso sí, el día en que León dejó el hospital, fueron hasta el departamento
donde ella vivía y se entregaron con una fuerza que borró de cuajo los
recuerdos anteriores.
Era
distinta. La primera vez, ella se tendió boca abajo y él no se atrevía a
tomarla igual que a las anteriores, pero ella lo quería así, aferrada por las
caderas y sintiéndolo contra las nalgas. Para sorpresa de León, ella lo inició
en las delicias de la entrada trasera, sueño acariciado en los tiempos de
Yolanda y jamás concretado. Era una amante de pasión extraordinaria y le daba
un amor tan expresivo, que él no pudo creer cuando le confesó que estaba
casada. El marido se llamaba Osmar y era marinero, como el Alcibíades de otros
tiempos. Trabajaba - ¡vaya casualidad! - para la compañía Santander de Caracas, que lo enviaba al otro lado del mundo en viajes
que solían durar de dos a tres meses. Cuando León entró a su casa por primera
vez, Osmar llevaba recién medio viaje, de modo que tuvieron casi seis semanas
de libertad, noches maravillosas en las que jineteaban hasta quedar rendidos y
se dormían entrelazando manos y piernas, jurándose un amor eterno. Honesta como
ninguna, ella insistió en contarle su pasado y así supo que le tocaba ser el
cuarto, después de un novio inicial, el marido y una tercera persona que no
identificó.
-
Pero nunca me sentí así, como contigo, te lo juro - Susurraba Margarita – Esta
es la primera vez que me siento una mujer.
En
la paz del desahogo, ella le confió que se casó por despecho, rabiosa porque el
primer novio la había dejado. Hablando y hablando, contó que al principio había
sido lindo, pero que luego él cambió y comenzó a maltratarla, llevándola poco a
poco a una vida de miserable esclavitud.
- Ahora
me descuida como mujer, jamás me saca a ninguna parte, me ignora y aún así,
nunca le había sido infiel. Es capaz de matarme si se entera de lo nuestro.
León
la escuchaba hablar y pensaba en su curioso destino. Margarita estaba
prisionera, igual que Yolanda, allá en Iquitos. Las dos mujeres que había
amado, por extraña coincidencia, vivían en la oscuridad hasta que él apareció, igual
que en las novelas, dispuesto a liberarlas. Algo de Quijote y caballero volvió
a despertar en su interior, sólo que esta vez – juró- no la dejaría librada a
su suerte. Enamorado, se acostumbró tanto a sentirla suya, que creyó morir el
día en que el marido anunció el regreso y tuvo que abandonar la cama ajena y
pasar a una pensión. Se despidieron llorando como chicos - él tenía 26 y ella
30 - y dejaron de verse durante dos semanas atormentadoras, en las cuales ella
le hablaba por teléfono cada vez que podía y él se mordía los celos, por más
que le jurara que Osmar no la había tocado desde su regreso, tal vez porque
también tenía otro amor, allende el mar. “No
sabes lo mal que me trata”, gemía con voz de niña en el auricular y León
apretaba los puños. ¿Cómo podía alguien torturar a un ser tan dulce e
indefenso? De día lo amargaba la injusticia de la situación y de noche lo
estremecían las dudas, imaginando al desgraciado rozando con sus manos la suave
piel de las nalgas, las coronas rosas de los pechos, la entrada voluptuosa de
abajo, las dos, a decir verdad, las dos.
Somnoliento
de día y penitente insomne por las noches, de tanto caminar se hizo amigo de un
vendedor de tienda, a quien conoció la plaza del Libertador. Se llamaba
Aristóbulo y era a todas luces afeminado, aunque con alma de madre. Acogió a
León con afecto sincero, comprendió sus penas y en un par de días le consiguió
trabajo como repositor de un almacén. Fue un alivio, pues al menos tenía con
qué llenar las horas, ganando de paso unos bolívares mientras rumiaba la
solución a su universo roto. Un viernes por la mañana, por fin, Margarita le
llamó para anunciarle que el perverso había levado anclas y el mundo se
reacomodó. De día trabajaba cantando y saludaba con una mano a Aristóbulo,
quien lo espiaba desde el otro lado de la calle. Más enamorada que nunca, ella
se refugió en sus brazos como una náufraga, ebria de dicha hasta los días
previos a Navidad, cuando Osmar cablegrafió el retorno.
-¡No
puedo soportar que nos separaremos otra vez! - Se quebró ella, llorando - ¡Pero
no sé cómo librarme! ¡Mil veces me dijo que me matará si le pido el divorcio!
¿Qué puedo hacer? ¿Sabes cuantas veces espero la noticia de que un huracán le
hundió el barco y que ya no va a volver nunca más? ¿Por qué no ocurre algo que
me libere?
Nada
podía hacerse. Durante otra espantosa quincena de soledad, León sopesó toda
clase de ideas para librarse del inoportuno. “¿No es injusto el mundo?”, comentaba Aristóbulo, entornando los
ojos, “Todo un marinero, con un vergón de
alta mar y sobrando, el pobre, con lo bien que me vendría a mi”. Podrían
fugarse juntos, pensaba León, ignorando las pullas del amigo, pero no tenía
dinero suficiente y de seguro, ella tampoco. “¿Tú sabías, chico, que los marinos siempre la meten por atrás?”, se
baboseaba Aristóbulo y León se imaginaba a Margarita recién casada y a Osmar
con la pinga en ristre. Y le daba vueltas, una y otra vez al asunto, sin que se
le ocurriera nada. No había más remedio que seguir como estaban, enloqueciendo
de celos. “¡Marinero! Creo que si no te
apuras, chico, tu novia no se va a poder sentar cuando el marido se marche”,
punzaba, zahería Aristóbulo, chanceando para librarse de sus propios celos.
Pero León no lo tomaba a mal y a veces reía con él de sus lisuras. La tercera opción,
calculaba entre risa y risa, era tan terrible que no se atrevía a planteársela
de un modo claro, pero pensaba en ella a menudo. Podría asesinar al marido y
quedarse con la esposa. “Ni en broma,
chico, no por un culo en todo caso, ¿o crees que serás el último que se lo va a
hacer?”, se afligía Aristóbulo, pero León lo tranquilizaba, jurando que era
sólo un decir y prohibiéndole que le hablara así de ella.
Y
el amor, como toda tragedia, se abría paso entre vientos adversos, cocinando al
mismo fuego la felicidad y la angustia. Para fortuna de ellos, Osmar fue
enviado a cruzar la Polinesia y de ese modo pudieron pasar juntos los meses del
verano, felices como recién casados. León aportaba su sueldo y limpiaba la casa
martes y jueves, cuando ella cumplía guardia en el Hospital. Esos días
almorzaba solo y se entretenía arreglando pequeños desperfectos, haciendo de esposo
y soñando que lo era. Los fines de semana, en cambio, la pequeña casa se
convertía en la isla más aislada del mundo y hacían el amor como náufragos,
huyendo de la adversidad. León la jineteaba sobre sus ancas desnudas,
embistiéndola con una ferocidad que servía, al menos por un rato, para espantar
los augurios. Hacia fines de Febrero, sin embargo, la dicha se les fue
enturbiando y el día en que llegó la carta anunciando el regreso, Margarita se
echó a llorar sin consuelo. Poco después, con un abrazo de velorio, volvieron a
separarse. “Oye, menos mal que les avisa,
más que rival es un amigo”, bromeó Aristóbulo, cuando León fue a instalarse
en la pensión, con el alma descalabrada. Ella le llamó recién a la semana
siguiente y para decirle que llevaba dos días sin comer, pues estaba sin dinero
y Osmar le negaba el suyo: “¡Quisiera
matarme!”, gemía, atragantándose con las lágrimas. León pidió un adelanto y
corrió a comprarle alimentos, pero después no supo cómo enviárselos sin
despertar sospechas. Alucinado, andaba como un poseso por las noches, yendo y
viniendo con su locura a cuestas, juntando coraje para matar al hombre que le arruinaba
la vida. “Ya, chico, no te lo tomes a la
tremenda, es sólo un culito, nada más, gózalo mientras puedas y compártelo cuando
no puedas”, filosofaba Aristóbulo y León se enojaba con él, aunque no por
eso dejaba de contarle todo. O casi. No le dijo, por ejemplo, que su decisión
ya estaba tomada.
A
principios de Abril volvieron a vivir juntos y bastó que ella se echara boca
abajo para que él jurara que la libraría de Osmar. “Voy a matarlo, ya está, lo voy a hacer”, gimió, enancándola con
desesperación. Ella se limitó a gozar en silencio, sonriendo a la vez que
lloraba. Para León comenzó entonces la cuenta regresiva. ¿Cómo lo haría? No
tenía idea de la envergadura física de su enemigo, pero supuso que un marino
debía ser un hombre fuerte, al que no podría acabar con una pelea de puños. Era
probable que el otro fuera hábil con el cuchillo, así que se imponía una
pistola y aunque León jamás había disparado una, había visto suficientes
capítulos de Eran tres de Caballería
como para tener una idea. ¡Ya se encargarían la rabia y la justicia de guiar al
plomo vengador! Compraría un arma, pues, ¿pero se atrevería a usarla? Su padre,
el Capitán, había liquidado de un implacable tiro a Cachalote, ¿podría él? Tenía que poder. Una mujer indefensa merecía
que diera el paso definitivo, más aún cuando se trataba de su propia mujer
indefensa. De noche, después de meditar en todos sus detalles el acto de
apretar el gatillo, intentaba focalizar su desvarío en la imagen del muerto
¿Moriría de inmediato o se quedaría mirándolo con ojos desmesuradamente
abiertos, en un último reproche? A medio dormir, se veía a sí mismo de pie
frente al cadáver, con el arma en la diestra y los zapatos manchados con la
sangre de Osmar. ¿Qué sentiría al matarlo? ¿Cómo sería verlo caer, boqueando
por el terror? Cuando ya se creía dormido, volvía a restregarse los ojos y se
quedaba en vela hasta el amanecer, tomando y abandonando la idea y lamentando
tener tan lejos la fría objetividad de Aspasia, el consejo del cura Rigoberto,
la simple seguridad del hogar. Al fin, en vísperas del último regreso de Osmar,
entró a una armería que tenía en vista y compró una pistola pequeña, niquelada,
de aspecto inocente, con su carga de balas. Volvió a la pensión, cargó la
pistola y fue a mirarse en el espejo del baño. Ese era él, después de todo.
Hizo una mueca, al estilo de los bandidos y apuntó a la pared, para comprobar
que no le temblaba el pulso. Se sentía extrañamente fuerte, poderoso. ¡Lástima
que ella no estuviera allí, sopesando en sus manos la llave de su libertad!
Miró
el reloj: las doce y media. Como era martes, calculó que Margarita recién
saldría de su guardia a las nueve de la noche, así que se le ocurrió darle una
sorpresa y visitarla. ¿Por qué no? El hospital era el mágico lugar en el que se
habían conocido y verla allí otra vez tendría algo especial, dadas las
circunstancias. Caminó hasta la esquina, tomó una liebre y diez minutos más
tarde llegaba al nosocomio, poco concurrido a esa hora. Sobre la calle lateral,
una hilera de puestos de comida reunía en cambio a un buen grupo de gente,
entre médicos, enfermeras y parientes de los internados. Se detuvo a mirar los
rostros por si la encontraba, pero no la halló, así que se dirigió a la oficina
de Informes. “No, ella sale a las doce,
ahora vuelve a las cuatro”, le explicó el vigilante, mirándolo por debajo
de unas gafas sin montura. “No, hoy es
martes y hace horario corrido, ¿la puede llamar por favor?”, replicó León,
a lo que el otro contestó: “Oye pana, ya
sé que es martes, pero hasta donde yo sé, la Margarita Reyes jamás en su vida
hizo horario corrido y era ella misma la que yo ví salir a las doce, así que si
la quiere ver, vuelva a las cuatro”.
El
inconveniente podía significar muchas cosas, como que Margarita se hubiera
olvidado que a partir de ese día él se instalaba en la pensión y decidió caerle
de sorpresa, que hubiese alguien con el mismo nombre, que el vigilante se
equivocara sobre el horario corrido o que la hubiera visto salir un momento,
tal vez a comprarse el almuerzo, sin percatarse de su reingreso al hospital.
Claro que también podía suceder que ella le hubiese estado mintiendo, pero ¿por
qué? ¿con qué razón? No tenía sentido. Por las dudas, tomó un taxi y fue tan
rápido como pudo hasta el departamento, pero ella no estaba allí. Con una
desagradable opresión en el pecho, León dudó entre confrontarla o no, pero al
fin desechó la idea, optando por no arruinar las últimas horas que quedaban con
un mal entendido, aunque fue de todos modos una noche agridulce, herida por la
cercanía del final. Salió de la tienda a las ocho, entró al departamento media
hora más tarde y a las nueve en punto llegó ella, tan dulce y ligera como
siempre. Abrazó a León y lo besó por toda la cara, apretándose contra su cuerpo
con el calor de siempre. “¿Realmente vas
a hacerlo?”, le preguntó de pronto, mirándolo con una intensidad
perturbadora. “Claro que sí. Hoy compré
la pistola”, dijo él, sintiéndose mejor. “Bueno, no hablemos de eso ahora, que me pongo mal”, confesó
Margarita, con los ojos llenos de lágrimas. Osmar llegaría el viernes, así que
sólo les quedaba el miércoles y la mitad del jueves para planear su muerte,
aunque esa sería la última noche que dormirían juntos. Cenaron casi en
silencio, mirándose de rato en rato como si quisieran asegurarse que de verdad
podían contar con el otro. Al rato, después de lavar los platos, fueron al
fondo a levantar la ropa de la soga y algo les sucedió a los dos,
descontrolados tal vez por la proximidad del crimen. De pronto, como al hechizo
de una orden secreta, se fundieron en un abrazo sin control y él la tomó de
espaldas, le bajó la ropa y la obligó a mirar la pared mientras la poseía
furiosamente por la entrada de atrás. Fue un acto violento, pasional, más
animal que humano, que arrancó de ella jadeos descontrolados y una risa maligna.
“Dios mío, no podés ser tan puta, te amo
con locura”, le dijo León, besándole la nuca. “Si de verdad me amás tanto y de verdad vas a hacerlo…”, respondió
ella, “…tiene que ser ahora, ya no
aguanto más, tiene que ser ahora”. Medio desvestidos y abrazados contra la
pared, ocultos de todo por la penumbra del patio, sellaron entre sudores el
pacto que daría fin al matrimonio de Margarita y a la vida de Osmar. “El suele dejar abierta la ventana del
cuarto, cuando me voy a trabajar”, explicó ella, en un susurro. “Es el momento de hacerlo, cuando esté
dormido en la cama y yo no esté”. León tragaba saliva, en silencio,
viéndose a sí mismo apuntando por la ventana entreabierta. “¿Y cómo voy a saber que se trata de él?
¿Cómo es?”, preguntó, sin dejar de pensar que ellos dormirían juntos hasta
el momento final. Margarita soltó una risita muy rara y dijo: “¿Qué cómo es? No habrá nadie más en la cama”.
Antes de acostarse, calcularon las distancias entre la ventana y la cama,
practicando en detalle cómo se acercaría León a la casa y cómo escaparía
después. El que fuera un departamento en planta baja facilitaba mucho el
asunto, pero también aumentaba las chances de un inoportuno testigo. “A la mañana no hay nadie”, aseguró ella,
“La gente se va a trabajar”. Luego se
durmieron abrazados y llenos de presagios.
El
miércoles almorzaron juntos y por primera vez en meses, no se fueron a la cama
en la hora que les quedaba libre, pues estaban demasiado tensos. Hablaron, eso
sí, muy en voz baja, de lo que ocurriría el viernes. A las tres y media se
despidieron con un abrazo fuerte y sentido, ella le juró un amor para siempre y
él respondió con voz amarga: “Lo haré el mismo
viernes, yo tampoco aguanto más”. Ella replicó: “Ahora sólo volveremos a hacerlo si somos libres. Mañana jueves no nos veremos,
pues él puede aparecer en cualquier momento y tampoco me llames al hospital,
para evitar riesgos. Es posible que la policía nos investigue un poco”. Después
salieron con rumbos distintos. Al llegar a la esquina, él se dio vuelta para
mirarla de nuevo. Margarita caminaba a paso lento, como si paseara.
Durante
el resto del miércoles, su ausencia le dolió a León por todo el cuerpo, con un
ardor definitivo. Necesitaba verla de nuevo, hablarle, sentirla suya,
tranquilizar el pavor del espíritu con su olor a hembra, pero sabía que
cualquier mal paso sería la ruina inevitable de los dos. Se sentía mal,
físicamente enfermo, así que antes de terminar la jornada pidió permiso en la
tienda y se retiró a pensar. ¿Y si no lo hacía? ¿Y si desistía de apretar el gatillo?
Sería perderla para siempre, no verla más, hundirse en la certeza de un fracaso
sin nombre. Pero tenía miedo. Un pánico absoluto de que no le diera el coraje.
Cerraba los ojos e imaginaba las sábanas, las mismas que le había ayudado a
tender en la mañana del miércoles, inundadas con la sangre del marido. El olor
de la pólvora. El hedor de la muerte. Sentado en el asiento de una liebre, pasó
a media cuadra del hospital y el deseo por ella le estremeció el alma. Aún sin
verla, la veía. Aún de lejos, la escuchaba, gimiendo de parada contra la pared,
gozando, riendo, disfrutando y llorando la magia de un amor perdido, sin perdón
de ninguna especie. Miró el reloj. Ocho y cuarenta y tres. En sólo dos minutos,
Margarita acabaría su turno y él podría verla un instante, incluso sin que ella
lo viera, sólo para alimentar con su imagen las menguantes fuerzas del destino.
Bajó de la liebre casi tres cuadras después y se volvió corriendo, cruzando el
parque. Entonces la vió.
Ella
cruzó la calle del hospital, caminó hasta la esquina del Parque y subió a un
camión azul, un Mercedes de esos
grandes, sin acoplado, que la aguardaba. Tomado de sorpresa, León tardó en
apurar el paso, de modo que no alcanzó a ver quién conducía. Sólo distinguió,
sobre un costado de la caja, la palabra “Cía.
Santander”. Se quedó parado en la
esquina, obsesionado en distinguir las luces traseras alejándose por la avenida
Bolívar. Quería pensar, pero no sabía qué. Por no saber tampoco qué hacer, se
quedó casi una hora en el mismo sitio, intentando interpretar el sentido del
rompecabezas. ¿Qué hacía Margarita subiendo a un camión de la Compañía Santander, la empresa para la
que trabajaba el marido? ¿Le traían alguna noticia inesperada? ¿Había regresado
Osmar antes de tiempo? ¿Sería una casualidad? “Tal vez es alguien de su familia, un primo, un hermano, un cuñado,
alguien que casualmente trabaja en el mismo sitio y decidió pasar a buscarla
para llevarla a casa”, se dijo, pero las tripas se le retorcían como si lo
negaran. “Pueden haber cien explicaciones”,
murmuró, aunque el instinto le decía que había gato encerrado.
Caminó
dos cuadras hasta la parada de la liebre y apenas pasadas las diez ya estaba
frente al departamento de Margarita, donde todo indicaba que ella seguía
ausente. Los postigos cerrados, las luces sin encender, silencio absoluto. “Si vino para acá, no pude haber llegado yo
antes que ella, debe estar adentro”, pensó y golpeó con los nudillos la
puerta de entrada. Pero nadie atendió. “Se
habrán detenido en el camino a comprar la cena”, supuso y se sentó sobre
una verja de la vereda de enfrente, dispuesto a esperar. Hizo cuentas. ¿Cuánto
puede tardar una persona en comprar un medio pollo con papas? No más de diez
minutos, ya debe estar por llegar. Pero ella no aparecía. A eso de las once,
León pensó que la habían invitado a comer. “Sí,
seguro que es un pariente, tal vez un hermano de Osmar, uno que sabe que el
tipo regresa mañana”. Si la habían invitado a cenar, era lógico que tardara
un poco, pero no mucho, pues al día siguiente había que levantarse temprano.
Era una hipótesis bastante razonable, pero comenzó a dolerle el estómago.
Caminó hasta la esquina siguiente, regresó, volvió a ir y de paso compró un
paquete de cigarrillos negros en un kiosco a punto de cerrar. A las doce de la noche,
Margarita no había regresado, León se había fumado medio paquete y estaba
descompuesto. “Ya tiene que llegar”,
se repetía una y otra vez, ilusionándose cuando escuchaba un motor a la
distancia. A la una, el barrio se quedó en el más completo silencio y a las dos
de la mañana, empezó a refrescar. En el departamento, las luces continuaban
apagadas.
Herido
hasta la médula por la humillación de la espera, tuvo León tuvo aquella noche
tiempo para sentirse el más infeliz de los hombres, el más idiota, el más
crédulo. ¿Dónde estaba ella a esa hora? ¿Con quién? ¿Haciendo qué? ¿Qué podía
estar ocurriendo para motivar su tardanza? ¿Acaso esa noticia inesperada,
liberadora, capaz de torcer el destino con la fuerza de un huracán? ¿Y si por
fin había ocurrido aquello que ella tanto había esperado? La posibilidad de un
accidente fatal, la imagen de Osmar ahogándose en el Mar de los Sargazos, le
alivió el corazón por un par de horas, o tal vez un poco más, pero las más
amargas reflexiones lo atormentaban cuando ya estaban por dar las seis, la hora
en que por fin el camión azul se detuvo frente a la casa de Margarita y ella se
bajó, dulce y ligera como siempre. Se veía hermosa, con el pelo rubio recogido por
una cinta roja.
León
no se atrevió a hablarle. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo explicar lo que estaba
haciendo ahí a esa hora? La vio abrir sin apuro la puerta y desaparecer en el
interior del departamento, mientras el camión giraba a la derecha en la esquina
del kiosco. Atormentado, regresó a pie a la pensión y se desplomó en la cama, sintiendo
que el estómago se le retorcía de un modo insoportable. Permaneció inmóvil
hasta que el sol estuvo alto, cuando los ruidos de la calle lo espabilaron de
nuevo y hacia la media mañana, los celos eran como llamas que lo quemaban por dentro,
quitándole el aire. Entre las brumas de su ahogo, salió de la cama, metió la
cabeza bajo el agua fría y después salió a buscar un teléfono y la llamó al
hospital. La voz de Margarita era la de siempre. “¡Hola, amor! ¡Qué gusto escucharte! ¿Pero no habíamos quedado en que no
me llamaras acá?” León tragó saliva y replicó: “¿Llegó tu marido ayer? ¿Supiste algo?”. “No, nada, llega hoy, como te dije”, respondió ella. “¿Y qué vas a hacer hoy?”, avanzó él, “¿Querés que almorcemos juntos?”.
Entonces, del otro lado del auricular, algo cambió. Margarita no dijo nada por
unos segundos y cuando habló, su voz ya no era la misma. La bajó hasta
transformarla en un murmullo oscuro, casi áspero “¿Qué pasa, León? ¿Acaso no
vas a hacerlo? ¿No quedamos en que sería mañana viernes?”. El amor, la
rabia, todo se mezcló en él, incluso el miedo atroz a perderla. “¡Claro que lo voy a hacer!”, respondió
por fin, con los ojos cerrados. “¡Ay,
gordito, yo sé que debe ser muy duro lo que estás pasando, no sé si tengo
derecho a esperar tanto de ti!”, dijo ella y su voz volvió a ser dulce y
ligera. “Hoy es jueves, ya sabes que hago
horario corrido, sino te vería, pero es necesario estar separados sólo un
poquito más, mañana, ya sabes, todo habrá terminado”.
León colgó el auricular y se quedó aún más
angustiado. ¿Y si todo era una confusión, un detalle fácilmente explicable?
Buscó bajo el colchón la pistola y se quedó un largo rato mirándola, como si le
preguntara qué debía hacer. Al mediodía pasó por la tienda y justificó su
ausencia, cargándole el faltazo al dolor de muelas. Ojeroso y mal dormido,
nadie dudó que decía la verdad, ni siquiera Robustiano, a quien pasó a saludar
un segundo. A las doce y media, tomó un taxi y fue a emboscarse en las
cercanías del hospital, aguardando la posible salida de Margarita. “Usted nada más espere, que si hace falta
vamos a seguir a alguien”, dijo al conductor, que en el acto encendió un
cigarrillo. “Es una mujer, ¿verdad, pana?
Estas cosas pasan todos los días”, dijo el hombre, pero León no le respondió,
ocupado en observar al mismo camión, detenido sobre una calle lateral del
hospital. Casi al instante, por la puerta principal vio salir a Margarita. Iba
muy apurada, con el guardapolvo de enfermera bajo un brazo. “Prepárese”, dijo León, mientras ella subía
a toda prisa a la cabina azul. “¿Esos
son? ¿Los sigo?”, preguntó el taxista, arrojando la colilla a la calle. Y
allí fueron, siguiéndolos por diez minutos hasta un complejo de departamentos,
donde el Mercedes se detuvo.
Estacionados a una media cuadra, vieron a la mujer descender de la cabina y al
instante hizo lo propio el conductor, quien la rodeó con un brazo para perderse
juntos en el primer edificio. “¿Quiere
que espere o nos vamos?”, preguntó el taxista, nervioso. “No, veamos un poco más”. “Oiga, pana, no se vaya a meter en líos”.
Al rato, León vio a Margarita abrir una ventana en el primer piso. Sonreía.
Cerró
los ojos y la imaginó ubicándose boca abajo y apoyando la cara contra la
almohada. Casi, casi, podía verla, soltando el aire al ritmo de las embestidas
y gimiendo un poco sin querer. León sintió que el espíritu se le escapaba a
través de la piel, yendo a mezclarse con el sopor de la siesta. Lloró sin
ruidos y con las manos tapándose la cara, para que no lo viera el taxista. No
lo sabía aún, pero nunca habría un dolor igual ni una amargura más honda que
aquel descubrimiento. La humillación y la
vergüenza, atroces, lo hacían sentirse violado, arrasado en su
virilidad, como si la pinga del otro lo estuviera atravesando a él también. “Oiga, ahí salen”, dijo el taxista,
cuando el tiempo había dejado de tener sentido para León. Miró el reloj otra
vez: tres y cuarenta. “¿Los sigo, pana?”.
“No, déjelos que se vayan”. “Ah, qué bien, caballero, ya me temía que iba
a empezar a los tiros”. León soltó una risa filosófica, o al menos eso le
pareció. Aún le temblaban las manos, pero estaba tranquilo, como si la mujer
que subía al camión no tuviera ya nada que ver con su vida. “¿Le apetece un cigarrito, pana? ¡Vamos,
échese uno de estos cubanos negros, que son buenos! ¿O se me va a creer que es
el único hombre al que han hecho venao? ¡Ande, compa, míreme la frente, yo sí
que tengo cuernos, con diez años de novio a la espalda!”. León aspiró el
aroma fuerte y de pronto, echó a reir. Fue una carcajada absurda, forzada al
principio, pero liberadora al final, a la que se unió el taxista, marcando el
ritmo a bocinazos. Con la cara llena de humo, lágrimas y risas, miró a Caracas
desde la ventanilla y comenzó a decirle adiós.
Fue
una pena que el taxista no pudiera acompañarlo a almorzar, si ya casi eran
amigos. Se despidieron con un abrazo a la entrada de la pensión y León entró a
su cuarto con el espíritu de los que ya se están yendo. ¿Acaso no era un
experto en marcharse sin decir adiós? Bastaría con ir a una gasolinera y elegir
al primer camión que lo llevara lejos de su última desgracia. Abrió el cajón de
la cómoda, contó el dinero que le quedaba y comprobó que no era gran cosa, pues
lo ganado en esos meses se lo había dado a Margarita y el resto lo gastó en
comprar la pistola. ¿Qué habría detrás del juego de la enfermera? ¿Una pensión
y la libertad para vivir con su amante de siempre? Ya nunca lo sabría. Guardó
el arma y las balas en un bolsillo de la chaqueta, abrió el ropero para empezar
a juntar sus cosas y encontró el libro de Sandokán.
Sorprendido, como si no lo hubiera visto en años, se quedó mirando la portada
hasta que los recuerdos más antiguos volvieron desde una distancia de siglos.
¿Qué hacía allí, después de todo, con el corazón roto y un arma en el bolsillo?
Ni siquiera se acordaba del motivo de su viaje. Su padre, las mil preguntas, la
niñez abandonada, todo lo que había sido y lo que esperaba ser, yacía en la
tumba en la que acababa de enterrar al amor de su vida. O no, tal vez no fuera
del todo tarde. ¿Tenía sentido dejar la ciudad sin un último intento? ¿Y si su
padre había estado todos esos meses ahí nomás, trabajando por la más perra de
las casualidades en la misma compañía a la que pertenecían Osmar y el hombre
del camión azul? “No servirá de nada, lo
más probable es que me digan que el capitán estuvo allí, pero se fue a Tasmania
hace un año”.
Y
sin embargo, fue. Metió todas sus cosas en un bolso, pagó la pensión, pasó por
la tienda a renunciar y a cobrar los días trabajados, le preguntó a Robustiano
– que no entendía nada – donde estaba la Santander
y allá se dirigió León, con la ansiedad inicial recuperada. Por aquellos años,
la famosa Compañía Santander era una
de las empresas más grandes de Venezuela, con intereses en varios y distantes
países de todo el mundo. La central de Caracas ocupaba varias manzanas e
incluía talleres para la flota de camiones, depósitos para la carga y las
oficinas administrativas, que es a donde se dirigió a preguntar por el Capitán
Valdéz. Al entrar, lo primero que llamó su atención fue un gran mural de pared
a pared, desde el que sonreían – en perfecta formación – los marinos de la
empresa. Miró las caras una por una, pero no halló ningún rasgo que descubriera
a su padre. “Debí venir hace un año,
cuando salí del hospital”, pensó, recordando sin querer a Margarita. “Pero ya estoy aquí”. Preguntando de un
escritorio a otro llegó hasta el Jefe de Personal, a quien por fin pudo
hablarle del Capitán Valdéz.
-
¡Ah, el Contramaestre Valdéz! -
exclamó el otro - ¡Claro que lo conocí! ¿Quién es usted y por qué quiere saber
de alguien que ya no está más aquí?
-
Debía dar con él - Respondió León, desalentado.
-
¡Ah, chico, pero ése no está más! – Repitió el funcionario, meneando la cabeza.
León
alzó el bolso que había dejado en el suelo e hizo una seña vaga, como si las
fuerzas ya no fueran las mismas. Llevaba ocho años fuera de Nueva Atenas y por
primera vez aceptó que aquel viaje carecía de sentido. Isabel tenía razón, el
destino, finalmente, estaba en todas partes. Como por decir algo, preguntó:
- ¿Usted
lo trató hasta que se fue?
-
Claro, trabajó en los barcos nuestros hasta hace dos meses, cuando murió de una
pulmonía mal curada.
León
sintió un vahído que le duró varios segundos. Se le aflojaron las piernas y le
dieron ganas de gritar. ¡Dos meses! ¡Si él no hubiera conocido a Margarita lo
hubiera encontrado! Con la garganta seca y los pulmones desinflados, aguantó la
desazón hasta que el empleado le averiguó los datos del cementerio. Como en
trance, salió otra vez a la calle, tomó otro taxi y realizó el único viaje que
nunca había pensado hacer. Encontró la tumba en el sector de los extranjeros
sin familia, a la vera de un caminito de pinos y anunciada por una lápida de
madera que decía «Alcibíades Valdéz,
Marino Errante - 1.925 - 1.976». De pie frente a la frase, León se sintió
más solo que nunca.
-
Hola, viejo - Dijo y se le cayeron unas lágrimas que guardaba desde que tenía
tres años. Lloró con fuerza, con rabia, con un dolor que parecía un pozo sin
fondo. Después, ya más calmado, limpió de flores secas la tumba y dijo: - Bueno,
sólo quiero que supieras que te encontré.
Y
cómo no se le ocurrió qué más decir, apretó contra el pecho el paquete donde
llevaba el libro de Sandokán y salió
otra vez a la calle. Comenzaba a anochecer. Un vientito suave y húmedo barría
las veredas, mientras la gente volvía a casa después del trabajo. Un grupo de
colegialas pasó a su lado, riendo con todas las ganas con que se ríe cuando se
es joven. Arrojó la pistola y las balas en una acequia de aguas servidas y
caminó sin prisa hasta la ruta, para hacer dedo. Los coches, las liebres, las
motocicletas, zumbaban por la avenida, iluminándolo por segundos con sus luces.
Todos tenían prisa por llegar a donde iban, León no. Ya de noche, mientras
abandonaba Caracas a bordo de un camión petrolero, divisó por la ventanilla el
barrio donde vivía Margarita y una nostalgia dolorosa le arrancó otras
lágrimas. ¿Qué sería de ella y de su extraña historia? Aguardaría en vano, día
tras día, con la ventana de su cuarto abierta, pero nadie iría a librarla del
marido. Cerró los ojos y trató de dormir. “Es
sólo un culito”, añadió la voz de Aristóbulo, entre las brumas del sueño, y
entonces comprendió que todos ellos habían comenzado ya a ser un recuerdo.
Tardó
más de veinte meses en recorrer Sudamérica en sentido contrario y desembarcó en
Foz a poco de cumplir los veintiocho años, es decir, una década después de
haber partido. Regresaba cansado y sin ilusiones, sin saber que entraba a la
última parte de su vida.
***
Capítulo 5
(Del
momento preciso en que un grupito de vecinos decide lanzarse
a
la política, sin saber que hay cosas más importantes en la vida. Lo
mismo
que Filoxena, que desafía a Dios a que le mande la muerte)
XVII
L |
o primero que
hizo León al volver fue buscar a su tío y devolverle el libro con una frase que
decía: «me ayudó a recordar siempre de
dónde había partido». Luego fue a ver a Aspasia y la halló tan delgada,
feúcha y soltera como la había dejado al partir. Encontró, asimismo, que Isabel
seguía siendo hermosa, aunque acababa de pasar los cuarenta. Camilo ya no vivía
con ella, pero el Doctor Epaminondas seguía allí de visita, como si no se
hubiera movido en una década. Todo parecía igual, pero a la vez diferente, con cada
cosa en su sitio y al mismo tiempo cambiada, como si fuera el mismo escenario,
pero dado vuelta. No comprendía que era él mismo quien faltaba, pero sí lo
entendió el cura, cuando su sobrino se negó a quedarse a vivir con él y alquiló
un chalet conocido como «el solar de los
Ortega», en honor a unos españoles soñadores que habían pasado por ahí seis
décadas antes, intentando hacer triunfar un cinematógrafo cuando aún no era
entendido ni siquiera en Europa. El proyecto fracasó, pero el solar sobrevivió
a la derrota y la Municipalidad lo olvidó durante décadas, hasta que una
inesperada red de gestiones lo dejó a manos de León. Cuando le dieron las
llaves, su tío contrató la camioneta del corralón para que le llevara la
totalidad de su biblioteca personal - ampliada y enriquecida en los últimos
tiempos - y con tantos libros pareció que el sobrino ya no necesitaba más
cosas, pero a los pocos días apareció Clara – de quien aún no es tiempo de
hablar - y el Doctor se apuró a conseguir para León un cargo de archivista municipal.
Al fin, todo parecía estar donde debía estar, de modo que la siesta en que
Aquiles Farjat y Ulises Martínez llegaron a su casa, ya no soñaba con una vida
de marino errante. Con el seño fruncido - nada le molestaba más que le
arruinaran el momento de la lectura - volvió a ponerse los zapatos y abrió la
puerta. Los saludó con un gesto inamistoso y después se quedó mirándolos con
los ojos entrecerrados. No había olvidado a Ulises. Delgado, de mediana
estatura, algo pálido y con canas en las sienes y en las patillas. Aquiles era
un poco más alto que Ulises. Moreno, con algunos kilos de más alrededor de la
cintura y un aire amable y campechano. Era – lo recordaba bien - el dueño del
corralón que durante años colaborara con la obra del cura Terámenes, sobre todo
por la época en que Camilo ingresó a la escuela. León los hizo pasar a la
penumbra de la sala y se sentaron en los sillones de mimbre. Después de un
breve intercambio de recuerdos comunes, Ulises pasó a explicar el motivo de la
visita:
-
Como habrás oído decir, Caballero dejará la intendencia para poder tratarse el
cáncer que lo está matando, pero su hijo Miguel no quiere saber nada de
sucederlo en el cargo. Por primera vez en la historia de Nueva Atenas habrá
elecciones, porque sino van a mandar a alguien de la capital y eso a los
Caballero no les conviene, porque les pueden destapar los chanchullos de los
últimos cien años. Creemos que ha llegado el momento de actuar.
León
permaneció en silencio, pues no tenía la menor idea del asunto. Las elecciones,
por otra parte, le desinteresaban por completo. Frunció la boca como diciendo “¿Y a mi?” y Aquiles agregó que la
oportunidad de ganar era tan buena, que él mismo se presentaría como candidato,
para lo cual necesitaban del asesoramiento de la única persona capaz de llevarlo
al triunfo: León Valdéz.
-
¿Y yo qué sé de política? - Rió León - ¿En qué podría asesorarlos yo? ¡No
entiendo nada del asunto!
Aquiles
sonrió con embarazo y dijo:
-
Yo tampoco, ya ves, y soy el candidato.
León
soltó una carcajada y el clima se distendió. A modo de explicación, Aquiles fue
a pararse frente a la biblioteca, mirando los lomos de los libros con el cuello
torcido. En esa pose y como si hablara consigo mismo, dijo que a él tampoco le
había interesado jamás la política y que todo lo que había hecho en su vida era
trabajar duro, pero que se trataba de una obligación moral. Un deber. “Sin embargo, me doy cuenta de que me faltan
estudios. Yo no he leído nunca. No sé todas las cosas que vos sabés por
haberlas leído y por haber viajado. Necesitamos que nos ayudés a elaborar un
programa de gobierno, a hacer los discursos, a pensar”. Pasó un dedo
respetuoso por una hilera de libros y añadió: “Y aquí está todo el pensamiento”. Volvieron a quedarse en silencio.
León miraba a Aquiles y pensaba: ¿qué hubiera respondido Alcibíades, el marino?
¡Ah, su padre habría dicho que sí enseguida y reclamado el título de Diputado Valdéz, uno de los pocos que no
tuvo en su aventurera existencia! ¿Qué diría Clara, de quien aún no nos está
permitido hablar?
Aquiles
volvió a sentarse, cruzó las piernas y le resumió la vida de Miguel Caballero, más
conocido como Miguelito, a secas, el menor de los hijos de Espeucipo y único
varón, después de cinco niñas. Nacido fuera de tiempo, cuando el patriarca se
había quedado ya sin la esperanza de la sucesión masculina, el niño se encontró
con que también estaba fuera de lugar, demasiado sensible para el mundo de
trampas y traiciones que tejía el fuero familiar. Solitario y escurridizo, tomó
la costumbre de esconderse en los lugares más inverosímiles para escribir
poemas, los que después recitaba con aire ausente por la ribera del río. Cuando
su padre lo supo, confiscó los cuadernos e inscribió al artista en los Boys Scouts, de donde regresó más huraño
y asustadizo que antes. Sin rendirse, Espeucipo insistió durante años con
clubes de rugby, asociaciones de tiro, grupos de lucha y defensa personal y
hasta lo exilió semanas enteras en el monte chaqueño, acompañando a los
contrabandistas en el papel de aprendiz. Pero nada funcionó. El heredero aceptó
de mala gana los símbolos que le fueron impuestos, pero cuando cumplió los
dieciocho festejó disfrazado de María Antonieta, desparpajo que desde entonces
repitió en cada carnaval. Caballero ya no supo qué hacer con él. En un último
intento, lo confinó a la Academia militar y el cadete regresó a las cuatro
semanas, después de un escandalete injurioso que nunca se aclaró del todo.
Perdido por perdido, pusieron al benjamín al frente de la estancia sojera – la
joya de la corona familiar - y Miguelito la cambió por una cadena de
peluquerías en Paraguay. “El es así –
suspiró Aquiles, haciendo un gesto con las manos abiertas - lo que importa, en todo caso, es que
encontró que la mejor manera de llevarle la contra al padre es negarse a ser
intendente”.
- Bien,
¿Y ustedes tienen un grupo político, un Partido?
-
Oh, sí. Contamos con Arístipo y con su hija Aspasia, que nos dijo de ir a
hablarle a tu tío, el que a su vez nos mandó para acá. Además, tenemos al
Doctor Epaminondas, al Comisario, un tío mío que se llama Parquímides y un
periodista llamado Casimiro Reyes, del Diario Regional. El resto de la gente se
irá sumando.
-
¿Y a quién pondrán de candidato los Caballero, si no va Miguelito?
- A
Aristóteles Manfredini.
-
Ah, el contrabandista.
-
Ese mismo. Puede comprar los votos de cada ateniense y aún así le sobraría
tanto dinero que ni sabría cuánto es, por eso hay que crear algo con lo que la
gente se identifique. No nos van a votar a nosotros, sino a nuestras promesas,
esa es la verdad. Tenemos que lograr que la gente se rebele contra estos
bandidos.
León,
que seguía pensando que nada de aquello era asunto suyo, se puso de pie con
desgano y fue a buscar un libro en la biblioteca. Eligió “La rebelión de las masas” y se lo entregó a Aquiles con solemnidad.
El candidato posó la palma de su mano derecha sobre la portada y cerró los ojos
suspirando, como si sintiera que el conocimiento comenzaba a invadirlo. Ulises
sonreía radiante. “No cuenten demasiado
conmigo”, advirtió León, “Yo acabo de
llegar y todavía estoy como sapo de otro pozo”. Sellaron un mínimo pacto,
sujeto a una decisión final que León tomaría recién cuando lo creyera oportuno;
por en cuanto, se limitaría a recomendarle al aprendiz los libros apropiados. Se fueron satisfechos. León volvió a quitarse los
zapatos y se sentó en un sillón a meditar sobre la insólita propuesta. Se
sentía intranquilo, pero también ansioso, igual que en la tarde en que concibió
la idea de partir en busca de su padre.
XVIII
Cuando
Filoxena vió pasar a Isabel llevando de la mano a su pequeño hijo, sintió un
dolor tan grande que supo que acaba de empezar a morirse. Su rival en el
corazón del marido no sólo era hermosa y muy joven, sino que además le había
dado ese hijo que ella siempre quiso, mil veces intentó y nunca pudo, por más
que después de cada cópula se quedaba el resto de la noche sin dormir,
apretando las piernas para evitar que se le escapara la fertilidad. Sabía,
claro, que él tenía a otra. Lo supo desde que empezó con el asunto de los lunes
Espeucipo, los miércoles Aristóteles y los viernes el Juez, pamplinas, que
enseguida se enteró que estacionaba el auto detrás de la casa donde vivía el
Comisario y donde se instaló esa bandida, perra extranjera sin escrúpulos que
se habrá traído quién sabía de dónde - decían que de España, pero ella no
creía. ¿Cuándo fue a España el Doctor? - y que se metió en sus vidas como una
espina bajo la uña, prestando su horrible chucha foránea para que el marido le
sembrara de doctorcitos la panza. ¿Qué podía hacer? Durante los primeros meses
intentó vencerla en su mismo campo, por más que Helena - la esposa de Espeucipo
- ya le había advertido que la zorra era joven y que en esa frescura de la
carne radicaban sus mejores armas. Filoxena se tragó el sapo de los celos y
durante ese primer año hizo méritos para alcanzar al menos un empate, cocinando
auténticos manjares mientras él fumaba en la bañera, comprándose perfumes
importados y llenándole la casa con sahumerios milagrosos, palitos aromáticos
preparados por los indios fronterizos y que la Negra Agustina - ama de llaves
de los Caballero – le llevaba a escondidas del Intendente. Pero pronto advirtió
que perdía la batalla, pues Epaminondas continuaba marchándose día de por
medio, haciendo un esfuerzo cada vez más grande cuando ella lo empujaba a la
cama. Sin saber a quién recurrir, a través de un complejo itinerario de
equívocos y personas interpósitas, llegó al extremo de entrevistarse en el
mayor de los secretos con Nuria Segovia, de quien decían las señoras que era la
mujer que cualquier hombre querría de mantenida. Aprovechó un miércoles en que
el Doctor viajó a Foz a participar de un congreso para darle franco al personal
doméstico y quedarse sola, impresionada de su propia audacia. La cumbre se
realizó a media luz, sentadas las mujeres frente a una bandeja con café y scones recién horneados. La mulata,
haciendo gala de una diplomacia muy digna de su astucia, comenzó diciéndole que
como ella no era una mujer de la sociedad, ni mucho menos una dama, regía su
vida por códigos que podían no tener valor alguno para los demás, pero que para
ella eran inviolables:
-
La confidencia de alguien que confía en mí, por ejemplo - Dijo, remarcando las
sílabas con su voz ronquilla y sensual - Mantener un secreto, dentro de mi
mundo, puede ser la diferencia entre morir o vivir, por eso puede estar usted
muy tranquila respecto a lo que hable conmigo.
Filoxena
se bebió tres tacitas de café y acabó con los scones antes de atreverse a confesar que su problema eran los
cuernos, clavados en su cabeza con la ayuda de una española de piel blanca y
pelo de gitana, amancebada por su marido desde hacía varios meses y embarazada
incluso, según le habían dicho. Necesitaba deshacerse de aquella mujer.
-
Debe usted saber que cuesta mucho dinero, señora - Dijo Nuria, muy
discretamente - pero si usted está dispuesta a seguir adelante y - sobre todo -
a conseguir el dinero, yo haré lo posible para encontrar un par de tipos
decididos para que se hagan cargo de ella, pero habrá que esperar el parto.
-
¿Por qué?
-
Porque nadie es capaz de liquidar a una mujer encinta.
-
¡Oh, no, Dios mío, no! - Exclamó la esposa del Doctor, tapándose la cara con
las manos -¡Disculpe usted, me ha entendido mal! ¿Cómo puede creer que yo
mandaría a matar a alguien? ¡Oh, no! - Y de pronto soltó una carcajada nerviosa
e inacabable, que terminó por contagiar a la mulata. Se rieron tanto que hasta
lloraron de la risa y Filoxena se convenció de que había sido un error y que la
buena de Nuria jamás hubiera participado de algo tan atroz - Ja, ja, sí que quiero
deshacerme de ella, pero derrotándola en su propio terreno, es decir, ahí donde
usted ya sabe...
-
Quiere decir en la cama, ah - Nuria sonrió, comprensiva. Las confidencias de la
esposa de un médico podrían granjearle beneficios durante años, pensó - Si lo
que usted desea es un par de consejos de mujer a mujer, yo se los daré, pero
sólo usted sabrá si es capaz de llevarlos a la práctica.
-
¿Pero son efectivos?
- A
mí jamás me fallaron. Con ningún hombre.
Una
hora más tarde, cuando Nuria ya se había marchado con unos billetes de gratitud
en el bolso, Filoxena se reía sola frente al espejo del baño, fascinada con la
variedad de pecados recién aprendidos, dibujados con mala mano por Nuria sobre
un papel recetario. Las poses, que para ella siempre había sido una sola,
resultaron ser dieciséis, cada cual con su pareja de muñequitos casi
infantiles, con bigotito el varón y tetitas la mujer, para que no se confunda. ¿Sería
con tan perversos trucos que las amantes arrebataban los maridos ajenos? ¿Cómo
podían hacerlo sin sentirse un poco insultadas, humilladas, reducidas a la
esclavitud? ¿O peor aún, cómo podrían gustar a una señora tales inmundicias? ¡Y
había que comprar ciertos artilugios que quién sabe dónde los venderían! La
vaselina, vaya y pase, pero, ¿de dónde hacerse con arneses, anillos peneanos y
consoladores? Sin embargo, pronto dejó de lado sus remilgos iniciales y si no
logró recuperar el amor de su marido, al menos exploró un territorio que muy
pocas mujeres del pueblo visitaron. Epaminondas, preocupado por lo que al
principio creyó una perversión de la menopausia, se divirtió bastante por
algunas semanas y terminó por hartarse de la mantequilla untada en los huevos,
las poses del perrito sobre la mesa del living, el pasillo reverso disponible por
primera vez y un sinfín de entrelazamientos extraños, en los que nunca sabían a
quién correspondía el pie que sobraba, porque inevitablemente siempre les
sobraba uno. “Pará, pará, eso corresponde
a la pose catorce y estamos en la cinco”, decía una voz y en el entrevero
el miembro se escapaba, se aflojaba, se ponía chiquito y ella tenía que empezar
de nuevo, déle que déle al masaje y a la introducción digital. Tanto exceso de
comida acabó por arruinarle los almuerzos, sobre todo cuando se decidió a
comentarle el caso a un colega -sin decirle de quién se trataba, claro - y el
otro lo atribuyó a dos posibles motivos: o la mujer tenía un amante que la
ponía al día sobre las novedades de alcoba o bien se trataba de un extraño caso
de ninfomanía retroactiva, es decir, de alguien que fue normal hasta que se
destapó de pronto. Ambas situaciones, sugirió, requerían tratamiento inmediato.
Pero
los fuegos artificiales fueron decayendo y el odio se abrió paso aún en los
momentos más intensos, con lágrimas que escapaban en la oscuridad y pellizcos
cargados de furia, manos crispadas que araban la piel del pecho como si
quisieran llegar hasta el corazón y arrancarlo. Los besos que tanto necesitaba
le ardían como brasas traicioneras, los abrazos la ahogaban porque no eran sinceros
y el amor que se daban, más que amor era un juego en el que los dos perdían. Luego,
Filoxena se ovillaba en las sábanas para esconder su pena y al otro día le
echaba la culpa al placer por las ojeras profundas, talladas a pesadillas.
Epaminondas se duchaba en silencio, creyendo que cada vez que lo arrastraba la
carne perdía puntos en el concurso de merecimientos de Isabel. Sentía que la
traicionaba cuando el ariete enfilaba al nido conyugal, que se alejaba de ella
por la injuriosa debilidad de sus instintos básicos. Así volvieron a enfriarse
y con el tiempo marcaron sin decir nada los límites del reparto de culpas y
sospechas. Lunes, miércoles y viernes, días que ella sospechaba que él visitaba
a Isabel, la esposa se acostaba temprano y fingía estar dormida cuando él
llegaba y se acostaba, silencioso y culpable. El resto de la semana, Filomena lo
aguardaba de punta en blanco, con carne de ternera santafesina asada en el
horno y dos botellas del mejor vino en la mesa. Tres días de resignación
agriada, maldiciendo en soledad los minutos de su ausencia y otros tres de
creer que se lo estaba ganando, sacándoselo a la zorra de la boca. Después
estaban los domingos, días amorfos en los que ella no tenía ganas de aplicar
los consejos de Nuria porque al día siguiente era lunes y la otra lo tendría de
nuevo. Eran los días más amargos, quizás porque los comparaba con los de los
años anteriores, cuando él la llevaba del brazo a la misa de once y la gente le
envidiaba el marido alto y fuerte, sabihondo, amoroso y fiel como ninguno.
Sin
embargo, nada fue peor que ver pasar a Isabel de la mano de su hijo, caminando
los dos con ese alegre bienestar con que cruzaban la plaza y se perdían entre
la gente del mercado. Antes de ese día trágico, sólo una vez había visto a la
extranjera. Helena se la había mostrado una mañana, saliendo de la
Municipalidad en bicicleta. Delgada y demacrada, no le pareció gran cosa, pero
por entonces nadie sabía que la bandida estaba embarazada de un niño del
Doctor. Tres años más tarde, las cosas se veían peor. La descarada era hermosa
y andaba a su aire sin fijarse en nadie, indiferente a las miradas que los
hombres le echaban al paso. Ese día se sintió un estropajo, conciente de haber dejado
para siempre atrás sus mejores formas, mientras que Isabel comenzaba recién a
abrirse en plenitud. La veía andar y agacharse de tanto en tanto a decirle algo
a su hijo, riéndose los dos y salpicando la calle con carcajadas que azuzaban
como dagas su corazón engañado. ¿Cómo no sentirse perdida sin remedio? Ese día
llegó a su casa con un dolor lacerante en el centro del vientre, un fuego que
la tuvo doblada en dos durante la tarde y que ella le atribuyó al alcance de la
traición.
-
Ay, Dios, ojalá me muera - Murmuró, sin saber que Dios la estaba escuchando.
La
tarde en que su esposa comenzó a morirse, el Doctor Epaminondas tenía cuarenta
y tres años y la más completa ignorancia respecto a las traiciones que se le
atribuían. Aunque la pasión se le escurría desde que Isabel apareció en su
consultorio, nada grave había hecho él, como para que Filoxena decidiera
morirse. Es cierto que procuró asegurarse que a Isabel y al niño no les faltara
nada, que se llegaba a verlos día de por medio y se sentaba bajo el alerito a
conversar de las cosas del mundo mientras caía la noche y llegaba la hora de
volver a casa. Habrá por ahí testigos de los dulces que les llevaba, frutas de
estación en verano y chocolates en invierno. Juguetes para el día de reyes,
flores para el día de las madres, cariño paternal y amistoso siempre. Pero seguía
tratando de usted a la viuda y salvo en ocasión del parto, nunca traspasó la
puerta de su casa, ni siquiera cuando el frío bajaba de las sierras y
espantaban a los gorriones que vivían en la guayaba del patio. A decir verdad,
su rectitud de otro siglo descartaba de plano la posibilidad de un divorcio y
aunque veía caer su matrimonio y derrumbarse el hogar, lo atribuía a que a su
esposa se le estaba acabando el amor, igual que a él mismo. La encontraba
llorando por los rincones y hacía como que no se daba cuenta. La sentía ponerse
rígida de rabia cuando él llegaba y le llevaba un beso. La veía hundirse en un
mutismo de hiel los domingos, ardiendo por dentro con sus ignotos fantasmas.
Sólo se animaba - y él no entendía por qué – los martes, jueves y sábados, con
un desenfreno que jamás le había dado mujer alguna y que tenía más de fiebre
uterina que de voto conyugal. Durante meses se atragantó con los manjares sacados
a media luz del arte afrodisíaco, se relajó en la bañera fumando los puros que
ella le acercaba y se durmió preguntándose en qué podía terminar tanta locura.
Así,
pues, llegó a la conclusión de que ella también estaba enamorada de otra
persona, igual que él mismo. Lo aceptó en silencio, sin preguntarle nada,
resignado a los cuernos como al resfrío en los inviernos y al sopor en los
veranos, rogando sólo que tuviera el tino de mantenerse discreta y no
arruinarle la carrera con un romance público, desliz que se vería en la obligación
de vengar. Sin decir jamás ni una palabra, llegó al tácito de acuerdo de
dividirse la semana para que nadie fuera invadido por la vida oculta del otro.
El no la molestaría los lunes, miércoles y viernes, que eran los días en los
que solía visitar a sus amigos - Espeucito, Aristóteles y Cinoscéfalos - y le
daría atención los martes, jueves y sábados, que eran los días en que cerraba
temprano el consultorio para ir a la casa de Isabel. Estos tres días eran los
más felices de la semana, disfrutando a corazón lleno de su papel de amigo para
ella y de padre postizo para el niño que crecía y lo adoraba. ¿Cómo no regresar
contento a su casa, inflamado por una dicha que le permitía soportar sin quejas
el desafuero carnal de su esposa? Ninguno de los dos supo nunca que las
mentiras y verdades se habían cruzado de un modo absurdo, invalidando las
sospechas y creando una tragedia familiar allí donde no la había habido jamás.
XIX
A
Isabel le había dado por pensar que el Doctor era alguien que Jeremías le
enviaba desde el cielo, de puro bueno, para que la acompañara en su viudez. Nunca,
pero ni siquiera una sola vez, vio a su amigo con otros ojos que no fueran los
de la gratitud o el afecto que se le tiene a un buen pariente. Su presencia en
la casa, aunque limitada a las visitas sociales de tres veces a la semana, le
servía no sólo de distracción - Epaminondas era un conversador ameno y culto -
sino también como figura masculina para el niño y para los gavilanes que habían
empezado a rondarla, de los cuales el Turco Julián fue, por lejos, el más
peligroso. La descubrió en la Municipalidad, un día en que fue a solicitar el
usufructo de un terreno baldío para vender autos usados, aunque ya había
escuchado hablar de ella en varias ocasiones. El Turco sabía que el Intendente
le había cedido una casa a pedido del médico, pero el hecho no le había
despertado el menor interés, hasta que la conoció. Era un bocado de los
mejores, carne especial, manjar de importación, se dijo, babeándose sin
disimulo. A la joven viuda, las apariciones del Turco le provocaban
escalofríos, por más que el otro escondía sus miradas siniestras tras de unos
lentes - grandes, espejados - que le daban una apariencia aún peor. Iba casi
todos los días, fumando de costado un cigarrillo king-size y sonriendo sin que nadie le hablara. Una pesada cadena
de oro le colgaba del cuello y se entreveraba entre los pelos del pecho,
siempre expuestos por la camisa abierta. Solía usar un gran reloj, haciendo
juego con los anillos y pulseras que completaban su artillería de ordinariez.
Sin ser muy alto, la mala fama que le precedía - y los tacones de sus botas -
hacían que la gente lo viera siempre desde abajo, enfundado en un saco marinero
para ocultar la pistola que siempre - en todo tiempo y lugar - llevaba bajo el
cinto. Sólo le faltaba el sombrero alón para ser el típico mafioso de folletín.
Incómoda, sin saber cómo esconderse de esas miradas que la seguían de lejos,
ella buscaba el modo de mantenerlo a distancia. Comenzó a hacerse acompañar a
su casa por Filipo González, uno de los contadores que trabajaba en el mismo
piso. Bajito, pero sólido y apuesto, era uno de los enamorados de la
extranjera, desde que el parto la había liberado de la panza y los meses le
devolvían, poco a poco, las formas que había tenido antes de la gestación.
Encantado con lo que consideraba un avance en sus propios planes, Filipo la
buscaba en las mañanas y después regresaba con ella en los mediodías, caminando
por el medio de la calle para que los vieran todos. Fue un error. Un mes más
tarde, al doblar una calle se encontró con el Turco en persona y ni alcanzó a
ver el puñetazo cargado de anillos con que lo saludaron, sintió que le
estallaba el pecho por el golpe y cayó sentado en la vereda, como a dos metros.
-
¡Uy, se cayó el muchacho! - Dicen que dijo Julián, simulando ayudar, pero al
agacharse sobre Filipo, le clavó un rodillazo en el hígado y una advertencia
mortal - ¡Te veo otra vez con la gallega, hijo de puta, y te meto un tiro en
los huevos!
Pero
Filipo era valiente y aunque estaba muerto de miedo, al día siguiente acompañó
a Isabel como si nada, aunque con la precaución de regresar por una ruta
distinta, por si acaso. No tuvo problemas, así que el truco pareció funcionar,
al menos durante algún tiempo. A veces, incluso, el capanga los veía pasar y
sonreía, inclinando la cabeza para saludar a la dama y actuando como si hubiera
olvidado la amenaza. Filipo dudaba, pero ¿qué podía hacer? No estaba en
consideración dejar sola a la viuda, eso jamás, menos aún cuando ya la
imaginaba tan cerca, a un pasito del beso inicial. En rigor de verdad, lo más
difícil era encontrar cada día una excusa para su andar azaroso, de explorador
paranoico. “¿Nos escondemos de alguien?”,
preguntaba a veces Isabel, sin saber que acertaba. “Claro que no”, mentía él, “Sólo
me ocupo de que todos sepan que la señora tiene quien la cuide”. Inventando
trayectos ingeniosos, se convirtió en un experto de la huída, volviendo sobre
sus pasos de modo enigmático, yendo y viniendo por atajos imposibles, sin que
el Turco pudiera darle caza. Lo que no previó - imperdonable equívoco - fue que
no sólo debía cuidarse cuando iba o regresaba de la casa de Isabel, sino
también todo el tiempo. Una noche cualquiera
salió a comprar cigarrillos y la sombra del matón lo esperaba en un baldío,
dispuesta a cobrarle el coraje. El balazo no le voló los huevos, pero le
atravesó la pierna con tan mala leche que el fémur se partió, los tejidos
colapsaron con daño irremediable y al Doctor Epaminondas no le quedó más que
amputar. Fue una tragedia que conmovió al pueblo, un crimen sin testigos ni
acusados, aunque el rumor lo adjudicó de inmediato a un asunto de faldas. Con
el espíritu descalabrado para siempre, Filipo se encerró en su casa y se negó a
recibir a Isabel cuando fue a visitarlo. No quiso verla más, herido por el
espanto de ya no ser lo suficiente hombre para ella.
-
No quiero que usted vuelva a visitarme - Pidió entonces la viuda al Doctor
Epaminondas, segura de quien había sido el autor del disparo - Jamás me
perdonaré lo que le hicieron a Filipo y menos si le pasara algo a usted
también.
-
¡Oh, no se preocupe! - Disimuló él, cambiando el miedo por el orgullo.
Las
cosas, naturalmente, no terminaron allí. Los que habían sido testigos del
primer ataque unieron los sucesos y en pocas semanas no quedaba nadie que no hubiera
acertado. A Isabel se lo contaron en la Municipalidad, donde los hombres habían
comenzado a esquivarla por temor a las consecuencias. «Será mía a como dé lugar», dicen que dijo el Turco, pero Isabel,
que había dado cara al capitán Vergoechea, no iba a doblegarse así nomás a la
prepotencia del capanga. Un lunes a media mañana - ya había pasado un mes desde
la noche del disparo - el Turco se presentó en la Intendencia dispuesto a
reiniciar el cerco, pero agregando a su indumentaria una desvergonzada rosa
roja en la solapa del saco. Parece que alguien le había dicho que a las mujeres
les gustan las flores y él creyó que les gustaban de ese modo. Isabel lo vio
entrar y sintió que una cólera visceral le nublaba los ojos. Se levantó de su
silla, alzó el rostro pálido con esa arrogancia que algunos detestaban y fue a
plantarse frente al Turco, cerrándole el paso con determinación. Julián se
quedó pasmado. Los ojos negros de Isabel echaban fuego, pero nadie esperaba el
terrible puñetazo que ella le pegó al hombre en medio de la cara, partiéndole
los lentes y haciéndole sangrar la nariz. Sonó igual que el estampido que le
robara la pierna a Filipo González. El Turco Julián estaba mudo, sin poderlo
creer.
-
Yo sé que fuiste tú quien le disparó - Dijo ella, con la voz temblándole de la
rabia - pero puedes ir sabiendo que te mataré, óyelo bien, te mataré un día.
La
pequeña multitud de vecinos y empleados estaba inmóvil, sin respiración. El
Turco seguía boquiabierto, sin entender por qué sabía que era cierto que ella
lo mandaría a la tumba. Balbuceó algo que nadie escuchó y después abandonó a
toda prisa el recinto. Isabel bajó los ojos apenas sintió asomarse las primeras
lágrimas. Un vecino comenzó a aplaudir y al rato le siguió otro y otro, hasta
que todo el salón de la Municipalidad se llenó de una ovación que sería
recordada en el pueblo por muchísimo tiempo.
***
Capítulo VI
(Donde,
con cierto retraso, se presenta al fin al protagonista principal
de
la historia y se explica por qué fue como fue, siguiendo la veta psicoanalítica
de
culpar a la madre)
XX
L |
os primeros
recuerdos de Camilo estuvieron relacionados siempre con la época en que su
madre enfrentó al capanga, pues nunca hubo más visitas en su casa que por
aquellos tiempos de efímera gloria. Ya no era sólo el Doctor con su paquete de
masas, sino también gente que nunca había visto antes y que llegaba a
solidarizarse con la única persona capaz de golpear al poder invencible.
Empleados de la Municipalidad, familias del vecindario y hasta el mismo
Aristóteles pasaron por el porche de la casita. El célebre contrabandista
estuvo sólo un par de minutos con la excusa de ofrecer protección, aunque en
realidad no quería más que ver de cerca a la mujer de la que todo el mundo
hablaba. Isabel lo recibió de pie y le agradeció la oferta, pero más agradeció
que se fuera pronto y en lo posible que no volviera nunca, pues no ignoraba que
era el jefe de Julián. Para Camilo - entrañablemente unido a su madre por el
mismo solitario naufragio - el incidente fue un hito que lo marcó para siempre,
incluso a ojos de los demás. Al paso de los años, cada vez que alguien recordara
su legendario coraje, no faltaría alguien que meneara la cabeza y dijera:
-
Digno hijo de la madre que tuvo.
El
periodista Casimiro Reyes - el primero en cronicar la Guerra de los Descalzos -
elucubró una compleja teoría que planteaba que para comprender a los héroes
había que conocer a sus madres, disquisición que gozó por algún tiempo de gran
estima en ciertos círculos literarios y filosóficos. Pero eso sería mucho
después y Camilo nunca llegaría a saberlo. Por el momento - tenía tres años -
sirvió para justificar sus travesuras, pues había comenzado a mostrar un genio obcecado,
rebelde e inclinado a los riesgos. Ante cualquier contrariedad se trepaba a la
parte más alta de la guayaba y era capaz de pasarse ahí hasta la hora en que
llegaba su madre, que lo hacía bajar con un guiño de complicidad. Era, también,
un niño en extremo imaginativo, que escuchaba embelesado las historias que
Aspasia - que por entonces tenía doce años - le leía los fines de semana. Si
ella llevaba el libro de La isla del
Tesoro, él se pasaba la semana siguiente abriendo pozos en el patio con un
pequeño cuchillo y después mostraba, triunfante, las piedras - de oro, según él
- encontradas bajo la superficie. Si le leía Robinson Crusoe, la pobre Nidia tenía que dejar de ser El Capitán
Garfio y llamarse Viernes, además de acompañarlo toda la mañana a vivir entre las plantas del
patio. Quizás fuera en esas horas de
fantasía cuando comenzó a construir, sin saberlo, el escenario de sus futuras
tragedias. La niñera fue el primer soldado que obedeció sus órdenes, como
Aspasia la primera fuente de su ideología. Sus juegos, vividos con la
intensidad de quien los sabe vitales, fueron evolucionando con los años y
tomando el cariz de un evidente destino. Lo único inmutable fue el amor,
incondicional y cómplice, de su madre, que lo impulsaba a soñar siempre un poco
más, a no temer, a llegar siempre al fondo de las circunstancias, allí donde es
posible encontrar al verdadero motor de todas las acciones.
En
una de esas diabluras de los primeros años acabó conociendo al Comisario,
convocado de urgencia para descubrir dónde se había metido el niño. Fue un
acontecimiento, pues en un primer momento creyeron que se trataba de una
venganza del Turco Julián, tomándose un desquite tardío por el puñetazo. Isabel
estaba desesperada, el Doctor dejó el hospital para acudir al rescate y medio
pueblo se volcó a las calles para colaborar. Pero fue Pericles quien lo
encontró a las pocas horas, acampando tranquilo en la ribera del río. «No estoy perdido, estoy jugando a Jim de la Selva», explicó el travieso y
su madre se tragó el enojo y el miedo, abrazándolo con la mirada y diciéndole,
así como al paso, que la próxima vez debía avisarle dónde instalaba el campamento.
Suspirando, dijo al salvador: “Venga,
vamos a tomarnos un café a mi casa”. El Comisario, que durante años la
había odiado, culpándola por el desalojo, comprendió que esa mujer no había
tenido nada que ver con su desgracia, lo que venía sospechando desde la célebre
trompada a Julián. «Seguramente - se
dijo - nunca supo que echaron a la calle
a otra persona para darle la casa a ella, pobre mujer, después de todo, viuda y
con un hijo». Aliviado de quitarse de golpe el resentimiento, trepó al niño
sobre sus anchos hombros y la siguió, pensando que con el temperamento que
tenía el chico, lo iba a ver muy seguido en adelante. Desde entonces, se hacía
todos los días un rodeo para poder pasar por la casa y saludarlos desde la
vereda. Más aún, como conocía la fascinación de Camilo por las lecturas, le
llevaba revistas y libritos para pintar que compraba en la terminal de ómnibus.
De este modo, Isabel se acostumbró a contar con él también, campechano y
sonriente, haciendo el papel de tío. A veces, sus visitas coincidían con las de
Epaminondas y ambos se quedaban hablando -igual que parientes - sobre los más
diversos asuntos, como por ejemplo, a qué escuela convendría enviar a un chico
tan inquieto y despierto. Isabel los escuchaba complacida, pues ya se le había
pasado el tiempo en que quería alejarse del mundo y le hacía bien sentirse
acompañada por esos dos hombres buenos, capaces de protegerla con una amistad
sin interés. En cuanto a su opinión sobre el estudio, la decisión estaba tomada
desde antes que Camilo saliera de su vientre, así que preguntó:
-
¿Dónde puede estudiar artes plásticas?
El
policía y el médico se miraron sorprendidos. ¿Artes plásticas? Hasta donde
ellos sabían, el único lugar donde se podían tomar unas elementales clases de
dibujo era en lo del cura Terámenes, un misionero medio loco que los sábados
enseñaba el catecismo en las plantaciones y matizaba la religiosidad con el
arte. «Pero yo no lo enviaría allí»,
dijo el Doctor, frunciendo el seño. «¿Por
qué no? ¿Acaso no es un cura?», fue la pregunta de Isabel y los hombres se
miraron entre sí, calculando qué responder. «Es un cura, sí, - dijo el Comisario, alargando la frase - pero no uno
recomendable, de ésos a los que se envían los niños de las familias bien».
Isabel se levantó a calentar agua para el mate y Epaminondas se quedó pensando
en Terámenes y su mala fama, enseñando poemas de García Lorca y trazos de Dalí
a los chicos campesinos. Nadie en Nueva Atenas enviaba a su hijo a la escuelita
rural, cuya sola existencia ya resultaba un asunto inexplicable.
-
Sigo sin entender qué tiene de malo esa escuela - Dijo Isabel, desde la cocina
- Creía que los curas estaban bien vistos por aquí. ¿No hacen todos los años la
procesión de San Crispinito?
-
Sólo éste cura no es bien visto -
Respondió el médico, sonriendo.
-
El padre Terámenes vivía en España durante la Guerra Civil - Aclaró Pericles e
Isabel sintió que una ráfaga helada le atravesaba el pecho.
-
¿En España? ¿En qué parte de España? - Preguntó con ansiedad, soñando con el
milagro de que hubiera conocido a Jeremías - ¿Y por eso no es recomendable?
¿Porque estuvo en España durante la guerra? ¡Yo también estuve allí!
-
No, no - Dijo Pericles - El problema es que el padre Terámenes es un cura rojo.
-
¿Y eso qué significa? - Respondió Isabel, muy seria. Acababa de recordar la
estrellita que llevaba el artista - El rojo es sólo un color más, Comisario.
También era roja la sangre que perdí al parir a mi hijo.
-
Quiso decir que es comunista, pero además la escuela rural queda por demás lejos,
son como 10 kilómetros y no hay en qué ir desde aquí - Amplió el Doctor, que no
entendía para qué uno podría querer que los hijos dibujaran.
-
Pues ahí lo mandaré. Está decidido - Dijo Isabel, regresando a la cocina. Ya no
veía la hora de conocer al cura y preguntarle por dónde había andado. ¿No era
una casualidad maravillosa que el destino la guiara hacia él? Los hombres se
quedaron en silencio hasta que ella volvió con la yerba y el agua caliente. Se
sentían incómodos, sobre todo el Doctor, a quien le hería la dureza con que le
habían rechazado el consejo. Sin embargo, tuvo el buen tino de tragarse el
orgullo y decir:
- Si
realmente usted quiere enviarlo a la escuelita rural, yo me ofrezco formalmente
a llevarlo y a traerlo todos los sábados.
-
Entonces será sábado de por medio - Anunció Pericles, levantando una mano gorda
y velluda - porque yo también me
ofrezco, claro que no en auto, sino en la bicicleta de la comisaría. ¡Ya van a
ver cómo bajo esta panza!
Así
quedó sellada, mate de por medio, la suerte de Camilo Insaurralde. Allí, en la
escuela rural, se haría hombre y conocería al iniciador de sus más radicales
sentimientos. Durante los años siguientes, no sólo se aficionaría al autor de
los Poemas del Cante Jondo, sino que
descubriría el sentido que le daría a su vida, eligiendo a sus únicos amigos - los
futuros soldados de su disparatado ejército - entre los hijos de los campesinos
más pobres.
Eso
sí, nunca aprendería a dibujar.
XXI
Epaminondas
percibió enseguida que Isabel buscaba crear puentes con el pasado, al inscribir
a Camilo en la escuelita rural. Lo comprendía y no le parecía mal. Lo que lo
sacaba de quicio es que enviara al chico a educarse con Terámenes, ese pajarraco
excéntrico con voz de capitán de barco y cerebro de anarquista, un cura que ya
no oficiaba misa por prohibición del Obispo, pero al que aún permitían enseñar
el catecismo y preparar chicos para la Comunión. Para el médico, los recuerdos
de la llegada del fraile estaban tan frescos como el día en que desembarcó,
quince años atrás, en la terminal de Nueva Atenas. Traía un baúl repleto de
libros polvorientos y una mala fama que nunca se le fue del todo. Decía la
gente que había estado en la guerra. Que había luchado del lado ateo y que
había matado personas. Que tenía ideas raras. Al principio, las beatas se
dividieron entre las que lo rechazaron a rajatabla y las que le echaron el ojo
a su corpachón de Goliat, pero él demostró de entrada un desinterés absoluto.
Para colmo, en la única misa que ofició – pura generosidad del padre Rigoberto,
quien además lo había tomado de inquilino – le negó la comunión al Intendente,
a quien acusó desde el púlpito de enriquecerse a costa de la comunidad. Fue un
escándalo, pero lo cierto es que su sola presencia ya escandalizaba. Tan
grande, tan barbudo y dispuesto a llevarse por delante a cualquiera, comenzó a
ser mal visto en todas partes, hasta que ocurrió el asunto de Valeriano Sosa.
Fue durante la inundación del 56, cuando el Oldsmovile
en el que viajaba Sosa con toda su familia, desapareció bajo el caudal de la
crecida. Fue una tragedia con olor a justicia, pues se le achacaban a Valeriano
muchos crímenes sin resolver, pero el hombre enloqueció cuando sacaron del
fango a sus seis hijos y a la mujer, a la que - decían - adoraba hasta la
idolatría. Fue la intervención decidida de Terámenes – que había estado
ayudando en el rescate - la que impidió que se matara allí mismo, clavándose en
el cuello la misma daga con que había despenado a más de un cristiano. Después,
en la semanas siguientes, se dijo que fue el cura quien convenció a Valeriano
de confesar sus crímenes y vivir para pagar sus culpas, lo que tal vez haya
sido cierto, pues no sólo se entregó al Comisario, sino que donó sus tierras –
ganadas a sangre y fuego – para la obra de Dios. De esta manera extraña,
quienes no querían a Terámenes en el pueblo, no pudieron evitar que se
instalara al fondo del valle, en una finca destinada a un sangriento final. «¿Y vamos a enviar a Camilo ahí? - decía,
hablando en voz baja con Pericles - ¡Es
una locura!» Pero Isabel se puso firme y el Doctor no quiso perder terreno,
así que organizó él mismo la primera visita a la escuela rural.
Encontraron
a Terámenes sentado sobre el tronco echado de un árbol, ensimismado en la
lectura de un libro cuyo título quedaba oculto por sus enormes manos. Era un
hombretón inmenso, de espaldas cuadradas y sólidas. Su rostro estaba surcado
por una añeja red de arrugas de distintos grosores, cubiertas en gran parte por
una pelambre cenicienta y rizada que le llegaba hasta la mitad del pecho. La
sotana - quizás alguna vez había sido negra - tenía una mugre que sólo era
superada por la que le teñía los pies, tan grandes que sobresalían de las
sandalias. Tal era el hombre que en adelante se encargaría de formar a Camilo,
llegado hasta allí junto a sus amigos de entonces, el Doctor - al volante –, el
Comisario, Aspasia y de León Valdéz. Bajaron del auto y esperaron a que el
fraile terminara la página antes de hacerse notar. Terámenes separó los ojos
del último párrafo, se los restregó un par de veces con la manga roñosa y
después los enfocó en sus visitantes. El Doctor se adelantó a explicar el
motivo del viaje y recién entonces el cura se puso de pie y los invitó a
seguirlo hasta su oficina, una cabaña que ostentaba a la entrada un letrero que
decía: «La riqueza es enemiga de la
justicia». El Comisario, siempre deseoso de aprender cosas nuevas, tuvo la
poca delicadeza de preguntar a media voz que tenía que ver una cosa con la
otra, a lo que el pajarraco respondió, sin volverse:
-
Para que exista riqueza, debe haber inequidad y la inequidad sólo puede ser
fruto de la injusticia, ergo, la
riqueza es filosófica, conceptual, dialéctica y prácticamente enemiga de la
justicia o por lo menos, si lo prefiere así, se opone a ella.
Isabel
sonrió. Frases como las que acababa de escuchar hubieran puesto loco a su
padre, además de cortarle la digestión al sinuoso cura Juan Antonio. Sólo por eso,
ya estaba justificada la idea de inscribir a su hijo en la escuela sabatina. A
grandes rasgos, el director la puso al tanto sobre sus métodos de enseñanza,
informándole que también se impartía la educación primaria, de lunes a viernes.
«No, no, sólo la clase de arte nos
interesa», se apresuró a decir el Doctor, un poco apurado. Después,
mientras recorrían las precarias instalaciones, Isabel se retiró unos metros
junto al padre y habló con él durante varios minutos. Nadie pudo escuchar lo
que decían, pero fue evidente que trataban cosas tristes, pues ella tenía los
ojos húmedos cuando regresó junto al grupo.
-
Tu padre habrá sido un chaval cuando fue la guerra - Dijo Terámenes, pasando
una mano callosa sobre la cabeza de Camilo - y aunque no lo he conocido, seguro
se parecía a cualquiera de los que traté en aquel tiempo. Un niño, pues,
siempre es igual a los otros niños. En todas partes.
Una
hora más tarde, ya en casa, Isabel sentía que había dado el paso más importante
desde que pusiera un pie en Nueva Atenas. Pese a las previsiones de sus amigos,
el sacerdote le había caído muy bien y en ningún momento le pareció que tuviera
un sólo pelo de loco. «Sólo es un
idealista», se decía a sí misma, ignorando aún en todo lo que se parecen
esos dos adjetivos.
XXII
Si
se hubiesen guiado por el resultado de los primeros años, nada habría hecho
cambiar su impresión, pese a que el niño continuó dando muestras de un espíritu
temerario, que tanto deleitaba a los otros chicos - lo consideraban un héroe - como
desesperaba a los maestros. Todos esperaban de un momento a otro que ocurriera
algo serio, mientras las anécdotas se sucedían alimentando la murmuración
popular - «de tal palo tal astilla» -
que los acompañaba por donde pasaban. A los seis años, Camilo trepó a la parte
más alta de un puente construido por Aristófanes - cien años antes – para hacer
equilibrio sobre una cornisa de hierro. Abajo, los compañeros del grado
aplaudían y la señorita Lilia se tiraba de los pelos, pidiendo auxilio a los
gritos hasta que llegó Isabel a decirle al hijo que bajara nomás, porque era la
hora del café con leche. “¿Cómo es que no
tiene miedo por su hijo?”, le preguntó el Doctor Epaminondas, la mañana en
que Camilo se metió al corral a desafiar a un toro bravo. Fue una suerte que el
padre Rigoberto lo viera y evitara la desgracia, pues el animal fue el mismo
que dos días más tarde despenó a Plutarco Gómez Insfrán, un comerciante que
había estado en España y juraba haber traído de allí el arte de la lidia.
Inmune al miedo, Camilo saltó la cerca y se acercó a los cuernos caminando de
espaldas, animado por la ovación chillona de los chicos del barrio. El párroco
lo advirtió desde la vereda de enfrente y pegó un grito, pero no logró ganarle
la carrera a Isabel, que en un santiamén estuvo interponiéndose entre el niño y
la bestia.
-
El miedo no sirve para nada - Respondió ella ese día, ante el escándalo de las
otras madres -Si yo hubiera hecho caso al miedo, este chaval nunca hubiera
nacido.
-
La falta de miedo no puede librarlo de un accidente - Insistió, sabiamente, el
médico.
-
Ni el miedo lo librará de su destino - Contestó Isabel, cerrando el tema.
Cuando
Camilo cumplió ocho años, Aspasia le contó la historia del Turco Julián y del
balazo a Filipo González. Fue un comentario fugaz, en medio de otros
innumerables asuntos, así que creyó que el niño lo había pasado por alto. Sin
embargo, a los pocos días Camilo averiguó el domicilio de Filipo y fue a
conocerlo. “Era digno de ver”,
contaría mucho después González, cuando el ejército se aprestaba a destruir la
escuela, “se plantó frente a mi y me dijo
“Usted está así por defender a mi madre,
nunca lo olvidaré”, me dio la mano como un hombrecito y se marchó”. El
pretendiente no supo qué decir, después de tanto tiempo odiando a Isabel por su
amargura. “Yo era un resentido, pero dejé
de serlo ese día, me di cuenta de que ellos no tenían la culpa de mi desgracia
y no dejé pasar mucho para hacérselos saber”. Una semana más tarde, montó
su muleta de palo y fue a visitar unos minutos a la antigua pretendida, a quien
no había vuelto a ver en todos esos años. “Pero
la segunda consecuencia fue mucho más seria”, diría Aspasia, con Camilo
lanzado a su desventura. Ocurrió cuando Isabel y su hijo salían de la
Municipalidad en el mismo momento en que entraban el Turco Julián y dos de sus
amigos, el Chapa Barrios y el Botija Salcedo, capangas de la zona rural. Quiso la casualidad o la mala suerte,
que uno de los tres - quién sabe cual - golpeara sin intención a la mujer al
abrirse paso, lo que provocó su inmediata reacción.
-
Cuidado, no se metan con la marimacho - Murmuró el Turco, sin volverse.
-
Marimacho será la puta que te parió - Exclamó Camilo y Julián se volvió,
quitándose los lentes oscuros.
-
¿Qué has dicho? – Preguntó, amenazante.
-
Dije que marimacho será la puta que te parió, no, la gran puta que te parió - Repitió el muchacho, impávido. Se hizo un
notorio silencio. Los que estaban haciendo la cola para pagar sus impuestos, se
acercaron a mirar.
- ¡Se
nota que no hay un macho en tu casa, guachito de mierda! - Murmuró el Turco.
Camilo, que nunca hasta entonces había dado muestras de agresividad, se lanzó furioso
sobre el hombre, pero pasó de largo y dio de cabeza contra un mostrador. Isabel
corrió a socorrerlo, pero el Chapa y
el Botija le cruzaron el paso, lo que
aprovechó Daud para levantar de los pelos al pequeño rival.
- ¡Alto
ahí! - Gritó Pericles de pronto, apareciendo por detrás de Isabel y empujando
al Chapa y al Botija antes de enfrentar a Julián - ¡Pero qué te pasa, carajo!
¡Fuera de mi vista, los tres!
Julián
sonrió con malicia, soltó a Camilo y respondió:
- Usted
siempre metiéndose en lo que no hace falta. ¿No vio que el chico se cayó y yo
lo ayudaba a levantarse? Vamos, muchachos, que no hay nada peor que la gente
ingrata - Al llegar a la puerta, giró un poco sobre sí, miró a Isabel y agregó:
- Han elegido malos enemigos, ustedes dos.
Aquella
fue la primera vez que el Turco y Camilo se enfrentaron, pero no sería la
última. Pasados los años y cuando el destino se hubiera cumplido, muchos
recordarían la mañana en que el niño se abalanzó sobre el ofensor de su madre,
con puños demasiado pequeños para tanta rabia.
***
Capítulo 7
(Sobre
la compleja y triste historia de la familia Farjat, inmigrantes llegados al
pueblo
con
una mano atrás y otra adelante, lo que no sería grave si no hubieran terminado
del
mismo modo, muchos años después)
XXIII
A |
quiles tenía cinco
años cuando su tío Parquímedes II le regaló un perrito blanco y moteado de
manchas negras. «¡Una vaquita, qué
linda!», exclamó el niño, apretando al animalito contra el pecho. «No es una vaca, es un perro», dijo su
padre, mientras ordeñaba una vaca enorme y huesuda llamada Rosy. «No, es una vaca, ¿no ves que es blanca y con
manchas negras, igual que Rosy?». El padre sonrió y no dijo nada, pero su
tío le explicó que el perro era de verdad un perro y no una vaquita recién
nacida, como parecía. «Pero entonces...-
se desilusionó el niño -¿no es que las
vacas comienzan siendo perritos y después crecen y se vuelven vacas?» Por
las dudas y hasta que murió, diez años más tarde, el perro de Aquiles se llamó
Rosy y aunque ladraba y hacía todas las cosas que normalmente hacen los perros,
su dueño creyó siempre que el animal tenía algo vacuno, como si la Naturaleza
hubiera decidido sólo a último minuto hacerlo ladrar en vez de dar leche y
comerse el pasto del jardín. Por aquella época aún no vivían en Nueva Atenas, sino
en una de las compañías más alejadas, a la que llamaban Helesponto para
mantener la consonancia helénica con el centro comunal. La casa de los Farjat,
descendientes en línea directa del legendario Ibrahim, un libanés que llegó a
América en el siglo diecinueve e hizo fortuna con el tráfico de maderas finas,
era una construcción de listones de los más variados tipos de árboles, lo que
le daba una apariencia desordenada. Para desgracia de sus herederos, el viejo
había empezado a enloquecer allá por 1.901, cuando un pariente anarquista - Yamil
Menem - fue con el cuento de la revolución social y lo convenció de repartir
malamente sus bienes y asociarse con él para sabotear al gobierno. Sin pedir
opinión a nadie, Ibrahim dividió su hacienda entre amigos y conocidos y luego
se recluyó con el primo para iniciarse en las conspiraciones políticas. Habían
decidido cambiar el mundo y comenzaron por deformar un riel con una barreta y
descarrilar el tren zafrero, uno de cuyos vagones se deslizó por la ladera y
fue a parar al fondo de un barranco, donde permaneció olvidado hasta que Camilo
lo usó para esconderse de los hombres de Verón. Quizás se hubieran conformado
con el estropicio de aquella primera locura, pero tuvieron la desdicha de que
nadie conociera su parte en el desastre, lo que a su mal juicio anulaba los
efectos de la acción. «¿Cómo van a
seguirnos si no saben que fuimos nosotros?», repetía una y otra vez el
primo, acertando. «Habrá sido culpa de
Calístipo Machuca, el maquinista», decía la gente y desechaba burlona las
indiscreciones de los complotados, que a toda costa querían hacer saber su
inquietud terrorista. Cuando se convencieron de que no les creería nadie,
planearon otro golpe:
-
Pongamos una bomba - Sugirió Yamil, de quien después se supo que andaba fugado
de un hospicio de Argentina. Consiguieron una caja de dinamita, comprada a
precio de oro a Aristófanes Caballero, hermano de Protágoras y dueño de una
constructora dedicada a partir la selva en pedazos que después vendían a
empresas norteamericanas y holandesas. Encerrados durante toda una noche, los
anarquistas fabricaron un artefacto que no tenía aspecto muy amenazante, aunque
contenía explosivos como para volar media manzana. Les pareció que el ingenio
daría resultado, siempre que encontraran el blanco apropiado ¿Cual podría ser?
¿Un puente, tal vez, o mejor un banco? Después de mucho especular, decidieron volar la comisaría, un botín que
pareció razonable en ese momento, aunque tenía el inconveniente de estar bajo
la custodia del cabo Rumínides y su escopeta de caza. Lo grave es que seguía
sin resolverse el problema inicial:
-
¿Y cómo hacemos para que sepan que fuimos nosotros? – Se angustió Yamil,
mientras esperaban que anocheciera. A Ibrahim se le ocurrió la idea de escribir
una nota en la pared, brillante solución que los obligó a retardar un día el
ataque, pues hubo que aguardar a la mañana siguiente para comprar pintura en el
almacén de Yayá, futuro testigo del juicio que vendría. Un domingo a la noche,
el mismo Ibrahim garrapateó sobre una pared lateral de la garita un letrero que
decía: «¡Unase a Yamil y a Ibrahim en la
lucha contra los esplotadores!¡Muera el govierno!» y ahí nomás el loco
encendió la mecha. No se les había ocurrido pensar que si volaba la comisaría,
el cabo volaría con ella. Y así sucedió. Fue un desastre, pero incluso en esa
segunda oportunidad se podrían haber salvado, pues al derrumbarse la pared en
la que dejaron su firma, nadie hubiera llegado a conocer sus deseos de matar al
govierno. Los atraparon porque el
primo Yamil estaba de verdad chiflado y después de encender la mecha se asomó a
la ventana a mirar hacia adentro, para no perderse los detalles del fogonazo.
Ibrahim, que ya había empezado a correr, tuvo que volver al rescate y la onda
expansiva los alcanzó a los dos, desparramándolos entre los escombros. Partenón
Zapiola, el Comisario de la época, los declaró sospechosos primero, los molió a
palos después y finalmente los entregó al jefe del Regimiento, quien organizó
un juicio multitudinario en el salón parroquial. Los anarquistas estaban
felices, pese a la sopapeada. Sacaban pecho, sonrientes frente al gentío,
estirando el cuello para reconocer aquí y allá a los que habían ido a verlos.
Estaban todos. Desde un auténtico Juez de la Nación hasta la viuda del cabo Rumínides,
pasando por importantes Jefes militares, periodistas de otros países, curiosos
de las comarcas más distantes y hasta los atribulados doce hijos de Ibrahim,
que seguían sin comprender qué bicho le había picado al padre. Los testigos
declararon lo suyo y la sentencia cayó lapidaria a la mañana siguiente, cuando
el Juez les decretó el fusilamiento. Recién entonces Ibrahim comprendió que la
cosa era grave y se quedó pasmado. Los vecinos, que se divertían a lo grande
con las morisquetas del loco, dejaron de reirse y se pusieron serios. Se oyeron
en el patio los aprestos apurados del pelotón y al rato cuatro guardias
entraron sombríos a la sala, desenrollando unas cuerdas blancas.
-
¡Esperen! - Alcanzó a gemir Ibrahim, mientras les ataban las manos a la espalda
- ¡Ustedes no entienden! ¡Yamil! ¡Yamil! ¡Decíles algo!
- ¡Viva
la industria automotriz! - Exclamó el demente, quizás porque había cambiado su
ideología o tal vez porque se había olvidado qué estaban haciendo allí. A
empujones, los sacaron entre la multitud y los dejaron contra una pared de
adobe. Ibrahim miró las bocas de los fusiles -contó cinco- y pensó que les
estaban haciendo una broma, que en realidad no les iba a pasar nada. Pero
entonces descubrió al cura tapándose los ojos y supo que estaban perdidos.
-
¡Al fin y al cabo, nadie muere por las razones que quisiera! - Alcanzó a
exclamar, antes que los cinco plomazos le partieran el pecho.
Dos
minutos más tarde le tocó el turno al loco, mientras los doce hijos de Ibrahim
miraban la escena trepados a un mango. El menor de ellos, Heráclito, tenía tres
años y empezó a chuparse un dedo en el mismo instante en que mataban a su
padre. La imagen lo persiguió durante toda la vida y el día en que lo alcanzó
la muerte, su nieto Aquiles lo vio meterse un dedo en la boca antes del último
suspiro. El niño, que para entonces tenía seis años y vivía preocupado por la
cuestión de que los perritos se convirtieran en vacas, se sorprendió mucho más
cuando vio que los ancianitos se volvían niños al morir. Entre Heráclito y
Aquiles estuvo Sócrates, que se pasó la vida bebiendo la cicuta de la miseria y
amargándose por el despilfarro de la fortuna familiar, riqueza que nunca había
visto y que igual consideraba suya. Olvidados durante años por la comunidad,
los otros huérfanos del anarquista se esparcieron por los alrededores para
sobrevivir, construyendo precarias cabañas a las que con el tiempo se sumaron
las de los propios hijos, los primos y nuevos parientes llegados del Líbano, de
Siria y hasta de Turquía, como para justificar el apelativo de turcos que los distinguió. Casi todos, a
su vez, levantaron otras casas, trazaron caminos vecinales y terminaron por
fundar una comunidad rural que se desparramó por los montes, creando sin pretenderlo
las compañías que décadas más tarde rodearían a Nueva Atenas. Pero el proceso
duró un tiempo demasiado largo y costó un esfuerzo demasiado grande, de modo
que los frutos no serían vistos jamás por los niños del árbol, cuyo destino
siempre estaría marcado por aquella tragedia inicial. Sin embargo, tal vez
fueron los descendientes de Heráclito quienes heredaron la sombra más pesada
del drama, arropados por una tristeza que sólo se extinguiría con la vida del
último Farjat.
XXIV
Heráclito,
al igual que sus hermanos, tuvo que batallar toda la juventud contra la
invasión del monte, que crecía desaforado por cada resquicio y engendraba
alacranes bajo las camas, víboras en los corredores y arañas industriosas por
todos lados, mientras el jardín primorosamente arreglado ayer amanecía hoy ahogado
por la maleza y la pequeña casa se estrechaba y oscurecía, vencida por el peso
de la vegetación. Luego, cuando más o menos habían logrado engañar a la selva y
retirarla unos metros, sus huertas incipientes sufrieron la prepotencia de los capangas, enviados por los
terratenientes a elegir las mejores zonas para incorporarlas al patrimonio
familiar. Cuatro de los doce hermanos fueron asesinados en los años siguientes,
baleados por la espalda mientras araban de sol a sol las hectáreas arrancadas
al monte. Dos de las hermanas murieron de parto, desangradas a la luz de un
farol de angustia. De los que alcanzaron la sufrida madurez de los treinta, uno
fue tragado por la crecida del Paraná y a otro se lo llevaron las fiebres
palúdicas, en tanto que Saúl, el mayor, un día salió a enfrentar a tiros de
Winchester a los mbaretés del gringo
Morrison y desapareció después de matar a uno, herir gravemente a tres y
jurarle al gringo que lo dejaba vivo sólo porque se había quedado sin balas.
Morrison, un truhán de Filadelfia con cierto éxito como asaltante de bancos y
oficinas postales, había escapado a Sudamérica huyendo de los Rangers y recalado primero en el Guairá,
donde trabó amistad con un general que contrabandeaba licores y era muy amigo
de los Caballero, a quienes ofreció sus servicios de bandido importado. Por
aquellos años era Intendente el padre de Espeucipo, quien cedió unas hectáreas
al gringo a cambio de que le ayudara a deshacerse de esos turcos de mierda que seguían trayendo a sus parientes pobres del otro
lado del mundo. Con el apoyo de cuatro matarifes paraguayos, Morrison puso
manos a la obra y lo hizo bastante bien hasta que se le ocurrió pisar la
chacrita de los Farjat. Humillado y rabioso, después del tiroteo puso precio a
la cabeza de Saúl y lo persiguió en vano durante diez años, hasta el día en que
cayó degollado por uno de sus propios mbaretés,
en venganza porque le había trampeado la mujer. Saúl, de todos modos, nunca
regresó al pueblo y nada más se supo de él.
Cuando
nació Aquiles, sólo le quedaban tres miembros a la familia del fecundo Ibrahim
sus hijos Heráclito, Platón y Parquímides, pues la esposa había muerto en algún
momento impreciso entre tantas desgracias. Igual, los sobrevivientes no duraron
mucho más. Agotados por una larga vida de penurias, los viejitos se fueron
muriendo sin que pareciera mal que al fin descansaran un poco. Platón fue el
primero, atragantado con un carozo de aceituna mientras festejaba el nacimiento
de Aquiles. Prematuramente envejecido, a los sesenta y cinco años tenía la piel
apergaminada y se pasaba los días calladito y quieto, así que notaron su muerte
recién cuando empezó a oler mal, tres días más tarde. Luego le tocó el turno a
Parquímides, que dejó el mundo sin aportar descendencia. Estaba sentado en su
poltrona, un domingo a la tarde, cuando de repente se incorporó un poco y dijo «¡eh, miren quién viene!», tras lo cual
inclinó la cabeza y se quedó muerto. Nunca supieron a quién se refería. Heráclito,
quien como se sabe era el menor de la docena, había tenido sólo dos hijos -
Sócrates y Parquímedes II - pues perdió a la esposa en el nacimiento del
segundo. De Sócrates nació Aquiles y de Parquímedes II nadie en absoluto, de
modo que la brava estirpe se extinguió a plomo y fuego cuando cayó Aquiles, al
final de la Guerra de los Descalzos. Aquel día, mientras el humo de la pólvora
le picaban en la garganta, él recordó la historia del bisabuelo, enfrentando al
pelotón con la pena de no morir por las razones que quería. Justamente, de
aquel famoso episodio discurría Heráclito la noche en que se le cortó el habla
y empezaron a enfriársele los ojos. En un último gesto, como si temiera
enfrentar a la muerte sin ayuda, se llevó un pulgar a la boca y lo chupeteó
unos segundos, antes de quedarse para siempre quieto. Sócrates hizo como que no
se había dado cuenta y retomó la narración allí donde el muerto acababa de
dejarla, mientras dos lágrimas caían por su rostro curtido. Al día siguiente,
enterró a su padre en los fondos de la plantación.
De
la inmensa familia que habían sido en los viejos tiempos, sólo quedaban
Sócrates, su esposa Asunción y el pequeño hijo de ambos, Aquiles, más el tío
solterón, Parquímides II. Entre los cuatro cultivaban un yerbatal que todos los
años amenazaba ser tragado por la selva y con el que apenas subsistían, pese a
que también criaban unas cuantas vacas - la huesuda Rosy, entre ellas -, cerdos,
gallinas, patos y un par de caballos para ayudar en las tareas campestres. No
tenían luz eléctrica ni agua corriente, la mayoría de las veces no había dinero
más que para lo imprescindible y soportaban la constante hostilidad de la United Herb, una compañía de aspecto
norteamericano - con bandera y todo - pero que en realidad pertenecía a
Manfredini. Según la estrategia habitual, bandas de matones presionaban sin
descanso a los pocos minifundistas que quedaban, los que tarde o temprano se
daban por vencidos, vendían sus pequeñas propiedades y abandonaban la región.
Eran
tiempos difíciles y aún así, Aquiles guardaría buenos recuerdos de aquella
precariedad. «Eramos pobres, pero muy
felices», solía comentar, ya adulto, sin detenerse a pensar si era cierto.
Bien temprano en las mañanas, su madre lo levantaba y le servía un tazón de
leche recién ordeñada, mientras él se lavaba en el aljibe del patio. Después,
ensillaban al caballo más chico y salían al paso rumbo a la escuela, distante a
varios kilómetros. Una infinita variedad de pájaros bailoteaba entre el
follaje, desparramando trinos y colores. De tanto en tanto, una gacela cruzaba
a los saltos y en más de una ocasión oyeron, no muy lejos, el rugido de un yaguareté. Fue tan honda la impresión de
aquellos años, que aún en los últimos días de su vida sólo necesitaba cerrar
los ojos para ver otra vez el sol colorado y grandioso, emergiendo de la selva
y elevándose entre brumas sobre el cielo del amanecer. Cabalgando despacio,
serpenteaban por un caminito de tierra roja hasta el recodo donde los esperaba
su amigo Ulises, hijo menor del único vecino cercano, Sófocles Martínez,
inmigrante español que se había hecho rico prestando dinero a interés.
Ulises
tenía un caballo grande y enérgico, tan negro, que llamaba la atención. Era – casi
- un caballo azul, llamado Sansón en honor a sus largas crines. Apenas llegaban
al punto de encuentro, Aquiles se desprendía de su jamelgo añoso - tan pobre
que ni siquiera tenía color -, besaba a su madre y saltaba a la grupa del
equino heroico, en el cual seguían viaje los amigos. Blanqueando sus
guardapolvos sobre el lomo del animal, regresaban al mediodía levantando un
polvo bermellón que flotaba en el aire, de tan espeso y húmedo. Su madre lo
aguardaba en el mismo lugar en que lo había dejado a la mañana, sosteniendo las
riendas del solípedo mientras dormitaba un rato. Alguna vez - mucho más
adelante - a Aquiles le dio por pensar que aquellos momentos eran tal vez el
único descanso de aquella mujer en todo el día, pero de niño no veía esas
cosas. Será por eso que, sin sentirlo, los años de la infancia se fueron
desgranando poco a poco, dejando al paso el agridulce sabor que cede el tiempo,
hecho de penas y felicidades perdidas para siempre.
XXV
A
cinco kilómetros de la casa de Ulises vivían los Daud, inmigrantes recientes
que habían traído dinero como para comprarse un pequeño barco, con el que
recorrían el Paraná llevando carga para las empresas de Manfredini. Los chicos eran
dos, Julián, el mayor y Fedípides, el menor. Al mayor lo apodaron El Turco apenas entró a la escuela, pues
tenía la costumbre de llevar un turbante verde que había sido - según él - del
mismísimo Lawrence, el de Arabia. Cuando el hermano entró a clases lo llamaron El Turquito, apodo que luego se fue
perdiendo en beneficio del nombre original. Durante todo lo que les duró la
primaria, los cuatro muchachos fueron inseparables, pero las diferencias
afloraron a medida que llegaba la adolescencia, época en la que acabaron
apartándose los unos de los otros, casi sin darse cuenta. Para el tiempo en que
los hermanos asesinaron al padre de Ulises, prácticamente habían dejado de
verse.
-
Esa gente no tiene buena entraña - Murmuraba, meneando la cabeza con desagrado,
el viejo Sócrates. No tardarían en descubrir que tenía razón. Emir Daud - padre
de los muchachos - apareció en inesperada visita un día, pocas semanas antes de
la navidad. Su llegada - inimaginable, a decir verdad - estuvo precedida por la
trágica muerte del perro Rosy, aplastado el día antes por el tractor de
Parquímides II. Lo enterraron con honras de amigo fiel, bajo la mirada afligida
de los otros perros de la casa. «Esto es
un mal augurio», había dicho la madre de Aquiles y en lo mismo pensó el
padre cuando vio caer a Emir, dicharachero y sonriente como pariente rico. Para
entonces, sus negocios habían progresado tanto que se daba el lujo de conducir
un Ford inmenso y negro, al estilo de
los popes de Nueva Atenas. Estacionó a la entrada de la chacra, esperó a que se
disipara el polvo y luego bajó cargado de regalos, ante la sorpresa general.
Elegante como un recién casado y sonriendo de oreja a oreja, se presentó como «vuestro combatriota y amigo»y enseguida
pasó a entregar lo que había llevado. «Esto
es bara lo amigo de mis hijos, esto es bara la batrona, esto bara don Sócrates
y esto último bara don Barquímides», decía, mientras repartía paquetes
entre sus azorados vecinos. Nunca lo habían visto antes de esa estrafalaria
aparición, ni volverían a verlo, pero el incidente les quedaría grabado para
siempre, sobre todo por lo que pasaría después.
-
¿Y cómo andan las cosas, baisano? -
Preguntó después de los regalos, degustando una limonada de urgencia. Sócrates
le confió que las cosas no iban tan bien como hubiera deseado, pero que no
perdía las esperanzas de que mejoraran. Hablaron de las chacras, de las buenas
y malas cosechas, de los estropicios que cometía el Gobierno y de todas esas
cosas inocuas que se dicen los desconocidos, hasta que se les terminaron los
temas y Daud decidió que era hora de marcharse. Tan obsequioso como al llegar,
se despidió con grandes alharacas y luego se hizo acompañar hasta el auto por
el dueño de casa. Cuando estaban dándose las manos, deslizó una frase que
seguramente encerraba todo el motivo de la visita. Dijo «Usted ha trabajado mucho y bor nada, baisano, yo lo combro todo su
chacrito y a buen dinero, dos mil bara mi baisano».
-
Gracias, pero jamás vendería esta tierra que le ha costado sangre a los míos -
Respondió Sócrates y a Daud se le diluyó la sonrisa. Acomodó el nudo de la
corbata, subió al auto y se marchó sin decir más nada.
Al
mes siguiente sucedió algo llamativo. Los dos caballos amanecieron muertos,
echando una espuma verdosa por los belfos. ¿Qué habría pasado? Parecían envenenados,
pero, ¿cómo? Fue un golpe muy duro para la familia, que en adelante tendría que
caminar kilómetros para cualquier cosa que significara salir de la chacra.
Aquiles tenía la suerte de que Ulises pasaba a buscarlo en su nuevo caballo - el
potro negro se había mancado y debieron sacrificarlo - pero sus padres y el tío
quedaban anclados. “Cuando tu tío
atropelló al perro, le abrió la puerta a las desgracias”, dijo la madre de
Aquiles, sintiendo en los huesos el escalofrío de la mala estrella. Para darle
la razón, poco después les llegó su hora a los chanchos, que desaparecieron de
noche sin que nadie oyera nada y sin que ladraran los perros, pues habían sido
cuidadosamente envenenados con vidrio molido. Ante la evidencia de que alguien
les había declarado la guerra, los hombres de la casa arrearon cinco de las
seis vacas que tenían y fueron a venderlas al matadero. «Es la única manera de salvarlas», dijo Sócrates, filosofando sin
querer sobre la vida y la muerte. Sólo dejaron una lechera que tuvieron escondieron
en la cocina para que nadie la despenara antes que ellos. “Esto ha pasado siempre”, decía Sócrates, “pero nunca creí que nos llegaría el turno ¿Cómo nos van a cuatrerear a
nosotros, que somos pobres? ¿Quién será el desgraciado que nos quiere echar de
aquí?”.
-
Ha de ser ese Daud de mierda - Murmuraba Parquímides II, masticando un trozo de
tabaco como si quisiera quebrarse los dientes - Pero la chacra vale más de los
dos mil que ofreció.
-
No se la vendería ni por el triple - Advirtió el hermano mayor, escupiendo en
el suelo.
Aquiles, que los estaba escuchando, salió muy
temprano a la mañana siguiente y caminó los catorce kilómetros que separaban su
chacra de la de los Daud. Julián lo escuchó azorado, con los ojos ardiendo por
las lágrimas, pero sin interrumpirlo mientras el amigo reclamaba furioso un
alto el fuego. El menor se tapaba la boca con una mano y abría los ojos tan
grandes que provocaba miedo.
-
¿Acaso no somos como hermanos, vos y nosotros? - Dijo de pronto Julián, dejando
caer una lágrima sobre su primera sombra de barba - ¿Acaso no nos hemos criado
juntos, prácticamente? ¿Cómo podés creer que nuestro padre le haría algo,
cualquier daño, a tu familia? ¡Para que vayas sabiendo, hermano, a nosotros
también nos mataron los perros hace dos semana y nos robaron casi veinte vacas
y nunca se nos hubiera ocurrido pensar que fuera tu padre!
Y
Aquiles terminó abrazado con sus amigos del alma, pero a las dos noches,
alguien que no vieron le prendió fuego al galpón donde Sócrates guardaba los utensilios
de labor, lo que fue aún más grave que la matanza de los animales. En sólo tres
días más, cuatro escopetazos atravesaron la puerta de calle y a la semana
siguiente, mientras la vaca bebía agua de un balde se cayó de rodillas y rodó
muerta entre escupitajos azules, con lo que descubrieron que el agua del pozo
estaba envenenada sin apelación.
-
Fueron ellos, carajo - Repetía Parquímides II, enjugándose las lágrimas
mientras enterraban a la vaca - Tenemos que hablar con Daud y acabar con ésto.
Tragándose
el orgullo, Sócrates envió a su hijo a buscar a Emir, con el mensaje de que
quería hablarle. El otro le respondió que estaba muy ocupado, pero que fuera de
todos modos al otro mes y que lo recibiría con gusto. «Quiere humillarme para asegurarse la victoria» murmuró Sócrates y
cargó el revólver de seis tiros debajo de un pulóver rasposo y fue a negociar
lo que restaba de su chacra. “Papá, déje
el revólver, por favor”, le rogó Aquiles, queriendo cerrarle el paso junto
a la tranquera. Sin responder nada, su padre lo hizo a un lado con firmeza y
salió al camino. La esposa, que presentía que el marido no volvería más, apenas
lo vio partir le pidió al cuñado que fuera a la ciudad a buscar una pieza de
alquiler, para que la familia pudiera trasladarse cuanto antes.
Sócrates
fue a parar a la cárcel del Regimiento ese mismo día, pese a que no acertó ninguno
de los seis plomazos que le tiró a Daud. Los erró todos, quién sabe cómo,
gatillando sin parar mientras su enemigo corría alrededor del Ford. Dos capataces lo redujeron cuando
ya se había quedado sin balas y lo llevaron atado de pies y manos a la
comisaría, de donde pasó al calabozo en el que envejecería los próximos dos
años. A los pocos días, un emisario de los Daud fue a ver a Parquímides y pagó novecientos
pesos por la chacra, plata con la que los Farjat desembarcaron en Nueva Atenas,
una semana después. Allí comenzaron los tiempos verdaderamente difíciles. Se
instalaron en los fondos de un bodegón oscuro, en cuatro piezas con paredes sin
reboque y pisos de tierra que en nada mejoraban la precaria vida en el campo.
Los techos de tacuara trenzada tenían una infinita cantidad de agujeros, el
baño era una letrina que hubiera asqueado a la vaca Rosy y la cocina no pasaba
de ser un fogón ceniciento, pero tenían un hogar. Claro que faltaban los
árboles que albergaban colibríes y pitoués, no había un minuto en el que no
extrañaran el olor de la yerba mate y se andaban chocando en la estrechez de
los cuartos, aunque lo peor de todo era la ausencia de Sócrates, confinado a
pan y agua quién sabía hasta cuando. Fueron los días en los que Aquiles
aprendió a fumar, sentado en la vereda junto a Ulises. Se quedaban hasta muy
tarde conversando sobre cómo organizarían la vida, si pudieran, hablando hasta
que el amanecer despertaba los ruidos del mercado, media cuadra más abajo y luego
se iban a desayunar unos mates con los changarines. A media mañana terminaban
durmiendo sobre las bolsas de papas, hartos del mundo.
XXVI
Les
tocó la milicia justo cuando habían inaugurado un puesto de venta de frutas,
conseguidas un poco de la chacra de los Martínez - el viejo Sófocles se las
vendió a precio reducido, pero no les regaló ni un limón - y otro poco de los
puesteros más viejos, que se las pasaron en consignación hasta que les mejorara
el viento. Allí estaban, gritando a voz en cuello las ofertas del día, cuando
irrumpieron por la cuadra un Cabo y tres conscriptos, pidiendo documentos y
separando a los que aparentaban tener entre dieciséis y veinte años. El jefe
era un individuo retacón y cejijunto, fruncida la pequeña frente sobre un par
de ojitos porcinos. Una pelusa lacia y rala le oscurecía la zona donde debió
estar un bigote, pero en compensación lucía una pelambre dura y motosa, contenida
a duras penas por la gorra militar. Llevaba un sable antiguo en la diestra y un
Colt cuarenta y cuatro bajo el cinto,
pero lo intimidante era más bien su actitud, esa forma de agachar el lomo sin
dejar de mirar fijo, como si se propusiera atacar al primer motivo. Sus
secretarios iban desarmados y descalzos, pero sin escatimar codazos y puntapiés
a los que pretendieran eludir el llamado patrio. “¡A ver! ¡Documentos!”, ladró,
plantándose frente a Aquiles mientras a sus espaldas se producía el desbande general.
Se los llevaron ahí mismo, a él, a Ulises y a un changarín llamado Narciso,
famoso entre los puesteros por su calidad de cantor y por el éxito que tenía
entre las domésticas del barrio. Alegre y fanfarrón, Narciso se vanagloriaba de
no haber dejado escapar ni una sola y tiraba apuestas sobre cuándo caerían las
nuevas, las recién llegadas que recorrían la plaza por primera vez y escuchaban
hablar, azoradas, del crédito del pueblo, dueño de una virilidad que les dejaba
los ojitos en blanco. Era tal su atractivo, que durante los meses posteriores a
la partida, las muchachas anduvieron desoladas por la ausencia del héroe y no
faltaron las que propusieron viajar a verlo al Regimiento, aunque fuera de
lejos. Sin embargo, con el tiempo lo fueron olvidando y sólo volvieron a hablar
de él cuando ocurrió la comentada desgracia de Carocito Núñez. El pobre
Narciso, que se marchó del pueblo tirando besos desde el camión militar, nunca
regresó y al paso de los años ya no lo recordaba nadie, como si no hubiese
existido. Si alguna vez, por ventura, alguien preguntaba por él, la madre
respondía: «Se fue al Regimiento, allí
está todavía». Pero claro, ya no era cierto.
-
Quizás volvió y no lo reconocimos - Bromeaban los changarines - Dicen que nadie
es el mismo, después de pasarse un año allá.
El
Regimiento de Frontera «Teniente Rolando
Serrano», estaba enclavado al fondo de un valle tapizado de los más espesos
yerbatales que el mundo viera jamás. Debía su nombre al único muerto de la
legendaria Guerra del Mate, riña fronteriza que involucró a capangas, mafiosos y colonos de los tres
países y que se dio por terminada la noche en que murió - nunca se supo cómo -
el susodicho oficial. Recuperada la paz y a fin de evitar un rebrote de la
violencia, el coronel Leónidas Caballero - padre de los fundadores del Partido
Republicano - se organizó con los vecinos y levantó una garita, la que con los
años creció hasta ser un Regimiento auténtico, compuesto de arsenal,
intendencia, panadería, escuela y un barracón que albergaba a un centenar de
conscriptos, cazados a como diera lugar por la región. Hacia los fondos, sobre
la ladera de una sierrita boscosa, tres cabañas cubiertas de maleza ocultaban a
los presos que no cabían en las comisarías o que, por su peligrosidad, era
menester mantener a distancia. Allí fue a parar el viejo Sócrates, tan cerca de
los tres muchachos y sin que lo supieran, ocupados en aprender asuntos que no
les servirían y despojándose de los últimos recuerdos dulces que les quedaban.
-
Las tres primeras cosas que deben aprender aquí - Empezó diciéndoles el Cabo
que los había atrapado, del que luego supieron se llamaba Gallinar - son las
siguientes: primero, que no saben nada; segundo, que no tienen nada y mucho
menos razón; tercero, que no son hombres. Ustedes son cosas y yo soy el dueño
de todas las cosas que hay en el Regimiento. ¿Escucharon, manga de infelices?
Fue
un buen comienzo, pese a todo, porque después conocieron al Teniente Verón, un
oficial delgado y de piel pálida, bigotito rubio y unos ojos helados que
parecían muertos. Era la máxima autoridad, pese a lo cual casi nunca hablaba.
Vivía en una cabaña en extremo austera, justo detrás del arsenal, donde había
instalado una pequeña biblioteca, un catre de campaña, un crucifijo y un
tocadiscos en el que escuchaba unos valses
tristes y lánguidos. Era un hombre inabordable, capaz de crear un abismo
entre él y el resto de los que sobrevivían el destierro de la conscripción. «Un fanático», diagnosticó Aquiles. «Un hijo de puta como los demás», aclaró
uno de los soldados más viejos, «Un
desgraciado que roba a dos manos mientras le reza a la Virgen y se cree
aristócrata».
Aquiles
recordaría aquellos seis primeros meses en el Regimiento como los más terribles
de toda su vida. Tocaban diana a las cinco, se bañaban con un jarrito de agua
turbia y luego de vestirse de fajina - sin probar bocado - salían a trotar
alrededor de la cerca que rodeaba al Regimiento, hasta que los menos fuertes
caían desmayados. A las ocho les daban un tazón de mate y un pedazo de galleta
cuartelera, tras lo cual cargaban las mochilas y emprendían interminables
marchas a través del monte, llenándose de espinas y garrapatas hasta que el
vozarrón del Cabo les autorizaba cinco minutos para almorzar. Después había que
regresar al cuartel, bañarse con cuatro gotas, colaborar en alguna tarea inútil
y cenar - por fin - un mejunje de porotos y carne de cerdo, mezclada con
legumbres que nadie había visto nunca y pequeños insectos de incontables patas.
Finalmente, se acostaban a dormir, más muertos que vivos. Los sábados recibían
la autorización de utilizar la laguna para bañarse, lo que constituía la única
diversión semanal.
Eran
un total de ochenta y dos reclutas, de los cuales la mitad ya había cumplido el
servicio pero permanecía acuartelado en castigo por alguna falta, como quedarse
dormido en la guardia, hablar durante la formación o desmayarse en las
descuereadas. Eran los veteranos, los que habían aprendido todas las mañas y
acumulado todos los resentimientos. Habilísimos en la simulación, delatores consumados
y ladrones eximios, su ocupación principal era el maltrato a los conscriptos
más débiles, un grupito de cuatro soldados a los que llamaban «Pandulce» y a los que obligaban a
servirles en cualquier ocurrencia, práctica que a veces se volvía feroz y que
el Cabo alentaba, haciendo la vista gorda. Los mártires lavaban y planchaban la
ropa de sus verdugos, les lustraban las botas y les enjabonaban el cuerpo en la
laguna, haciendo de novias por las noches, entre risas apagadas, gemidos y
traqueteos de catres contra la pared. Al principio, Aquiles, Ulises y Narciso
trataron de mantenerse siempre cerca el uno del otro, por si fuera necesario
defenderse de alguna contrariedad. Los robos eran moneda corriente, tan comunes
como el hambre que mordía a toda hora, sobre todo en aquella primera parte del
año. Los veteranos, en cambio, no tenían problema, pues habían montado un
sistema complejo y eficaz para saquear la despensa, a cargo del más antiguo de
los Pandulces, un mancebo
incorregible que ya llevaba seis años allí, sin mostrar apuro en renunciar. Se
llamaba Gualberto Núñez, pero le decían Carocito
en honor a su pequeño escroto, rosado y frágil. Lejos de los rigores del
entrenamiento, se conservaba pálido y bien comido, feliz con su papel de dueño
de las máximas apetencias de la soldadesca: comida y el sexo, tesoros que
administraba a la perfección, vendiéndolos, prestándolos o canjeándolos según
la necesidad o la cara del cliente, lo que le permitía ahorrar dinero y
convertirse, de hecho, en la tercera autoridad del Regimiento. A decir verdad,
los nuevos no se acordaban del sexo por aquellos meses, molidos hasta la exageración
por el entrenamiento. Pero a partir del segundo semestre todo cambiaba, pues se
daba por terminada la parte física y los reclutas del nuevo grupo se unían a
los veteranos para las prácticas de tiro y de defensa personal, ocupando el
resto del tiempo en aprender a marchar y a sobrevivir al insoportable tedio de
las horas muertas. La vida se volvía menos dura, pero aumentaba el peligro, pues
la ley permitía que sólo la mitad de la promoción fuera licenciada a fin de
año, de modo que los veteranos procuraban lograr que los nuevos fueran
castigados y ocuparan sus sitios, el cupo de los que permanecerían una
temporada más. Como era habitual, aquel año también se multiplicaron los robos,
las trampas, las peleas y rivalidades de toda clase, sobre todo cuando los veteranos
decidieron incorporar a su servicio a los novatos Calixto Gauna y Epímides
Guzmán. Aunque las peleas eran frecuentes, tanto porque uno le había robado algo
a otro como por ganar los favores de alguno de los Pandulces, los tres amigos se habían mantenido a salvo de toda
discordia o castigo, cumpliendo el tradicional mandato de pasar desapercibido y
no diferenciarse del resto ni por mejores, ni por peores. Sin embargo, no pudieron evitar que empezaran los problemas el día
en que Carocito Núñez vio por primera vez a Narciso, desnudo en la laguna y
haciendo bailotear la pinga. El enamoramiento del mancebo fue arrasador,
definitivo, pese a que por la época servía a la intimidad de dos de los peores
rasos del batallón: Anunciado Battilana, un mocetón que hacía el papel de novio
formal y Agamenón García, un rufián turbulento que le oficiaba de amante.
No
lo habían notado al principio, pero apenas comenzaron a tener tiempo libre,
descubrieron que la principal fuente de conflictos era el enredo propiciado por
las relaciones privadas, a veces ocultas y a veces no tanto, que unían y
separaban a los hombres en la oscuridad del cuartel. Los fines de semana, apenas
Verón se retiraba a visitar el pueblo, se declaraba abierta la temporada de
caza y el Cabo comandaba la búsqueda de nuevos talentos entre los más débiles,
acosándolos hasta que alguno terminaba convertido en otro Pandulce. Era fácil notar quién era el nuevo cofrade, pues en los
primeros días se alejaba del resto de sus compañeros, avergonzado, sin hablar
con nadie hasta acostumbrarse a su nueva situación; algunos se volvían
amargados y taciturnos hasta el final de la leva, pero otros le tomaban el
gusto y se tornaban consentidos y volátiles, jugando a la prima donna de lo peor del cuartel. Sin embargo, había veces en que
Gallinar hallaba resistencias formidables en novatos que parecían fáciles,
muchachos de apariencia débil pero de un orgullo a toda prueba, jovencitos que
a la hora de la verdad lo enfrentaban y terminaban muertos de un tiro, ahogados
en la laguna, desnucados en accidentes confusos o suicidados sin gloria con el
fusil con que montaban guardia. Eran sucesos tristes que nunca se aclaraban,
porque sólo cumplían con la Patria los más pobres e indefensos, aquellos que nadie
se molestaría en defender. Los parientes llegaban hasta el portón de entrada y
recibían al muerto, pálido y frío, dormido para siempre en un cajón de madera
barata. La entrega - triste y burocrática - se realizaba siempre a la hora de
la siesta, a fin de que el solazo apurara el trámite y espantara a los deudos.
Abrazados al ataúd, la madre y los hermanitos lloraban sin entender, apretando
contra los rostros morenos la bandera nacional. Pero eso era todo. A los pocos
minutos, el pequeño cortejo se había marchado por el sendero de tierra colorada
y la vida cuartelera continuaba su inutilidad rutinaria.
Quizás
fuera que a Narciso le afectaron estas historias, relatadas en voz baja en las
horas de guardia y recordadas cada vez que alguno de los Pandulces cruzaba la barraca a medianoche, yendo a meterse en el
catre del que lo había apalabrado en la tarde. Tal vez fuera porque añoraba el
olor montuno de las sirvientas del barrio, o quiso divertirse un poco y probar
algo nuevo, diferente. Por lo uno o por lo otro, o por todo junto, empezó a
sostener las miradas a Carocito Núñez, a sonreir cuando le sonreía y a quedarse
demasiado tiempo desnudo en la laguna, viéndolo al otro comerlo con los ojos.
Excitado con la novedad, mantuvo el coqueteo durante semanas y sin darse
cuenta, empezó él también a desear que algo sucediera. Y sucedió nomás, una
noche en que percibió que alguien - él sabía quién – se había metido bajo la manta
y le mordisqueaba los dedos de los pies. Embargado por una ansiedad irrenunciable,
mantuvo la respiración mientras su visitante subía por los tobillos, las
rodillas, los muslos, hasta quedarse allí donde los dos querían. Aquiles y
Ulises lo notaron cambiado, pero sólo supieron el motivo cuando Agamenón García
lo dijo a los cuatro vientos a mitad de un almuerzo. Rojo de vergüenza, Narciso
no dijo nada, pero entonces Carocito cometió el error de servirle una ración
que superaba por el doble a las de los demás, provocando la reacción airada de la
soldadesca y el odio feroz de Anunciado Battilana, que le juró venganza.
-
¡No me pregunten nada, muchachos! ¡No me juzguen! - Decía Narciso, llevado
fuera del comedor por sus amigos para evitarle una desgracia. Anunciado y
Agamenón se pasaban un dedo índice por la garganta, prometiendo muerte. Al día
siguiente, los despechados emboscaron al galán en las letrinas y le plantearon
el ultimátum: o dejaba de ver a Carocito o lo destripaban. Narciso no se dejó
intimidar, un poco porque tenía ese coraje callejero de los changarines y otro
poco porque se había aficionado de verdad al botín en disputa. No sólo se
dejaba visitar en las noches, sino que él mismo organizaba encuentros en la
cocina, en el taller donde guardaban el camión o en la romántica laguna. Justo
él, que siempre había alardeado de su masculinidad sin tacha, Rey de los
Gavilanes y el Terror de las Palomas, terminó descubriendo en el cuartel que no
había nada más apetitoso que el trasero de un palomo, vicioso y disponible.
-
¡Hermano, por favor, dejá a ese puto o te van a amasijar! - Aconsejaban los
amigos, pero él no escuchaba razones. Un día, por fin, se trenzó a las
trompadas con Anunciado. Terminaron con los ojos hinchados y las narices
sangrantes, pero en empate. A la semana siguiente se repitió la pelea, pero con
Agamenón, que era físicamente más chico que Anunciado, aunque más mañoso. Fue
otro sufrido empate. Dispuesto a inclinar de una buena vez la balanza, Gallinar
persiguió a Narciso con todos los medios a su alcance. Le redoblaba las
guardias. Lo metía preso por delitos inexistentes. Lo torturaba a toda hora. Lo
dejaba sin comer y sin dormir durante días seguidos, pero no había caso,
Narciso y Carocito seguían juntos.
La
historia tomaba las características de un amor imposible, pero imperecedero, de
esos que se fortifican con las pruebas del destino y se hacen más grandes en la
adversidad. Para complicar el panorama, la pasión se había degenerado tanto que
los amantes se encontraban cada vez que podían, causando risa al principio y
una general repulsa después, porque se les fue la mano. Una noche, cuando sólo
quedaban dos meses de servicio, una sombra furtiva intentó acuchillar a
Carocito en el baño, pero el muchacho se defendió con bravura, pegando alaridos
y puntapiés hasta salir con bien. Aterrados, pero dispuestos a demostrarle al
mundo que nunca cederían, Narciso y Carocito pusieron sus catres el uno al lado
del otro, en abierto desafío al honor militar. Fue el acabóse. Gallinar los
metió presos en celdas distintas y a la mañana siguiente dio parte del
descalabro al Teniente Verón, quien ordenó que Narciso fuera subido a un camión
y trasladado a un fortín en medio del Chaco, a donde partió sin despedirse de
nadie. A los cuatro días, desolado, Carocito Núñez colgó una soga de una viga
del techo y se ahorcó, poniéndole punto final al drama. Nunca supieron si
Narciso llegó a conocer la trágica determinación, pues no regresó jamás a Nueva
Atenas, donde las fámulas ya lo habían empezado a olvidar.
XXVII
Aquiles
comprendió que nada de lo aprendido en aquel año tenía la menor importancia. Lo
supo apenas llegó a su casa y la encontró más desvencijada de lo que la había
dejado al partir. Su madre parecía una sombra, delgada y silenciosa. Caminaba
apoyándose en las paredes, como si el menor soplo de viento la fuera a
desarticular. Estaba tan ida, que ni siquiera demostró darse por enterada del
retorno del hijo. Parquímides II tampoco se veía muy bien, aunque al menos
hablaba un poco. Se había dado maña para mantener el puesto de frutas, gracias
a lo cual lograron sobrevivir no sólo a la miseria, sino también al doloroso
naufragio de la ausencia. “Y yo perdiendo
el tiempo en ese cuartel de mierda”, murmuraba Aquiles a cada rato, viendo
que sus antiguos competidores habían progresado, hundiendo su carrito al último
rincón de la calle. Se asoció con Ulises, quien convenció al padre de comprar a
crédito la mitad de lo que produjera la huerta, demasiado grande para una
familia de sólo tres miembros. Hasta el Turco Julián le tendió una mano,
deseoso de hacerle ver que no habían tenido nada que ver con el hundimiento
familiar. Tragándose el orgullo, Aquiles aceptó el sulky y el caballo que le
ofrecía y que sirvieron para el traslado de la mercadería durante el primer tiempo.
Mucho después, cuando alguien le preguntó a qué debía su éxito, Aquiles
respondió sin vacilar: “A la
desesperación”. Como no tenía que pagarlas de inmediato, vendía frutas y
verduras más barato que sus competidores y depositaba el ingreso diario en el
Banco de Fomento, lo que le permitía ganarse - con los intereses - unos pesos
extras cada mes. Por lo demás, todos sus días eran iguales. Se levantaba a las
tres, recorría treinta kilómetros hasta la finca de los Martínez y recogía con
Ulises lo suficiente para una jornada. Volvía a Nueva Atenas, abría el puesto a
las seis y trabajaba de corrido hasta las siete de la tarde, cuando volvía a su
casa, cenaba y se echaba a dormir, sin pensar más que en salir de la miseria a
la que habían sido empujados por Daud. “Algún
día me la pagarán”, masticaba con rabia, pese a que mantuvo carro y caballo
prestados durante un año. Los devolvió recién cuando pudo comprarse una
camioneta, destartalada y asmática, que además de acortarle los viajes le
avisaba que estaba en el buen camino. El resto, ya llegaría.
Sócrates
regresó una mañana, sin previo aviso. Apergaminado y torcido, Aquiles no lo
reconoció cuando se marchó el último cliente y lo vio ahí, paradito en la
calle, mirando con ojos acuosos el cajón de los tomates. Se dieron un abrazo
callado y después el viejo se sentó en la vereda y aguardó, mudo y quieto, a
que llegara la hora de cerrar el puesto. Nunca contó nada sobre la prisión,
jamás soltó una queja ni volvió a mencionar a los Daud, como si la soledad del
destierro le hubiera ahuyentado para siempre la rabia. No hablaba con nadie, ni
siquiera con la esposa. Se levantaba al alba, acompañaba al hijo durante el día
y después se dejaba caer sobre un catre arcaico que le habían dado en la
cárcel. A veces se sentaba con el hermano a fumar cigarros de chala y parecía
que iba a decir algo. Abría la boca desdentada, tomaba aire y se quedaba un
instante como suspendido en la duda, pestañeando por la ansiedad. Luego se
desinflaba, escondiéndose en la mudez de siempre. Sus confesiones, si es que
las tenía, nunca pasaron de ser falsas alarmas. Una noche - para el tiempo en
que el puesto se había transformado en un mercadito con paredes de ladrillos y
techo de chapas duras - Aquiles descubrió que su padre escupía sangre y salió a
buscar al Doctor Epaminondas. “Tiene
tuberculosis y de las más avanzadas”, dijo el médico, garabateando una
lista de medicamentos que no servirían de nada: los años de sufrimiento y
miseria, finalmente, le estaban cobrando el precio. Sócrates se atragantó con
la muerte un Viernes Santo, mientras se chupaba el pulgar de la mano
derecha. ¿Habrá estado soñando con su
padre, trepado al árbol para ver cómo fusilaban al abuelo anarquista? Cuando lo
levantaron del catre para meterlo al cajón, hallaron bajo las cobijas un
revólver con seis proyectiles, comprados quién sabe cuándo ni cómo y listos
para una venganza que ya no podría cumplir. “Otra deuda más de los Daud”, murmuró Aquiles, mirando al cielo.
Todos
estos asuntos eran antiguos cuando Terámenes apareció con su estrafalaria
oferta. El mercadito - convertido con el esfuerzo de su dueño en un almacén de
ramos generales y corralón - se había mudado a un local propio y la vetusta
camioneta dormía la siesta en un baldío vecino, reemplazada al fin por un camión
de reparto. Llegando a la treintena, Aquiles era un hombre sólido y a salvo de
los avatares económicos, pero también un solitario. Con su madre y su tío
transformados en sombras silenciosas, su vida transcurría entre las paredes del
negocio. Seguía soltero, no tenía gustos ni gastos, vivía para trabajar y casi
para ninguna otra cosa, pues su única distracción era juntarse una vez por
semana con Ulises a jugar a los naipes. Para entonces, el viejo Sófocles estaba
muerto y enterrado y el amigo era el único dueño de la finca, reducida porque
el padre la había ido vendiendo de a poco, para prestar en usura el dinero que
obtenía. Durante algunos meses de infructuosa lucha, acompañó a Ulises una y
otra vez a ver al Juez, pero no pudo probarse nada contra los Daud y para
colmo, tampoco hallaron el libro donde se anotaba la nómina de sus deudores,
así que no hubo a quién ir a cobrarle un peso. “Fue esa puta de Nuria Segovia”, lloró de rabia el amigo, derrotado.
Fue la primera vez que Aquiles oía hablar de Nuria, la morocha a sueldo de los
Manfredini, los Caballero, los Daud y quién sabe de cuántos apellidos más.
Mujer desalmada y pérfida, calentona y bella, destinada a enseñar las mieles
del amor verdadero al último de los Farjat.
-
Don Aquiles, ahí afuera hay un cura que lo busca - Dijo el empleado. Era sábado
y Aquiles estaba ocupadísimo con la suma de los remitos. Levantó la mirada y lo
vio, aguardando a la entrada junto a un niño. «Decíle que pase», ordenó.
Alto
como una puerta, sólido como una montaña y envuelto en su sotana, el padre
Terámenes no pasaba desapercibido cuando bajaba al pueblo. Arrastrando sus
sandalias polvorientas, entró a la salita donde Aquiles atendía sus asuntos y
esperó, tan paciente como un león atrapado, a que el otro cerrara sus libros y lo
atendiera. Dos o tres moscas ateas le revoloteaban alrededor de la cabeza,
arriesgándose a quedar atrapadas por la pelambre salvaje. Aquiles despejó el
escritorio y lo invitó a acercarse. El cura se presentó a sí mismo como el encargado
de la Misión de los Nuevos Jesuitas y al niño como su sobrino Camilo. Sin
quitarle un segundo los penetrantes ojos de encima, explicó que deseaba crear
una granja modelo en los terrenos de la Misión - en realidad, dijo «un laboratorio agrario» - para que los
hijos de los campesinos aprendieran allí, gratis, lo que no podrían aprender en
una Universidad, porque era probable que jamás fueran.
-
En España he sido director de la Escuela Agrícola de Navarra durante diez años,
así que sé cómo enseñar el asunto, pero necesito de todos modos una ayuda -
Aclaró, señalándolo con un dedo grueso y calloso. A continuación, metió una
mano entre los trapos de la sotana y extrajo un papel escrito con una letra de
trazos desparramados. Pidió bolsas de semillas, abono, cuatro marcas de químicos,
herramientas y materiales para la construcción, ofreciendo a cambio la
salvación eterna, garantizada con la firma del cura. Aquiles sonrió:
-
Padre, no creo que yo pueda tanto, pero cuente con dos bolsas de semillas. Eso
es todo lo que puedo hacer.
Terámenes
se puso de pie poco a poco y dijo:
-
Qué pena que no pueda, pero gracias por las semillas. Empezaremos con éso.
Aquiles
llamó a uno de los dependientes, ordenó que le dieran dos bolsas de cincuenta
kilos de semillas a elección y después volvió a encerrase en sus números y
soledades. Todos los días alguien llegaba a pedir algo y él siempre accedía,
pero aquella vez se quedó con una sensación incómoda, acaso fuera por la
graciosa compensación que ofrecía el padre - ¡miren que garantizarle a uno la
salvación! - o tal vez fuese por el modo en que lo miró el niño, como si lo
acusara. Una hora más tarde, cerró la oficina y subió al camión para irse un
rato hasta la finca de Ulises, pues había quedado en llevarle unos rollos de
alambre que el otro necesitaba. Salió del pueblo, enfiló por el sendero de
tierra colorada y de pronto descubrió la figura del cura, caminando medio
doblado por los cien kilos que llevaba a la espalda. El sobrino lo seguía a
pocos metros, apurando el paso entre nubecitas de polvo. Frenó el vehículo al
lado de Terámenes y por no saber cómo disculparse, tomó uno de los bultos y lo
cargó a la caja del camión. Luego, el otro. El rostro del sacerdote brillaba de
sudor por el esfuerzo, pero el del niño estaba lleno de rabia. Aquiles siempre lo
recordaría. «Padre, lo lamento - dijo,
invitándolos a subir - no sabía que
estaban a pie».
-
Bah, no es nada. Usted ya había hecho todo lo que podía hacer - Respondió el
cura, con un reflejo irónico que a Aquiles le pasó por alto. Manejó en silencio
durante media hora, calculando todo el tiempo el sacrificio que le hubiera
significado al sacerdote hacer todo ese trayecto cargando las semillas. «Cien kilos a la espalda, mierda, no
cualquiera puede» Y ni siquiera lo hacía para su propio beneficio. «Bien, aquí puede dejarnos», dijo
Terámenes, cuando llegaron a la entrada de la Misión, en cuyos fondos se
alzaban los barracones de la escuelita rural. Aquiles bajó para ayudarle con
las bolsas, pero el fraile se le adelantó y no hubo forma de quitárselas de la
espalda:
-
No se preocupe - Dijo, sonriendo con picardía - Es peor cargar remordimientos.
-
Permítame ayudarle, por favor.
-
Déjese de joder y en todo caso venga a ver para qué le pedí lo que le pedí -
Respondió Terámenes y arrancó con pasos vigorosos. «Es todo un Sansón, el viejo», pensó Aquiles, tratando de darle
alcance. Pasaron frente a una galería sombreada, donde una treintena de chicos almorzaba
mazamorra alrededor de una mesa larga, mientras esperaban al cura para la clase
de dibujo. Una mujer joven y muy bella - después supo que se trataba de la
famosa Isabel - los vigilaba desde un sillón de mimbre. Terámenes no los
presentó, pero se tomó todo el tiempo que quiso en mostrarle los terrenos que
pensaba convertir en escuela agrícola, obligando a Aquiles a meterse entre el
follaje y a sudar la gota gorda, subiendo y bajando por las lomas mientras
soñaba sin parar:
-
Todos los chicos que lo necesiten podrán venir aquí a educarse, a comer y a
aprender a trabajar mejor la tierra que alguna vez irá a pertenecerles -
Resumió, subido a una roca que le hacía las veces de pedestal. Parecía un
profeta gigante, llenando el valle con su vozarrón de justiciero social.
Aquiles pensó que así debió ser Moisés.
-
Padre - Le dijo al rato, mientras caminaban de regreso a la escuelita, con la
ropa empapada de sudor – Usted no es de aquí, del pueblo, ¿de dónde vino?
-
Ah, muchacho. Lo que importa es adónde voy - Respondió el cura, riéndose.
Aquiles le dio la mano y saludó a los chicos con un gesto vago. Al subir al
camión, oyó la voz de Camilo diciendo:«Qué
raro; un tipo tan miserable y al final nos trajo hasta acá».
No
tardó más que un par de días en llenar el camión con todas las cosas que el
cura le había pedido - más otras que se le ocurrieron a él - y enviarlas con
Ulises, pues le daba vergüenza que se le notara la culpa. El martes apareció
Camilo por el almacén y le entregó un sobre. En su interior había un papel que
decía lo siguiente: «Certifico que el
señor Aquiles Farjat le ha donado algunos bienes a la obra de Dios, por lo que
se ha hecho acreedor a un pedazo de Cielo, el cual le es garantizado por la
presente. Firmado: padre Terámenes Molina». Lo curioso es que conservó el
papel hasta el final de su vida, como si hubiera querido recordárselo a Dios
cuando llegara la hora. El día en que lo mataron, alguien se lo quitó de un
bolsillo y lo rompió en mil pedacitos que se llevó el viento.
***
Capítulo 8
(Donde
queda demostrado una vez más que los personajes secundarios
son
los que en realidad sostienen la historia, mientras se ofrecen fortunas
por
la virginidad de una bailarina amateur)
XXVIII
L |
eón Valdéz cruzó
el puente internacional como si se rindiera, nueve años después del día en que
partiera en busca de su padre. Cargaba una bolsa marinera con algo de ropa y un
libro ajado y leído mil veces, salvado por milagro de los ríos amazónicos, los
guardias fronterizos y el sin fin de aventuras corridas por el camino de
vuelta, marcado de desesperanza. Sentía que se había esforzado en vano, pues al
fin y al cabo no halló más que pisadas antiguas, huellas que acabaron en una
tumba perdida. Al principio le torturó la idea de que hubiera dado con su padre
si no daba antes con la cama de Margarita y que entonces todo habría sido
distinto. Quizás, por qué no, su padre aún estaría vivo. Hubiesen podido
hablar, contarse cosas, explicarlo todo. Aprender y enseñar, darle un sentido a
tanto sueño malgastado. Pero no pudo ser, así que emprendió la derrota del
regreso con el alma desencajada por el espanto de haber fallado. Trabajando en
mil oficios distintos, comiendo un día y ayunando dos, fue bajando por el mapa
con la angustia del que no tiene horizontes. Ya no habría oportunidad de
conocer los por qué de tanta ausencia, ni aprender nada del otro viajero. En
plena retirada, divisó de lejos la cabaña de Ramón Orejuela, pero no tuvo
ánimos para llegar de visita. El mar - que antes le luciera tan bello - se veía
sucio y gris, como si fuera un mar distinto al que había visto en la ida. Cruzó
el Ecuador, descansó un par de días en el cafetal de Sandalio Cienfuegos y deambuló
sin sentido durante meses, hasta que fue a parar al Hospital de Iquitos, donde
el Doctor Fagundes le contó que Yolanda había muerto el año anterior, mordida
por una culebra. León se quedó un día completo sentado junto a su tumba,
preguntándose cuáles eran las reglas de la vida, del amor y de la muerte. ¿Cómo
saber qué decidir, qué es lo bueno y qué será lo malo si hay una sola vida y
ningún modo de comparar qué hubiera pasado si elegía lo contrario? Lloró, por
primera vez en la vida, sin contenerse. Por Yolanda y su belleza putrefacta.
Por su padre, huyendo quién sabe de qué. Por su madre, muerta de tantas
ausencias y abandonos. Y por sí mismo, por su rabia y por sentirse tan distinto
al que había sido, al punto que ya no podía encontrarse ni cerrando los ojos.
Fagundes no le hizo ninguna pregunta, le prestó una cabaña para que viviera y lo
dejó a solas con sus recuerdos. A veces, muy de vez en cuando, León salía de su
exilio selvático y visitaba al amigo en su despacho. Allí aprendió a jugar al
ajedrez y a beber singani hasta que
el último fantasma moría ahogado, retorciéndose entre las tripas por el fuego
del alcohol.
-
Voy a marcharme en uno de estos días - Dijo una noche, espantándose los
mosquitos con una revista vieja. Fagundes contuvo un eructo y dijo:
-
¿Para qué? Adonde vayas vas a llevarte todo lo que crees haber enterrado aquí.
Nadie huye tan rápido como para dejar atrás lo que teme. Por éso sigo en este
sitio.
-
Bueno, me voy igual, digamos que en busca del amor verdadero – Soltó una
carcajada que sonó tan falsa como era - Tengo que saber qué más hay.
-
Sólo más de lo mismo, muchacho. Traiciones, equívocos, cobardías, cosas que
nunca son como uno las imagina. Por eso siempre terminamos llegando tarde.
Yolanda lo sabía claramente: la selva está afuera, León. Allá, en la ciudad,
ella era una apestada que provocaba asco. Aquí, entre nosotros, era una reina.
A veces, cuando no es posible elegir el camino de ida, hay que contentarse con
el de vuelta. Llega un momento en la vida en que uno comprende que ya no lo
logrará, acepta la derrota y emprende el regreso, eligiendo un lugar para
quedarse. ¿El amor? Bah, dura tanto como tardas en decepcionarte, pues uno sólo
se enamora de la proyección de los propios sueños y tarde o temprano descubres
que ella está llena de defectos insoportables; allí es cuando comienza tu
camino de regreso.
-
Estoy empezando a creer que es así: la mitad de la vida para ir y la otra mitad
para volver. Si mi padre hubiera aceptado su derrota, si se hubiese vuelto, nos
habríamos hallado el uno al otro. Pero él no cumplió su parte.
-
Bueno, quizás sí. Estos nueve años de viaje son la educación que él te ha
dejado.
León
no dijo nada, pero se quedó un tiempo más. Sólo un poco. Al finalizar el tercer
mes, subió a la barcaza y abandonó Iquitos para siempre. El Doctor lo despidió
desde el muelle y un grupito de enfermos lo acompañó varios metros, corriendo
por la costa con sus caras tristes, como si quisieran irse con él. Tardó todo
el verano de ese año en cruzar Perú y casi medio otoño en llegar a Tarija,
donde almorzó fricasé de pollo con
Cipriano Pereyra - el tallador de lápidas -, quien le consiguió un pase para la
destilería de Camirí. Allí, en la capital del oriente petrolero, pasó la otra
mitad del otoño, todo el invierno y un cuarto de la primavera siguiente,
embadurnado en una mezcla hedionda de lodo y petróleo. La ciudad era pequeña,
pero bulliciosa y hasta cierto punto, moderna, pues el juicio al francés Debray
le había dejado un aire de importancia que aún permanecía. León se hospedaba en
un hotel que le recordaba al de Asunción, pero también al de Caracas. ¿Qué
habría sido de Margarita, ligera y dulce, la muchacha del amor eterno? Pensar
en ella aún le provocaba un sentimiento de humillación que lo desbarataba, así
que se esforzó por iniciar el olvido, cubriendo su nombre con otros nuevos,
menos dulces pero igual de ligeros. De todos modos, no quiso quedarse más de lo
necesario en Camirí, pese a que el trabajo no era malo y le pagaban bien. En
Octubre pisó de nuevo tierra guaraní, visitó a Pajarito Velarde en Mariscal
Estigarribia y al fin llegó a Asunción una tarde bochornosa. Llevaba mucho
dinero, pues había ahorrado cinco meses de sueldos, pero su aspecto era más
harapiento que nunca. Por pura nostalgia, recorrió el puerto sin hallar a
ninguno de los que había conocido una década atrás. Ni Pánfilo Abente, ni el
capitán Gauto, ni la chiperita. “Lo mismo
será en Nueva Atenas, mi regreso no
le significa nada a nadie”, se dijo una noche, mirando el río desde los
muelles vacíos. “¿A qué vuelvo?”. Y sin
embargo, siguió rumbo al sur. Pasó por Puerto Stroessner con la idea de visitar
al general del inodoro portátil, aunque a último momento cambió de opinión y
cruzó a Foz. Comenzaba a atardecer y las primeras luces aumentaban el peso de
una nostalgia nueva, como si la proximidad del final le provocara una tristeza
mayor a la alegría del reencuentro. Entró al bodegón en el que había estado en
el viaje de ida, se acomodó en una silla alejada del escenario vacío y pidió un
café con leche. Escuchó una risita y luego una voz que dijo:
-
Aquí nadie pide un café con leche, señor. Esto es un nigth club.
Levantó
los ojos y se encontró con la misma muchacha que había visto una vez, saliendo
de la casa de los Manfredini. El iba con su tío, que había ido a sacarlo de la
comisaría. Ella, una niña con vestido de organzas, iba con una mujer mayor y
decían algo así como que nunca volverían a ese apestoso pueblo. Casi chocaron,
los cuatro. Y ahí estaba ahora, convertida en una mujer hermosa de ¿veinte
años, veintiuno tal vez? León aspiró el olor a hembra - una mezcla suave de
flores y sudor femenino - y sintió un escalofrío en el vientre. Un
enamoramiento sanguíneo y seminal.
- Que
sea algo de comer, entonces - Dijo, mirándola con intensidad. De pronto, todo
el peso del viaje y el temor al futuro desaparecieron. Se quedó hasta tarde,
esa noche, mirándola de reojo cómo iba y venía atendiendo las mesas, sonriendo
a los parroquianos y devolviéndole - ¡a él! - las miradas de tanto en tanto.
Cuando por fin tuvo coraje para dejar su silla, preguntó a la muchacha por qué
nombre la llamaban.
- Clara
- Respondió ella, sonriendo con picardía.
Después
de recorrer miles de kilómetros durante tantos años, León se detuvo a sólo tres
horas del retorno definitivo. Pasó la noche en una pensión barata y a la mañana
temprano depositó su dinero en un Banco y salió a buscar trabajo.
XXIX
Mariazinha
de Moraes creyó que tocaba el cielo con las manos cuando Pericles la contrató
para seducir a Aristóteles Manfredini, pues siempre había querido acercársele
cuando el millonario se sentaba a ver el show, cada viernes a la medianoche.
Ella ondulaba el vientre y echaba unos ombligazos magníficos, anticipándole con
las caderas lo que podría decirle con la boca si le diera oportunidad. Flameaba
su negra cabellera entre las luces del escenario, le brillaba el sudor entre
los pechos y le bullía la sangre, pero Manfredini nunca fue más allá de ponerse
de pie para aplaudir o de dejarle unos billetes en el bretel, pues siempre
andaba acompañado. Marguetta Sampaio, por ejemplo. O Dionisia Magallaes, rubias
las dos. Despampanantes como actrices porteñas. Pero vino el Comisario a
allanarle el camino, tejiendo sus redes policiales y logrando que la invitaran
a una fiesta privada de fin de año. Fue una noche perfecta, pese a que todo
terminó saliendo mal. La barcaza - la misma que usaban para el contrabando -
estaba decorada como para una boda, cruzada de luces colgantes, flores y
guirnaldas. Sobre el puente se había instalado una mesa cubierta de manjares y
de la proa a la popa se codeaban los personajes más ilustres de la comunidad,
militares, jueces y abogados enriquecidos con las prebendas fronterizas,
amantes engordadas a caviar y amanuenses armados embriagándose discretamente
desde el mediodía. Mariazinha llegó temprano, lo que le permitió jugar sus
cartas antes de que aparecieran sus competidoras. Entró al camarote donde
Manfredini se probaba el smoking y
empezó, ahí mismo, una danza sin más público ni fondo musical que la
respiración acezante del anfitrión, maravillado de la ropa que se deslizaba por
los hombros morenos y caía sobre los pies descalzos de la muchacha. Cuando
salieron del camarote, casi tres horas más tarde, ella había desplazado de un
plumazo a las rubias que llegaron después. No se despegó de Manfredini ni un
minuto y durmió con él esa noche y todas las noches que, con cualquier excusa, el
contrabandista se escapaba de su esposa Laida.
La
mulata no se acordó nunca del arreglo que la llevó al romance, se lo olvidó
para siempre mientras retozaba en el barco, en el auto último modelo, en los
hoteles caros o en cualquier sitio en que Aristóteles la reclamaba, de modo que
el Comisario se quedó sin su espía sin obtener la menor información. Ella, que
a los veinte años había tenido una larga lista de amores, cometió el error de
tomar en serio su nueva pasión y en el descuido entreveró las fechas, confundió
los días y se quedó embarazada. Mantuvo el secreto todo el tiempo que pudo,
casi cuatro meses, hasta que se le volvió inocultable. Tuvo que decírselo.
Aristóteles sonrió sin responder y de un día al otro desapareció de su vida. Fue
el Turco Julián quien le dio la mala noticia, entregándole un primer cheque
mensual y las llaves de un departamentito que usaban en Foz para encuentros
furtivos, beneficios que duraron hasta un mes después del nacimiento. Convertida
en una madre soltera más y sin nadie que le echara una mano, Mariazinha se
recluyó en una piecita de la Favela
Saravá, donde sobrevivió con su hija atendiendo camioneros a cinco pesos el
normal y diez la francesa, pidiendo quince por un completo cuando el hambre
acuciaba. Aguantó como pudo hasta que el cuerpo retomó sus formas y regresó al
escenario, de donde no bajó hasta que Clarita cumplió catorce años y la
reemplazó. Para entonces, madre e hija vivían en casa propia y si bien no les
sobraba nada, tampoco les faltaba. Aunque seguía haciendo la vida para mejorar
los ingresos familiares, Mariazinha se ocupó de que su hija tuviera la
educación de una muchacha de buena familia, llegando incluso al extremo - así
fue el comentario - de amenazar a la monja del colegio con un cuchillo, para
que la inscribiera.
Manfredini no volvió a aparecer y la única vez en que
fueron a verlo a Nueva Atenas se negó a recibirlas, amenazándolas con la cárcel
para la madre y el horfanato para la hija, si se atrevían a regresar. Ese fue
el día en que se encontraron con el cura Rigoberto y su sobrino, suceso trivial
que Clara recordó cuando vio a León en el bar. Para entonces, ya se había
graduado en el colegio Santa Teresita y debutado con gran éxito en el escenario
del bodegón y en la cama de Lucrecio Pezoa, el atrevido que casi pierde la vida
por ofrecer cien pesos a cambio del virgo de la doncella. Se había enamorado de
ella hasta la perdición, lo cual era un error perdonable. Lo imperdonable fue
que la creyera en la misma función que las chicas del lupanar y ofreciera cien
pesos por ella, con la ilusión de halagarla. Mariazinha alzó el cuchillo de
matar chanchos y lo hubiera despenado en serio si el otro no salía a todo dar,
balbuceando excusas. “Esa garota será más
bella de lo que fue la madre”, comentó el Ruso Sojomavich, entre copa y
copa, “Yo pagaría hasta cinco mil por ser
el primero”. Alguien le fue con el cuento a Mariazinha, pero una cosa era espantar
al idiota de Lucrecio - triste empleado de Banco - y otra a Sojomavich, decano
de los joyeros locales. Al fin y al cabo, la oferta era un halago y no una
ofensa. ¡Cinco mil! ¡Casi cien salarios básicos! “Ese himen vale diez mil”, discrepó con imprevista honestidad el
Coronel Paulo Contreras, rico hacendado del Estado de Paraná, “Y yo los pago”. Mientras tanto, Clarita
seguía contoneando el pubis hasta dejar frenética a la concurrencia,
exacerbando el morbo popular a límites insospechados. Como para ella sólo se
trataba de un juego, reía sin disimulo con las bocas babeantes de la primera
fila, las frentes sudadas, los ojos enfebrecidos, las braguetas creciendo en su
honor noche tras noche. Mariazinha, que al principio agradecía que le dieran a
la hija la oportunidad de mostrarse, se sorprendió con el inesperado éxito.
Nunca, ni en los mejores tiempos, la gente había hecho cola desde temprano para
entrar. «Creo que debieras pagarle algo a
la niña», sugirió y Maurizio le puso el mismo sueldo que a las demás
chicas, todas expertas en el arte de la calentura bailable. Para recuperar la
inversión, le subió el precio a todos los tragos y aún así vio redoblarse sin
parar las ganancias, pues nadie estaba dispuesto a perderse la media hora en que
la niña salía a hipnotizarlos.
-
Si es cierto que esa fruta está todavía intacta - Murmuró una noche el General
Centurión, famoso por la fortuna que había hecho contrabandeando y porque
andaba de un lado a otro con su inodoro a cuestas - díganle a quien corresponda
que yo pago cincuenta mil por darle el primer mordisco.
Lucrecio
Pezoa, que había llegado a su límite con los cien pesos ofrecidos, rompió en
llanto al conocer la oferta militar. Para su desgracia, tras ser corrido por
Mariazinha le habían prohibido ingresar al bar, así que seguía los pormenores
de la historia desde el exilio de la pensión. Soñaba con Clarita, vivía sólo
para pensar en ella y consumía las horas de su desesperación en escribir unos
poemas horribles, pero plenos de enloquecida pasión. Poco a poco y sin que la
suegra supiera, los desangrados sonetos comenzaron a filtrar su vigilancia y a
despertar la curiosidad de la niña, que los leía diez veces antes de guardarlos
en el cuaderno de séptimo grado. Alejandrinos interminables, acrósticos
insomnes y declaraciones encendidas se fueron sucediendo hasta que Clarita no
supo qué hacer con tanto acoso epistolar. Para la muchacha, que había visto a
las mujeres del bodegón irse con uno y otro por veinte pesos, que ofrecieran
dinero por ella resultaba una diversión novedosa, pero muy distinto era que
alguien la amara. No se hablaba de esas cosas en su ambiente.
-
¿Qué pensás hacer con este asunto? - Preguntó Scarpa una mañana a la madre de
la estrella -El gordo ése, el militar paraguayo, me insiste con la oferta de
cincuenta mil y me parece que no podemos seguir diciéndole que no. Es demasiado
dinero, más del que vas a ganar por el resto de tu vida. El general...
-
Que el general se vaya con su oferta a la puta que lo parió - Fue la respuesta
de Mariazinha - Mi hija no está a la venta. Sólo danza.
-
¿Pero qué tiene de malo? Tarde o temprano le va a dar la chuchita a alguno y
encima gratis, imagináte en cambio todo lo que podés hacer con esa plata.
Clarita...
Mariazinha
se puso de pie y apoyó las dos manos sobre el escritorio de su patrón,
dejándolo con la frase cortada por la mitad. La mujer tragó saliva con
esfuerzo, como si estuviera tragando rabia. Luego dijo:
-
Mire, si me vuelve a tocar el tema sacaré a mi hija de aquí y su negocio se va
a la mierda, así que...Mi hija va al colegio de las monjas. Ella será distinta.
En
otros tiempos, Scarpa la hubiera echado sin miramientos, pues una mulata era
fácilmente reemplazada por otra, pero Clarita ¿De dónde sacaría otra muchacha
de catorce años que bailara tan bien, fuera tan bella, tan extraordinariamente
sensual y además virgen, capaz de despertar pasiones que se cotizaban en
cincuenta billetes grandes? ¡Ah, no podía arriesgarse a perderla! ¿Y si la
madre se la llevaba a uno de sus competidores o cruzaba la frontera y la instalaba
en el lado paraguayo? Sonrió, pensando en todos los años que tenía la joven por
delante, bailando en el bar y atendiendo a sus mejores clientes en el amoblado
del fondo. ¿Y no era, después de todo, mucho más rentable que siguiera con la
virtud intacta, atrayendo a centenares de clientes cada semana y multiplicando
las ventas y el trabajo de las demás chicas? Clarita despertaba los instintos y
lo seguiría haciendo mientras todos se esperanzaran con ser el primero, pero en
tanto eran sus compañeras de elenco las que aumentaban las ganancias del
bodegón, aliviando las tensiones de la concurrencia con rápidas escapadas a la
piecita de atrás. ¿Para qué apurarse, finalmente? ¡Ya terminaría Clarita por
hacer lo mismo, tarde o temprano!
XXX
Las
cosas continuaron más o menos igual por nueve semanas exactas. Clarita bailaba,
los hombres se amontonaban a su alrededor y los ricos del pueblo redoblaban sus
ofertas, compitiendo con sus billeteras por un virgo que pasaría a la historia.
«Nunca - decían, filosofando con
sorna - se volverá a pagar tanto por un
pedacito de nada». Pero entonces
sucedió lo que todos, secretamente, temían. Consciente de que su oferta había
sido no sólo una estupidez - ¡cien pesos! - sino también una ofensa, Lucrecio
multiplicó hasta lo impensable el desquicio poético con que agobiaba a la niña,
matizándolo con cajitas de bombones que le enviaba a la suegra y exageradas
inclinaciones de respeto al paso de Scarpa, quien no lo podía ni ver. «Ahí está el súcubo», se burlaba, cada
vez que el otro aparecía envuelto en su traje negro y su pasión absurda.
Mariazinha se comía los bombones pero no cedía ni un ápice el ostracismo que le
había impuesto. «No sólo es un infelíz
– decía - sino que además tiene cara de
pervertido, con ese pelo aplastado a la gomina y la palidez de cadáver». Ni
siquiera le caía bien a las otras chicas del salón - «Es un pajero», reían - cuando se deslizaba a dejar sus poemas para
que alguna se lo hiciera llegar a la niña. Marginado y escarnecido, Lucrecio
perseveró sin importarle las burlas y hasta se atrevió a aparecer por el
bodegón el día de Navidad, metiéndose en el festejo con su habitual aire de
mala muerte.
-
¿Quién invitó a Drácula? - Preguntó Scarpa, por lo bajo. Todos soltaron una
carcajada y durante un rato no hicieron más que inventar nuevos apodos y bromas
sobre el galán en desgracia.
-
Jamás he visto a alguien menos atractivo - Dijo, muy seria, Mariazinha, que no
lo echó por mantener el espíritu navideño - Es flaco como un tísico, pelado
como un buitre, encorvado, pálido y encima de todo se viste de negro. ¿La
verdad? Es un asco.
A
Clarita, en cambio, le encantó. Su aspecto de pajarraco triste le pareció la
encarnación misma del romanticismo. Allí donde otros veían flacura tuberculosa,
ella vio un cuerpo consumido por el amor. Allí donde otros encontraban una
calva grasienta, ella descubrió la amplia frente de un filósofo. ¿Encorvado? Sí,
un poco, pero de tanto inclinarse a escribir bellos poemas. ¿Pálido? Sí, cierto,
por la fragilidad a que lo exponían sentimientos tan fuertes y auténticos. ¡Y
su traje negro, tan lindo! Desde esa noche reveladora, bailaba imaginando que
el bar estaba vacío y que nadie más que él la observaba, único destinatario del
contoneo fogoso de sus caderas, de los pequeños senos bajo la blusa. Por
primera vez, los espasmos embrujados del vientre le despertaron un cosquilleo
extraño, una tensión de urgencias que le erizaba el vello de la espalda,
sofocándole el alma. ¿Sería así el deseo? Pero no fue enseguida a verlo.
Primero sudó cuanto pudo sus calores raros, muriendo en secreto y despertándose
a la madrugada con la ropa mojada y el corazón revuelto, sin entender qué
ocurría. «Es la calentura de la edad
- le explicó Marieta Zelaya, porque no se atrevió a contárselo a la madre - ha de ser que te prendió por andar leyendo
las cartas del pajarraco». Y a Clarita se le cortaba el aire, comprendiendo
que el alboroto de la sangre sólo podía apagarse en la cama, el mismo sitio al
que le ofrecían fortunas para ir y que hasta entonces sólo le había dado risa y
una leve, muy leve curiosidad. Pero todo cambió, después de conocer al súcubo.
Terminado el baile, se escabullía con disimulo e iba a esconderse junto al
cuartito trasero, a escuchar los gemidos de las muchachas, mezclados con el
traqueteo del elástico y el resoplido final de los clientes. Cerraba los ojos
para imaginarse que eran ella y Lucrecio, entregados por fin el uno al otro,
dueños de un futuro en el que sólo habría poesía y amor.
Cuando
estuvo decidida, aprovechó un domingo en que su madre no estaba para dar el
gran paso. Era uno de esos días terriblemente húmedos y calientes, que embolsan
un aire irrespirable y acaban a última hora en tormenta. A las chicas del
bodegón se les ocurrió ir a bañarse al río y Mariazinha se fue con ellas,
dejando a Clarita sola. «Yo mejor me
quedo - había sido la excusa - el sol
me hace doler la cabeza». Pero apenas se fueron, corrió a ponerse un
vestido azul con florcitas blancas, ató su cabellera con un moño rojo y tomó
prestado unos zapatos de tacos altos. Se miró en el espejo, sintiendo con
nostalgia anticipada que la próxima vez que se viera ya no sería la misma.
Pintó sus párpados, enrojeció los labios y luego, cargando todo el coraje que
pudo, salió rumbo al departamento donde vivía Lucrecio. A esa misma hora, el
poeta sudaba sobre la mesa del comedor, buscando una rima que fuera bien con la
palabra éxtasis. Nervioso, fumaba un
cigarrillo tras otro mientras se encorvaba a perseguir las musas sobre el papel,
cuando oyó dos golpecitos en la puerta. Pensó en no responder, pero luego se
levantó de mala gana, molesto de que alguien interrumpiera el arduo proceso de
la creación. Ahí, paradita en su calentura inocente, estaba la dueña de sus
desvelos. Se miraron el uno al otro, sin creer que fuera cierto, la bella ninfa
y su pretendiente desquiciado, temblando por la emoción y el no saber qué
hacer. A Clarita se le ocurrió pensar que nunca se habían hablado, por lo que
ninguno sabía cómo era la voz del otro. Entonces, hizo lo mismo que había hecho
su madre en el barco de Aristóteles, tantos años atrás. Cruzó el umbral, cerró
la puerta y se quitó los zapatos. Luego comenzó a danzar, así nomás, sin
música, ondulando el vientre y las caderas, contoneándose en el centro de un
silencio absoluto. Lucrecio la miraba con el rostro descompuesto, viéndola ir y
venir sobre las puntas de los pies, mostrando los muslos morenos y
escondiéndolos, sacando la rosada lengua por entre los dientes blanquísimos. “Oh, Dios mío, Dios mío”, tartamudeaba,
desconcertado. Clarita nunca pudo recordar cuánto duró el revoloteo, pues a
medida que giraba le crecían en espiral las ganas de seguir, elevando la magia
a límites que nunca había tocado. Pero, en algún momento, se rozaron los
cuerpos y un fogonazo invisible estalló entre los dos. El se la llevó - ¿o fue
ella a él? - hacia el dormitorio, girando con torpeza hasta caer sobre la cama
revuelta. Ella olía a jazmines silvestres y él a sudor rancio, pero se abrieron
la boca con la boca y entrelazaron las piernas, buscándose como predestinados.
Clarita sintió que le arremangaba el vestido y la montaba con una urgencia de
náufrago, separando con una mano sus muslos y sosteniendo, con la otra, un
vergazo capaz de estremecer a la más audaz de las hetairas. Lucrecio abrió la
boca para juntar aire y luego se introdujo de un envión, mezclando su olor de
pajarraco bancario con la estrechez temblorosa de la niña. Ella soltó un grito
y casi al mismo tiempo, él también, celebrando en el apuro el final de su
abstinencia.
Se
separaron al anochecer y ella corrió a su casa, esquivando las primeras gotas
de lluvia. Llevaba los zapatos de taco colgando de una mano y el corazón
liviano como un pájaro. Reía feliz, escondiendo bajo un bretel los cien pesos
que él había insistido en darle y soñando con volver. Pero bastó llegar para
que se rompiera el encanto. Mariazinha la atrapó al vuelo, le olió la piel y
ahí nomás le soltó el primer cachetazo y enseguida el segundo, diciéndole «pendeja puta» mientras la empujaba al
dormitorio y la encerraba con llave. Fueron inútiles los llantos, los pedidos
de perdón y las amenazas de suicidio, acompañados de convenientes soponcios y
desmayos. En vano fueron a interceder las chicas del bar, sugiriendo un poco de
comprensión por algo que todas, hasta la madre castigadora, habían hecho. De
nada sirvió que Scarpa se pusiera firme y le exigiera volver a Clarita al
escenario, pues para eso le pagaba un sueldo. Perdieron su tiempo los
parroquianos, que noche tras noche zapateaban y silbaban, reclamando a su
estrella. Mariazinha no cedió. Revisó palmo a palmo su casa, quemó hasta la
última carta de Lucrecio, le hizo tragar a la hija un bebedizo que evitaba un
posible embarazo y luego de dos meses la dejó salir otra vez, pero sólo para
llevarla de un brazo y dejarla pupila en el Santa Teresita.
XXXI
No
volvieron a verla en los próximos cinco años y en realidad, no la vieron nunca
más, pues cuando regresó - con el título de Bachiller bajo el brazo - ya no era
la misma. Clarita se había convertido en Clara y aunque seguía siendo bella,
había perdido esa alegría que la caracterizaba y abandonado para siempre la
danza, las dos cosas que la habían hecho célebre cuando aún cursaba la
primaria. Los años le habían permitido entender las razones de su madre, pero
aunque olvidó para siempre la cara de Lucrecio, no dejaba de soñar con el muñón
nervudo y fuera de toda proporción que el poeta escondía entre sus versos.
Desaparecido el amor, apagada la pasión y lejos de la cursilería epistolar del
poeta, quedaba el gusto de escandalizar a las otras internas con el morbo de su
experiencia, describiendo al monstruo que multiplicaba su talla a medida que se
despertaba. Cuando volvió al pueblo, muchos de sus viejos admiradores
regresaron al bodegón con la esperanza de verla bailar, pero ella simuló no
reconocer a ninguno. Indiferente, se ubicó del otro lado de la barra a ayudar a
su madre y no le dedicó ni una sola mirada a nadie, mucho menos al súcubo que
se encorvaba en un rincón todas las noches y escribía poemas que acababan en el
basurero. Un buen día, él dejó de aparecer y fue como si nunca lo hubieran
visto, pues nadie lo volvió a nombrar.
-
Dios nos ha puesto la chucha tan separada del corazón para que sepamos diferenciar
al amor de la calentura - Le decía su madre, que nunca había olvidado el
desprecio de Aristóteles - pero a los hombres, en cambio, les ha puesto la
pinga bien cerquita de la billetera, para que no puedan usarlas por separado.
Significa que, así como ellos usan nuestro corazón para obtener la chuchita,
nosotras debemos usar su pinga para alcanzar su dinero. Yo lo aprendí un poco
tarde, pero vos aún estás a tiempo de ser alguien en la vida.
Para
entonces, la Municipalidad les había clausurado la piecita en que atendían a
los clientes, de modo que la mayoría de las coperas se habían marchado a otros
sitios. Quedaban Mariazinha, que a los cuarenta y dos años seguía danzando, y
la negra Simona, una virtuosa de la francesa que para entonces se ocupaba de la
cocina. Scarpa estaba preso en Curitiba, así que el negocio había pasado a
manos de las mujeres, quienes transformaron al célebre lupanar de otros tiempos
en bar de paso, respetado en las Tres Fronteras por la pulcra calidad de su
guiso de mondongo. Fue el tiempo en que a Clara le dio por preguntar sobre su
padre, ese falso griego millonario que jamás se había ocupado de ellas. «Bien pensado, es mejor que no le debamos
nada a ese infeliz», decía la madre, sangrando por la herida. «Y nunca te le acerques – remataba - porque si te hace daño no dudaría en ir a
meterle un tiro». Sin saber que llegaría ese día, Clara solía pensar a
menudo en la posibilidad de viajar a Nueva Atenas a conocer a Aristóteles, pero
si no surgía una cosa surgía otra y terminaba postergando el viaje para mejor
ocasión. Además, estaba el asunto de sus pretendientes, que se multiplicaban
como hongos a medida que pasaban las semanas y ella no daba señales de aceptar
a ninguno. No lograba interesarse en ellos, mucho menos sentir mariposas en las
tripas o el cosquilleo del vientre, nada, como si una parte de su naturaleza se
le hubiera apagado con los años de interna. Un día, por hacer algo, pensó en
Lucrecio y no pudo hallar las razones de aquel amor juvenil. «Era romántico», pensaba, pero la palabra
no tenía ya significado. «Me amaba con
locura», creía, pero después razonaba que cualquiera puede amar con locura
a alguien a quien no ha tratado nunca. «Era
un poeta», agregaba, pero sin lograr acordarse de uno sólo de sus versos. “Si fuera cierto que me enamoré de él por
esas razones”, se dijo un día, mirándose al espejo, “seguiría enamorada, pues seguro él sigue siendo un romántico poeta que me ama con locura ¿y? A mi ni me
va ni me viene”.
Comprendió
que, si había razones, no podrían haber sido esas, pues ni el más bello de los
poemas haría que viera en Lucrecio algo más que el súcubo que realmente era. «Será que me había dado la calentura de la
edad - pensó después - pero la
calentura me sigue y de ningún modo iría otra vez a sentirle el olor a chivo
viejo». Decidió que el amor sólo podía existir en la forma casual de un
milagro, al que había que aferrarse incluso al costo de la vida, pero aún
faltaba poco más de dos años para que se cumpliera el destino. Antes debía
conocer a Maximiliano Saldívar, ingeniero agrónomo a cargo de la explotación
forestal de una estancia de los Manfredini – justamente - y que apareció por el
bar tan de pronto como llegaría León, más adelante. El ingeniero no tenía un
pelo de romántico, jamás había escrito un verso y a los cuarenta años tampoco esperaba
amar a nadie con locura, pero a cambio de esos defectos tenía una manera alegre
y cínica de ver la vida, una risa fácil y un método infalible para ganarse la
atención de las mujeres: era especialista en manifestar interés por cualquier
cosa que le decían. Sabía componer un gesto de concentración absoluta, como si
la composición del menú - carne asada, sopa, cerveza y pan - fuera la
declamación filosófica más grande que hubiese escuchado en la vida. De estatura
mediana, moreno y algo fornido, lucía un bigote recortado a la perfección y una
dentadura impecable, pero lo que llamó la atención de Clara fue que no le dio
ninguna muestra de interés. Al contrario de los otros hombres que llegaban al
bodegón, el ingeniero - hay que recordar que era un experto simulador - ni la
miró o por lo menos no lo hizo hasta que ella comenzó a hablarle, primero con
cualquier excusa y después enganchando una excusa tras otra hasta crear una conversación
fluida. Le habló de su niñez de niña sin padre, de su primera adolescencia como
estrella de la danza y de los años en el internado, hasta que poco a poco pasó
a conversar de cosas en las que ni siquiera había pensado antes. Sorprendida,
una tarde descubrió que solamente ella hablaba, pues él se limitaba a
escucharla con una mirada intensa, absorto en atenderla. Quizás fuera que él
también se dio cuenta de lo que ella había percibido, pues esa misma noche la
invitó a su cama y ella aceptó, sin amor ni ilusiones, feliz de haber
encontrado quién se interesara en sus asuntos. La relación duró tres meses, de
los cuales ella guardó cuatro conclusiones esenciales: primera, que aunque
conociera buenos esgrimistas, ninguno tendría una espada como Lucrecio;
segunda, que Aristóteles era aún peor de lo que le había dicho su madre;
tercera, que el interés que Maximiliano le demostraba no era más que un truco
para pasarla bien y cuarta, que el día que le llegara el amor lo reconocería
como auténtico porque no se parecería en nada a los anteriores; ni Lucrecio ni
Maximiliano habían pasado la prueba. Mientras tanto y durante varias semanas,
acompañó al ingeniero a recorrer los infinitos cañaverales - nunca supuso que
su padre tuviera tanto - y a copular a toda hora en hoteles de paso, en la
camioneta, en el pasto, junto al río, en las oficinas del ingenio o en la
tienda de campaña, cualquier lugar era bueno para lo que ella suponía una justa
retribución por los años de internado. Pero eso fue sólo el principio, lo que
duró la observación morfológica que la llevaría a la primera impresión. Al mes
se le empezaron a agriar las ganas, cuando vio la miseria inaudita en que vivía
la gente de los campos, familias escuálidas hacinadas en ranchitos pulguientos,
sin otra esperanza que una muerte temprana para escapar del suplicio. «¿Acaso no trabajarían mejor y le rendirían
más dinero al dueño si estuvieran bien comidos?», preguntaba ella, mirando
por la ventanilla de la camioneta después de entregarse por enésima vez. «Si Manfredini pensara como vos, nunca
hubiera hecho la fortuna que hizo - se reía el ingeniero, subiéndose el
pantalón - pero no es así como se llega a
ser alguien. Al contrario, si esta gente estuviera sana y bien comida no
trabajaría más que lo que lo hace ahora, pues andaría pensando en estudiar, en
sindicalizarse o en volverse propietarios como el patrón». Clara no dejaba
de mirar un ranchito miserable, alrededor del cual jugaban unos chiquillos
mugrientos. E insistía “¿Pero qué le
costará a ese hijo de puta darles una vida mejor?”. Maximiliano se daba
cuenta de que el tema la afectaba y la besaba dulce y se la llevaba a otro sitio,
explicándole por el camino que de ninguna manera él pensaba lo mismo que su
patrón, pero que ya que no podía hacer nada para cambiar las cosas, se limitaba
a dejarlas así y cobrar su sueldo por mantener a los cañaverales en su sitio y
a los campesinos en sus chozas, pues así había sido siempre y así lo sería,
desde que el mundo era mundo y mientras lo siguiera siendo.
-
Que a Manfredini no le importe, vaya y pase, que buen hijo de puta es - Se
enardecía ella -¿Pero cómo no vas a hacer algo vos, como administrador?
-
¿Algo como qué?
-
¡Y qué se yo! ¡Por lo menos dales un sitio para que se hagan una huerta y no
falte comida!
El
se quedaba en silencio, sonriendo de costado sin que se pudiera saber qué
pensaba.
-
Vas a decirme que gracias a tipos como mi patrón hay tanta miseria en estas
regiones y por ahí hasta tendrás razón - Le dijo una vez, poniéndose serio - pero
es así como funciona el mundo. Si no fuera por esos piojosos campesinos,
Manfredini no sería rico y yo no tendría quien me pague el sueldo y vos no
tendrías quien te lleve a coger a lugares lindos.
Clara
asintió en silencio, decidiendo que ya no le acompañaría a lugares a los que
hubiera que pagar para entrar. Por un segundo, llegó a sentir que la pobreza
que veía desde la camioneta era en parte culpa suya, como si el dinero que
gastaba en ella el ingeniero le perteneciera a esa gente desconocida. Comenzó a
separarse de él, sin darse cuenta. Otro día descubrió que a su novio le
importaban bien poco las cosas que ella pudiera decirle, pues nunca las
recordaba. Le decía algo el lunes y le hablaba de lo mismo el martes, pero para
él era como si lo escuchara por primera vez. No la había tomado en cuenta, lo
que significó para ella la tercera conclusión y el inicio de la cuenta
regresiva. Dejaron de verse sin dramas de por medio. Simplemente, un día él fue
a buscarla y ella no salió. Eso fue todo.
XXXII
León
tampoco era un romántico, ni le atraían los bellos versos que hablaban de
sentimientos que él sabía demasiado perecederos. Había amado, sí, intensamente,
pero volvía a su casa vacío de toda emoción cuando conoció a Clara. Ella vio en
él a un hombre envejecido antes de tiempo, alguien que nunca reía y que miraba
a la vida como a una lucha inconclusa. Delgado, con el pelo castaño hasta los
hombros y una barba de varios días, demostró enseguida que le importaba un
rábano el menú o cualquier otra intrascendencia que ella pudiera decirle, pero
se la comía con los ojos nada más verla. “Este
es el hombre”, se dijo Clara y creyó que acertaba. A Mariazinha le cayó
bien el nuevo yerno, aunque advirtió que había en él algo de súcubo, una sombra
trágica que le hacía recordar a alguien que había visto una vez. «Tiene aspecto de marinero – dijo - es de los que siempre está pronto a marcharse». La Negra Simona, que también era
medio bruja, aportó lo suyo, advirtiendo: «es
de esos pájaros que terminan mal, vas a ver que más pronto o más tarde se va a
ir». Pero no sería tan pronto.
Habituado
a sobrevivir en cualquier sitio, a León no le costó mucho conseguir un trabajo
- acomodaba y repartía la correspondencia del Correo - y mudarse al mes
siguiente a un pequeño departamento amueblado, al que llevó a Clara a la
primera oportunidad. Fue un primer encuentro fugaz, pero intenso. Ni el amor
afiebrado del primero, ni el deseo inagotable del segundo. León no le rendía la
admiración incondicional de Lucrecio, ni se comportaba con la alegre
irresponsabilidad del ingeniero, pero actuaba con ella como si estuviera
dispuesto a darle el resto de su vida. A Clara y sólo a ella, abrió su corazón
y le confió sus miedos, sus desilusiones, el mundo imperfecto que había visto
en diez años de viajes y el sueño loco de cambiar las cosas, quién sabía cómo,
quién sabía cuándo. A cambio, ella le contó no sólo que lo había reconocido en
el acto - «Dije que me iba a casar
contigo cuando tenía cinco años» - sino que se atrevió a confesar su
parentesco con el célebre Aristóteles, algo que sólo ella y su madre sabían
hasta entonces.
-
Es curioso - Dijo él - pero yo también me acordé de tu cara en cuanto te vi. Es
más, todavía recuerdo que nos encontramos por primera vez un 17 de Octubre, que
fue el día en que me soltó el comisario Pericles.
-
¡El día de mi cumpleaños! ¿Quién me ha dicho que la vida es una disparatada
sucesión de casualidades?
A
lo largo del año que vivieron juntos antes del regreso a Nueva Atenas, no quedó
nada que no atravesara el tamiz de las confidencias, desde la chiperita del
puerto a Margarita, pasando por el general Centurión y su inodoro portátil, el
leprosario de Iquitos, la tumba en Caracas y mil historias de diversa
consideración. Clara lo escuchaba encantada, pues nunca había sabido que el
hombre que ofreciera una fortuna por su virginidad fuera así, tan gordo como
para andar por el mundo con un inodoro a cuestas. A grandes rasgos, lo puso al
tanto del malogrado romance con Lucrecio - pobre espadachín de portentosa
espada - y de los tres meses pasados con el ingeniero, cuyo virtuosismo compensaba
la pequeñez del arma. A León, que no encajaba en ninguna de estas definiciones,
todo el asunto le causaba gracia y le daba pie para bromear con ella en la
intimidad. No se imaginaba que muy pronto se vería mortalmente enfrentado a
aquellos dos hombres, sus predecesores en la vida de su tercer amor.
***
Capítulo 9
(Capítulo
en el que, casualmente, se encuentran Camilo y Niké, dando origen
a
una nueva serie de casualidades que culminarán en la Guerra de los Descalzos,
mientras
León Valdez decide regresar del todo, sin saber para qué)
XXXIII
A |
ristóteles ya
era poderoso en la época en que conoció a la madre de Clara, pero veinte años
más tarde lo era mucho más. Sin saber que estaba próximo al final de sus tres
décadas de impune reinado, soltó una risita divertida cuando el ingeniero le
llamó para avisarle que el personal de la estancia se reunía en asamblea. El
tiempo y la buena vida lo habían convertido en un hombre robusto, sólido, con
la piel un tanto abotagada. Pero no lo habían ablandado. «Dejáte de joder, Saldívar, solucionámelo vos y no me llamés más por
pavadas», fue su respuesta y se olvidó del asunto, entretenido en
confeccionar los requisitos para una nueva licitación. Las venía ganando a
todas, desde el día en que se le ocurrió decirle a su primo Intendente que ése
era el mejor camino para lavar los ingresos del contrabando. Emulando al
legendario Aristófanes, elucubraron toda clase de construcciones y cuando ya no
les quedó nada por construir se asociaron con los intendentes vecinos y diseñaron
licitaciones tan perfectas que hasta las ganaban sin hacer trampas. Trazaron
caminos que unían las estancias de amigos y socios comerciales, asfaltaron
aeropuertos en sitios a los que no iba nadie y levantaron barrios en cada
baldío más o menos grande, multiplicando los ingresos de sus propias empresas a
costa del erario público, sobrefacturando con una facilidad que se les hizo
costumbre. ¿Cómo podía ser tan fácil? Y lo era, al punto que comenzó a dejar de
lado el contrabando, verdadera fuente de su posición social, pero menos
rentable cada año. «Una vez que uno tiene
su capital, es mucho más sencillo hacerse rico en negocios legales»,
pontificaba con aire doctoral entubando la boca para meterse un habano puro. «Si robás una gallina, sos un ladrón y vas preso, pero si robás un
gallinero completo al Estado, sos un empresario exitoso y te invitan a todos
los almuerzos, cenas y vernissages».
Y empezaba a carcajearse, poniendo una mano gorda sobre el abdomen que
corcoveaba de risa.
Pero
al día siguiente volvió a llamarlo el ingeniero, nervioso porque los cañeros le
habían puesto fuego a la garita del guardia. Aristóteles - que a esa hora
estaba almorzando - sonrió con a su hija Niké, le hizo un guiño de ojos a su
esposa Laida y respondió sin alterarse: «Sólo
eran cuatro maderas y un techito de zinc, ingeniero, ¿por qué te ponés tan
nervioso? Tranquilo, nomás, que yo mismo iré mañana a arreglar el asunto»
-
¡Voy contigo! - Exclamó Niké, saltando en la silla. «De ningún modo», dijo el padre, pero se dejó convencer. A los
diecinueve años, reunía lo mejor de sus progenitores. Despreocupada y amistosa
como el jefe de la familia, de quien había heredado también los ojos claros y
el pelo rubio, pero la figura delgada y el rostro bellísimo eran de la madre, igual
que el idéntico sentido de casta. «¿Es
grave el asunto?», preguntó Laida, «Porque
si no lo es, tal vez fuera buena idea llevarla y que conozca un poco del mundo
real». Aristóteles hizo como que lo pensaba un poco y respondió que era
cosa de nada, sólo dos cañeros que se habían emborrachado y quemado una
casucha. Partieron, pues, padre e hija, felices como si fueran de camping. Ella
llevaba un vestido floreado, una capelina blanca y zapatos de taco bajo. «Una indumentaria apropiada para que te vea
el campesinado», le había dicho la madre, atenta a las cuestiones sociales.
Aristóteles, como siempre que salía a recorrer sus campos, vestía un traje
claro de medio uso y un sombrero alón con el que - según él - lograba
identificarse con la gente. Por las dudas, debajo del cinto metió su infalible Smith & Wesson de seis tiros. La
mitad de las tierras que cruzaron - tanto a la derecha como a la izquierda -
durante casi cien kilómetros eran suyas. Grandes extensiones de cañaverales que
se perdían más allá del alcance visual, ganadas para la familia desde los
tiempos en que el anarquista fue fusilado por explotar la comisaría. Con
paciencia o con violencia, según soplaran los vientos de la política, expulsaron
a los colonos árabes hasta que no quedó ninguno, comprando cuando se podía y
rapiñando cuando el caso obligaba. Aristóteles aceleraba la camioneta por los
caminos impecables - asfaltados dos veces al año por una de sus empresas -
pensando que era una pena que a su hija no hubiera seguido un hijo varón, un
Manfredini que tomara las riendas del patrimonio y continuara su multiplicación
eterna. Sufría ante la posibilidad de un yerno sinvergüenza, un cazafortunas,
un juerguista, un embaucador, un canalla capaz de la más ruin astucia para
ganarse el corazón de la hermosa Niké y el inmenso capital del suegro. “Sólo alguien como yo la merecería, pero nada
sería peor que se la llevara alguien igual a mí”, filosofaba, hablando en
confianza con sus amigos más íntimos, aunque nunca se le ocurrió que tal vez
había algo peor a eso. Celoso de que un
día le quitaran a la hija y por detrás de ella todo lo demás, había mandado al
Turco Julián a confeccionar un dossier
con los datos de cada uno de los posibles pretendientes. Cualquier hombre bien
nacido de entre veinte y cuarenta años figuraba desde entonces en su
secretísimo archivo, incluyendo una foto tipo identikit, edad, talla,
profesión, familia, actividades conocidas y desconocidas, gustos privados,
relaciones anteriores y un sinfín de otros datos de menor y de mayor
importancia. Del total - ochenta y tres candidatos - puso bajo discreta
vigilancia a los ocho que ella hubiera aceptado, pero al resto lo hizo vigilar
día y noche por un batallón de informantes, para asegurarse de que no tuvieran
la menor oportunidad de acercarse a la heredera. La táctica le costó una
fortuna y estuvo a punto de darle buen resultado, pero dejó fuera de la red al
más peligroso de todos, justo al que su hija conocería en el viaje. «Vamos a ver qué es ese asunto que aflige
tanto al ingeniero», dijo, franqueando la tranquera sin bajar la velocidad.
Cuando llegaron al casco de la estancia, el ingeniero lo aguardaba con cara de
circunstancias.
- A
ver si me aclarás un poco el asunto - Ordenó, taconeando con fuerza sobre el
piso de madera. Saldívar le tendió una mano nerviosa y Niké se fue a mirar por
una ventana el ondulante mar de las plantaciones. Como puntitos blancos que
flotaran sobre las olas, una hilera de gente caminaba a lo lejos.
-
Hace unos meses comenzaron los problemas - Explicó Maximiliano - Quejas por la
falta de alimentos, porque el sueldo no les alcanza, por...
-
Pavadas - Interrumpió Manfredini - Para empezar que el sueldo no le alcanza a
nadie, trabaje en lo que sea. Además, estos desgraciados se han quejado
siempre, pese a que les construí un almacén de ramos generales en la
plantación, lo que les ahorra caminar veinte kilómetros para ir a comprar en el
pueblo. ¡Ingratos de mierda!
-
Patrón, con todo respeto - Dijo el encargado, lamentando no callarse la boca a
tiempo - Los precios del almacén son exageradamente altos y la gente se ha ido
endeudando a un punto que ya no tiene crédito, así que me tomé la libertad de
hacer algo para mejorar su vida, en fin...
-
¿Qué me estás diciendo, Saldívar? - Aristóteles estaba rojo de la rabia, pero
se contuvo y le hizo al empleado una seña para continuar.
-
Le quería decir que les habilité unas hectáreas para que tuvieran una huerta,
pensando que así evitaríamos que la gente siguiera endeudándose y...
- Mirá
Saldívar - Dijo el jefe, apuntándolo con un puro que acababa de sacar de su
tubito - A la única gente que vos tenés que beneficiar es a mí. Ahora, ¿por qué
entonces tenemos problemas si les hiciste una granja a esos sinvergüenzas?
-
Precisamente, patrón - El ingeniero estaba pálido - Para que todo saliera bien
hice traer a un especialista que los iba a asesorar, porque la gente que vive
en las plantaciones sólo entiende de caña de azúcar y nada más, así que el tipo
vino y resultó que no sólo les hizo la huerta, no una granja como usted dice,
porque fue una huerta, pero además les empezó a hablar de justicia social y el
hambre y la ignorancia y todas esas ideas bolcheviques que no se de dónde sacó,
pero que...
-
¿Cómo? ¿Qué? ¿De qué carajo me estás hablando? - Aristóteles se puso tan
furioso que le temblaba la papada. Su hija Niké dejó de mirar las dunas verdes
y se volvió hacia él, sonriendo -¿De dónde fuiste a sacar a ese crápula
alborotador?
-
De la iglesia del padre Terámenes.
Aristóteles
suspiró profundamente, meneando la cabeza con el gesto torcido.
-
¡Y tan justo tenías que ir a pedirle ayuda a ese cura comunista y pervertido! -
Murmuró después de unos segundos - ¿Cómo se llama el tipo que mandó ese vejete
verde?
-
Camilo Insaurralde.
Manfredini
se quedó con la boca abierta. ¿No podía haber elegido a alguien peor, el
estúpido del ingeniero? Cerró los ojos y se mordió un nudillo, calculando que
no habían pasado más de tres meses del fallido intento por acabar con esa
sabandija. El Turco Julián envió al Chapa y al Botija con el encargo, pero el
plan falló porque un perro de la escuela defendió al condenado, poniendo en
fuga a sus inútiles verdugos. ¡Ellos lo mandan a matar y Saldívar lo contrata
para que le solucione un problema! ¿Podía creerse un despropósito más grande? Sonrió,
finalmente, porque en el fondo algo de gracia tenía el asunto. Y no era tan
grave, ya que el Coronel no tardaría en meter a Camilo en el cuartel, ahora que
estaba en edad de cumplir con la Patria. Era cuestión de días, sino de horas. «Bueno, ya pasó», dijo, recobrando la
calma. Su hija volvió a enfocar los ojos en el paisaje y el ingeniero regresó
al resto de la historia. Terámenes - según se comentaba - había organizado unas
huertas comunales en las afueras del pueblo, algo así como un experimento
agrícola que le había dado gran resultado y que le servía para su prédica
sacerdotal. Según decían, en las barracas que oficiaban de escuela vivían unos
trescientos chicos, hijos de campesinos que aprovechaban para estudiar, comer
dos veces al día y hacer la primera comunión a fin de año. Maximiliano juraba
que no tenía ni la menor idea de las veleidades políticas del cura, ya que sólo
se interesó por el éxito del programa, con los mejores alumnos reclamados como
asesores por los chacareros de las comarcas vecinas. Naturalmente, en ningún
momento le dijo cómo le surgió la idea. «¡Por
lo menos dales un sitio para que hagan una huerta!», le había gritado Clara
aquella vez, mientras se vestían en la camioneta. Una frase entre las muchas
sin sentido que había dicho ella, pero a la que dio atención cuando dejaron de
verse. «¿Por qué no?», pensó, en mala
hora. Le comentó la idea a un colega y éste le recomendó la escuela del cura
Terámenes, el que a su vez le sugirió - con toda malicia, según se vio - que se
llevara a Camilo, líder de la primera promoción y sin duda el más indicado para
dejar en alto los valores de la escuela.
-
El muchacho trabajó muy bien, se lo digo - Justificó el ingeniero, como dejando
en claro que no todo había salido tan mal - y en dos meses había una huerta
modelo francamente estupenda, pero ahí mismo comenzaron los problemas.
Niké
dio la espalda a la ventana y fue a sentarse junto a su padre, pues había
comenzado a interesarle el asunto que los había llevado allí. Aristóteles
fumaba en silencio y Saldívar continuaba su relato, creyendo que si alababa a
Camilo mejoraba su propia posición:
-
Yo no digo que nuestra gente esté peor que la de las otras plantaciones, no
digo eso, pero parece que este Camilo leyó muchas cosas y es un tipo muy
preparado, muy bueno en lo suyo, pero se creyó un poco el salvador de los
campesinos, alguien que llegó para librarlos de la miseria en la que han vivido
siempre y ya le digo, patrón, que no es que yo piense lo mismo, pero se ve que
este muchacho les fue metiendo ideas raras en la cabeza, como que habían
conseguido una huerta que en realidad les pertenecía, así les dijo, que la
huerta era de ellos y no del patrón, porque ellos la habían sacado de la tierra
con sus propias manos.
-
¡Qué pendejo de mierda! - Interrumpió Aristóteles y su hija frunció el seño.
-
Eso dije yo, patrón, pero ya era tarde. Enseguida me exigieron que
construyéramos una escuela y mientras yo les decía que estudiábamos el asunto,
formaron una comisión que tenía como asesor al mismo Camilo, que les influyó a
que me presentaran un petitorio con aumentos salariales, seguros de vida, ropas
de trabajo, luz eléctrica y hasta una rebaja en los alquileres de las barracas
que les damos para que vivan como personas.
-
¡Qué gente de porquería!
- Y
eso no es nada, patrón. Me advirtieron que si no accedía a sus pedidos harían
una huelga general y ahí nomás aumentaron sus exigencias: querían que los
precios del almacén fueran iguales a los del pueblo. Ahí fue que yo le llamé a
usted, pero al otro día se me envalentonaron los de la comisión y prendieron
fuego a la garita donde montaba guardia el cabo Cañete, que salió corriendo
porque no tenía un arma para defenderse.
-
¿Cuántos son en la comisión ésa? - Preguntó Aristóteles, sacando lentamente el
revólver y depositándolo sobre el escritorio. Niké volvió a sonreir, pues sabía
que su padre era un buenazo incapaz de una violencia en serio.
-
Son siete tipos, más el asesor que nos mandó el cura.
- Que nos mandó, no, que trajiste vos -
Aclaró Manfredini, poniéndose de pie- Bien, yo te voy a enseñar cómo se arregla
esto. Mañana a primera hora vas a prometer un aumento de sueldo a los que no
formaron parte de la comisión, no importa cuánto, sólo decís eso. Ahí mismo
despedís a los siete sindicalistas y los echás de mi propiedad con toda su
familia, así que te recomiendo hacerte acompañar por el Comisario de Foz, que
es un buen amigo mío. Anotá: Turcio Moraes. ¿Anotaste? Bien. En cuanto a
Insaurralde, no te preocupés más por él, que ya se encargarán en el Regimiento.
¡A palo limpio le sacarán sus ideas!
-
¿Y a los que tengo que despedir? ¿Les pago, antes?
-
Hacéle un cheque a cada uno, pero le das orden al banco de que no los pague.
-
¿Y qué hago con el asunto de la escuela?
-
¿Qué escuela?
-
La que quieren los campesinos. Yo les dije que…
-
Siete familias menos son justo una barraca, ahí tenés el local para tu escuela.
Al
día siguiente, todo se cumplió según lo ordenado y sin mediar inconveniente,
pues el ingeniero agregó promesas de su propio cuño - total, ya había decidido
renunciar - y la gente se quedó con la idea de haber ganado la guerra. Con
lágrimas en los ojos, los sindicalistas reunieron a sus familias, alzaron sus
bultos y se marcharon en silencio, custodiados de cerca por un batallón
prestado por el coronel Verón.
XXXIV
Cuando
Camilo se enteró del desastre y corrió a hablar con los campesinos, ninguno
quiso escucharlo. “Por tu culpa han
echado a siete familias”, le endilgaron, acusadores, “así que es mejor que te vayas de aquí y no vuelvas nunca más”.
Golpeado por la inesperada derrota, no supo qué contestar y por no saber
tampoco qué hacer regresó a Foz, masticando rabia. ¿Qué había fallado? ¿Por qué
le daban la espalda, después de lo que él había hecho por ellos? Humillado,
caminó los doce kilómetros que lo separaban del pueblo sin decidir qué actitud
tomar. ¿Ver al ingeniero y obligarlo - quién sabía cómo - a reponer en sus
puestos a los expulsados? ¿Insistir con ellos y ganar su reivindicación?
¿Olvidarse de todo y regresar a la escuela? Entre una cavilación y otra llegó
al pueblo y tuvo la suerte que no creía tener a esas alturas: a través de la
ventana de un bar, distinguió el perfil del ingeniero. Lo que fuera que haría,
debía hacerlo allí mismo. León lo vio entrar al bar como una tromba y supo que
el muchacho traería problemas, aunque no previó que se dirigiría a la mesa
donde almorzaban el ricachón, una jovencita que parecía ser su hija y un
segundo individuo de bigotes que ya había visto otras veces, pero a quien no
conocía. Clara, que le había contado casi todo, nunca le había dicho que ése
era el famoso Maximiliano Saldívar.
- ¡A
usted lo quería encontrar! - Exclamó Camilo, plantándose frente a la mesa igual
que once años antes se había enfrentado al Turco Julián. Tenía el pelo largo y
revuelto, la camisa sudada por la caminata y el rostro descompuesto.
Maximiliano enmudeció, sorprendido, pero Aristóteles reconoció al atrevido. El
resto de los parroquianos permaneció a la expectativa, tenedor en mano.
-
Yo que vos, me calmo un poco - Dijo el ingeniero, recuperando la sangre fría.
Aristóteles, que había oído hablar cien veces de Camilo pero que no lo había
visto nunca, llevó una mano al revólver y Niké se quedó sin aire, mirando fijo
a quien le robaría el corazón. León, que en diez años de correrías había
presenciado muchas situaciones parecidas, miró de reojo a Clara, que observaba
desde un rincón.
-
¿Por qué despidió a esa gente? ¿A dónde van a ir ahora? - Rugió Camilo,
temblando de ira - ¡Sólo pedían lo que era justo! ¿Qué clase de basura es
usted?
-
Muchacho, te voy a dar un consejo - Dijo Aristóteles, sacando su Smith & Wesson - No te metás nunca
más en esa plantación y en lo posible, desaparecé para siempre de mi vista.
-
¿Y usted quién carajo es? - Preguntó Camilo, girando el cuerpo para mirar al
que le había hablado. Estaba tan furioso que ni siquiera notó a la muchacha.
-
Yo soy Aristóteles Manfredini, el dueño de todo lo que vos pisás - Respondió el
patrón, hinchando el vigoroso pecho.
-
Ah, ya veo, usted es el cerdo que habla - Siseó Camilo, pero cometió el error
de acercarse lo necesario para que Aristóteles le acertara un culatazo. Fue un
movimiento veloz, rapidísimo para alguien tan fornido. Camilo cayó de rodillas,
manando sangre por la herida en la sien, igual que su padre, dos décadas atrás.
-
¡Alto! - Gritó León, saltando de su silla en cuanto vio que segundo hombre se
avalanzaba a golpear al caído. En un instante de absoluta confusión, pegó un
puñetazo en la cara del ingeniero y empujó con el mismo impulso a Aristóteles,
que tropezó con la pata de la mesa y cayó sobre Camilo y el ingeniero,
disparando sin querer el revólver y destrozando una ventana con el tiro
accidental. Unos marineros en día franco organizaron el entrevero separando a
los contendientes y golpeando, de paso, a uno y a otro. Maximiliano estaba
enfurecido, tapándose con una mano el labio que le había partido León, quien
trataba de esquivar el cañón del Smith
& Wesson.
- ¡Tranquilos,
tranquilos todos! - Gritaron varias voces a la vez. Alguien sacó a Saldívar a
la calle y otro desconocido llevó a León a un costado. Cuando el grupo terminó
de dispersarse, Camilo seguía en el suelo y Niké se había inclinado sobre él
para cubrirle la herida con un pañuelo bordado. Echando fuego por los ojos,
Manfredini se incorporaba sin dejar de blandir su arma.
-
¡Que nadie me toque porque lo mato! - Rugió, retrocediendo hacia la puerta -
¡Niké! ¡Dejá a ese infelíz y salí conmigo!
La
muchacha clavó sus ojos en el sorprendido Camilo - que no sabía de dónde había
salido ella - y luego corrió hasta donde estaba el padre. Maximiliano ya ponía
en marcha la camioneta y a los pocos segundos sólo quedaba de ellos la
polvareda. Poco a poco, cada uno regresó a su mesa y a su conversación,
mientras Clara levantaba los vidrios de la ventana rota.
-
¿Estás bien? - Preguntó León, sin reconocer aún a Camilo, a quien no veía desde
hacía más de diez años.
-
Claro - Dijo él, observando el pañuelito manchado de sangre - ¿quién era ella?
León
sonrió, pensativo, pero no respondió. Acababa de descubrir que había peleado
nada menos que con el padre y con el ex amante de su novia.
XXXV
Del
mismo modo, Maximiliano no tardó mucho en enterarse que el hombre que lo había
golpeado era el nuevo novio de la chica del bodegón. Al principio no le dio
importancia al asunto, pero cuando los vio juntos, abrazados y sonrientes, la
garra helada de los celos le atenazó las tripas y el ardor del labio partido le
revolvió el orgullo, pero no se sintió tan fuerte como para buscar otra pelea.
Prefirió pensar. Quizás, sospechaba, ella lo engañaba con ese rasposo desde
antes de que dejaran de verse. Probablemente fue una idea de Valdéz - un aventurero
trashumante, le habían dicho - el estropicio que ese Camilo había armado en la
plantación. Tal vez sí se conocían, después de todo. Conspiraron para causarle
problemas y conseguir que Manfredini lo despidiera. ¿Quién ocuparía su lugar?
¡El desgraciado de Valdéz, claro! Con este estrafalario pensamiento en la
cabeza, más absurdo aún en un cínico despreocupado como él, decidió que era una
cuestión de honor hallar un medio de vengarse. Se le ocurrió que podría
contratar un par de rufianes para que le dieran una paliza al rival. Incluso,
se regodeó, podrían castrarlo, rebanarle los huevos para que ella perdiera su
interés en él. ¿No era aquella una magnífica venganza? ¿Qué les pasaría a los
tipos castrados? ¿No les empinaría más el instrumento? Se dio, pues, a
contratar al par de vengadores. Robustiano Van Gogh, un capanga que pese al apellido no tenía un pelo de artista, le
presentó un par de patibularios bajados de San Pablo, gente de la peor ralea.
Justo lo que andaba buscando. Más excitado que nervioso, el ingeniero los llamó
a su oficina y les planteó el negocio, que se cerró en doscientos pesos. Ahí
nomás les hizo un cheque y los tipos se fueron sonriendo de costado, diciendo «délo por hecho». Los miró marcharse, caminando con ese
bamboleo típico de los guapos, las manos en los bolsillos y un desprecio
absoluto por el asunto. Juzgó prudente desaparecer de Foz por unos días, no
fuera que alguien atara cabos y terminaran endilgándole a él la castradura o – peor
- la muerte de Valdéz. Sin pérdida de tiempo - ambos querían cobrar el cheque y
largarse - los matones fueron esa misma tarde a hacer guardia al bodegón de
Mariazinha, pues parte del cargo era darle la pateadura frente a la novia.
Fumando un cigarrillo tras otro, aguardaron que él apareciera y ahí se dieron
cuenta de que el ingeniero no les había dicho nada sobre cómo reconocer a la
víctima. ¿Qué podían hacer? ¿Volver a la plantación a preguntarle? Comenzaba a
anochecer, así que calcularon que no llegarían a tiempo. La oficina habría
cerrado. Deambularon un rato más, esperando que el bar se llenara para vigilar
sin hacerse notar. Luego cruzaron la calle y se mezclaron entre los
parroquianos que caían para la cena. ¿Cual de todos sería Valdéz?
Como
cualquier hombre acostumbrado a ser extranjero, León tenía el hábito de
cuidarse la espalda donde fuera que estuviera. Incluso sin darse cuenta,
siempre se sentaba mirando hacia la puerta, patrullando con los ojos sin pensar
que lo hacía, escrutando en derredor. Una semana atrás, había sido el primero
en ver entrar a Camilo, hecho una furia. La noche en que los paulistas llegaron
al bar, también fue él quien los tomó en cuenta antes que nadie. Le pareció
raro que anduvieran con la cabeza media gacha, sin hablar entre sí. Llevaban
las manos escondidas en los bolsillos, señal de que estaban armados. León, que
en ese momento estaba detrás de la barra - pasaba los platos que Clara iba
distribuyendo por las mesas - hizo una seña a su suegra: «Ojo con ésos». Mariazinha, tan acostumbrada como su yerno a tratar gente
rara, le señaló la escopeta apoyada en la pared y sonrió, despreocupada.
- Meu bem - Decía en ese instante uno de
los bandoleros, tomando la hoja del menú que le pasaba Clara - a xeinte tem um amigo cá, en Foz, mais
infelizmente nao dimos con ele. Pode que voce conheci. Seu nome é León Valdéz.
-Ahí
está, detrás del mostrador - Respondió ella y siguió con otra mesa. ¿En qué
parte habría conocido León a esos dos? En ningún momento pensó que pudieran
tener alguna relación con la pelea del otro día.
-
¿Qué te hablaba el de la mesa aquella? - Le preguntó León, cuando ella fue a
buscar más platos para repartir. Ella se lo dijo. - Pues no los conozco. No te
les acerqués.
Los
extraños - luego sabrían que se llamaban Raúl Mendonça y Elvio Antúnes -
comieron en silencio y se quedaron en sus sitios hasta que el bar estuvo casi
vacío, dudando entre cumplir el encargo o marcharse sin hacerlo. Se habían dado
cuenta de que los tenían bajo vigilancia. Fumaban, sombríos, mirando los platos
sucios y calculando una y otra vez sus chances, perdido para siempre el factor
sorpresa. Como buenos matones, guardaban pistola y navaja en los bolsillos,
pero no se ponían de acuerdo - mirada va, mirada viene - sobre cual usar, cómo
y en qué momento, pues, al estar descubiertos, no podían pasar de esa noche.
León seguía observándolos de reojo, cada vez más cerca de la escopeta,
preguntándose quién los habría enviado. «Manfredini
o el otro, al que golpeé», razonaba, sintiendo el frío del peligro en el
estómago. Pasada la medianoche, el bar se quedó sin testigos y los paulistas
seguían sin moverse, empuñando las pistolas bajo la mesa. León tragó saliva con
dificultad y envió a Clara a la cocina. «Traéme
un cucharón grande», le dijo. «¿Y
para qué querés éso?», preguntó ella, tratando de mantener la calma. «Hacé lo que te digo». León abandonó el
mostrador y caminó hasta donde lo esperaban los desconocidos. Como toda arma,
llevaba un nudo en la garganta.
-
¿Ustedes me buscan a mi? - Dijo, levantando la voz para que no se le notara la
angustia -¡Yo soy León Valdéz!
Durante
algunos segundos, no sucedió nada. Los hombres continuaban sentados y mirando
para otro lado, lo que hizo dudar a León. ¿Sería un error? De pronto, uno de
los dos - nunca quedó claro si fue Antúnes o Mendonça - se levantó apuntándolo
con una pistolita plateada. Se oyó un estampido grandioso y la mesa explotó,
despedazándose junto a los platos y vasos que tenía encima. Una astilla se le
clavó en el cuello a León y le hizo creer que era un balazo.
-
¡Atrás los dos! - Gritó Mariazinha, invisible tras el humo del disparo. Tenía
la escopeta firmemente apoyada en un hombro y nada de miedo - ¡Fuera de aquí!
Los
paulistas salieron corriendo, llevándose por delante cuanta silla encontraron
en el camino y sin detenerse hasta estar seguros de que no los seguían. Con el
arma bajo el brazo, Mariazinha los veía correr calle abajo, mientras la Negra
Simona buscaba la escoba para barrer el destrozo y León calmaba a Clara, que
temblaba con un cucharón en las manos. “Con
el cagazo que se pegaron, ya no vas a volver a verlos”, dijo la suegra, que
poca o ninguna importancia daba a los peligros del mundo. León, en cambio, no
se sentía tan tranquilo. En un lugar como Foz, nadie podía ocultarse demasiado
y tarde o temprano volvería a cruzarse con ellos, lo que sucedió a la mañana
siguiente, cuando salió a trabajar. Llevaba unas cartas para el Banco Federal,
dos de ellas dirigidas al gerente, el poeta Lucrecio Pezoa. Sorprendido por lo
que consideró un raro capricho del destino - conoció a los dos amores de Clara
con apenas una semana de diferencia - se propuso entregar los sobres él mismo,
en vez de dejarlos en el mostrador de la entrada, como era habitual. «El licenciado está en su despacho - le
dijo una cajera adormilada - suba nomás
». La oficina del gerente quedaba en el primer piso, al final de un largo
pasillo de madera lustrada. León llamó a la puerta golpeando con los nudillos.
Sentía una gran curiosidad. «Adelante»,
escuchó decir y empujó la ancha puerta de cedro. El gerente era un hombrecillo
delgado y calvo, escondido detrás de unos gruesos anteojos de carey. Parecía un
cuervo viejo, encasquetado en un traje Príncipe
de Gales. A su lado, con cara de estar muy agitados, aguardaban los dos
individuos de la noche anterior. León se quedó helado, pero Antúnes y Mendonça reaccionaron
en el acto, saliendo a todo dar de la oficina. Uno de ellos, quien sabe cual,
manoteó el cheque y el otro tiró abajo un armario, empujando contra la pared al
cartero.
-
¡Pero entonces fuiste vos! - Gritó León, sintiendo que la rabia le subía a la
cabeza.
-
¿Qué? ¿Yo qué? - Tartamudeó el gerente.
Sin
pensarlo dos veces, tomó de las solapas a Lucrecio Pezoa y lo arrojó contra un
bargueño con puertas de vidrio. Fue un desastre aún mayor que el del bodegón,
porque el mueble se hizo pedazos y el gerente cayó al suelo, sangrando por las
cortaduras que le provocaron los vidrios. «¡¡Socorro!!
¡¡Socorro!!, vociferaba, gateando entre los escombros de su bargueño. León
hubiera seguido golpeándolo si no entraban en ese mismo momento los guardias y
lo detenían.
-
¡Me quiso matar! - Gemía el poeta, tan pálido como si ya estuviera muerto.
-
¡Mentira! - Retrucaba León, mientras se lo llevaban a la rastra - ¡El me quiso
matar a mí!
Así
fue que lo metieron preso por segunda vez., en una celda mugrienta, pero con
vista al río. A los cuatro días, cuando ya había comenzado a preocuparse por su
suerte, apareció su tío, el cura Rigoberto. Entró a la celda con la única
autoridad de su sotana, lo estrechó en un abrazo cargado de emociones y le profetizó:
“Quizás a la tercera vez ya no esté tu
viejo tío para sacarte”. Llevaban más de diez años sin verse, pero bastó
que Clara le llamara por teléfono para que el viejo párroco corriera en ayuda
del sobrino. A instancias del sacerdote, la policía citó a Lucrecio y entre
todos aclararon la confusión causada por la primera pelea, los sucesos del
bodegón y la casualidad de que los atacantes se encontraran con su víctima
frente al gerente del banco, lo que hizo creer a León que el los había
contratado. «Yo nunca había visto a esos
tipos - explicó Lucrecio - vinieron a
cobrar un cheque que me pareció sospechoso y los hice subir. Ya se los había
autorizado, porque me dijeron que estaban construyendo una iglesia en la
plantación, cuando entró este energúmeno y me atacó». Sin el cheque como
prueba del delito y sin los paulistas para oficiar de testigos, el Comisario mandó
a buscar al ingeniero para zanjar el asunto, pero Saldívar había salido de
viaje y recién volvería en dos meses. “Bueno,
acepto que fue un equívoco”, dijo el jefe policial, “pero sólo puedo dejar libre a Valdéz si el licenciado Pezoa levanta su
denuncia por las lesiones”. Lucrecio, que odiaba a León más por ser el
novio de Clara que por las heridas que le había causado, se negó de plano. «Es el mismo súcubo de mierda que fue siempre»,
dijo Mariazinha cuando se enteró que su yerno seguía preso. Con la
determinación que la caracterizó siempre, fue a ver al gerente y le advirtió
que si no levantaba de inmediato su denuncia, ella se encargaría de convencer a
cada uno de los hombres de Foz de que mudaran sus depósitos a otro banco. “El gerente del Nacional, por ejemplo, me
tiene de confidente desde hace quince años ¿no cree que me daría una buena
comisión por llevarle todas las cuentas de este banquito pulguiento que vos
dirigís?”. Lucrecio cedió, babeando una sonrisa falsa, y León quedó libre esa
tarde.
-
¿No ves en todo esto una señal del destino? - Le planteó el cura Rigoberto, de
pensionista en el bodegón de las putas - Acaso ya es hora de volver a casa.
¿Qué vas a hacer aquí, entre enemigos que van a buscar vengarse?
-
¿Y qué voy a hacer allá, donde no tengo nada?
-
Esa puede ser tu ventaja, León, pero de todos modos me tenés a mí, que siempre
voy a poder darte una mano.
Volver
a casa, pensó León esa noche, oyendo respirar a Clara, que se había dormido. Recordó
a su amiga Aspasia y al bar de Arístipo, tardes de café con leche mientras
miraban televisión. Jugó con la memoria y ensayó los nombres de los viejos
amigos. Los vecinos del barrio. Las caras que había visto desde la primera vez
que salió a la calle. Ulises, por ejemplo, que una vez por semana les llevaba
un cajón de verduras. Bien pensado, no era cierto que no tuviera nada. Allá
estaba la biblioteca de su tío, adonde podría devolver con toda la gloria el
ejemplar de Sandokán y los tigres de la
Malasia. ¿Qué habría sido de Isabel, la española que llegó a compartir con
ellos la sacristía? Se sorprendió en grande cuando su tío le dijo que el
muchacho al que había defendido era el hijo de aquella inquilina. Era natural
que no lo hubiera reconocido, una década más tarde, por más que el gurrumín se
hubiese convertido en el que amenazaba ser cuando era niño. «Uno sólo regresa cuando comprende que no lo
logrará», le había dicho una vez el Doctor Fagundes, en el leprosario de
Iquitos. Abrazó la espalda de Clara y se pegó a sus nalgas para empezar a
conciliar el sueño.
-
¿Lograr qué? - Se preguntó, antes de quedarse dormido él también.
***
Capítulo 10
(De
los años escolares de Camilo Insaurralde y del estilo didáctico del cura
Terámenes,
clara demostración de que la verdad es casi
necesariamente subversiva,
con
más razón cuando es enseñada a los pobres)
XXXVI
C |
amilo ingresó a
la escuelita de Terámenes al cumplir los ocho años y sólo la dejó cuando lo
mataron, doce años más tarde. Al principio iba nada más que los sábados,
llevado por el Comisario o por Epaminondas, uno más convencido que el otro de
la inutilidad del intento de convertirlo en artista. Apenas el cura se
descuidaba un poco, Camilo abandonaba la carbonilla y salía disparado para el
lado de los árboles, se metía en el arroyo o terminaba perdido en el bosque de
tacuaras. “Yo lo quiero como a un hijo”,
decía el Doctor, persiguiéndolo por las plantaciones con el saco bajo el brazo,
“pero tengo que reconocer que el chico es
indomable. O hacemos algo pronto o nunca tendrá remedio”. Terámenes no
decía nada, lo dejaba hacer y al sábado siguiente le daba la misma hoja en
blanco, con la carbonilla sin usar. Camilo daba las gracias y al segundo miraba
hacia la sierra, abstraído por completo de cualquier asunto que no fueran sus
ensoñaciones. Mientras los otros chicos se esforzaban en copiar las líneas de
un florero sobre el papel, Camilo dejaba su silla y se iba a mirar de cerca las
gallinas, a jugar con Muralla - que en aquellos días era un cachorrito - y a
vagabundear sin rumbo hasta la hora de la salida.
-
Yo les enseño el arte para que aprendan a amar la Naturaleza y a mirar la vida
desde una perspectiva propia - Dijo una vez Terámenes, explicando por qué era
tan permisivo con la disciplina de su alumno - pero este chico hace ambas cosas
de todos modos. Lo que les sugiero es que me lo envíen toda la semana para que
haga la primaria aquí.
Epaminondas
opinó que sería un grave error, pues el nivel de enseñanza que se daba a los
chicos campesinos era inferior al de la ciudad. Camilo, que ya cursaba el
tercer grado, quedaría sobre los demás y retrocedería en su aprendizaje. El
Comisario estaba de acuerdo en ese punto, pero también creía que en la escuela
rural aprendería otras cosas útiles, lo que equilibraba la balanza. Isabel - que
ya había notado que su hijo nunca sería dibujante - escuchaba a sus amigos y
les hallaba razón, así que fue por un tercer criterio a lo del cura Rigoberto,
quien la confundió del todo.
-
La enseñanza es la misma en una escuela que en otra - Dijo el párroco, mientras
se vestía para la misa de siete - y aunque es cierto que va más lenta en el
campo, también es verdad que los chicos aprenden a ordeñar una vaca, a cuidar a
las gallinas y a sembrar legumbres en la huerta, lo cual no está mal. Lo que me
preocupa es ese loco de Terámenes, que siembra con buena intención pero sin
fijarse a dónde tira las semillas. El día que meta la semilla errada en el
cerebro equivocado, va a arder Troya.
Aspasia,
que seguía yendo todos los domingos a visitar a Isabel y a leer cuentos a
Camilo, dio su propia versión del asunto cediéndole la razón a los tres
anteriores, pero aclarando que si ella fuera varón querría estudiar en la
escuela rural. “Total”, filosofaba, “se puede ser artista de muchas formas, no sólo dibujando floreros y
manzanas de plástico”. La balanza terminó por inclinarse el día en que
Carápulo Tinguitella - un alumno de séptimo grado - desafió a Camilo probar
quién era el más corajudo. “Si es cierto
que le quisiste pelear al Turco Julián, no veo cómo no te vas a animar a toser
durante la formación, mañana a la mañana”, fue la espina que dio comienzo
al asunto. “Yo voy a toser en la fila”,
respondió Camilo, sacando pecho, “pero si
después sos capaz de hacer algo peor”. El Chato Ortiz, lugarteniente de
Tinguitella, creyó que la respuesta era un insulto y así se lo hizo saber a su
jefe, añadiendo que lo mejor era romperle la cara a ese enano. Mefístoles
Saravia, a quien llamaban «Araña Pateada» por su renguera irremediable, se
ofreció a encargarse del atrevido, pero a Carápulo le había picado el orgullo y
exigió que la cuestión se definiera entre los dos.”Sólo él y yo”, dijo, haciendo crujir los nudillos, “esto es cosa de hombres. Vamos a ver quién
es el más valiente”. La noticia corrió enseguida entre los compañeros del
uno y del otro. Los de séptimo lo daban como pan comido, pues más de una vez
habían visto a Manrique - el director - ponerle diez amonestaciones a
cualquiera que se moviera en la fila. Estornudar o toser era pecado mortal. «No se va a animar», apostaban, pero al
día siguiente, Camilo tuvo un ataque de tos agónico y Manrique tuvo que
suspender el Himno hasta que la celadora se llevara al moribundo a la
dirección. No lo amonestaron porque siguió fingiendo toda la mañana, mientras
los de cuarto le palmeaban la espalda, admirados de su audacia. Pero eso no fue
nada. Carápulo cumplió su parte tirando una bombita de olor en la sala de
profesores, hazaña que Camilo empató quitándole el badajo a la campana y
escondiéndolo en el baño. Parecía que había ganado la pulseada y se lo hacía
ver a su oponente, paseando por el patio con todo cuarto grado de séquito. Durante
dos días no sucedió nada, pero el jueves alguien aprovechó el recreo para
echarle llave al séptimo y los alumnos se quedaron huérfanos por la canchita,
mientras Manrique buscaba un cerrajero. En el recreo siguiente, Carápulo caminó
triunfante hasta la barra de los de cuarto y le dio la llave perdida a Camilo,
que la remató arrojándola al techo.
-
Estos dos se van a hacer echar - Decían los alumnos de los otros grados, pues a
esas alturas ya estaban todos enterados de la competición.
-
¿Por qué no la arreglan como machos? - Propusieron los de sexto. El Chato Ortíz
estuvo de acuerdo y convenció a Carápulo de que lo mejor era acabar con
Insaurralde de una vez por todas.
- A
las tres, en la Playita del Muerto - Fue la contraseña, pasada de boca en boca
hasta llegar a Camilo, que aceptó.
-
Tinguitella te va a cagar a patadas, mejor no vamos - Le decían los otros
chicos, deseando que no se echara atrás. Camilo se quedaba en silencio,
pensando que el de séptimo era más grande que él, más fuerte y mucho más pillo,
acostumbrado a romper los dientes a sus rivales en la playa donde el río hacía
un recodo.
Pero
fue nomás. Sus compañeros fueron a buscarlo con la excusa que se reunirían a
estudiar e Isabel lo dejó ir, sin sospechar el peligro. Estaban exultantes,
saltaban y aplaudían a Camilo, sin poder creer que iba a pelearse con el bravo
Carápulo, el rompehuesos más famoso de su Promoción. Bajaron al trotecito por
la calle que terminaba en el río, revoltoso y marrón. Cuando llegaron a la
cita, los de séptimo ya estaba allí, sentados en la arena y fumando entre todos
un mismo cigarrillo.
-
Miren; ahí llegó el cadáver - Dijo Tinguitella y se levantaron a la vez,
rodeando a los de cuarto, que había ido perdiendo el entusiasmo a medida que se
acercaban. Camilo siguió caminando hasta plantarse frente a Carápulo, sobrador,
con el pucho entre los labios. «No va a
poder vencerlo nunca», comentó uno de los de cuarto, acobardado.
-
¿Estás listo, Insaurralde? ¡Te voy a partir la cara! - Gruñó Tinguitella,
tirando el cigarrillo al suelo. Se había quitado la corbata del uniforme y
arremangado la camisa.
-
Dejáte de pavadas, Tinguitella, vos no sos más valiente que yo - Dijo Camilo,
caminando unos metros hasta donde la barranca se abría y comenzaba el río - y
si no, vamos a ver quién se atreve a meterse al agua y llegar a la otra orilla.
-
¿Qué? - Se sorprendió Araña Pateada.
-
¡Ese no era el trato! - Saltó el Chato Ortiz.
-
¡Ya se sabía que Insaurralde está loco! - Dijeron varios. Sobre la Playita del
Muerto -llamada así desde el día en que un bañista de otro pueblo intentó
cruzar el cauce y terminó ahogado- los rivales se miraban en silencio. Camilo
estaba pálido y tranquilo. Tinguitella parecía preocupado.
-
Es que no sé nadar - Dijo, encogiéndose de hombros.
-
Yo tampoco. Precisamente, ésa es la gracia - Respondió Camilo, quitándose los
zapatos.
-
Yo no voy a meterme en ese río asesino.
-
Yo sí - Rió Camilo, quitándose también el pantalón y las medias - y te voy a
demostrar que soy el más valiente de los dos. Pelear, cualquiera pelea.
Un
murmullo de admiración unió por un momento a los dos grupos. Los de cuarto
intentaban hacer desistir a su representante y los de séptimo animaban al suyo,
que miraba con aprehensión los casi cincuenta metros que separaban una orilla
de la otra.
-
¡Basta ya, se van a matar los dos! - Gritó una voz no identificada, cuando
Camilo llegó al borde del agua y Carápulo no tuvo más remedio que quitarse los
zapatos - ¿Y si declaramos un empate?
- No
sé vos, pero yo no me rindo - Dijo Camilo, metiendo un pie en el torrente. El
agua fría le provocó un estremecimiento inmediato.
-
Yo tampoco - Dijo Carápulo, bajando por la barranca con mucha seriedad. Junto
al río, el rugido de la corriente terminó por apagar los últimos restos de su
coraje. Sintió que se desvanecía, pero aguantó, temeroso de que lo vieran desde
arriba.
-
¿Tenés miedo, Tinguitella? - Rió Camilo, sintiéndose mejor que nunca. Al igual
que en otras ocasiones, la cercanía del peligro le provocaba esa tarde un
placer irresistible.
El
aire de la siesta estaba cálido, pero cuando la pierna derecha se le hundió
hasta la rodilla al primer paso, Camilo sintió que un escalofrío le recorría la
espalda. Se dio vuelta para observar al grupo que estaba en lo alto de la
barranca, los rostros atentos, las miradas tensas. El miedo reflejado en la
inmovilidad absoluta. Hizo un ademán hacia adentro del río y la corriente lo
arrastró casi un metro, haciéndole perder pie por un instante. Entonces sí,
algo parecido al pánico le heló la sangre y pensó en la cara que pondría su
madre cuando lo sacaran muerto del agua.
-
Basta, Camilo, hermano - Casi llorisqueaba Carápulo, metido hasta las rodillas
en el torrente fangoso - dale, hermanito, dejémonos de joder ¿qué sentido tiene
morirnos aquí los dos, si somos amigos?
Camilo
sintió que el miedo del otro le devolvía el coraje. Sonrió triunfal, alzando
las manos en dirección a sus compañeros. «¡Vamos,
salí de ahí, ya ganaste!», le gritaban los chicos, pero él creyó que aún no
le había sacado demasiada ventaja a su oponente y se dejó llevar por la fuerza
del río, suponiendo que podría detenerse unos pasos más allá. Fue un error.
Cuando quiso volver a pisar el fondo, no encontró más que el vacío del abismo y
se hundió hasta el cuello. Desesperado, alcanzó a ver el rostro descompuesto de
Carápulo y en el próximo segundo se le apagó el sol, arrastrado hasta el fondo
por un remolino salvaje. Le silbaron los oídos, inundados de agua. Sus pulmones
se cerraron violentamente, quedó sin aire y comprendió que iba a morir. Cuando
Isabel lo vio, estaba tendido sobre la arena, desnudo y azul. Pero vivía. Una
rama providencial lo había atascado antes de que el río se lo llevara para
siempre y un pescador lo atrapó de los pelos y lo sacó a la orilla, donde el
Comisario - atraído por el griterío, una vez más - le había hecho la
respiración artificial. Medio inconsciente, escupía agua sucia con los ojos
desorbitados. “¡Yo no tuve la culpa!”,
gritaba, presa de un ataque de espanto, Carápulo, que al día siguiente recibió
veinte amonestaciones por instigar a un alumno menor a un desafío de muerte.
Para su desdicha, nadie le creyó que había sido al revés y los de cuarto no
dijeron esta boca es mía. En la playita, mientras intentaban revivir a Camilo,
los de séptimo se habían retirado al paradero y miraban desde allí, como si no
supieran qué pasaba. Cuando un agente los llamó a declarar, salieron corriendo.
-
No me pudo vencer, mamá - Murmuró Camilo, cuando se sintió a salvo. Isabel, que
acababa de llegar, pensó que su hijo se refería al río y eso le dio un gran
orgullo, pero enseguida Pericles le contó el verdadero motivo del accidente.
-
Esta vez fue demasiado lejos, señora, tiene que hacer algo para que este chico
no se juegue la vida por diversión - Dijo, quitándose la chaqueta policial para
cubrir al náufrago. Camilo sonreía, mirando de reojo a Tinguitella.
Isabel
no supo qué decir, dudando entre mantenerse aferrada a su personal idea del
coraje o ceder a su natural aflicción, pues comprendía claramente que su hijo
había estado a un paso de perder la vida.
-
Ay, Camilo - Suspiró, tratando de contener las lágrimas - ¡Cuántas veces más le
romperás el corazón a tu madre!
-
Tiene que hacer algo, Isabel - Insistió el Comisario, meneando la cabeza - Este
chico es una cosa seria.
Ni
qué decirlo. Al día siguiente, a la hora de la formación, todas las miradas
estuvieron fijas en él mientras Manrique dirigía un Padrenuestro de
agradecimiento por su salvataje. Al entrar al grado, la señorita Porfiria lo
hizo pasar al frente para que narrara la odisea y después le dijo que si
llegaba a sentirse mal podía pedir permiso para irse a su casa. ¡Como si fuera
a hacerlo, Camilo, con lo feliz que estaba de ser el héroe del grado! En los
recreos, los de cuarto sacaban pecho y lo rodeaban fascinados, pidiéndole una y
otra vez que les contara cómo había vencido a Tinguitella y qué se sentía al
hundirse en la oscuridad del río, a desafiar a la muerte. Le llenaban los
bolsillos de caramelos y galletitas. Le palmeaban y mantenían alejados a los
pendejitos de primero y segundo, que se amontonaban para ver de cerca al
campeón.
XXXVII
Terámenes
apareció a la media tarde del sábado, llevando de su correa a Muralla y
cubriendo con su enorme figura la puerta de entrada. Isabel y Aspasia
preparaban una torta en la cocina y el Doctor conversaba en el patio con el
Comisario, vigilando de reojo las acrobacias de Camilo en lo alto del guayabo.
-
Ven, Isabel, quiero hablarte - Dijo el sacerdote, con esa voz cavernosa que a
algunos chicos les provocaba terror. Salieron al porche. El médico hizo una
seña a Pericles de que bajara la voz y se quedaron escuchando. Hasta Camilo,
cuando descubrió quién había llegado, bajó del árbol y corrió a jugar con el
cachorro.
- Se
trata de mi hijo, ¿verdad? - Dijo Isabel, secándose las manos en un repasador.
Le había entrado la sospecha de que - tarde o temprano - el padre ya no lo
recibiría más en su escuela, lo cual era comprensible, con tantas travesuras. «El padre no va a querer responsabilizarse
más de un chico que en cualquier momento causa una tragedia», le había
anticipado Aspasia.
-
Sí, vengo por él - Contestó el cura, rascándose distraído la cara peluda - Quiero
llevarlo conmigo como interno, para que estudie. Puedo traértelo todos los
sábados para que se quede contigo hasta el domingo a la noche.
-
¡Vaya! - Suspiró Isabel - ¿Y por qué haría usted tal cosa? No es un secreto que
mi Camilo le ha dado más de un dolor de cabeza. Y por cierto; creí que venía a
decirme que ya no lo recibiría.
-
Es un muchacho valioso - Respondió el director, sacando de un bolsillo de la
sotana un pedazo de tabaco para mascar - Y yo te prometo que responderé por él.
Picado
por la curiosidad, Epaminondas abandonó su asiento y fue acercándose al porche.
De saco y corbata - pese a que era sábado y la temperatura pasaba de treinta
grados - hacía un raro contraperfil a la figura tosca, ensotanada y pilosa de
Terámenes. Isabel lo puso al tanto de la oferta y al rato tuvo que repetir la
frase, pues el Comisario también llegaba a curiosear. Sólo Camilo, que ya había
advertido que hablaban de él, permanecía en el patio.
-
Me parece una gran idea - Comentó de inmediato el Doctor, calculando sin querer
que así tendría más facilidades para ver a solas a la viuda - pues nadie puede
ser madre y padre a la vez. La disciplina de un internado le hará mucho bien al
muchacho.
-
Pues no sé - Dudaba Isabel, mirando a su hijo. Camilo simulaba no prestarles
atención, pero estaba tenso, a la expectativa.
- El
regimen de estudio semanal - Explicó el cura - es muy distinto al de las clases
de los sábados, donde lo he dejado hacer a su gusto. De lunes a viernes tendrá
tanto trabajo que no hallará tiempo ni le sobrarán ánimos de mandarse ninguna
macanada.
-
Conozco muchos chicos que van a esa escuela, señora - Intervino el Comisario - y
ninguno salió malo. Allí aprenderá todo lo necesario para su vida.
-
Yo me comprometo a buscarlo los fines de semana - Ofreció el médico, sonriendo
al modo que mejor le quedaba.
-
Pues yo no sé ¿No estaban ustedes en contra de que lo enviara a esa escuela? ¿Qué
les ha pasado a todos, que han cambiado de opinión así, tan drásticamente? -
Dijo Isabel, llamando a su hijo con una seña - ¿Tú qué dices, Camilo?- El niño
saltó de su silla y se acercó con desconfianza, mirando a uno por uno como para
captar el tono de la conversación. Aspasia le guiñó un ojo, lo que lo dejó más
tranquilo - El padre quiere llevarte a estudiar a su escuela durante toda la
semana, es decir, sólo vendrías a casa los sábados al mediodía y hasta el
domingo a la noche.
-
¡Qué bueno! - Exclamó Camilo y el perrito comenzó a ladrar.
Ese
mismo domingo lo llevaron, todos juntos, en el Ford del Doctor. El Comisario le regaló una bolsa con el escudo
policial, para que guardara sus cosas. Epaminondas, una valijita de cuero con
jabones de tocador, peines, toallas y talco para los pies. Aspasia le obsequió
su último libro favorito «Tiempos
difíciles», de Charles Dickens. E Isabel, que en fondo de su corazón no
quería saber nada de desprenderse de él por cinco días, le dejó entre sus cosas
la manta con que lo había abrigado al nacer. Abrazó a su hijo con todas sus
fuerzas, le acarició el pelo, le besó la cara. Se miraban, el uno al otro, como
si supieran cosas que los demás ignoraban.
-
Nos vemos el sábado - Dijo el cura y enseguida lo tomó de una mano y se marchó
con él por el senderito de las barracas. El Doctor carraspeó, emocionado. Le
daban ganas de consolar a Isabel, de decirle que no estaría sola ni un segundo,
pues él la visitaría más seguido ahora que no estaba Camilo. Pero no se
atrevió. Cuando subieron de nuevo al automóvil, notó sorprendido que también al
Comisario le brillaba la mirada. Isabel, en cambio, había vuelto a sumergirse
en esa fría indiferencia en que se resguardaba a veces. Miraba hacia afuera sin
ver más que sus propios pensamientos, acaso recordando los ocho años pasados
hasta esa tarde en que debió - ¿qué más iba a hacer? - abrir la puerta a su
hijo y dejarlo partir. No había sentido la misma angustia cuando lo llevó a la
escuela por primera vez, allá en el pueblo. Ni cuando lo envió el primer sábado
a su clase de arte. “¿Sabes?”, le
dijo a Aspasia, después de un buen rato de viajar todos en silencio. “Intuyo que acabo de dar el paso que me
quitará a mi hijo para siempre. Ya nunca volverá, por más que me visite todos
los fines de semana”. Tenía razón.
XXXVIII
Aquella
primera noche solo, arropado con la manta de su madre en el barracón de la
escuela, Camilo descubrió el sabor definitivo de la libertad. Nunca antes le
había prestado tanta atención a la infinitud de los ruiditos nocturnos, al
murmullo sibilante del viento en los árboles, al respirar del bosque. Con los
ojos abiertos en la oscuridad, pasó las horas intentando descifrar el motivo de
cada queja en las maderas del techo, el andarigueo de los animales montunos y
el chistido agorero de las lechuzas. Era, ni más ni menos, como estar
abandonado en el centro de un mundo hostil y tan desconocido como cada uno de
los chicos que dormían a su alrededor, igual que sombras muertas. Fue una
experiencia iniciática. Una sensación confusa de inmensidad y peligro que sólo
volvería a recordar después en dos ocasiones: la noche en que durmió en la casa
de Aristóteles y aquella del final, escondido en esa misma barraca con un fusil
en las manos. El cura los despertaba a las cinco en punto, golpeando con un
pedazo de riel sobre la campana del patio. Era una campana antigua y
descuajeringada, rota en tres partes y colgando de una viga con una soga de
arriero. El pedazo de hierro, según decían, era un recuerdo de la tarde en que
Ibrahim Farjat hizo descarrilar al tren. Terámenes - de quien corría el
comentario que jamás dormía - pegaba tres golpes duros y precisos, haciendo
tañer la campana con tanto efecto que hasta la escuchaban en el Regimiento, a
treinta kilómetros de allí. Con el primer tañido, los internos daban un salto
en sus catres, sorprendidos de que la noche durara tan poco. Con el segundo
golpe caían al suelo frío de la madrugada y el tercero ya los encontraba
corriendo descalzos, rumbo al baño. «¡El
último es marica!», gritaba el líder de la barraca y el pelotón galopaba
por la galería a todo dar, aunque en silencio, pues la bulla exagerada se castigaba
con la pérdida del postre por el resto de la semana. Bien lavaditos, corrían de
vuelta al dormitorio, se vestían y a las cinco y media formaban en fila de a
dos frente al fogón, donde el cura repartía el jarrito con mate cocido y una
hogaza – flaquita - de pan. «Quiere
matarnos de hambre para poder vender nuestros cuerpos a los compradores de
órganos», decía todas las mañanas Efigenio Cáceres, hijo de un plantador de
mandioca de las cercanías y líder de la escuela hasta el día en que Camilo le
quitó el puesto. Se le había dado por esa broma desde principios de año y todas
las semanas le aumentaba algún detalle siniestro, como el tipo de niños que
preferían los compradores, el modo en que les quitaban los órganos y los
lugares donde después enterraban los restos. Los internos más jóvenes se morían
de miedo y rogaban que les dieran un poco más de comer, provocando carcajadas
disimuladas entre los más grandes y una sonrisita cómplice en el cura, que
estaba al tanto de los crímenes que le endilgaban.
A las
seis comenzaba la práctica de campo, que variaba según la edad de los alumnos,
su grado de experiencia en la escuela y la estación del año en que se
encontraran. Todos hacían de todo, dividiéndose el batallón en equipos de dos a
cinco muchachos - según la tarea - que durante tres horas estrictas amasaban
pan, preparaban mantequilla o mermelada, ordeñaban las vacas, daban de comer a
las gallinas, trasladaban a las ovejas hasta el pastizal y ensuciaban un poco
el chiquero de los cerdos, además de carpir la huerta, regar los almácigos y
recoger las frutas y verduras para ese día. De tanto en tanto, el cura
supervisaba las tareas desde una pequeña atalaya de troncos, pero el principal
contacto de los alumnos era con los campesinos que los instruían, viejos desheredados
que habían perdido sus chacras y hallado refugio en la escuela rural, donde a
cambio de techo y comida, enseñaban a los chicos los secretos del amor a la
tierra. Los conocimientos transmitidos de generación en generación se
complementaban con las clases que dictaba, tres veces a la semana, un ingeniero
agrónomo de nombre Manganeso Ruiz, llamado así porque su madre había creído que
Manganeso era el nombre de un filósofo griego y no el de un mineral. Antiguo
amigo de los Farjat - en tiempos lejanos
los había asesorado con los frutales - había pasado un tiempo experimentando la
reforma agraria en Bolivia, pero cuando volvieron los militares regresó a Nueva
Atenas y empezó a buscar dónde llevar a la práctica lo visto y oído. «Hay un cura medio loco haciendo éso mismo»,
le dijeron y así conoció a Terámenes. «Yo
no reparto tierras - le aclaró el sacerdote, de entrada - y además, ni siquiera las tengo, pero mi
trabajo consiste en enseñarle a los chicos, a los hijos de los campesinos, a
trabajar la tierra del mejor modo posible, pero también a desearla y a amarla
como pro-pia, en la esperanza de que algún día les pertenezca».
Era
una idea atractiva para Ruiz, que nunca había simpatizado con los
terratenientes y hasta había intentado - sin éxito, hay que decirlo - unir a
los pequeños propietarios en cooperativas y no había olvidado sus ínfulas.
Apenas habló con el cura, se puso a discursear en El Areópago a favor de la
reforma agraria y faltó poco para que Pericles lo metiera preso, por agitador.
Corrían tiempos confusos - pocas semanas antes habían encarcelado a León por
encabezar una manifestación - y nadie quería parecer un simpatizante de asuntos
foráneos. «Una cosa es que Terámenes ande
hablando de trabajo social, reparto de tierras y todos esos asuntos modernos,
pero otra cosa muy distinta es que lo haga un ingeniero. La gente podría
creerle», fue la sagaz interpretación de Aristóteles, que enseguida envió
al Turco Julián a que le hiciera ver a Manganeso lo inoportuno de su alocución.
Manganeso cerró la boca en el pueblo y consiguió trabajo en una estancia de los
Caballero, lo que no impidió que siguiera hablando de lo mismo tres veces por
semana en la escuelita rural. «Soy un
idealista pragmático», decía, tomándose unos mates de madrugada con el
cura. Fue por su pragmatismo que enseñó a los alumnos a cosechar lo mismo que
comían, pues de tal modo nunca faltaría la motivación. A las nueve en punto - también
por su consejo - volvía a escucharse la campana y los aprendices dejaban las
herramientas y corrían a concentrarse en el comedor, donde los esperaba el
desayuno en serio, compuesto de leche
espesa y tibia, recién ordeñada, acompañada de pan, mantequilla y dulces que se
producían allí mismo. Lo que no se consumía era vendido en el pueblo para
cubrir los gastos, repartiéndose el excedente entre todos por igual. No era
gran cosa, pero servía de aliciente.
A
las nueve y media, satisfechos y espabilados, asistían a la clase de
matemáticas, que se estiraba hasta el mediodía. Divididos en siete grupos según
sus edades, pero todos en el mismo sitio y con el mismo maestro, los chicos
terminaban aprendiendo más, más rápido y mejor que con el sistema convencional,
pues los de cada grado escuchaban no sólo lo que les correspondía a ellos, sino
lo que tocaba a los demás. «Es un poco
loco al principio - había explicado Terámenes a Isabel- pero después funciona. Con este método, los
más inteligentes aprenden mejor que con cualquier otro y los menos hábiles
recuperan el paso siempre». A la hora del almuerzo, como era de prever, el
menú contenía lo que producía la granja y muy rara vez algo comprado en el
pueblo. Los chicos llegaban al comedor bien lavados y recién peinados, se
distribuían entre los seis tablones que oficiaban de mesas y aguardaban que los
que estaban de turno repartieran los platos rebosantes. Era todo un jolgorio,
pues las particulares reglas de Terámenes permitían reir, bromear y cantar sin
restricciones, mientras él almorzaba solo, en una mesa pequeña, enfrascado en
la lectura de algún libraco tan viejo y polvoriento como él. De pronto, como si
estuviera regido por un reloj invisible, a la una y media cerraba el libro y se
levantaba pesadamente, dando por terminada la diversión. Los alumnos se
desparramaban en silencio absoluto - a partir de allí corría la veda de la
siesta - y llevaban sus platos, vasos y cubiertos a la cocina, tras lo cual
podían hacer cualquier cosa menos bulla. A las dos y media sonaba la campana
que indicaba las clases vespertinas: lenguaje, historia y geografía, materias
en las que se enfrascaban hasta las cuatro y media. A esa hora, otra vez el
tazón de mate con la rodajita triste y vuelta a la chacra, a terminar lo que
habían comenzado a la mañana. Traer de vuelta los animales, regar aquí y allá,
reparar alguna cerca o recoger las frutas, huevos y verduras para el día
siguiente.
-
Esto es como la cárcel, sólo que no se come tan bien - Se quejaba Efigenio,
hundiendo el estómago para que se le notara el costillar.
-
Ya te va a tocar la conscripción, a vos - Le retrucaban siempre los instructores,
a los que aún les dolía en las tripas el hambre militar.
A
las siete de la tarde volvían todos a las barracas. Los más chicos se
tambaleaban de sueño y hasta a los mayores les costaba disimular el cansancio,
pero aún faltaban las tareas escolares. El director en persona les controlaba
el estudio, paseándose con el gesto ceñudo, revisando una suma aquí y un verbo
mal puesto allá, hasta que el campanazo de las ocho salvaba a todo el mundo del
esfuerzo, llamando a cenar. Nunca faltaba el chiquilín que se quedaba dormido
antes de tiempo y al que había que despertar para que fuera a soñar a su catre.
A las nueve y media se apagaban las luces y un silencio satisfecho caía sobre
el campamento. Todos dormían, o mejor dicho casi todos, pues no faltaban los
dos o tres noctámbulos que se quedaban hablando con el cura. Efigenio, por
supuesto. Y Segundo Chavarría, que era el hijo mayor de un estanciero que lo
había perdido todo en la timba. Y Camilo, que no podía ser de otro modo.
-
Vos sos muy nuevo, pendejito - Lo detuvo Efigenio, la primera vez. Camilo no le
dijo nada, pero tampoco se echó atrás. Sentado al lado de Terámenes, escuchó en
silencio la historia de los anarquistas, los cuentos de la Mulánima y - de
tanto en tanto - otros relatos aún más fantásticos, pero reales.
-
Hay lugares donde el pobre es el dueño de la tierra que ocupa - Decía el cura,
bajando la voz para que le prestaran más atención. Efigenio y Segundo se
acomodaban nerviosos, sintiéndose partes de un secreto grandioso. La primera
vez que oyó hablar del asunto, Camilo se quedó pasmado. Nunca se le había
ocurrido pensar que la tierra tuviera
dueño.
XXXIX
Sin
saber que un día serían sus lugartenientes, Efigenio y Segundo le tenían poca
simpatía al hijo de Isabel. Les molestaba su independencia, el modo indiferente
con que los miraba cada vez que le daban alguna orden. Ninguno de los otros
chicos era capaz de ponerles en duda el liderazgo, pero él – simplemente - lo
ignoraba. Furiosos, en los partidos de fútbol se turnaban para golpearlo, pero
él devolvía los golpes con disimulo y sin quejarse, hasta que un día le pegaron
tanto que el cura tuvo que suspender el encuentro y definirlo por penales.
Ganaron los de cuarto, nada menos, gracias a los dos pelotazos que desvió
Efigenio, con Camilo de arquero en la ocasión. Terámenes observaba sin
intervenir casi nunca, pues era de la idea que en tales asuntos había que
dejarlos formar el carácter. Había acertado en la presunción de que el muchacho
no daría problemas de conducta y estaba
más que satisfecho con su rendimiento escolar. Camilo era un estudiante curioso
y metódico, de ésos que cuando hacen una pregunta no se detienen hasta obtener
la totalidad de su respuesta. Era bueno en matemáticas, regular en lenguaje y
muy bueno en historia, así que tuvo que mandar a pedir libros prestados para
satisfacer su voracidad intelectual, quien al finalizar el séptimo grado le
hablaba de griegos y romanos como si hubiera vivido entre ellos. Era rebelde
para algunas cosas, indoblegable en otras y muy disciplinado si se trataba de algo
que le gustaba. Terámenes notaba que así como aceptaba las reglas de la escuela
sin protestar, hacía lo posible para infringirlas cada vez que podía, pero sin
dejar de cumplir con lo que era obligatorio. “Por ejemplo”, comentó una vez el cura al Doctor, “les doy diez minutos para higienizarse a la
mañana, pero éso le molesta, porque le gusta quedarse un rato en la ducha.
Entonces se levanta media hora antes que los demás y se da el gusto sin dejar
de cumplir con el horario del desayuno. ¿Lo ve? En infinidad de otros pequeños
asuntos, él infringe y cumple a la vez, haciendo lo que quiere sin desobedecer
lo que digo. Suele arreglárselas para hacer su voluntad sin entrar en conflicto
conmigo”.
No
siempre sería así, pues no dudaría en enfrentar a Terámenes cuando llegara el
caso. Fue en quinto grado y estuvo a punto de ganarse la expulsión, de la que
se salvó porque - después de mucho hablar - el cura terminó por aceptar sus
argumentos. La cuestión comenzó por la verdadera pasión que Camilo tenía por
los tomates. No sólo se los devoraba en la ensalada del almuerzo, sino que se
las apañaba para tener alguno en un bolsillo, negociado a escondidas con los
otros chicos. Un día calcularon que comía más de lo que podía conseguir con el
contrabando escolar, lo que disparó las suspicacias ¿de dónde los sacaba? Cuando
lo descubrieron, ya llevaba varios meses explotando su propia huerta, en los
límites de la escuela. Manganeso se quedó admirado de que hubiera podido
realizarla él solo, trabajando en secreto durante la hora de la siesta o tal
vez de noche, llevando las semillas en los bolsillos y las herramientas quién
sabe cómo. La plantación era un cuadradito de diez por diez y se notaba que
había seguido al detalle lo aprendido en las clases. Las hileritas eran
impecables. Los plantines, perfectos. Nada quedaba fuera de lugar, salvo el
hecho de que el dueño de la propiedad estaba por completo fuera de la ley. “Me parecía raro que comiera tomates todo el
día”, dijo Efigenio, creyendo que los robaba de la cocina, pero día siguió al
sospechoso y destapó el misterio. Fue un escándalo. Nadie podía creer que uno
de los alumnos montara su propio negocio en las narices de los demás, sin que
nadie lo advirtiera. Terámenes, el ingeniero, los campesinos que oficiaban de
ayudantes y la totalidad del plantel escolar salieron en procesión, tranqueando
el paso, siguiendo al delator mientras el acusado quedaba confinado en la
barraca.
-
Ese chico es cosa seria - Dijo Manganeso, sonriendo frente a la perfección de
la pequeña huerta - ¡Mire lo que hace a los nueve años!
-
¡Qué lástima que tenga que castigarlo! - Suspiró el cura - Pero sin disciplina
no le servirá lo que aprenda en esta escuela. Mañana será expulsado y esta
huerta arrasada, para que ninguno se atreva a seguir su ejemplo.
Camilo
recibió la sentencia un día más tarde, conteniendo las lágrimas. Estaba de pie,
firme frente a la mesa a la que estaban sus compañeros, aguardando el almuerzo.
Terámenes cruzaba los brazos y miraba el piso, como si dudara en anunciar la
condena. Por fin habló, con una voz que expresaba más pena que enojo: «Serás expulsado por indisciplina», dijo.
Efigenio bajó la mirada, arrepentido. Chavarría meneaba la cabeza, pues aunque odiaba
a Camilo, lamentaba que lo echaran así. “Usted,
Insaurralde, traicionó mi confianza al actuar a escondidas”, añadió el
cura, “rompió el reglamento al hacer lo
que hizo. Hoy se le avisará a su madre y mañana se irá. Esa plantación de
tomates que hizo debe desaparecer a pico y pala, para que no quede ningún rastro
de su mala acción”. Todas las miradas convergieron sobre el acusado.
Manganeso hizo un gesto amenazante a Efigenio, quien – avergonzado - no sabía qué
decir.
-
Usted, padre, se equivoca completamente - Dijo, de pronto, Camilo.
Se
quedaron boquiabiertos, sin poder creer que su audacia llegara a tanto. Una luz
de alegría brilló, sin que nadie la notara, en los ojos del cura y Muralla
movió la cola, excitado. Efigenio sonrió de oreja a oreja, codeando a Segundo
como si le advirtiera «mirá lo que se
viene ahora».
-
¿Cómo es éso de que yo me equivoco? - Rugió Terámenes, descruzando los brazos.
-
Sí, usted se equivoca - Repitió, tragando saliva. Estaba pálido y le temblaba
la barbilla, pero siguió adelante - Para empezar que yo no traicioné su
confianza porque no actué a escondidas. Trabajé mi huerta en el horario de
descanso, en el que se puede hacer cualquier cosa menos ruido. Y si no me
vieron es porque estaban durmiendo, no porque yo me escondiera. No es mi culpa
que ustedes duerman cuando yo trabajo.
Manganeso
tuvo que levantarse de su silla y salir al patio para reprimir una carcajada,
pero el cura permanecía en un silencio absoluto, serio y cejijunto. Los alumnos
estaban azorados. Nadie se había atrevido jamás a contestarle al director, de
quien se decía que era capaz de arrancarle la cabeza de un mordisco al que le
discutiera una orden.
- Y
tampoco rompí ninguna regla de la escuela - Continuó Camilo, tomando coraje a
medida que avanzaba - porque nadie me dijo nunca que no se podía hacer una
huerta en un lugar en el que trabajamos haciendo huertas. Y por último, usted
no tiene ningún derecho a destruir mi huerta.
-
¡¿Cómo?! - Terámenes apoyó los enormes puños sobre la mesa, diciéndose que ese
chico y ese caracter habían ido demasiado lejos - ¿Pero cómo decís, atrevido? -
Exclamó, furibundo.
-
Que la huerta es mía. Usted no puede destruirla - Respondió Camilo, bajando la
voz pero levantando más la mirada. Seguía desafiante, pese a todo.
-
¡Pero cómo que la huerta es tuya! ¡Lo que me faltaba!
-
¿Acaso no dice siempre que la tierra debe ser del que la trabaja? Pues yo la
trabajé, por lo tanto, es mía. Como puedo ver, yo no hice más que lo que usted
nos enseñó. Lo que sí reconozco es que debía compartir mis tomates con los
compañeros, pero es que aún produzco muy poca cosa...
Terámenes
se quedó callado durante tres, tal vez cuatro minutos. Inmóvil, mirando
fijamente a los ojos del niño que seguía frente a él, asustado pero sin
retroceder. Después, poco a poco, tomó asiento en su silla de almorzar. Se
rascó la barba, distraído, durante otro buen rato. Suspiró un par de veces y
finalmente mandó a que sirvieran la comida.
-
Siéntese, Insaurralde. Ya vamos a hablar después.
Almorzaron
en silencio, expectantes de la continuación del incidente. El cura no decía
nada y los alumnos miraban a Camilo, dudando entre admirarlo o tenerle lástima
por haberse cavado la fosa. Mientras servían el postre, Efigenio fue a decirle
al oído: «Yo te delaté y lo lamento, no
debí haberlo hecho. En todo caso, tenés razón. La huerta debe ser tuya, pues te
la ganaste a lo macho». Camilo le devolvió una mirada triste y no dijo
nada, acariciando bajo la mesa a Muralla. Fue una tarde distinta a las demás. A
la hora del descanso, los cincuenta y cuatro chicos que eran ese año se deslizaron
sigilosos hasta el catre donde Camilo leía las historietas de El Tony. Se le notaba, en la tensión del
entrecejo, que apenas aguantaba las ganas de llorar, pero no derramó ni una
lágrima, ni dijo nada al que había ido con el cuento. Por cierto, Efigenio
permanecía a su lado, traspasándole sin darse cuenta el liderazgo escolar. Al
día siguiente, el cura llamó al condenado y habló un largo rato con él, ante la
ansiedad general. ¿Qué estaría pasando detrás de esa puerta, en el despacho de
las grandes decisiones? El plantel completo de alumnos y ayudantes aguardaba,
sin disimulo, que la condena fuera levantada, aunque los antecedentes conocidos
eran poco prometedores. Cuando el viejo Terámenes decía que no, era no, pero “¡Ahí sale, ahí sale!”. Al fin, después
de un rato muy largo, la puerta se abrió y Camilo apareció con las manos en los
bolsillos, seguido del director. “La
expulsión ha sido anulada”, dijo el cura, serio y circunspecto. No volaba
ni una mosca, pero de verdad. “La huerta
puede continuar, pero el tomate que se produzca será repartido entre los que la
trabajen”, agregó Terámenes, “Y ni se
les ocurra otra vez hacer algo sin que me entere, porque les corto las pelotas”.
Giró lentamente, se metió otra vez en su oficina y cerró, dando un portazo. Una
ovación inolvidable sacudió a la muchachada.
.
***
Capítulo 11
(Capítulo
en el que se sacan varios trapitos al sol, como la causa por la que Miguelito
no
será Intendente, los celos del Doctor Epaminondas y una noche de sexo entre dos
náufragos,
mientras
se desata un incendio y un brujo profetiza desgracias)
XL
M |
iguelito
Caballero era el único de los vástagos de Espeucipo y Helena que aún estaba con
ellos cuando la enfermedad - nunca se
dijo cual - atacó al Intendente, obligándolo a buscar un sucesor. Su padre no
confiaba en él; antes bien, lamentaba haberlo traído al mundo, pero ya que
estaba, lo hizo llamar a su despacho y le informó que a fin de año sería
Intendente. Miguelito sonrió de costado, sintiendo llegada la hora de su
triunfo. Cruzó las piernas, acomodó uno a uno los anillos que poblaban sus
dedos y luego se desprendió un botón más de la camisa, dejando su pecho escuálido
al descubierto. «No sé - respondió - tendría que pensarlo». Espeucipo, que en
el fondo lo amaba tanto como lo odiaba, sintió una oleada de rabia. «Mocoso estúpido – dijo - no se trata de que lo pensés o no, se trata
de que todos los negocios que han sido de la familia durante generaciones no
pueden caer en manos extrañas. Ser intendente es tu obligación, no tu opción».
Miguelito no cedió, igual que no había retrocedido nunca ante las furias de su
padre. Simplemente volvió a sonreir y aclaró: «Siempre he creído que la política es un nido de ladrones y
oportunistas, así que no siendo yo ni lo uno ni lo otro, sigo sin comprender por
qué me querés empujar ahí». A prudente distancia, Nuria enarcó las cejas y
Aristóteles se aguantó las ganas de carraspear. Ambos pensaban que no era
prudente nombrar sucesor a alguien tan volátil. Podrían, Dios no lo quisiera,
terminar todos presos. Pero Espeucipo estaba determinado a renunciar y a que le
sucediera su hijo, lo que pasó a ser comentario público cuando el periodista
Casimiro Reyes la publicó en el Diario Regional. El Turco Julián se preocupó,
preguntándose qué riesgos corría con Miguelito al frente. ¿Y si el muchacho - ya
andaría por los veinticinco años - aún le guardaba inquina por lo de aquella
siesta, en el barco de Manfredini? Más de uno conocía la historia y sería capaz
de usarla, llegado el caso. Nuria, por ejemplo. Sentada sobre la alfombra, a un
costado de la cama, ella vio todo. Y Agripino Malatesta, que no vio pero escuchó,
haciendo guardia afuera. ¿Cuántos más lo sabrían? Habían querido obsequiarle
una experiencia iniciadora. Le dieron alcohol, se bañaron los tres juntos y
luego - ¡oh, sorpresa! - Miguelito eligió el cuerpo rudo del sindicalista al suave
y ondulante de la muchacha. Entre carcajadas, Julián le untó vaselina y siguió
hasta el final, pese a las lágrimas del chico. Fue Nuria quien lo llevó luego al
Doctor Epaminondas, quien curó las heridas de la cabalgata y olvidó el asunto. Ahora,
Miguelito iba a ser nombrado Jefe, con lo que eso significaba para el futuro. “Hay que ayudar a Miguelito a decidirse por
el no. El Intendente voy a ser yo”, dijo Manfredini, en reunión secreta con
Julián. “Yo me encargo de eso”,
prometió el capanga. “Ni quiero saber cómo”, sugería el
ricachón. Claro que no iba a ser tan fácil, pues antes de que sucediera,
Espeucipo mandó a los monaguillos del cura Rigoberto a encuestar al vecindario
y descubrió que un alto porcentaje veía con buenos ojos al sucesor, reafirmando
su voluntad de pasarle el cargo. «¿Lo
ves, mi hijo? - decía Helena, con dulzura - el pueblo desea verte Intendente». Y Miguelito flaqueaba en sus
ganas de rebelarse, pensando en las cosas que podría hacer si fuera Jefe.
Viajar, por ejemplo. Organizar concursos de belleza y de peluquería. Ferias de
arte. Un Corso que durara un mes completo. Fiestas de disfraces. Bailes a los
que asistirían los hombres más elegantes de la región y - por qué no - del
mundo…
-
Pero también vas a tener que gobernar - Le advirtió Aspasia - Si la gente te
mira bien es porque te consideran distinto a toda tu familia, pero si llegás a
ser la misma mierda que el resto, te aseguro que voy a ser yo la primera en ir a
meterte un tiro en el culo.
-
Ya lo decidí: voy a ser Intendente, un gran Intendente.
A
los veintinueve años, soltera y con fama de intelectual insobornable, Aspasia
se daba el lujo de una sinceridad sin concesiones. Acodada en el mostrador,
aconsejaba en amores al Doctor Epaminondas, discutía de filosofía con el cura Terámenes,
comentaba libros nuevos con León o intercambiaba entredichos políticos con
Aquiles y Ulises, por hablar de los más conocidos. De ella decían que era leal
y confiable, título que muy pocos de los vecinos llegarían a lucir. León, que
la visitaba cada vez que Clara viajaba a Foz, le preguntaba a veces cuándo se
pondría de novia, qué estaba esperando. «Algunos
tienen la suerte de encontrar el amor a cada paso que dan - decía ella, fumando
un cigarrillo negro, sin filtro - pero mi
destino es que los hombres vean en mí a una amiga, o mejor dicho, a un amigo
con tetas, porque me ven más como hombre que como mujer. Por eso confían en mis
consejos». León, que era su amigo desde siempre, le hacía bromas sobre la
virginidad y ella lo echaba del bar, entre risas. “Andá nomás”, le dijo uno de esos días, “que soy la mejor amiga del futuro intendente”. Sin embargo, muy
poco después fue ella la primera persona en enterarse del cambio de opinión del
candidato.
-
No me voy a presentar.
-
Pero ¿No me habías dicho que sí? ¡Todo el mundo te quiere de Intendente!
Estaban
solos, como de costumbre. Era la hora de la siesta. Apoyado en la barra,
Miguelito se tapó la cara con las manos y soltó un sollozo. Aspasia le sirvió
un vaso de agua fría, comprendiendo que la determinación de su amigo había sido
forzada. Lo abrazó y durante un largo rato, él no hizo más que llorar y llorar.
Después dijo:
-
Una vez hice algo y ahora alguien me amenaza con hacerlo público si me
presento. Así que ya le dije a mi madre que no seré Intendente y esta noche me
iré de viaje por un par de meses, hasta que la gente se olvide.
- ¿Tan
grave es? - Preguntó ella, sonriendo para que no se le notara la desilusión- ¿Tanto
puede embromarte que se sepa?
-
No a mí, pero tengo una familia. Una madre. Lo que digan de mí, no me interesa,
pero a mi madre la harán pedazos. No seré Intendente jamás.
-
¿Así de definitivo?
-
Absolutamente.
Sin
que el vecindario lo supiera, Miguelito salió esa misma noche hacia algún lugar
de Brasil y Aquiles se enteró de su renuncia recién al mes siguiente, cuando el
Juez lo dijo en voz alta en medio del bar. Pomposo y circunspecto, se puso de
pie para anunciar que habría elecciones y pedir un brindis por el único candidato:
Aristóteles Manfredini, que estaba en una mesa junto al Coronel -acababan de
ascenderlo - Verón. Aquiles vio que el Turco Julián era el primero en aplaudir
y ahí mismo tomó la decisión de pelearles el cargo.
XLI
Isabel
llevaba ya tantos años de viuda, que a veces le costaba rearmar en sus
recuerdos la cara de Jeremías, el amante de la orilla del mar. El amor, devastador
y magnífico mientras brilló, no era más que una pátina amarillenta y triste,
once años más tarde. Los besos mojados, el calor de las caricias, los gemidos
arrullados por las olas, parecían ya el reflejo de algo que quizás nunca había
ocurrido. Cuatro semanas de una loca felicidad, apenas, pagadas con la soledad
eterna en un pueblo que nunca sería suyo. Celebró los doce años de viudez el
mismo día en que Camilo festejaba el final de la escuela primaria, con buenas
notas y un pedido especial de Terámenes para que siguiera la secundaria en el
mismo sitio. Madre e hijo tenían, para entonces, la misma estatura, pero no se
parecían mucho. «Ha de ser igual al padre»,
comentaba el Doctor, viéndolo andar con un aire noble y mirar al mundo con su
mirada mansa, lejana en la apariencia al coraje turbulento del muchacho. En la
fiesta de la graduación, ella lo observaba desde cierta distancia, bromeando en
voz baja con sus inseparables amigos Efigenio y Segundo. Se veía tan
independiente, que Isabel dejó escapar un suspiro: “Pronto será un hombre y se irá, como se van los hombres. ¿Qué será de
mi sin él?”. Epaminondas notó que la mujer tenía los ojos húmedos y – discretamente
- le pasó su pañuelo. De pronto, él también se sintió un poco más viejo. Había
transcurrido una década desde que ella llegó al consultorio con su embarazo a
cuestas. Demasiado tiempo de soledad para ambos, por más que la amistad se
había fortificado, pasando por sobre las contrariedades a que los exponía su
situación. Las habladurías del vecindario, por ejemplo, hasta que ganó la
evidencia de que allí no pasaba nada, pues en vano los vigilaron, persiguieron
y auscultaron durante años, intentando conocer el día en que el honorable
médico entraba a la cama de la extranjera. Nunca sucedió, para eterna decepción
de Epaminondas y tranquilidad espiritual de Isabel, que temía lo que pudiera
acontecer después. Fue él quien hizo de padre postizo para el muchacho, quien
asistió a los actos escolares y lo regañó cuando se hizo necesario. Fue él,
amigo incomparable, quien compró la casa de Isabel cuando supo que la
Municipalidad se proponía a desalojarla. Y lo hizo en secreto, sin decirle nada,
de modo que ella lo supo recién muchos años más tarde, cuando la Guerra de los
Descalzos había terminado.
-
Esa viuda desgraciada se lo llevó para siempre - Murmuraba, en tanto, Filoxena,
acostada en un sillón a causa de los dolores que le atenazaban el vientre. Un
día se hartó de seducir al marido y decidió enfrentarlo, echándole en cara la
paternidad del hijo de Isabel. Epaminondas la escuchó con paciencia, mientras
ella clamaba al cielo por una traición inexistente, pues ni siquiera era cierto
que visitara a la viuda los lunes, miércoles y viernes, como la mujer
sospechaba. Después, cuando se quedó sin aire y sin acusaciones, el marido
suspiró hondo y respondió:
-
Nunca hubo nada entre esa señora y yo, te doy mi palabra. Mucho menos puede ser
mío ese hijo que tiene, pues ya lo tenía en el vientre la primera vez que la vi.
En cuanto a mis reuniones de los lunes, miércoles y viernes, podés llamar a las
esposas de Espeucipo y Aristóteles y ellas te las corroborarán. En cuanto al
Juez, él es soltero, pero podés preguntarle, por ejemplo, si no me dejé la
lapicera en su casa, el viernes pasado.
Filoxena
creyó lo del hijo, pues lo confirmó con la asistente de su marido, pero se
quedó en duda sobre lo demás, ya que nunca se atrevió a llamar a las esposas de
sus amigos. Para ella, la verdad estaba en las ausencias constantes del esposo,
en su desinterés, en sus silencios, en las miradas perdidas los domingos a la
tarde. Sentía que él la engañaba, de todos modos, incluso sin hacerlo. Y le
daba una rabia ciega que él fuera culpable sin pecar, pues algo tan absurdo
sólo podía suceder en el nombre de un amor demasiado grande, de una pasión que
incluso fuera capaz de aceptar la resignación de la desesperanza. ¿Qué podía
haber más sucio que el sexo? Sólo el amor verdadero. Esta certidumbre terminó
por destrozar sus nervios y acelerar la enfermedad que la llevaría a la tumba.
Se decía a sí misma, en las largas horas de espera, que hubiera perdonado una
infidelidad común, una revolcada decente con una puta de Foz o incluso con una
enfermera del hospital, como era de prever. Una cana al aire. Un desahogo
varonil y pasajero. Pero lo que le partía el alma era que su marido se había
enamorado hasta la perdición de una mujer que no le daba nada a cambio. Eso era
lo peor de todo, lo más humillante. «¿Tanto
vale esa maldita como para hacerse amar durante años sin entregar el culo?»,
se desfogaba frente al espejo del baño, rompiendo el maquillaje con el que
había querido borrar las huellas de su desolación. Después, cuando de algún modo
empezaba a acostumbrarse a que la vida ya no sería la misma, un análisis de
rutina descubrió en su útero las sombras de un enemigo más implacable que el
desamor. El Doctor lloró en su consultorio, al leer el fatídico veredicto del
laboratorio. Se sentía culpable, como si hubiera sido su falta de cariño lo que
le había dado lugar al carcinoma. Desamparado, fue hasta la casa de Isabel
aunque no era el día correspondiente y por primera vez le contó que era casado,
algo que ella sabía desde hacía mucho.
- No
sé qué utilidad puedo tener yo en esta situación - Dijo Isabel, consolándolo
con un apretón de manos más cálido que los habituales - pero aquí estaré,
siempre y a cualquier hora. Usted sabe que cuenta conmigo.
-
¡Ahora estarás contento! - Exclamó Filoxena, bañada en llanto - ¡Por fin vas a
deshacerte de mí para ir a revolcarte con esa gallega puta!
Epaminondas
cayó derrumbado en su sillón de leer, incapaz de articular palabra. Rogaba que
el informe estuviera errado, pero no podía dejar de pensar en la libertad que
lo esperaba en la viudez. Necesitaría otros análisis, pruebas definitivas que
comprobaran los resultados anteriores y que le dieran una idea del tiempo que
les quedaba juntos, amargados y contando las horas. No podía ser mucho, en todo
caso. Tal vez unos meses, quizás un año. Y sin embargo - milagro de la ciencia
o simple determinación de la esposa, empeñándose en no dejarle el marido a su
rival - Filoxena vivió aún largos años más, consumiéndose a fuego lento por el
odio y por la enfermedad.
XLII
Aquiles
guardaba un vago recuerdo del jefe del Regimiento, la tarde en que fue a verlo
para interceder por Camilo, preso en el cuartel con dos de sus amigos de la
escuela rural. Acompañado del cura, Pericles y el infaltable Epaminondas,
estacionó la camioneta a la entrada de las barracas, preguntándose qué podrían
haber hecho los chicos para acabar en prisión.
-
Así que usted es el famoso fraile comunista, el que le enseña estupideces a los
muchachos de la zona - Bramó Verón, ascendido a Mayor por la época en que metió
preso a Camilo. Varios años más tarde, ya Coronel, se preguntaría si no había
sido aquel, precisamente, el comienzo de la Guerra de los Descalzos. La tarde
en que le dijeron quiénes estaban en la guardia, lo primero que pensó fue en
sacarse las ganas con el sacerdote, del que siempre había escuchado hablar pero
a quien nunca había visto.
-
Vuelva a hablarme en ese tono y tal vez me olvide de poner la otra mejilla - Dijo
el cura, haciendo crujir un puño frente al rostro del militar - y en todo caso,
yo no enseño nada contrario a mi Señor Jesuscristo. Estupideces se enseña en
cuarteles como éste, donde la mitad de los chicos sale sodomita o ladrón.
-
Vamos a hacer esto del modo simple, Mayor - Intervino el Comisario, enemigo
declarado del oficial desde que se opuso a perseguir el contrabando - somos
gente adulta y establecida, respondemos en todo por esos tres muchachos, así
que usted nos dice si se le debe algo y los libera de inmediato, que ninguna
ley lo autoriza a tenerlos encerrados en un cuartel.
- Y
ninguna ley lo autoriza a usted a entrar a terreno militar - Advirtió,
amenazante, el Mayor. Un par de soldados llegaron trotando con sus fusiles al
hombro.
-
Bueno, basta de pavadas - Dijo Aquiles, hablando en general. Por demorarse
cerrando el camión, se había perdido la discusión anterior - ¿Por qué no nos
dice qué pasó con los muchachos y los deja salir de una vez?
-
Se lo diré, para que vean hasta qué punto son dañinas las enseñanzas que se imparten
en esa escuela rural - Respondió Verón, recobrando la calma. Miró durante
algunos segundos a Aquiles, intentando recordar de dónde lo conocía, pero
después hizo un gesto vago, restándole importancia. Sonrió, incluso,
haciéndolos pasar por el caminito que llevaba a las barracas del fondo - Vinieron
hace tres días, el viernes, con el cuento de que el cuartel tiene demasiadas
tierras sin producir y que ellos podían hacer una plantación de tomates. Como
les hice decir que se fueran al carajo, me enviaron la oferta de un treinta por
ciento de la producción para el cuartel y el resto para ellos, a cambio de la
autorización y el préstamo de las herramientas.
-
¿Y por eso los metió presos?
-
No, por éso no. Fue porque estos pendejos apalabraron a los soldados que salían
de franco y los convencieron de asociarse para producir tomates en las tierras
que se ven allá al fondo, hasta les hicieron creer que si trabajaban la tierra
sería de ellos, porque la tierra es del que la trabaja ¿De dónde sacaron esa
mierda? ¡Ahora los tengo presos a todos juntos, a ellos tres y a los quince
soldados que se les unieron! ¿Qué quieren sus alumnos? ¿Sovietizarme el
Regimiento?
Aquiles
soltó una carcajada y se le unieron el policía y el médico, aunque el cura
seguía ceñudo. Ya era la segunda vez que Camilo causaba problemas con ese
asunto de la propiedad rural. Tendría que hablar seriamente con él,
explicándole nuevamente el concepto.
-
¡Cabo! ¡Tráigame a esos tres revoltosos de inmediato! - Ordenó el oficial - Y
ustedes, señores, francamente no sé de qué se ríen, que si en vez de venir a
meterse en líos al cuartel hubiesen ido a la estancia de algunos que conozco,
terminaban baleados. ¡No hay que joder con la propiedad privada! En mi
cuartel...
- El
cuartel no es propiedad privada, es del Estado - Interrumpió Terámenes,
abanicando una mano como para espantar los argumentos de Verón.
- ¡Cabo de guardia! - Interumpió Verón,
dándole la espalda - ¿Qué pasa con esos tres, que no vienen?
-
No quieren salir, mi Mayor - Respondió el Cabo, volviendo al trotecito poco
después- Dicen que no saldrán si no libera también a los quince compañeros,
perdón, a los otros presos, mi Mayor.
-
¡Pero, se dan cuenta! - Vociferó el jefe del Regimiento, quitándose la gorra
como si fuera a arrojarla al suelo- ¿Qué carajo es lo que tienen en la cabeza
sus alumnos?
-
Ideas, Mayor. Ideas - Dijo Terámenes, abriéndose paso - Déjeme hablar con ellos
y no se sulfure más.
-
¡Cabo, acompáñelo y que se vayan todos de una puta vez! - Gritó Verón y dio una
media vuelta de desfile, furioso, antes de salir taconeando para el lado
opuesto.
A
los pocos minutos, los precoces revolucionarios dejaban el encierro entre el
aplauso de los que se quedaban, liderados por un campesino bajito y pendenciero
llamado Zenón Ferrás. Soldado raso en la época y Cabo siete años más tarde, cuando
Camilo regresaría a pedirle que le abriera el arsenal, Zenón era un hombre de
lealtades eternas. ¿Cómo ignorar la actitud de pretender quedarse, hasta que soltaran
a todos? Su amistad con los muchachos, firmada para siempre en la celda del
cuartel, sería fundamental en los hechos que ocurrirían más adelante, pues los
protagonistas de esa tarde no se olvidarían jamás entre sí. Mucho menos el
Mayor, que anotaría en su diario los nombres de los tres audaces - uno de ellos,
el líder, recién salido de séptimo grado - junto a la palabra que marcaría con
sangre la década siguiente: subversivos.
XLIII
Filipo
González reapareció un lunes a la noche, a mediados del año en que Camilo
comenzó la secundaria. Haciendo equilibrio sobre las muletas, trepó por el
caminito de la casa de Isabel y le sonrió desde el porche, rogando que ella lo
reconociera. Habían pasado más de diez años sin verse. Ella se sobresaltó, pues
hacía ya mucho tiempo que se había olvidado de él, como hacía siempre con lo
que le causaba daño. Nunca había vuelto a pensar en su madre, por ejemplo, ni
en ninguno de sus hermanos. Mucho menos en el Capitán de la Guardia, asesino
del artista. Pero ahí estaba Filipo, cargando con las huellas del balazo y
sonriendo como si le dijera que se le había ido la rabia, el odio repartido
entre ella y el Turco Julián. Isabel, que en esos días había cumplido treinta y
dos años, lo hizo pasar a la cocina y le sirvió el tradicional vaso de
limonada. Filipo se disculpó por lo inusual de la visita y le confesó que
llevaba largo tiempo preparándola, pero que por una cosa u otra terminaba
postergando el día elegido para realizarla. «No sabía cómo aparecer, qué cosa decir», se sinceró y a ella le
pareció de mal gusto que lo hiciera, pues al fin y al cabo no habían sido más que
compañeros de trabajo, amigos de ocasión. Apenas poco más que desconocidos. Y
estaba esa pierna ausente, el hueco colgando a la altura de la mitad de un
muslo, como una acusación muda y constante. «Fue por mi culpa», pensaba ella, evitando mirarle la desgracia. «Si yo no le hubiera pedido que me
acompañara, hoy tendría dos piernas, se hubiera casado y engendrado hijos y en
cambio, ahí está, sonriendo sin saber cómo seguir, quizás preguntándose a qué
coño vino». Menos mal que no se estuvo mucho rato y que sólo habló de
asuntos banales, chismes del pueblo y esas cosas, haciéndola reir con las
historias que atribuían a Miguelito. De pronto miró el reloj, puso cara de
contrariedad y saltó de la silla con esa rara habilidad de los inválidos, un
poco exagerada. No quiso que ella lo acompañara hasta el portón - «No quiere que lo vea rengueando», pensó Isabel
- y le soltó un beso aéreo con la mano libre, antes de desaparecer con el mismo
impulso con que había llegado una hora antes. Pero volvió el viernes, cuando a
Isabel se le había empezado a pasar el mal sabor. Lo vio subir con esfuerzo por
el caminito de grava y por un momento deseó que tropezara y cayera rodando
hasta la calle. «Debiera estarle
agradecida y sin embargo no soporto verle», se decía a sí misma, sintiéndose
peor. Lo soñaba casi todas las noches, pálido mortal, mirándose con ojos
desorbitados el agujero negro del balazo. Lo escuchaba, a mitad de la
pesadilla, quejarse y llamarla. Más aún, a veces lo veía aparecer sonriendo,
dando saltitos con la pierna viva y trayendo en los brazos la pierna muerta,
como una ofrenda de amor. “¡Coño, qué mal
me pone este tipo!”, gemía, cada vez que lo escuchaba llegar, pues - para
colmo - las visitas empezaron a ser más frecuentes – “¿Qué le habrá picado para aparecer así, después de tanto tiempo?”.
Resignada
a soportarlo, preparaba temprano las sillas bajo la guayaba y cocinaba scones para acompañar el mate,
convencida de que tarde o temprano se le pasaría lo que fuera que le hubiera
dado. Al principio, sus visitas se limitaban a una media hora los lunes y otra
media hora los viernes, pero después incluyó los domingos, los miércoles y
finalmente, cualquier día y cualquier hora. Isabel estaba frenética, aunque
reconocía que Filipo no era del todo insoportable. Sabía conversar de muchos
temas, era tranquilo y educado, pero lo mejor era que jamás - ni por asomo -
habló de la fatídica emboscada del Turco Julián. Lo malo, en realidad lo único
malo, era su insistencia en aparecerse todo el tiempo. El Doctor Epaminondas,
que en más de una ocasión coincidía con él en las visitas, empezó a mandarle
indirectas. Muerto de celos, veía en el tullido a un rival temible. Filipo era
más joven, mejor parecido - pese a la falta de una pierna - y además, soltero.
Lo odiaba cordialmente, temeroso de que Isabel decidiera un día recompensar su
sacrificio con aquello que el médico tanto había perseguido sin resultado. Hizo
todo lo que la buena educación le permitía, creándole dolorosos vacíos en las
conversaciones y hablando todo el tiempo de asuntos que el inválido desconocía,
pero al cabo de varias semanas tuvo que reconocer que no sería fácil sacarse de
encima al descarado. Entonces se jugó a una decisión heroica:
-
En honor a la amistad con que usted me honra - Dijo una tarde, dirigiéndose a
Isabel y remarcando el «me» sin mirar
a Filipo- creo conveniente espaciar estas visitas tan felices, pues nada
quisiera menos que alguien pusiera en duda su integridad moral. La gente, ya se
sabe, comenta. No es posible venir a su casa cualquier día, a toda hora, por lo
que espero contar con su comprensión.
- Tiene
toda la razón del mundo - Admitió Filipo - sobre todo en el caso suyo, que es
casado.
El
Doctor se sintió tocado en lo más profundo, pero a partir de esa tarde no
volvió a encontrar a su oponente, en parte porque Filipo limitó sus visitas a
los días en los que no iba el médico y en parte porque las redujo en general,
temeroso de que las palabras de Epaminondas hubiesen sido sugeridas por la
dueña de casa. Regresó al sistema de los lunes y los viernes. Sin embargo, la
viuda y el tullido terminaron por hacerse amigos poco a poco. Isabel fue
bajando sus defensas. Dejó caer la barrera que los separaba y él se dio cuenta de
que comenzaba a ganar la partida. Más seguro, se atrevió a especular un poco y una
vez que la acostumbró a llegar siempre los mismos días y a la misma hora,
comenzó a demorarse o a faltar a las citas. Sorprendida, ella descubría
entonces que lo extrañaba. Se quedaba hasta la noche, sentada frente a la mesa
donde esperaban los scones y la
limonada sin tocar. «¿Qué le habrá
pasado?» Y Filipo aparecía a la cita siguiente, dicharachero y amable, pero
sin excusa alguna. «¿Tendrá una novia de
la que no me habla?», se preguntaba Isabel y no por celos, sino por
curiosidad. Un día cualquiera, él le tomó una mano y ella no se atrevió a
retirarla por miedo a ofenderlo, pero se sonrojó tanto que igual se la soltó de
inmediato. Isabel no hizo comentarios, pero el pequeño gesto la desasosegó por
completo. No pudo dormir, ni esa noche ni las siguientes, fantaseando con lo
que hubiera ocurrido si él insistía. Ella, que creía haber cerrado a cal y
canto las emociones del vientre, sintió por primera vez en doce años algo
parecido al deseo. Quizás no por Filipo, a quien no podía dejar de ver como al
cordero sacrificado, sino por el hecho en sí. «Hacerlo – pensaba - hacerlo
otra vez». Doce años más tarde, casi trece. “¿Qué sentiré? ¿Será igual?”. Y sin amor, pero ¿quién piensa en el amor
cuando el hambre o la confusión acucian? “Follar
de nuevo, coño, ¿y por qué no?”
Dos
semanas después, cuando parecía ya que el avance quedaba en el olvido, él
volvió a tomarle una mano y ella no se rebeló. Lo dejó entrelazarle los dedos y
seguir hablando como si no pasara nada. O como si ya hubiese pasado todo, que
era aún más grave. Un rato más tarde, mientras lo observaba bajar la pendiente
en precario equilibrio, pensó: «Esa
pierna le falta por venir a la busca de lo que aún no le he dado. Toda su vida
hubiese sido distinta si él no se fijaba en mí. Joven y buen mozo como es, nada
le hubiera faltado. Pero yo lo desgracié. Fue por mí. Y encima, por nada. Pobre
hombre. ¿Y qué me cuesta, después de todo?» Elsa, la madre de Filipo, puso
el grito en el cielo cuando supo que su hijo visitaba a la viuda. «¡Fue por esa loca que estás como estás,
hijo mío - decía, llorando como sólo pueden llorar las madres - y aún así vas a verla! ¿Qué buscás? ¿Que ese
amor estúpido te lleve a la tumba?». Y Filipo - que siete años más tarde
moriría en su último intento por llegar a Isabel - no respondía nada. Sólo
soñaba, uniendo sus manos con las de la viuda y sintiéndola temblar y sudar
bajo el vestido. Una noche la abrazó y ella se deshizo en un gemido de niña,
como si le faltara el aire. Filipo quiso acariciarle el talle, pero perdió la
muleta y sin querer, terminó empujando a Isabel contra la mesa de la cocina.
Cara a cara, la boca del uno casi pegada a la del otro, se quedaron atónitos,
espantados de que por fin hubiera llegado el momento. Filipo hundió la nariz en
el pelo de Isabel - como siempre había querido hacer - y en su urgencia manoteó
sin querer el interruptor de la luz, dejando el escenario a oscuras. Se
acomodaron como pudieron, ella sobre la mesa y él sobre su única pierna. Sin
decirse nada, acezantes, embistiéndose entre resuellos que acabaron a los pocos
segundos y los dejaron más náufragos y necesitados que al principio, mojados de
angustia. «No vayas a encender la luz»,
fue lo único que dijo ella, cuando él comenzó a desprenderse. Le aterraba que
pudieran verse el uno al otro en el abrazo absurdo, perdida la vergüenza en la
desnudez a medias. Pero la frase, quién sabe por qué, hirió en lo más hondo a
Filipo, que terminó de abotonarse y se marchó tanteando en la oscuridad, para
no regresar hasta el mes siguiente. Sonreía impávido, igual que la primera vez.
Isabel, que ya no lo esperaba, lo recibió como si nunca hubiera ocurrido nada
entre ellos y así continuaron, disimulando hasta la tarde en que las balas del
Turco Julián le quitaron la vida.
XLIV
Nunca
se supo quién fue el iniciador del incendio de San Pedro, llamado así por desatarse
en el aniversario del santo. Comenzó de madrugada, anunciado por los ladridos
de Muralla y mientras los alumnos todavía dormían. «¡Fuego, la puta que lo parió!», gritó Terámenes, más de fastidio
que de preocupación, al ver la llamarada sobre el techo del establo. «¡Fuego!¡Fuego!», repetían los internos,
a medida que se despertaban y salían envueltos en sus frazadas, empujándose
unos a otros para ver mejor las evoluciones del cura, que corría carajeando con
dos baldes llenos en cada mano. Al principio - según narraron luego - no
creyeron que el incidente fuera gran cosa, ni que hicieran falta más bomberos
que el director, pero de pronto hubo un viento traicionero y las flamas se
abrazaron a las paredes de madera del barracón principal, lleno de semillas y
herramientas del programa agrícola.
-
¡Muchachos, se nos quema la escuela! - Exclamó Efigenio y se lanzó sin pensar a
través del humo negro. Chavarría corrió tras él y enseguida se los perdió de
vista, desaparecidos entre el chisporrotear del fuego.
-
¡Allá voy! - Se oyó gritar a Camilo, desprendiéndose del grupo que observaba
con alegría digna de mejor causa. Salió a la carrera y se hubiera metido
también si no lo atrapaba a mitad de camino el cura, emergiendo del infierno
con los pelos chamuscados y la sotana arollada a la cintura.
-
¡Todos atrás! - Vociferó Terámenes, que los había alcanzado a ver ingresando al
barracón en llamas - ¡Camilo, vayan a pedir ayuda! - Ordenó, con el rostro
crispado. Pero justo en ese instante se desplomó la viga que sostenía al portón
de entrada.
-
¡Están atrapados! - Quiso decir Camilo, pero la voz le salió como un hilito.
Era la primera vez en su vida que sentía miedo; con el portón clausurado, los
dos muchachos morirían sin remedio. Los ojos del sacerdote se enardecieron de
un modo salvaje y ahí nomás tomó carrera y se arrojó furioso contra la pared
del galpón, haciéndola crujir. Sobre los ruidos del incendio y el griterío de
los internos, se oían los aullidos de Efigenio y Segundo, clamando ayuda.
Terámenes levantó su puño, ancho y pesado como un ladrillo, lo llevó lo más
atrás que pudo y lo descargó como un rayo contra la madera, partiéndola. Camilo
vio cómo las astillas hacían saltar la sangre en las manos del sacerdote, que
seguía golpeando como enloquecido hasta que pudo hacer un boquete. “¡Déjeme a mí!”, clamó el niño,
recuperando el coraje y saltó por el agujero, yendo a caer entre la humareda
del barracón. “¡Efigenio! ¡Segundo!
¡¡Dónde están!!”, llamaba, tapándose la nariz y entrecerrando los ojos.
Tuvo la suerte de encontrarlos casi enseguida, medio ahogados, a pocos pasos de
la puerta. El calor era tan espantoso, que muy pronto sintió el chisporroteo de
su pelo al encenderse. Se quitó la camiseta y se envolvió con ella la cabeza,
mientras seguía animando a sus amigos a salir. Segundo estaba inconsciente,
pero Efigenio se mantenía en pie, mirando en derredor como perdido, sin reconocer
a quien iba en su ayuda. Camilo lo aferró de un brazo y lo obligó a salir,
empujándolo hasta hacerlo pasar por el agujero y ponerse a salvo.
-
¡Camilo, vení aquí, carajo! - Rugía el cura, pegando unos puñetazos terribles para
agrandar la puerta de escape. Camilo no lo oyó, embriagado por la satisfacción
de haber recuperado el coraje. Corrió esquivando el fuego y el humo, tomó a
Segundo de los pies y fue arrastrándolo hasta situarlo junto a la abertura,
pero entonces le fallaron las fuerzas, perdió el sentido y cayó al suelo. En un
último esfuerzo, el director de la escuela se avalanzó con manos y brazos
contra la pared y logró atravesarla, cayendo dentro entre un huracán de chispas
y llamas. Con un manotazo arrastró a Cavaría y con la otra a Camilo, los alzó
en vilo, pasó quién sabe cómo entre el fuego y aún corrió con ellos varios
metros, antes de caer de rodillas, con la sotana ardiendo.
Casimiro
Reyes relató la odisea en el diario del domingo y los chicos se la leyeron al
cura en el hospital, donde el Doctor lo obligó a quedarse tres días para
asegurarse de que mantendría las manos quietas. No sólo tenía múltiples
fracturas, sino también quemaduras hasta cerca de los codos, así que no
pudieron enyesarlo. El dolor, que debía ser terrible, lo tenía silencioso y
malhumorado, pero no se quejó ni una vez. Sólo puteó - y a lo grande - cuando
una enfermera le rapó la melena y le afeitó la barba, en busca de otras heridas.
«¡Diecinueve años - decía a quien
fuera a visitarlo - diecinueve años sin
ver una tijera y estos médicos del carajo me rapan por una nada!». Se veía
raro, sin la pelambre bíblica. Parecía un niño grande. Hasta sus enemigos
tuvieron que admitir por esos días que el viejo era un héroe. El Intendente fue
a verlo, sólo por conocer al hombre cuya fuerza descomunal había atravesado una
pared a puñetazos. Terámenes lo escuchó en silencio, como si no creyera una
palabra del discurso con que alababa su hazaña, pero apenas Caballero terminó
de hablar, retrucó:
-
Lo que me gustaría que me digan es quién fue el hijo de puta que le prendió
fuego a mi escuela, porque ese incendio fue provocado. Yo ví los bidones de
querosene.
-
No se preocupe, padre, se investigará hasta las últimas consecuencias -
Prometió Espeucipo, levantando la mano derecha. Pero nunca se supo nada, por
más que hubo aquí y allá versiones que achacaban el crimen a Manfredini, en reproche
a las ideas que el cura inculcaba en sus alumnos. «Imagínense - dicen que dijo Aristóteles - que andan con ese tema de que la tierra es del que la trabaja y así me
van a alborotar a la peonada en menos de lo que canta un gallo, cura de mierda».
De todos modos, nunca se comprobó esta acusación y con los meses se fue
olvidando el incidente, hasta que ya nadie habló de él. Ni siquiera el
Comisario, que realmente investigó y siguió todas las pistas, pudo hallar al
que destruyó buena parte de la escuela rural. «No se preocupen, muchachos
- dijo Terámenes, el día que salió del hospital y pudo ponerse otra vez
al frente de sus chicos - que lo que no
mata, engorda. Vamos a levantar la escuela otra vez, más fuerte y más grande,
pues para acabar con ella primero tendrán que acabar conmigo». Proféticas
palabras.
XLV
Pero
la proeza de Terámenes había dejado en un segundo plano la de Camilo, que se
jugó la vida - y estuvo muy cerca de perderla - por rescatar a sus amigos. A
los trece años se lo reconocía como líder indiscutido de la escuela, pese a que
no era ni el más grande ni el más fuerte. Su ascendencia nacía en su temeridad,
en esa audacia natural con que enfrentaba toda clase de desafíos. Sin embargo,
así como los chicos lo admiraban, los adultos empezaban a preguntarse si no
había llegado la hora de ponerle un freno a esa valentía insensata.
-
Fue muy bravo lo tuyo - Le dijo Epaminondas - pero no podés esperar que siempre
haya algo que te salve. La vez anterior fue una rama sobre el río, ahora fue el
cura, pero si en vez de ser el bestia que es hubiera sido un padre esmirriado
como Rigoberto, no habrías contado el cuento. La valentía es sólo estupidez sin
una mente clara que discierna lo posible de lo imposible. La próxima vez,
hacéme el favor, pensá diez veces antes de tirarte de cabeza al agua, al fuego
o a lo que sea.
-
Pensá en tu madre, muchacho, no seas loco - Fue el consejo del Comisario.
-
Mirá cómo terminé yo, por valiente - Le dijo Filipo, haciéndole tocar el muñón.
Aspasia,
que adoraba a Camilo como si fuese un hermano menor, no le dijo nada, pero
habló con Isabel y le propuso ir juntas a visitar a un vidente, el que quizás
podría decirles cómo encausar las energías indomables del muchacho. Isabel no
quiso, al principio, pues no era afecta a las chapucerías. Pero Aspasia
insistió, haciéndole notar que ella tampoco creía en los adivinos, pero que
Marcó Del Pont era algo especial. Además, no dejaba de ser una buena excusa
para viajar hasta Foz - allí atendía el brujo - y hacer algunas compras. Isabel
terminó por acceder.
Jándula
Marcó Del Pont tenía sesenta y dos años el día en que presagió la muerte de
Camilo. Bajito, macizo y encorvado, tenía el pelo rojo como de fuego y la piel
y los ojos casi transparentes. Las manos, increíblemente blancas y perfectas,
lucían las uñas largas y pintadas de negro, acaso para compensar la falta de
pigmentación en el resto del cuerpo. Era un hombre muy requerido por la
precisión de sus vaticinios, obtenidos - decía él - en sus paseos nocturnos por
el mundo de los muertos. Vivía en una casita blanca y con tejas negras, a las
afueras de Foz, rodeado por una pandilla de gatos de la más notable variedad, bajo
la jefatura de un albino de diez años llamado Belcebú, un animal gordo y
malhumorado que hipaba cada vez que un extraño se sentaba frente a su amo.
Después de aguardar que el oráculo despachara media docena de clientes, Isabel
y Aspasia entraron a la sala y se ubicaron en un sofacito, expectantes. Jándula
se hallaba casi perdido en un sillón rojo de grandes proporciones, inclinado
sobre un vaso de agua colocado sobre su escritorio. Belcebú clavó sus ojos
odiosos en las dos mujeres y empezó a hipar de un modo horrible. El brujo lo
hizo callar con un gesto seco.
-
Buenas tardes - Dijo Isabel, nerviosa - nosotras venimos porque...
-
¡Sh! No diga nada. Cállese - Interrumpió el hombre, sin levantar del agua sus
ojos muertos.
Isabel
sintió un escalofrío de miedo y deseó, intensamente, salir corriendo. Pero ya
era tarde. El brujo abrió las manos sobre la copa con agua y preguntó:
-
¿Qué tiene que ver el número cuatro con su hijo?
-
Bueno - Isabel dudó- nació un día cuatro.
-
Ah, claro. Y fue en la madrugada de un jueves - Sonrió el adivino y la miró
como si no la viera- a las cuatro de la madrugada, ¿eh? Y además, en Abril, el
cuarto mes. Ya lo ve, cuarto día de la semana, cuarto día del mes, cuarta hora
del día ¿Fue su cuarto intento?
-
Es mi único hijo.
-
Eso ya sé. Lo que no tengo claro es por qué sigo viendo un número cuatro,
anterior al nacimiento. ¿Cuatro años? ¿Cuatro meses? No, claro, cuatro semanas.
-
Sí, así fue - Respondió Isabel y tuvo más miedo que antes.
-
Sólo estuvo cuatro semanas con el que se la engendró, ya lo veo...
-
Mi marido.
-
El ya no importa. Su hijo nació con la muerte a cuestas, por eso no le teme -
Continuó Del Pont y a Isabel le dieron ganas de llorar. Aspasia estaba pálida -
Mataron a su padre por él, aunque el matador no sabía aún que él existía. Un militar.
Un hombre alto que se dio un tiro un día cuatro. Cuatro años después de su
crimen.
Una
lágrima comenzó a descender por el rostro de Isabel, que bajó la mirada. «Así que el Capitán ha muerto» - Ese niño
estaba destinado a morir en su vientre, no debió pasar del cuarto mes - Dijo el
vidente, con una voz ronca que le salió de pronto, como si no fuera la suya - pero
usted lo quiso demasiado. Lo hizo vivir con la fuerza de su voluntad.
El
gato soltó un aullido lastimero y se le erizaron los pelos. Miraba a Isabel y
lanzaba unos bufidos raros, como de advertencia.
-
Un gran amor, ¿verdad? - Marcó Del Pont sonrió por segunda vez - Por el hombre
que han matado. Entiendo. Algunas personas pueden sentir esas cosas. Yo no. Las
envidio un poco, pero no demasiado. Ya ve usted, sólo puede amar a su hijo, por
eso los hombres temen acercársele. Quiero decir, los hombres que realmente
podrían quererla. Pero no habrá nadie mientras su hijo viva. Algunos intuyen
que la muerte estará siempre cerca de ese chico. Y de usted también, mientras
él viva. Eso se siente a simple vista.
-
¿Qué puedo hacer para alejarlo de la muerte? - Preguntó Isabel, intentando deshacer
con las palabras el nudo que tenía en la garganta.
-
Nada. Sólo Dios puede y no lo hará - Respondió el brujo, rápidamente - Su hijo
ya estuvo a punto de morir por agua, ¿verdad? No, no me responda, déjeme
seguir. También estuvo a un paso de morir por fuego. Cuídelo del aire, que es
el tercer elemento que intentará acabarlo. Lo que le digo es una profecía. Ese
chico, cuyo nombre comienza con la letra «c», morirá por una conjunción de esos
tres elementos. Veo un líquido, veo un fuego, veo un aire. Sangre, fuego y
aire. Es un disparo. No. Son cuatro disparos.
El
gato lanzó un alarido humano y salió corriendo de la sala.
-
¿Cuándo será? - Preguntó Isabel, conteniendo la respiración.
-
Después de que los descalzos tengan sangre en sus pies.
-
No lo entiendo. ¿Quiénes son los descalzos? ¿Falta mucho para éso?
-
No sé cuánto es mucho, pero falta. Primero dejará su descendencia.
-
¡Oh, Dios! - Sollozó Isabel, pero sin lágrimas.
-
Ya tiene lo que vino a buscar - Dijo Jándula y de un solo trago se bebió toda
el agua de la copa - pero si quiere, aún puedo decirle otras cosas de los
hombres que están cerca suyo.
-
Sí, dígalo - Intervino Aspasia, pues Isabel se tapaba la boca con una mano.
-
Veo tres hombres. Uno morirá, otro desaparecerá y otro la acompañará en su
vejez.
-
¿Y el hijo de mi hijo?
-
Será una hija, no un hijo. Y nacerá con el mismo destino de muerte, pero no sé
si a la hora del parto caerá sobre ella la desgracia, o si será sobre su madre.
No veo claro.
- ¿Por
qué habrá tanta muerte? - Preguntó Isabel, estrujándose los dedos fríos.
-
Suena muy alto la voz de los que no tienen voz - Respondió el hombre y ella
pensó en Jeremías, gritándole amor con las líneas que trazaban sus manos o
dejando un beso sobre la huella de su pie en la arena. De pronto, Jándula Marcó
Del Pont cerró los ojos y se quedó dormido. Al rato roncaba profundamente y el
gato endiablado maullaba desde la puerta, dando por terminada la atención. Las
dos mujeres abandonaron de la sala en puntas de pie y un secretario rengo les
recibió a la salida los diez pesos de la consulta.
***
Capítulo 12
(Donde
se habla de filosofía y tal vez por mucho profundizar se entiende mal y uno
de
los alumnos sale a contar que Jesús era comunista y un Intendente con
sensibilidad social
despide
al médico, por socialista)
XLVI
A |
quiles
conversaba en voz baja con su tío Parquímides II y con Ulises, cuando llegaron
León y Clara, cargando unos libros que pensaban intercambiar con Aspasia.
Arístipo juntó dos mesas contra la pared del fondo y en pocos minutos estaban
enfrascados en el asunto que cruzaría sus destinos para siempre. Todo el pueblo
sabía ya que Miguelito no sucedería a su padre y que habría elecciones, con
Aristóteles como candidato oficial. Pocos habían escuchado decir que Aquiles
estaba dispuesto a disputarle el cargo.
-
Sigo pensando que es una locura lanzarse contra los Caballero a sólo dos meses
de las elecciones - Dijo León, que de todos modos se había unido a la empresa -
pero no significa que sea imposible, sólo tenemos que convencer a quienes los detestan
de que la única manera de sacárselos de encima es votar a Aquiles. Los que les
deben favores deben sentir que de algún modo se librarán de la deuda si dejamos
a Manfredini fuera de juego.
-
El problema es que prácticamente todo el mundo les debe algo, ya porque les
alquilan o porque tomaron créditos - Opinó Arístipo - y no se atreverán por
temor a las consecuencias. No contaría con muchos votos en la ciudad. El
secreto está en las personas que viven en la zona rural; ésos son los votos que
hay que disputar. ¿Cuántas personas votaron en la última elección?
-
Pero la última vez - Intervino Parquímides II, carraspeando un poco - el único
candidato era el Intendente. Es posible que con más candidatos haya también más
votantes.
-
Yo resumiría la situación en tres puntos - Terció León, haciendo con la
lapicera un dibujo imaginario en el aire - Se puede ganar si tenemos de nuestro
lado a los campesinos, atrayéndolos con un programa que los beneficie y que
ellos crean que vamos a cumplir.
-
Eso es casi imposible - Murmuró Arístipo, meneando la cabeza - Salvo que
tuviéramos un líder campesino que hiciera el trabajo por nosotros. Camilo, por
ejemplo, el hijo de la gallega. Si hay alguien a quien los campesinos van a
escuchar, es a ese chico.
Así
se inició la campaña por la intendencia. Aquiles se ocuparía de visitar
personalmente a los más de cuatrocientos comerciantes del pueblo. Ulises, como
secretario general del movimiento, coordinadoría los asuntos de prensa. Aspasia,
sería tesorera. Parquímides II, asesor rural y León, el ideólogo. Clara, su
mujer desde hacía poco más de un año, ayudaría en todo lo que pudiera, mientras
Arístipo se autotitulaba Jefe de Reclutamiento. La elección sería en sesenta y
cuatro días, justo después de la Procesión de San Crispinito.
XLVII
La
convalecencia de Terámenes duró tres meses, tiempo en el que comenzó la
verdadera educación de sus alumnos, como se vería después. Fueron semanas de
trabajo intenso, ya que hubo que suplantar las barracas devoradas por el fuego
y reconstruir lo que ellos mismos rompieron en su afán de apagar el incendio.
El cura iba y venía con los nervios de punta, carajeando a los operarios pagos
y animando a los voluntarios, hasta que las clases se pudieron reanudar. La
mitad de los internos, capitaneada por Camilo, Efigenio y Segundo, salía a
recorrer Nueva Atenas buscando donaciones, mientras el resto vendía en el
mercado las frutas y verduras que aún producía la huerta, sobreviviente en la
catástrofe. Mucha gente colaboraba de buen grado. Hasta los conscriptos que conocieron
cuando los metieron presos, usaron los francos para ir a trabajar en la
construcción de la nueva escuela, llevados por Zenón Ferrás. Otros vecinos, se
negaron de plano, argumentando que el incendio era una advertencia divina
contra las prédicas comunistas del cura. «Lástima
que no se murió en la quema», decían algunos, de ésos que nunca faltan en la
desgracia. Sin embargo, así como había tanto para hacer, sobraba el tiempo libre,
pues la vida se había desorganizado. Impedido de trabajar con las manos - le
quedaron deformes por el resto de sus días, aunque poco a poco las volvió a
usar - el cura se paseaba a la sombra de los eucaliptus con algunos alumnos.
Hablaban de la vida, de la muerte y del absurdo que muchas veces parece ignorar
a ambos extremos. Filosofaban, dudando y poniendo patas para arriba al mundo. «¿Ustedes creen que Dios existe?»,
preguntaba, por ejemplo, el sacerdote, escandalizando a sus seguidores. «Claro que sí», «Por supuesto», eran las respuestas más comunes, a las que retrucaba
con una segunda estocada: «¿Y por qué
creen? ¿Acaso lo han visto? ¿O sólo creen porque no tienen las agallas para
ponerlo en duda?». Los chicos se veían en figurillas tratando de justificar
la respuesta, hasta que alguno terminaba por decir que no creía. «A mí me parece tonto creer en algo que no se
puede tocar, ni ver», dijo Camilo, un día. «Tampoco ves el aire y está por todas partes - replicaba el cura,
pasando al contragolpe - y ves al fuego y
no hay forma de tocarlo, lo que parece indicar que no se puede llegar a Dios a
través de los sentidos ¿cómo, entonces, vas a acudir a ellos para decidir por
sí o por no?». Y Camilo se quedaba pensativo un largo rato, mientras los
demás iban cambiando de tema, pero él siempre volvía sobre la misma cuestión: «Pero que no se pueda ver ni oir ni tocar a
Dios, así como no prueba su inexistencia, tampoco prueba que exista. Además,
¿no nos han dado los sentidos para conectarnos con lo que existe, según nos ha
enseñado usted mismo. De ser así, si los sentidos no nos sirven para
conectarnos con Dios, es porque El no existe». El cura sonreía, satisfecho
de haber provocado pensamientos tan intensos. Luego retrucaba: «Pero es posible que Dios no tenga los mismos
cinco sentidos que tenemos nosotros, por lo que tendrá que comunicarse por otra
vía». Camilo se rascaba la quijada, molesto. Murmuraba: «Pero entonces no es omnipotente, si tiene
menos sentidos que cualquiera de nosotros» «Yo no dije menos - aclaraba Terámenes - dije otra vía ¿Y cual sería ésa? ¿La fe?». «Por ejemplo, podría ser» «¿Pero
la fe no es como creer?». «De algún
modo, sí». «¿Y creer no es lo
contrario a saber? ¿Cómo voy a tratar de probar algo mediante la ignorancia de
ése algo? ¿O cómo voy a creer en algo que no es posible probar? ¿No es un poco
tonto?». Los otros alumnos escuchaban atentos, tratando de descubrir cual
de los dos era más ateo o más creyente. «¿Un
poco tonto? Depende.¿Vos amás a alguien, a tu madre, por decir?». «Claro». «Es decir, vos creés que amás a tu mamá». «No, yo sé que la amo». «¿Sabés?
Saber, para nosotros, no es más que una idea que creemos cierta, ¿no?» Camilo
sonreía, meneando la cabeza y el cura lanzaba su ataque a fondo: «¿Y alguna vez has visto a ese amor que creés
o sabés que sentís?» «No, bueno, no,
pero…». «Me estás diciendo que estás
seguro de creer en algo que no ves, pero que sentís con tanta fuerza que sería
imposible negar su existencia» «Si,
pero…» «Y si no vieras a tu mamá, ¿la
seguirías amando?» «Por supuesto».
«Bien, en tal caso yo pensaría que no es
tan tonto creer en algo que no veo, que no toco, pero de cuya existencia tengo
la más plena convicción. Yo te diría que ésa es mi definición personal de la fe».
-
Amar a la madre es natural, pero ¿es natural creer en Dios? - Replicó Camilo,
sin poder salirse del asunto. La mayoría del grupo se acomodaba para descansar
sobre la hierba, muy cerca del río. Muralla ladraba, correteando a una ardilla.
- ¿Quién ha visto a Dios?
-
Bueno, natural no, porque entonces tendría que ser innata la creencia -
Contestó el cura, mirándolo con desconfianza - cuando en realidad nos es
transmitida por la sociedad. ¡Bueno, vamos a almorzar!
-
Entonces, padre, la fe no es más que una costumbre, es decir, no prueba nada.
-
Oye Camilo, como diría Protágoras, «el
asunto es complicado y la vida es breve», así que mejor comamos unas frutas
ahora y después seguimos - Todos se rieron - pero de todos modos, no recuerdo
haberte prometido todas las respuestas, ni siquiera sé si todas las preguntas
las tienen.
-
¿Pero no se supone que un maestro sepa todo? - Preguntó Camilo y los chicos aplaudieron.
- Tampoco
recuerdo haberte dicho eso jamás, aunque en tal caso acudiremos a Sócrates y
diremos que «yo no haré más que ayudarles
a parir sus propias certezas», pues no sería un buen maestro si simplemente
me limitara a transmitirte las mías. Sócrates era hijo de una comadrona y solía
bromear con el oficio de la madre, del que aseguraba haber heredado su pasión
por alumbrar a los demás. Mi trabajo no es darte respuestas, sino enseñarte a
hacer preguntas.
-
¡En lo que a mí toca, padre, sigo en la más completa oscuridad! - Confesó
Camilo, riendo con picardía - ¡Me pregunto, me pregunto y no me sale ninguna
respuesta! ¿Nunca se envenenó usted con esas respuestas que jamás llegan?
-
No tengo dudas de que la filosofía está más en las preguntas que en las respuestas
- Dijo el cura, deseando acabar con la cuestión - Y por cierto; algún día van a
descubrir que en una sola pregunta hay más veneno que en mil respuestas.
-
Pero al menos una cosa quiero que me quede clara - Insistió el muchacho,
pelando una banana - Exista Dios o no, ¿cual es el sentido de aprender todas
las cosas buenas que supuestamente dijo que hiciéramos? ¿Porque las dijo El o
porque son buenas? Porque si sólo las dijo alguien de quien no podemos probar
su existencia...
-
Vuelvo a Sócrates: «quien sepa lo que es
bueno, hará el bien».
-
¿Lo bueno para quién? ¿El bien con respecto a qué? - Saltó Camilo, abriendo las
manos como si clamara - Además, hablábamos de Dios, no de Sócrates. ¿Cómo
respondería usted a mis dos preguntas?
-
Esas dos preguntas sí son una respuesta - Suspiró Terámenes - porque como todo
es tan relativo, la única manera de ampliar las posibilidades de acierto es
ampliar el conocimiento que uno tiene de lo que lo rodea. Cuanto más cosas
buenas sepa, mayores serán las chances de que el bien que haga incluya a un
mayor número de beneficiarios. Es decir, ni falta hace molestar a Dios con esa
duda, pues la simple lógica te contesta.
- Entonces
- Camilo cerró los ojos, haciendo un poco de teatro - ¿Lo que es bueno para la
mayoría es más bueno que si lo fuera para una minoría? ¿Y qué si la mayoría
tiene mal gusto o está equivocada?
-
No dije que se aumentara el número de los que creyeran que tal cosa fuera
buena, sino que se aumentara el número de los que percibieran como buenos sus efectos
- Dijo el sacerdote, muy serio, señalándolo con uno de sus dedos torcidos.
-
¿Y no es lo mismo?
-
No, no lo es. Cuando tuvimos la famosa clase de Educación Cívica y yo les hablé
del concepto de que la tierra, que en principio le pertenece a Dios, debiera
ser del que la trabaja y no del que se la apropia, quise que notara la
diferencia entre dos posibilidades: cuando un señor...
-
Manfredini, por ejemplo.
-
Cualquiera, un señor cualquiera. Cuando un señor se apropia de grandes
extensiones de tierra, se hace dueño también de la totalidad de los beneficios
que esa tierra representa - Explicó el maestro, abriendo las manos deformadas -
¿Eso es bueno o es malo? Es bueno para él, pero es malo para los demás.
Volviendo a la frase de Sócrates, ese señor tiene un concepto de lo que es
bueno y actúa en consecuencia, pero como su idea es muy pobre, es decir, su
conocimiento de lo bueno es muy limitado, el bien que realiza también lo es:
apenas alcanza para sí mismo. Muchos señores como él, que unieran sus propias
ideas de lo bueno, no sólo no contribuirían a aumentar la bondad del efecto de sus
actos, sino que aumentarían la miseria, la pobreza, la especulación. ¿Vas viendo,
ahora? Paradójicamente, la suma de pequeños bienes no da necesariamente como
resultado un bien mayor. ¿Se entiende? Que haya más ricos no reduce el número
de pobres y ni siquiera el aumento de la riqueza disminuye la miseria.
-
Entonces, la riqueza es mala.
-
No, para nada. Sólo es mala su injusta distribución.
-
¿Y qué pasaría si todos los campesinos fueran dueños de la tierra que trabajan?
-
Si así fuera y además, todos y cada uno de ellos tuviera un concepto
razonablemente abarcador de lo bueno, pasaría que todos estarían en igualdad de
condiciones para negociar, canjear, comprar y vender, mejorando sus vidas unos
y empeorándolas otros, pues no hay una persona que sea igual a otra, pero - he
aquí la gran diferencia - estarían partiendo de un plano de igualdad, cosa que
hoy no sucede. El que nace pobre, tiene una gran posibilidad de morir pobre,
pues todos los caminos hacia la riqueza ya están ocupados por los que nacieron
ricos. Y les insisto en esto para que después no vayan a meter la pata por ahí:
la riqueza no tiene nada de malo, como tampoco lo tiene la propiedad. Lo que no
es cristiano y es contrario a las enseñanzas de Jesús, es que una sola persona
se apropie -de un modo o de otro- de toda la riqueza, de todas las propiedades
y de todos los beneficios que ambas puedan generar, lo cual sólo podrán lograr
en detrimento del derecho de los demás. De la inequidad nace de la injusticia y
de ésta, el odio y la ambición que sí engendran todos los males.
-
Me pregunto, padre, de dónde sacamos entonces las ideas de lo que está bien y
de lo que está mal, si desde que nacemos sólo vemos la injusticia, es decir, lo
que está mal - Refunfuñó Camilo, terminando su banana - ¿No es más razonable
tratar de imitar a los que se enriquecieron en vez de filosofar? ¿Por qué
buscaríamos el bien?
-
¡Ah, por fin llegamos al meollo! ¡Porque fuimos creados por el Bien! - Respondió
el cura, triunfante - Nuestra alma viene de Dios, salió de El y aún conserva un
vago recuerdo de su perfección, por eso pretende volver a ella buscando el
bien. ¿Lo ves? Al final de las preguntas, está Dios.
-
Será cuando no hay respuestas.
- O
será que El es la respuesta. Todo va desde lo más Alto hacia lo más bajo y
viceversa.
- A
ver, padre - Intervino Efigenio, que había estado escuchando todo con mucha
atención -pero si venimos del Bien, como usted dice, ¿por qué hay tanto mal en
el mundo? Porque eso de lo más alto, por ejemplo, no se cumple mucho que
digamos: ya ve que no hay peor gente que la que está arriba y nos gobierna ¿acaso
no son todos ladrones y corruptos? ¿No sobra acaso la injusticia, como dijo
recién Camilo?
-
Porque el bien y el mal que vemos en esta vida - Explicó el cura - no son más
que leves reflejos del verdadero bien y del verdadero mal. El hombre elige,
pero elige el mal por falta de conocimiento sobre el bien. Elige sobre la
ignorancia y el egoísmo, por eso provoca la injusticia, el caos, la
degradación. Platón creía que los países debían ser gobernados por filósofos y
ponía como ejemplo al cuerpo humano. Vean ustedes, muchachos: el cuerpo de una
persona, según Platón, se divide en tres partes fundamentales: la cabeza, el
pecho y el estómago. La cabeza se ocupa de mandar, el pecho de cumplir y el
estómago de que los otros dos sobrevivan. Un país es la misma cosa: gobernantes,
soldados y productores, pero lo ideal sería que el gobierno radicara en la
cabeza, que es donde anidan la razón y el conocimiento. ¿Sucede así? ¡Claro que
no! O nos gobiernan los soldados o nos gobiernan los estómagos, pero nunca la
razón.
-
Una última pregunta, padre - Dijo uno de los chicos que casi nunca hablaba -
¿por qué pasan estas cosas? ¿Por qué son así y no de otro modo?
-
Es como si me preguntaras para qué llueve - Respondió el cura, juntando las
cáscaras en una bolsa de plástico.
-
Eso es fácil - Replicó Efigenio - Lo vimos en la clase de Ciencias Naturales.
Llueve porque el calor provoca la suba del vapor del agua, el que se concentra
en forma de nubes, las que a su vez se convierten en agua al chocar contra una
masa fría del aire...
- Y
la fuerza de gravedad de la tierra la atrae y la hace caer, por eso llueve...-
Aportó Segundo Chavarría, encantado de saber algo.
-
Bueno, pero yo les pregunté para qué,
no por qué - Aclaró Terámenes,
haciendo una seña para emprender el regreso - Podríamos decir que llueve porque
las plantas necesitan del agua y nosotros necesitamos de las plantas, es decir,
existe una finalidad para todo, por más que no la veamos habitualmente. Creo
que cada uno de nosotros debe responderse para qué las cosas son como son. Tal
vez ésa sea la finalidad: inducirnos a preguntarnos, a saber, a actuar. A
buscar el bien. A buscar a Dios.
-
¿Usted cree éso? - Preguntó Camilo, muy serio.
- Creer significaría que ya encontré la
respuesta. Yo sólo sigo haciéndome preguntas en un mismo sentido, por lo tanto
me parece que lo mío es más una cuestión de fe.
Yo creo que la respuesta debe estar hacia el lado de Dios, por eso voy hacia
allí. Esa es mi fe.
-
Ya lo dijo un griego, padre, el asunto es arduo y la clase es corta -
Parafraseó Efigenio, tirando de la cola a Muralla. Todos rieron.
Tales
eran las conversaciones entre el maestro y sus alumnos. Semanas más tarde, con
los barracones reconstruidos, Terámenes mantuvo la costumbre de salir a caminar
con los muchachos, pues había descubierto que así se sentían más libres para
hacer toda clase de preguntas y aventurar una gran variedad de opiniones.
Después, conforme se hubiera desarrollado el tema, les decía, por ejemplo, «anoten en sus cuadernos que tuvieron clase
de religión». O «ésta fue la hora de
historia». Y todos aprendían de todo, pues cada pregunta se multiplicaba en
infinidad de nuevos interrogantes y temas para discutir. Cada uno de ellos
comprendió que no debía avergonzarse por no saber una cosa, pues era la
oportunidad de aprender muchas otras. La duda, que al principio los dejaba
inseguros, con el tiempo fue el gran acicate para el aprendizaje y la
superación, por lo que nunca hubo chicos mejor educados que los internos del
cura Terámenes, cualidad que a la larga les significaría la ruina.
-
Padre, ¿es cierto que nosotros somos comunistas? - Preguntó una mañana Severino
Sosa, un muchachote alto y fornido, hijo de un cortador de caña.
-
No sé - Rió el sacerdote - ¿qué decís vos? ¿qué nos convertiría en comunistas?
-
Mi padre lo escuchó decir en el mercado, sabe, dicen que nosotros estamos en
contra de que la gente tenga tierra y obreros, que queremos acabar con la
propiedad privada.
-
¡Ah, era éso! ¿Y ustedes qué dicen, señores? A ver, opinen.
-
Para mí que no está mal que la gente sea dueña de la tierra - Dijo uno de los
alumnos, sentado al fondo de la barraca - algún dueño habrá de tener.
-
¿Y eso por qué? ¿Y si no tuviera dueño alguno? - Propuso Efigenio.
-
Nadie se ocuparía de mejorarla - Respondió el mismo Severino, bastante
práctico.
- Finalmente
- Agregó Efigenio, burlón - la Biblia dice que todo lo creado es para el hombre
y no hace referencia a con cuánto puede quedarse cada uno.
-
Yo creo que está mal que Manfredini sea el dueño de todo - Terció otro.
-
Pero si fuese malo que Manfredini sea el dueño de la tierra - Opinó Segundo - también
lo sería que lo fuéramos nosotros, pues el pecado es cualitativo y no
cuantitativo, ¿verdad, padre? ¿Es así como lo dijo usted una vez?
-
Así es, pero sigan opinando. Quiero que todos expresen lo que piensan al
respecto. ¿Es buena o mala la propiedad privada?
-
Lo que yo creo - Dijo Camilo - es que la propiedad privada no es mala ni buena,
siempre y cuando todos tengan derecho y oportunidad a ella. Lo malo es que sólo
cuatro o cinco familias tienen propiedad privada en Nueva Atenas y todas los
demás dependen de ellas. Eso es lo que yo digo que tenemos que cambiar, padre.
-
Bien, pero ¿somos comunistas o no?
-
¡Usted no nos enseñó qué son los comunistas, padre! - Respondieron todos,
riendo - ¿Cómo vamos a saber, entonces, si lo somos o no?
Terámenes
soltó una carcajada, pero enseguida se puso serio y comenzó a explicarles las
reformas económicas y sociales de los bolcheviques, continuó con las
persecuciones de Stalin y terminó con una definición de diccionario:
-
Es un sistema político, en síntesis, basado en teorías que proponen que todos
los medios de producción tengan un sólo dueño, en este caso el Estado, para
asegurar que sus beneficios lleguen por igual a toda la población.
-
No parece tan malo - Dijeron algunos.
-
Los Caballero son los comunistas, entonces - Bromeó Efigenio - pues todos los
medios de producción están en sus manos.
-
¡Pero se olvidaron de la parte de repartir los beneficios! - Gritó alguien.
-
Pero nosotros - insistió el cura - ¿somos o no somos comunistas?
-
Claro que somos - Dijo Severino, preocupado - porque acá en la escuela, todos
los bienes de producción son del padre y él distribuye los beneficios en partes
iguales para todos ¿o no comemos todos lo mismo?
-
Más comunista es la Municipalidad donde trabaja mi madre - Intervino Camilo,
levantando una mano - pues el intendente es el dueño de todo y reparte el mismo
sueldito para todos los empleados.
-
¿Y qué me dicen entonces de una gran empresa privada? - Sonrió Terámenes,
disfrutando el debate - ¿Acaso no están todos sus recursos en manos del dueño,
quien reparte los beneficios en forma de salarios para todo el personal?
-
¡Esto es muy confuso, padre! ¿Qué significa, entonces?
-
Que no es más que un rótulo, señores - Respondió el maestro - A lo largo de la
historia, siempre hubo un sanbenito
para los opositores del poder. En la época de nuestro Señor, a los que no
estaban con Roma se los identificaba con el título de «bárbaros». Después, ya con el cristianismo en el poder, se torturó
a los infieles, se persiguió a los judíos y ahora les toca a los comunistas, no importa si lo sean o no,
no importa si los que acusan sepan de qué están hablando o no. Comunista no es
un sistema de economía, sino una manera de justificar la muerte del otro.
Mañana serán los «negros». O quizás
los «pobres». Siempre habrá un mote,
pues de éso se trata.
-
¿Y Jesús, padre, qué era El? - Preguntó Camilo.
-
Jesús era todos los perseguidos juntos, Camilo. Era judío, pues había nacido en
el país de Judáh; era bárbaro, porque no era romano; era un infiel, porque
traía otra manera de ver la relación de Dios con los hombres; era comunista,
porque nada tenía y todo lo repartía con sus hermanos; era negro, porque no
pertenecía a la clase dominante; era pobre, así que ya lo ven, Jesús era la
Humanidad completa.
-
Jesuscristo comunista ¡Quién lo hubiera dicho! - Murmuró Severino y así lo fue
a comentar luego a sus amigos del barrio, quienes de inmediato lo repitieron en
sus casas, lo que provocó que en pocos días llovieran las denuncias en la
comisaría. Pericles anotó todo en un papelito y después se mató de risa, sin
pensar en ningún momento las trágicas consecuencias que traería el equívoco.
XLVIII
Bordeando
la cincuentena, el Doctor Epaminondas era un hombre que aún esperaba mucho de
la vida, pese a que la enfermedad de la esposa lo había encanecido antes de
tiempo, agregándole arrugas de culpa en la frente y una carga nueva en los
hombros, que lo hacía parecer mayor. Se levantaba a más tardar a las cinco,
sigiloso, para no despertar a Filoxena. Hacía sus abluciones, se vestía sin
encender las luces y salía para el hospital, donde permanecía hasta las dos o
tres de la tarde. Almorzaba con las enfermeras, se daba una ducha en el
vestuario del personal y de allí pasaba al consultorio, a leer o a dormitar
hasta que llegaban los pacientes. Atendía con la amabilidad de siempre,
palpando almorranas, revisando gargantas y tanteando hígados, pero sin
sustraerse jamás a las angustias que lo atormentaban. Dos o tres veces cada
día, por educación, levantaba el teléfono y llamaba a su mujer para saber cómo
estaba, si se sentía bien o necesitaba algo. «No te preocupés por mí - respondía siempre Filoxena, simulando una
humildad que lo zahería dolorosamente - hace
mucho que estoy en las manos de Dios. Vos hacé tu trabajo y no te pongás mal
por tu esposa». Y Epaminondas se sentía peor, preguntándose cómo podía
haberla dejado de amar y culpándose de la necesidad, cada vez más imperiosa, de
alejarse de ella. A las ocho de la noche, cuando cerraba el consultorio, se
quedaba un rato más ordenando los archivos, o pasaba por la casa de Espeucipo a
tomar una copa, o se encontraba con el Juez en el Areópago, cuando no se
quedaba solitario, escuchando música en el interior del auto. Dejó de visitar a
Isabel durante la semana, sólo iba los sábados y entonces le resultaba
imposible hablarle como antes, pues siempre estaban Aspasia, Pericles y el
odioso Filipo, alardeando de su invalidez por amor a la viuda.
-
Qué pena no haber tenido un hijo - Se decía a sí mismo, sintiéndose acercarse
al recodo del medio siglo con la desesperanza del que no entiende para qué ha
vivido.
Sin
el amor que alguna vez le había dado a Filoxena y dolorido por el desamor de
Isabel, veía pasar los meses con el espanto de quien cree que la vida le sigue
debiendo lo mejor y que tal vez ya no hubiera tiempo de obtenerlo. Con la
mirada perdida frente al plato de sopa, se preguntaba si el desánimo que cargaba
no era más que la muerte lenta de su esposa, contagiándolo un poco. Tal vez,
sospechaba avergonzado, cuando ella ya no estuviera ahí él volvería a vivir.
Abriría de par en par las ventanas, como cuando eran jóvenes. Pondría flores en
la mesita de luz y sábanas nuevas en la cama donde habían sido felices.
Regalaría la ropa de la muerta, escondería sus fotos y cubriría con sahumerios
el olor a encierro de sus últimos años. La borraría para siempre y no por
desagradecido, sino porque no habría otra forma de seguir viviendo. Otras
veces, mientras ella dormía, recorría la casa para acariciar los lugares por donde
andaría Isabel, después del entierro. Dejaría pasar un tiempito, guardaría las
conveniencias de la viudez decente y después la invitaría de a poco. Un anisito
hoy, un cafecito mañana, una cena primeriza cuando nadie los viera y una cama
que no volvería a enfriarse jamás. Le gustaba, sobre todo, imaginarla desnuda
en la bañera, deambulando descalza por la sala o envuelta en un batón de
esposa, cocinándole un postre. “Isabel
aún es joven y yo, si me cuidara un poco...”, murmuraba, fantaseando con
auscultarle el vientre otra vez, quince años más tarde. «¡Podríamos ser tan felices!», suspiraba, pero justo en ese momento
Filoxena se daba vuelta en la cama o hablaba en sueños, despertándolo a la
realidad. Entonces se arrepentía de todo lo que había estado pensando y la
abrazaba, anidándola contra su cuerpo como hacía en los tiempos en que aún la
quería. Llorando en silencio, se quedaba dormido sin saber muy bien a quién
tenía al lado. Necesitaba encontrar nuevos alicientes en su vida, pero ignoraba
dónde buscarlos. «Lo peor del cáncer -
dijo una vez en una reunión con las enfermeras - es que uno termina por desear que el enfermo se muera de una vez.
Resulta desesperante saber que no podemos salvarlo. A veces me pregunto si es
justo que alarguemos artificialmente su vida, si no sería más humano dejarlo
morir rápido, sin la humillación de transformarse poco a poco en alguien que no
se puede reconocer a sí mismo. ¿Cual es nuestra misión, al fin y al cabo?
¿Salvar? ¿Curar? ¿Aliviar? A veces, el único alivio posible es el que trae la
muerte».
-
Los doctores piensan demasiado - Conjeturaba Gertrudis Alonso, jefa de
pabellones - por eso viven menos que las enfermeras.
-
Viviendo tan cerca de la muerte - Respondía el Doctor - es imposible no pensar.
Durante
todo un año le estuvo dando vueltas al asunto, sorprendido de que nunca antes
se lo hubiera planteado. Se había hecho médico porque de chico soñaba con
adquirir la importancia de los doctores, con sus guardapolvos blancos y el estetoscopio
colgado del cuello, la letra ininteligible y la chapa de bronce en la puerta de
entrada. El día en que regresó al pueblo, el Diario Regional publicó una nota
de bienvenida que había pagado su madre. Era un recuadrito pequeño, perdido
entre los avisos de funerarias, florerías y clasificados de última hora, pero
era la primera vez que veía su propio nombre en letras de molde, símbolo del
triunfo que empezaba a paladear. Lo había logrado, ya era alguien. Un Doctor,
nada menos. Y además, un soltero que podría elegir entre las mejores niñas de
la comunidad ateniense. Cuando conoció a Filoxena, supo que era la indicada.
Sin ser muy bella, era refinada, culta y con una gran habilidad para mantenerse
al tope de la escala social, justo lo que a él le hacía falta. Se casaron tras
un corto y fogoso noviazgo, compraron una casa con dinero aportado por los
suegros, la llenaron de muebles de roble y al año siguiente tuvieron el primer
auto. Se hicieron amigos de los apellidos más influyentes, frecuentaron el Club
Social y disfrutaron del matrimonio mientras duró la pasión. Fueron felices y
lo fueron tanto, que ni se dieron cuenta del momento en que empezaron a dejar
de serlo. Para el año en que Isabel entró en sus vidas, del fuego de los
primeros años sólo quedaban unos carboncillos humeantes.
-
Nunca la traicioné, pero sólo porque no pude - Se confesó una noche, caminando
bajo los abedules con el cura Terámenes - Aunque a veces me digo que el haber
amado a otra mujer, todos estos años, fue una canallada todavía más grande.
Siento que la enfermedad de mi esposa es un castigo, una forma que tiene Dios
de decirme que me la quita porque yo no le dí el valor que tenía. ¿Qué dice
usted, padre?
-
Bueno, éso haría yo, pero Dios...- El sacerdote se encogió de hombros - No sé
si Dios actuaría de un modo tan infantil. Supongo que El no es de los que dan o
quitan, pero tal vez sí sea de los que dejan las cosas al alcance. Y allá nosotros.
Si fuera que Dios te la dio, tendríamos que creer que con el mismo modo te dio
a esa otra mujer, que si no me equivoco es una que yo conozco. No le echemos la culpa a Dios, amigo.
-
No, no, claro que no - El Doctor movía las manos, buscando otra manera de
encarar el asunto para que el cura entendiera lo que él mismo no entendía - En
realidad, padre, me siento tan culpable de no quererla que me temo que su
enfermedad es producto del desamor que le impuse...
-
Pero dejáte de joder, Doctor. Yo detesto las habas y no por eso dejan de brotar
todos los años en la huerta. Ni siquiera el amor es capaz de torcer un destino.
-
Bien, pero sigo siendo su médico y es ahí donde más me confundo - Explicó, un
poco mejor - ¿Cual es mi misión? ¿Curarla? ¿Salvarla? ¿Aliviarla?
-
¡Salvarla! - El cura suspiró - Sólo nos salva Dios. Y en cuanto a curarla, no
sé, me has dicho que su cáncer es terminal. No hay curación posible. Sólo te
queda aliviar sus últimos tiempos, hasta que llegue el final.
-
¿Y si el alivio incluyera el dejarla morir, para que sufriera menos?
-
Dios y tu conciencia juzgarán la oportunidad y la motivación de tus actos, no
yo. Y si el problema es el choque de intereses entre tu papel de médico, tu
papel de esposo y tu papel de enamorado de otra mujer, cuidado. Sólo está
permitido el bien, sin medir jamás la conveniencia de sus efectos.
Y
el Doctor, en su afán de no dejarse llevar por los malos pensamientos, se
ofreció esa misma noche a dar clases de enfermería a los alumnos de la escuela
rural. Habilitaron un cuartito en el que instalaron una vieja camilla, un
armario repleto de remedios de uso libre, un par de banquitos y hasta una
lámina del cuerpo humano. Durante algunos meses, al menos, le renació el
entusiasmo. Todos los viernes, a la hora de la siesta, daba clases de anatomía,
higiene y nociones elementales de primeros auxilios, las que tan útiles serían
cinco años más tarde, cuando estallara el desatino final.
XLIX
Fue
por la época en que inauguraron el dispensario, que Epaminondas se enemistó con
sus tres amigos de toda la vida, precisamente en el almuerzo que organizó el
Intendente para celebrar la apertura del consultorio rural. Estaban todos.
Empresarios, miembros del Consejo Deliberante y hasta la prensa, pues el Diario
Regional envió a su periodista estrella, el conocido Casimiro Reyes. Reunidos
alrededor de una mesa en la que no faltaba manjar alguno, los hombres fumaban
sus habanos y las mujeres comadreaban los últimos acontecimientos sociales,
envueltas en el halo de sus perfumes de contrabando. Espeucipo estaba radiante,
pues se había dado maña para donar chucherías de último momento y apropiarse a
cambio de la inauguración, así que el Diario había publicado su foto con la
leyenda: «Intendente de Nueva Atenas
construye un Centro de Salud en la zona rural, demostrando gran sensibilidad
por los problemas de los marginados».
-
¡Pero si el desgraciado no hizo nada! - Exclamó el Doctor, arrojando el
periódico. Había ido a buscar al cura para asistir al brindis solidario que les
había ofrecido la Intendencia y al llegar a la escuela se dio con la noticia. Al
sacerdote no le pareció importante: «Lo
que diga el intendente me tiene sin cuidado – aclaró - mientras colabore. Vos sabés tan bien como yo que nos entregará sus
donaciones de modo que se sepa, para eso es el almuerzo al que vamos. ¿Y qué? Dejémoslo
que se beneficie, no importa, si al fin y al cabo su vanidad les será útil a
los que después vendrán a atenderse al consultorio». Cuando llegaron al
Club Social, una gran fotografía de Espeucipo les dio la bienvenida, montada
sobre un slogan armado con letras de
papel azul: «Caballero: un Intendente con
Conciencia Social y Vocación de Servicio a la Comunidad. Nueva Atenas en marcha».
-
Creo que vamos a tener que poner una foto del Intendente en nuestro dispensario
- Dijo el cura, soltando una breve risita mientras abría la puerta y entraban
juntos al salón.
Todas
las voces se acallaron de golpe, pues casi ninguno de los presentes había visto
nunca al famoso fraile. La crema del pueblo se quedó estupefacta, observándolo
andar. Inmenso, envuelto en su sotana raída y con la barba y la melena a medio
crecer, el director de la escuela rural se abría paso majestuoso. Sus pies
leñosos, metidos a duras penas en las alpargatas flecudas, cruzaron a buen paso
la distancia que lo separaban del Intendente. Sus manos deformes se alzaron en
un gesto de bendición. «¿Ese es el cura?»,
preguntó alguien, poniendo cara de asco. Las damas, absortas, se codeaban entre
sí. “La debe tener enorme”, dijo una
de ellas y las demás soltaron una sonora carcajada. Espeucipo, que no por nada
era el Intendente, le dio un abrazo de afecto falso y ahí nomás comenzó el
acto, consistente en un largo discurso que explicaba el gran trabajo
comunitario que llevaba adelante la intendencia, obra magnífica de la cual el
dispensario sólo era una mínima muestra. A continuación y ante el aplauso de la
concurrencia, hizo una seña y cuatro secretarios aparecieron portando una
voluminosa caja, que depositaron con gran ceremonia a los pies de Terámenes. El
Intendente se acercó riendo, palmeando la espalda del cura para animarlo a hablar:
-
¡Vamos, padre! ¡Queremos escucharlo antes de que nuestros invitados se tienten
con los manjares de esta opípara mesa, frutos del desarrollo de Nueva Atenas!
Terámenes
sonrió con picardía. Cuando se hizo silencio otra vez, paseó sus ojitos
salvajes por el público - muy lentamente - y después dijo:
-
Cientos de niños que nunca en su vida han visto estos manjares, agradecen estos
remedios que tanta falta les hacen. Yo también los agradezco y me disculpo por
no quedarme a comer cosas tan ricas. Las comeré el día en que no haya uno solo
de mis chicos al que le esté negado este opíparo desarrollo.
Dicho
esto, se inclinó y levantó él solo la caja, cargándosela a la espalda. Salió
del salón en medio de un silencio sepulcral y sólo cuando ya se hubo marchado,
otra voz anónima lo despidió, diciendo «Ingrato
de mierda».
-
Pero ¿qué carajo le pasa a ese viejo loco? - Preguntó Espeucipo, riéndose.
-
Lo que pasa - Respondió el Doctor - es que para ser un Intendente con conciencia
social, resultaste bastante obtuso. ¿Cómo se te ocurre invitar esos manjares a
un sacerdote misionero? Una cosa es que alardees de su trabajo como si fuera
tuyo y otra es que lo insultes en sus convicciones más profundas. ¡No podés ser
tan bruto!
Con
las venas del cuello hinchadas por la rabia, el médico abandonó el salón y
alcanzó al cura en la vereda, donde se esforzaba todavía en acomodar el peso de
la caja sobre los hombros. Epaminondas estacionó el Ford a su lado y abrió la cajuela.
-
Volvé con tus amigos, Doctor. Yo puedo solo - Dijo Terámenes.
-
Con todo respeto, padre. Déjese de andar eligiendo usted a mis amigos. Suba al
auto y volvamos a la escuela con los chicos - Respondió Epaminondas - salvo que
prefiera regresar por los manjares ésos.
-
Ser cura es como ser médico - Respondió el fraile, dejando caer el paquete en
el interior del auto - O se es todo el tiempo, o no se es nunca.
L
A
las dos semanas, cuando ya se habían acallado los ecos del desaire, Aristóteles
pasó por el hospital a saludar al médico y a llevarle un mensaje del
Intendente. “Espeucipo está muy dolido
por lo que le dijiste”, explicó Manfredini, “pero como al fin y al cabo somos amigos, quiere invitarte a cenar
conmigo y con Cinoscéfalos, hoy, en su casa. Los cuatro, como en los buenos
tiempos”. El Doctor, que había aprendido con su esposa que el amor se muere
mucho antes del día en que uno lo descubre muerto, supo que el afecto por sus
amigos también se había acabado. ¿Cuándo? «Quince
años atrás - se dijo a sí mismo - el
día en que se burlaron de mi interés por Isabel Insaurralde». Y sin embargo,
fue. Llegó a las nueve en punto, cenó con ellos como si nada los separara y hasta
los acompañó al patio a fumar los habanos de costumbre, lejos de los oídos
indiscretos de las mujeres. Recién entonces, Espeucipo le dijo el verdadero
motivo de la reunión. Lo del cura era una pavada, concedió, generoso. «Son cosas del momento», aportaron
Aristóteles y el Juez. «¿Para qué vamos a
acordarnos de burros muertos?», rieron los tres. Y mucho menos esa noche,
cuando lo que tenía para ofrecerles era el mejor negocio de sus vidas:
-
Mirá, Epaminondas - Dijo Espeucipo, juntando las manos bajo la barbilla - Te lo
voy a decir en pocas palabras: con los muchachos vamos a construir un hospital
de lujo, algo especial, nunca visto. Costará una fortuna, pero nosotros tres
vamos a poner la plata. Vos pondrás otra cosa: te vas a hacer cargo de
enviarnos para la internación a la mayoría de los pacientes pobres que te
visiten en el hospital o en el consultorio.
-
¿Estás loco? - Rió el médico - ¡Esa gente no podrá pagarte!
-
No pagarán ellos - Intervino el Juez - Pagará Previsión Social, es decir, el
Estado. En vez de operarlos gratis en el hospital, cobraremos fortunas y nos
pagará el Estado, es así de fácil. Todo lo que tenés que hacer es derivarnos a
los pacientes y el veinticinco por ciento de las ganancias que ellos dejen será
tuyo.
-
Serás rico en medio año - Añadió Aristóteles.
-
¿Y con qué excusa voy a enviarte a mis pacientes, si mi hospital tiene todo? -
Preguntó Epaminondas, a quien no le cerraba la idea.
-
La Municipalidad está pobre - Dijo Espeucipo - y tendrá que bajar su
presupuesto de Salud, así que tu hospital irá perdiendo enfermeras, médicos,
remedios, en fin, que no tendrás más que hacer que derivarnos al noventa por
ciento de la gente.
-
Lo tienen todo estudiado.
-
Por supuesto. Ni siquiera van a quedar en pie los dispensarios como el que
inauguramos la semana pasada.
-
¿Y qué va a pasar con los miles de personas que no trabajan en relación de
dependencia y que, por lo tanto, no tienen el carnet de Previsión Social?
-
Tendrán que ir a atenderse con los curanderos.
El
médico se quedó en silencio, mirándolos a uno por uno.
-
No sé por qué dudás tanto, Epaminondas - Dijo el Juez - Es un negocio legal.
-
Sí, ya sé - Respondió el aludido - El aceite de ricino también es legal, pero
me da tanto asco que lo vomito enseguida. Igual que esta propuesta, muchachos.
Me provoca náuseas ¿Y qué, si no quiero?
-
Tendremos que cambiar al director del hospital - Respondió el Intendente, tan
de prisa que pareció que esperaba que le dijeran éso.
-
¿Vas a echarme, Espeucipo, después de veinte años? - Preguntó Epaminondas,
sintiendo un escalofrío - ¿Eso vale la amistad para ustedes?
-
No mezclés la amistad con los negocios, Epaminondas - Interrumpió Aristóteles -
¡Te estás dejando influenciar por ese loco de mierda de la escuela rural!
-
¡Ese comunista rasposo! - Agregó el Juez.
-
De tanto tratar con esa gente, te vas olvidando a qué clase pertenecés -
Lamentó Espeucipo, meneando la cabeza - ¡Toda esa gentuza!
-
Pensálo, Epaminondas, no hace falta que nos respondás ahora.
-
No, muchachos, se los voy a decir ahora mismo: váyanse a la puta que los parió.
El
Doctor se levantó de su silla y salió de la casa evitando cruzarse con las
mujeres, a fin de que no le preguntaran por qué se iba tan temprano. Nunca
regresó a la casa de los Caballero y no volvió a encontrarse con sus amigos
hasta varios años más tarde, cuando nació la hija de Niké Manfredini y Camilo
Insaurralde.
***
Capítulo 13
(De
cómo se incubó la revolución en Nueva Atenas, entre errores y malos entendidos,
azuzándola
sin querer cuando lo que se pretendía era ponerle fin. Muralla demuestra
por
qué un perro es el mejor amigo del hombre, pero no de todos los hombres)
LI
L |
os
acontecimientos fueron definiéndose, tomando forma y encaminándose hacia un idéntico
destino más o menos por la misma época. Mientras León se acercaba al final de
su odisea de diez años y Filoxena entraba a la última etapa de su enfermedad,
Camilo disfrutaba del sexto año de secundaria con el entusiasmo de siempre,
labrando la tierra y discutiendo filosofía mientras afianzaba su liderazgo
sobre los casi trescientos chicos que ya tenía la escuela. Para entonces había
formado un equipo de trabajo con Efigenio y Segundo, a los que sumaba los fines
de semana a sus antiguos enemigos de cuarto grado, Severino Sosa, Carápulo
Tinguitella, el Chato Ortiz y Araña
Pateada, cuyo nombre era Mefístoles
Saravia. Los muchachos - acompañados de vez en cuando por el ingeniero Ruiz o
el cabo Zenón - habían fijado una larga lista de desafíos y dedicaban los fines
de semana a resolverlos, con el mismo ímpetu con que más tarde organizarían a la
gente para tomar el poder. “¿Quiénes son
ustedes?”, preguntaban los que no los conocían, viéndolos llegar un sábado,
cargados de herramientas, semillas e ideas de las más variadas. “Somos Los Descalzos”, respondía Camilo, porque
le encantaba alardear de su desapego por la comodidad burguesa. Ahí nomás, se
quitaban las zapatillas y se ponían a trabajar en la mísera huerta del
favorecido, desbrozando el terreno, abriendo surcos para el riego y plantando
la semilla de un futuro posible. Durante los dos años que Los Descalzos
recorrieron el valle, casi medio millar de pequeños propietarios aprendieron
con ellos algún modo de mejorar sus pobres vidas, pero además, se convencieron
de enviar a los hijos a estudiar, a fin de que lo que habían iniciado no lo
apagara el tiempo. Los Descalzos fueron tan eficientes en su prédica, que
cuando el Ejército arrasó la escuela, asistían a clases casi dos mil chicos, reclutados
por toda la región. Sin darse cuenta, se volvieron celebridades. Gente que
nunca habían visto los llamaba por sus nombres y los recibía con guirnaldas
colgadas en las tranqueras de sus casas. Hablaban de ellos en la misa de los
domingos. Los alababan en el mercado. Agradecían su buena fe y el idealismo que
el viejo Terámenes les había insuflado, enseñándoles la libertad y el
pensamiento. Pero entonces comenzó la cuenta regresiva.
-
¡Hay que acabar con esa payasada! - Bramó el Intendente en una reunión del
Concejo. El Tuerto Ozuna acababa de llegar de una recorrida por las chacras y
el informe presentado les había puesto los pelos de punta. No había habitante
del valle que no dijera algo de Camilo y su bandita de Descalzos - ¿Cómo puede
ser que esos pendejos de mierda hayan construido, armado o como carajo se diga
más de doscientas huertas familiares en tan poco tiempo? ¿De dónde sacan las
semillas, los abonos, los antiparasitarios que regalan?
-
No regalan, señor - Explicó el Chapa Barrios, sicario del Turco Julián - las
venden al costo, que es casi lo mismo, lo que provoca que los campesinos ya no
compren más en los almacenes de usted o de don Aristóteles. Sólo regalan lo que
sacan de la escuelita del cura comunista.
- ¿Y
las otras cosas, las herramientas, dónde las obtienen? - Preguntó el Juez,
buscando tipificar algún delito más o menos viable.
-
Se las provee Farjat, que ha de ser rojo también - Dijo el Botija Salcedo,
limpiándose las uñas con la punta de un cuchillito.
- A
mi me importa un carajo el color que tenga - Murmuró entre dientes el Jefe
Comunal -Este es un asunto comercial, no ideológico.
-
Puede ser que a usted no le importe - Intervino Julián, que había permanecido
callado, recordando el día en que el pequeño Camilo lo atacó a puñetazos - pero
le importará al Mayor Verón. Bastará que le digamos que esos pendejos son
subversivos para que los borre del mapa.
-
El cura les enseñó que Jesucristo era guerrillero - Juró el Chapa y Ozuna se
persignó con gran alharaca.
-
Yo escuché decir - Insistió el Turco - que Terámenes busca levantar a los
campesinos contra los grandes propietarios para que todo el valle caiga en sus
manos. Hablan de cooperativas, de grupos solidarios, cosas así.
-
Quieren sovietizarnos - Advirtió Aristóteles, rascándose la barbilla.
-
Vendernos al marxismo internacional.
-
Pisotear nuestro estilo de vida.
- Sólo
son siete u ocho idiotas, pero no podemos matarlos y crear un escándalo -
Murmuró Aristóteles - ¿qué clase de accidente pueden tener si ni siquiera andan
en un vehículo? Ni otro incendio serviría de nada.
-
No, esperá, tampoco tenemos que ser tan brutos - Se enojó el Intendente - ¿quién
habló de matar a nadie? Para acabar con la rabia bastará con hacer desaparecer
al perro principal.
-
¿A Terámenes? - Se sorprendió el Juez - ¡La Curia se nos echará encima!
-
No, al pendejo ése que hace de mano derecha, el hijo de la gallega.
-
Camilo Insaurralde.
- A
ése - Dijo Caballero, siseando con un desprecio mal contenido - Sáquenlo del
medio y terminará el asunto. Desaparézcanlo.
El
Turco Julián estiró las piernas por debajo de la mesa, sonriendo con
satisfacción. A su lado, el Chapa y el Botija se miraron de reojo, mientras el
Intendente daba por terminado el asunto y pasaba a ocuparse de otras cuestiones:
el Mayor Verón, por ejemplo, a quien pronto ascenderían a Coronel, quería una
comisión más jugosa por declarar en las listas el triple de conscriptos que
tenía. Era un negocio simple y rentable, pues se quedaban - cada año - con las
dos terceras partes del presupuesto militar, mitad para Verón y mitad para el
Intendente y su primo consejero. «Ahora
quiere el sesenta por ciento, porque dice que corre con los riesgos»,
explicó Aristóteles, calculando que igualmente les quedaba una millonada y por
no mover ni un dedo. «Digámosle que sí»,
sugirió Espeucipo y como ya era el mediodía, suspendieron la sesión y se fueron
a almorzar al Areópago.
LII
Jándula
Marcó Del Pont había predicho que los tres elementos fundamentales terminarían
con la vida de Camilo, una vez que lograran unirse para tal fin. Lo que no
aclaró fue que, mientras tanto, lo intentarían por separado. Ya se había
salvado del agua y del fuego, pero lo que mantenía tranquila a Isabel era que
no se le ocurría modo alguno en que el aire pudiera hacer daño a una persona.
Nunca había sabido de alguien que muriera por exceso de aire. Y sin embargo, el
día llegó. Sucedió a mediados de Setiembre del último año de secundaria, a la
hora en que su hijo caminaba por el senderito de regreso al pueblo. Pocos
metros más atrás lo seguía Muralla, su inseparable perro. Habían pasado la
mañana leyendo a Federico García Lorca y discutiendo versos de gitanos
aceitunados, cristos morenos y lunas de sangre, llorando la suerte de Antonito
el Camborio. Era la cuarta vez que leían a Lorca.
-
Sólo hemos leído el Romancero Gitano -
Dijo aquel día Camilo - ¿Por qué? ¿Es que no hay otros poetas que valgan la
pena?
-
Nadie te ha impedido leerlos - Respondió el cura, mirándolo desde abajo de la
melena, que le había vuelto a crecer.
-
Claro, pero tampoco me habló nunca de ellos - Insistió el muchacho - ¿Por qué?
-
Mi trabajo era enseñarte a descubrir la poesía, no leerte todas las que
existen.
-
¿Y por qué no? - Volvió a insistir Camilo, en un tono ligeramente zumbón - ¿No
se supone que la gran cultura es la mejor base para una buena educación?
- La
gran cultura sirve de poco - Gruñó el fraile, aparentando indiferencia - Si
ella bastase para formar genios, cualquier idiota con una biblioteca lo sería.
La verdadera sapiencia no consiste en aprender muchas cosas, sino en comprender
aquella que regula a todas las cosas, en todas las ocasiones.
-
Será mejor que la comprenda pronto, entonces, pues sólo me quedan dos meses de
clases...- Sonrió el alumno, sintiéndose ligeramente picado por la curiosidad.
-
Si de verdad creés que tu educación termina a fin de año, es que no has
entendido un carajo de todo lo que hablamos en estos años - Se enojó Terámenes,
señalándole con un dedo grueso y torcido.
-
No, pero como usted mismo dijo, el asunto es complejo y la vida es breve, así
que, ¿por qué no me explica lo de la uniformidad de las leyes, o como fuera que
usted va a llamarlo ahora?
-
No yo, en todo caso - Contestó el cura - pues fue Heráclito el de la idea,
veinticinco siglos antes de que a vos y a mi se nos ocurriera sentarnos al lado
de este río a pensar. El decía que el mundo aparece cambiante sólo ante los
ojos de los estúpidos, pues lo que los ojos ven no son más que variaciones,
formas de un mismo elemento: el fuego. El resto lo sabés: del fuego se
desprenden gases, los que se precipitan al agua, de cuyos residuos se forman
cuerpos sólidos que los tontos confunden con la realidad, cuando la realidad
verdadera es sólo una: el fuego, con sus atributos de condensación y
rarefacción, un continuo transformismo del gaseoso al líquido, al sólido y
viceversa. Es decir que nada es, todo
se torna. ¿Has entendido?
-
Francamente, no.
-
Será porque he sido demasiado superficial al explicarlo -Dijo Terámenes,
matándose un mosquito que vanamente intentaba aguijonearle un talón - Heráclito
entendió que había descubierto qué son las cosas y cómo cambian, lo que lo
condujo a la desalentadora conclusión de que todo presupone su propio
contrario.
-
Eso ya lo hablamos: existe el día porque existe la noche, el invierno porque
puede transformarse en verano y todo éso...
-
Bien, pero según Heráclito, hasta la vida y la muerte son en el fondo la misma
cosa, como lo son el bien y el mal en sus estados más puros, pues al cabo no
hay más que fluctuaciones del elemento primordial: el fuego.
-
¿Por eso Dios no puede ser ni bueno ni malo?
-
No me compliqués las explicaciones, Camilo, que ya acordamos que la vida es
breve y el asunto es complejo - Rió el cura, pero enseguida retomó la seriedad
y dijo: - Así como la tensión de una cuerda crea las vibraciones que llamamos
«notas» y produce la música, la continua alternancia de los opuestos crea lo
que llamamos «vida». ¿Entendés el significado profundo de las cavilaciones de
Heráclito?
-
No sé - Dudó Camilo, reconcentrado - pero si nada es y todo se transforma
metódicamente, me pregunto de qué nos serviría en tal caso un Dios inmóvil y
eterno, incapaz de transformarse a su vez, si el fuego ya monopoliza todos sus
poderes y atributos. Para Heráclito, entonces, quizás Dios no existe...
-
Esperá, muchacho, no te apurés a sacar conclusiones. Heráclito se preguntaba:
¿por qué habría de ser inmortal el hombre? ¿Acaso no representa más que una
débil llamita, escapada del gran fuego central?
-
¡Pero sin embargo, el fuego sí es inmortal! - Exclamó Camilo, entusiasmado.
Muralla lo miró, curioso - ¿Cómo se entiende éso? ¿O el fuego es Dios?
-
Vamos por partes - Dijo Terámenes, alzando una mano - Yo diría que tanto la
vida como la muerte, o siguiendo el ejemplo: tanto el acto de encender la llamita
como de apagarla, no son más que fases omisibles del continuo cambio del Todo,
bajo el estímulo del fuego eterno. ¿Le damos el nombre de Dios? ¿Por qué no? -
Terámenes abrió de par en par sus fuertes brazos - Por comodidad, vamos a darle
el nombre de Dios, pero no le alteremos sus atributos, que al fin y al cabo
todo lo que decimos y pensamos corresponde a nuestras convenciones, no a las
suyas.
-
Pero entonces, padre, para El no existirían cosas buenas ni malas, porque cada
una de ellas - teniendo en sí y equivaliendo al propio contrario - estaría
igualmente justificada, ¿o no es así? Y antes de que me responda, le agrego
algo más: si Heráclito tuviera razón, ¿cuál sería el sentido del bien, si no es
más que una parte del mal? ¿Acaso la ausencia de uno no eliminaría al otro?
-
Bueno - El cura carraspeó - éso es un misterio, pero es cierto que lo que
nosotros llamamos «El Bien» es lo que sirve a nuestros intereses, pero no
sabemos si sirve a los intereses de Dios. Al fin y al cabo, quién sabe qué es
el Bien.
-
De ser así - Camilo parecía agobiado - ¿Cómo podrá Dios juzgarnos?
-
Como juzga el fuego - Respondió el sacerdote, mirando hacia el cielo azul y
límpido de la mañana - destruyendo todas las llamitas, las buenas y las malas,
para encender otras que a su vez serán también destruidas. Mi gran pregunta es
con qué criterio se llevará adelante esa destrucción. Quien aprenda a mirar al
mundo, recogerá una Razón, es decir, una Lógica. El Bien y el Mal, en el
sentido más absoluto que podamos comprender, consistirá entonces en adecuar la
vida individual a la Virtud que rige el Universo, sin entrar en rebeldía con
ese continuo cambiar.
-¡Eso suena a resignación! - Exclamó Camilo,
creyendo que todo lo que había comprendido antes carecía de sentido - ¿De qué
sirve luchar contra la injusticia, lanzarnos a construir el bien si de todos
modos nunca lograremos desprendernos del mal? ¿Cómo lograr que lo que hacemos
marque una diferencia?
- Te
estás adelantando otra vez - Dijo Terámenes, paciente - Mirá las cosas de este
modo: quien haya comprendido la necesidad de las oposiciones - acordate que en
todo está contenido su contrario - soportará el sufrimiento como la alternativa
inevitable del placer y hasta perdonará a su enemigo, reconociéndolo como un
complemento de sí mismo ¡pero no por eso va a dejar de ser el que es, es decir,
la contracara de aquello a lo que combate! ¡Hemos de luchar, Camilo, no porque
persigamos el triunfo o el aniquilamiento del otro o de lo que no nos gusta,
sino porque buscamos mantener el equilibrio de la Razón!
-
Jesuscristo no derrotó a nadie - Murmuró Camilo, sintiendo un vago
estremecimiento, como si alguien caminara sobre su tumba - ¿Es que El no vino a
vencer? Y no me diga que su Reino no es de este mundo, porque las batallas sí
que se libran en este mundo. ¿Cómo mantendrá allá lo que no gana acá?
-
Ganar, vencer, Camilo, no significa nada en un plan tan vasto - Dijo el padre,
levantándose poco a poco - ¿Vencedores o vencidos? ¡Todos serán arrasados por
el mismo fuego!...
Eran
pensamientos demasiado grandes y desalentadores para un chico de dieciocho
años, rebosante de ansiedad por cambiar al mundo. Sin embargo, el sustrato de
esta conversación le duró hasta el último instante de su vida, convenciéndolo
de que aún en la debacle más espantosa existía un algo necesario, una razón
justificando el dolor, la muerte, el fuego igualitario y salvaje.
LIII
Nunca
supieron de donde salió, pero al cura le dio por pensar que se había perdido
cuando los gitanos dejaron el pueblo, allá por la época en que Isabel decidió
mandar a su hijo a la escuela rural. Apareció una noche, empapado hasta los
huesos y medio muerto de frío, hecho un ovillo junto al portón de entrada.
Cuando Terámenes se agachó a examinarlo, el perrito trató de morderle un dedo,
mostrando ya el carácter que lo distinguiría después, convertido en un perrazo
temible. Con esa paciencia que siempre les tuvo a los cabezaduras, el cura le
perdonó el atrevimiento y se lo llevó a la cocina, le armó una cobija con una
frazada vieja y le acercó un plato con leche, que el cachorro devoró en
segundos. “Mierda que tenías hambre”,
rió el director y se sentó a ver cómo el animalito se atragantaba una y otra
vez, hasta que se durmió satisfecho. Al día siguiente, la visita le había
cagado todo el piso de la cocina, así que lo mandó a Efigenio a limpiar, pero
la orden no iba a ser cumplida así de fácil. “Padre, ese picho de porquería se para en la puerta y me quiere morder,
ya se cree el dueño de la cocina y se planta como una muralla, no me deja pasar”,
se quejó Efigenio, entre las risas de los demás. Tuvo que ir el mismo cura para
que pudieran entrar y desde entonces, el perrito se quedó en la escuela,
asumiendo el apelativo de Muralla con que pasaría a la historia. Sus anécdotas
y travesuras fueron innumerables, con inclusión de colchas destrozadas y patas
de muebles comidas a dentellazos, más el susto de muerte que se llevaba el que
iba por primera vez a la escuela y se encontraba de frente con el perro, que en
su apogeo llegó a pesar cien kilos de fibra, músculos y pelo negro como la
noche en que apareció. Para los tiempos en que Camilo se aprestaba a dejar la
escuela, Muralla ya había entrado en la etapa final de su vida. “Tenés como setenta años humanos, sos un
viejo choto”, le decían los alumnos, que lo veían como un símbolo de la
escuelita rural. “Déjenlo de joder, que
todavía puede mancar a un caballo”, lo defendía Camilo, en memoria a
aquella vez, cuando Muralla todavía era joven, que se puso loco porque un overo
se metió sin permiso y le dio un tarascón tan grave que le quebró una pata.
Camilo y el animal se habían, si se puede decir, adoptado el uno al otro. Eran
inseparables, pero eso no lo sabían los que llevaban la orden de dar muerte a
Insaurralde.
Aquel
sábado, con el sol del mediodía cayendo a plomo sobre el monte, Camilo se
despidió de Terámenes, ordenó a Muralla que se quedara y salió caminando por el
senderito que llevaba al pueblo. Su madre lo estaría esperando para almorzar
juntos, conversando bajo la guayaba con Aspasia o el Doctor Epaminondas. Hacía
calor y una bruma húmeda se levantaba entre el follaje, alborotando a las nubes
de mosquitos que zumbaban a media altura, luchando entre ellos. «Ojalá pase alguien y me lleve», pensó,
calculando la hora de caminata que tenía por delante. Antes, más o menos hasta
que cumplió trece años, los amigos de su madre iban siempre a buscarlo. El
Doctor en su auto oscuro o el Comisario en bicicleta, encantados del papel de
tíos que se habían dado a sí mismos. Pero un día les pidió que no fueran más,
porque lo hacían sentirse distinto al resto de los chicos, desbandándose
alegremente a pie a la salida de la escuela. Desde entonces - habían pasado
cinco largos años - volvía caminando, acompañado por sus amigos o solo,
apurando el paso hacia el olor a arroz con pollo que salía de su casa.
Para
Isabel, esos días eran una fiesta. Se levantaba temprano, horneaba un
bizcochuelo para la merienda y manzanas con dulce de leche para el postre,
ananá batido con hielo para acompañar el almuerzo y amor a manos llenas para
todo el día, pese a que Camilo se quedaba cada vez menos. Comía a las
disparadas y salía con sus amigos para ir a recorrer las chacras. Volvía pasada
la medianoche, sucio y cansado, oliendo a monte y a estiércol, pero feliz.
Isabel lo observaba quitarse la camisa y caer rendido sobre su catre de niño,
donde apenas cabía desde que empezara a hacerse hombre y pasara el metro
setenta. Lo oía respirar, hundido en el sueño del agotamiento, y los ojos se le
llenaban de lágrimas, preguntándose cuánto tiempo faltaba para que los pies de
los Descalzos se llenaran de sangre. Le
hubiera gustado poder hablar más con su hijo, conocer sus pensamientos más
profundos, saber qué soñaba. Pero Camilo ya no tendría nunca más el tiempo que
ella deseaba pedirle. Estaba ocupado en mil cosas, atareado como si supiera que
la vida le sería demasiado corta y quisiera hacerlo todo en pocos años. «¿Por qué tendré que perderlo a él también,
igual que al padre?», se preguntaba Isabel, quedándose despierta hasta el
alba. «¿Qué me quedará después, más que
el dolor de no tenerlos?». Y no podía dormirse, mientras él dormía.
Vigilaba la respiración del hijo con el alma en un hilo, sentada al lado del
catre. Unidas las manos en un ruego silencioso, buscaba cada noche cómo evitar
el espanto de una muerte joven, absurdamente pronta y sangrienta. Rezaba,
Isabel, rogaba sin parar hasta que los albores del día despertaban al hijo, que
abría los ojos y le sonreía ampliamente, partiéndole un poco más el corazón. “Vamos, remolón, a desayunar”, le decía,
disimulando la angustia con que lo había velado.
A
Camilo le encantaban esos desayunos, sentados en la cocina apenas salido el
sol. Bebían un café negro y humeante, comían el pan que ella horneaba a la
última hora del sábado y conversaban de todo un poco, hasta que Carápulo o
Efigenio pasaban a buscarlo. Fue en una
de esas mañanas mágicas que ella le contó la historia de Jeremías, muerto de
cuatro tiros por perseguir un sueño. Camilo abrazó a su madre, deseando poder
decirle que él no la dejaría sola por ninguna causa, pero calló a tiempo.
Sentía que nunca podría cumplir. Lo sabía desde el día en que casi se lo llevó
el río, cuando lo sacaron del agua medio muerto y una voz interior - muy nítida
para haberla imaginado - le dijo que aquello sólo era un anticipo. Pocos años
más tarde, en una noche de tormenta idéntica a aquella en la que vino al mundo,
soñó con un hombre al que nunca había visto en su vida. Era bajito y rechoncho,
con unos ojos sin vida bajo el pelo pajizo y colorado. A su espalda, un gato gordo
hipaba sin cesar mientras el desconocido le hablaba en sueños y le decía que
nunca llegaría a tener los años de su padre. «Morirás con sangre en los pies descalzos», decía la aparición, una
y otra vez. Camilo - tenía doce años cuando lo asaltó la pesadilla - se
despertó aterrado, envuelto en temblores fríos y jamás le relató a nadie el
extraño, profético sueño. Pero nunca lo olvidó.
-
¡Eh, pendejo! - Exclamó de pronto el Chapa Barrios, saliéndole por atrás.
Camilo
se dio vuelta, sorprendido de haber pasado al lado del otro sin verlo. El Chapa
tenía un cuchillo de doble filo en la mano derecha y sonreía, mostrándole dos
dientes de oro. Camilo retrocedió, preparándose a pelear, pero algo cayó
entonces sobre su cabeza y le tapó los ojos. Sintió el olor del plástico y un
fuerte dolor en la espalda, donde el Botija Salcedo le hundía un rodillazo para
obligarlo a abrir la boca. La bolsa se cerró con violencia sobre su rostro,
cortándole de cuajo la respiración. Un calor intenso y repentino le oprimió la
cabeza y sintió que los pulmones entraban en crisis, como si fueran a estallar.
Supo que se moría, allí, perdido en un camino del monte, asesinado por los
hombres del Turco Julián. Creyó ver el rostro de su madre y al mismo instante,
superpuesta, la cara blanca del brujo que le decía «¡Agua!¡Fuego!¡Aire!» y a Camilo le hubiese gustado poder preguntar
qué significaba aquello, pero la vida se le apagaba en el pecho, asfixiada y
ciega. Sintió que sus músculos perdían la tensión y percibió el calor de la
tierra, cuando cayó de bruces. “Creí que
me moría y a lo mejor me morí de verdad por un rato”, diría luego a sus
amigos. Soñó, a las puertas de la muerte, que estaba durmiendo en su casa y le
pareció raro que Muralla estuviera allí, despertándolo. Sentía su lengua, áspera
y mojada, recorriéndole la cara, obligándolo a recuperar la conciencia. Pensó
decirle que se fuera, que quería dormir un rato más, pero de pronto el sol le
hirió los ojos y le avivó los sentidos. El animal estaba a su lado, gimiendo
con esa aflicción que suelen tener los perros por sus amos. Camilo se incorporó
con lentitud. Aún estaba en medio del senderito, pero los hombres de Julián
habían desaparecido. El plástico con el que lo habían querido matar estaba más
allá, despedazado por las dentelladas del ovejero. “¡Muralla! ¡Amigo!”, murmuró, cerrada la garganta por el dolor.
Muralla comenzó a ladrar. Tenía cortes profundos en las patas, en el hocico y
en el grueso cuello. Su pelambre azabache estaba teñida de sangre, pero el
espíritu de su raza lo mantenía en pie, excitado aún por la brava pelea que lo
había enfrentado a los capangas
armados. Camilo lo abrazó y aprovechó que no lo veía nadie para llorar a gusto.
-
Debió seguirte sin que te dieras cuenta - Dijo Terámenes, revisando las huellas
que el ataque había dejado en el cuello de su alumno - El perro te salvó la
vida.
Camilo
no pudo decir nada. Miraba al animal y lo acariciaba, emocionado, sintiendo que
ambos compartirían el mismo destino. Cuando Epaminondas fue a buscarlo a la
tarde, enviado por Isabel, le explicó que de ningún modo podría ir, pues eso
significaba abandonar al animal herido. «Y
ni una palabra a mi madre», pidió. O mejor dicho, exigió, haciéndolo jurar
al médico que cumpliría. «Esos tipos ya
han ido demasiado lejos», masculló el Doctor, «Vamos a denunciarlos y que Pericles los meta presos de una vez».
Camilo sonrió con tristeza y dijo:
-
¿Para qué? ¿Para que el juez los suelte en una hora? No te preocupés, tío, que
ya mi amigo Muralla se encargó de ellos.
El
Doctor abrazó al muchacho y deseó tener las agallas de ir a buscar a los
desgraciados y ajustarles las cuentas, pero nunca podría. No sabría cómo
hacerlo. Se burlarían de él, si osara una amenaza. Se le reirían en la cara. «Pero algo voy a hacer», se prometió a sí
mismo. No se le ocurrió preguntar por el sacerdote, que ya se había al pueblo a
buscar justicia.
LIV
Helena,
la esposa de Espeucipo, se quedó de una pieza cuando lo vio cruzar el jardín,
envuelto en los aleteos presagiosos de su sotana rasposa. Sorprendida, lo observó
trepar de un salto los cuatro escalones que llevaban a la galería y recién
cuando lo tuvo a un paso, soltó un grito. El fraile estaba empapado en sudor - había
caminado a todo dar los quince kilómetros que separaban a su escuela del pueblo
- y tenía la melena revuelta, tapándole la mitad del rostro furibundo. Levantó
un dedo acusador, temblando de ira, rabioso como pocas veces había estado, pero
entonces escuchó un ruido a su espalda y se volvió como una tromba.
-
¿Qué lo trae por aquí, padre? - Preguntó el Intendente, rodeado de Agripino
Malatesta y el Turco Julián. Manfredini se había quedado unos metros atrás y
allí permaneció, expectante.
-
¡Vos, desgraciado! - Rugió el cura y le lanzó un manotazo terrible al Turco, un
mandoble poderoso que no llegó a destino de milagro. Julián saltó a un lado y buscó
la pistola que llevaba al cinto, pero Aristóteles corrió a interponerse -
¡Turco, salí de aquí! - Exclamó y enseguida llegaron corriendo los guardias de
la casa, que habían dejado pasar al cura sin imaginar el motivo de su visita.
Julián se abrió paso y desapareció, mientras los demás entretenían al director
de la escuela.
-
¡Pero padre! ¡De qué se trata esto! - Exclamó Espeucipo, simulando con tanta
convicción que el sacerdote creyó que estaba de su lado. Se lo explicó,
atragantándose de rabia y reclamando una reparación inmediata:
-
¡Quisieron matar a un chico, desgraciados! - Gritó. Helena seguía espantada y
Aristóteles intentaba encender un cigarro, pero le temblaban las manos y se le
apagaban los fósforos - ¿Por qué? ¿Porque ayuda a los campesinos a sobrevivir a
la explotación? ¿Porque sueña con cambiar este mundo roñoso que ustedes
instauraron? ¡Clamo a Dios, canallas! ¡Que paguen en su propia carne lo que
estuvieron a punto de lograr este día!
-
¡Padre, se lo ruego, cálmese, déjeme explicarle! - Decía el Intendente, al
tiempo que Laida y Niké llegaban a toda prisa desde la sala, atraídas por el
alboroto - ¡No es lo que usted cree, se lo juro! ¡Fue ese chico Camilo, que le
echó el perro encima a los muchachos que mi empleado envió a hacer un mandado!
¡Vaya, vaya a verlos al hospital! ¡Ese perro salvaje casi los mata!
-
¡Escúcheme! - Explotó el cura, abriendo y cerrando su enorme puño derecho frente
a la cara de Caballero - ¡Yo soy un cura y mi única arma es la fe, pero si
llego a ver a uno de sus hombres en mi escuela, le juro por Dios que con este
mismo puño le aplastaré la cabeza, lo haré pedazos! ¿Me entendió?
-
Padre, por favor, cálmese, a ver, dígame, ¿qué puedo hacer por usted? ¿Qué
donación quiere para su escuela? ¡Vamos, pida, nomás! ¡Lo que sea! - Al
Intendente se le entreveraban las palabras tanto como las intenciones, pero a
esas alturas el cura no le creía más nada y salió a los trancazos, dando
aletazos negros.
-
¿Es cierto? ¿Es verdad lo que dijo? - Preguntó Helena, viéndolo cruzar el
patio. Algo había cambiado en el semblante de la mujer, como si por primera vez
creyera una de las acusaciones que había escuchado contra su marido.
-
¡Pero qué decís, mujer! - Gruñó su marido, golpeando con una mano abierta
contra la pared - ¡Ese tal Camilo es un delincuente juvenil que el cura apaña,
pero jamás le quisimos hacer ningún daño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Para librarnos
de nuestros enemigos está la ley!
A
su lado, pero sin que él la viera, estaba Niké, muy seria. Una sombra de mala
muerte acababa de cubrir su casa y ella la sintió, por primera vez en su vida, como
algo parecido al miedo. Su madre tenía el rostro pálido y le temblaban las
manos.
Terámenes
cruzó el pueblo y entró al hospital con el mismo ímpetu de un rato antes, pues
estaba lejos de calmarse. El Chapa y el Botija pegaron un grito al unísono,
cuando lo vieron irrumpir a la sala de guardia. Tenían vendajes por todo el
cuerpo, pero los olvidaron a la voz de una para saltar de sus camas y
arrinconarse en el baño, jurando inocencia. Una enfermera gorda y bajita se
santiguó justo a tiempo, pues el cura estaba a punto de derribar la puerta de
un piñazo.
-
¡Ustedes dos, pecadores! - Vociferó el sacerdote, pegando un grito tan fuerte
que las paredes se estremecieron - ¡Los acuso de haber querido asesinar a
Camilo Insaurralde! ¡Demonios! ¡Mal nacidos! ¡Dejo de testigo a todo el que
escuche; si algo le sucede a cualquiera de mis alumnos, yo iré por ustedes y me
encargaré personalmente de que el mismo Satanás los reciba!
La
noticia corrió tan de prisa, que Isabel la supo enseguida y el Doctor no tuvo
más remedio que decirle la verdad. Aspasia, que como todos los sábados estaba
de visita, se acordó en el acto de Jándula Marcó Del Pont y su profecía sobre
los tres elementos. «Siempre creímos que
con el aire no podía haber peligro – pensó - pues nadie muere por exceso de aire. Nunca se nos ocurrió que sería por
la falta». Esa noche, mientras una pequeña multitud de vecinos se reunía en
la escuela junto a Camilo y su perro, en la casa de Nuria parlamentaban
Espeucipo, el Mayor, Aristóteles y el Turco Julián. Habían bebido mucho, pero
estaban tranquilos. La mulata deambulaba por la casa, atenta a que nada faltara
a sus amos, que jugaban al truco mientras planificaban los próximos pasos. Lo
primero que decidieron fue que los frustrados asaltantes desaparecieran por un
tiempo de la ciudad. Aristóteles los enviaría a su estancia de Foz, por lo
menos hasta fin de año. El Intendente, como para que al público le quedara claro
que no había tenido nada que ver, haría una donación de útiles escolares,
semillas y herramientas a la escuela rural, lo que calmaría los ánimos y
salvaría las apariencias. “En cuanto al
chico ése, el tal Camilo”, dijo Verón, “apenas
terminen las clases lo meteré en el cuartel a hacer la milicia. Ya van a ver
cómo me lo saco de encima y sin que nadie tenga nada de qué acusarme. Yo le voy
a dar al subversivito ése...”
-
¿Y el cura? ¿Qué hacemos con el cura? - Preguntó el Intendente, que había
llegado a sentir un auténtico pavor frente a los ciento cincuenta kilos de
rabia clerical - ¡Ese salvaje es muy capaz de romper un cráneo con las manos y
no quiero que sea mi cráneo!
-
Ese viejo de mierda ya tiene más de sesenta años - Respondió el militar,
mirándolos a través de un vaso de whisky - ¿Cuánto más puede vivir? Además, no
nos había causado problemas antes de que apareciera este pendejo, así que ¿qué
les hace suponer que los causará después, cuando sólo sea una lápida?
-
Es cierto - Dijo Aristóteles - Eliminemos al chico, que es el ejecutor de sus
ideas, saquemos del medio a Farjat, que le hace las donaciones y el cura
también será historia vieja.
Nuria
Segovia, que a los cuarenta y dos años seguía sintiéndose imbatible en los enredos
de alcoba, sonrió desde la penumbra. Antes de que nadie se lo dijera, ella
sabía que le iban a encargar ocuparse del amigo del hijo del prestamista.
Ninguno imaginó entonces que las cosas no saldrían como las estaban planeando,
pues la línea del destino era ya demasiado fuerte. Las decisiones tomadas esa
noche serían como escupitajos al cielo y caerían sobre todos ellos.
LV
Aquiles
Farjat sentía, cada vez con más fuerza, que se acercaba la hora de la revancha.
Pronto les cobraría a los Daud las desgracias vividas en la adolescencia, la
muerte amarga de su padre, la solitaria decrepitud de su madre, los años de
miseria y desconsuelo. «Farjat Intendente»,
repetía, mirándose de reojo en el espejito de la camioneta y sin poderlo creer.
Fue su tío quien le dio la idea, apenas supieron que Miguelito no sucedería al
padre. «Podés ganar», le dijo,
acicateándolo. «Podés vengarte de todas
las que nos hicieron esos desgraciados». Aquiles se echó a reir la primera
vez, pero cuando se lo contó a Ulises, el amigo se lo tomó en serio. «¿Y por qué no?”, contestó. «Quizás no haya nadie más que se atreva a
enfrentar a Caballero. Hagámoslo nosotros». «La política fue la ruina de mi familia», gambeteaba Aquiles, sin
querer reconocer que la idea le andaba haciendo cosquillas. «Mirá cómo terminó el bisabuelo Ibrahim».
«Ahora ya no se fusila a nadie»,
replicaba Ulises, ignorando que erraba por completo. «Y tendremos la venganza servida en bandeja. Vos, yo, todos los que
alguna vez sufrimos por culpa de esta gente de mierda». Aquiles se quedó
pensativo. Después, cuando decidió presentarse y la noticia corrió por el
pueblo, supo que podía ganar. Cruzaba la plaza y los vecinos lo aplaudían,
deseándole buena suerte y prometiéndole el voto. En el mercado, los changarines
festejaban que a los Caballero se les acababa la cuerda. Aquí y allá, la gente
multiplicaba sus expectativas, pidiéndole que corrigiera entuertos de un siglo
de impunidad. “¡Hay que bajarles la caña
de una vez!” Azuzaban y el candidato juraba que no se detendría ante nada
ni nadie. «El que las hizo, que las pague»,
fue su frase feliz, transportada boca en boca como grito de campaña. «¡Van a pagar! - agregaba y repetía - ¡Empezando por los Daud, pasando por
Espeucipo y hasta el mismísimo Juez, cómplice y beneficiario de la impunidad!».
Todo el que guardaba una inquina, se relamía con el desquite, incluso el
Comisario, que canturreaba en voz alta, recordando uno por uno los insultos que
le había infringido Aristóteles. El de Laida, sobre todo, por siempre
imperdonable. La venganza, tantos años negada, le quedaba ahora a un paso.
Y Aquiles
sonreía, conduciendo su camión rumbo a la casa donde vivía Camilo. Todos los
días aparecía alguien denunciando una ofensa antigua. La viuda Pane, dueña del
supermercado, le mandó a decir que contara con ella a cambio de atrapar al
asesino de Asclepios, baleado veinte años atrás. «O me dedico a hacer justicia o me dedico a gobernar», murmuró el
candidato, bajando la velocidad y estacionándose frente a la casa de Camilo. El
perro Muralla - achacado por los primeros síntomas de la vejez, aunque todavía
temible - le soltó unos ladridos roncos cuando lo vio. Gruesas cicatrices blanqueaban
el cuerpo del animal, recuerdo de su heroísmo. Aquiles hizo sonar la bocina y al
rato vio aparecer a Camilo, caminando descalzo sobre la tierra recién abonada
de la huerta. Una niña pequeña estaba trepada a sus hombros y reía en una
alegre sucesión de ruiditos. «De tal
padre, tal hija», pensó Aquiles y fue como si él lo hubiera escuchado,
porque soltó una carcajada feliz. Curiosamente - una muestra más de la «conjunción cósmica» de la que tanto se
hablaría después - a la misma hora en que Aquiles llegaba con su propuesta, en
las afueras de Foz morían Jándula Marcó Del Pont y su gato Belcebú, así de
pronto, sin motivo aparente.
***
Capítulo 14
(Donde
el lector se entera de ciertas intimidades de la vida del Coronel Verón,
justo
antes de que Camilo fuera llevado a cumplir con la Patria en el cuartel. De
paso,
también
se echa luz sobre viejos asuntos nunca aclarados de la milicia)
LVI
A |
hogada por malos
presentimientos, Isabel había visto partir a su hijo rumbo a la ciudad de Foz,
contratado por el ingeniero Saldívar para hacer un trabajo. Después del
incidente de aquella tarde, cuando salvó la vida gracias a la bravura del perro,
no hacía más que contar las horas hasta que Camilo estaba de vuelta en casa.
Pero siempre partía de nuevo. Aquí. Allá. A todas partes, rumbo a algún sitio.
Cuando lo vio regresar, trepando la explanada de la casa con su bolsito al
hombro y un vendaje en la frente, no supo si sentir alivio o prepararse para
una nueva aflicción. Pero Camilo restó toda importancia a la herida que traía.
“Me levanté al baño de noche y me llevé
un postigo por delante”, dijo, sonriendo. Ella no le creyó, aunque guardó
silencio. Su hijo estaba nervioso, tal vez porque había vuelto desilusionado
con los resultados de su misión. «Tuve un
exitoso fracaso», fue lo que dijo, sin mencionar nada más. Isabel lo
observó comer en silencio y después quedarse pensativo, mirando hacia ninguna
parte. “A este le pasa algo más”, se
dijo a sí misma. A la tarde, Camilo se despidió de nuevo y fue a recluirse en
la escuela durante varios días, en secreta conferencia con el cura y el resto
de los Descalzos, que lo aguardaban ansiosos. Lo que Isabel ignoraba era que
había viajado para practicar por primera vez lo que había hablado con sus
amigos durante años. Y no le había salido bien. Su plan de despertar las
conciencias campesinas había acabado en un fracaso rotundo, con escándalo
policial incluido. «Nos dividieron
fácilmente -describió, fumando a cortas bocanadas un ñaco de chala - con el simple argumento de expulsar a los
sindicalizados y prometer algunos beneficios al resto. Un poco más y los
campesinos me echan a palos,
creyéndome culpable de todos sus males». Terámenes lo escuchaba en
silencio, meciéndose con los dedos la canosa barba. Camilo habló y habló
durante horas, sin que el cura interviniera ni una vez. Al fin, cuando el
muchacho se encogió de hombros y quedó en silencio, miró con fijeza a cada uno
de muchachos y preguntó: «¿Y ustedes qué
opinan? ¿Por qué salió mal?».
-
La gente lo traicionó, pero eso puede pasar - Respondió Efigenio, sentado en el
suelo y haciendo arabescos en la tierra con un palito.
-
Debió crear un sindicato más grande, de esa manera el dueño no hubiera podido
despedirlos a todos y parar el trabajo - Dijo Carápulo.
-
Hicieron mal en quemar la casilla antes de negociar - Añadió Segundo - Yo la
habría quemado después, si no me hacían caso...
-
Esa gente no valía la pena - Se desanimó el Chato Ortiz - Llevan demasiados
años de esclavitud y no saben ver la libertad cuando se la ponen delante.
-
Tal vez no era el momento - Filosofó Araña Pateada - Y no todo puede lograrse,
¿no?
-
Yo creí que lo lograría - Dijo Camilo, apesadumbrado - y estuve tan seguro, que
tal vez no me esforcé lo necesario para que se cumpliera. Me confié.
-
¿Usted qué dice, padre? ¿Qué falló? - Preguntó Efigenio - ¿Puede suceder lo
mismo con las huertas que atendemos en el valle? ¿Y si la gente un día piensa
que somos un estorbo?
- A
mi me parece - Respondió el fraile, sentado en el viejo tronco en el que solía
leer a la siesta - que si Camilo hubiera hecho un mal trabajo, Manfredini no
hubiera ido a solucionar el intríngulis.
Habrá cometido algún error, porque siempre ocurren cuando intervenimos las
personas, pero no pienso que la gente lo traicionó. ¿No hablamos de la
percepción del Bien que cada uno tiene? Un padre de familia que debe decidir,
porque así lo entiende, entre el pan de sus hijos o la lealtad con un extraño,
no tiene por qué dudar. Es natural que así sea, pues no es vileza lo que se hace
por desesperación. Ahora ¿qué hubiera pasado si Camilo hubiese tenido tiempo de
sindicalizar a la mayor parte de los obreros, o a todos ellos? Después de todo,
la concientización más eficiente no la logra la prédica, sino la educación.Y eso
lleva años.
-
Ellos tampoco hubieran luchado - Dijo Camilo - ¿Cómo? ¿Con qué armas?
-
Con ninguna, Camilo - Interrumpió Terámenes - las armas no son parte de nuestro
proyecto social. Uno no puede matar por sus ideas, Camilo. No debiera, al
menos. ¿Y de qué habría servido, además, iniciar una guerra que jamás se podría
ganar?
-
Pero padre - Intervino Carápulo - Sin lucha no se vence.
- ¡Y
nosotros luchamos, carajo! - Explotó el cura, golpeando con el puño derecho la
palma abierta de la mano izquierda - Pero no con armas, sino educando,
asistiendo, dando un ejemplo de solidaridad. ¿Quieren fusiles? ¡Están locos! Yo
ya estuve en una guerra, cuando joven, y puedo decirles que nadie gana. Todos
pierden e incluso los que sobreviven quedan un poco muertos. Francamente, opino
como Segundo que no debieron quemar la casilla del guardia ¿Para qué? Si
cometen un acto de violencia, la otra parte siempre esperará uno peor y actuará
en consecuencia.
- Creímos
que los presionaríamos - Se excusó Camilo.
-
¡Y vaya que los presionaron! - Dijo Terámenes - Pero no sirve hacerlo con el
que tiene todo el poder de su lado. Si tu presión no puede ser más o menos
similar a la del otro, es mejor olvidarse de ella. Recuerden, muchachos, la
violencia es un punto sin retorno y hasta el más noble argumento se desmoraliza
si para imponerlo es preciso ejercer algún grado de fuerza. ¿Cómo decía el Che?
«Cualquier idea a la que tengamos que
vencer a palos, es una idea que nos lleva ventaja» Usar el mal para que
gane el bien suena muy retorcido y no tiene nada que ver con lo que aprendemos
aquí.
-
Puede que el mal sólo sea la forma que tiene el bien al empezar - Murmuró
Efigenio, filosofando con su malicia habitual.
-
Además, tiró sus buenos tiros, el Che - Suspiró Mefístoles.
-
Cuando vio que no tenía otro camino - Aclaró Severino.
-
¿Y cómo vamos a saber nosotros cuando eso suceda?
-
No va a suceder nunca, porque nuestro camino es el bien y el bien no termina.
- Bueno,
ya, sólo fue una mala experiencia.
-
No. Las experiencias no son ni malas ni buenas; lo que importa es lo que
aprendamos de ellas y cómo lo apliquemos - Dijo el sacerdote, interrumpiendo el
debate - De todos modos, las huertas fueron realizadas y allí están, dando sus
frutos aunque nunca más las veamos. Y en cuanto a lo que dijo el Chato, que esa
gente no valía la pena, pues no me lo imagino a Cristo diciendo lo mismo de los
que vino a salvar y no lo salvaron a El de la cruz. La gente, muchachos, incluso
la que no lo parece, vale la pena a los ojos de Dios y siempre es el momento
adecuado para ayudar, para asistir como hermanos. ¿O es que no somos todos
iguales?
-
Ya ven, por eso nos dicen comunistas - Replicó Severino y el grupito se unió en
una sonrisa melancólica. Un poco más tarde se despidieron del cura. Mientras
caminaban de regreso al pueblo, Mefístoles preguntó:
-
¿Será que el padre tiene razón en lo que dijo?
-
El padre tiene razón - Respondió Camilo - pero me pregunto cuándo dejará de
tenerla.
-
Yo también me lo pregunto - Aprobó Carápulo.
- Y
entre tanta pregunta - Dijo Efigenio, muy seriamente - me gustaría saber quién
decidirá que el padre Terámenes dejó de tener razón.
-
No seremos nosotros - Dijo Camilo - sino las circunstancias.
-
Nos ha enseñado cosas que estuvieron vigentes por miles de años - Recordó
Efigenio - ¿Por qué dejarían de tener vigencia de pronto? Sería como cambiar la
letra a una obra que no es nuestra.
-
La obra es la misma - Explicó Carápulo - no ha cambiado, pero estamos llegando
al último acto y empiezan a sobrar algunos personajes. Manfredini, por ejemplo.
¿Para qué nos ha enseñado el padre tantas cosas si no van a servirnos para
cambiar lo que funciona mal? Heráclito dijo que...
- A
ver si se dejan de hablar de esos griegos del carajo y van al grano -
Interrumpió Severino, que por ser el más fuerte marchaba detrás del grupo.
Desde que el Chapa y el Botija habían atacado a Camilo, tomaban sus
precauciones- ¿Qué es lo que quieren decir? ¿Que ser buenos samaritanos no es
suficiente? Si es éso, estoy de acuerdo. Aquí hay que poner los huevos y ver
quién es más macho.
-
Sólo somos seis gatos locos - Advirtió Segundo y luego agregó, riendo: -
Seremos machos, pero no somos muchos...
Se
rieron un buen rato. Después, Camilo se detuvo en la mitad del sendero y dijo:
-
Recuerden que se trata de encontrar la Razón que rige todas las cosas todo el
tiempo. ¿No es esa Razón la continua guerra entre la justicia y la injusticia?
Yo pienso que sí, así que si se trata de luchar para mantener el equilibrio del
cosmos o de lo que fuera, no veo por qué estaría mal que cambiáramos el modo de
hacerlo para mejorar los resultados. Tampoco creo que baste con ser buenos
muchachos y ayudar a la gente, pues tarde o temprano nos lo van a impedir,
igual que me lo impidieron a mí en Foz ¿Por qué? Porque aún no hicimos nada por
cambiar el estado de cosas que provoca la necesidad que tiene la gente que
ayudamos. Es como pasarle un trapito con agua a un leproso. El problema,
amigos, no es que Los Descalzos seamos
pocos. El problema es que mientras un Caballero en el poder, ni un millón como
nosotros podrá hacer algo definitivamente bueno. ¿Cómo vamos a lograrlo? No sé,
no tengo idea. Ni siquiera sé cual es el modo en que tendremos que actuar y tal
vez tampoco lo sepa Terámenes, me temo que sólo hasta aquí llega su razón al
respecto, pues el cómo nos lo impondrán las circunstancias, inevitablemente. Estoy
muy seguro.
De
una manera un poco teatral, Efigenio estiró una mano y entrelazó la que Camilo
tenía alzada frente a sí mismo. Enseguida se les unió la diestra de Carápulo y
al rato ya estaban los seis, juramentándose un destino que en modo alguno
hubieran podido entrever.
LVII
Verón
ya no era el capitán flaquito y enigmático que conociera Aquiles, dos décadas
atrás. Los años le habían dado cierta robustez y un aire menos aristocrático,
lo que compensaba con el grado de Coronel y una abultada cuenta bancaria en el
extranjero, producto de sus chanchullos con Aristóteles, el Intendente y el
Juez. Claro que seguía, como en los viejos tiempos, comulgando en misa los
domingos y escuchando los valses más tristes por las noches, hundido en una
soledad a la que se abrazaba cada vez más, desde la muerte de Inesita Saravia.
La había conocido por los meses en que persiguió a los guerrilleros del
Comandante Segundo, por Colonia Santa Rosa. Morenita de piel blanquísima y ojos
de almendras, ella tenía veinte años y unas ganas de vivir tan grandes, que
nadie entendió qué pudo haberle visto a la sequedad estirada del militar, llegado
una medianoche con la orden de liquidación bajo el brazo. A los dos meses, la
guerrilla estaba terminada, pero el romance crecía viento en popa. Inesita se
dejaba montar a la orilla del río y él la adoraba exultante, honrando su
entrega con promesas de honor y matrimonio. Algo falló, aunque el Capitán fue ungido
Mayor y recibió una medalla por la bala que le metió a un subversivo, un
estudiante de sociología con cara de artista. La boda, jurada entre cartas con
olor a muerte, nunca llegó a concretarse, pues les ganó la tragedia. La noticia
del accidente le llegó dos días antes al cuartel y fue un mazazo. Un golpe
mortal que lo dejó sin habla y con la mirada muerta, perdida para siempre en la
nada. De la pena, de la rabia, se volvió loco y corrió al patio pistola en
mano, dispuesto a pegarle un tiro al Dios que se la había llevado. Sus hombres
lo vieron caer de rodillas, llorando como un chico, pero ninguno se atrevió a
darle la información completa, ésa que Gallinar desparramó entre la tropa:
-
Ella le metía los cuernos con un maestro de escuela y con él murió, volviendo
de un baile.... Se tragaron un camión cañero. Cagaron fuego los dos; él por
vivo y ella por puta.
Y
parece que era cierto, porque Verón no asistió al entierro. Quemó los poemas
que le había escrito - dicen que eran mejores que los del vate Pesoa - y sólo
volvió para escupir en la tumba de la infiel, muerta de alegría en un camino
sin nombre. Tardó años en apagar la rabia que le daba el recordarla riendo,
imaginando su dicha con el viento en la cara, llena de vida hasta que el camión
cañero le arrancó la cabeza, la boda y todos los sueños que alguna vez se
habían dado el uno al otro. Algo indefinible se quebró, entonces, en la mente
del militar. Acaso por no saber en quién vengarse, dedicó días y noches a pulir
un odio frío y despersonalizado, una rabia metódica que podía encender y apagar
a voluntad, incrementándola o reduciéndola con el placer de un artista por su
obra más sublime. Su cuartel - el Regimiento Rolando Serrano - fue el más disciplinado
de la frontera y sus soldados, los más duros y bestiales, por éso los eligieron
para sofocar el tractorazo del sesenta y ocho, el motín del setenta y dos y la
huelga de los portuarios en el setenta y tres, cuando el Mayor en persona
liquidó de un tiro al Gringo Gasparutti, un inmigrante marxista que había
tenido el tupé de exigirle retirada. Verón simuló acceder, pidió que le firmara
un papel donde constara la petición y el líder cayó en la trampa. ¿Cómo
sospechar de ese militar flaquito y pálido, de ojos escurridizos? Apenas se
agachó a poner la rúbrica, Verón le voló los sesos y el resto de los portuarios
se rindió de inmediato, aceptando sin chistar al Turco Julián como nuevo
secretario general del Sindicato.
Durante
más de veinte años, fue el socio ideal para Aristóteles, el Intendente y el
Juez, con los que se unió en toda clase de arreglos a cambio de un porcentaje
que crecía conforme se sentía más fuerte e intocable. ¿Quién podría contra él,
si el mismísimo embajador norteamericano lo había premiado por defender la
democracia? No sólo era rico - inmensamente rico, decían - sino que tenía al
ejército a sus espaldas, los boinas verdes a su derecha y el visto bueno del
gobierno central a su izquierda, pues corrían tiempos difíciles y nadie quería
que los comunistas entraran al país como en Cuba, en Rusia y – juraban - en
otras partes del mundo. Eso no sucedería jamás en Nuevas Atenas. «El día en que nos demos cuenta - advirtió
Espeucipo, profético - este tipo habrá
crecido tanto que ya no tendremos modo de pararlo. Nos comerá crudos». Los
socios se reían. «Es sólo un milico
ambicioso, sin más cerebro que el que cabe en una latita de Azafrán»,
subestimaba Aristóteles. «Quédense
tranquilos - los calmaba el Juez, incluso cuando Verón llegó a coronel - el cabezotas ése no tiene más jurisdicción
que la de su cuartel, así que mientras no salga de ahí no habrá inconveniente».
Pero saldría un día, el cabezotas. Saldría con toda su rabia vengativa para
arrasar la escuelita del cura Terámenes y tragarse crudos, de paso, a sus tres
socios de toda la vida.
LVIII
Así
era el hombre que metió a Camilo en el cuartel, luciendo una sonrisa tan
torcida que al muchacho se le clavó un mal presagio. Le habían dado caza cuando
salía del corralón de Aquiles. A empujones y culatazos, cuatro soldados lo
metieron en un camión militar y lo llevaron hasta el Regimiento. El Sargento
Gallinar lo bajó a grito pelado y lo obligó a cuadrarse, duro como estatua, al
rayo del sol. Así lo tuvo durante toda la siesta, hasta que el jefe lo llamó a
revista.
-
Así que nos volvemos a ver - Dijo Verón, golpeándose las botas con una fusta.
Estaba de riguroso uniforme, pero se había desprendido el botón del cuello y un
mechón de pelos grises le caía sobre la frente, escapados quién sabe cómo de la
gomina prusiana. Sobre el escritorio, una jarra de limonada presidía los restos
del almuerzo, junto a una pistola desarmada y varios proyectiles del 11.25 -Acá
te vas a enderezar, carajo, o te van a llevar de vuelta en una caja de pino.
Camilo
se mantuvo en silencio, sintiendo cosquillear el peligro. Le hubiera encantado
decir algo, contestarle con una frase aguda, pero el instinto le advertía que eso
era, precisamente, lo que el otro esperaba. Se quedó mirando hacia la pared,
impávido, mientras le anunciaban una larga lista de calamidades para el año de
la conscripción. Verón se le acercó hasta casi rozarlo y concluyó la perorata
con una risita falsa, murmurando: «Esta
vez, nadie va a venir a socorrerte, así que podés abandonar toda esperanza».
Camilo ya no pudo contenerse y también sonrió, antes de responder:
-
No veo de quién podrían tener que defenderme.
El
Coronel empalideció, cerrando los puños. Pegó un taconazo en el suelo y llamó
con un grito a Gallinar, que apareció enseguida.
-
¡Una semana de calabozo y a pan y agua, para empezar! - Ordenó y el Sargento
salió a la orden, empujando con el caño del fusil al nuevo recluta.
Se
lo llevaron al trote, perseguido por las risas de los conscriptos más antiguos,
hasta los barracones donde una vez había estado el viejo Farjat. Allí pasó los
primeros siete días de servicio a la Patria, sentado en un catre de tientos y
espantando los mosquitos, que atacaban en coordinación perfecta. Al principio,
ocupó las horas en recordar escenas de Papillon,
aquella historia que le había prestado Aspasia. Se puso a medir el cuarto,
uniendo la punta de un pie con el talón del otro, igual que en la novela.
Treinta pasos por cuarenta, no estaba mal. La celda era amplia, pero hacía un
calor insoportable, no había más abertura que la puerta y se estaba a oscuras
todo el tiempo, lamentando el atrevimiento que lo había llevado hasta ahí. Una
sola vez al día, el guardia de turno le llevaba una jarra con agua tibia, dos
galletas cuarteleras y un plato de mazamorra, espesa y encebada. Después lo abandonaban
al marasmo de su cautiverio, tan solo como si estuviera en el fondo de un pozo.
Las horas, interminables, se iban sucediendo sin que notara cuando acababa una
y empezaba otra. Los capítulos de Papillon
se entreveraron. Los pasos para un lado y para el otro parecieron ir perdiendo
el sentido y la ansiedad comenzó su propio tormento, superponiendo los días y
las noches hasta quitarle el sentido. «Me
trajeron un martes, hoy debe ser viernes», se dijo en algún momento, pero
en realidad era jueves. Y le empezó la rabia, las ganas de rebelarse contra la
prepotencia del cuartel. Por lo demás, estaba asustado. ¿Le habrían avisado a
Terámenes? ¿Lo sabría Isabel, allá en casa? Le desesperaba pensar que su madre
estuviera afligida. Por fin, a la madrugada del martes siguiente, el Coronel
abrió la puerta de par en par y le pegó cuatro gritos:
-
¡Arriba, marica! ¡Ahora sí que te vas a portar bien!
-
Tan bien como la puta que te parió - Le contestó Camilo y aunque lo dijo entre
dientes, tuvo la mala suerte que el oficial lo escuchara y lo dejara otra vez a
oscuras, dando un portazo y una nueva orden: «¡Dos semanas más, una por rebelde y la otra por pelotudo!». Camilo
se lamentó de inmediato: «¡Para qué habré
hablado!», pero después pensó en la cara de sus amigos cuando se los
contara y empezó a reir, carcajeándose con ganas hasta que escuchó la voz de
Zenón Ferrás, del otro lado de la puerta:
-
¡Eh, Camilo, soy yo! - El preso saltó del catre y fue a pegar la oreja contra
la madera - ¿Me escuchás? - Seguía el otro, ahuecando una mano para no llamar
la atención de la guardia.
-
¡Zenón, amigo, andá a avisar a Terámenes que estoy aquí! - Dijo Camilo,
convencido de que su cautiverio terminaría apenas el cura pusiera un pie en el
cuartel.
-
El ya lo sabe - Respondió Zenón - Estuvo aquí hace dos días, hablando con el
coronel. No pudo hacer nada, amigazo, porque Verón le advirtió que la ley lo
autoriza a tenerte un año de servicio militar e incluso a negarte las visitas
mientras dure la instrucción.
-
¡Mierda! - Exclamó Camilo - ¿Y cuánto dura esa instrucción?
-
Tres meses.
-
¡Pero...! ¿Y mi trabajo en las granjas? - Camilo, que nunca había creído que
pudiera tocarle a él también pasar por las barracas del Regimiento, se indignó.
-
Me dijo el cura que te quedés tranquilo y no hagás despelotes - Continuó el
Cabo - que ya vendrán todos a verte cuando se cumpla el plazo. Mientras tanto,
todos los días lo manda a Efigenio con una canasta de tomates, carne, huevos y
pan para tu almuerzo...
-
¡Pero si sólo me han dado mazamorra!
-
Porque Verón dio la orden y Gallinar se queda con tus víveres, pero no te hagás
problemas, que apenas se descuiden te voy a traer algo mejor que la mazamorra
de mierda que sirven aquí.
Camilo
volvió a sentarse en su catre, ya sin ganas de reir. Le dio tanta rabia
sentirse atrapado, que a los quince días - cuando el Coronel apareció
triunfante a reclamarle la rendición - no pudo aguantarse las ganas de reiterar
el insulto:
-
Esta vez sí que me voy a portar mucho mejor que la puta que te parió.
Y
el Coronel, que tampoco era de echarse atrás, le tiró por la cabeza otras
cuatro semanas de encierro. Treinta días desesperantes, en la más completa
oscuridad y sin otra compañía que los jejenes y un plato de mazamorra cada dos
días, porque el ayuno era parte del castigo. Con el orgullo en carne viva,
Camilo no dijo ni una palabra y se esforzó en dormir el máximo tiempo posible,
para no pensar. A los treinta días, Verón abrió la puerta y un retazo de sol de
dio en los ojos, haciéndolo parpadear.
-
Qué pasa, che, parecés dormido - Dijo el militar, golpeando con la fusta sobre
el marco - ¿Te cuesta despertarte?
Camilo
despegó los párpados de un solo ojo, lo miró de arriba abajo y respondió:
- La
verdad, sí, es que estaba soñando con la puta que te parió.
Y
Verón volvió a dejarlo encerrado, con la orden estricta de no darle más que pan
y agua hasta que se cumplieran los tres primeros meses de vida militar. Sin
embargo, una semana antes de que venciera el plazo envió a Gallinar con la
misión de poner en condiciones al preso. “Dale
doble ración de mazamorra, que debe estar hecho un palo”, sugirió por lo
bajo, buscando evitar las quejas del cura cuando cayeran las visitas. Gallinar
abrió la puerta de la celda, sacó al reo a los empujones y se quedó mirándolo
con la boca abierta, sin poderlo creer. Camilo llevaba meses sin bañarse y una
barba sucia le cubría la cara, pero había subido peso de un modo notable.
Furioso, el Coronel mandó que lo encerraran de nuevo, le puso una guardia de
cuatro reclutas y le decretó una jarra de agua como todo alimento por los días
que le quedaban, tras lo cual castigó a todo el pelotón con un descuereo
implacable. “¡Y olvídense de los francos
hasta que yo sepa quién fue el hijo de puta que le pasó comida a ese infeliz!”,
vociferó, mientras Gallinar espantaba al reclutaje a puro ladrido. Al día
siguiente, con la tropa echando lagartijas al rayo del sol, hizo sentar a
Camilo en medio del patio para que sufriera la más espantosa de las rapadas, a
mano de Gallinar. Sin mostrar contrariedad, Camilo se aguantó los tirones, la
media docena de tajitos sangrantes y un tableteo incesante de insultos
cuartelarios, antes de calzar el uniforme desentallado, los borceguíes
estrechos y el birretito militar, más un fusil de la guerra del Chaco – sin
balas - al hombro y la orden de estar plantón hasta el amanecer. Sin una
palabra, sin un gesto, esta vez obedeció. «Parece
que comencé a domarlo», se dijo Verón poco después, viéndolo pasar rumbo al
portón de las visitas. «Mírenlo al
cogotudo - pensaba Camilo, observándolo de reojo - se cree que ya me venció». Se quitó el birrete, para dar a sus
amigos la oportunidad de retorcerse de risa con su corte de pelo, pero también
para que Verón advirtiera que el asunto le importaba un bledo. Besó a su madre
con cierta displicencia, abrazó a su perro Muralla con todas sus fuerzas y
después a Aspasia, al padre Terámenes, al Doctor, a Aquiles y al Comisario,
antes de pasar a estrechar las diestras de sus amigos, tan luminoso que nadie
diría que se había pasado tres meses completos en la más completa oscuridad.
LIX
Cuando
comenzó la lucha por la intendencia y Aquiles lanzó su candidatura, el paso de
Camilo por el Regimiento había quedado tan atrás que nadie lo recordaba, pero
en su momento fue el principal comentario de Nueva Atenas. Conociendo el carácter
temerario del muchacho, nadie apostaba que saldría bien librado. En el mejor de
los casos, decía la gente, recibirá un tiro por accidente y su madre lo tendrá
envuelto en madera de pino, sin explicación ni consuelo. En el peor, pagará de
tal modo su osadía que no se atreverá a volver. Vagará por la comarca como un
paria hasta esfumarse en la nada, como Narciso. O como Natalio Oviedo, el
valiente que marcó historia con su mal destino, allá por los tiempos en que el
Coronel no pasaba de Teniente y Gallinar sólo era un Cabo ladino y rencoroso.
Nadie hubiera dicho que Natalio tuviera las agallas que tuvo, pues todo su
aspecto sugería lo contrario. Flaquito, un poco encorvado, medio tapado el
rostro por unas gafas culo de botella. Estudiaba filosofía y hacía sus primeras
armas como aprendiz de cronista en el Diario Regional cuando le tocó la
milicia. Estoico, soportó el descuereo de los primeros meses igual que los
demás e ignoró las burlas con que Gallinar lo perseguía, llamándolo lechuzón, pedo de laucha y otras
lindezas por el estilo. Con los anteojos cubiertos de barro y el cuerpo molido
por las marchas, aguantó tan firme que hasta el pérfido Cabo llegó a la
conclusión de que tal vez sirviera para algo y lo puso a cargo de la contabilidad,
puesto clave que requería no sólo cerebro, sino también discreción absoluta.
Avispado como era, a Natalio le bastó una mirada para comprender que alguien
estaba enriqueciéndose en grande y como además de valiente era ingenuo, no dudó
en ir a avisarle a Verón: “Mi Teniente”
- dicen que dijo, resumiendo lo visto - “Todo
lo que se compra está sobrefacturado hasta en un mil por ciento, figuran tres
veces más soldados de los que hay y se vendieron, por dos pesos, cien hectáreas
de buenas tierras a una empresa llamada VE.IN.S.A., sin anotar dirección ni
teléfono. Acá hay algo raro”. Con su frialdad de siempre, Verón agradeció
los informes y le prometió un ascenso a cambio de su perspicacia. Natalio salió
del sin imaginar que la sigla significaba «Verón
Intendente Sociedad Anónima» y que quien se enriquecía con el robo era,
precisamente, el Teniente. Esa misma tarde, Gallinar le dio una paliza tan
bestial que fue un milagro que el indiscreto no muriera. Perdió dos muelas, un
diente inferior y el colmillo superior derecho. Tuvo tres costillas
fracturadas, hematomas de las más diversas y hasta se quedó sin sus lentes culo
de botella, pisoteados con rabia por no haber respetado la cadena de mando.
-
¡Esto es para que aprendás a no ir con cuentos al Teniente! - Gruñía el Cabo,
estrujándole las tripas con una mano férrea y sanguinaria.
Sobrevivió,
quién sabe cómo, el aprendiz de mártir, arrastrándose de su catre al baño para
vomitar a medianoche, ciego y aterrado, pero vivo y para colmo, con ganas de
tomarse el desquite. Porque era valiente, el tal Natalio. Esperó que curaran
sus heridas, simuló no guardar rencores y a la primera ocasión se robó los
libros contables y fue a esconderlos detrás de la cisterna. Y del baño de
Verón, nada menos. Lo atraparon el viernes, cuando salía de franco, porque tuvo
la mala suerte de que a Gallinar se le ocurriera revisar qué era el bulto que
le inflaba el uniforme.
-
¡Ah, traidor! - Exclamó el Cabo y lo llevó a sopapo limpio al calabozo, donde
lo encerraron bajo llave. Creyéndose perdido, Natalio pasó el fin de semana
intentando abrir un hueco en la pared, raspando desesperado con una cuchara. No
lo logró, pero para su sorpresa, el lunes fue el Cabo a liberarlo y a ordenarle
que se reintegrara a la tropa. No sólo estaba perdonado, sino que en prueba de
confianza, esa misma noche lo dejarían hacer guardia. ¿Qué habría pasado?
Comenzó a saberlo por la tarde, cuando le llegó la consigna de ir de centinela
al último rincón del Regimiento, casi al fondo del valle. «¿Cómo voy a vigilar sin lentes?», sospechó, llegando al desatino
de agregar: «Me escaparé durante la noche
y contaré todo a la prensa». Sin duda lo hubiera hecho, si no fuera porque
apenas llegó al puesto se encontró a solas con Gallinar, que lo estaba
esperando. Se oyó un estampido y el fogonazo iluminó los ojos miopes de
Natalio, que cayó sentado, sin poder creer que acababan de matarlo.
Boquiabierto, vio alejarse corriendo a Gallinar y después, para asegurarse que
era cierto, se metió un dedo tembloroso en el agujero que le había dejado el
plomo en la frente. Aterrado, se apoyó en la pared de la garita para ponerse de
pie y luego salió a los tumbos, rumbo al cuartel. El Cabo reculó asustado,
viéndolo aparecer en la cocina bañado en sangre. “¡Asesino!”, gimió Natalio, antes de caer al suelo, impresionado de
su propia muerte. «Fue un milagro»,
dijeron los enfermeros que lo atendieron a la medianoche, para salvar las
apariencias. La bala no había penetrado el cráneo, sólo lo había rodeado
completamente antes de salir por una oreja y perderse en el monte. Temblando de
pies a cabeza, el corajudo los insultaba entre dientes, dudando entre creerse
muerto o saberse vivo. Para que acabara de convencerse, lo mandaron de nuevo al
calabozo y pareció que se olvidaban de él.
Anunciado
Battilana y Agamenón García, los mismos que años más tarde serían enemigos
jurados de Narciso, ya formaban por aquellos días parte de lo peor del
Regimiento. Eran la mano de obra, dura y sin escrúpulos, que el Teniente
utilizaba en casos extremos. A cambio, tenían vía libre para hacer de las
suyas, a partir del momento en que se apagaban las luces y el cuartel quedaba a
su disposición. No sólo robaban y maltrataban a los nuevos reclutas que no se
atrevían a enfrentarlos, sino que además salían de caza, pues la especialidad
de Anunciado y Agamenón eran los jovencitos de sexualidad difusa. Directamente,
se los apropiaban. Los tenían de esclavos para todo uso. Eran sus novias,
llorosas y asustadas, cada vez que el Cabo cerraba la puerta de la barraca y
decretaba la indefensión. “Que esos dos
pervertidos se encarguen de él. Un mes, por lo menos”, fue la orden de
Verón, “Cuando acaben de sacarse el
gusto, ya no hará falta meterle un tiro. Nadie le creerá lo que diga”. Y
fue así nomás. Durante diez noches espantosas, el Cabo encerraba a los sádicos
en la celda donde estaba Natalio y sólo los dejaba salir de madrugada, una vez
saciados sus instintos. Fue inútil que el condenado se defendiera con bravura,
pues los verdugos terminaban doblegándolo y humillándolo entre risotadas,
golpes y jadeos. Tal vez incluso un tratamiento tan perverso hubiera soportado
Natalio, pues tenía un corazón de hierro. Lo que realmente lo destruyó fue el
modo en que lo liberaron, justo el día del desfile y frente al pueblo reunido a
pleno en el cuartel. A mitad de la función, el Teniente leyó en voz alta la
expulsión del soldado Natalio Oviedo, por infracción al artículo que penaba la
homosexualidad manifiesta. Fue como si le atravesaran el alma, con su madre y
sus hermanos allí, escuchando espantados la infamia. Eso lo dejó muerto en
vida. No volvió a ser el mismo. Fuera de la celda, se recluyó por propia
decisión en un silencio enfermizo y terminante. Nunca más habló con nadie y el
día en que terminó la milicia, regresó al pueblo y se metió en su casa para
siempre, huyendo de la vergüenza. Sólo lo volverían a ver un cuarto de siglo
más tarde, el día en que salió decidido a cobrarse la mayor afrenta de su vida.
LX
Con
tales antecedentes, nadie culparía a Isabel por la angustia mortal que la invadió
cuando supo que su hijo había sido llevado al Regimiento. Corrió a ver al
Doctor al hospital y de allí fueron a buscar a Terámenes, que no sabía nada del
asunto. De inmediato, el cura se colgó un Rosario hecho con coquitos a modo de
cuentas y salieron a parlamentar con Verón, quien los hizo esperar dos largas
horas antes de atenderlos. Fue una reunión tensa y de la que no sacaron nada,
pues el Coronel se limitó a leerles el reglamento que lo autorizaba a reclutar
a cualquier muchacho mayor de dieciocho años que no estudiara ni trabajara
formalmente. «¡Pero mi hijo trabaja de
sol a sol, los siete días de la semana!», exclamó Isabel, creyendo haber
encontrado la puerta de salida. «Es sólo
un voluntariado, nada formal», la contrarió el militar y después agregó,
sonriendo: «Al fin y al cabo, su hijo ya
es un hombre y a todos los hombres les toca el momento de cumplir con la
Patria, así que harían muy bien en retirarse y dejarme hacer mi trabajo. Su
hijo no es diferente de los muchachos que tengo en el cuartel ¿qué les
aflige?».
-
Mire, usted sabe muy bien qué es lo que nos aflige - Dijo entonces Terámenes -
Tanto Manfredini como el Turco Julián quisieron matar a este chico y ahora está
aquí, en manos de un socio de esa gentuza. ¿Para qué fingir? Usted no representa
ninguna garantía.
-
Bien, ya dijeron lo que querían, así que ahora retírense - Respondió Verón, tan
frío como siempre. Isabel y Epaminondas abrieron la boca para decir algo, pero
el sacerdote se les adelantó, gruñendo y levantando un puño amenazante:
-
Yo todavía no terminé, Verón, todavía me falta decirle lo mismo que ya le dije
a sus socios: ¡tóquele un pelo a ese chico y seré su peor enemigo!
-
Déjese de joder, padre - Rió el militar - que ese Rosario que se puso no lo
protege de nada, aquí adentro.
-
Idiota. Este Rosario lo protege a usted, no a mí - Respondió el sacerdote y se
levantó de la silla. Isabel le apretó una mano y el Doctor hizo un gesto de
marcharse. Cuando salían, oyeron la risita del Coronel subrayando la frase de
despedida:
-
Un Rosario no para una bala, padre, no lo olvide.
Fue
un amargo regreso, lleno de malos augurios. Con los días, sin embargo, fue
cediendo la angustia inicial y al cumplirse los tres meses de instrucción
llegaron a pensar que se habían afligido en vano, pues Camilo se veía fuerte y
sano, libre de todos los males que habían temido. Sólo Isabel sospechó que no
podía ser tan sencillo. «Lo peor puede
estar aún por comenzar», se dijo. Y acertó. Apenas se fueron las visitas,
Gallinar lo mandó de nuevo al calabozo y a pan y agua, creyendo que así lo
obligaría a decir quién lo había alimentado durante su prisión. Daba por seguro
que había sido Zenón, pero quería una confesión en toda la regla, escrita y
firmada. Así pues, aquello fue sólo el principio. Para evitar nuevas filtraciones,
mandó a llamar al pérfido Agamenón García - Anunciado Battilana ya se había
muerto, baleado en un extraño suceso - y le encargó montar guardia de noche
junto a la puerta de la celda. «Salvo yo
o el Coronel, acá no entra nadie», fue el mandato. De modo que Camilo tuvo
que cumplir con la condena, pese a que su amigo deambulaba sigiloso por las
cercanías, aguardando la menor ocasión para romper el aislamiento.
-
Ese no va a hablar, ni aunque se muera de hambre - Dijo Verón, a las dos
semanas - Metélo al monte, a marcha forzada hasta que reviente.
Como
Agamenón se había retirado con el rango de Cabo de Reserva, le dieron un
uniforme, una paga semanal y la encomienda de acompañar al Sargento día y
noche, no fuera que el prisionero intentara la fuga de la desesperación. «A la menor sospecha, un tiro en la nuca»,
fue la consigna, pero no haría falta. Camilo estaba determinado a aguantar,
aunque salió de la celda tan debilitado que sentía vértigos. Gallinar le cargó
una mochila de treinta kilos a la espalda, un fusil sin balas y un casco que
sólo servía para agregar peso, tras lo cual salieron a los gritos, rumbo al
monte. El sargento y el verdugo, a lomo de mula y el preso entre los dos,
tambaleándose. A la media hora, cayó al suelo, extenuado. «¡Arriba!¡Arriba!», ordenó Gallinar, animando a la mula a dar unas
coces al conscripto. «¿Para qué nos
tomamos tanto trabajo?», se quejó García, pasándose la manga del uniforme
por el rostro sudado. «Ni siquiera
llegamos al monte y éste ya se nos cae. Matémoslo acá mismo». Pero ya
Camilo estaba incorporándose, aferrado al correaje de la mula de Gallinar. «Si son
tan machos, bájense de las mulas», dijo entre dientes y el Sargento le
asestó un rebencazo por la cabeza. Menos mal que tenía el casco. «¡Vamos, carajo, a cumplir con la Patria!
¡Carrera march, uno!», exclamó Gallinar y Agamenón resopló con fastidio,
azuzando a su propio animal. Camilo apretaba los dientes y sacaba fuerzas de la
vergüenza para no caer de nuevo, empeñado en llegar hasta la primera hilera de
eucaliptus. No lo consiguió. Perdió el sentido cuando ya estaba a punto de
alcanzar la sombra y se desparramó con estrépito, de cara al suelo. El casco
rodó varios metros.
-
¿Este es el bravo del que me hablaste tanto? - Se burló Agamenón, saltando a
tierra. Tomó a Camilo de la ropa y lo arrastró hasta obligarlo a recobrar la
consciencia - ¡Vamos, Pandulce, que
aún falta lo mejor!
Acicateado
por la humillación, Camilo volvió a incorporarse. Soportando el descuereo toda
la mañana, cayó y se levantó tantas veces que al final ya no distinguía si
estaba de pie o en el suelo. Tenía las manos y la cara llenas de sangre,
lastimadas por las espinas, pero no sentía dolor. Sólo cansancio. Un
agotamiento tan parecido a la muerte, que no era posible resistirse más. Sintió
que se hundía, que caía al fondo de un pozo sin ruidos. «Será el hambre de estas dos semanas», se dijo, antes de que la
extenuación fuera absoluta.
LXI
Por
una cosa u otra, Camilo perdió todos los francos de los cuatro meses
siguientes, pero sobrevivió al empecinamiento feroz con que lo persiguió Gallinar.
Hasta Verón tuvo que ceder a la evidencia de que no podrían deshacerse del
rebelde por medios naturales. Si Manfredini y Caballero lo querían muerto,
tendrían que hacerse cargo ellos mismos, pues de ninguna manera pensaba darle a
Terámenes un motivo para una acusación formal.
-
Ese cura de mierda es un problema y yo no lo quiero aquí - Dijo en voz baja,
una tarde en que sus socios fueron a visitarlo al cuartel - así que dentro de
cinco meses, al Insaurralde ése le doy la baja y allá ustedes.
-
¡No puedo creer que ese chico haya logrado vencerte! - Respondió Manfredini,
masticando molesto la punta de un cigarro.
-
No me venció, pero ya llegué al punto al que estaba dispuesto a llegar -
Corrigió el militar - Lo intentamos todo, marchas que hubieran reventado al más
duro y hambrunas larguísimas, pero siempre se las arregló para salir bien
parado. Tiene siete vidas, se los aseguro.
-
¿Y no probaste de darle la medicina aquella, la que le diste una vez a Natalio
Oviedo, el que quiso demandarnos? - Preguntó Espeucipo, rascándose la nariz.
-
Por si no te acordás, al loco de Anunciado lo pusimos frío aquella vez de...
-
Sí, ya sé, pero nos quedaba el otro, el socio...
-
Agamenón - Dijo el Coronel - Ya lo intenté. Lo hice pasar a la celda de
Insaurralde y el pendejo le rompió la mandíbula. No sé cómo hizo, pues Agamenón
es ancho y fuerte como un toro, pero lo hizo. Tuve que pagarle el hospital y
darle dinero para que se fuera lejos por algún tiempo. ¡No, no hay caso! ¡A ese
pendejo no le entra bala!
-
¿Cómo que no? Un tiro, viejo, un tiro y listo.- Dijo Manfredini - ¿Cómo no se
lo pegué yo mismo, aquella vez, en Foz? ¡Tenés que hacer que se suicide!
-
No, de ningún modo - Volvió a negar Verón - El cura me tiene en la mira, así
que ese chico no puede suicidarse en mi cuartel.
-
¿Le tenés miedo al cura? - Rió Espeucipo.
-
No seas idiota - El Coronel estaba muy serio - Si el cura se me viene encima,
tendremos un problema de esos que no se resuelve metiéndole un tiro a alguien.
Con la iglesia no se jode, nadie le gana una guerra a Dios.
-
Bueno, hay que ver que has hecho todo lo posible - Aceptó Manfredini,
encogiéndose de hombros - así que si de verdad queremos a ese chico fuera del
juego, nos tenemos que comprometer los tres y planear algo en serio. Ya lo ven,
desde que está aquí, la banda de los Descalzos no jode a nadie y hasta
Terámenes parece menos belicoso.
-
¿Cual es tu plan?
-
Si hasta dentro de un mes, ese muchacho sigue vivo - Continuó Manfredini - voy
a venir a pedirte voluntarios para unas refacciones en mi casa. Vos me los das
y del resto me encargo yo.
-
Así que tu desafío es de un mes - Dijo el Coronel, sonriendo - Bien, lo acepto,
pero antes me gustaría hacer una pregunta que me da vueltas desde hace rato ¿no
estamos dando demasiada importancia a este chico?
-
¡Sabía que tarde o temprano ibas a decir eso! - Exclamó Manfredini, golpeando
las palmas -Miralo del siguiente modo: hace catorce años, Terámenes estaba a
punto de abandonar la escuela rural. Hoy, gracias a este Camilo, su escuela
funciona viento en popa y aprovecha hasta el último metro cuadrado de las
hectáreas que le donó el gobierno. Nosotros tres, te incluyo, necesitamos esa
tierra. Nos es imprescindible, porque si por alguna razón alguna vez perdemos
la intendencia...
-
¡Eso no va a pasar! - Interrumpió el Intendente, ignorando que al año siguiente
debería abandonar el cargo, con el agravante de que su hijo se negaría a
sucederlo.
-
Esperá, sólo digo que podría pasar -
Se defendió Aristóteles - Y si pasara, no tendríamos ningún territorio seguro
para la entrada y salida de mercaderías. No siendo los terrenos fiscales que
por ahora controlamos, la única manera de llegar al río es a través de la
escuela rural. ¿Vamos a arriesgarlo todo por un mocoso de mierda? ¿Por qué
esperar a ver si la cosa llega a mayores o no?
- Entonces
- Dijo el Coronel - nuestro verdadero problema es esa escuela de mierda. ¿Y si
encontrara un argumento suficiente para arrasarla? ¿Y si dijéramos que plantan
marihuana?
-
¿No era que nadie gana una guerra contra Dios? Olvidáte - Concluyó el
Intendente, molesto de que Aristóteles hubiera mencionado la posibilidad de perder
el poder. ¿Cómo podría suceder tal cosa? ¡Su familia había estado por más de
cien años a cargo de la intendencia! Incómodo, inició la retirada. Saludó al
militar sin estrecharle la mano y trepó enseguida a la camioneta. Manfredini se
sentó a su lado y cerró las puertas.
-
¿Qué es eso de que yo puedo perder el poder? - Gruñó, mientras salían del
cuartel a buena velocidad - ¿Cómo vas a decir algo así delante del cuervo ése?
¡Fue como decirle al zorro que el gallinero estará abierto!
-
Quedate tranquilo, primo - Respondió Manfredini - que con un poquito de suerte,
nuestro socio se dará maña no sólo para librarnos del cura Terámenes, sino
también de sí mismo. Ya vas a ver que por ambicioso mete la pata.
Pero
Espeucipo no se quedó tranquilo. Algo le decía que llegaría el momento en que cada
cual tiraría para su lado, en cuyo caso el Coronel tendría claras ventajas. «Es tan ladino ese milico», pensaba, «que no me sorprendería enterarme que no se
esforzó con Camilo porque en realidad le gusta que nos cause problemas».
Miró de reojo a su primo, que fumaba despreocupado, mirando por la ventanilla.
Volvió a pensar en Verón. ¿Y si realmente encontraba un argumento suficiente
para arrasar la escuela? ¿Qué le impediría entonces arrasar también con sus
socios de toda la vida?
LXII
El
Coronel no se enteró jamás de que la noche en que Agamenón entró a la celda de
Camilo, por detrás suyo se coló Zenón, el fiel amigo del preso. Tampoco lo supo
Agamenón, que siempre creyó que había sido sorprendido por el prisionero,
oculto tras la puerta. En un asalto silencioso y feroz, Zenón se deshizo del
violador con golpes tan certeros que por poco no lo dejan muerto. No hacía
falta, de todos modos. Con la mandíbula rota y el prestigio esfumado para
siempre, no volvió a pisar el cuartel por el resto de su vida. Desapareció,
simplemente. No se lo vio más. Algunos días después, cuando Verón no tuvo más
remedio que liberar al reo, la tropa lo recibió con un aplauso triunfal. El
Coronel nunca lo olvidó. «Este tipo es
algo especial», diría después, en vísperas del final de la Guerra de los
Descalzos. «Es un líder nato, por eso
debemos asegurarnos de que no salga vivo de aquí». Para cuando soltó esta
frase, casi todos los amigos de Camilo estaban muertos, incluyendo al
entrañable Zenón. Sin embargo, por la época en que se propuso ganar el desafío
a sus socios, el final aún estaba lejano. Tenía cuatro semanas por delante para
deshacerse del rebelde, pero ninguna idea sobre cómo lograrlo. El Sargento,
ofendido a muerte por la solidaridad dada al desgraciado, redobló los castigos
e injusticias. Puso a todos a pan y agua durante cinco días. Carrera march a
medianoche, por el medio del monte. Guardias de doce horas seguidas, parados,
sin beber ni comer. Mochilas de cincuenta kilos para trepar el cerrito, a la siesta
y con casi cuarenta grados. Pruebas de resistencia que diezmaban al batallón y
dejaban el tendal de abatidos por las serranías. En fin, todo lo intentó, todo
lo hizo, pero nada consiguió opacar la estrella de Camilo. Al contrario, para
la fecha en que Aristóteles regresó con su propuesta, la mitad de los
conscriptos hablaba de iniciar un motín. Gallinar tuvo que mostrar los dientes
para reunirlos en el patio principal.
-
¡El empresario Manfredini tiene cinco vacantes para los que deseen dejar el
cuartel y trabajar en su casa hasta el final de su conscripción! ¡Quién se
ofrece! - Anunció, a voz en cuello, el Coronel. Los reclutas escucharon
atentamente y se miraron unos a otros, pero ninguno levantó la mano. Nadie respondió.
-
Creo que tenemos un problema - Dijo Manfredini, en voz baja. Gallinar estaba
tan nervioso que abría y cerraba los dedos, como si practicara un
estrangulamiento.
-
Así que no hay voluntarios - Murmuró Verón, bajando de la galería al patio. Con
la fusta, pegó un par de golpes sobre sus botas y agregó: - No importa, porque
a este cuartel no han venido a decidir por sí mismos, sino a recibir órdenes ¡A
ver, usted!
-
¡A la orden, mi Coronel! - Respondió un soldado bajito y esmirriado llamado
Néstor Ottamendi y apodado Pajarito Triste, quién sabe por qué. Manfredini
sonrió, mirando de reojo a Camilo, que simulaba estar muy interesado en una
nubecita que cruzaba el cielo.
-
¡Usted, el cuarto de la primera fila! - Continuó Verón, ladrando bajo el sol -
¡Un paso al frente, nombre y apellido!
-
¡Bienvenido Morales, mi Coronel, a la orden! - Gritó, desafinando por el
esfuerzo, el segundo elegido. Moreno, ancho de hombros, pero bajito, era el
hijo mayor de un cacique de los avá
guaraní y había llegado al cuartel como voluntario, medio año atrás.
-
¡Ese de ahí, el gordo con cara de luna llena! - Bramó el oficial y Temóstecles Santacruz,
llamado en adelante Luna llena, se
cuadró como pudo en el tercer lugar. Luego, en una rápida sucesión de alaridos
marciales, les tocó el turno a Perímetro González y a Camilo Insaurralde, con
lo que quedó cerrado el cupo. Y ya que lo nombramos, quede dicho que al igual
que Manganeso Ruíz, Perímetro debía el nombre a un error de sus padres, quienes
creyeron que correspondía a la genealogía helénica y no a la geometría, como
supieron mucho más tarde, cuando el hijo entró a la escuela. De mediana
estatura y muy delgado, solía ufanarse de su habilidad para no caerle mal a
nadie, por eso se sorprendió de que lo incluyeran entre los que partían al
ostracismo. Algunas semanas más tarde, cuando lo enterraron, el pueblo comentó
que era increíble que un muchacho tan bueno pudiera tener enemigos. “Hasta Dios los tiene”, filosofó esa
noche Espeucipo, consolando a los padres del infortunado. Pero esto sucedería
después. Mientras tanto, al trote ligero, los reclutas alzaron sus bártulos y
treparon a la caja de la camioneta conducida por Manfredini. Por un segundo,
Camilo y el Coronel cruzaron sus miradas en la despedida. Los dos estaban
serios. Es probable que sintieran, tanto el uno como el otro, que tarde o
temprano se volverían a ver.
***
Capítulo 15
(Capítulo
un tanto cursi, en el que varios se enamoran al mismo tiempo, aunque de
personas distintas. Entra en escena un personaje siniestro, pero santo, cuya
mayor virtud radica en
no
hacer uso jamás el don que lo sacraliza. Aspasia, que hasta ahora se había
portado como
una
santa, decide pecar cuanto antes)
LXIII
E |
l monaguillo
Arcadio llegó a la capilla del padre Rigoberto el mismo día en que los reclutas
entraron a la mansión de Aristóteles, detalle que tendría en cuenta el
periodista Reyes para discurrir sobre las conjunciones cósmicas. Pelirrojo y
cejijunto, Arcadio miraba al mundo con cautela, entrecerrando los párpados
pecosos para que sus ojillos azules no vieran demasiado, apenas - decía él - lo
necesario para no chocar con nadie. Era su filosofía. Nunca molestar. Jamás
interrumpir y menos contradecir, por motivo alguno. No muy alto, pero huesudo,
tenía la costumbre de andar medio inclinado, como si husmeara los rastros
dejados por alguien. De nariz portentosa, cada vez que miraba fijo a una
persona, parecía que la estaba señalando, así que había tomado la costumbre de
mirar de soslayo, como si no quisiera. Aspasia lo conoció un domingo en que fue
a llevarle la vianda al párroco. «¿Quién
será?», se preguntó, frunciendo la nariz con aprehensión al tiempo que el
inocentón estiraba una mano para recibir las ollitas encastradas. Sorprendida,
lo vio desaparecer luego con un sigilo exagerado hacia el fondo de la
sacristía. Arcadio tenía algo de película truculenta, un aire siniestro que
llamaba la atención. Incluso en misa y vestido de arcángel, no dejaba de
parecer un pajarraco. Se sentaba encorvado en una silla, igual que un cuervo en
una horqueta y la gente lo miraba a él e ignoraba al cura, subido al púlpito
para el sermón. Y Arcadio dormitaba, babeando levemente.
-
No sé como el padre puede tener a un monstruo así en la iglesia - Comentó una
de las beatas - Nada más verlo, se me atraganta la hostia.
-
Tiene aspecto de pervertido - Dijo otra.
-
No, qué va, si estuvo años en el Seminario de la capital - Retrucó Epaminondas,
cuando la mala intención le llegó a los oídos. Resultó que Arcadio era sobrino
de una prima del cuñado del hermano de Filoxena, que fue quien pasó el dato que
quitó el sueño a los vecinos: Arcadio no sólo había pasado media vida en el
Seminario, sino que llegó cerca de la ordenación. Pero fue expulsado.
-
¿Por qué? ¡No puede ser por nada bueno! - Clamaron las damas de la Acción
Católica, temiendo un presente griego de Lucifer - ¡Seguro que es un
degenerado!
-
Nuestras hijas apeligran con el monstruo - Dijo Ña Chiquitunga, la paraguaya, despegando
con un pañuelito el carmín pegado a los dientes. A tanto llegó la inquina, que
el párroco tuvo que darle un descanso a su teniente y aprovechar la ausencia
para hablar de él, reclamando caridad:
-
¡Y aún si fuera todo lo demoníaco que ustedes dicen! - Exclamó, como para dar un
cierre ejemplar al asunto - ¡Es aquí, en la casa de Dios, entre los hijos de
Dios, donde el pobre muchacho hallaría la cura de todos sus males!
Después
del rapapolvo, hasta las arpías recalcitrantes se calmaron y saludaban con
espantada inclinación de cabeza el paso del monaguillo, pero al poco tiempo, Empédocles
Gutiérrez, un empleado de Aquiles que era amigo de la novia de otro ex
seminarista, desparramó el motivo de la expulsión. “Era un fanático”, contó, en rueda de amigos, “y en el Seminario ya lo veían convertido en Obispo. Hasta se flagelaba
con un cuero trenzado, igual que los santos de antes. Un loco total. ¡No iba a
parar hasta llegar a Papa!” Pero Arcadio tenía un defecto. O una virtud,
según quién y dónde se lo juzgara. En todo caso, su característica más saliente
estaba por completo fuera de lugar en una vocación como aquella y en un medio
como aquel. Se la descubrieron pocas semanas antes de la ordenación, mientras
se repartían a toda prisa las invitaciones. Y fue de pura chiripa, como suelen
suceder las cosas más complejas. «Otra
puta casualidad», al decir de Arístipo.
- Su
cumplimiento fue magnífico - Había dicho el Arzobispo, soltando el humo pálido
de un habano mientras hojeaba el currículum
de Arcadio, propuesto ese año para medalla de oro de la promoción. Los
profesores, que lo habían tratado de cerca durante más de un lustro, aseguraban
que no habían visto nunca tanta santidad.
-
Nadie puede ser tan perfecto - Sugirió con malicia el padre Felino, aspirante a
Rector. Miró hacia la ventana a través del vino de su copita y agregó: - Cuando
uno no encuentra el defecto es sólo porque no se fijó bien, o porque está muy
escondido, así que en vez de alabarlo harían mejor en vigilar día y noche a ese
pollo, pues es mejor que lo que sea que tenga sea descubierto ahora y no que la
Santa Madre Iglesia cargue un día con la cruz del muchacho.
-
¿No le parece, padre, que si nuestro muchacho tuviera una cruz por cargar, sería
justamente la Madre Iglesia quien debiera ayudarle a hacerlo? – Intervino, muy
sarcástico, el cura Palomino, Vicerrector y confesor de los seminaristas.
-
Dejáte de joder, Palomino - Respondió el Arzobispo, parpadeando porque el humo
le había entrado en los ojos - que no hay carga más pesada que tener en la
congregación a un cura liviano, a ver si me entendés.
-
Mirá si es puto - Añadió, entre risitas, el aspirante a Rector.
De
modo que se pusieron en campaña para escudriñar a Arcadio. Husmeaban lo que
comía. Cómo masticaba y tragaba. Cuánto dormía. Revisaron sus pertenencias y
hasta leyeron sus cartas. Pusieron bajo la lupa de la suspicacia hasta el modo
en que miraba a sus compañeros. Si los tocaba. Si les sonreía. Pero Arcadio
tendía a aislarse y ni siquiera se bañaba junto a los demás, después de los
partidos de fútbol. Aguardaba a que el vestuario estuviera libre para quitarse la
ropa y refugiarse en la ducha, solitario y feliz. «¿Por qué se esconde tanto?», se alarmaron los frailes. «Aquí hay gato encerrado; vamos a la ducha,
detrás de él». Así lo descubrieron, el sábado anterior al de la graduación.
El Arzobispo se quedó pasmado. El Rector no supo si santiguarse o maldecir y
hasta el padre Palomino reconoció que el asunto se le escapaba de las manos.
Era demasiado grosso.
-
Olvidáte, Palomino - Fue la tajante decisión del Arzobispo - nadie que tenga
una pinga como ésa puede ser un cura. ¿Has visto esos huevos? ¡Parecían
naranjas!
-
Pero Eminencia - Se defendía el confesor, todavía aturdido - a lo mejor un día
le crece el resto del cuerpo y se le equilibran las proporciones. Además, el
chico es todo un santurrón, ni sabe lo que tiene.
-
Pero lo sabrá, tarde o temprano. Y lo que es peor: lo sabrán las mujeres de la
parroquia que atienda - Se escandalizó el Rector, enarcando las cejas - ¡Se le
tirarán encima y él se olvidará muy pronto de su santidad actual!
Así
fue como Arcadio fue declarado «no apto»
y separado del resto de sus compañeros de ordenación. A los pocos días,
abandonó los claustros en los que había pasado buena parte de su vida y partió
sin despedirse de nadie, pero sin una queja. Salió al camino y vagabundeó
durante meses por los pueblos fronterizos, ganándose la vida como monaguillo de
paso hasta que recaló en Nueva Atenas y conoció al cura Rigoberto.
-
Así que casi fuiste sacerdote - Murmuró aquella vez el párroco, hojeando las notas
de recomendaciones que había firmado el buen Palomino, sin que nadie las
pidiera.
-
Ajá.- Respondió Arcadio, echándole una ojeada a la sacristía - ¿No quiere saber
por qué no llegué a serlo? Quiero que sepa que fui expulsado.
-
Mirá vos - Dijo el padre, sin sorprenderse en absoluto. Desde que lo había
visto entrar, supo que en el muchacho había algo trágico.
-
¿Y no quiere saber por qué? - Preguntó el recién llegado, susurrando.
- No.
Eso es asunto tuyo - Respondió Rigoberto, sonriendo - Pero acá me hace falta un
buen monaguillo, así que te puedo dar casa, comida, libros para leer y algunos
pesitos cada tanto, si te interesa quedarte.
Y
Arcadio se quedó, agradecido. Limpiaba los pisos, las paredes y los bancos
hasta sacarles brillo. Tañía las campanas con arte inigualable y preparaba unas
hostias sin comparación, por lo que al cabo de unas semanas la gente fue
olvidándose de su aspecto y lo dejaron en paz. Cuando lo supo, Aquiles prohibió
a su empleado que anduviera divulgando las miserias del monaguillo y hasta los
que ya sabían dejaron de hacer comentarios, volviendo el mundo a la normalidad.
Pero justo entonces lo supo Aspasia y algo delicado y secreto se quebró - ¿o
despertó? - en ella.
LXIV
Camilo
tenía diecinueve años la tarde en que vio por segunda vez a Niké Manfredini,
que ya había cumplido los veinte. La reconoció de inmediato, por supuesto. Leía
un librito a la sombra de un inmenso mango, acompañada de una mujer altiva y hermosa
que sólo podía ser la madre. Era Laida, en efecto, lo sabría luego. Se miraron
apenas una décima de segundo, pues los guardias de la mansión estaban de por
medio, apurando a los reclutas rumbo a una cabaña que quedaba al final del
parque. Pero se vieron. Y se hallaron. Niké sintió el cosquilleo del destino
por el vientre. Un algo presagioso que a Laida le pasó desapercibido, pues en
vez de mirar a su hija estaba mirando al muchacho.
-
Así que ése es el famoso Camilo Insaurralde - Dijo - ¡Es un niño!
-
Es un presumido - Respondió Niké, retomando la lectura.
-
Yo no sé por qué tu papá lo trae aquí, si es como dicen.
Pero,
por más que Niké se esforzara en retomar el hilo de la narración, las palabras
habían perdido significado. Estaba segura de que él le había sonreído un
poquito, apenas nomás, como para que nadie lo viera. Fue una mirada fugaz y un
poco burlona. Y nadie la miraba así. Ninguno de sus pretendientes se hubiera
atrevido, jamás, tal vez por eso ella se sintió tan desprotegida, incluso con
su madre al lado. Tomó coraje y giró la cabeza para mirarlo de nuevo, pero ya
no lo halló. El grupo había pasado la línea de los pinos y sólo se distinguía
claramente a Aristóteles, alto y fornido, dando indicaciones.
-
¿Los hará dormir aquí, en casa? - Preguntó, dejando caer el libro sobre la
gramilla. Se agachó para levantarlo, molesta de haber parecido demasiado
interesada.
-
No - Dijo su madre - Sólo estarán durante el día. De noche volverán al cuartel.
Niké
simuló no escuchar la respuesta, así que Laida se olvidó del asunto y regresó a
la revista que tenía sobre el regazo. Su hija pensaba en Camilo. ¿Tendría aún
el pañuelo que ella le diera una vez, allá en Foz?
-
Es una belleza, ¿no? - Susurró Perímetro González, codeando ligeramente a
Camilo. Bajo la atenta mirada de los guardias, los reclutas guardaban sus
bolsos en un armarito.
-
¿Quién? ¿La casa? - Respondió Camilo.
-
No, vos sabés a quién me refiero. Vi cómo se miraron - Aclaró el otro, sin
dejar de sonreir - Lo que no sé es por qué te trajeron justamente a vos. O el
viejo es un idiota o te tiene una trampa de aquellas ¡No entiendo!
-
Así funciona el universo, compa - Rió Camilo, volviéndose - con cosas que no
entendemos.
Al
poco rato, Aristóteles los reunió a la sombra de un alero y un segundo personaje
- luego sabrían que era el arquitecto - les explicó el trabajo que se esperaba
que hicieran. No era gran cosa, en realidad. Se trataba de levantar un muro de
píedra de dos metros de alto por casi cien de largo y después cambiar el diseño
del jardín que daba a los fondos. La tarea demandaría - según el experto -
entre cuatro y seis semanas y los colimbas serían traídos por la mañana y
llevados al cuartel por las noches, de lunes a viernes, en un camioncito de
Manfredini. Si se portaban bien, los viernes podrían salir de franco
directamente, sin pasar por el cuartel. Cobrarían cada semana el equivalente a
un cuarto de sueldo básico y llevarían en todo momento un kepis que había
dispuesto Aristóteles, de un color distinto para cada uno, a fin de que pudieran
identificarlos. A Camilo le tocó el blanco.
Niké
no pudo dormir aquella noche, inquieta por la novedad. Se levantaba a cada rato
e iba a pararse frente a la ventana del cuarto, mirando hacia el jardín. El
perfil del cobertizo, convertido en barraca para que se cambiaran y bañaran los
muchachos, lucía abandonado en la oscuridad, pero durante el día lo guardadan
tres hombres armados. Eso le molestaba. ¿Por qué los trataban así, como si
fueran presos peligrosos? ¿Y por qué su padre había traído justamente a Camilo,
cuando todo el mundo sabía que no lo podía ni ver? Se lo preguntó al día
siguiente, durante el desayuno.
-
Quizás el chico no sea tan malo - Fue la respuesta de Aristóteles - y pensé que
lejos de la influencia de ese cura maniático, pero… ¿a qué viene ese interés?
-
No es interés - Sonrió Niké, desarmándolo con su dulzura - sino curiosidad.
Aquella vez, en Foz, no pensabas igual.
-
Ah, es cierto. Bien, sólo se trata de darle una oportunidad - Aristóteles hizo
un gesto vago, como si el tema no valiera perder el tiempo en él - En todo
caso, mi reina, no es asunto tuyo y por nada del mundo se te vaya a ocurrir
siquiera hablarle a ese rufiancito.
-
Por supuesto que no.
Naturalmente,
lo primero que hizo ella fue buscar cómo llamar la atención del rufiancito sin
que nadie lo notara, tarea difícil teniendo en cuenta que los conscriptos
trabajaban de sol a sol y que los guardias no los perdían de vista ni cuando
iban al baño. Lo único que logró en cuatro días de intentos, fue cruzarse con
él un par de veces. Una mirada fugaz. Una sonrisa llena de picardía y nada más.
Pero alcanzaba para comenzar, por más que pronto terminarían las vacaciones y
se iría a la universidad. ¿Volverían a verse alguna vez? Era tonto pensar en
Camilo, se decía todo el tiempo. Después de todo, ni siquiera lo conocía. Sólo
sabía de él lo que se comentaba en el pueblo. Un chico temerario. Un audaz
indomable, comunista para peor. Alguien que ningún padre querría de yerno. Pero
tenía esa sonrisa. Esos ojos. Y ese andar de noble, pese al uniforme raso y a la
cabeza rapada. El viernes, cuando fue a sentarse bajo el árbol, encontró un
papelito, atravesado en el mimbre de la silla. Supo que lo había dejado él
mucho antes de quitarlo de su escondite. Lo puso entre las páginas del libro y
luego lo abrió. Decía así:
«Hola! ¿Qué leés? ¿Está bueno, tu libro?
Aún tengo, en casa de mi madre, el pañuelo que me diste aquella tarde. Juro que
te lo devolveré, algún día»
Se
sintió desfallecer. Dio de un salto, temerosa de que alguien la hubiera visto, aunque
estaba sola en el jardín. Volvió a sentarse y se quedó allí hasta que comenzó a
oscurecer, simulando leer y suponiendo que él aparecería en cualquier momento.
Después, cuando se convenció de que tal cosa no sucedería, corrió a su cuarto y
escribió una respuesta que creyó apropiada:
«¿Y a vos qué te importa lo que leo?»
Dobló
la esquela en varias partes, conteniendo una risita. ¿Qué diría él? Pero
después dudó. ¿Y si se enojaba? ¿Y si no le respondía más? Tal vez sería mejor
agregar una frase más amable. O tal vez no, pues quizás serviría para que él no
la tomara en serio. Decidió dejar el mensaje como estaba y bajó al jardín, pero
a mitad de las escalinatas vio al grupito de conscriptos abandonando la casa
para salir de franco. Camilo iba al frente, destacándose en la penumbra del
crepúsculo con su kepis blanco y su risa alegre. Niké sintió una punzada de
tristeza, pues ya no lo vería hasta el lunes. Esperó a que los sonidos de los
muchachos se perdieran en la calle y regresó a su cuarto, caminando lentamente.
Por primera vez en su vida, se sintió sola.
LXV
Agazapado
en una esquina, el Turco Julián vio pasar a los cinco muchachos y comprendió
que el plan tenía un error. No podía tirarle al del kepis blanco delante de los
otros, así que guardó el revólver en un bolsillo y regresó a su oficina en el
puerto, donde lo aguardaban Manfredini, el Juez y el Intendente. «Hay que ver el modo de que salgan por
separado», dijo, recibiendo un cigarro que le pasaba Espeucipo. El juez se
revisaba las uñas, incómodo; no le gustaba ese asunto de matar gente. «No hay tanto apuro», respondió Aristóteles,
que había estado pensando lo mismo durante la tarde. A él tampoco le caía bien
un crimen tan cercano. La gente hablaría, ataría cabos y terminarían echándole
la culpa a él. ¿Matan a Camilo justo a la salida de la casa de Manfredini? Demasiada
coincidencia. «Es mejor que te tomés tu
tiempo», explicó, «En tres semanas
habrán terminado el trabajo y yo estaré en el Carnaval de Foz; todo el mundo me
verá allí.¿Por qué no esperar hasta
entonces?». El Turco se encogió de hombros; le daba lo mismo matarlo un día
que otro. «Cuestión de coordinar con
Verón, entonces», resumió y pasaron a otro tema:
-
¿Y cómo va el asunto que le encargamos a Nuria? - Preguntó el Juez, mientras
hacía girar con un dedo el cubito que flotaba en su vaso de whisky.
-
Nada todavía - Respondió el Turco - No sé si el tipo desconfía o qué, pero
hasta ahora ella no ha podido acercársele. ¡Y pasó casi un año!
-
Quizás haya que buscar una mujer más joven - Rió el Intendente - ¿cuántos años tiene
ya nuestra amiga? Tal vez debiéramos darla de baja.
-
Nunca hubo ni habrá una puta más fiel que ella - Sentenció el Juez, levantando
su vaso en su honor - ¡Nunca olvidaré esa primera noche!...
-
¿Cómo pudo acostarse con todos nosotros, más todos los tipos a los que la
enviamos, sin perder jamás la lealtad? -Intervino el Turco - Sabe tanto de
todo, esa mujer.
-
Demasiado, ¿no?
Los
cuatro hombres se miraron entre sí. Era cierto y ninguno lo había dicho antes. Ella
sabía mucho de muchas cosas y estaba entrando en el declive inevitable de su
vida. Tarde o temprano tendrían que plantearse qué hacer al respecto. O mejor
dicho, cuanto antes. No era posible que en diez meses no hubiera logrado cazar
a su última presa. Algo fallaba. O estaba reblandeciéndose o el dueño del
corralón era un hueso más duro de lo que habían supuesto.
Sin
embargo, ninguna de las opciones era correcta. A los cuarenta y tres años, ella
seguía tan eficaz como en sus mejores tiempos, cuando volvía un guiñapo al más
perspicaz de los hombres. Aquiles, un solterón sin experiencia en el campo
amoroso, no podía ser rival. Jamás. Salvo que ella quisiera. Fue a verlo un
sábado por la mañana, con la excusa de que necesitaba unos arreglos en la
cocina. Aquiles no la había visto nunca, de modo que no sabía quién era. La
atendió con su mejor cara y prometió que iría a la tarde a ver de qué se trataba,
pero cuando la mujer le dio el nombre, se le borró la sonrisa. Durante veinte
años había oído hablar de ella, desde el asesinato de Sófocles hasta unas pocas
semanas atrás, cuando Ulises comentó que la habían propuesto para reemplazar a
Epaminondas, defenestrado del Municipal. ¿Quién no conocía las mil andanzas de
la atorranta? ¿Quién no había jugado a contar las decenas de amantes que le
atribuían? ¡A cuántos había hecho caer, decían, en las redes húmedas de su
cama! Y allí estaba, la pérfida. La peor de todas. Envuelta en su lujo mal
habido y aparentando una dignidad que estaba lejos de tener. Aquiles regresó de
inmediato a su oficina y desde allí la miró por el intersticio de la puerta
entreabierta, sentada en un silloncito. Cruzadas las piernas, tan campante. De
rabia, nomás, mandó a un ayudante a decirle que no podría ir, pues tenía muchas
cosas que hacer. Ella dio un respingo y respondió que no importaba, que si el
señor estaba tan atareado, volvería a la semana siguiente. Y volvió, elegante y
amable como si en vez de ser lo que era fuera una mujer de las que uno sueña
encontrar. Aquiles volvió a decirle que no y le sugirió el nombre de dos
competidores que con gusto la atenderían, pero ella insistió. Regresó por
tercera vez a los siete días y por cuarta el sábado siguiente, hasta que él
perdió la paciencia y la hizo pasar al escritorio. De tan molesto que estaba,
ni siquiera levantó la vista de sus anotaciones cuando ella atravesó el umbral.
Le dijo, en seco, que no daba la clase de servicios que ella andaba buscando.
Pero se lo dijo de un modo que no dejaba dudas sobre su hostilidad. Por primera
vez, ella perdió la sonrisa.
-
No comprendo su actitud, señor - Dijo - Francamente...
-
Déjeme que sea más directo entonces, señorita - Interrumpió Aquiles, poniéndose
de pie para indicarle la puerta - He oído hablar de usted durante buena parte
de mi vida y no es la clase de persona que deseo tratar, así que le agradeceré
que se retire.
La
mujer se sobresaltó como si la hubieran abofeteado. Se puso pálida. Tragó
saliva y luego respondió:
-
Haya oído lo que haya oído, señor, sigo siendo una clienta. Pero, por sobre
todas las cosas, sigo siendo una mujer.
Giró
sobre sus tacones y abandonó la oficina. Cruzó el salón de ventas conteniendo
la rabia y sólo se detuvo cuando llegó al estacionamiento. Tenía ganas de
llorar, pero no hubo tiempo. Aquiles la alcanzó casi enseguida, presuroso y
avergonzado.
-
Señora. Discúlpeme - Dijo, con una expresión tan auténtica que a Nuria se le
pasó la furia en un santiamén - No sólo
iré a tomar las medidas a su casa, sino que yo mismo colocaré los muebles en su
lugar.
-
Tal vez - Contestó la mujer, mirándolo de un modo extraño. Luego subió a su
auto y se marchó, dejándolo con otra disculpa a medio salir. Aquiles no volvió
a tener noticias suyas hasta tres meses más tarde, cuando lo llamó para decirle
que lo había pensado y decidió que no tenía interés en trabajar con él. Recién
entonces, comprendió cuánto había pensado en ella durante las últimas semanas,
pero aún no estaba listo para reconocer que la malvada no lucía como la había
supuesto. Arpía sin alma. Bruja corrupta y mercenaria. La había imaginado
voluptuosa y sórdida. Ordinaria y gastada. Nada que ver con lo que era. Al
principio pensó comentarle a Ulises la visita, pero fue postergando el asunto
de un día al otro, hasta que terminó por desecharlo del todo. «Con todo el daño que le hizo esa mujerzuela
- se decía a sí mismo, justificando el silencio - Ulises consideraría una traición el sólo hecho de que yo le haya
hablado». Claro que, al fin y al cabo, no era más que una clienta. Y ni
siquiera éso, porque se había marchado sin comprar.
Pasó
el tiempo. Para la época en que Camilo engordaba en la celda de castigo, Nuria
fue nombrada directora del Hospital en reemplazo de Epaminondas, cesado por su
enemistad con la intendencia. «¡Es
absurdo!», comentó de inmediato el vecindario. «Su única preparación para el puesto - rabió Ulises, en medio del
Areópago - es su eximio conocimiento del
aparato reproductor masculino». Los parroquianos carcajearon y Aquiles bajó
la cabeza, recordando la mañana en que ella le había dicho que, por sobre todo,
seguía siendo una mujer. «Merece más
respeto», pensó y aunque no lo dijo, fue la primera vez que estuvo en
desacuerdo con su amigo de toda la vida.
Esa noche y sin que lo invitaran, asistió de saco y corbata al acto de
posesión del mando, en el hall del
nosocomio. La vio enseguida. Brillaba como una estrella, envuelta en un vestido
negro que hacía honor a la sensualidad de sus formas. Su boca, experta en las
dulces maravillas del pecado, se entreabría de a ratos para dejar escapar una
tenue sonrisa. Aquiles se quedó helado, preguntándose cómo pudo tratar mal a
tremenda mujer. «Al menos no va a
desentonar con la jerarquía», suspiró, «Parece
una reina». Pensó en acercarse a felicitarla, pero había mucha gente. El
Juez, además, no se despegaba de ella, clavándole los ojos con descaro. Y no
era el único. Obsequioso, el Coronel le pasaba un brazo por la cintura y hasta
el Intendente le habló un par de veces al oído, pese a que la esposa se hallaba
entre los asistentes. «Se los come crudos
a todos», pensó Aquiles, asombrado y celoso. Espeucipo leyó un corto
discurso, Manfredini propuso el brindis, Casimiro Reyes tomó unas fotos para el
Diario Regional y poco después concluyó la ceremonia. «Y a mí, ni siquiera me miró», ronroneó el admirador, marchándose.
Creyó que no la vería más, pero para su sorpresa, ella regresó al corralón la
semana siguiente, cuando Aquiles no estaba. «Volvió la señora ésa; dice que va a hacer la compra, nomás», le
dijo el jefe de vendedores y él supo de inmediato de quién se trataba. No podía
ser otra. Preguntó si había dejado un teléfono, una dirección, pero no, sólo el
mensaje. ¿Qué podía hacer? No se atrevió a andar averiguando, así que se limitó
a esperar que apareciera de nuevo, cosa que sucedió casi dos meses más tarde:
-
Como ya le expliqué, necesito hacer unos arreglos en mi cocina - Dijo ella,
como si no hubiera pasado medio año desde su primera visita - ¿Será posible
que, pese a mi mala reputación, usted me visite para tomar las medidas y hacer
las sugerencias correspondientes? No me propongo corromperlo, señor.
Aquiles
abrió la boca para responder, pero las palabras no acudieron. Hizo aún dos o
tres intentos más antes de emitir un murmullo agonizante, que sonaba a
disculpa. Quiso sacar el bolígrafo del bolsillo, pero con los nervios sólo
consiguió impulsarlo a través de la oficina, igual que un pequeño cohete.
Turbado hasta la médula, rastrilló el escritorio hasta encontrar un lápiz, con
el que finalmente anotó la dirección de la mujer.
-
Bien. Iré esta tarde – Dijo - ¿A qué hora le viene bien?
-
Hoy no - Respondió ella, poniéndose de pie - Es sábado y ya tengo mis
compromisos. Lo espero el próximo, en todo caso, como a las ocho.
-
¿Ocho de la mañana?
-
Por supuesto. No esperará que lo invite a cenar.
-
No, no, claro. Disculpe.
Y
se fue de nuevo, dejándolo con el alma en un hilo y el corazón lleno de oscuros
presagios. ¿A qué se debían, después de todo, las idas y venidas? ¿Por qué
tanto interés en él, cuando la había tratado tan mal? ¿Cómo no se fue a comprar
a otra parte? Además, si fuera cierto que deseaba hacer esos arreglos, ¿a santo
de qué esperar tantos meses para comenzarlos? «Acá hay gato encerrado», concluyó y no se aguantó más las ganas de
ir a contárselo a Ulises. El amigo escupió en el suelo, asqueado. Luego
sentenció:
-
Te la envió alguno de sus amantes, de éso no hay duda. El tema es cual de
ellos. Y para qué. Yo creo que no deberías ir a su casa. Es muy peligroso.
- No
pienso ir, por nada del mundo - Respondió Aquiles, con firmeza.
Pero
a medida que se acercaba la fecha se le desbarataba más el alma, imaginando las
razones que la habrían llevado a buscarlo. Seguro que Ulises tenía razón y la
enviaron para seducirlo, quién sabe con qué intenciones. ¿Qué no podría hacerle
ella, toda una experta en el arte de la ignominia? ¿Con qué magníficos pecados
lo vencería? ¡Ah, si al menos lo supiera! El viernes no pudo dormir. Pensaba en
el dormitorio de Nuria. ¿Cómo sería? Una gran cama redonda, sin duda, con
alfombras espesas y espejos en el techo. Luces tenues. Aromas asiáticos. Ungüentos
irresistibles. Sábanas en las que no pecar sería un pecado. «Un templo», suspiraba, «Un templo de la fornicación». Y el sudor
le empapaba el cuello y la espalda y los temblores le debilitaban las piernas,
reduciéndolo al grado de piltrafa. «Quizás
me asesinen», fantaseaba, navegando en el insomnio. ¿Cómo podría dormir en
tal estado? «Me citó temprano para
esperarme desnuda, envuelta en un deshabillé transparente, a la salida del baño»,
calculaba en voz alta, tiritando de un deseo aprehensivo y sin poder espantar a
los fantasmas del amanecer.
LXVI
Camilo
encontró el papelito el lunes, apenas regresó a la mansión. Escondió la esquela
en un bolsillo y continuó acarreando piedras con sus compañeros, seguro de que
ella lo miraba desde la casa, cruzando el jardín. Hacia el atardecer, cuando la
vigilancia se relajaba por el aburrimiento, se recluyó a un costado y escribió:
«Me importa lo que leés, porque me
importa todo» Clavó el mensaje en el mismo sitio de la primera vez y luego
se arrepintió, porque pensó que era una frase pretenciosa. Pero no podía
arriesgarse a ir dos veces seguidas hasta los sillones. Alguien podría verlo. «¿Cómo pude escribir algo tan idiota?»,
pensaba, caminando con los otros reclutas de vuelta al cuartel. Perímetro
González le pasó un brazo por el hombro y le dijo, tan seriamente como pudo: «Me estaba acordando de esa vez que Terámenes
nos hizo leer el Martín Fierro, sobre todo de la parte que dice «Es zonzo el cristiano macho, cuando el amor
lo domina». Camilo se sonrojó, pero como no se le ocurrió nada que contestar,
le tiró un puñetazo sin fuerza. Los otros muchachos se plegaron a la risa,
golpeando la espalda del enamorado. Regresó al día siguiente, sabiendo que no
habría respuestas y así fue. El sillón de mimbre yacía abandonado y mudo, acaso
porque su dueña había decidido darle una lección al presuntuoso. Recién por la
tardecita, poco antes de que les dieran la orden de marcharse, vio a Niké
cruzando el patio con un libro entre las manos. La observó, desde lejos y con
el alma en un hilo, acomodarse con indolencia y enfrascarse en la lectura como
si nada más le importara.
-
Ahí está la princesa - Murmuró Perímetro, como para darle ánimos.
-
Sí. Lástima que enseguida nos van a dar el raje y no tendrá tiempo de dejarme
nada.
Pero
sí lo tuvo y hasta se cruzaron por el mismo senderito, mientras ella regresaba
a la casa y él salía para el cuartel. Oportunamente, Camilo simuló un tropiezo
y sin que nadie se lo impidiera, se apoyó en el sillón de mimbre y al
levantarse ya tenía en una mano el segundo mensaje. Decía así:
«Si es cierto que te importa todo,
debieras tener en cuenta a la hija de quién le estás escribiendo. En todo caso,
estoy leyendo Cien Años de Soledad.»
-
Me gustaría hacerle un comentario ingenioso sobre lo que está leyendo - Comentó
Camilo a su amigo Perímetro - pero no leí el libro. ¿Qué te parece que sea?
-
Una novela de amor, seguro - Dijo Perímetro, acomodándose en el catre - ¿Qué
más puede ser? Es lo que leen las mujeres, ¿no?
Camilo
escribió «Cien años es demasiado tiempo
para estar solo, sin embargo, creo que llevo ya como noventa y nueve. Y otra
cosa: no le escribo a la hija de nadie, sino a vos»
-
Mamá, ¿Cómo hace una para saber si está enamorada? - Preguntó Niké al día
siguiente, después de encontrar el papelito dejado a través del mimbre.
-
El primer paso es preguntarle a la madre lo que me acabás de preguntar -
Respondió Laida, enarcando una sola ceja - ¿Por qué? ¿Es alguien que conozco?
-
No lo digo por mí - Mintió la muchacha - Además, los únicos tipos a los que mi
papá les permite acercarse son unos imbéciles. Nunca me enamoraría de ellos.
-
Si los considerás unos imbéciles, es porque los estás comparando con alguien -
Dijo la madre - ¿Será alguien que conozco o no?
-
No, no, es sólo el libro que estoy leyendo.
-
Ah.
Niké
miró para otro lado, pensando que no le sería nada fácil engañar a su madre. Ni
ella ni Aristóteles aceptarían jamás, de ningún modo, la más mínima relación
entre la única hija y ese recluta patibulario, capitán de una banda de gente
descalza. Muchas veces, en las sobremesas de los domingos, Niké había escuchado
hablar de las andanzas de su galán. Su padre, que aún se enfurecía cuando
recordaba aquel asunto de Foz, se refería a Camilo como «ese delincuente juvenil» y torcía la boca con rabia, cerrando los
puños hasta que intervenía Laida para decirle que exageraba: “No es
más
que un chico, no sé por qué te ponés así”. Y él cambiaba
de tema, porque no quería que volvieran a preguntarle por qué había golpeado a
Camilo aquella vez, partiéndole la frente de un pistoletazo. A Niké se le
desbarataba el alma cuando recordaba la escena, por eso tardó tres días y
despachar su tercera esquela: «Si mi papá
sabe de estos mensajes, vamos a pasarla muy mal. Me agrada que guardaras mi
pañuelo, pero no hacía falta. Tengo muchos. ¿Es cierto que sos un delincuente
juvenil? Ah, pronto voy a terminar de leer este libro. ¿Me recomendarías otro?»
-
Esta chica es boba - Dijo Perímetro, que siempre acompañaba a Camilo a retirar
los recados y vigilaba que nadie lo pescara - ¡Mirá que venir a enamorarse de
un culo roto como vos! ¿Qué les pasa a los ricos, hoy en día? ¡La aristocracia
ya no es lo que era!...
Camilo
no pensaba en tales pequeñeces. Es más, no pensaba en nada desde que ella
respondió la primera de sus cartas. Vivía en el aire. Ignoraba las miradas
torvas del Sargento. Hacía caso omiso a la presencia del Coronel y ni siquiera
le afligía que Manfredini supiera. «Nada
pasará», decía. Lo sabía. Lo sentía con fuerza, como si lo rodeara el aura
de la inmunidad. Nada ni nadie se interpondría en la rueda de su destino. Al
menos, no todavía. Esa noche se recluyó en una de las letrinas y allí, bajo la
cómplice luz de una vela, escribió lo siguiente: «Leyendo entre líneas, quizás hayas querido decirme que podríamos
pasarla muy bien si tu padre nunca supiera de estos mensajes. Si esto fuera
cierto, significaría también que lo que vi aquella tarde en tus ojos, aún está
ahí. Por éso te escribo y no por tu pañuelo, que de todos modos lo guardé no
porque pensara que era el único que tenías, sino porque era tuyo. ¿Así que vas
a terminar el libro? Qué bien. Te recomendaría muchos, pero quizás un día
puedas ir conmigo a la escuela de Terámenes y elegir vos misma. Hay muchos. ¿Te
parece que haya un modo de vernos, en alguna parte, a alguna hora? En cuanto a
lo de mi delincuencia juvenil; si así fuera, tu padre no me tendría en su
casa.»
Niké
debió pensar que habían llegado demasiado lejos, porque apenas terminó de leer
la esquela juró que no respondería más. Un extraño miedo, parecido a un mal
presagio, se instaló en sus pensamientos. A la hora de la siesta se arrellanó
en el sillón de mimbre para que él la viera, pero sin darse cuenta se quedó
dormida. Tuvo malos sueños. Soñó que estaba sola, parada sobre un puente que
tenía destruidos los dos extremos. «Vayas
a donde vayas, igual caerás», le decía una voz. Luego, ya casi al recobrar
la conciencia, su mente fue ocupada por la cara de un hombre pelirrojo, de piel
demasiado blanca y ojos transparentes. Como ella nunca había visto a Jándula
Marcó Del Pont, no lo reconoció y tampoco le dio importancia al vaticinio que
el brujo le enviaba desde la tumba. Pero esa tarde lo escuchó claramente. La
voz, fría y húmeda, reptó por su alma y le oprimió el corazón. «Huye, Niké, la muerte sonríe con dulzura».
Despertó sobresaltada, como si todo el mundo la estuviera mirando. Sin embargo,
no había nadie. Ni siquiera la espiaban los reos, ocupados del otro lado de la
arboleda. Tuvo frío. Con una sensación extraña, cruzó el patio, subió a su
cuarto y dio un paso más hacia el desastre. Escribió: «Muy atrevido de tu parte, creer que la podrías pasar bien conmigo,
como si yo fuera una de esas campesinitas que seguro conocés muy bien. De todos
modos, ¿qué es lo que viste en mis ojos aquella tarde? Según recuerdo, no
estabas en condición de ver nada, pero si tu intención fue darle un toque de
cursilería a tu cartita, dejáme que te diga que lo lograste. Y otra cosa, si te
di mi pañuelo no fue para crearte un compromiso de por vida, ni mucho menos. Se
lo hubiera dado a cualquiera, en tu situación. Incluso a un perrito lastimado.
Por cierto: estabas sangrando. Algo más, don veleidoso: ¿qué es eso de que me
recomendarías muchos libros, como si hubieras leído muchos Y ni se te ocurra
que yo iré a la escuela de ese loco de barba, mirá vos. Sólo te pedí un libro
como una manera de ser gentil, no para que lo hicieras. Tengo una casa llena de
libros, aquí mismo. Y por último, si realmente querés recomendarme uno, podés
venir a elegirlo vos mismo, pues mis padres se irán a Foz el próximo fin de
semana. No éste, el otro. Voy a quedarme sola. Claro que no veo cómo te las
podrás arreglar para entrar.»
Camilo
se quedó boquiabierto.
LXVII
Aspasia
ardía la noche en que mataron a Perímetro González. Ella, que durante años
había guardado bajo siete llaves su mayor tesoro, estaba a punto de suplantarlo
por uno mejor, cuando sonó el disparo. Era un dibujo realizado por Afrodita
Soria, la peor del curso, una atrevida que había conocido la virtud de Narciso
y la delineaba en hojas de su cuaderno de química, una y otra vez, para
regocijo del mujerío. “¿Tiene todo eso?”,
había exclamado Aspasia, ante la hilaridad general. Pero poco le importaron las
chanzas. La verga de Narciso, célebre en Nueva Atenas hasta que se desgració en
el cuartel, pasó a dormir para siempre bajo su almohada, manoseada mil veces
hasta transformarse en un papel atizado y transparente. La noche en que mataron
a Perímetro González, ella estaba acuclillada frente a la puerta del baño,
luchando por mantener en foco la imagen que percibía por el ojo de la
cerradura. A su alrededor, todo era silencio y penumbras, pues el padre
Rigoberto jugaba al bingo en la intendencia y el monaguillo Sansón visitaba a
sus padres, en un pueblo vecino. Sólo se habían quedado Arcadio - parco y
escurridizo - y Aspasia, que aprovechaba la quietud de los sábados para leer
algún libro de la biblioteca parroquial. Al principio, a su padre no le gustó
que lo dejara solo justo a la hora pico, con el bar repleto. «¡Cómo se te va a ocurrir tomarte un descanso
en el mejor momento!», clamaba, persiguiéndola por la casa, pero ella no
cedió. «Me he pasado la vida atada al bar
y me merezco un poco de diversión», replicaba, cada vez que Arístipo sacaba
el tema. «¿Pero clase de diversión es
ésa?», se confundía la madre y con razón. «¡Encerrarte en una iglesia a leer un libro!». Al párroco, en
cambio, le pareció una idea grandiosa:
-
¡Pero con todo gusto te cedo la biblioteca, hija! - Se alegró - Y de paso me
cuidás la capilla mientras me tiro unos cartoncitos en el bingo municipal.
Total, ese Arcadio ni habla, así que no te va a interrumpir.
- Siempre
fue tan rara esta chica - Terminó por conformarse Arístipo, viéndola salir el
primer sábado, como a las siete de la tarde - ¡Mire que irse a una iglesia a
leer, un sábado por la noche!
Sólo
cuando fuera demasiado tarde, Arístipo sabría que el interés de su hija no
pasaba esa vez por ningún libro, sino por alguien que deambulaba entre los bancos
vacíos. Arcadio, el jorobado, deslizándose en puntas de pie y con el cuerpo
inclinado, como buscando huellas. «Algo
esconde ese tipo», decía Sansón, un flaquito torcido y sin dientes, dejado
en herencia por una viuda pobre. «Quien
se agacha así sólo puede estar buscando algo o escondiéndolo; y acá no hay nada
que buscar». Aspasia había conocido el secreto unas semanas atrás, oyendo
sin querer una conversación llena de susurros y risas. Eran tres empleadas de
la Municipalidad, cuchicheando en el bar el asunto de la expulsión del
Seminario, sin esquivar ningún detalle. Escondida tras la máquina de café, Aspasia
contenía el aire. ¿Sería verdad? ¿Más grande que el de Narciso? Se miró a sí
misma, desconcertada: ¿Cómo podría entrar algo tan grande en una vaina tan
chica? No era posible. No en ella, al menos, aunque de todos modos, nunca lo
sabría. Desde la primera vez que se quitó la ropa y se miró a un espejo, allá
por la adolescencia, entendió que los hombres no hallarían en ella mucho que
desear. Le faltaba todo lo que debía abultarle y le sobraba todo lo que no le hacía
falta. Demasiados dientes, nariz y ojos. Nada de caderas ni redondeces. En su
pecho chato y pálido sobresalían, como dos uvitas tristes, un par de pezones
sin gracia. Y eso era todo. Hasta el vello del pubis se veía ralo,
insuficiente, como si no esperara nunca servir para algo. Avergonzada, juró que
a nadie le daría el disgusto de una ración tan pobre y se olvidó de los
hombres, aplastando sin rencor cualquier atisbo carnal, año tras año, con la
esperanza de que un día dejara de importarle. Pero cuando escuchó el chisme, se
le ocurrió que tal vez no fuera demasiado tarde. El horrible Arcadio, con su
aspecto perverso, no vería en ella fealdad alguna. ¡Era el hombre ideal! Esa
tarde, oculta tras la máquina, cambió su vida, sobre todo cuando escuchó el
modo en que la que hablaba logró la información: «Un sábado yo estaba ahí, esperando al cura y como no venía, se me ocurrió
curiosear un poco y me di con que alguien se estaba bañando, ahí nomás, en un
bañito que tiene la sacristía. Miré por la cerradura ¡Y ahí estaba el monstruo,
chicas!» De modo que el horrible Arcadio, además de admirable, estaba
disponible. Desde ese día, iba todos los sábados a quedarse en la capilla hasta
la medianoche, sólo para ver, más mal que bien y entre sobresaltos, al animal
colgando manso bajo el agua caliente. Después, cuando el cura volvía, daba las
gracias y volaba en bicicleta hasta el Areópago, envuelta en llamas, cruzando
el bar sin hablar con nadie hasta meterse en el baño, ahogada por una necesidad
insensata. Bajo la ducha fría, su cuerpo recuperaba poco a poco la cordura,
para perderla de nuevo cuando se iba a la cama. Desnuda, con los ojos cerrados
y la boca abierta, el vientre se le llenaba de vértigos extraños y un sudor de
hembra le mojaba las sábanas. Entre temblores, soñaba toda la noche con los
huevos del seminarista, grandes y colorados, igualitos a los mangos que en el
verano cubrían el patio de su casa. La noche en que mataron a Perímetro
González, como ya se dijo, Aspasia se incendiaba frente a la puerta del baño.
En la más absoluta inmovilidad, concentraba toda su atención en la bestia que
dormitaba sobre los huevos de Arcadio. Ahí estaba, oscuro y cruzado por venas
gruesas como cables de la heladera, se bamboleaba cabeza abajo, cerrando su
único ojo por el agua caliente.
-
¡Padre! ¡Padre! ¡Venga, que ha ocurrido una desgracia! - Gritó de pronto
alguien, desde la calle. Asustada, Aspasia se incorporó de un salto y corrió a
atender. Rogaba que la tragedia no tuviera nada que ver con ella. Abrió la
puerta de un tirón: era Temóstecles Santacruz, «Luna llena», uno de los amigos
de Camilo. Aspasia se atragantó con un sollozo de angustia.
LXVIII
Pese
a todas las prevenciones con que fue esa mañana a casa de Nuria, Aquiles sintió
alivio cuando escuchó los pasos, acercándose para abrir la puerta. Había
temido, a último momento, que no estuviera. O que la cita hubiera sido un
error. Una mala broma de ella, en venganza por su rechazo inicial. Sin embargo,
allí estaba, vestida con un batoncito de entrecasa, el pelo recogido en un
rodete y ni rastros de pintura o perfume. Nadie hubiera reconocido a la
espléndida mujer de aquella noche, en el acto del hospital. ¿Cual de las dos
sería la auténtica y cual la copia?
-
Ah, es usted. Pase, pase - Saludó ella, como si acabara de recordar la cita.
Aquiles entró a una sala amplia, pero sencilla. Con disimulo, buscó algún
detalle que traicionara la verdadera personalidad de su anfitriona, pero nada
se veía fuera de lugar. Ni alfombras rojas, ni grandes espejos, nada. Sólo
paredes blancas, sin cuadros ni adornos. Un juego de living que parecía recién
comprado. Una biblioteca con pocos libros. Una lámpara fabricada con un obús
antiguo - regalo del Coronel, más que seguro - y una mesita central, cubierta
por una pila de revistas de modas.
-
Espero no haberla obligado a madrugar - Dijo, siguiéndola por un corredor al
que daban otros ambientes que él no pudo ver, pues estaban las puertas
cerradas. Ella sonrió, sin responder. Estaban llegando a la cocina.
-
Bien; he aquí al motivo de su visita a mi casa - Aclaró la mujer, como advirtiendo
que no se trataba de ningún asunto personal - Quiero agrandar mi cocina, por lo
menos al doble, pero no tengo ni la menor idea de cómo empezar.
-
Yo llamaría a un arquitecto - Respondió Aquiles, con franqueza.
-
No tengo tiempo para esas cosas - Cortó ella - Mire; lo que pretendo es que
usted se haga cargo de todo. Contrate gente, compre cosas, haga lo que quiera,
pero entrégueme una cocina que me guste. Sólo me dice cuánto va a salir a
listo.
-
Bueno, yo...- Aquiles se rascaba la barbilla, dubitativo. Era la primera vez
que alguien le pedía un trabajo así - La verdad es que...
Nuria
Segovia separó dos sillas y lo invitó a sentarse. Trajo un termo con café,
llenó un par de tacitas y explicó:
-
Más allá de lo que usted crea de mi, lo cierto es que a la hora de hacer algo
tan simple como una ampliación de mi cocina, no tengo a nadie con quién contar
- Hizo una pequeña pausa - Una mujer como yo, Aquiles, no tiene amigos. Sólo
patrones y enemigos. Por eso acudí a usted. ¿Hará el trabajo? No me diga no, se
lo ruego - Gimió, pasándole la azucarera. Aquiles miró en derredor,
preguntándose por dónde empezar. ¿Qué diría Ulises si lo supiera allí,
desayunando con la infame que ayudó a arruinarlo? Sin embargo, un rato más
tarde la mesa estaba llena de papeles con dibujos, flechas, asteriscos y
planos inverosímiles. Discutieron sobre
estilos y dimensiones, bebieron litros de café y cuando al fin se despidieron,
ya cerca del mediodía, Aquiles había olvidado por completo quién era ella. Por
su parte, Nuria dejó de pensar en el auténtico motivo por el que lo había
invitado. Quedaron en verse en dos semanas más, para aprobar los planos
definitivos.
LXIX
Aquel
último fin de semana de su vida, Perímetro González estaba tan entusiasmado
como el mismo Camilo, que aún no podía creer en las frases finales de la
esquelita dejada por Niké. Las leyó cien veces, buscando en los entresijos de
las letras alguna clave, cualquier detalle que le permitiera descubrir los por
qué de un éxito tan repentino como inesperado. Escudriñó, a pura lógica, todos
los posibles sentidos de las oraciones fundamentales: «Voy a quedarme sola. Claro que no veo como te las podrás arreglar para
entrar». Sonaba a desafío. Como si lo conociera tanto que estaba segura de
que él se iba a jugar entero. ¿Y si fuera una trampa? ¿Un truco de Manfredini
para atraparlo apenas saltara el muro? Podría ser, por qué no, que los mensajes
no estuvieran escritos por la mano de la bella, sino por la perfidia mercenaria
de algún amanuense. ¿O sería ella parte del cadalso que le preparaban? Pensó
transmitir sus dudas al amigo, pero tendría que darle a leer las epístolas, así
que desistió. Decidió averiguarlo por sus propios medios. A media mañana,
aprovechó un pequeño intervalo en el que los guardias solían refrescarse y se
encaminó resuelto hacia la glorieta, donde madre e hija podaban los rosales.
Camilo, que no había temido al toro bravo del baldío ni a los remolinos
traicioneros del agua, sintió que le temblaban las piernas a medida que se
aproximaba a las mujeres. Niké resplandecía bajo una capelina antigua y la
madre, tan bella como la hija, se resguardaba del calor con el sombrero alón
del marido.
-
Disculpen, señoras - Dijo, deteniéndose a sus espaldas. Ellas se volvieron con
indiferencia, pero todo cambió cuando vieron de quién se trataba. El gesto de
Laida se contrajo con fastidio, pero el rostro de Niké enrojeció violentamente.
-
¿No sabe que no debe acercarse a nosotras, joven? - Amonestó la dueña de casa,
pero sin la hostilidad del gesto inicial.
-
Lo sé, señora - Respondió Camilo y sonrió, abiertamente - Pero hallé esto en el
jardín y me pareció que debía devolverlo de inmediato.
Estiró
la mano y entregó a Niké el pañuelo que ella le había dado una vez. La muchacha
lo recibió en silencio y lo estrujó entre los dedos, sin levantar la vista.
Estaba tan aturdida, que Laida le pellizcó un brazo, diciendo:
-
Hija, ¿no vas a decirle gracias al joven?
-
No es necesario, señora. Que tengan buenos días - Dijo Camilo y volvió a
sonreir. Se sentía tan dichoso, que hubiera saltado ahí mismo. «Esa turbación - se decía, mientras
caminaba hacia la arboleda - sólo puede
significar que fue ella y nadie más que ella quién me escribió esa nota».
Las dudas quedaron descartadas.
-
¡Estás loco! ¡Lo arriesgaste todo! - Le recriminó Perímetro - ¿Y si la suegra
sospecha algo y se la lleva a Foz?
-
No hay nada que temer - Respondió Camilo, exultante - Mi destino es como una
flecha lanzada en el vacío: nada lo detendrá.
Esa
noche se quedaron a dormir en casa de Isabel, que después de varios meses volvía
a tener a su hijo consigo. Fue, por lo tanto, una pequeña fiesta. Enseguida
llegó el Doctor Epaminondas y un poco más tarde pasó Aspasia, sólo a saludar.
Después, cuando el pollo con arroz era un sabroso recuerdo, la casa se llenó
con las risas del resto de los Descalzos: Severino, Segundo, Efigenio,
Carápulo, Mefístoles y el Chato Ortíz. Hasta el Comisario se hizo presente,
cerca de la medianoche.
-
¿Ves lo que te digo, Perímetro? - Alardeó Camilo, abrazando a su madre - ¡Desde
ahora, las cosas sólo pueden salirnos bien!
Y
Perímetro le creyó, porque su amigo estaba enamorado, eran jóvenes y la vida,
pese a algún contratiempo, les sonreía. Al día siguiente, se encontraron bien
temprano en la escuela rural y pasaron toda la mañana conversando con Terámenes,
quien les contó que había recibido una oferta de Manfredini para venderle las
hectáreas que daban al río. Había respondido que no.
-
¡Hizo bien! - Aplaudió Camilo - ¡Apenas termine mi conscripción, voy a ponerme
al frente para recuperar el tiempo perdido! ¡Vamos a llevar a cabo la
revolución de los estómagos, amigos! ¡Autonomía culinaria para el campesinado!
¡Libre determinación para las tripas hambrientas!
-
¿Y si empezamos la revolución por aquí, padre? - Río Efigenio - ¡Que ya es el
mediodía y estamos con hambre!
-
¡Pero si serán prosaicos! - Gruñó el cura, levantándose pesadamente para ir a
encender el fogón - ¡Y yo les di tanta filosofía! ¡No sé para qué!
Fue
un fin de semana inolvidable. Sin ceremonia, incorporaron a Perímetro a la
Banda de los Descalzos y se pasaron el tiempo recorriendo las chacras más
cercanas, saludando a los viejos amigos y prometiéndoles que pronto retomarían las
actividades, bastante disminuidas desde que Camilo cayera en las redes del
Ejército Nacional. Aquí y allá, por todos lados, las quejas eran más o menos
las mismas y se resumían en un nombre: Aristóteles Manfredini.
-
¡Todos los medios de transporte le pertenecen y los cobra tan caros que ya no
podemos sacar nuestra producción! - Decían unos.
-
¡Ese desgraciado no va a parar hasta vernos fuera del valle! - Advertían otros.
-
¡En un año más, estaremos todos fundidos! - Se angustiaban unos y otros.
-
¡Eso no sucederá si nos unimos contra él! - Respondía Camilo, sintiendo renacer
el fuego de la rebelión. Llegó al final del domingo agotado, ronco de tanto
declamar esperanzas y alentar a sus viejos amigos. Sin quitarse la ropa, se
dejó caer sobre su cama y apenas durmió un par de horas, pues se había
comprometido en buscar a los demás para volver a casa de Manfredini. Isabel lo
vio partir de madrugada, sintiendo en el corazón esa angustia cuyas razones
sólo ella y Aspasia sabían: ¿cuánto faltaba aún para que se cumpliera la
profecía de Marcó del Pont?
Aclaraba
cuando los cinco reclutas se congregaron frente al portón de Manfredini y
llamaron al guardia. Grande fue la sorpresa cuando el mismísimo Gallinar salió
a recibirlos, pero mayor aún cuando los hizo formar frente al Coronel, de
visita a esa hora desusada. Bajo la galería, Aristóteles bebía café con el Intendente,
el Juez y el Turco Julián. Camilo intuyó que la reunión obedecía al trabajo de
los Descalzos durante el fin de semana y se quedó intranquilo. «Lo supieron demasiado pronto», pensó. A
paso redoblado los llevaron hasta el muro y enseguida comenzó la tarea, así que
no hubo tiempo para más especulaciones. Sólo después de un buen rato descubrió
que uno de los guardias lo vigilaba de modo tan evidente, que no se le
despegaba más de un par de metros. Tuvo que darse maña para enviar a Perímetro
a recoger la esquelita y después, aguardar hasta ir al baño para poder leerla y
contestarla. Decía así: «Casi me matás
del susto. Era cierto lo del pañuelo. Hoy es domingo y en mi casa se habló de
vos todo el día, pero no pude escuchar qué. ¿En qué andás metido? Mi madre dijo
que tu sonrisa es encantadora. Yo digo que estás loco.» Camilo respondió: «Yo también, casi me muero del susto. Ahora
que no tengo tu pañuelo (había prometido devolvértelo algún día) me doy cuenta
que extraño tener algo tuyo. No puedo explicarte en qué estoy, porque sería
demasiado largo. Tal vez algún día puedas conocer el mundo que hay afuera de
los muros de tu casa y entonces hablaremos. Quizás no lo compartas, pero en
todo caso nunca te avergonzarías de ello. Y sí, tal vez sea un poco loco. ¿Me
escribirás mañana?» Hacia el anochecer, mientras iban de regreso al
Regimiento, Perímetro se retrasó para meter el papelito entre el enrejado de
mimbre. Camilo iba al frente del grupo, claramente visible bajo su gorra
blanca.
-
No sé cómo vas a hacer el sábado - Le dijo Perímetro, mientras regresaban al
cuartel - Veo imposible entrar.
-
Quizás el secreto no pase por cómo entrar, sino por cómo no salir - Respondió
Camilo y soltó una risita, pues acababa de ocurrírsele una idea genial.
El
viernes por la mañana, Niké se presentó en el despacho de su padre y le anunció
que no viajaría con ellos, pues prefería descansar. «¿Qué pasa? ¿Cómo que estás cansada? ¿Cansada de qué? ¿Estás enferma?»,
se alarmó él, calculando que si se veía obligado a dejar también a Laida,
podría fallar el plan. ¿No había dicho, la muy inoportuna, que el tal Camilo le
parecía un muchacho inofensivo y adorable? Laida era capaz de organizar una
pollada para los reclutas, mientras el Turco Julián aguardaba en vano, calle
abajo. «Ay, papá», dijo su hija, «son cosas de mujeres. Váyanse de una vez y
disfruten un poco solos». Aristóteles sonrió, satisfecho. Ella se puso en
puntas de pies, como le gustaba hacer cuando era niñita, unió las manos frente
a la boca y sopló hacia él un beso imaginario. Aristóteles jugó a que lo
atrapaba en el aire y se lo atornillaba a la nariz. Fue, por esas cosas de la
vida, el último beso que padre e hija se darían.
Mientras
tanto, Camilo daba los últimos retoques a la pintura del muro terminado,
trepado a los hombros de su amigo Perímetro. Su plan, su propio plan, había
sido revisado cien veces y pulido hasta la exasperación, pero aún así
persistían las dudas. Tenía miedo, pero no de que pudiera pasarle algo grave.
Como cualquier otro enamorado, sentía el pánico de hallarse ante el umbral
definitivo. ¿Y si resultaba que todo había sido un juego de la niña rica? ¿Una
travesura juvenil? Olvidándose por una vez de toda precaución, sacó de un
bolsillo la última esquela y volvió a leer, entrecerrando los ojos bajo la
visera blanca de su gorra: «Esta noche.
Dejaré abierta la puerta de la cocina, después de las siete. Que no te vea
nadie. ¿No es una locura? ¡Y todo por un pañuelito de los que tengo docenas!»
Después dobló el papelito en varias partes y volvió a guardarlo, con el coraje
renovado. Uno de los guardias le hizo una seña incomprensible y Camilo sonrió.
No iba a dejar que nadie empañara el día más importante de su vida.
***
Capítulo 16
(Como se venía previniendo desde el
capítulo anterior, en este cae asesinado
un amigo de Camilo, pero también pasan
otras cosas terribles. Hacia la Navidad,
Camilo regresa de cierto lugar y decide
iniciar la Revolución)
LXX
P |
erímetro
sintió un escalofrío cuando Camilo le explicó la táctica elegida para llegar a
Niké. Tuvo la sensación de que algo saldría mal y pensó que nunca volvería a
ver a su amigo, pero ya era tarde para disuadirlo. «Es demasiado simple», protestó con timidez. «Es más posible que falle un plan complejo que uno simple»,
respondió el audaz, dando los últimos pincelazos a la obra. «Será el viernes, así que los guardias estarán
relajados», argumentó. «Su jefe
andará de viaje, no habrá nadie que los controle, de modo que no van a ver las
horas de que nos marchemos para largarse ellos también. Es la oportunidad ideal.»
Y le explicó el resto del proyecto. Era en extremo peligroso, insistió
Perímetro. Y saldría mal, estaba seguro. “Ya
arreglé con Zenón”, dijo Camilo, brillándole los ojos por la aventura, “Aparecerá por el otro portón justo a la hora
en que estemos por salir, haciendo escándalo. Cuento con que algunos de los
guardias irán a ver que pasa y que los otros no nos prestarán mucha atención,
así no van a notar que en vez de cinco reclutas saldrán sólo cuatro”.
Perímetro se tomó la cabeza con las dos manos, afligido de verdad.
-
¡Con razón todo el mundo dice que estás loco! Suponiendo que saliera bien la
primera parte, los guardias que queden no te van a perder pisada, de todos
modos: están para vigilarte a vos, no al resto de nosotros. Quizás yo podría
quedarme, pero vos no.
-
Exacto. Por éso, cuando nos duchemos vos y yo nos cambiaremos la ropa y las
gorras - Respondió Camilo, queriendo demostrar que había pensado en todo - A
las ocho de la tarde y con la visera hasta la nariz, no se van a fijar mucho.
Vas a salir como si fueras yo.
-
¿Ese es todo tu famoso plan? ¿Y si nos descubren? - Preguntó su compañero, que
aún no podía sacarse de adentro la espina del miedo.
-
Bueno, en tal caso tendremos que buscar otra cosa - Dijo Camilo, sonriendo con
un gesto que Laida habría hallado encantador.
-
Nos van a cagar a tiros - Vaticinó Perímetro y Camilo, para seguirle el juego,
le contestó con una frase que luego recordaría dolorosamente:
-
¡Quién hubiera dicho que te ibas a morir justo hoy!
A
las siete en punto, Camilo le hizo una seña a Temóstecles y Luna llena fue a avisar a los guardias
que ya estaban sobre la hora. «Vayan a la
pileta del fondo a sacarse el chivo y se me van enseguida, que ya me harté de
verlos», respondió el jefe vigilador, un serrano ceñudo y belicoso llamado
Cipriano Mancuello. Comenzaba a anochecer.
-
Te pido un último favor - Dijo Camilo, acuclillado para poder bañarse bajo el
agua del grifo - Apenas salgan de aquí, vayan hasta mi casa y avisen a mi madre
que quizás me demore o me quede a dormir afuera, pero no digan nada del motivo.
-
Yo voy, pero si tu mamá me pregunta por qué no fuiste, le voy a decir que te
volviste loco del todo - Respondió Perímetro, bajándose la visera blanca hasta
la punta de la nariz.
-
Acordáte de marchar al frente, cuando salgamos - Sugirió Bienvenido Morales - Nunca
he visto a Camilo salir de otro modo.
A
las siete y media, los reclutas estaban listos. «Esperemos a que nos llamen, que aún no está tan oscuro», dijo
Camilo, pero al instante le ganó la ansiedad: «¿Y Zenón? ¿Por qué no aparece?», preguntó, hablando entre dientes.
Fue como si el Cabo hubiera estado esperando la orden, pues se hizo escuchar,
golpeando fuerte el portón que daba a la otra calle. Dos de los cuatro
guardias, tal cual se había supuesto, salieron al trote para averiguar el origen
del escándalo. Camilo dio un salto.
-
Vamos, muchachos - Dijo - ¡Cada uno a lo suyo!
Perímetro
abrió la marcha, seguido de Temóstecles, Bienvenido y Pajarito Triste. Camilo iba al final, bajo el quepis del primero.
El trayecto hasta la salida, según los cálculos previos, no debía tomarles más
de dos minutos, interin Camilo debía salirse de la fila y esconderse en
cualquier sitio adecuado. Hacia el fondo de la arboleda se escuchaba el
vozarrón del Cabo y los gritos de los vigilantes, intentando calmarlo. Hubo un
golpe violento, fortísimo, contra la chapa del portón y luego una seguidilla de
insultos. Un tercer guardia abandonó la fila de los reclutas y echó a correr
para reforzar al otro grupo. Era el momento propicio: “¡Quieren invadir la propiedad!”, exclamó Camilo y parece que el
cuarto guardia le creyó, pues sacó el revólver y corrió hacia la puerta de
servicio, seguido por cuatro de los conscriptos. El autor de la treta
desapareció en algún sitio, tragado por las primeras sombras que inundaban el
patio. Sólo por divertirse, Zenón se quedó un buen rato forcejeando con los
cancerberos de la casa y recién se rindió cuando apareció Pericles, llamado por
los vecinos. «Descuide, Comisario, sólo
le estoy ayudando a Camilo en un asunto», murmuró, abrazándose al policía
con la torpe solemnidad de los ebrios. “¡Maldito
borracho!”, gritaron los guardias y volvieron a cerrar el portón. La casa
de los Manfredini recuperó el sosiego.
-
¿En qué anda Camilo? - Preguntó el policía, a solas con Ferrás - Si no fuera
porque los Manfredini se fueron a Foz, juraría que este loco anda detrás de la
hija, esa malcriada llamada Niké - Dijo, mirando hacia la casa con recelo - aunque
si así fuera no me lo dirías, ¿eh?
-
Venga, vamos, le invito un vinito en el Areópago.
Los
dos hombres se alejaron caminando a pasos lentos, en dirección opuesta a la que
llevaba el fiel Perímetro. Eran las ocho y cinco de la noche. Faltaban cuatro
minutos para que cayera en la emboscada del Turco Julián.
LXXI
Recién
al quedarse solo en su escondite, Camilo pensó en lo raro que era que una casa
como aquella no tuviera perros guardianes. Una suerte, sin duda. Y una muestra
de lo favorable que se mostraba el cosmos con sus intereses. Agazapado bajo el
sillón de mimbre, esperó que se acallaran los ruidos que provocó Zenón y cuando
estuvo seguro de que nadie lo vería, se escabulló entre los rosales, rodeó los
ligustrinos y en una breve carrera ganó el alerito que cubría la entrada a la
cocina. Quedó a pocos metros de la puerta entreabierta, retomando el aire para
el asalto final. “¿Salió el de la gorra
blanca?”, oyó que preguntaba Cipriano Mancuello, pasando a su lado rumbo a
la cocina. Se abrió la puerta y salió otro de los vigilantes, aquel a quien
Camilo había engañado con el grito de que invadían la casa. Traía un sándwich
en una mano y como estaba masticando, respondió algo ininteligible, que en todo
caso sonó afirmativo. Menos mal que se fueron enseguida, hablando en voz baja.
«Bueno, es ahora o nunca», murmuró
Camilo y decidió jugarse. Abandonó poco
a poco el escondite, se agazapó hasta ponerse en cuatro patas y cubrió la
distancia que lo separaba de la cocina a tal velocidad, que creyó que volaba.
Atropelló la puerta, pasó como una tromba y fue a caer debajo de una mesa,
desparramando la guarnición de sillas con gran estrépito.
-
Espero que mi padre no te haya escuchado desde Foz - Dijo Niké, sonriendo al
pasar junto a él para echar llave a la puerta - aunque hay que ver que siempre
te las ingeniás para lograr entradas espectaculares.
Camilo
se sintió un poco tonto, mirándola desde el piso. Ella vestía un pantalón
cortado a la altura de las rodillas. Y una camisa azul, ancha y abotonada hasta
el cuello. Estaba descalza. Saludó a los guardias por la ventana y cerró con
doble llave la puerta, apagó las luces y regresó junto al visitante. Se puso en
cuclillas y aunque no podía verla en la oscuridad, Camilo percibió que no
estaba tan tranquila como quería aparentar.
-
Escucháme una cosa, Insaurralde - Dijo la muchacha, dominando un ligero temblor
en la voz - Ni yo misma sé por qué te hice pasar, pero espero que te des cuenta
con quién tratás. Quizás esté un poco loca, pero soy una Manfredini. No vayas a
olvidarlo. ¿Está claro?
-
¿Claro? No, para nada - Respondió Camilo, riéndose - A propósito, esto está más
oscuro que un sermón de Terámenes. ¿Vamos a hablar todo el tiempo acá, bajo la
mesa y sin luz?
Ella
soltó una risita.
-
Vení, ayudáme - Dijo, tomándolo de una mano - Veamos qué hay en la heladera y
después nos vamos a ir a comer arriba, al cuarto de mi papá.
-
Creo que de verdad estás loca - Respondió Camilo.
Llenaron
un canasto con todos los comestibles que encontraron, incluyendo dos botellas
de un vino que se veía carísimo. Subieron al piso superior sin encender las
luces y Niké se encargó de acomodar el banquete sobre la cama matrimonial.
Luego se instalaron ellos, sentados sobre las almohadas con las piernas
cruzadas. «A la salud de lo que pueda
pasar», dijo Camilo, descorchando un Chablis de contrabando.
Bebieron entre risas, pasando de mano en mano la botella. Comieron un poco de
cada cosa, rieron como chicos, describiendo la cara que pondría Aristóteles si
los pillara y abriendo el más caro de los Sauvignon cuando les volvió la
sed. Después, casi sin darse cuenta, entre un bocado y otro comenzaron a darse
besos y al rato se quitaron las ropas e hicieron el amor entre los restos de la
cena, secreteándose cosas que pronto olvidarían, pues estaban borrachos. Niké
se durmió enseguida, envuelta en un camisón de su madre. Camilo, en cambio, estuvo
despierto el resto de la noche, sobresaltándose con cada ruidito y
preguntándose por qué no estaba feliz. Es más, lo sobrecogía un miedo profundo,
parecido al que sintió aquella primera noche, en la escuela de Terámenes.
LXXII
Isabel
escuchó sobresaltada los tres estampidos y supo que anunciaban una nueva
desgracia. Soltó el repasador y corrió a la calle, guiada por el olor de la
muerte. Los vio casi enseguida. Sobre la vereda, a la entrada misma del baldío
en el que se habían ocultado los asesinos, dos muchachos se inclinaban
desesperados sobre un tercero. Lanzó un grito de espanto al divisar la gorra
junto al caído. Era el quepis blanco de su hijo.
-
¡Camilo! - Exclamó, creyendo que el corazón se le salía por la boca. Perímetro
González estaba sentado en el suelo, con los brazos sueltos, desarticulados.
Trataba de enfocar la mirada en el rostro de Pajarito Triste, que le decía algo incomprensible.
-
Llamen al cura - Alcanzó a decir el moribundo y casi inmediatamente perdió la
conciencia. Un zumbido ronco empezó a salirle por la garganta y una de sus
piernas, tal vez la derecha, pateó el aire frío de la muerte. Como si quisiera
escapar.
-
¡Voy por el cura! - Gritó Temóstecles y creyendo que su amigo quería
confesarse, optó por el padre Rigoberto, que estaba más cerca. Corrió a todo
dar y golpeó con desesperación la puerta de la casa parroquial.
-
¡¡Qué pasó con Camilo!! - Exclamó Aspasia, abriendo la puerta con un tirón
desesperado. Temóstecles le explicó que se trataba de Perímetro y corrieron en
busca del sacerdote, que estaba en el Bingo Municipal. Cuando los vieron
entrar, demudados por la mala noticia, los otros jugadores soltaron los
cartones, dejaron caer los porotos y salieron por detrás del párroco, creyendo
que por fin el muerto era Camilo. Sobre el senderito de tierra, sin embargo,
quien yacía era otro, agujereado por los plomazos que le había dado el Turco
Julián. El Doctor, envuelto en su bata de dormir, estaba de cuclillas junto al
cuerpo, por pura formalidad. No había nada que hacer. El cura llegó a la
carrera y alcanzó a despedir en latín los últimos suspiros del asesinado,
rodeado del espanto del vecindario y de la angustia de Isabel, que acorralaba a
Pajarito Triste para que le dijera
dónde estaba su hijo.
-
Camilo está bien, señora, pero de ningún modo puedo decirle dónde. Se lo juré -
Se escudaba el amigo, con los ojos llenos de lágrimas.
-
¡Dios mío! - Gimió la madre - ¡¡Qué nueva locura estará haciendo!! ¿Por qué no
van a buscarlo?
Los
muchachos se miraron entre sí y llegaron a la misma conclusión. Imposible. De
ningún modo podrían ir a golpear el portón de Manfredini y decir a los guardias
que alguien estaba con la hija del jefe. Ni locos que estuvieran. Ni hablar,
por más que el médico se los llevara a un costado para que le explicaran todo
el asunto.
-
Sólo correrá peligro si lo descubren, por éso no vamos a decir nada -
Concluyeron, seguros de que el criminal había disparado sobre quien llevaba la
gorra blanca, creyendo que era Camilo - Esto no fue más que otro intento de acabar
con él.
-
¡Tienen que decirme dónde está! - Gruñó, imperiosamente, Aspasia, llevándose de
un brazo a Pajarito Triste - ¡A mi no me vengan con estupideces!
-
Está en la casa de Manfredini. Con la hija.
-
¡Qué loco de mierda!
-
¿Qué hizo esta vez? - Preguntó el Doctor, acercándose. No hubo más remedio que
hablar. «No se lo digan a nadie más»,
ordenó, sin perder la calma. «Vamos a
encargarnos primero de este pobre muchacho y después iremos por Camilo».
Más pálido que el muerto, Pajarito Triste
temblaba y se tomaba la cabeza con las manos. Temóstecles, más sereno, hablaba
en voz baja con la policía, relatando los detalles de la emboscada. El Cabo
Cárdenas, con un fusil al hombro y cara de mal dormido, mantenía a raya a los
curiosos, mientras el Cabo Ortega salía pedaleando su bicicleta, en busca de
los padres del infortunado.
-
¿Por qué este chico tenía puesta la ropa y la gorra de Camilo? - Preguntó
Pericles, después de cubrir la cara del muerto con un pañuelo blanco - ¿Lo
estaba reemplazando o algo así?
El médico
se acercó y se lo dijo al oído. El policía cerró los ojos y meneó la cabeza. «Ya sabía yo que de éso se trataba. Se lo
dije al Cabo Ferrás», murmuró, antes de ordenar “Que no lo sepa nadie”. Y nadie lo supo, al menos por el momento.
Los trámites de la muerte consumieron las horas restantes de esa noche trágica
y ya casi amanecía cuando el Doctor abrió su consultorio y llamó desde allí a
casa de Manfredini. Camilo oyó el timbrazo y se detuvo en el acto,
sobresaltado, pero Niké lo abrazó con más fuerza y le dijo, en un susurro
sediento, que continuara moviéndose. Sólo lo dejó levantarse diez minutos más
tarde, cuando la insistencia de las llamadas la sacaron de quicio. Levantó el
auricular y su fastidio se transformó en preocupación. Se dio vuelta hacia él y
dijo, con un hilito de voz:
-
Alguien quiere hablar contigo.
Camilo
sintió una ráfaga helada en el estómago, intuyendo que algo había salido muy
mal. Durante un intenso segundo pensó que quien llamaba era su madre, luego creyó
que sería el viejo Terámenes y por último, Manfredini, pero no esperaba la voz
de Aspasia:
-
Camilo, escucháme bien. En cinco minutos vamos a ir para ahí con el Doctor. Que
tu amiga haga abrir el portón y ordene que nos hagan pasar con el auto, que
será el único modo de sacarte.
Sin
poderlo creer, Camilo permaneció en silencio, mirando a través de la penumbra
el cuerpo desnudo de Niké. «Camilo,
Camilo ¿me estás oyendo?», decía Aspasia, del otro lado.
- ¿Cómo
supiste que estaba aquí? - Preguntó él, pensando en mil motivos que explicaran
la llamada.
-
Han matado a Perímetro - Repuso Aspasia - Lo confundieron contigo.
-
¡Ah, mierda! - Exclamó Camilo, doblándose en dos como si le hubieran dado un
golpe. Niké soltó un gritito de miedo y se tapó la boca con una mano.
-
¿Qué pasó? ¿Se trata de mi padre? - Preguntó la muchacha, asustada, apenas
Camilo colgó el auricular y comenzó a vestirse de urgencia.
-
Seguramente - Respondió él, con amargura - Se trata de tu padre.
-
Pero ¿qué pasó? - Niké dio un salto y bajó de la cama, parándose junto a él.
Camilo, que hasta hacía unos pocos segundos la amaba con locura, la miró como
si la viera por primera vez, desconociéndola - ¡Camilo! ¿Qué es lo que sucede?
¿Quién era esa mujer y por qué llamó?
¿Cómo sabía que estás aquí?
-
Ha ocurrido una desgracia - Dijo él, sentándose en la cama para calzarse las
zapatillas, pero no explicó más nada. Con frialdad, agregó lo que esperaba que
ella hiciera a continuación. Nada más. Ni una palabra sobre Perímetro, caído en
la trampa que le habían tendido a otro. Niké se vistió de prisa y bajó a
avisarle al sereno que debía abrir el portón al Doctor. «¿Está usted bien? ¿Quiere que haga llamar a alguien de la familia?»,
se preocupó el vigilante, pero ella lo hizo callar de un modo imperativo. Muy
poco tiempo después, se oyó una bocina estridente y a los pocos segundos ya
estaba el vehículo cruzando el portón.
-
Camilo, no sé qué está ocurriendo - Dijo Niké, abrazándose a él al pie de las
escaleras - pero si te puedo ayudar en algo, llamáme, por favor.
Camilo
la miró a los ojos, sintiendo que la dejaba para siempre. Se desprendió de su
abrazo y la dejó sin volverse ni una vez. Subió por la portezuela trasera, se
recostó sobre el asiento y el Doctor partió de inmediato. La muchacha bajó al
jardín y se quedó observando con tristeza cómo el portón volvía a cerrarse.
Antes de regresar a la casa, llamó al sereno y le advirtió que si su padre
llegaba a saber algo, por mínimo que fuera, ella no dudaría en enviar a alguien
que le rompiera las piernas.
LXXIII
Aristóteles
lo supo enseguida, por más que el sereno juró por todos los santos que nunca
abrió la boca. Lo supo, porque era imposible guardar un secreto de ese calibre
en un lugar como Nueva Atenas, donde las cosas se saben mucho antes de que
terminen de ocurrir. El chisme le llegó a través de Espeucipo, que en el papel
de Intendente sensible se apareció el sábado por el velorio, entregando el
pésame y confundiendo a la madre del muerto con una frase ridícula que terminó
por destapar la olla:
-
No se preocupe señora, hasta Jesucristo tenía enemigos.
- No,
señor, mi hijo no los tenía - Respondió la pobre mujer, con los ojos espantados
aún por la brutalidad de la muerte - Mi hijo murió por cubrir a Camilo, que a
esa hora estaba con la hija del señor Manfredini.
Espeucipo
se quedó tan sorprendido, que no supo cómo continuar la conversación, así que
se limitó a escuchar lo que cuchicheaban los otros. No había dudas. Camilo
había cambiado sus ropas y gorra para quedarse a pasar la noche «con la tilinga ésa», que es como
llamaban a Niké los sobrevivientes de la emboscada. A un costado, alejado de la
gente y sin hablar con nadie, Camilo se concentraba en su dolor. Pálido, con
los ojos fijos en el ataúd, no respondía las preguntas que, de tanto en tanto,
le hacía su madre. Estaba destrozado, pero aún así era evidente que hervía de
furia por dentro. Espeucipo lo miró desde cierta distancia y por primera vez
reconoció en el muchacho a un enemigo real. «Nunca podremos con él», se dijo, meneando la cabeza, «Salvo a costa de un precio muy alto».
Justo entonces, apareció en la puerta Terámenes y las conversaciones cesaron de
golpe. Espeucipo reculó, ocultándose entre los parientes del difunto. El
sacerdote cruzó la salita, se detuvo junto al cajón y rezó en silencio, antes
de impartir una bendición cargada de sentimientos. Abrió sus grandes brazos y
apretó contra su pecho a los padres del recluta, acribillado por error. El
Intendente salió con disimulo, se escabulló en su camioneta y a los cinco
minutos ya le había hablando a Aristóteles, contándole no sólo que habían
vuelto a fallar, sino que la culpa la tenía su hija, que había pasado la noche
con el destinatario del atentado. “¡Todo
el pueblo cree que vos mandaste a matar a Insaurralde porque se acuesta con tu
hija y que, por error, liquidaron al otro! ¡Ahora sí que la cagamos!”. Los
Manfredini estuvieron de regreso antes del mediodía. Ciego de ira y maldiciendo
a Dios y a María Santísima, el patrón dio vuelta la casa de arriba a abajo
antes de enfrentar a su hija, con un cachetazo que retumbó en toda la sala.
-
¡Maldita la hora en que te tuve, desgraciada! - Rugió, sin saber lo mucho que
lamentaría un día estas palabras - ¡No quiero verte más en mi vida!
Fue
en vano que Laida intercediera, que rogara e incluso que lo desafiara.
Aristóteles echó a su hija y a las pocas horas Niké abandonaba la mansión rumbo
a Buenos Aires, herida a muerte por los insultos y el golpe del ser a quien más
había amado en la vida. Laida la acompañó durante los primeros días, la ayudó
en los trámites de inscripción universitaria y después de unas semanas de
consuelo se volvió al pueblo, inerme ante el abismo de la soledad. Al
principio, la muchacha no paraba de llorar, pero con los días se fue calmando.
La situación no era tan mala, al fin y al cabo, pues estaba previsto que ese
año se radicaría allí para estudiar, razón además por la que su padre compró el
departamento que miraba al río y que ahora contenía la angustia de los primeros
tiempos. Siempre había sabido que su romance tenía las horas contadas y nadie,
ni siquiera alguien con una sonrisa tan encantadora como Camilo, iba a
apartarla del destino. ¿Qué perdía con entregarse a él, así, por gusto y por
juego, sólo para tener algo que recordar en los días grises y helados de la
Reina del Plata? ¡Era tan romántico! Camilo tenía esa rara cualidad que muy
pocas veces hallaba en las personas: valía por sí mismo. Lo percibió de
inmediato, aquella tarde de Foz, cuando atropelló el bar para desafiar al gran
Manfredini. Lo sintió, mucho más íntimo luego, sobre la cama matrimonial de sus
padres, cuando la hizo suya sin medir el enorme peligro que corría. “El se merecía alguien como yo”, murmuró
una noche, mirando desde el balcón los barcos que languidecían a lo lejos. “Pero yo me merezco mucho más”. Volvió a
sonreir, segura de que vendrían tiempos mejores. En la Facultad, de pronto,
halló muchachos que le encantaron y apenas un día antes de que empezara a salir
con un aspirante a ingeniero, el médico le anunció que ésos mareos que la
venían molestando en las últimas semanas no tenían nada que ver con su anemia
infantil, sino que estaba embarazada. Al principio, la incredulidad fue
absoluta, pero después del tercer análisis positivo se hundió en una crisis de
llanto que le duró una semana completa, maldiciéndose por el descuido y estrujándose
el vientre con la esperanza de matar el soplo de vida que empezaba a crecer.
Pensó diez veces en un modo de abortar el fruto de su capricho, pero nunca
llegó a juntar el coraje necesario. Cuando Laida fue a buscarla para pasar
Navidad en casa, no tuvo más remedio que contárselo.
-
¡Ay, Dios mío! - Exclamó la madre y luego se desmayó, desbaratada a la entrada
del departamento. Niké corrió a traer un vaso con agua y logró reanimarla.
Entre sollozos, Laida gimió:- ¡Ay, Niké, por favor, decíme que no es de ese
Camilo!
-
Pues sí, mamá, de quién va a ser.
-
¿Cómo pudiste ser tan estúpida? - Se espantó la hermosa Laida, pasando de la
angustia a la rabia - ¿Qué va a ser de nuestra familia con esa, con esa criatura
no deseada por nadie?
-
No te preocupés, mamá - Dijo Niké, fríamente – Si no la mato, la voy a regalar
por ahí.
Niké
escondió su rostro hacia el lado de la bahía para que no se vieran las lágrimas
que le inundaban los ojos. Sintió que la vida que llevaba adentro empezaba a
moverse, alegremente, como si fuera feliz. Y eso la puso más triste aún. A su
lado, Laida se tapaba la cara y maldecía en voz baja la desgracia que les había
caído, sin saber que llegaría el día en que lloraría una amargura indecible,
abrazada a esa criatura indeseada como única huella de su hija en el mundo.
Pero, por el momento, el anuncio de su llegada les arruinó las fiestas, las
últimas que hubieran podido disfrutar juntos.
LXXIV
Después
del entierro de Perímetro, Camilo aceptó los consejos de Terámenes y abandonó
el pueblo para siempre, único modo de no pensar a cada segundo en un modo de
vengarse. Sus amigos le ayudaron a arreglar una casita enclavada al fondo del
valle, unos pocos kilómetros al norte de la escuela rural. Era una construcción
sencilla, dos cuartos, techo de tejas a dos aguas y una verja de troncos
alrededor, como abrazándola. Allí, entre la soledad de los atardeceres y la
pureza del alba, aprendió a vivir con la culpa profunda que le había dejado la
muerte del amigo. Sólo Muralla, su perro, acompañaba las lágrimas que a veces
dejaba escapar, apretando los puños y clamando su rabia. Isabel lo visitaba los
fines de semana y se quedaba a cocinarle las comidas favoritas, pero su hijo ya
no era el de antes. Vivía sin alegría, como si su corazón sintiera no merecer
que otro hubiera muerto en su lugar. A veces, los domingos por la tarde, se
quedaba dormido en un sillón de cañas que le había regalado Aspasia y su madre
le acariciaba el pelo y lloraba por él, pidiéndole al Cielo que le permitiera
cargar con el dolor de su pena. El Doctor Epaminondas, que veía en Camilo al
hijo que Filoxena no había podido darle, lo acompañaba en largos paseos por el
campo, los dos en silencio, dejando fluir libre ese cariño que no requiere
palabras para darse. Un día tras otro, sin decir nada, dándole tiempo al
sufrimiento para que se apagara solo, transformándose de a poco en un dolor
soportable.
Y
como todo pasa, un día se le pasaron a Camilo las ganas de morirse por su amigo
muerto. Fue una tarde como cualquier otra, mientras descansaban a la sombra de
un molle centenario.
-
Siempre creí que la Naturaleza me había dado la virtud de no tener miedo - Dijo
- pero ahora me pregunto si no es en realidad un defecto. ¿Qué debo hacer? ¿Ser
el que me propuse, aún a costa de la vida de los que amo, o aprender a ser
diferente?
-
¿Cómo dice el refrán? Un defecto no es más que una virtud mal usada.
-
Ya habla como Terámenes…
-
Si yo fuera Terámenes, te diría que uno sólo puede ser el que es - Respondió el
médico, eligiendo con cuidado las palabras - pero como sólo soy alguien que te
quiere como a un hijo, debo decirte que hagas lo que hagas, seas como seas,
siempre vas a pagar un costo. Vos y los que te rodean, porque todo está
entrelazado.
-
Pero si yo no hubiera enviado a Perímetro en mi lugar...
-
Tu madre, esa a la que querés tanto, estaría hoy hecha pedazos. ¿Lo ves? Siempre
habrá alguien que sufra, de un lado o del otro.
-
Yo debí morir esa noche.- Insistió el muchacho, meneando la cabeza.
-
No, Camilo - Contradijo Epaminondas, con firmeza - No te corresponde a vos
decidir éso. Cada paso que damos tiene ecos sobre la eternidad, ¿cómo sabés
cual será el efecto de lo vivido aquella noche sobre el resto de tu vida?
-
Es posible que así sea, pero en todo caso tendrá ecos sobre la eternidad que me
corresponde a mí ¿Y qué de mi amigo? ¡El se pudre bajo tierra mientras yo espero
los frutos de los pasos que di esa noche! ¿Cómo puede ser tan injusto?
-
No sé, Camilo, no tengo idea, pero quizás tu amigo murió para que vos puedas
realizar aquello que sin vos no se haría nunca. ¿Quién lo sabe?
Camilo
se quedó en silencio, mirándolo con fijeza. Luego, de un modo apenas
perceptible, comenzó a asentir con un leve movimiento de cabeza. “Claro, eso es”, murmuró, incorporándose
de un salto. Sus ojos habían recobrado la intensidad de antes, ésa que Aspasia
llamaba «la certeza de su destino».
Observó al Doctor como si fuera a decirle algo más, pero luego desvió los ojos
y se quedó mirando fijo hacia algún punto lejano, más allá del horizonte. “Quizás fuera eso”, se repitió más tarde,
cuando el médico pensaba que el tema había sido olvidado. Ese fue el comienzo
de su recuperación. El segundo paso, dado con timidez al principio y con
vigorosa insistencia después, fue reanudar el lazo con sus compañeros. Ellos,
por sugerencia de Terámenes, se habían apartado en los primeros tiempos del
duelo. «Hay que dejarlo parir por sí
mismo al hombre que va a ser en adelante», dijo el cura y los acólitos de
la Banda de los Descalzos, aunque a desgano, lo dejaron en cuarentena. Volvieron
a verlo poco antes de la Navidad, cuando él mismo propuso que se juntaran en la
escuela, pues tenía nuevos planes para compartir. «Bien, ya está de vuelta con nosotros», celebró el sacerdote y envió
a Carápulo con el encargue de reunir al resto del batallón. Estuvieron los de
siempre, incluidos Pajarito Triste,
Bienvenido Morales y Temóstecles Santacruz, dados de baja en el Ejército e
incorporados a los Descalzos en honor al desaparecido. Camilo, a decir de sus
amigos, estaba distinto. Más flaco. Más duro. Más triste, pero también más
seguro de su misión en el mundo. Terámenes celebró la Misa vespertina y después
de la bendición, mientras las mujeres se encargaban de preparar la cena, los
hombres permanecieron alrededor del altar, sentados en círculo. Camilo pasó al
frente y se explayó, con voz serena, sobre las cosas que había pensado durante
el ostracismo de los últimos meses. Explicó, con un dolor que no deseaba
ocultar, que la muerte de Perímetro lo había obligado a replantearse todo lo
hecho hasta entonces, si valía la pena continuar y en tal caso, cual debía ser
el modo de hacerlo.
-
Si realmente nos proponemos cambiar el mundo que nos rodea - Dijo, haciendo una
pausa para mirar a los ojos uno por uno de los presentes - vamos a dejar de
actuar como una banda de muchachos para convertirnos en una organización de
verdad. Si nos unimos, vamos a ser más fuertes ¡pero si además nos organizamos,
nuestra fortaleza será invencible! ¿Vamos a permitir que la muerte de Perímetro
se pierda en el olvido o la vamos a convertir en el punto de partida de una
sociedad más justa, más libre y más humana?
-
¿Qué vamos a hacer, eh Camilo? - Preguntó, a voz en cuello, Carápulo -¿Vamos a
esperar a que nos maten a todos, uno por uno?
-
¡Nada va a cambiar mientras ellos estén al mando! - Dijo Efigenio, poniéndose
de pie - ¡Vos sabés éso! ¿Cómo nos van a tomar en serio si no tenemos modo
alguno de luchar contra ellos? ¿Qué podemos hacer si no comenzamos por sacarlos
del medio?
-
¡Es verdad! - Apoyaron todos. Camilo esperó a que se calmaran los gritos y los
aplausos, mientras el cura observaba la escena en silencio, entrecerrando los
ojos con preocupación.
-
No seríamos inteligentes si lucháramos con sus armas y en su territorio - Dijo
Camilo, sonriendo con picardía - Vamos a hacernos fuertes aquí, en el campo.
¿Qué necesidad tenemos de ir al pueblo? Allá, en cualquier esquina nos
plantarán una emboscada, pero acá, cada campesino será un aliado nuestro y lo
educaremos, le enseñaremos a organizarse en cooperativas. Vamos a boicotear las
empresas y productos que pertenezcan a Manfredini y a Caballero, pero sin
violencia. ¡Crearemos redes que ellos no verán! Sembremos entre todos y entre
todos recojamos las cosechas. Cuando haya poco, habrá poco para todos, pero
cuando la cosecha sea buena y el trabajo fructífero, los beneficios llegarán a
todos. ¡Amigos! ¡Propongo tomar venganza, pero haciendo todo aquello que ellos
no harían en nuestro lugar! ¡Unidos, organizados y justos, llegaremos a ser tan
fuertes que un día ni sus armas ni sus trampas podrán nada contra nosotros! ¡Y
entonces sí, habremos triunfado!
Un
cerrado aplauso subrayó el discurso que Camilo había pulido en las últimas
semanas y acordaron comenzar a trabajar de inmediato, pues la tarea era inmensa
y el grupo no llegaba a la docena de miembros. «Mi plan es establecer primero una red de aliados entre los campesinos,
de manera que cualquier extraño que entre al territorio nuestro quede en el
acto bajo vigilancia», continuó después, ya durante la cena. «¿Qué te parece llamar a esta primera etapa
Operación Perímetro, en homenaje a su propósito y a nuestro amigo?»,
propuso Pajarito Triste, que pese a
ser nuevo era ya de los más entusiastas. «No
sólo éso», aceptó Camilo, «Pensaba
que nos llamáramos Organización Campesina Perímetro González, como para que los mataron comprendan que no
les sirvió de nada hacerlo» Así pues, dio comienzo la última etapa de la
vida de Camilo Insaurralde. A la madrugada siguiente, los Descalzos se
reunieron en la escuela para marchar desde allí hasta la granja de Cáceres, la
más alejada de todas. Comenzarían por allí, mientras el ingeniero les preparaba
un plano actualizado de la comarca. Pasaron el fin de año, el último de sus
vidas, acampando a la luz de las estrellas, planeando desafíos imposibles y brindando
por su juventud llena de ilusiones. Soñando, por qué no decirlo así, con un
mundo que nunca llegarían a ver.
***
Capítulo 17
(En este capítulo se explica lo que
debió aclararse al principio, esto es, el motivo
por el que el Intendente decide dejar su
puesto. Alguien, que debió morir mucho antes,
muere al fin, mientras esta historia –
contada alternativamente en pasado y futuro –
comienza a transcurrir en tiempo
presente)
LXXV
E |
l
primero de Enero fue un día desabrido e inútil, como suelen ser siempre los
primeros de Enero, en todas partes. Lo fue también aquella vez en Nueva Atenas,
pese a que iniciaba el año más trágico de su historia. Sin embargo, muy pronto
comenzaron a notarse las señales de la mala estrella y es curioso ver que el
proceso comenzó por lo más alto. Una mañana, Espeucipo se despertó ahogado por
una flema espesa y maloliente, que escupió con susto sobre la alfombra.
Estremecido por un sudor frío y repentino, se apoyó en el respaldar de la cama
y quiso echarle una bocanada de aire a sus pulmones, pero no pudo. Un dolor
punzante y sospechoso le arrancó un grito que terminó por despertar a Helena. «¿Qué pasa?», preguntó la esposa,
estirando los dedos de los pies por entre las sábanas. «Nada, nada», mintió el Intendente, «Sólo me atraganté con la saliva». Pero sabía que no era cierto.
Había algo más, oscuro y amenazante. ¿Sería la maldición familiar, lamentada en
voz baja por las generaciones que le precedieron? Leónidas Caballero,
legendario inventor de trapisondas y fundador de la dinastía que amenazaba
acabar en Miguelito, fue el primer Caballero en caer fulminado por la extraña
enfermedad. Encabezaba la procesión de San Crispinito cuando lo atacó la tos,
violenta e imparable, que lo obligó a bajar del caballo y refugiarse en la iglesia,
de donde ya no saldría más. Murió, atragantado por la angustia, sobre uno de
los bancos. Lo enterraron detrás de la sacristía, en honor a sus servicios
prestados - y muy bien cobrados - a la comunidad.
-
Debieras ir al médico. Nunca se sabe - Dijo Helena, cubriéndose la cara con la
almohada para dormir un poco más.
En
tiempos del bisabuelo, la muerte no llamaba tanto la atención del vecindario,
si al fin y al cabo se moría por cualquier motivo. Era, pues, razonable que
nadie hallara mucha diferencia entre un disparo y un carozo atorado en la
garganta. Pero cuando le tocó el turno a Protágoras, treinta años más tarde, la
parentela recordó de inmediato la historia del patriarca, muerto de asfixia a
mitad de la procesión.
-
Quizás sea algo de familia - Murmuró Espeucipo, sintiendo al miedo hormiguearle
por la espalda. Estaba pensando en su abuelo Protágoras, estrangulado por una
enfermedad artera mientras retozaba en un burdel. El cura Molina aprovechó la
ocasión para hacer cerrar los piringundines de la comarca, pues quién podía
saber que clase de nueva peste estaban propagando. Casimira Núñez, la ramerita
de quince años que lo atendía al aparecer la muerte, quedó manchada para
siempre con el estigma de la desgracia y abandonó la profesión, pero no pudo quitarse
más la mala espina. Su triste zaga culminó en el cuartel del Coronel Verón,
cuando el último de sus descendientes, Carocito
Núñez, se colgó de una viga del techo.
-
Helena, no te duermas. Despertáte - Dijo Espeucipo, sintiéndose por primera vez
a completa merced de la nada. Le tocaría a él también, ahora lo sabía. Estaba
seguro. Igual que a Aristófanes, a quien llamaban el Faraón por la cantidad de construcciones que impulsó y que se
murió de pronto, el día en que festejaba sus bodas de plata matrimoniales.
Oficialmente, se informó a los amigos que había espichado asfixiado con un
pedazo de pavo, pero entre bambalinas se supo que llevaba varios meses
escupiendo una sustancia extraña, que lo dejaba tiritando entre sudores fríos y
dolores de los más ardientes.
-
¿Vos creés que Miguelito estará listo para sucederme? - Preguntó el Intendente,
quitando suavemente la almohada que escondía a su mujer. Helena abrió un solo
ojo y respondió, riendo:
-
Nunca imaginé que vería el día en que vos te hartaras de la política.
-
No se trata de éso. Es que me estoy muriendo.
Helena
cerró el único ojo que había despegado y volvió a dormirse, pues pensó que su
marido le jugaba una broma. Sólo después, mucho después, comprendió que la
desgracia también llegaría hasta ellos. «Ahora
que lo recuerdo - dijo entre sollozos, conversando tiempo después con Laida
- mi suegro nunca llegó a Intendente
porque se murió antes, precisamente de lo mismo que todos los Caballero de este
pueblo. De esa cosa asquerosa que les sale de la garganta y que un día los
atraganta para siempre».
-
Salvo que el asunto sea verdaderamente grave e incurable, es mejor que no lo
sepa nadie - Fue el inmediato consejo de Aristóteles, que demasiado tenía ya
con el próximo nacimiento de un nieto indeseado - Y por sobre todas las cosas,
que no lo sepa Verón.
Pero
Verón lo supo, por supuesto. Se lo contó el Turco Julián, que se enteró del
secreto a través de Nuria, que lo oyó en el hospital. Antes de que terminara el
mes, el Coronel apareció un domingo de visita y se quedó a almorzar, mucho más
amable que de costumbre. En la sobremesa, mientras encendían sus puros de Pinar
del Río, el militar fue directo al asunto que le había quitado el sueño en la
semana:
-
Mirá, Espeucipo - Comenzó, eligiendo con cuidado el modo de clavar su daga - En
estos años hemos hechos grandes negocios juntos; se podría decir, por qué no,
que somos buenos amigos. Si es verdad que estás enfermo y que pensás renunciar
a la intendencia, me parece que debieras decírmelo cuanto antes.
Espeucipo
tragó saliva, tocado a fondo. Aspiró el humo espeso y picante del Cohiba
y de inmediato lo atacó una tos tan fuerte, que creyó que se moría allí mismo.
El Coronel le dio un par de fuertes palmadas por la espalda y Helena llegó
corriendo con una jarra de agua. El Intendente fue recuperando la respiración,
poco a poco, pero su esposa no volvió a dejarlo solo. Se sentó junto a los dos
hombres, mirando sin interés hacia el jardín inundado por el sol de la siesta.
-
No quiero que lo sepa nadie - Dijo, por fin, Espeucipo - porque no sé qué es lo
que tengo. Por ahí es una pavada.
-
Seguro - Asintió Verón, sonriendo con frialdad - pero más allá del afecto y el
aspecto humano, espero que comprendas que nuestros negocios están atados a la
legalidad que nos brinda tu puesto. Es decir, no puede haber otro Intendente
que alguno de nosotros tres. Si no sos vos, sólo Aristóteles, o yo mismo.
Espeucipo
sintió una súbita tristeza, pues no había pensado que tal vez sus socios no
querrían que el cargo pasara a Miguelito. Si la enfermedad avanzaba, nada
salvaría al inexperto heredero de un tiburón hambriento como Verón.
-
Me parece que es muy pronto para dividir los bienes, mi querido amigo -
Respondió al fin, remarcando con cierta ironía la última palabra - Aún me
mantengo vivo, sano y al frente de Nueva Atenas y en lo que a mí respecta,
seguirá siendo un Caballero el Intendente, así como siempre.
-
Por supuesto -Dijo el Coronel, mirando para otro lado - Por supuesto.
Al
mes siguiente, Espeucipo viajó a los Estados Unidos para que lo trataran de su
extraño destino. De costa a costa, lo conectaron a novedosos aparatos que
descifraban las enfermedades de los antepasados, lo internaron en clínicas
carísimas, lo auscultaron del derecho y del revés en los consultorios de los
grandes especialistas y en todos los casos el resultado fue el mismo. Traductor
mediante, la respuesta fue:
-
Usted no tiene nada. Es pura sugestión.
Volvió
a las cinco semanas, un poco más gordo y cargado de regalos para todo el mundo,
incluyendo una mira infrarroja para Verón. Estaba tan feliz, que se dedicó en
persona a organizar una fiesta de bienvenida, al término de la cual se
atragantó otra vez con el mal aire y escupió una flema del tamaño de una
frutilla.
-
¿Qué es éso? - Se escandalizó Helena, viendo volar la horrible mucosa sobre la
mesita del living.
-
Nada - Dijo él, amargamente - Es la sugestión.
Cuando
empezó el otoño, volvieron los dolores y Espeucipo se hundió en una depresión
que disimulaba menos cada vez. No sólo le daba rabia morirse, sino que lo sacaba
de quicio saber que el imperio familiar se desmembraría, derrumbando para
siempre las columnas de una historia sin igual. Lo que no habían logrado las
perseverantes pesquisas de Pericles, el feroz odio de sus muchos enemigos o el
simple cambio de los tiempos, lo conseguía la atávica flema, heredada de
generación en generación para compensar tanta riqueza.
LXXVI
Si
el Intendente se hubiera decidido a consultar con el Doctor Epaminondas en vez
de confiar en las ciencias protestantes, habría conocido mucho antes la
verdadera naturaleza de su mal, una degeneración pulmonar muy común en el Valle
de Traslasierra, de donde era oriundo el legendario Leónidas. La peste se había
dado por primera vez a fines del siglo diecinueve, al fondo de una mina que se
hundía varios kilómetros por el vientre de un cerro. Allí, entre la oscuridad
maloliente y húmeda, toda una generación de obreros se arruinó los pulmones
persiguiendo un oro que nunca apareció, pero además contagiaron al patrón y a
toda su descendencia. Era una enfermedad extraña, fácil de curar cuando se
detectaba a tiempo, pero implacable cuando la víctima se dejaba estar o la
ciencia erraba el diagnóstico. En los meses previos a la Guerra de los
Descalzos, aún morían de asfixia los últimos herederos de la desgracia minera,
sólo que muy pocos conocían la verdadera razón del deceso. Inclinados sobre el
arado, amargados por la miseria o consumidos por el alcohol, doblaban
repentinamente el espinazo y se quedaban yertos, sin que a nadie interesaran
las causas de su final. Epaminondas lo sabía, como conocía un remedio simple y
efectivo para alejar a la Parca: «Abstinencia
absoluta y definitiva de tabaco, alcohol y sal. Una bufanda anudada al cuello
todo el año y mucha leche, éso sí, dos litros por día, de ser posible». Los
casos que logró tomar a tiempo resultaron exitosos, pero no pasaban de dos o
tres por año, ya que en general nadie se tomaba en serio la gravedad del
esputo. Mantenían su dolencia en secreto hasta el día en que todo terminaba,
abruptamente. Semanas más tarde y un poco por casualidad, le llegaban al médico
los síntomas que había padecido el finado y su nombre pasaba a engrosar su base
de datos, en la que nunca pudo inscribir a Espeucipo, porque éste no lo llamó.
«Todos los líos y muertos que nos hubiéramos
ahorrado si ese desgraciado me hubiera ido a consultar», diría, mucho más
adelante, pero por aquella época aún estaban peleados y el Intendente prefirió
preguntar en las clínicas adventistas de Norteamérica, que nada sabían de la
flema hereditaria de Traslasierra.
Eran,
de todos modos, tiempos difíciles para el Doctor Epaminondas. El mismo hombre
que veinte años atrás se acicalaba con la paciencia de un dandy y sostenía un
toallón mojado con la pinga en ristre, lucía ahora una vejez anticipada, atravesada
el alma por el aire malsano de la desilusión. Sin haber logrado nunca el amor
de Isabel, alejado de sus amigos de siempre y con la oscura sensación de estar
perdiéndolo todo, se recluía en su propio silencio cada día más. Se había
vuelto irritable, nervioso. A veces pasaba semanas enteras sin afeitarse. Días
completos en los que no le dirigía la palabra a nadie, pues incluso a sus
pacientes los atendía a puro recetario. En otras ocasiones actuaba del modo
inverso. Volvía a vestirse bien. Se ponía locuaz y visitaba a Isabel, jugaba al
ajedrez con Terámenes o acompañaba a Camilo en sus andanzas por el campo. Pero
sus escapadas eran cada vez más breves y poco a poco o de repente, volvía al
marasmo de su soledad. Isabel, que en dos décadas de amistad había llegado a
apreciarlo mucho, le preguntó una noche a qué se debía esa constante amargura,
esa especie de lucha a muerte consigo mismo que nada parecía torcer.
Emocionado, Epaminondas le tomó una mano y se la llevó al pecho. La miró con unos
ojos cargados de una tensión insoportable y no le dijo nada. Guardó su amor una
vez más, pues cuando estaba a punto de lanzarlo, cruzó por su mente la imagen
de Filoxena, consumida de rabia y muerte sobre el lecho conyugal. ¿Cuántos años
llevaba la agonía de la esposa? Poco más o poco menos, el mismo tiempo que su
derrota inapelable, pues el cáncer la derruía desde que se dio por vencida. La
noche en que abandonó para siempre sus poses estrafalarias, el apetito falso
con que engalanaba las orgías del miedo. Allí mismo comenzó a perseguirla la
muerte, pese a que ella la mantendría a raya aún por muchos años, a fuerza del
más puro y centelleante odio. «No voy a
morirme todavía, desgraciado», le decía, siseando entre escalofríos, cada
vez que el marido le acercaba los remedios. Furiosa, escupía las pastillas de
colores y estampaba los frascos importados contra la pared del cuarto, gritando
y maldiciendo hasta que el Doctor huía calle abajo, a refugiarse entre los
libros del consultorio.
-
¡No vas a aliviar tu conciencia trayéndome remedios! – Lo perseguía la voz de
ella, incluso cuando estaba lejos - ¡Jamás te voy a permitir curarme!
Y
la vida de ambos, que ya se había complicado cuando Filoxena descubrió el amor
de él por Isabel, se convirtió en un infierno. Herida por la hiel del despecho,
creyó que su mejor venganza era agonizar hasta la eternidad, único modo de
mantenerlo lejos de Isabel, incluso después de muerta. «¡Voy a volver de la tumba, desgraciado!», aullaba a mitad de las
noches, amenazándolo con una viudez insoportable. «¡Nunca vas a poder irte con esa perra!». Y el Doctor se encerraba
en el baño y lloraba, buscando otro modo de explicarle que en realidad nunca la
traicionó. Cuando amanecía y el cansancio vencía al fin la insania de la mujer,
él se acercaba a su cama en puntas de pie y le acariciaba la frente cubierta de
enfermizo sudor. La miraba dormir, acezante y tensa, como si aún estuviera
lista para saltarle al cuello. Y le hablaba en voz baja, amorosamente:
-
No te hubiera dejado antes, cuando estabas sana. Mucho menos te voy a dejar
ahora, cuando me necesitás tanto.
Nunca,
ni en los peores momentos de su purgatorio, Epaminondas le contó a Isabel la hiel
de su drama. Es más, ni siquiera le dijo que la esposa estaba enferma, pues
temía que su confesión pareciera interesada. Durante años de confidencias,
guardó en su corazón la enorme pena que le provocaba lo único que en realidad
hubiera querido decirle. Pero no pudo. No supo. O no quiso. Soportó, año tras
año y muerto de celos, el asedio descarado de Filipo, la persistencia
sospechosa de Pericles y el entusiasmo, siempre amenazante, de una docena de
pretendientes. Pero Isabel seguía sola, quién sabía por qué, haciéndolo
aferrarse a una esperanza que a veces crecía y a veces, se diluía hasta convertirse
en nada. Había meses en los que visitaba a la viuda cada noche y otros en los
que la evitaba, creyendo que así podría olvidarse de ella. Pero no podía y
siempre terminaba regresando con su paquetito de masas, sus revistas traídas de
un viaje imaginario o alguna chuchería comprada a los contrabandistas del
puerto.
-
Algún día abriré un Museo con los souvenirs que usted me ha traído - Le
decía Isabel, riendo, mientras buscaba en la casa el último pequeño resquicio
donde incorporar al nuevo cuadrito, cenicero, adorno o baratija, primorosamente
envuelto en celofán.
A
Camilo le divertía mucho hacerle bromas al respecto y a su modo lo alentaba,
diciéndole que su madre terminaría por casarse con él sólo para que le ayudara
a organizar el bazar en que le había convertido la casa. Y se reían, mientras
Isabel simulaba no escuchar las chanzas de su hijo. La noche en que Filoxena
entró en coma, estaban intentando armar un aparato que Epaminondas trajo de
Foz. Pericles, Aspasia y el médico se afanaban en descubrir para qué servía el
ingenio, cuyas características estaban escritas en chino. «Por la foto de la caja, parece un exprimidor», dijo Camilo,
haciendo girar en el aire cada uno de los componentes, sin hallarle sentido y
mucho menos utilidad. «No, creo que es
una especie de licuadora», aportó Isabel, buscando en vano las cuchillas. «Ustedes están locos», dijo Camilo, dándose
por vencido. «Se nota que es un
rompecabezas». Y el Doctor transpiraba por la aflicción, pues en realidad
no se le había ocurrido preguntar qué era ni para qué servía el aparato. Lo
compró porque la figura de la caja era atractiva y el precio una bicoca. Pero
nunca pudieron armarlo. Quedó debajo de la mesa de planchar, olvidado por todos
hasta el día en que el Ejército arrasó la casa y un recluta se lo robó, creyendo
que era valioso.
Aquella
noche, Epaminondas volvió a su casa con la alegría de los viejos tiempos. «Pese a todo, la vida sigue siendo bella»,
pensaba, recordando el calor de las risas, la simple felicidad de sus amigos.
Cerró la puerta con llave y pensó en subir a ver a Filoxena, pero después creyó
que era mejor no hacerle saber que había vuelto. «Si está dormida, no se va a enterar y si está despierta, me arruinará
el momento», se dijo, así que pasó a la sala a servirse un vaso lleno de
whisky. Apagó las luces, se arrellanó en un sillón y dejó que cada uno de sus
pensamientos fluyera libre, flotando en la penumbra como si no pesaran nada.
Mansamente, las horas se le fueron escurriendo y él se sintió, por primera vez
en muchos años, fuera de la cárcel de sus días. «Ya pasé los cincuenta años», murmuró. «Pero aún estoy fuerte. Quizás no todo esté perdido». Sonrió,
recordando la piel cálida de Isabel. Sus ojos chispeantes. El ondular gracioso
del talle. “¡Ah, Isabel!”, dijo en
voz alta y la magia se le apagó de golpe. Se acordó que estaba en casa y que en
el piso de arriba dormía la enferma, envuelta en su odio terminal. Depositó el
vaso sobre la alfombra, se quitó los zapatos y subió al dormitorio como quien
fuera a un cadalso. Las luces estaban apagadas, lo que le pareció extraño, pues
su mujer solía encender el velador con las primeras sombras de la tarde.
Tanteando, halló el interruptor de la pared y la luz se encendió de golpe,
iluminando una imagen que se grabó para siempre en su memoria. Nunca más podría
recordar a Filoxena de otro modo. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos y la
boca torcida de un modo inexplicable. Una pierna flaca y nervuda le caía de la
cama, como si al sentir llegar la muerte hubiera intentado levantarse y
escapar. El Doctor soltó un grito y corrió hacia su mujer, rogando que aún
pudiera salvarla. Pero ya no hubo caso, pues al fin se había muerto.
LXXVII
León
regresó a Nueva Atenas poco después del entierro de Filoxena, de modo que nunca
se enteró de la gran borrachera en que se hundió el viudo, conmocionando al
pueblo. A punto de cumplir veintinueve años, parecía un hombre mucho mayor.
Callado, envuelto siempre en un aire de ausencia, daba la sensación de que una
gran parte de su alma se había perdido en su viaje por el continente. Nunca
reía, ni cuando sus viejos amigos lo cruzaban por la plaza y se sorprendían de
verlo de vuelta. Un poco echado hacia atrás, pasaba encerrado en sí mismo, como
si mirara al mundo desde la perspectiva de sus infortunios. Tras hablar con su
tío Rigoberto y con Aspasia, alquiló el solar de los Ortega y al poco tiempo
hizo venir a Clara, su novia de Foz. Juntos otra vez, arreglaron la antigua
casa, trasladaron la biblioteca que el cura le guardaba desde la adolescencia y
empezaron una vida sin sobresaltos, ignorantes de la tragedia que se avecinaba.
De siete a una, él trabajaba en el archivo municipal y ella ayudaba a Aspasia
en El Areópago. Los viernes a la noche cenaban con el cura y luego viajaban a
Foz, a visitar a Mariazinha y a la negra Simona, que seguían regenteando el
tugurio de siempre. «¿Has visto a
Manfredini?», preguntaba la madre de Clara. «No, ni pienso verlo», respondía la hija, que había dejado atrás el
tiempo de buscar sus raíces. «Allá no
vemos casi a nadie», le explicaba León, que parecía curado de su sed de
aventuras. Regresaban los domingos por la tarde. Cansados, pero felices, con
tiempo como para tomarse una copa en el bar de Arístipo y acostarse temprano,
porque el lunes comenzaba todo otra vez.
Así
era la vida, por aquellos días. No obstante, bajo esta rutina, algunas de las
viejas pasiones seguían bullendo sin que se notaran. Flotando sobre su alma,
persistía un cierto inconformismo. Ecos de los sentimientos, dudas y preguntas
por los que había navegado en su travesía. Una noche, bajó de pronto el libro
que estaba leyendo y le dijo a Clara: «A
veces tengo la sensación de que todavía no hice lo más importante de todo, pero
lo peor es que sigo sin entender qué cosa será». Clara se rió, pero como
vio que él seguía serio, trepó a un sillón y se puso a ondular las caderas y a
tirarle ombligazos, rescatándolo de sus angustias. Al rato y pese a los
esfuerzos de la muchacha para que se olvidara del tema, él volvió al asunto
como si en ningún momento lo hubiera interrumpido:
-
Es que me pregunto qué utilidad le voy a dar a lo que viví en esos diez años de
viajes. No me resigno a que esa experiencia sea sólo un montoncito de historias
para contar a mis nietos.
-
Bien, éso es lo que te preocupa a vos - Dijo ella, levantándose sin disimular su
mal humor -¿No te gustaría saber qué me aflige a mí?
León
abrió la boca para responderle que sí, pero ella no le dio tiempo. Habló antes:
-
Lo que yo temo y no sé por qué, es que el día en que le encuentres un uso a tu
experiencia, te voy a perder para siempre.
-
Eso no sucederá - Dijo León, errando por completo.
Un
día, aprovechó la ausencia de Clara para abrir la última página de «Sandokán
y los tigres de la Malasia» para volver a leer, por primera vez en meses,
los nombres y las direcciones que había anotado allí. Excitado por la profusión
de recuerdos, fue pasando cada dato a una hoja que guardó entre dos libros, con
la emoción de quien esconde un secreto. Una noche de insomnio, se despegó del
cuerpo dormido de Clara y fue a la biblioteca a comenzar, por fin, lo que había
estado deseando en las últimas semanas. Abrió la lista y revisó, uno a uno, los
nombres apuntados. Pasó por alto al ex director de la Aduana de Asunción,
Porfirio Albacate, pues al fin y al cabo nunca llegó a conocerlo. Tachó también
a su amigo Pánfilo Abente y al enigmático Juan Gauto, ya que nadie sabía de
ellos cuando pasó de regreso. Separó la dirección del poeta Pajarito Velarde y de Cipriano Pereyra,
el tallador de lápidas de Santa Cruz. Empezaría con ellos.
-
¿Qué hacés? - Se sorprendió Clara, encontrándolo de madrugada con un block en
la mano. A su lado, algunas páginas testimoniaban a qué le había dedicado la
noche.
-
Oh, sólo escribo a viejos amigos - Dijo él, cerrando la carpeta.
Y
continuó haciéndolo, noche tras noche y durante meses. A Manuel Fagúndes,
director del hospital de Iquitos, a quien nunca se atrevió a preguntar los
detalles que habría querido saber de la vida de Yolanda. A Sandalio Cienfuegos,
camionero en los cafetales de Quito, a quien le habló de su amor por Margarita.
A Ramón Orejuela, dueño de una cabaña junto al mar colombiano, le habló de su
sensación de seguir de paso, en vez de estar de regreso. A cada cual le contaba
una cosa, o le preguntaba otra, como si en realidad hablara consigo mismo.
Después, metía cada carta en su sobre y los despachaba sin que nadie lo viera,
o eso creía, porque lo vieron. Con el tiempo le respondió el Doctor Fagundes, contándole
que a la tumba de Yolanda se la había llevado el río, después de una creciente
bíblica. Luego llegó carta de Pajarito
Velarde, incluyendo un extraño poema sobre El ineluctable Destino.
Finalmente, casi dos meses más tarde, recibió respuesta de Cipriano Pereyra,
anunciándole que en cualquier momento se lanzaría rumbo a Nueva Atenas, a pasar
unos días. De Sandalio y Ramón nunca supo más nada. Se hundieron del todo en el
pasado, igual que Margarita y su esposo, el marinero Osmar. «Bueno, al menos no se trata de mujeres»,
suspiraba Clara, viéndolo escribir las cartas con el entusiasmo de una nueva
aventura. Lo que no sabía ninguno de los dos era que una hermana del Cabo
Ortega estampillaba los sobres antes de despacharlos, apuntando en una lista los
destinatarios sospechosos. ¿Cómo no iba a sorprenderle, en un pueblo donde
nadie escribía nada, que alguien se carteara regularmente con Bolivia, Perú y
el Paraguay? Un día no muy lejano, serviría para acusar a León de ser parte de la
subversión internacional.
LXXVIII
Aquiles
tuvo un sueño premonitorio, por esos días de Enero. Se vio a sí mismo, sentado
a una mesa en la que un grupo de personas intentaba armar una bomba
rudimentaria. A su derecha estaban el bisabuelo Ibrahim, el abuelo Heráclito y
Ulises Martínez, siguiendo con atención las indicaciones del loco Yamil. Al
frente y con cara de pocos amigos, el desaparecido Narciso, mirado de reojo al
tío Parquímedes II, que a su vez le secreteaba algo al cabo Rumínides, muerto
sin querer en tiempos de la anarquía. Se hallaban concentrados en los
preparativos del artefacto, cuando de repente Ibrahim levantó su mirada y dijo:
«Uno nunca muere por las razones que quisiera, pero en lo que a nosotros
respecta, vamos a morirnos todos por lo mismo». Y en ese instante, la bomba
explotó y Aquiles despertó sentado en su cama, chupándose el pulgar de la mano
derecha. Se levantó de un salto, a mitad de la noche y cruzó la casa buscando
la cama donde dormía su madre, igual que cuando era un niño y lo perseguían las
pesadillas. Después recordó que su madre ya no vivía con él y le creció la
angustia. «¿Será que la muerte trágica es
el destino de todos los hombres de esta familia?», pensó, inmóvil en la
oscuridad. Salió de la casa, trepó a la camioneta y se fue a despertar al tío
Parquímides II, que dormía siempre con un ojo abierto. «A esta edad – decía - la muerte
se aparece cuando uno menos la espera, así que mejor voy a estar preparado».
Pero esa noche, qué curioso, el ojo centinela se le durmió en el puesto y a
Aquiles le costó un buen rato concentrarlo en la narración de la pesadilla: “Fue sólo un sueño” dijo el tío,
riéndose, “Ya ves cómo yo sigo vivo a los
sesenta y ocho años, así que dejá las sonseras de lado y dormite de nuevo”.
Pero Aquiles no lo olvidó y aún lo recordaba clarito cuando fueron con Ulises a
la casa de León Valdéz. «Presiento que
nos estamos lanzando al abismo», murmuró, bajándose de la camioneta. Su
amigo se encogió de hombros, diciendo: «Este
es el momento de acabar con ellos y cobrarnos el mal que le hicieron a nuestras
familias, el maldito viejo Emir y sus dos malditos hijos, Julián y Fedípides».
Y lo dijo con tanta rabia, cerrando los puños y siseando el desquite entre los
dientes, que Aquiles se no volvió a hablar más de su mal sueño.
Sin
embargo, por los días en que tuvo el augurio, aún no le afligían los vientos de
la política. Fue en Enero, la época en que enterraron a Filoxena, el Intendente
viajó a Norteamérica, Aristóteles se preparaba para convertirse en abuelo y
Aquiles, hay que decir la verdad, no pensaba más que en Nuria Segovia. Había
pasado más de un año del sábado en que la echó del corralón y aún seguía
arrepintiéndose de haberlo hecho. «Esa
mujer no es como uno se la imagina», solía comentarle al tío, pues jamás se
habría animado a confiarle a Ulises un secreto tal. «Bueno, ninguna mujer es como uno la imagina», decía Parquímides II,
riéndose burlón y sin poder creer que su sobrino fuera a enamorarse del diablo
en persona. «No es tan mala»,
insistía el otro, obnubilado, escudándose en que, después de todo, sólo se trataba
de un trato comercial. En realidad, así era. Después de meses de marchas y
contramarchas, desayunos de trabajo y almuerzos informales, la relación entre
ellos no había avanzado más allá del tuteo y algún comentario trivial sobre la
vida del pueblo. Para Reyes de ese año crucial, una cuadrilla de pulidores traída
de Foz dio los últimos retoques a una cocina que envidiaría Laida Manfredini,
si la viera. Nuria quedó tan satisfecha, que además de saldar su cuenta en el
acto, invitó a Aquiles a estrenar su propia obra.
-
Quiero que te vengas a cenar esta noche - Le dijo entonces, sonriendo de un
modo nuevo - Si sos capaz de hacer tal maravilla en mi cocina, lo menos que
puedo hacer es inaugurarla contigo...
Aquiles
asintió con la cabeza, porque no pudo hablar. «Por fin actúa como esperaba que lo hiciera alguna vez», se dijo,
sin saber si se alegraba o desilusionaba. En todo caso, no hizo más que pensar
en ella durante la tarde, preguntándose hasta el delirio cómo sería conocerla
al fin, saber cómo era en la intimidad, de qué modo mágico le quitaba la vida.
Ella, que de esas cosas lo sabía todo, siguió robándole el alma poco a poco. Le
preparó una cena digna de un arzobispo, con carne del mejor contrabando y un
vino de Burdeos que le había obsequiado el Juez. Los hongos y el condimento
habían navegado miles de kilómetros antes de llegar a su mesa, lo mismo que los
puros, hechos a mano por un cubano rumbero. Mientras Aquiles se atragantaba con
el humo castrista, ella sirvió café colombiano en tacitas chinas y un licor de
frutas de quién sabe dónde, para terminar el banquete con la frase que había
estado puliendo toda la semana:
-
Yo te satisfice en la mesa, ahora te toca satisfacerme en mi dormitorio.
Aunque
había soñado ese momento durante meses, Aquiles quedó boquiabierto, abrumado
por la ruda franqueza de la mujer. Sonriendo, ella se levantó de su silla y le
hizo una seña graciosa, invitándola a seguirla. Aquiles se llevó la mesa por
delante, derramó el vino sobre el mantel español y por poco no se quema la
lengua con el cigarro, pero logró darle alcance en el momento justo en que ella
abría la puerta del cuarto. Con el corazón en la boca, la vio encender una
pequeña luz y mostrarle la cama, amplia y sencilla.
- Este
será tu próximo contrato - Dijo entonces Nuria, mirándolo con intensidad
desoladora - Quiero que construyas para mí el más hermoso dormitorio de Nueva
Atenas, algo que sea capaz de satisfacerme del modo más absoluto.
Aquiles,
que seguía sin articular una palabra, retrocedió, anonadado. No sabía si se
burlaba de él o si le hablaba en serio.
- Y
no me mirés con esa cara - Le susurró la mujer, tocándole la punta de la nariz
con un dedo - porque vas a terminar arruinando una noche maravillosa. Ahora,
vamos.
Aquiles
asintió, tragando saliva con dificultad. Cuando llegaron a la puerta de calle,
ella se puso en puntas de pie y le dio un ligero beso sobre la mejilla,
diciéndole:
-
Tu trabajo fue muy profesional, señor Farjat, por eso te invité a inaugurar
conmigo la obra. Prometo que la próxima vez haré lo mismo.
-
Contrataré a los mejores - Murmuró Aquiles, recuperando la voz - y en tiempo
record vas a tener el mejor dormitorio del pueblo. ¡No pienso perderme esa
inauguración!
Ella
soltó una breve carcajada.
-
Te darás cuenta - Dijo después - que hubiera preferido no dormir sola esta
noche, pero no soy como te dijeron que era.
Aquiles
sonrió con tristeza y subió a la camioneta. «La culpa es mía, por haberla tratado como a una puta», pensó.
Encendió el motor y se alejó despacio, como quien no quiere irse. Cruzó el
pueblo, acelerando apenas lo suficiente. Las calles se abrían desiertas. Las
luces, en casi todas las casas, estaban apagadas y sólo en el caserón de
Epaminondas, la luz de las ventanas espantaban la noche. Una música suave
escapaba por los postigos entreabiertos. «El
pobre viudo no puede dormir», supuso Aquiles, aminorando la marcha hasta
casi detenerla. «Ha de extrañar a la
esposa que se le fue, tanto como yo extraño a la que no me llegó. De alguna
manera, tenemos en común el mismo insomnio». Por un instante pensó en bajar
y hacerle compañía, pero luego cambió de idea y siguió andando, rumbo a su
casa.
LXXIX
Para
Niké, sólo había una persona en el mundo más odiosa que a la criatura que
llevaba adentro: aquel que se la engendró. No le perdonaba el haberla dejado
sin más, aquella noche. El haberse marchado con cualquier excusa, como si ella
fuese una negrita del campo, alguien que se toma y se deja, no una Manfredini.
Aún suponiendo que su burda excusa fuera cierta, si de verdad había ocurrido
algo terrible, ¿no podía haberla llamado al día siguiente y explicarle? ¿Qué
cosa tan horrible podía ser como para impedirle avisarle más tarde, cuando ya
estaba en Buenos Aires? Al principio, estaba segura de que la llamaría en
cualquier momento, si es que no golpeaba a la puerta. Averiguaría su dirección
de un modo u otro, cruzaría el cielo y el infierno, de ser necesario, pero iría
por ella, más tarde o más temprano. ¿No era eso lo que había oído siempre de
él? ¿No decían que nada lo detenía y que era capaz de la hazaña más memorable?
Pero Camilo nunca apareció. Jamás le envió una carta, ni la llamó por teléfono.
Nada. Ni el más pequeño mensaje. Ni la menor seña. Ningún gesto que le
permitiera creer que aquel fin de semana había significado algo para él, hasta
que un día pensó que tal vez él estuviera muerto. Preocupada, preguntándose si
su padre no había hecho algo espantoso, pasó llorando los primeros tiempos del
destierro, creyendo que no tardaría en confirmarse la nueva desgracia. Luego,
al ver que el tiempo pasaba y nada ocurría, tejió una trama de mensajeros que
le permitió saber que Camilo estaba de lo más bien, viviendo en una casita
campestre con su famoso perro. Entonces, la aflicción dio sitio al despecho más
envenenado. Cambió lágrimas de amor por otras más amargas, las de la
humillación sin medida. ¿Quién se creía que era ese infeliz, para dignarse a
olvidarla? Con vergüenza de niña rica, juró vengarse. Escribió una larga carta
a su padre, en la que inventaba - con lujo de detalles - el modo deshonroso en
que Camilo la había engañado y mancillado, obligándola a un acto que ella jamás
hubiera consentido, de haber podido negarse. Con la delectación que le dictaba
el odio, pulió una y cien veces cada frase hasta que no tuvo la menor duda del
modo en que su padre lavaría su honor: matando al infame. “¡Te advertí con quien te metías!”, gritó, con todas sus fuerzas,
desde el balcón que daba a la bahía. Su voz, mojada de llanto, nunca llegó
hasta Camilo. Quedaría suspendida sobre su alma hasta el día en que la muerte
les permitiera el perdón. En cuanto a la carta, jamás alcanzó a enviarla. La
guardó al fondo de un cajón y se olvidó de ella, pues entonces descubrió que
estaba embarazada.
La
noticia la desequilibró por completo. Llorando, se golpeó el vientre con ambas
manos, odiando con tanta fuerza al nuevo ser, que se convenció de que podría
expulsarlo. Sólo se refería a él llamándolo «el maldito niño», como para que le quedara claro que no era
bienvenido. Sin que nadie la viera, se metía dos dedos en la garganta y
vomitaba hasta que el cansancio la vencía. Se debilitaba con atroces huelgas de
hambre, fajaba su cintura con elásticos implacables, pretendiendo ahogar al «pequeño monstruo» que la incordiaba.
Pero nada consiguió, pues la vida se empecinó en crecer.
-
¿Cómo que está embarazada? - Gimió Aristóteles cuando lo supo, con el rostro desencajado
- ¿Embarazada de quién?
-
No quiso decírmelo - Mintió Laida y enseguida tuvo que rogar a todos los santos
que Niké también lo hiciera, pues Aristóteles no tardó ni un segundo en
llamarla por teléfono. Para fortuna de todos, la hija mantuvo el secreto,
aunque por sus propias razones. Lleno de ira, Aristóteles la insultó con las
peores palabras que se le ocurrieron y arrojó el aparato contra la pared,
haciéndolo pedazos.
-
¡Debió ser ese desgraciado de Insaurralde! - Exclamó, rompiendo de un puñetazo
un jarrón contrabandeado de Nueva Delhi - ¡Ah, pero esta vez lo voy a matar con
mis propias manos!
Mientras
el marido la emprendía a puntapiés contra una mesita de caoba de Luxemburgo,
Laida corrió al otro cuarto y llamó de urgencia a Niké, quien le dijo «Decíle a mi papá que me voy a matar».
Desesperada, Laida volvió al dormitorio, donde la nueva víctima era un cuadro
de Flandes. «¡¡Ari, Ari, dice que se va a
matar!!», gritó, imponiendo su terror de madre sobre la furia del padre. «¡Pero qué se va a matar, la muy puta!»,
respondió el marido, quitándole de un manotazo el segundo auricular y
haciéndolo astillas contra el respaldar de la cama. Luego, como para dejar de
manifiesto cuánto conocía a su hija, agregó:«¿Vos
creés que se va a matar? ¡¡Mentira, no debe hacer otra cosa que pensar en cómo
vengarse del hijo de puta que la preñó!! ¡¡Aaah!! ¡¡Si yo lo agarro a ése!!» Por
las dudas, Laida regresó a Buenos Aires y se quedó con ella hasta las cercanías
del noveno mes, cuando tomaron un camarote en el Cinta de Plata y desandaron en silencio los dos mil kilómetros que
las separaban de la furia paternal. Llegaron a casa un domingo a la noche,
agotadas y tristes. Nadie salió a recibirlas, pues Aristóteles le había dado
franco al personal, para que no lo supieran. Sin levantar la mirada del suelo,
la orgullosa Niké cruzó el jardín con su panza a cuestas, subió las escaleras
hasta el cuarto y se acostó en su cama de niña a esperar la maternidad. Nunca,
como entonces, estuvo más silenciosa la casa de los Manfredini. Aristóteles dio
órdenes terminantes de que nadie más que él o su mujer subieran al segundo
piso, en tanto decidía qué hacer con su desgracia.
-
Sólo hay una persona que puede ayudarnos en este momento - Dijo por fin, el
lunes - Vamos a llamar a Epaminondas.
-
¿A él? - Se sorprendió Laida, que con tanta angustia había perdido buena parte
de su célebre belleza - Pero si hace meses que no nos hablamos. ¡Ni siquiera
fuimos al entierro de Filomena!
-
Sabés bien que Espeucipo se fue a Norteamérica y que no hay nadie más - Explicó
él - y en cuanto al entierro, yo mandé una corona de flores en nombre de la
familia. Vamos a llamar a nuestro viejo Epaminondas, te digo, no hay más
remedio.
-
Bien, suponemos que nos ayuda en lo que sea que se te haya ocurrido - Dijo la
esposa, enfrentándolo - ¿Y después? ¿Qué vamos a hacer luego con el niño que
nacerá? ¿Cómo vamos a esconderlo? ¿Dónde?
-
Vamos a deshacernos de él - Respondió Manfredini, echando nuevos trocitos de
hielo en su vaso - No pienso permitir que la calentura de mi hija me arruine la
reputación de la familia.
-
Bien, bien. Nos deshacemos de él - Aceptó Laida, con amargura - ¿Y cómo lo hacemos?
¿Lo ahogamos en un balde? ¿Le pedimos a Epaminondas que lo haga él? No deja de
ser nuestro nieto, de quien estamos hablando. Yo no...
-
¡Por supuesto que no lo vamos a matar! - Interrumpió Aristóteles, mirando hacia
el fondo del vaso - Se lo regalaremos a alguien, pero de modo tal que nunca más
sepamos de él. Ese maldito bastardo debe desaparecer de nuestras vidas, para
siempre.
-
¿Y querrá Niké que hagamos éso?
-
Aunque no quiera. Ya nos lo agradecerá, algún día. Por su bien lo hacemos.
Aristóteles
Manfredini se bebió todo el contenido de un solo envión y luego se quedó en
silencio, apoyando la cabeza sobre las manos. Estaba desolado.
-
Lo único que pido - Dijo - es que nunca más sepamos de la inmundicia que
nuestra hija nos ha traído a casa.
Laida
levantó el auricular, llorando en silencio. Al pie de la escalera y sin que la
vieran, Niké había escuchado hasta la última frase. Temblando de miedo y rabia,
secó sus lágrimas con la manga del camisón y salió en puntas de pies hacia el
jardín. Pensó que no era mala idea darle a su padre una sorpresa, así que buscó
una cuerda larga en la barraca de las herramientas y se encaminó hasta el árbol
de mangos, a cuya sombra pasaba los veranos. Era hora de terminar con todo.
***
Capítulo 18
(Se inicia la Revolución, con una calma
chicha que no permite imaginar lo que
vendrá después. Camilo recibe una
noticia que lo descalabra y aparecen nuevos
e insólitos personajes)
LXXX
E |
n
apenas un mes de intenso trabajo, la Organización Campesina Perímetro
González había cubierto la totalidad de las pequeñas chacras y sembradíos
que rodeaban Nueva Atenas, a tiempo que creaban los rudimentos de una compleja
red de información solidaria. Cualquier suceso considerado importante - un
nacimiento, una enfermedad, algún problema con los animales o las cosechas - se
comunicaba al resto de la región en menos de una hora, mérito que en poco
tiempo más permitiría a Camilo y sus hombres escapar de la primera trampa
tendida por el Coronel Verón. «¡Ahí
vienen los Descalzos!», gritaban los niños y la familia salía a recibir a
los muchachos, que llegaban cargados de bolsas de semillas y fertilizantes,
acopiadas en la escuela agrícola. Cuando las reservas se agotaban o era
necesario contar con algo de lo que no disponían, acudían a Aquiles, que
siempre abría las manos. Aquí y allá, en todas partes, Camilo explicaba a quien
cruzaban la simple táctica de la utopía: “Esta
primera etapa terminará cuando ya no sea necesario comprar nada en los
almacenes de Manfredini y Caballero, porque mientras ellos sean nuestros
acreedores será imposible salir de la miseria. En dos años más, no habrá un
sólo campesino endeudado y allí vamos a pasar a la segunda etapa, la que
acabará para siempre con la ignorancia y la mala salud. ¡En cinco años, no
habrá en Nueva Atenas más campesinos analfabetos, enfermos o endeudados, porque
una cosa lleva siempre a la otra!”. Y lo repetía de un punto al otro de la
geografía vecinal, mientras Efigenio y Carápulo anotaban en un cuaderno las
urgencias. Tan rápido como podían, se distribuía el trabajo para una inmediata
solución, asegurando así la buena voluntad de la gente que visitaban y su
incorporación al vasto plan diseñado por Terámenes. «Si actuamos como una gran familia - decía el cura, soñando
despierto - no está lejano el día en que
ni los Caballero ni otros como ellos podrán enriquecerse a costilla del pobre».
El Chato Ortiz, Mefístoles Araña Pateada
Saravia y Segundo Chavarría componían la segunda línea del Operativo, a cargo
de de conseguir los elementos solicitados. Había aún un tercer círculo,
comandado por el ingeniero Ruíz y secundado por Pajarito Triste, Bienvenido Morales y Temóstecles Santacruz, los
que dedicaban su tiempo a los asuntos agrarios. Diez personas sobre el campo y
un ideólogo - el director de la escuela - eran la totalidad del grupo que muy
pronto desataría la trágica Guerra de los Descalzos. Sólo faltaba Severino, a
cargo de la chacra por una súbita enfermedad del padre.
-
Está muy bien para empezar - Dijo Terámenes al finalizar el mes, cuando se
reunieron para analizar lo actuado - pero una cosa es decir que vamos a cambiar
el mundo y otra es cambiarlo en serio, más si se supone que lo vamos a lograr
en sólo cinco años. En primer término, por más que algunos nos llamen
comunistas, la verdad es que necesitamos conseguir un par de capitalistas de
apoyo, pues al pobre Farjat ya lo esquilmamos demasiado...
-
¡Que no se sepa, padre, porque se caerá un mito! - Exclamó Efigenio y todos se
unieron en una gran carcajada. Pero apenas se acallaron las risas comenzaron a
escribir una pequeña lista de posibles candidatos.
-
¿Y qué les ofrecemos a cambio? - Preguntó Manganeso, que no veía por qué razón
los elegidos aportarían para algo en lo que no tenían nada que ver.
- Y
qué se yo. ¿Por qué no un paseo por el campo? - Bromeó Carápulo.
- O
un descuento en la compra de verduras y frutas.- Sugirió Pajarito Triste.
-
¡Una foto del cura!
Las chanzas hubieran continuado un buen rato
más si a Temóstecles no se le hubiera ocurrido una idea a la medida de la
situación:
-
¿Y por qué no le pedimos un aporte anual a Atenea González, la viuda del
supermercado? A cambio, podríamos ofrecerle frutas y verduras en exclusividad
para todo el año. Imagínense. La cadena de despensas que tiene Caballero no
tendrá dónde comprar y se verá obligada a importarlas o a contrabandearlas, es
decir, tendrá que vender más caro. La viuda nos lo va a agradecer.
- Y
Caballero nos odiará un poco más, pero la idea es buena - Dijo Camilo - Y si
logramos organizar a todos los campesinos, sin que se nos escape ni uno,
podremos financiar nuestro trabajo con la exclusividad en varios rubros, como
ser leche, carne, huevos y qué se yo, alguna otra cosa que se nos vaya
ocurriendo.
-
El problema - Intervino Manganeso - es que ustedes no ven el asunto en
perspectiva: las estancias de Caballero y Manfredini ocupan casi la mitad del
territorio y rinden un setenta por ciento del total producido. En plan de
competir, nos van a pasar por arriba. Pueden abastecer a todos sus almacenes,
incluyendo los que tienen en la campaña.
-
Si y no - Habló Terámenes, que estaba muy atento - porque del porcentaje que
producen los campesinos, nada es consumido por ellos. Todo se entrega a cambio
de la deuda que tienen con Manfredini o con Caballero. Mi propuesta es que no
lo hagan más, que dejen de pagar hasta que puedan equilibrar sus economías.
Según lo veo, es una pérdida del treinta por ciento cada mes para Caballero y
Manfredini.
- ¡Pero
padre, los van a echar de sus tierras! - Objetó Bienvenido.
-
No, si están unidos en una gran cooperativa - Respondió de inmediato Camilo,
que había previsto ya la idea del sacerdote – Según una vieja ley, si las
tierras pertenecen a una cooperativa, los acreedores no pueden tomarlas como
parte de pago, como han hecho hasta ahora cuando alguien entra en mora. Si la
gente confía y pone su chacrita a nombre de la cooperativa, está salvada. Manfredini
y Caballero tendrán que negociar un saldo, dividirlo en cuotas y cobrar mes a
mes y en dinero, dentro de las posibilidades de cada deudor. Sólo habrá que
actuar muy rápido y en secreto, para que cuando se den cuenta de lo que pasa ya
sea demasiado tarde.
-
Se trata de convencer, uno a uno, a más de cinco mil pequeños propietarios ¡Es
una locura!
-
No tanto - Dijo Camilo, sacando cuentas - Si cada uno de nosotros se hiciera
cargo de diez por día, necesitaríamos sólo cincuenta días. Mes y medio. Y
menos, si consideramos que ellos también se van a convencer entre sí.
-
Siete semanas - Precisó el ingeniero.
-
Menos aún - Intervino Terámenes - si cada persona que convencemos se encarga a
su vez de convencer a alguien más. ¡Los desafío a lograrlo en un mes!
-
Lo malo de esto - Comentó en voz baja Manganeso, mientras los muchachos
festejaban con anticipo el éxito de la idea - es que necesitaremos un buen
abogado para redactar la constitución de la cooperativa. Alguien que no se
venda a la primera oferta de Manfredini.
-
Tendrá que ser alguien de afuera - Dijo Camilo - voy a preguntarle a Aspasia si
conoce a alguien que sea capaz de guardar un secreto así. De paso compruebo
cómo funciona nuestra red de mensajeros.
Aspasia
no conocía a ningún abogado, pero fue con su inquietud a León, cuya mujer recordó que el hermano de Maurizio Scarpa, el
dueño del bodegón que había pasado a manos de su madre, era un abogado de fuste
en Iguazú, el pueblito fronterizo del lado argentino. Se llamaba Luis María
Scarpa y había sido, en otros tiempos, cliente asiduo y serio pretendiente de
Mariazinha, por lo que no se negaría a ver el tema si ella se lo pedía. «A mi me parece medio complicado, pero
veremos qué dice el jefe», dijo Aspasia, reiniciando el proceso de
interpósitas personas para llegar a Camilo. En menos de seis horas, la red de
amigos llevó el mensaje y trajo la respuesta, escrita en un papelito que
alguien deslizó bajo la puerta del bar: «Hagan una cita con el hombre.
Iremos allá». Aspasia sonrió, complacida. Ser amiga de los Descalzos la
hacía sentir importante.
LXXXI
Claro
que no a todo el mundo le resultaba tan fácil dar con Camilo. Para los no
iniciados o para los que ignoraban que se había establecido la red de
protección, llegar hasta el líder de los Descalzos podía resultar poco menos
que imposible. Para el Doctor Epaminondas, por ejemplo, que estaba algo alejado
de sus asuntos. No era para menos, después de todo, con la muerte de Filoxena y
la posterior depresión que le cayó encima. Además, había tanto para hacer.
Firmar los mil y un papeles del entierro. Conseguir un mausoleo más apropiado,
en vez del nicho claustrófobo en el que habían metido al ataúd. Arreglar la
casa. Guardar en un baúl la ropa de la muerta. Descolgar sus fotos de las
paredes. Regalar sus sábanas, las fundas de sus almohadas y hasta el colchón,
para quitar de la casa el olor a agonía. Y estaba el asunto del seguro, esa
impúdica cifra que habían pactado una vez, cuando la posibilidad de que uno de
los dos muriera era tan lejana que daba risa. Ella había tenido la idea de pactarlo
en libras esterlinas, porque sonaba más fino. No había sido una mala elección,
después de todo. «Doscientos mil libras»,
murmuró el viudo, sentado sobre la cama conyugal. «¿Servirá para devolverme el gusto por la vida?». Cuando sonó el
teléfono, el susto que le dio lo dejó helado. Por un instante pensó que era la
muerta, desde el más allá. Pero no, era Laida y desde bastante más acá. Querían
hablarle con urgencia. Ya mismo, incluso. Cuestión de vida o muerte. «Bueno, vengan enseguida», le dijo él.
¿Qué podía ser tan urgente en una mujer como ella, que lo tenía todo? Si
estuviera enferma, pensó, acudiría a un médico extranjero y no a él, pobre
matasanos de Nueva Atenas. «Vamos para
allá», contestó ella y para el viudo, el uso del plural le ratificó un ligero interés al asunto.
Encendió las luces de calle y puso a calentar agua en la cocina, por si debía
convidar café.
Llegaron
en quince minutos, señal de que ya estaban listos para salir cuando le
llamaron. Los golpes, rápidos e imperiosos, le hicieron comprender que se
traían algo serio. Fue a abrir la puerta y entraron en tropel, empujándose uno
a otro. Estaban todos. Padre, madre e hija. El Doctor se quedó sorprendido,
pues ignoraba que Niké estuviera embarazada. Aristóteles, que lucía más tenso
de lo que lo hubiera visto nunca, empezó un enrevesado discurso en el que
mezclaba el valor de la amistad con las disculpas por no haber asistido al
velorio, mientras Laida se enjugaba las lágrimas y la parturienta miraba hacia
cualquier sitio, con los ojos fríos de quien ya no quiere nada de nadie. «Vengan a la cocina, bebamos un cafecito»,
dijo el dueño de casa y las visitas parecieron relajarse un poco. «Nuestra hija dará a luz en cualquier momento»,
explicó Aristóteles, como si no bastara la enorme panza para anunciarlo. «Queremos pedirte que se quede aquí, en tu
casa y sin que nadie lo sepa. Sólo podemos confiar en vos. Naturalmente, vamos
a pagarte muy bien por este inmenso favor que le hacés a nuestra familia. Pero
nadie debe saber de este nacimiento, amigo. Nadie en el mundo». Epaminondas
no respondió. Se limitó a mirar en silencio el rostro adolescente de Niké,
pálido y demacrado.
-
¿Qué piensan hacer con el bebé? - Preguntó de pronto, intuyendo que el problema
debía estar en la filiación del pobre vástago.
-
Vamos a cederlo en adopción, por eso es tan importante que nadie lo sepa -
Respondió Laida, con un ligero temblor en la voz.
-
Sólo aceptaré si ella acepta salir de aquí con su hijo, jamás por separado -
Dijo el médico, mirándolos a los tres, uno a uno - Lo que hagan después, ya no
será asunto mío.
-
No vamos a involucrarte en nada raro, por supuesto - Intervino Aristóteles, con
alivio - Sólo nos interesa salir de esta desgracia del mejor modo posible. En
lo que respecta a tus honorarios...
-
Vayan nomás - Interrumpió - esta jovencita necesita tomarse algo caliente y
descansar.
Como
si hubiera sido una señal, Niké soltó el aire que guardaba en el pecho y se
acomodó en una de las sillas, mientras sus padres salían sin despedirse de
ella. Junto a la puerta de calle, Laida se volvió hacia el viejo amigo y le
dijo, con ojos llenos de lágrimas: «Casi
se nos ha suicidado esta noche, colgándose en el patio. Cuidála mucho, por
favor, no importa cuanto dinero cueste».
-
Quizás no te das cuenta, todavía - Dijo el Doctor, sonriéndole con mucha pena -
pero si hay algo que en este asunto no tiene ninguna incidencia, es el dinero.
Yo voy a hacer por ella todo lo que me corresponda, pero no porque sea tu hija
o la de nadie en especial, sino porque es lo que suelo hacer. Váyanse a casa y
ya les avisaré cuando nazca el niño.
El
médico cerró la puerta y regresó junto a su inquilina. Niké, que se veía mejor
en ausencia de sus padres, se puso trabajosamente de pie y dijo: «Las dos cosas que no debo decirle por nada
del mundo es cuánto le van a pagar y quién es el padre de mi hijo bastardo.
Bien, prepárase para que se lo diga de todos modos: mi padre pondrá en sus
manos cincuenta mil dólares por cada mes que yo pase en esta casa, cuidando y
amamantando al hijo de Camilo Insaurralde». Epaminondas abrió los ojos y la
boca al mismo tiempo que se quedaba mudo. ¿Qué otra cosa que un terrible
destino podía significar lo que acababa de oir?
LXXXII
En
ocasiones, sobre todo a la hora serena y solitaria del amanecer, Isabel se
sentaba bajo la guayaba y recordaba el mundo de su infancia, roto el día en que
los ojos del artista la vieron por primera vez. Esa escena, ese sagrado
momento, se repetía en sus sueños a menudo, llenándola de congoja. ¿Cómo pudo
quedar tan lejos? Había sobrevivido a veinte años de olvidos superpuestos y
adioses voluntarios, pero aunque poco a poco se le fueron borrando los besos en
la playa y los secretos desmayos bajo la luz de la luna, nada pudo arrasar la
mirada, los ojos de Jeremías. Tan mansos y nobles. Capaces de atravesar un alma
para siempre, domándola, esclavizándola a un recuerdo sin fin. De los demás, en
cambio, de los otros actores del drama no le quedaban más que sombras sin
formas. Desaparecieron, tragados por la definitiva distancia del olvido. Sus
nombres poco le significaban, despojados de la carnalidad del afecto cotidiano.
El capitán Vergoechea. Su madre Maruja. Sus pequeños hermanos. El párroco Juan
Antonio, delator e hipócrita. ¿Qué habrá sido de ellos? Jándula Marcó Del Pont,
muerto un año atrás, le había anunciado que el capitán se dio un tiro, tal vez
de pena y arrepentimiento. Quién sabía. Y a quién le importaba.
-
Mamá, ¿soy parecido a mi padre? - Le preguntó una noche Camilo, mirándola desde
el otro lado de la mesa.
-
No, la verdad es que no. Tú te pareces más a mí - Respondió Isabel y por
primera vez cayó en cuenta del detalle. En realidad, lo único de él que podía
recordarle a Jeremías era el modo de andar, tan orgulloso. Pero nada más. El
Jeremías que ella conoció estaba muy delgado y pálido. Camilo, en cambio, era
fuerte y moreno, quemado por el sol que bañaba las chacras. Jeremías era el
hombre más manso del mundo. Camilo, por el contrario, estaba siempre dispuesto
a la aventura.
-
¿Y no te decepciona que no me parezca un poco más a él? - Susurró Camilo,
sonriéndole con picardía.
-
Tonto, por supuesto que no - Respondió Isabel y se levantó de su sitio para ir
a darle un beso - demasiado tienes ya con parecerte a mí. ¿Sabes, Camilo? Siempre
he pensado que si yo fuera un hombre, sería como eres tú. Hasta físicamente, te
pareces a mí.
-
Es decir, madre, que se puede amar igual a personas distintas - Dijo Camilo,
mirándola de un modo que ella no supo interpretar.
-
Sí, claro, pero...- Ella dudaba - ¿Por qué, exactamente, me dices éso?
-
Quizás yo ya no esté en casa nunca más, mamá, y no me gusta nada la idea de que
te quedes sola.
-
Oye, atrevido - Isabel simuló un enojo que estaba lejos de sentir - ¿estás
pretendiendo decir a tu propia madre que se busque otro marido? Ya tuve uno, el
que fue tu padre y nadie que haya conocido estuvo ni siquiera cerca de
parecérsele.
-
Eso lo entiendo, mamá, pero si mi padre no hubiera muerto, tal vez hubiera
cambiado mucho en estos veinte años - Dijo Camilo - Quizás ya no sería hoy el
mismo que recordás. ¿Igual lo seguirías amando?
-
Mira, Camilo, no vengas a confundir a tu madre con esas filosofías que te
enseña el cura, que yo tengo muy claros mis asuntos...
-
Sólo digo, mamá - Camilo estaba muy serio, actitud que era extraña en él - Sólo
te digo que un día en que yo no esté, tal vez tengas que querer mucho a alguien
que no se nos parezca en nada. Ni a vos, ni a mi padre y ni siquiera a mí.
Entonces, los recuerdos no serán importantes a la hora de volver a hacer tu
vida.
Isabel
recordaría muchas veces esta conversación, sobre todo cuando ya se hubiera
cumplido el temor de Camilo y ella estuviera más sola que nunca, aferrada al
amor de personas que en nada se les parecían. Aplastada a sangre y fuego la
rebelión de los Descalzos, muertos y enterrados Camilo y los amigos que habían
alegrado su mesa tantas veces, Isabel comprendería en toda su profundidad el
sentido de lo que conversaron esa noche. Una de las últimas, precisamente, que
pasarían juntos.
LXXXIII
Sentados
en la oficina del corralón, Aquiles y Terámenes se miraban por sobre el mapa
que habían extendido sobre el escritorio. Los ojos del cura, vivaces y atentos,
no se despegaban del gesto dubitativo del comerciante, que se había quedado sin
saber qué decir. Eso sí; sacaba cuentas a gran velocidad. «Este hombre terminará fundiendo mi negocio – pensaba Aquiles,
rascándose la barbilla - pero su plan
está tan bien expuesto que se me hace difícil decirle que no». Para ganar
tiempo, volvió el mapa del revés, revisó los datos anotados a un costado y
cargó en una calculadora las cifras fundamentales. Pero, lo viera como lo
viera, el resultado seguía siendo definitivo: en no más de dos meses habría
quebrado una empresa que le llevó quince años levantar. Se puso de pie, guardó
las manos en los bolsillos y tomó aire, mirando por la ventana el ambular de
los empleados, cargando de mercadería un gran camión. Finalmente, dijo:
-
Su plan es tan audaz, padre, que si resulta habrá cambiado la historia. Pero si
falla, nos habrá fundido para siempre.
-
¿No es eso lo mejor que tiene? - Respondió Terámenes - Muy pocos hombres tienen
la oportunidad de torcer el curso del mundo. Usted la tiene. ¡Y no me diga que
si tiene que elegir entre hacer dinero y hacer historia, elegirá lo primero!
Aquiles
suspiró.
-
Padre, usted me sobrestima. Aprecio mucho la obra que realizan desde la escuela
y no me va a faltar nunca voluntad de apoyarla, pero - volvió a mirar el mapa -
ésto es demasiado. Sólo soy el dueño de un corralón, padre. No soy Gandhi, ni
Cristo, ni deseo terminar como ellos, la verdad.
Terámenes
soltó una risita y todo su enorme cuerpo pareció convulsionarse. La silla crujió
bajo su peso de gigante bueno.
-
Aquiles, hijo mío - Dijo, sin dejar de sonreir - Más bien me parece que sos vos
el que se subestima. Si mi plan fallara, cosa que no sucederá, no tengo dudas
que te sobrarían agallas para volver a levantarte. No creo, ni un tantito así,
que el temor te impida decirle que sí a un proyecto que puede cambiar la vida
de tanta gente.
Aquiles
meneó la cabeza, apenado. No podía hacerlo. El riesgo era demasiado grande.
Ceder por cinco años el corralón a la Cooperativa de la Organización Campesina
y ganar a cambio la clientela rural en exclusiva era, sin duda, una jugada
atractiva, pero muy riesgosa. Lo más probable es que lo perdiera todo.
-
Al menos por ahora, debo rechazar su plan - Contestó, sin dejar de mirar por la
ventana -pero tal vez sólo por ahora. A cambio y para demostrarle que de verdad
apoyo la idea que llevan adelante, no sólo voy a mantener mi aporte, sino que
le ofrezco una línea de crédito para materiales de construcción. Todo al costo
y a pagar dentro de los cinco años que usted necesita para cambiar al mundo. Terámenes
paladeó su triunfo sin que se le notara. La táctica de pedirle el máximo para
obtener algo más de lo que ya tenía, había dado resultado. Aquiles seguiría
ayudándoles y más que antes. Buscó en la sotana una imagen de San Crispinito y
se la obsequió, para compensar el aporte. Bajó equilibrando por la escalerita,
tiró un par de bendiciones al aire y al rato pedaleaba alegre de vuelta a su
escuela, montando la bicicleta que le había prestado Isabel. Aquiles se quedó
mirándolo desde la vereda. Le fascinaba el viejo cura. Cuánta fuerza. Cuánta
convicción. Acaso se había dado cinco años para su proyecto de cambiar al mundo
porque no creía que pudiera vivir mucho más que éso. Sólo cinco años. Más que
suficientes para que las fuerzas contrarias a su idea se unieran para
aplastarlo. ¿Cómo esperar, por ejemplo, que Verón pasara por alto la creación de
una cooperativa campesina? Por mucho menos le había pegado un tiro al Gringo
Gasparutti, durante la huelga de los portuarios. Cinco años, después de todo,
tal vez fuera mucho tiempo.
Sin
embargo, muy pronto se olvidó del cura y de su estrafalario sueño. Ese día se
cumplía el plazo que le había pedido a Nuria para construirle un dormitorio de
película. Durante quince días, él y su grupo de albañiles, arquitectos y
decoradores habían literalmente acampado en la casa de la mujer, que se había
trasladado mientras tanto a un cuarto del hospital, el feudo que le habían dado
sus amigos casi un año atrás. El resultado, a decir de ellos mismos, era
asombroso. Nadie, ni el mismísimo Espeucipo, tenía en el pueblo un lugar tan
bello y sugestivo, tan exclusivo como el que Aquiles había hecho construir para
su clienta. Hasta tuvo la osadía de derribar una pared, la locura de hundir el
piso casi medio metro, la desfachatez de elevar el techo y cambiarlo por una
claraboya multicolor, el buen gusto de no privarse de nada. Caoba lustrada aquí
y allá. Alfombras color beige compradas en secreto a un traficante de Sao
Paulo. Y un vitraux antiguo, robado de una iglesia peruana y abandonado
desde hacía años en los fondos de la Municipalidad, separando al dormitorio del
baño, otro lujo asiático. La cama, un modelo de sencillez monacal, se alzaba en
el centro de la estancia, igual que un altar, iluminado con discreción por un
juego de luces tan intrincado como perfecto. A las cinco de la tarde, cuando
estuvo seguro de que el personal había dado los últimos toques, llamó por
teléfono a la dueña y la invitó a beber una botella de buen vino, a las once en
punto. «La comida – aclaró - será lo de menos». Nuria no pudo soportar
tanto. Llegó a las diez y media, así que fue una suerte que él estuviera
esperándola en la sala. Abrió la botella de Chablís, sirvió dos copas y
luego la guió hasta el tabernáculo sin estrenar. Ella se quedó con la boca
abierta, tan maravillada que no supo qué decir mientras recorría su nuevo
dormitorio, pasando las manos por las distintas texturas del sueño. «Por favor, andá a traer la botella que
dejamos en la sala», dijo al fin. Aquiles fue y volvió en menos de un
minuto. Fue suficiente para que ella lo esperara desnuda, recostada sobre la
cubrecama nueva y lista para cumplir su promesa. En su honor, se había depilado
hasta la última sombra de su cuerpo, así que parecía una niñita voluptuosa y
grande.
LXXXIV
Como
todas las madrugadas, Camilo se levantó de un salto a refrescarse con el agua
del pozo. Solía dormir allí donde lo encontraba la noche, bajo el alero del
campesino al que había acudido a convencer. Antes de marcharse rumbo a la
próxima granja, ayudaba en los menesteres matutinos y daba las últimas
instrucciones a su anfitrión, considerado ya un cooperativista y comprometido a
incorporar por lo menos a un miembro más. Para los campesinos, se volvió una
cuestión de honor poner en la mochila de los Descalzos una botella de leche, o
algo de pan y queso de cabra, para que el trayecto no fuera tan duro. Por el
camino, era común cruzarse con alguien que daba noticias de algún compañero, o
entregaba un mensaje de Terámenes. A veces, las señas incluían un anuncio sobre
los capangas de Manfredini, que
habían empezado a desparramarse por el campo en busca de noticias. «Quieren saber en qué andamos», explicaba
Camilo, calmando la ansiedad de la gente. «Simplemente,
no les digan nada. Ustedes no nos vieron». Pero todo el mundo se veía con
todo el mundo, de todos modos. Así como los Descalzos sabían qué hacían y dónde
andaban los enviados del poder, lo mismo sucedía con éstos, que nunca perdían
la huella de sus perseguidos. Pese a todo, Camilo y los suyos lograron mantener
en secreto la creación de la cooperativa. Manfredini lo sabría sólo cuando la
casualidad - una vez más - interviniera para desacomodar al mundo.
En
uno de aquellos días intensos, Camilo salía de una chacra cuando vio aparecer,
doblando una curva entre barquinazos, un auto oscuro. Sorprendido, advirtió a
Muralla que saliera del camino y bajó a la banquina. El vehículo se detuvo
frente a ellos, envuelto en una nube caliente y bermeja. Era el Doctor
Epaminondas. «Tu amigo Efigenio me avisó
que estarías más o menos aquí mismo, a esta hora», dijo el médico, sacando
la cabeza por la ventanilla. Camilo, que no lo veía desde el entierro de
Filoxena, se abrió paso entre la polvareda y apoyó las manos sobre el techo del
Ford. «¿Pasó algo con mi madre?»,
preguntó, intranquilo. «No, ella está bien. Sólo quiero hablar un
poco contigo », dijo el viudo, haciéndole señas de que subieran al auto. «No, mejor estaciónese y vamos a charlar por
ahí, ¿ve? hay un arroyito y mucha sombra», respondió Camilo, tratando de
adivinar qué motivo había llevado a su amigo hasta allí. Pocos minutos más
tarde, estaban sentados a la sombra de un inmenso mango. Muralla perseguía a un
puñado de mariposas blancas.
- Usted
me conoce desde que nací - Dijo Camilo, mirándolo fijamente - así que no
necesita dar rodeos.
-
Es cierto - Respondió el Doctor, aflojándose el nudo de la corbata - No vamos a
dar rodeos. Quiero hablarte de Niké Manfredini.
Camilo
no dijo nada, aunque una chispa de interés brilló en sus ojos. El médico hizo
una pausa, pero como no recibió ningún comentario, continuó:
-
Nunca hablamos de ella, después de esa noche en que fui con Aspasia a buscarte.
No me debés ninguna clase de explicación al respecto, pero me gustaría saber en
qué ha quedado esa relación entre ustedes.
Camilo
sonrió. Dejó pasar varios segundos antes de responder:
-
No puedo creer que se viniera hasta aquí para preguntarme algo tan tonto ¿Cual
es el punto, pero el punto de verdad?
-
Ella está viviendo en mi casa, desde hace tres semanas.
Entonces
sí, Camilo se sobresaltó. Volvió a dominarse de inmediato y dijo:
-
Lo único que supe de ella es que viajó a Buenos Aires a los dos días de aquella
noche y bien, suponía que seguía allá. Jamás volvimos a vernos ni a hablarnos.
-
¿Puedo preguntarte por qué? Vos no te habrías arriesgado tanto si ella no fuera
importante ¿O me equivoco?
-
Bueno, lo era - Contestó Camilo, tomando una piedra y arrojándola lejos, sobre
el arroyito -¿Por qué le importa ésto? No entiendo. Y usted tampoco: un amigo
murió para que yo pasara esa noche con ella y todo para qué, para que se
mandara a mudar así nomás, sin despedirse. ¿Acaso no supo que fue su padre el
que mandó a que me metieran los tiros que recibió Perímetro? Como ve, tengo más
de un motivo para que ella haya dejado de ser importante. ¿Vino hasta aquí para
decirme que está viviendo en su casa? Lo siento, éso no me aflige en absoluto.
-
¿No irás a verla?
-
Claro que no. Jamás - Respondió Camilo, poniéndose de pie y levantando la
mochila que había dejado a un lado - Ella me costó la vida de un amigo.
-
Pues de la vida misma se trata este asunto, Camilo - Dijo Epaminondas,
incorporándose -¿No te parece que estoy demasiado viejo para andar llevando
chismes?
-
¿Ella le pidió que me buscara?
-
No, al contrario. Ella no quiere saber nada contigo. Te odia con una fuerza
similar a la del padre, por lo menos - Aclaró el médico, sonriendo - Yo sólo
vine porque si lo que ella dice es cierto, tengo la obligación de decírtelo.
-
¿Ah, sí? - Preguntó Camilo, regresando hacia el sendero - ¿Y qué dice?
-
Que sos el padre de la beba que tuvo.
Camilo
acusó el impacto sin ningún disimulo. Se puso pálido, sin atinar más que a
mirar al médico, que le dio unas palmadas en la espalda, sintiéndose un poco
abuelo. Caminaron en silencio hasta donde habían dejado estacionado el auto.
Camilo, que luchaba por salir de su conmoción, murmuró algo relacionado al
trabajo que tenía que hacer ese día y a que le sería difícil volver al pueblo
en las próximas semanas. Después preguntó si lo sabía alguien más. «Unicamente los Manfredini», contestó el
Doctor. «Pero no quieren que nadie se
entere y en lo que a tu madre respecta, considero que es asunto tuyo si se lo
decís o no». Camilo asintió, pensativo. El viejo médico volvió a palmearle
la espalda y luego subió al vehículo. Camilo se apoyó sobre el marco de la
puerta y le dio las gracias.
-
Supongo que vas a pensar mucho en todo esto - Dijo Epaminondas, encendiendo el
motor.
-
Claro - Dijo Camilo - pero no le diga a ella que yo lo sé.
El
médico sonrió, meneando la cabeza. Luego preguntó, como si acabara de recordar
algo importante: «De puro curioso que
soy, contestáme ésto: ¿Por qué no subiste al auto y preferiste conversar
afuera?» Camilo respondió:
-
Porque sería feo que algún campesino me viera así, disfrutando del aire
acondicionado del coche. Además, Muralla es medio claustrofóbico.
El
Doctor soltó una risita, diciendo «sabía
que era por éso». Cuando estrecharon las manos, Camilo preguntó si la niña
ya tenía algún nombre. «No, aún no»,
respondió el viudo. Entonces, repentinamente, el rostro del flamante padre se
iluminó con una sonrisa. «¿Por qué no
Candela?», preguntó. Quizás había intuido ya la inmensa y breve felicidad
que le daría su hija. Concebida sin querer, parida con odio y condenada desde
la cuna a una soledad insoportable.
LXXXV
El
mes de Febrero pasó rápido, pues el desafío era grande y los Descalzos nunca
fueron más de una quincena. Casi sin dormir, roncas las gargantas por el ardor
de los discursos y cubiertos del polvo colorado del camino, recorrieron hasta
el último rincón del valle y llegaron hasta aquellos sitios a los que jamás
había llegado nadie, agujeros extraviados donde sobrevivían, cubiertos de
pulgas, piojos y mugre, familias enteras, seres arrojados del mundo quién sabía
cuándo ni por qué, pero que allí estaban, marginados de toda clase de
civilización, arruinados. «La miseria es mucho más honda de lo que
imaginamos cuando nos propusimos ésto», escribió Camilo, en un cuaderno que
alguna vez sería quemado en la cocina del Coronel. El líder de aquel submundo
de desclasados, un hombrecillo rudo llamado Pablo Lechín, recibió a Camilo a la
entrada de una cueva que habían cavado en la roca, a pico y pala. «Cuando llegamos, hace casi un cuarto de
siglo, no éramos más que diez personas», contó, mirando de reojo cómo
Muralla se mantenía alerta, olisqueando el aire. Sentados en un círculo amplio,
un centenar de hombres grises, escuálidos y cubiertos de harapos, le hacían
coro a la reunión. Aquel primer grupo, explicó, estaba compuesto por mineros
bolivianos escapados de las matanzas del año cincuenta y tres, cuando el
Sindicato se enfrentó al Ejército. Cruzaron la selva petrolera, atravesaron de
algún modo el chaco paraguayo y se establecieron en el hueco más profundo del
valle, seguros de que nadie los encontraría. Pero pronto se les unieron otros
perseguidos de aquí y de allá, perdedores que habían dejado atrás toda
esperanza. En apenas diez años, la colonia de prófugos se había convertido en
una colmena de más de doscientas personas y para cuando llegó Camilo, eran
medio millar. Sobrevivían a la buena de Dios, cazando y pescando cuando tenían
suerte y robando en las chacras vecinas cuando el hambre acuciaba. “Estamos condenados a no ser nada”, le
dijo Lechín, abriendo los brazos con resignación, “pero si nos das algo por qué luchar, prometo darte un ejército que no
se detendrá ante ningún peligro”. Camilo se quedó en silencio, mirando en
derredor. A cierta distancia, un batallón de niños de caras sucias lo observaba
con curiosidad, sorbiéndose los mocos entre las tacuaras que cercaban el
campamento. A la orilla del río, un grupito de mujeres flacas y consumidas se
arremolinaba sobre un bagre recién destripado y cubierto de moscardones verdes.
- Siempre
hay algo por qué luchar - Murmuró Camilo, pero quizás sólo lo dijo para sí
mismo. A la madrugada se marchó, preguntándose cuánto había de cierto y de
mentira en las historias que había contado Lechín. Al mediodía, en un cruce de
caminos se encontró con Efigenio, que también iba de regreso al pueblo. Camilo
le narró el extraño encuentro y el amigo se rió de buena gana.
-
¡Tenías que ser vos el que diera con ellos! - Dijo, levantando una piedra del
camino y arrojándola lo más alto posible, sólo para ver hasta donde llegaba -
¿Ves, Camilo? Así funciona el destino. Siempre escuché hablar de esa gente que
vive en las cuevas del monte, pero nunca conocí a nadie que la hubiera visto.
Ahora, compañero, algo me dice que de un modo u otro vas a tener que cargar con
ellos.
Camilo
tenía la misma impresión, pero no dijo nada. Hizo el resto del trayecto en
silencio, pensando en Niké. Una y otra vez sacó cuentas de los meses
transcurridos desde aquella noche. Eran nueve, ni más ni menos, nueve meses que
alcanzaron para apagar todo sentimiento. Durante semanas enteras, la culpa y el
despecho no lo habían dejado dormir. Culpa lacerante por la muerte de su amigo
Perímetro. Despecho ardiente por la ausencia de ella, que se había marchado sin
decir ni mu. Así nomás, como para dejarle claro que él no le importaba nada. Y
ahora, justo cuando la estaba olvidando, apareció el Doctor con la noticia del
hijo. De la hija, más bien. Nacida contra la férrea oposición de Manfredini. Una
noche y sin saber qué hacer, qué decir ni cómo presentarse, se despidió de
Efigenio y marchó al pueblo, hasta la casa del médico. Llamó a la puerta y
aguardó, invadido por la ansiedad más intensa que hubiera experimentado en su
vida. De pronto pensó que ella se sentiría asqueada, nada más verle la mugre
que tenía encima. Tal vez fuera mejor emprender la retirada, total, ya podría
volver otro día, de un modo más adecuado. Pero entonces se abrió la puerta y Epaminondas
apareció con la niña en brazos, envuelta en una pañoleta blanca. Camilo se
quedó mudo, atravesado por una emoción paralizante. Si hasta ese momento no
había logrado reconocer ningún sentimiento especial, al ver a su hija todo
cambió. Estiró una mano trémula hacia ella, pero no se atrevió a tocarla. Sólo
la miró, sumergido en un silencio profundo y conmovido, mientras el Doctor
permanecía inmóvil, como si no estuviera allí.
-
Pensé que no ibas a venir nunca - Dijo, sonriendo. Se veía muy cómodo con la
beba en brazos, como si también fuera un poco de sí mismo.
-
¿Lo sabe mi madre? - Preguntó Camilo, observando de cerca las pequeñas manos de
la niña.
-
No. Ya te dije que me parece asunto tuyo el decírselo.
-
Hizo bien. Se lo agradezco.
-
¿No vas a entrar?
-
No. Debo irme. Ya vendré después, con más tiempo. ¿Ya lo saben los Manfredini?
-
Bueno, deben suponer que ya nació.
-
Pero no llamaron.
-
No.
-
Pobre niña - Se quedó unos segundos inmóvil, mirándola - Bueno, me voy.
Camilo
hizo un gesto que al Doctor le pareció lleno de tristeza. Luego alzó su mochila
y se fue caminando a paso militar, hasta perderse en la noche. Niké lo vio
partir, oculta tras las cortinas de una ventana del piso alto. Le pareció que
se veía distinto al chico que recordaba. Parecía mayor, o quizás sólo fuera que
estaba tan sucio y cansado. «Viniste por
fin», murmuró, sintiendo una satisfacción fría y maliciosa. «Ahora vas a pagar por cada hora en que
esperé una llamada tuya y por cada minuto que tu hija aguardó que vinieras a
conocerla». Corrió las cortinas con un gesto y brusco y enseguida bajó a
decirle al dueño de casa que nunca, pero nunca más, iba a permitir que la
pequeña Candela fuera vista por Camilo.
***
Capítulo 19
(Por primera vez en la Historia, los
subversivos buscan el respaldo de la Ley para
iniciar su Revolución, pero al menos tienen el
buen tino de hacerlo a través de una
prostituta adecentada y de un Juez
corrupto)
LXXXVI
E |
l
Juez Luis María Scarpa, casado en segundas nupcias con Sandra Berlusconi,
olvidó sin remordimientos sus dos matrimonios, la cama conyugal y la toga
tribunalicia, cuando vio aparecer por su despacho a Mariazinha. La mulata,
aunque cincuentona, mantenía el busto firme y las ancas impecables. Erguido el
mentón, bamboleante el nalgaje, nada en ella había comenzado aún la curva de la
decrepitud y eso era algo que todos, pero todavía más sus viejos admiradores,
sabían apreciar. Usía suspendió, ipso facto, todo menester y se la llevó
al Restaurante de las Cataratas, escenario de sus mayores triunfos. Entre vinos
de Burdeos y langostas de quién sabe qué mar, había ablandado allí a mujeres de
moral victoriana, fiscales insidiosos, abogaduchos traicioneros y enemigos recalcitrantes, llevando luego a
los hombres a fumar tabacos caribeños en el salón privado y a las damas, al Motel
de las Camelias, suspendido con artes misteriosas entre la selva y el cielo.
Aquel nido de amor era tan especial e inolvidable, que las sábanas se usaban
por única vez, para no deshonrar la sombra de la cópula con nuevos sudores. Por
artilugio nunca develado, los gemidos de las mujeres flotaban en el aire mágico
muchos años después de haberse marchado, acunando con su melodía orgásmica el
tremular de las mariposas. Las puertas y ventanas de los cuartos jamás se
cerraban, ¿para qué? si nadie iría a espiar a nadie, ocupados como estaban en
una felicidad absoluta. Amores que allí se iniciaban, se solía decir, duraban
hasta la eternidad, o por lo menos hasta que uno de los miembros de la pareja
no volvía allí con un nuevo consorte.
Mariazinha,
que en realidad ni recordaba la cara del Juez, se sorprendió hasta tal punto
con su recibimiento que recién en el tercer encuentro le volvió a la mente el
motivo de su viaje. Con una copa de champagne en la diestra y el agua del jacuzzi
hasta el cuello, no le costó convencerlo del asunto encargado, resumido en
cuatro puntos por Terámenes. «Es sencillo
de hacer», dictaminó el Juez, hundiendo la barriga frente al espejo del
techo. «Eso sí, no sé qué va a pasar
cuando el Juez de Nueva Atenas se entere. O mejor dicho, sí sé: arderá Troya».
Mariazinha rió divertida, sin sospechar ni un instante el mal que se venía.
Volvió a Foz, pasó el mensaje de aceptación y entre una cosa y la otra, recién
a principios de Abril pudo concretarse la reunión de Scarpa con Camilo y el
cura. «Entiendo que el sigilo es muy
importante en el proyecto», dijo el Juez, hechas las presentaciones. «Así que será mejor que nos reunamos en mi casa,
desde ahora». A partir de entonces Mariazinha quedó fuera, lo que le
pareció natural. Regresó a Foz, satisfecha del deber cumplido y con la
autoestima por las nubes, deseosa de mostrarle a Simona el collar de perlas
recibido junto al último beso. Scarpa, que en pocos meses más tendría que usar
su influencia para sacar a su amante de la cárcel, dedicó entonces la atención
al disparatado proyecto que le habían llevado, comenzando por dar su más
sincera opinión:
-
Convertir al territorio en una gran cooperativa no es ilegal, pero requerirá de
una retorcida interpretación de la Ley; además, no tengan duda que se enfrentarán
a muerte con los latifundistas. Me temo que vamos derecho a una guerra, señores
y en toda guerra muere alguien.
-
Sin duda tiene razón - Respondió Camilo, con voz dura - De hecho, estamos en
guerra con ellos desde hace décadas, aunque pocos se han dado cuenta. Cada
chico que muere por desnutrición o por falta de atención médica es víctima de
esa guerra. Bien; ahora vamos a pasar al contraataque.
-
Que quede claro - Intervino Terámenes - que no es una guerra contra nadie en
particular, sino contra un estado de cosas que ya no se puede aguantar más, por
éso venimos a verlo a usted en vez de buscar un traficante de armas. Esta
guerra busca justicia y no se hará con violencia.
-
Sus nobles propósitos, padre, pueden no ser compartidos por el enemigo ¿Cuenta
con éso?
-
Naturalmente.
-
Por otro lado y por muy justa que sea su causa, también comprenderá que la
justicia humana puede ser comprada, manipulada, bastardeada y pisoteada ¿Tienen
claro que tener razón no siempre alcanza?
-
Por supuesto. Casi nunca alcanza.
Aunque
hablaba con Terámenes, el doctor Scarpa no dejaba de observar una cierta
tensión en la mirada de Camilo, un brillo que delataba un descontento muy
hondo, una imperiosa necesidad de pasar a la acción. Tuvo un mal presentimiento
y preguntó:
- ¿Y qué si esto no resulta? ¿Cómo reaccionará
la gente? ¿Qué harán ustedes?
Camilo
se estremeció por un instante, pero fue tan nítido el ramalazo de adrenalina,
que el Juez estuvo a punto de echarse atrás. «Desde entonces, siempre supe que iba a pasar lo peor», recordaría,
con amargura, tiempo después. Sin embargo, aquella tarde fue el mismo Camilo
quien respondió, sereno y medido:
-
No hay modo de que no resulte, señor, pues aunque fracase nuestra idea siempre
se habrá dado un paso adelante. La gente, por más que se desilusione al
principio, entenderá y buscará nuevos modos. Incluso nuestros enemigos, cuando
vean que no estamos contra ellos, sino contra el resultado una política que ya
lleva un siglo, tal vez prefieran ceder algunas cosas.
Scarpa,
que jamás en su vida olvidaría esta conversación, hizo aún un último intento
por conocer a sus dos visitantes:
-
Bien, ojalá así sea, pero ¿están seguros de que los campesinos no reaccionarán con
violencia si este programa no sale como deseamos?
-
Mire, Juez - Dijo Terámenes - Esa gente del campo ha soportado toda clase de
violencias, vejaciones e injusticias durante más de cien años. Viven la
violencia diaria del hambre y aún así, siguen mansos. ¿Qué le preocupa, en
realidad?
-
La política - Respondió el Doctor Scarpa.
-
Señor – Contestó Camilo - Fue la política la que creó esta injusticia, no vamos
a recurrir a ella para resolver ahora el problema.
- No
me refiero exactamente a éso - Dijo el Juez - pero vivimos tiempos tumultuosos
y no quisiera que...
-
Ah, ya veo - Sonrió el sacerdote - lo que usted quiere saber pero no nos
pregunta es si no hay un trasfondo político en nuestra organización.
Comunistas, para ser precisos.
-
Sí, claro - Aceptó Scarpa, sonrojándose un poco.
-
Quédese tranquilo. Sólo son muchachos que estudiaron historia, filosofía y
creen que vale la pena intentar mejorar el mundo en el que les toca vivir. Eso
es todo.
-
¿Eso es todo, dice? - Preguntó el Juez, abriendo los brazos con preocupación - ¡Padre,
así han comenzado todas las tragedias de la historia!
Terámenes
soltó una carcajada y hasta Camilo se sonrió un poco. Luego, el cura se puso
serio y respondió:
-
Desde que el mundo es mundo, Juez, no hay nada más subversivo que la educación.
¿propondría entonces abolirla? Acá no hay más que una escuela rural buscando
extender su radio de acción educativa hacia un modo más práctico, digamos,
hacer realidad las teorías.
Sandra
escuchaba la discusión desde la salita de al lado, esperando un momento
oportuno para entrar con la bandeja del café. Picaba su curiosidad el modo
conspirativo en que hablaban las visitas, ese extraño par compuesto por un
muchacho mal vestido y un cura gigantesco y barbudo. Hablaban de los Manfredini
¿por qué lo habrían nombrado, dos o tres veces? Aristóbulo Berlusconi, su
padre, era amigo íntimo de Efraín Fernández, el suegro de Aristóteles. La bella
Laida, por su parte, había sido compañera de Sandra en el internado y aún se
veían cada año para el almuerzo de los bancarios, a mediados de Mayo. Apenas
oyó a Terámenes decir que el secreto era fundamental, decidió que llamaría a
Laida para saber un poco más sobre la cuestión.
LXXXVII
Desde
los arcaicos tiempos de Don Diego y Pisístrato, no se veía tanta actividad en
el pueblo. Pese al sigilo en que se organizaba la cooperativa, había en el aire
algo así como un tufillo rebelde, un ambiente que a los más viejos les recordaba
las épocas del maestro Anaxágoras Pereira, opositor acérrimo al poder de
entonces. En todas las reuniones, el comentario dominante era que «se vivía mucho mejor antes, cuando los
Caballero no eran intendentes». La nostalgia estaba de moda y Arístipo puso
una foto de Empédocles, su padre y fundador del bar, en una de las vidrieras
del Areópago. Aquí y allá, como siguiendo a un mandato subterráneo y secreto,
la gente no hacía más que criticar al Intendente y hablar de los cambios que se
reclamaban. Hasta el padre Rigoberto, desde el púlpito, había encarado la
cuestión con el apoyo de apóstoles remotos. Algunos, que ignoraban la
enfermedad de Espeucipo, llegaron a preguntarse qué había dado lugar a la moda
revisionista. ¿Por qué, de pronto, todo el mundo parecía disconforme? ¿De dónde
había surgido la peregrina idea de reemplazar al Intendente? ¿Qué intrincado engaño
daba lugar a tanto descalabro? ¡Obra de
la sinarquía internacional!, clamaban los conservadores. La verdad, según
se supo cuando ya no hacía falta, era mucho más simple. Había ocurrido que
Agustina, ama de llave de los Caballero, se enteró de la enfermedad de su
patrón y lo contó en su casa. Los hijos llevaron el chisme a la escuela, las
maestras lo desparramaron por sus barrios y en pocas semanas no quedaba nadie
que ignorara que el Intendente estaba enfermo, casi desahuciado, por lo que no
sería nada raro que renunciara al cargo a la brevedad. La gente seria y bien
informada no se creyó la historia hasta que la confirmó el propio Espeucipo,
tres meses más tarde, cuando el soplo renovador había perdido prestigio,
ahogado por las tensiones de una desgracia inminente. Sin embargo, hubo alguien
que tomó debida nota de cada comentario. Nada fue pasado por alto en la oficina
que el Turco Julián tenía en el puerto. Allí, en la base del Sindicato de
Portuarios, el capanga analizaba los síntomas, hilvanaba razonamientos y
preparaba un diagnóstico que no tardó en llevar a sus jefes, más o menos por
los días en que la Cooperativa estaba lista para entrar en acción. «Esto de cambiar al Intendente no es un
asunto espontáneo, sino un plan bien establecido que sin duda sale de la gente
del cura», apostó. Manfredini soltó una palabrota y el Intendente rugió: “¿Se atreven a meterse conmigo?». El
Turco hundió un poco más su daga, acercándose peligrosamente a la verdad:
- Eso
no es nada. El problema es otro: Insaurralde ha logrado unificar a todos los
campesinos. Este es el problema y no que la gente hable de cambiar al
Intendente.
-
¡Ese maldito pendejo! - Maldijo Aristóteles, poniéndose rojo de rabia - ¡Si vos
y tus estúpidos secuaces sirvieran para algo, haría rato que hubiera dejado de
darnos problemas! ¿Cuándo vamos a librarnos de él?
-
Hay que reconocerle habilidad al chico - Respondió el Turco, herido por el
insulto - Si logró meterse en su propia casa, con toda la guardia de por
medio...
-
No tratés de pasarte de vivo conmigo, Turco, que no se me movería un pelo si te
metiera un tiro - Siseó Aristóteles, furioso no sólo por la rabia que le daba
hablar de Camilo, sino porque el otro le recordaba la peor humillación de su
vida - ¡En vez de hablar pavadas, debieras mostrar un plan para deshacernos de
ese infeliz!
-
Ahora es mucho más difícil - Reconoció Julián, pasando por alto la furia de su
jefe - ya que resulta poco menos que imposible saber dónde está. Llevamos dos
meses siguiéndolo y aún no pudimos pescarlo ni una sola vez. La gente lo
protege.
-
¡Pero cómo puede ser! ¿Nadie habla?
-
Nadie.
-
¿Y Nuria Segovia? ¿Sacó en limpio algo de Aquiles Farjat?
-
Camilo no habla nunca con Aquiles Farjat.
-
Pero Farjat debe saber algo, seguro...
-
Quizás ella no sabe exactamente qué preguntar.
- O
quizás no quiere hacerlo. Decíle que te averigüe, sí o sí, qué es lo que se
trae entre manos Insaurralde. Ahí vamos a ver qué pasa.
-
Se lo voy a decir.
-
¿Y no probaste con darle plata a alguien? - Preguntó Espeucipo, notoriamente
más delgado que antes de viajar a Norteamérica.
-
Claro que probé, pero los campesinos dicen que no, que muchas gracias, que
ahora ellos también van a ser gente importante, poderosa.
-
¿Qué les habrán prometido? - Intervino Verón, mirándolos con sus ojos fríos e
inexpresivos.
-
Aquí hay algo más - Murmuró el Juez - y no lo vamos a saber si no compramos a
alguien del círculo más cercano a Insaurralde.
-
¿Uno de sus apóstoles? - Contestó el Turco - ¡Imposible! ¡Son todos jóvenes y
fanáticos!
-
Son todos pobres y muertos de hambre - Corrigió Aristóteles - ¿Vos creés que se
resistirían a un bolso repleto de billetes? Ofrecéles una estancia, cualquier
cosa, si tampoco es que vamos a cumplir después.
-
No hay peor cuña que la del mismo palo - Dijo Espeucipo, mirando sin querer a
su primo Aristóteles - Quizás uno de los más íntimos amigos de Camilo pueda
lograr lo que vos, Turco, no pudiste nunca.
-
¿Por cierto - Comentó el Juez - ¿Cuántos son esos apóstoles?
-
Yo conté diez.
-
Suficiente para plantarle un Judas entre ellos. ¿No es el modo en que los judíos
acabaron con Cristo? Bueno, si ellos pudieron con el enviado de Dios, no veo
por qué nosotros no vamos a poder con el enviado del loco Terámenes.
Se
separaron al rato, sin los amistosos abrazos de otros tiempos. Desde que
ninguno confiaba en el otro, ocupaban más tiempo en vigilarse que en reunirse,
así que se había vuelto normal que después de un encuentro cada uno corriera a
analizar y confirmar lo que habían dicho los demás. Esa noche, por ejemplo,
Aristóteles tenía cita con una vidente, una mujer famosa que atendía en Foz.
Vivía en la parte baja del morro de Saravá, en una casucha desvencijada que le
servía de pantalla, pues su verdadero hogar era un chalet hollywoodense, camino
a las cataratas. «No se fíe de nadie»,
le dijo la pitonisa, para variar, «Ni
del militar ni del sindicalista». «¿Y las elecciones?», preguntó
Manfredini, lleno de ansiedad, «¿Qué debo
esperar para el día de las elecciones?». La adivina - se llamaba Anita
Pesoa y era prima de Lucrécio - vaticinó: «No
ese día, pero sí el día antes, cuando usted se verá muy favorecido por cinco
casualidades. Aguárdelas». Y él regresó al pueblo más tranquilo, seguro de
que las cosas irían mejor. Y así pareció: a mediados de Junio, el Turco anunció
que había sobornado a uno de los amigos de Camilo. Tarde, de todos modos. Para
entonces, Sandra ya le había pasado a Laida todos los detalles de la
cooperativa rural.
LXXXVIII
El
Juez Cinoscéfalos ya no se parecía en nada al que era cuando llegó al pueblo,
veinte años atrás. Arrasados por chanchullos
y comilonas, habían desaparecido para siempre los ideales de los primeros
tiempos, el porte aristocrático y la brillantina que le domaba el pelo,
librándole la frente con aire doctoral. Había engordado tanto que no encontraba
traje que le sentara bien, así que se aficionó a las guayaberas, incluso en
invierno. El pelo, lacio y canoso, le caía desordenado sobre las orejas, confiriéndole
un aspecto extraño, bisontino. Inmenso, cruzaba la plaza bamboleando sus ciento
cincuenta kilos de osamenta, saludando aquí y allá a los vecinos, que aunque no
lo querían, al menos procuraban no ganar su enemistad. «Viejo pervertido», decían las beatas, persignándose a sus espaldas
como si hubieran visto al diablo. «Maldito
buitre», susurraban los hombres, tratando de esquivarlo. Nadie lo apreciaba
y sin embargo, tampoco perdían ocasión de congraciarse con él, por lo que no
había suceso que no contara con su presencia paquidérmica. «No podíamos dejar de invitarlo», se
excusaban los anfitriones, en secreto, viéndolo devorar empanadas a manos
llenas. «Es un hombre poderoso y algún
día puede sernos útil su amistad», filosofaban, no sin razón. Pero el Juez
no se acordaba de nadie, como si jamás hubiera visto al reclamante que llegaba
a su estrado, queriéndole recordar la noche en que cenaron juntos o el día en
que, mire la casualidad, se encontraron del mismo lado de la mesa en el casino
cual. Indiferente, despachaba el asunto sin involucrarse, salvo que el otro
tuviera el tino de acercarle una oferta concreta, un diezmo razonable que
inclinara la balanza de su lado. En tales ocasiones, Usía recobraba en el acto
la memoria. Guardaba el dinero en un bolsillo, abría su caja de habanos y daba
por cerrado el caso, diciendo: «Como
diría Maquiavelo, la ley no debe acordarse del pasado, sino proveer al futuro».
Y se masajeaba la barriga, riendo feliz con la ocurrencia ajena.
Sin
embargo, no lo criticaban por hacer lo mismo que hicieron todos los demás, en
cinco siglos de historia. Nadie hablaba mal de su inmensa fortuna, amasada a
fuerza de contubernios y mamotretos jurídicos. Ni siquiera, hay que ver, le
achacaban las veces que libró a Aristóteles de una bien merecida condena. No,
lo que indisponía a la gente no eran las malas artes del Juez, sino el misterio
de su soltería. ¿Cómo podía ser, decían los más insidiosos, que un hombre tan
rico y bien establecido no tuviera una novia, una amiga o lo que fuera para
justificar el muro que rodeaba su casa? ¿Qué escondía, cada fin de semana,
apartándose del mundo en su mansión? Comenzaron a circular los chismes. «Hombre soltero y maduro, maricón seguro»,
lanzó alguien y la versión se extendió con rapidez, pero perdió fuerza cuando
llegó hasta Nuria, que la cortó en dos con una carcajada. «¿Invertido el Juez? ¡A otra perra con ese hueso!», exclamó, en
plena fiesta de año nuevo. «¡Yo sé que las tiene bien puestas!» Pero
después de ella, nunca se le conoció otra amante, jamás, como si viviera
aferrado a un celibato que sólo abandonaba de tanto en tanto, visitando el Pussy
Queen con sus amigos del alma. Esas
visitas al burdel calmaban los ánimos del pueblo, pero no por mucho tiempo. «Es raro», insistían, calculando cuántas
semanas pasaban entre un desahogo y otro. «Ningún
hombre normal aguanta tanto tiempo” Y la polémica renacía. Lo cierto era
que el Juez se hacía ver en el Pussy Queen con el único objeto de guardar
la apariencia, pero no porque fuera un invertido, como zaherían las malas
lenguas. Su secreto, compartido en exclusividad con el Turco Julián, comenzó
poco después de que librara a Manfredini del Comisario. Su actuación fue tan
meritoria, que los amigos lo premiaron regalándole la imponente casona a la que
Cinoscéfalos se trasladó de inmediato, sorprendido de que el ascenso social
tuviera tal velocidad. A la semana siguiente, el mismo Turco le llevó una mujer
para que oficiara de ama de llaves, mucama, cocinera o lo que el Juez quisiera.
Se llamaba Rosa Pastrana, era de la más absoluta confianza y tenía una hija de
doce años llamada Carmelina.
Quizás
fuera porque los tres llegaron a la casa al mismo tiempo, sintiéndose tan perdidos
en la enorme mansión el dueño como sus empleadas. Tal vez, en cambio, se
debiera al extraño apego por las casualidades trágicas que caracterizaba al
pueblo. Por lo que fuera, sucedía que el Juez, estirado y cirupítico de la
puerta hacia afuera, se volvía gentil y amistoso cuando quedaba solo. Trataba a
madre e hija como a compañeras del mismo naufragio. Desayunaba, almorzaba y
cenaba con ellas cada vez que estaba en casa, llegando al extremo de ubicarlas
en un cuarto contiguo, como si fueran parientes. Nadie lo supo nunca, ni
siquiera Nuria, que entonces lo visitaba con frecuencia. Rosa se encerraba en
su cuarto con la hija y no salían hasta la mañana, cuando un Juez hambriento y
satisfecho las llamaba a desayunar. Una noche, después de una cabalgata
particularmente salvaje, Cinoscéfalos creyó advertir un leve ruido en la
puerta, como si se acabara de cerrar. Envuelto en una sábana, salió a mirar,
pero no encontró a nadie. Supuso que habría sido una corriente de aire, pero ya
no pensó lo mismo a la segunda ocasión. Tuvo la absoluta certeza de que alguien
los observaba. «Debe ser Rosa»,
pensó, entre molesto y divertido. «Al fin
y al cabo, es de carne y hueso», se dijo, liberándola de culpa y cargo. «No es anormal que tanto ajetreo la motive».
Pero no le dijo nada a la amante. Sentía que tenían un secreto en común, él y
la mucama, así que en adelante se acostumbró a dejar la puerta entreabierta,
cada vez que él y Nuria se quitaban la ropa y se abrazaban riendo entre las
sábanas. Poco a poco, sintió que el espionaje le agregaba erotismo a sus
encuentros, de modo que actuaba para la intrusa. Cambiaba de pose, se exhibía
en la plenitud de sus fuerzas y exageraba las embestidas como para ganarse un
aplauso, sabiendo que cada embate era apreciado también desde la oscuridad. Por
momentos se tentaba y de reojo, echaba unas miradas fugaces hacia la puerta,
como para asegurarse de que ella siguiera allí. Y ahí estaba, apenas una sombra
entre las sombras. Pegada a la pared y sin moverse. Ahí estaba.
Rosa
tenía algo más de cuarenta años, cuando llegó de Foz para servir en la casa del
Juez. Morena y regordeta, bajita y con el pelo recogido en un rodete, nada en
su apariencia revelaba la sensualidad que Cinoscéfalos le imaginaba, así que le
dio por mirarla con más atención, esperando descubrir algún gesto, por mínimo
que fuera, que demostrara de día lo que los unía de noche. Pero ella jamás dejó
escapar nada, lo que a los ojos de Usía volvía la situación aún más perfecta.
El juego, secreto y excitante, duró casi tres meses y terminó del modo más
inesperado, un sábado a la tarde. El Juez, que llevaba un par de semanas
sopesando los beneficios de incorporar a la curiosa de un modo más explícito,
había corrido las cortinas del cuarto hasta dejarlo a oscuras y se disponía a
acostarse, cuando apareció Carmelina con una taza de té. «Decíle a tu mamá que no estoy para nadie, por lo menos hasta las cinco»,
dijo, seguro de que Rosa interpretaría el real sentido de la frase: «Se dará cuenta de que estaré disponible
hasta esa hora», calculó, excitándose con una sensación nueva. «¿Qué importa si es fea?», filosofaba,
abriendo la cama. «¿Qué interesa que sólo
sea una mucama gorda y cuarentona? Su gratitud la volverá una amante
maravillosa y leal». Apagó la luz del velador, se metió entre las sábanas y
aguardó hasta que lo venció el sueño. Creyó, o mejor dicho soñó, que lo
despertaba un pajarillo. Tal vez un gorrión, andando con pasitos suaves sobre
su pelo revuelto, bajándole por el cuello, los hombros, jugando a picotearle el
pecho y a hacerle cosquillas por la barriga. Después, como si pasara de un
sueño a otro, sintió la calidez de otro cuerpo pegándose a su piel. Otra pierna
sobre su pierna. Otra respiración en el aire oscuro de la siesta. Acabó de
despertarse cuando la mano intrusa, curiosa y atrevida, incursionaba por las
bolsas escrotales. Abrazó a la mujer, buscándole enseguida las intimidades,
pero la sintió demasiado leve. Por demás pequeña y delgada. Ardiendo en deseos
confusos, supo que no era Rosa. «No se preocupe,
Doctor», le dijo una voz al oído, jadeando por muchas razones. «Mi mamá volverá recién a la nochecita».
Aturdido, el Juez comprendió entonces que era ella, la niña, quien estaba allí.
- ¿Qué
hacés aquí? ¿Estás loca? - Gimió, recitando de memoria la página que correspondía
al estupro. Ella se le prendió con brazos y piernas, buscándole la boca con
torpeza. «No me eche, Doctor, que no se
lo voy a decir a nadie», dijo, atragantándose con la frase que había
practicado cien veces, “¡Sólo quiero
pinchar!”. El Juez se quedó espantado, sintiéndola serpentear como una
anguila, buscar, palpar, atrapar, ir y venir bajo las sábanas con la torpe
ansiedad de las primerizas, pidiendo y ofreciendo como si supiera, contándole
al oído que había sido ella quien lo espió noche tras noche, consumida de
curiosidad. Envuelto en llamas perversas, Cinoscéfalos se fue relajando del
rechazo inicial, igual que con los jamones de Aspasia y los regalos del Turco
Julián. Puesto de costado, para no aplastarla, jugó con ella a que Pulgarcito
entraba y salía de la cuevita, paseando con dos dedos hasta derramarse sin
restricciones sobre la pancita flaca. Dos horas más tarde, cuando por fin
abandonó el dormitorio, la niña resplandecía de una felicidad difusa. El Juez,
en cambio, estaba aterrado, jurándose que se desharía de ella con urgencia. Sin
embargo, la pícara Carmelina permanecería tres años como amante del magistrado,
llegando a entusiasmarlo tanto que ni siquiera Nuria pudo volver a la mansión.
En cuanto a Rosa, si alguna vez lo supo, no lo dejó traslucir. O tal vez lo
ignoraba, quién sabe, pues los fines de semana se iba a Foz y dejaba a su hija
en manos del jefe, con toda naturalidad. En recompensa, el Juez le duplicó el
sueldo, la llenó de regalos y la trató con una deferencia que hubiera hecho
sospechar a cualquiera, pero nadie se enteró porque nadie llegaba nunca hasta
la casa de Usía.
El
sueño terminó del mismo modo imprevisto y simple en que había empezado. Un día,
Carmelina se fue y no volvió, dejando a su amante desconsolado y con un tremendo
dilema a resolver. Acostumbrado por completo al amor infantil, aficionado hasta
la perdición a su pequeño cuerpo y a la perversidad del romance, no sólo no
podía olvidarla, sino que le resultaba imposible el reemplazo. Nuria, que tuvo
por entonces un breve regreso, le parecía demasiado grande, habituado como
estaba a la estrechez. Rosa le llevó entonces a una segunda hija, llamada
Rosabunda, que se quedó un año y medio y a la que cambió por una sobrina de
once años, bautizada Eréndira en honor a la heroína de un cuento famoso. La
sobrina fue reemplazada por una pariente lejana llamada Ema, de sólo diez años,
que llegó a festejar los quince en la propia mansión del Doctor, tras lo cual
se fue para siempre. También se fue Rosa, cuando se le terminaron las hijas,
las sobrinas y las conocidas que entregaba al Juez. Para entonces, entre
sobresueldos y regalos había ahorrado lo suficiente para vivir sin trabajar el
resto de su vida. La audaz Carmelina, ya de treinta años, había sacado buen
provecho de lo aprendido en el lecho del Doctor, casándose con un aristocrático
militar paraguayo y asentándose en Asunción. Rosabunda, menos eficiente en las
artes de alcoba, sólo había logrado pescar a un ex seminarista, pero también
estaba casada y feliz por el tiempo en que su madre decidió el retiro. Todas
fueron felices, para descalabro de los moralistas que supieron la historia.
Carmelina, Rosabunda, Eréndira, Ema y las otras veinticuatro niñas que pasaron
por la cama del Juez a lo largo de dos décadas, hubieran quedado para siempre
en el más oscuro de los secretos, si no las hubiera sacado un día a la luz la
última que las sucedió.
-
No sé qué voy a hacer sin usted, amiga mía - Dijo el Juez, la tarde en que Rosa
se despidió rodeada de bolsos y regalos de última hora. Llevaban casi veinte
años juntos y se conocían tanto como pueden hacerlo dos personas en su
situación, pero además se apreciaban por sobre las respectivas conveniencias.
Antes del abrazo final, Cinoscéfalos le metió en el bolsillo un cheque extra
con varios ceros y ella le retribuyó con un obsequio que él lamentaría el resto
de su vida:
-
No lo dejaré solo, Doctor. El lunes llegará aquí una niña digna de usted. Tiene
doce años y se llama Afrodita Cáceres, pero le dicen Piraña.
Fue
la única vez, en tanto tiempo, que Rosa Pastrana mostró de modo explícito que
conocía las especiales apetencias de Cinoscéfalos. Afrofita Cáceres, alias
Piraña, adquiriría con rapidez una habilidad superlativa, superando con creces
a las anteriores y en apenas cuatro meses terminaría por volver loco al Juez,
destruyendo para siempre la paz de sus días. Cinoscéfalos acababa de iniciarla
en los secretos de la Postura Perpignan cuando llamó Espeucipo para
decirle que tenía una copia del contrato pergueñado por el Juez Scarpa. Eran
los últimos días de Junio y faltaban menos de cinco meses para que estallara la
Guerra.
LXXXIX
Del
mismo modo en que Terámenes no hubiera llegado tan lejos sin la participación
decidida de Camilo, éste tampoco habría tenido el éxito que tuvo sin el apoyo
incondicional de Aquiles, que sostenía la obra de Los Descalzos incluso a
riesgo de fundir el corralón. «Ese chico
comunista te va a llevar a la ruina», le decía, proféticamente, su madre,
las pocas veces en que abría la boca para decir algo. «Si no fuera que es la única manera que veo de causarles algún daño a
Caballero y Manfredini, te aconsejaría que no seas tan mano suelta con la
escuela», advertía Ulises, que se había hecho cargo de la distribución y
las cobranzas en el negocio de su amigo. Pero no eran los únicos que actuaban
así. Epaminondas había cedido la totalidad del dinero cobrado por la muerte de
Filoxena, más los cheques mensuales que Aristóteles le enviaba por hacerse
cargo de Niké y la pequeña Candela. «No
se me ocurre nada más agradable que colaborar en la guerra con dinero aportado
por el propio enemigo», decía, sonriendo con una picardía que no le era
habitual. Sin embargo, no dejaba de reconocer el peligro en ciernes ante el
único que lo visitaba de tanto en tanto. «Me
temo, mi buen amigo – le decía al Comisario, muy afligido - que todo esto nos llevará a la desgracia,
tarde o temprano». El policía creía lo mismo, pero no sabía cómo decírselo
a Camilo, dando por hecho que no escucharía. «Lo que hace este chico es por demás peligroso - comentaba en voz
baja - y si Verón no ha reaccionado aún
es porque está tomando impulso, pero ¿qué podemos hacer?»
-
Ya no podemos volvernos atrás - Sentenció Terámenes, un sábado en que fueron
con su preocupación hasta la escuela rural - Ahora mismo, Camilo está en un
asentamiento donde hasta hace poco la gente vivía en cuevas. Con la ayuda de
Aquiles, construirán en un par de semanas casitas económicas, pero casitas al
fin. ¿Ven allá, al fondo, ese barracón que antes no estaba? Lo levantamos para
albergar a los chicos que vendrán de allí. Son como doscientos ¿Qué vamos a
hacer? ¿Dar por terminada esta obra sólo porque sabemos que van a reaccionar
contra nosotros, tarde o temprano? ¡Jamás!
-
Nadie pone en duda el valor y la justicia de lo que se hace, padre - Dijo
Pericles, mirando hacia las barracas - pero nos preocupa la suerte de Camilo
como si fuera la de un hijo. ¿Quién lo protegerá, si ésto explota?
-
Camilo es aún más que un hijo para mí - Dijo de pronto Terámenes y la voz se le
quebró, pese a la dureza con que arrojó la frase, como si fuera un desafío - ¡Nada
de ésto si hubiera hecho sin él, sin su fuerza, sin sus ganas, sin su coraje!
¿Creen que no me doy cuenta del riesgo que corre? ¡Rezo por ese chico a cada
segundo del día! ¡Le pido a Dios que las balas que le tiren me peguen a mi, no
a él! ¡Pero no lo moveré del camino que abraza con tanta devoción! ¿Piensan que
me haría caso, si le pidiera dejar todo por su seguridad personal? ¡Se reiría! Camilo
es como Icaro, no dejará de volar hacia el sol...
-
Hasta que el calor le derrita las alas - Murmuró el Doctor, meneando la cabeza.
-
La gente lo protege - Explicó Terámenes - Nadie puede llegar hasta él sin que sepa
antes.
-
¿Cómo que no? ¡Yo llegué hasta él! - Exclamó el médico.
-
Ya lo sé. Camilo sabía que usted iría esa mañana. Todo su grupo vigiló que
nadie más llegara hasta él ese día. ¿Lo ve? Los hombres del Turco Julián llevan
meses intentando saber algo y no lo han logrado. No esta vez, porque ahora
tenemos un sistema.
Pero
el padre Terámenes se equivocaba en grande, pues Julián también tendía sus
redes y aunque con demora, comenzaba a saber poco a poco los secretos de la
nueva organización. «Todos los campesinos
firmaron como socios de la cooperativa», anunció, entre dientes, en una
reunión a la que sólo asistieron Manfredini y el Juez. Espeucipo estaba enfermo
y Verón faltó sin aviso, aunque se sabía que andaba de maniobras con la tropa.
«¿Y qué dice nuestro espía? ¿Se anima o
no a pegarle un tiro a Insaurralde?», preguntó Aristóteles, que en los
últimos tiempos hacía poco por disimular el fastidio que le provocaba el secuaz.
«No, ni por todo el oro del mundo»,
respondió Julián, que tampoco sentía la menor estima por su jefe. Cinoscéfalos,
autor de la idea, miró su reloj y vió que ya era hora de volver con Piraña, así
que se puso de pie. «Ya le plantamos un
Judas, qué bien» - dijo - « Ahora hay
que cuidarse más, porque seguramente también hallaremos a uno entre nosotros»
No sabía, el pobre Juez, lo acertado que estaba. Y lo mucho que tendría que ver
él mismo en el asunto. «¿Y Nuria? ¿Qué
dice Nuria?», preguntó Manfredini, haciéndole una seña al Juez de que
esperara un poco. ¿Qué apuro tenía, después de todo?
-
Nuria dice que Aquiles le cuenta lo que hace, pero nada de lo que va a hacer -
Respondió el Turco - pero está atenta a cualquier buen dato que surja.
-
¿Sí? Pues ojo con ella, no sea que termine siendo nuestro Judas - Murmuró Usía,
que como buen hombre del Derecho, se especializaba en las partes torcidas de la
gente.
Sin
embargo, Nuria aún les era fiel, pues no le había contado a Aquiles ni una sola
de las mil trapisondas que conocía de sus jefes y además hacía lo posible para
convencerlo de que no ayudara más a Terámenes. «Es una locura - le decía, más o menos día de por medio – ¡En cualquier momento, ese loco de Verón les
caerá encima con su Ejército y no quedará ninguno, ni siquiera el sacerdote! ¿Pero
no lo ves, realmente no te das cuenta? ¡Bastará
con acusarlos de subversivos! ¡Eso será suficiente para apretar el gatillo!”
Pero Aquiles no creía y sonreía manso. Desde que estaba enamorado, no imaginaba
que nada malo pudiera ocurrirles jamás.
XC
Isabel
quedó conmocionada. Miraba a su hijo, sentado al otro lado de la mesa y seguía
sin creer lo que acababa de oir. Por primera vez en su vida, le dieron ganas de
abofetearlo. Camilo estaba cabizbajo. El pelo, largo y castaño, caía
desordenado sobre sus hombros. Ella dejó su silla y rodeó la mesa, yendo a
sentarse a su lado. Con una mano, le sacó el pelo de la cara. Con la otra, se
quitó una lágrima.
-
¿Y por qué no me lo contaste antes? - Preguntó - ¿Qué te crees tú, carajo, decirme
que tienes una hija de seis meses, así como así? ¿Y dónde está? ¿Quién es la
madre?
Camilo
se lo dijo. Le contó todo, desde la noche en que mataron a Perímetro por
suplantarlo hasta el día en que el Doctor le fue con la noticia, allá por
Febrero. Cuando nombró a Niké Manfredini, Isabel sintió un ramalazo de miedo en
las entrañas, un mal augurio.
-
¡Ay, Madre de Dios, qué destino el nuestro! - Murmuró, abrazando a su hijo.
Tenía los ojos llenos de lágrimas - ¿Y por qué no vino Epaminondas a
contármelo? ¡Debió hacerlo! ¿Cómo es que tiene a mi nieta en su casa y no me lo
dice?
-
Yo le pedí que no lo hiciera - Dijo Camilo - Verás, madre, ni siquiera yo pude
ver a la niña más que tres veces, en todo este tiempo. Niké me odia, casi tanto
como yo a ella, pero la hija se nos ha quedado en el medio ¡No sabemos qué
hacer! ¡Voy a verla y ella me la niega! ¿Y qué haría yo con una niña, de todos
modos?
-
¡Lo mismo que hice yo contigo! - Exclamó Isabel, furiosa. Corrió la silla hacia
atrás, fue a buscar su abrigo y al instante ya estaba apagando las luces y
cerrando las puertas. Tomó a su hijo de un brazo y ordenó: - ¡Vamos ahora mismo
a verla!
Carápulo
y Efigenio se sorprendieron de verlos salir tan apurados. Aguardaban en la
vereda, pues habían pensado ir luego hasta lo de Terámenes. «Cambio de planes», dijo el líder,
secamente. «Vayan ustedes, que después
los alcanzo». Efigenio se negó. «Vamos
contigo, adonde sea». Camilo se encabronó. «Esto es privado, muchachos, voy solo». Carápulo le dijo, en un
murmullo: «Acá, solo, no anda ninguno,
por más que seas vos el jefe». Y Camilo cedió, aunque de mala gana. Al rato
llegaban los cuatro a la casa del médico. Isabel golpeó la puerta, dos, tres
veces. Aguardaron un buen rato, hasta que apareció el médico. «Sí que tardaste, Camilo», dijo, haciendo
pasar a madre e hijo a la sala, en tanto los guardaespaldas se quedaban afuera.
«Espérenme acá, que voy a ver si Niké ha
terminado de bañarla. Después les hago un café”. «Nada, nada», se impacientó Isabel, «¿Dónde están? ¿Arriba? ¡Voy contigo!» El Doctor, que durante
tantos años había soñado con la noche en que ella entrara a su casa por primera
vez, la vio subir las escaleras como si se supiera el camino de memoria y
entrar al dormitorio sin pedir permiso, justo cuando Niké salía para ver quién
había llegado. «Es la madre de Camilo»,
dijo Epaminondas y los ojos de la joven relampaguearon. Abrió la boca para
decir algo insultante, pero la suegra fue más rápida. Al ver a la niña en la
cuna, dormida, sonrió de un modo tan dulce, que Niké no se atrevió a echarla. «Voy a hacer un poco de café», dijo el
anfitrión, dejándolas solas y a puerta cerrada. Casi una hora más tarde, Isabel
bajaba las escaleras con la beba en los brazos, triunfante.
-
Dice Niké que sos un canalla y tal vez tenga razón - Dijo, dejando a Candela en
brazos del sorprendido Camilo - pero desde hoy podemos llevar a la niña a casa
todos los sábados y siempre y cuando Epaminondas nos lleve y traiga en su
coche.
Camilo
besó a su hija, luego hizo lo mismo con su madre y hasta se dio maña para
estrechar la diestra del Doctor, que resplandecía de dicha. A través de la
ventana de la sala, Efigenio y Carápulo miraban la escena sin entender.
***
Capítulo 20
(Donde
se tejen y destejen las traiciones políticas, mientras Aspasia insiste en
conocer
la cara más amable del pecado, el Juez pide ayuda para el amor e Isabel
sorprende
al pueblo paseándose por la plaza con su nieta)
LXXXVI
E |
speucipo
mandó a llamar a su hijo Miguelito a finales de Julio, cuando se hizo evidente
que la enfermedad avanzaba y no podría sostener mucho más tiempo su
intendencia. La reunión, planteada sin previo aviso en un despacho de la
Municipalidad, era secreta. «Nadie, pero
absolutamente nadie debe saber que dejaré el cargo a fin de año», explicó,
apuntando a su hijo con un cigarro apagado. Sin embargo, Aristóteles lo supo de
inmediato, avisado por el Turco Julián, que tenía espías en todas partes. «¡Espeucipo está loco!», vociferó,
rabioso. «¿Cómo se le puede ocurrir
nombrar Intendente a ese papanatas? ¡Nos va a fundir a todos, con sus
mariconadas!». Enseguida se enteró Verón, aunque por otros medios. Astuto
como era, antes de hablar con Caballero prefirió reunirse por separado con el
Juez, que no sabía nada y al que también le pareció un grave error el
candidato. Hicieron un pacto: harían todo lo que tuvieran que hacer para que
Espeucipo convocara a elecciones. Recién entonces, fue a ver a Manfredini y le
planteó sus dudas: «¿Debemos permitir que
la familia Caballero siga en el poder a cualquier costo o llegó la hora de que
lo deje en nuestras manos?». Aristóteles, que dividía los sentimientos
entre el parentezco y los negocios, prefirió saber un poco más: «¿Qué dice Cinoscéfalos? ¿Puede
Espeucipo nombrar a su hijo sin
elecciones?». Verón sonrió satisfecho. Comprendió que el Intendente se
había quedado solo, así que no tuvo empacho en expresar algunos de sus más
profundos pensamientos:
-
Sólo puede seguir con nuestra ayuda, es decir, trampeando en las elecciones. La
pregunta no es lo que puede o quiere él, sino lo que queremos y podemos
nosotros. Vos y yo, porque el Juez carece de ambiciones políticas, así que
olvidate de tu primo y contestame esta pregunta: ¿Serías Intendente o no?
Aristóteles
sonrió, recordando el par de veces en que Espeucipo lo había advertido sobre el
Coronel, diciendo que el día en que saliera del cuartel sería para comérselos
crudos.
-
No, a mí la política no me interesa - Mintió - ¿Por qué? ¿Vos sí serías?
-
No - Falseó Verón, para no ser menos - Pero si nuestro amigo está tan enfermo,
uno de nosotros tendrá que hacerse cargo del puesto antes de que caiga en manos
de un extraño que nos tire abajo el negocio. No jodamos con Miguelito, que
sabemos muy bien que no puede ser.
- A
ver si nos ponemos de acuerdo, entonces - Dijo Aristóteles, encendiendo un puro
con extrema delicadeza - Cuando decimos un extraño, nos referimos a cualquiera
que no sea ni vos, ni yo, ni el Juez. ¿Correcto?
-
Correcto.
-
Pero ninguno de los tres tiene ambiciones políticas.
- A
la mierda, la política no es una ambición, sino un deber.
-
Creo que éso no te lo creés ni vos mismo, dejáte de joder.
Claro
que Espeucipo tenía sus propios alcahuetes, así que pronto se enteró de las
secretísimas conversaciones de sus mejores amigos y reaccionó de inmediato, contratando
a los monaguillos Arcadio y Sansón para encuestar al vecindario sobre una sola
pregunta: «¿Aceptaría a Miguelito
Caballero al frente de la intendencia de Nueva Atenas?». Con audacia
repentina mostró sus cartas de un sólo golpe y con resultados sorprendentes: un
ochenta por ciento de la población veía con buenos ojos al impensado candidato.
Invadido por esa furia fría que lo caracterizaba, Verón contraatacó y pensó que
tal vez no fuera tan mala la idea ver Intendente a Miguelito, mucho más fácil
de fagocitar que los otros dos, si es que lograba enemistarlos lo suficiente.
En pocas horas cambió la táctica y llamó por teléfono al Juez, a quien dijo: «Ponéte en contacto esta noche con Espeucipo,
pero sin decirle nada que yo te dí la idea.
Hablá con él, que deje la intendencia en tus manos. Vos sos el único que cuenta
con toda mi confianza y apoyo». Luego, telefoneó a Espeucipo y le advirtió:
«Ojo, que tu primo y el Juez andan planeando
algo raro. Si no me equivoco, en cualquier momento te va a llamar Cinoscéfalos
para hablar de quedarse con la intendencia de tu hijo. Cuidado con ellos».
Pero aún faltaba el detalle final, que consistía en hablar con Aristóteles y
prevenirlo contra el magistrado: «Sospecho
que se va a cortar solo, arreglando por aparte con Espeucipo». El tortuoso
Verón había saltado a la arena, tal cual lo había previsto Espeucipo tantas
veces. Sin embargo, durante un par de semanas hasta él mismo llegó a creer que
el militar era la única persona en quién podía confiar, pues los datos que le
había dado resultaron exactos: el Juez lo llamó para pedirle la intendencia y
Aristóteles aceptó, aunque a regañadientes, haber hablado con Cinoscéfalos para
plantear una estrategia conjunta. Tragándose el anzuelo, olvidó las sospechas y
pidió ayuda al Coronel para apuntalar la candidatura de Miguelito, de paso que
mantenían a raya al primo y al Juez. “Contá
conmigo”, mintió el militar. Para comenzar, llamaron al periodista Reyes y
le pasaron el dato que todo el mundo ya tenía: Caballero se preparaba para
dejarle el puesto a su hijo. Salió publicado tal cual, a los dos días, en el
Diario Regional. «Pondremos a la gente
del lado de Miguelito», explicó Espeucipo, tosiendo de rato en rato. «No podrán contra la opinión pública». El
plan era simple, así que podía haber resultado, pero Aristóteles también pasó a
la ofensiva. Con el mayor sigilo, envió al Turco Julián a convencer a Miguelito
de que el puesto no era para él, cosa que el alcahuete cumplió a cabalidad. “Mirá, nene...”, le dijo, hablándole en
voz baja mientras le pasaba un brazo sobre los hombros, “hay gente mala, mafiosos de lo peor, que nos hicieron saber que
publicarán fotos tuyas de aquella tarde en el barco. ¿Te acordás? Sabés a lo
que me refiero. No sé cómo las obtuvieron, pero las tienen y no puedo ir a
contarle éso a tu viejo, así que vos verás. Me parece que lo mejor es que
renunciés a tu candidatura ahora mismo”. Y el nene renunció, qué iba a
hacer. Espeucipo lo insultó de arriba a abajo, furioso y decepcionado. «¿Y ahora?», gritaba, pateando puertas
de un lado a otro de su casa. Helena cortó por lo sano. Compró un pasaje a Río
de Janeiro y envió al hijo de vacaciones, con órdenes de no volver hasta que
todo pasara.
-¿Te
das cuenta, Helena? - Se lamentaba el Intendente, atragantándose de a ratos con
la tos - ¡Ahora no tengo más remedio que confiar en uno de mis tres amigos! ¿A
cual elijo?
-
Hay demasiado en juego como para que los sigas considerando amigos - Respondió ella,
con lógica inapelable - Si estás decidido a renunciar, que por lo menos el
cargo quede en la familia. Mejor Aristóteles que ese Juez raro y ese militar
con fama de asesino.
Espeucipo
estuvo de acuerdo. Llamó a su primo y le sirvió en bandeja la candidatura, con
la advertencia de que debía mantener el secreto a toda costa:
-
Voy a convocar a elecciones - Explicó - pero no ahora, sino a mediados de
Setiembre, para que nadie tenga tiempo de competir. Por el momento, ya que mi
propio hijo no quiere sucederme, vamos a hacer correr la bola que no renuncio.
¿Entendés? Y el treinta de Noviembre, justo después de la procesión de San
Crispinito, vas a ser el Intendente de
Nueva Atenas.
-
¿Y Cinoscéfalos? ¿Y Verón? - Preguntó Manfredini haciéndole un gesto a Laida para
que escuchara por el otro auricular.
-
Que el Juez se dedique a lo suyo y que el militar siga en su cuartel -
Respondió Caballero -¿Para qué vamos a hacer crecer a los enanos?
Aristóteles
colgó el auricular, muy satisfecho. Quedaban aún cuatro meses, margen
suficiente para cumplir las metas que se había propuesto ese año, librarse para
siempre de Camilo Insaurralde y regresar a Niké a la casa familiar. En ese
orden. Con respecto a la niña nacida de la desgracia, pobre bastarda, ya vería
después qué hacían con ella. Todo a su tiempo. Quizás, con los años, las cosas
volverían a ser como fueron una vez.
XCI
Enorme
y blanco como una ballena, el Juez se desparramaba en la cama y llamaba a
Piraña con un silbido, que subía de tono conforme se demoraba la niña. Le
gustaba que lo viera así, imponente, en la plenitud de sus fuerzas y con el
ariete en punta, listo para entrar en acción. Piraña llegaba al cuarto,
observaba con la boca abierta y luego se iba acercando despacio, soltando a
cada paso una risita malévola. Al principio, Cinoscéfalos dejaba sobre la
almohada el libro de Las Cien Posiciones y jugaban a elegir páginas al
azar. «Hoy vamos a hacer ésta, Pirañita,
¿qué te parece?», decía él y ella simulaba que le daba vergüenza, pero
corría a traer el despertador y lo ubicaba en el piso, pues Usía le daba cinco
pesos por cada minuto de besos. Flaquita, morena y sin curvas, era de una
agilidad extraordinaria, fuerte y resistente. Aprendía rápido y compensaba su
fealdad con una voracidad fuera de todo recato, así que no pasó mucho para que
la alumna empezara a superar al maestro. Pura instinto y audacia, descubrió el
poder que tenía sobre el Juez y lo usó a discreción, sin privarse de nada. A
veces lo llamaba al despacho, a media mañana: «Juez, estoy caliente, véngase ahora o no sé qué voy a hacer». Y el Juez
abandonaba culpables e inocentes para volar a su casa y encontrarla en la cama
grande, desnuda y comiendo dulce de leche. Era insaciable de un modo que él
jamás había visto, al punto que ni siquiera Nuria, en sus mejores tiempos,
podía comparársele. Incapaz de cansarse, cabalgaba a un ritmo imposible de
seguir, hasta que el Juez echaba unos bufidos de agonía y se quedaba seco, boqueando
de espaldas. «Venga, déle, quiero otro»,
decía entonces la malvada, mordiéndole las orejas. Bamboleando su flacidez
angustiada, él se levantaba a refrescarse la cara y ahí nomás regresaba a la
niña, que lo aguardaba expectante y con las piernitas abiertas, igual que una
araña en su tela. Y como es natural, comenzó a fallar. Afligido, viajó de
incógnito a Foz y consultó con la dueña del burdel Dois Angus, quien tenía fama de saberlo todo sobre el comercio
carnal. Por supuesto, sólo dijo que no hallaba forma de conformar a su novia,
que le llevaba la cruda ventaja de la juventud. “¿Es muy joven?”, preguntó la Madame, oliendo a mezcla de tabaco y
carmín. El Juez se puso tan colorado, que no precisó responder. “A veces, el problema con las muy jóvenes es
que no acaban, por eso quieren tanto”, dijo la mujer, “Son ideales para trabajar en un burdel, pero no para el noviazgo”.
Cinoscéfalos pagó el equivalente a una francesa y no volvió a preguntar más,
resignado a lo que fuera a pasar.
Orgulloso
de la pasión que provocaba en su amante, tardó en comprender que empezaban los
problemas. No sólo llegaba tarde a Tribunales y se retiraba antes de tiempo,
sino que andaba con sueño en todas partes. Se dormía en las reuniones.
Cabeceaba en los almuerzos. «Es que me
paso las noches revisando expedientes», se excusaba, sospechando que no le
creían. Y claro, a medida que crecían los requerimientos de Piraña, perdía más
y más las fuerzas. Una noche, después de intentarlo una y otra vez, descubrió
que no había modo de templar el instrumento, vencido por el cansancio. Nada
funcionó, ni los besitos de Caperucita, ni los chuponcitos del Lobo, ni las
patitas de Pulgarcito metiéndose una por cada cuevita, así que no tuvo más
remedio que recurrir al Doctor Epaminondas. «Si andás haciendo desarreglos», fue el consejo del galeno, «acordate de que la mejor medicina es volver
a la normalidad». De todos modos, le recetó un complejo vitamínico que
ayudó un poco, pero no mucho, pese a que por su cuenta triplicó la dosis. Buscó
yuyos milagrosos en el mercado del puerto, polvos afrodisíacos con los
curanderos y hasta se amaneció, de lunes a viernes, en el matadero municipal, a
fin de no perderse los huevos de toro recién cortados, rosados y tibios, que se
devoraba ahí mismo, con cuchillo y tenedor. Todo lo probó y le sirvió más o
menos, pues no había nada que pudiera igualarlo a Pirañita. “Cálmese, amigo”, le dijo un día un
changarín del puerto, contratado para conseguirle huevos de yaguareté
amazónico, “Y no se olvide de que hay que
cuidar la quena, porque la serenata es larga”. Pero el Juez no lo escuchó. Obsesionado
por satisfacerla, acudió a todos los trucos imaginables, pero ella siempre
quería un poco más. A veces, por librarse de la exigencia, desaparecía de la
mañana a la noche y la niña lo perseguía por teléfono, urgiéndolo a regresar
aunque más no fuera un rato. «¡Juez,
venga ya mismo, que estoy caliente!», clamaba y él volvía, asustado y
cumplidor. Cuando Pirañita cumplió trece años, la animó a pedir cualquier
regalo, lo que quisiera, sin fijarse en el precio. Ella preguntó si podía pedir
tres cosas. Naturalmente, el Juez accedió.
-
Quiero que contrate una cocinera, porque ya me cansé de cocinar - Dijo, sentada
sobre las piernas de su patrón - y también una mucama para que limpie, porque
ya me cansé de limpiar. Y quiero que se case conmigo.
-
¡Pero hija! - Exclamó Cinoscéfalos, sorprendido - ¡Tenés trece años!
-
¿Y qué? - Respondió ella, pellizcándole una tetilla - usted es Juez y puede
hacer lo que quiera.
-
No, no, hay cosas que la ley le prohíbe incluso a los jueces.
Piraña
sonrió.
-
¿Si o no? Es mi cumpleaños.
- Bueno,
sí, pero no se lo vamos a decir a nadie - Dijo Usía, cerrando los ojos mientras
ella le pasaba la lengua por la palma de una mano.
Para
el tiempo en que Espeucipo nombró a Aristóteles sucesor de la intendencia, un
pequeño batallón de mucamas, cocineras y jardineros ocupaba la casa de
Cinoscéfalos, cumpliendo sucesivos pedidos de la niña. Pirañita los observaba
trabajar desde el balcón, saludaba agitando las manos y luego iba a sentarse en
el centro de la enorme cama, a ver televisión. De tanto en tanto, abría el
cajón de la cómoda y buscaba el papel que le había inventado el Juez, diciendo
que eran marido y mujer. Feliz de la vida, se paraba frente al espejo y jugaba
a quitarse la ropa poco a poco, como le había enseñado Usía. Ahora que no tenía
nada que hacer, solía quedarse pensativa, mirándose los pezoncitos erectos, la
barriga chata, el oscuro mechoncito del pubis. Le gustaba estar así. Sin
cubrirse, caminaba hasta el balcón para que la vieran también un poco los
jardineros, azorados por la precocidad de la niña. Ella les daba la espalda,
simulando ignorarlos. Luego bajaba El libro de las 100 Posiciones del
placard y recorría una a una las imágenes, sintiendo un cosquilleo húmedo,
cargado de tensión. Miraba el teléfono. Y llamaba al Juez.
XCII
Furioso,
el Coronel bajó del camión militar y cruzó a las zancadas la sala de la
intendencia, llena de vecinos a esa hora. Sin hacerse anunciar, abrió sin
miramientos la puerta del despacho y encaró a Espeucipo, que firmaba unos
papeles que le iba pasando un secretario. Sorprendido por la interrupción, el
Intendente hizo una seña a su amanuense y se quedó a solas con la visita, que
taconeaba impaciente en un rincón. «¿A
qué se debe el honor?», preguntó, acomodándose con cuidado en un sofá.
-
¡Hay que parar de inmediato ese asunto de la cooperativa! - Explotó Verón, sin
dejar de taconear en el mismo sitio - ¡Esta vez, ese cura bolchevique fue
demasiado lejos! ¡Voy a hacerlo pedazos, a él y a todos los subversivos que lo
siguen!
Espeucipo
soltó una risita condescendiente y respondió:
-
Pará, quedáte tranquilo, ya lo tenemos bajo control. No es tan grave como te
parece.
-
¿No? ¡Es una reforma agraria, prácticamente! - Vociferó el militar, haciendo un
ademán nervioso con los brazos - ¿Qué querés? ¿Que nos hagan una Cuba acá
mismo? ¡Ese cura es un Fidel en potencia!
-
Pero dejáte de joder - Dijo el Intendente, abriendo la caja donde guardaba los
habanos - No es más que una cooperativa y ni siquiera la van a poder
implementar. ¿No ves que soy yo el que tiene que firmar la autorización? ¡Basta
con que no la autorice para que no funcione!
-
Ustedes, los civiles, siempre creen que se lo saben todo - Masculló el Coronel,
meneando la cabeza con desagrado - ¡Quizás no lleguen a ser una cooperativa,
pero van a actuar como si lo fueran, que es lo mismo! ¡Acá tenemos que cortar
el mal de raíz! ¿Por qué no firmás un decreto ordenando al Ejército aniquilar
la subversión, sin especificar más nada? ¡Vas a ver cómo le caigo a esa escuela
y no dejo piedra sobre piedra!
-
Calmáte, hermano, calmáte - Insistió Espeucipo, buscando un cigarro por todas
partes. No encontró ninguno, porque el médico se los había prohibido - No
podemos salir a matar gente. ¿Qué querés, te pregunto yo ahora, que todo el
mundo ponga sus ojos en Nueva Atenas? Además, te guste o no, no tenemos ninguna
prueba de que el cura y sus subversivos sean lo que vos decís que son.
-
¿Y cómo estás tan seguro?
-
Tenemos gente en su círculo más íntimo, por éso estoy seguro de que no tienen
armas de ninguna clase. Ni siquiera literatura marxista, nada. Sólo es una
escuela y ésa es la verdad, Verón, por mucho que a mí tampoco me guste. ¿Por
qué no nos dedicamos a nuestros negocios y nos olvidamos de ellos? Además, que
te quede claro que yo no voy a actuar sin pruebas.
-
¡Pero Espeucipo! - Gruñó Verón, tomándose la cabeza de modo teatral - ¿Qué
importa éso? ¡Una vez que la arrasemos, yo te aseguro que voy a encontrar todo
un arsenal y toda una biblioteca, hasta fotos autografiadas por Stalin, lo que
se te ocurra pedir!
-
Ya sé, ya sé, pero no es el modo en que vamos a hacer las cosas. Legalmente, no
van a poder avanzar ni un sólo paso y mientras tanto, tarde o temprano, vamos a
lograr descabezar al grupo liquidando al que ya sabés.
- A
Camilo Insaurralde.
-
Claro. Muerto el perro se acabó la rabia.
El
Coronel se sentó en un sillón, resoplando. Había pedido permiso a la
superioridad para arrasar la escuela rural y le respondieron que no sin una
orden del gobierno civil de la región. Y el gobierno civil no quería saber
nada. «Hipócritas», pensó, haciendo
crujir los nudillos. «Políticos de mierda».
-
¿Y en qué quedó la candidatura de tu hijo? - Preguntó de pronto, sorprendiendo
por segunda vez a Espeucipo.
-
Eh...- Dudó el Intendente, rascándose la nariz - No habrá nada de éso. Por
ahora, la única candidatura será la mía. Lo pensé mejor y no voy a renunciar,
un poco de tos la tiene cualquiera.
-
¿Y Aristóteles? ¿Y el Juez? - Siguió Verón, repitiendo la curiosidad de
Manfredini, dos semanas atrás - ¿Qué dicen ellos?
-
¿Y qué van a decir? Mi primo Aristóteles es un socio comercial y lo seguirá
siendo - Respondió Espeucipo - En cuanto al Juez, dejémoslo mejor en su
Tribunal. No hay que dejar crecer a los enanos, mi amigo.
Verón
esbozó una sonrisa, pero no quedó conforme. Con absoluta claridad, comprendía
que nunca le permitirían salir de su cuartel. Allí lo mantendrían, alejado del
verdadero manejo de las cosas, fuera del alcance de los negocios más grandes. «Para este desgraciado, enanos somos todos
menos él», sospechó, pero prefirió no decir nada. ¿Para qué? Era un
guerrero, no un político y el único modo de llegar al poder tendría que ser por
las armas. «Es cuestión de tiempo»,
se dijo, mirando sin interés un cuadro que representaba la fundación del
pueblo. «Cuando acabe con los comunistas
y salve a Nueva Atenas de ser pasto de la subversión internacional, nadie se
atreverá a negarme la intendencia. Me caerá en las manos como fruta madura».
Espeucipo lo miraba con los ojos entrecerrados, preguntándose qué estaría
pensando Verón. De pronto, se hallaron las miradas y los dos hombres sonrieron,
cada uno de ellos convencido de haber engañado al otro.
XCIII
A
los veintinueve años, soltera y sin haber tenido nunca un hombre, Aspasia
perseguía a Arcadio con la sutil persistencia de una experta. Lenta, pero
inexorable, lo rodeaba con su presencia, acostumbrándolo de a poco a la idea de
que alguna vez, de algún modo, caería el uno en los brazos del otro. Día de por
medio, almorzaba con el cura y sus acólitos. Dos veces por semana se quedaba de
noche, hasta bien tarde, con la excusa de actualizar los libros bautismales.
Ella, que se había educado en el racionalismo ateo de Arístipo y nunca había
oído el Padrenuestro, se hizo dueña de la sacristía, gerente del atrio y
supervisora de misas, yendo y viniendo con tanta autoridad que el cura
Rigoberto, que ignoraba el verdadero motivo de tanta actividad, terminó por
nombrarla Coordinadora Laica, un cargo sin sueldo pero con un poder inmenso,
pues le permitía disponer del monaguillo casi a voluntad. El problema era que
Arcadio no se inmutaba. O simulaba. Tímido hasta la exasperación, bajaba los
ojos apenas llegaba Aspasia y le respondía con monosílabos, por lo que ni
siquiera podía conversar con él. Andaba como si huyera, deslizándose con pasos
sigilosos, fuera del alcance de las otras personas. A veces hablaba un poco con
Sansón, el monaguillo cama afuera, o sonreía ante una broma del párroco, pero
se estremecía si era Aspasia quien lo llamaba. Cumplía el encargo, siempre
rápido y bien, para enseguida desaparecer otra vez, cual alma en pena. Solía
pasar el tiempo en lo alto del campanario, mirando el horizonte como si
esperara la llegada de alguien. A la siesta se encerraba en su cuarto, donde
tenía un catre, dos sillas y un viejo ropero que le regaló la Cooperadora.
Nadie entraba allí, ni siquiera Sansón, que era lo más parecido a un amigo para
el misántropo. Los domingos a la tarde, cuando la parroquia se quedaba vacía,
baldeaba el piso de su cuchitril, pero ni aún entonces dejaba la puerta
abierta. «Debe guardar bajo la cama el
cadáver de alguien», bromeaba Sansón, pero Aspasia pensaba que escondía
algo peor. Al verdadero Arcadio.
Un
sábado a la noche, aprovechando que el párroco había viajado a Foz para la
procesión de San Ponciano, Aspasia se quedó a dormir en la capilla. «Es esta noche o nunca», pensó, «Salvo que el monaguillo sea marica».
Despachó a Sansón poco antes de las ocho, cerró puertas y ventanas, apagó las
luces del atrio y se sentó a matear en la cocina, aguardando los
acontecimientos. Quizás Arcadio fuera un tipo raro, pero jamás faltaba a la
disciplina. Desayunaba a las cinco. Almorzaba a las doce. Merendaba a las seis.
Se duchaba a las nueve y se acostaba a las diez, llevándose un mate a la cama.
Apareció – pues - a las nueve menos cinco, descalzo y con un toallón alrededor
del cuello. Pasó junto a la cocina como una sombra, entró al baño y se encerró
con llave. Aspasia contuvo la respiración. ¿Qué haría ahora? Su plan consistía
en entrar y atraparlo desnudo, así como sin querer, pero el mozo le había
echado doble llave a la puerta. Aguardó, con el alma de un hilo, a que él
abriera la ducha. Luego se levantó en puntas de pie y fue a arrodillarse frente
al ojo de la cerradura, como había hecho tantas veces. Arcadio, quien sabe por
qué, tenía la costumbre de trabar la puerta y quitar la llave, dejándola
después junto al jabón, bien a la vista. Era tal su obsesión por ocultarse, que
con la ropa cubría la ventanita que daba a los fondos. Sólo le faltaba apagar
la luz para que nadie, ni siquiera él mismo, pudiera ver las prominencias que
lo habían expulsado de la santidad. Sin embargo, al quitar la llave dejaba
abierto el único resquicio por el que podía ser espiado, el hueco mínimo y
exacto que Aspasia aprovechaba, sigilosa, con la garganta seca y el corazón
desbocado. Inmóvil, sin atreverse siquiera a parpadear, aprendía de memoria las
formas del cíclope, viéndolo desafiar la gravedad y elevarse tenso como un
obelisco, proyectando una sombra vigorosa sobre la pared. «Tiene que ser esta noche, tiene que ser esta noche», se repetía, a
medida que el monstruo crecía y se volvía más amenazador. Abandonó su
trinchera, calculando que en cualquier momento acabaría el baño. “¡Ahora o nunca!”, susurró. Corrió hasta
el cuarto de Arcadio, creyendo que podría meterse en la cama del monaguillo y
esperarlo allí, a vencer o a morir. Pero la puerta estaba cerrada. Cruzó el
patio de vuelta, a toda prisa. El muchacho salía del baño, vestido y con el
toallón colgando de una mano. Trató de esquivarla.
-
Ah, Arcadio, ya que te veo te pido un favor - Dijo ella, dominando de algún
modo el temblor de su voz.
-
Si señorita - Respondió el acólito, mirando al piso. Parecía asustado.
-
Como el padre no está, yo voy a quedarme a dormir en su pieza, pero necesito
que me despertés a las cinco y media de la mañana ¿Te vas a acordar?
-
Si señorita.
«Menos mal que tenía un plan de contingencia»,
pensó ella, viéndolo desaparecer en la oscuridad del patio. Apagó las luces
restantes, incluso la de la tumba del primer Intendente, entró al cuarto del
párroco y se quitó la ropa. Rápidamente, se acostó. La cama del padre Rigoberto
era ancha y mullida, pero el elástico se hundía en el medio y sus fuelles
hacían tanto ruido que resultaba imposible no despertarse a cada rato, a no ser
que uno durmiera duro como tabla. No era el caso de Aspasia, por supuesto, que
se había desnudado con la intención de que Arcadio la encontrara así al día
siguiente. Pero no podía dormir. Muerta de calor, se destapaba. Temblando de
frío, se volvía a cubrir. Y no sabía cómo acomodarse. Boca abajo le daba miedo,
era como que la estuvieran espiando. Boca arriba no podía cerrar los ojos, pues
le tentaba mirar hacia la puerta. Se tapó la cabeza con la almohada y entonces
le dio por pensar que a las cinco y media aún no habría salido el sol, así que
Arcadio no vería que ella estaba en cueros. Decidió encender una luz, pero
¿cual? Probó con el foco que colgaba del techo, pero era una barbaridad. Tanta
luz hubiera despertado incluso a los vecinos. Intentó con la lamparita que
estaba al lado de la cama, pero era vieja y parpadeaba, iluminando y
oscureciendo cada dos o tres segundos, lo que le desconcentraba el sueño. Saltó
de la cama y encendió la luz de un pasillo, gran solución, pero entonces
descubrió otro problema. No le gustaba cómo se veía desnuda. ¿En qué pose se
pondría para resultar atractiva? Boca abajo y con las piernas abiertas
parecería una rana. Si las cerraba, parecería un cadáver. De costado, flaca y
desgarbada como era, ni siquiera se vería como un cuerpo. Boca arriba no, era
poco natural y horrible, insoportable. Acabó por enfriarse y empezó a
estornudar, de modo que cuando Arcadio apareció a despertarla, ella dormía
tapada hasta la coronilla y ni siquiera lo oyó.
Aún
le duraba la frustración de esa noche cuando regresó Miguelito de su viaje a
Brasil. Apareció por El Areópago con una caja de bombones de abacaxi y
le dio a Aspasia el abrazo que a nadie más podía dar, salvo a su madre. «Sos la única persona a la que extrañé»,
le dijo, apretándola tanto que le hizo crujir los huesos. Aspasia, que hasta
cinco minutos antes no hacía más que pensar Arcadio, supo de pronto que lo
había extrañado un montón y le dieron unas terribles ganas de besar a Miguelito
a la vista de todos. Pero no se animó. Eligió algo peor, enamorarse hasta la
médula del único hombre que no le convenía.
XCIV
Después
de varias semanas sin verse y en las cuales la única relación entre ellos era
la mutua sospecha, volvieron a reunirse el Intendente y sus socios. Ya no eran
los mismos de antes, cuando se encontraban en el departamento de Nuria y
jugaban al truco, contaban cuentos y planeaban negocios fabulosos, champagne en
mano. A mediados de Agosto, todo había cambiado. Espeucipo sobrevivía
acorralado por la enfermedad que lo desbarataba, Aristóteles rumiaba su fracaso
familiar y Verón entrelazaba alianzas y conjuras, mientras Cinoscéfalos ocupaba
cada vez más tiempo en atender la endiablada voracidad de Pirañita. Sin
embargo, fueron puntuales cuando Caballero los convocó a una asamblea de
urgencia, un sábado a la noche, en el despacho municipal. El Turco los hizo
pasar al recinto, cerró la puerta y se quedó del lado de afuera, montando
guardia.
-
Muchachos, ha llegado la hora de hablar sin pelos en la lengua - Comenzó el
anfitrión, haciéndole una seña a su primo para que apague el cigarro - Estoy
enfermo, no me será posible seguir de Intendente y mi hijo no va a sucederme,
lo que significa que todos nuestros negocios están en peligro. Esta es la
verdad.
-
Todo eso ya lo sabemos, andá al grano - Interrumpió el Coronel, que lucía muy
extraño esa noche, pues había cambiado el uniforme por ropas de civil. En
secreto, practicaba ya para el día en que fuera el Jefe Comunal.
-
Tenés razón - Dijo Espeucipo, con cierta tristeza. Siempre supo que Verón
terminaría por perderles el respeto a todos - El tema es que debemos elegir
nosotros mismos al sucesor, antes de que venga otro y nos arruine. Yo sugiero
que sea Aristóteles.
-
¿Por qué él? - Preguntó, de inmediato, el militar. Se había puesto tenso,
expectante.
-
Porque si fueras vos, por ejemplo, perderíamos el apoyo insustituible que
significa tener al Ejército cubriéndonos las espaldas - Respondió Espeucipo,
con una rapidez que hizo evidente una larga planificación de la respuesta - y
lo mismo pasaría si fuera Cinoscéfalos: no hubiéramos podido hacer ni la mitad
de los negocios de no haber contado con un tribunal propio. De ustedes tres, el
menos imprescindible es mi primo, por éso debe ser él.
-
Me parece lógico - Aceptó el Juez, mirando de reojo su reloj pulsera.
-
Me parece demasiado lógico - Ironizó Verón, sin ocultar su disgusto - No
digo que no sea cierto lo que acabás de decir, pero da la casualidad que dejás
el cargo máximo dentro de tu familia. Eso me huele mal, Espeucipo y te lo digo
en la cara. Algo me dice que lo decidiste hace mucho y que recién lo decís
ahora porque queda poco tiempo para fin de año. ¿Cuándo será la elección?
-
Estás bailando antes de que suene la música, Verón - Intervino el Juez, a quien
en realidad le daba lo mismo que fuera uno u otro - ¿Para qué le buscás la
quinta pata al gato? Por más que fuera cierto lo que estás insinuando, lo
cierto es que vos y yo cubrimos puestos claves en el negocio, así que dejáte de
joder, chamigo.
Verón
empalideció tanto que los labios se le pusieron grises, pero dominó la furia
que sentía e incluso sonrió, displicente, antes de otorgar su aceptación:
-
Es cierto. Tienen razón. Que sea Aristóteles, pues.
-
¡Bien! - Aplaudió Espeucipo, aliviado - En cuanto a lo demás, será como
siempre. Una sola lista, un solo candidato y el triunfo seguro.
-
Bueno, muchachos, yo tengo que hacer - Dijo el Juez, levantándose de su sillón.
Le había prometido a Pirañita una caja de galletas Mil Delicias y temía
que cerraran el mercado.
- Y
yo que te iba a invitar a cenar - Bromeó Verón, que parecía repuesto de su
chiripioca violenta.
-
Eh, no, gracias, yo no salgo de noche - Respondió Cinoscéfalos, mientras el
Turco abría la puerta. El Coronel dijo algo así como «ya será otro día» y fueron separándose otra vez, cada cual por su
lado. Sólo se quedaron los primos, mirándose entre sí y sonriendo. En apenas
unos minutos, se habían sacado el gran peso de encima.
Al
sábado siguiente, a la misma hora en que Espeucipo hacía un último e inútil
intento de convencer a Miguelito, Cinoscéfalos se ponía de pie en medio del bar
repleto y anunciaba de modo oficial la renuncia del Intendente y el llamado a
elecciones para el 30 de Noviembre, con Aristóteles Manfredini como delfín. Se
hizo un pesado silencio en la concurrencia y todas las miradas enfilaron hacia
la mesa que compartían Verón, el Turco Julián y el feliz candidato. Pomposo, el
Juez levantó su copa y pidió un brindis por el futuro de Nueva Atenas. El Turco
comenzó a aplaudir y algunos lo siguieron. Al fondo del Areópago, bebía una
cerveza Aquiles Farjat, haciendo tiempo hasta que fuera hora de ir a buscar a
Nuria. Observaba la escena con los puños cerrados, maldiciendo en voz baja. De
pronto y como si fuera una revelación, sintió que su destino sería luchar
contra ellos de una vez por todas. Y fue ahí que decidió pelearles la
intendencia a muerte.
XCV
A León
le dio mucha gracia el puesto de asesor político, de modo que reía con
ganas al recordar la visita de Aquiles Farjat. ¿Disputarle la intendencia a Manfredini?
¡Absurdo! Si alguien tuviera la más mínima chance de ganarle, ya se encargaría
Julián de silenciarlo para siempre. Era una locura, sin dudas, pero de tanto
pensarlo le empezó a gustar la idea «Después
de todo, ¿por qué no?», se dijo hacia la tardecita, poco antes de que
volviera Clara. «Finalmente, lo mío se
limitará al papel de monje negro.
Yo seré el ideólogo y ellos pondrán la cara. Bien mirado, no es mala idea».
Se lo dijo a Clara, apenas ella volvió de Foz. Al principio, estuvo encantada.
-
Nunca he visto a Manfredini - Dijo, sentándose con las piernas cruzadas en el
sillón favorito de León - Jamás hablé con él, pero me sobran motivos para
desear que fracase en cualquier cosa que intente, así que ¿por qué no
complicarle la candidatura?
-
Complicársela no va a bastar - Corrigió León - Hay que ganársela.
-
Si te oyera mi madre diría que es imposible ganarle algo a Manfredini.
-
No sé si es tan imposible - Murmuró León, observando los libros de la
biblioteca - Y tampoco sería la primera vez en la historia. Yo creo que se
puede.
Clara
sonrió, pues no quería contrariarlo. A veces pensaba que León seguía tan
ingenuo como cuando partió a buscar a su padre, once años atrás. «Cree que la vida real está en los libros»,
suspiraba, viéndolo sumergirse durante horas en las páginas de algún mamotreto.
«Se parece a Lucrezio Pesoa,
enfrascándose durante días en sus poemas. O a Maximiliano Saldívar, metiéndose
de cabeza en la producción de la finca». Dejó a León en la sala, inmerso en
sus sueños políticos, se dio una ducha y comenzó a preparar la cena, que
después tuvo que llevársela al living, porque no había forma de separar a León
de su lectura, una vez empezada. Clara, que había sido deseada hasta la
exageración por los hombres, lo vió tan concentrado que no quiso interrumpirlo ni
para avisarle que se iba a dormir. «En el
fondo, con todos pasa lo mismo», pensó, abrazada a la almohada. «Lucrezio era capaz de destinar semanas
enteras a un versito, pero conmigo no duraba ni dos minutos. Maximiliano me
tenía a cualquier hora, en cualquier sitio, pero su vida no era yo, sino su
trabajo. Con León es igual. Dice que me ama, pero su verdadero mundo está en la
biblioteca. A nadie le interesé, en realidad. Ni siquiera a ese gordo horrible
que ofrecía fortunas por mi virgo. Maldito Manfredini. ¡Si él no me hubiera
despreciado! Pero él prefirió a su otra hija, la desgraciada ésa que ocupa el
lugar que me pertenecía a mí, por haber nacido primero ¡Ay, Dios me permita
vengarme!»
En
el absoluto silencio de la casa, León cerró el libro y se quedó pensativo,
mirando por la ventana. Una leve brisa soplaba desde el río, meciendo el ramaje
de los árboles del patio. «Si mi padre
viviera», murmuró, sonriendo, «Se
autotitularía doctor en ciencias
políticas y se pondría al frente del movimiento». Tal vez debiera
escribir a Cipriano Pereyra y al Doctor Manuel Fagúndes, invitándolos a visitar
al pueblo y ser partes de la odisea. Dejó el libro en el estante, apagó las
luces y caminó hasta el dormitorio, donde Clara dormía boca abajo, abrazada a
la almohada. León se sentó a su lado y le acarició el pelo. Le gustaba verla
así, vulnerable y cálida bajo la tela del camisón. Los pies descalzos fuera de
las sábanas. «Esta es la oportunidad de
llevar a la práctica todas las teorías que leí», dijo de pronto, como si
ella pudiera escucharlo. «Es el momento
de comprobar si esas teorías funcionan, si las utopías existen o si todo no es
más que palabrerío para llenar libros». Se levantó, inquieto y fue a
pararse frente a un espejo. Dijo así:
-
Voy a pelear contra Manfredini, pero no por él. Voy a hacerlo por mí. Quiero
saber de una buena vez y por todas, quién soy.
Clara
suspiró, encogiendo una pierna y estirando la otra, como hacía para estar más
cómoda. A veces odiaba que él amara tanto cosas que ella no compartía. Simuló
dormir.
XCVI
Aristóteles
no había ido ni una sola vez a ver a su nieta, en los siete meses que pasaron
entre el nacimiento y su candidatura. Tampoco había respondido al teléfono, las
dos veces en que Niké se atrevió a llamarle. Rabioso, sintiéndose traicionado
por el fugaz amor de ella por Camilo, no era capaz de perdonar y el castigo
incluía a Laida, que tenía prohibido visitar a la exiliada. Isabel, en cambio,
iba todos los días, pese a la hostilidad que seguía mostrándola la nuera.
Jugaba con la beba, le daba el biberón, la bañaba, feliz de verla convertirse
en una niña hermosa y llena de vida, ajena a los odios que había despertado.
Muy pronto, el pueblo se llenó de habladurías. «¿Vieron que la gallega visita todos los días al viudo?», era el
principal comentario de las vecinas, escandalizadas por lo que consideraban un
final anticipado del luto conyugal. «No
hacen más que blanquear una relación que ya lleva más de veinte años»,
decían otros, con sentido práctico. Pero el día en que Isabel salió por primera
vez con Candela, Nueva Atenas quedó sin aliento. ¿Quién era esa niña y de dónde
la habían sacado? Nadie, por supuesto, conocía la historia. «Deben haberla adoptado, porque el médico
nunca tuvo hijos con la finada», explicaban los más cercanos. Indiferente,
o demasiado dichosa como para advertir cualquier chisme, Isabel cruzaba la
plaza con la nieta en brazos y saludaba a todos con naturalidad. Conociéndole
el carácter, ninguno de los curiosos se animaba a preguntarle nada, pero no
pasó mucho para que algo de cierto hubiera en las habladurías. «Debe ser hija del tal Camilo, si es igualita»,
se decía a su espalda. Candela tenía unos grandes ojos negros, el pelo castaño
y la piel muy blanca, igual a la madre. Pero era su sonrisa, ese modo pícaro en
que miraba riendo, lo que la hacía tan parecida al padre.
-
Qué bonita niña, Isabel - Le dijo una mañana el cura Rigoberto, a la salida de
misa- Ya me habían dicho que tenías una, pero sólo ahora la veo ¿Quién es?
-
Se llama Candela y es la hija de mi hijo Camilo.
-
Que Dios te la bendiga - Saludó el sacerdote, que con buen juicio consideró
oportuno no hacer más preguntas. La noticia, no obstante, corrió como pólvora
encendida. ¡Camilo Insaurralde, a quien nadie veía desde hacía meses, tenía una
hija! El Turco Julián resplandeció con la buena nueva y corrió a contársela a
Aristóteles: «¿Para qué vamos a seguir
persiguiendo a Camilo, si ahora podemos hacerlo venir cuando nos dé la gana?»,
especuló, «¡Bastará con raptar a la niña
y a la madre!» Manfredini pegó un terrible puñetazo en la mesa y amenazó: «¡Nunca más me vas a volver a hablar de ese
asunto o juro que yo mismo te pego un tiro!». El Turco se calló la boca sin
pedir razones, pero entendió en el acto que la niña debía ser fruto de aquella
famosa noche, cuando baleó a Perímetro González por error. «Seguro, hace todo lo posible para que nadie
sepa quién le embarazó la hija», calculó, acertando más que nunca. ¡Ese sí
que era un as en la manga! ¿Quién pagaría más por él? Desechó a Espeucipo,
porque si estaba tan enfermo como parecía, pronto no tendría relevancia alguna
en Nueva Atenas. Apartó también al Juez, pero por otras razones. Rosa Pastrana,
su antigua recomendada, le había pasado otro gran secreto a cambio de unos
billetes. Se reía solo el Turco, cada vez que pensaba en ello. «Antes de lo que se imaginan, a este equipo
de cuatro le van a sobrar al menos dos», murmuró, conduciendo su camioneta
rumbo al Regimiento.
-
¡Así que Camilo Insaurralde es el yerno secreto de Aristóteles! - Susurró
Verón, caminando alrededor de la mesa de su despacho - ¡Esto puede cambiar
mucho las cosas!
-
Si me lo permite - Dijo Julián, que se había pasado treinta años sirviendo a
verdaderos maestros de la intriga - a mi me parece que Aristóteles terminará
pactando con Camilo y el cura comunista, por éso Espeucipo lo dejó fuera de la
candidatura a usted y al Juez. Así como van las cosas, muy pronto van a
reemplazar a Cinoscéfalos por Scarpa, ése que le hace los papeles a
Terámenes...
-
¿Ah, sí? ¿Y a mi? ¿Por quién me van a reemplazar? - Exclamó el Coronel, más
furioso de lo que nunca se había mostrado en público - ¡Antes los mato uno a
uno!
-
Ese asunto de las elecciones es una trampa, Coronel - Continuó el Turco,
hundiendo cada vez más el dedo en la llaga - Cuando Aristóteles sea
Intendente...
-
No sigás, Turco, que ya sé lo que me vas a decir - Interrumpió el militar,
deteniéndose de golpe - ¿Vos creés que no lo he pensado? Apenas Aristóteles
gane la intendencia les va a autorizar la cooperativa a cambio de utilizar los
terrenos de la escuela rural, total, a estas alturas, el peor enemigo se ha
convertido en alguien de su propia familia. ¡El muy hijo de puta!
-
No creo que le sea tan fácil - Dijo el capanga, disfrutando el éxito de su
insidia.
-
Claro que no - Sonrió Verón - porque lo que realmente va a suceder es que todo
el negocio me va a quedar a mí y a los que me fueron fieles.
El
Turco Julián sonrió, complacido. Su triunfo era total.
***
Capítulo 21
(Se
acercan las elecciones y mientras el clima político se enrarece cada vez más,
se
cumple la profecía de Jándula Marcó del Pont. Curiosamente, en medio de tanta
ambición
mundana, alguien desempolva los Diez Mandamientos)
XCVII
C |
omo
no había regresado al pueblo desde que fuera a conocer a su hija, Camilo
permanecía ajeno a la efervescencia que había causado el anuncio del Juez,
oficializando la renuncia de Espeucipo. Aislado en la pequeña casa que ocupaba
con su perro Muralla, pasaba días y noches planificando innumerables detalles
con el ingeniero Ruiz, discutiendo de filosofía con Terámenes o conversando con
sus amigos, que acampaban por ahí en el más completo desorden. Los sábados
despachaba a todo el mundo, lavaba los pisos, tendía la única cama y recibía a
Isabel y a Epaminondas, que le llevaban a Candela para el fin de semana.
Entonces, el Camilo apasionado, radical, obsesivo, dejaba su lugar a alguien
que muy pocos llegarían a ver. Apenas la niña llegaba y empezaba a reir, él se
transformaba, la llevaba de aquí para allá sobre los hombros, hacía mil
morisquetas y se dormían juntos, después de almorzar. Con ella en brazos, era
por fin el que hubiera sido si no se cruzaban en su vida las ideas, los sueños,
las ganas impetuosas de cambiar al mundo. Sólo a veces, cuando se acordaba de
quién era, le decía al oído:
-
Lo que tu papá hace no es sólo por los chiquitos pobres, que no tienen qué
comer. También lo hace por vos, para que mañana vivas en un mundo mejor que
éste.
Isabel
suspiraba, mirando para otro lado. Tenía la esperanza de que el contacto con la
hija apartara a Camilo de las ligas agrarias, la cooperativa y todo aquel
asunto que tantos peligros traía. Lo veía jugar, convertirse en niño otra vez,
y los ojos se le llenaban de lágrimas, preguntándose qué podía hacer para
salvar a su hijo del destino. «¿Cuándo
será?», le había preguntado, quince años atrás, a Jándula Marcó del Pont. «Primero dejará su descendencia», le
había dicho el vidente. «Y no será antes
de que haya sangre en los pies de los descalzos». Isabel se desgarraba,
pensando que lo primero ya estaba cumplido. ¿Cuánto faltaría ahora para lo
segundo? ¿Y después, cuánto más hasta el final, sangriento e inevitable? «No voy a poder soportarlo», sentía,
temblando de pánico cada vez que alguien llegaba hasta su casa, temiendo que le
llevaran malas noticias. Le pidió a Aspasia que hablara con él, que lo
convenciera de abandonar la locura revolucionaria y trabajar en cualquier cosa,
llevando de una buena vez la vida normal de la gente común.
-
Es imposible hablar con tu hijo, nadie sabe dónde está - Le respondió ella,
después de un par de intentos - Además, vos sabés cómo es. Si le llego a decir
algo sobre abandonar sus asuntos me va a sacar corriendo...
-
La única persona que lo hubiera apartado de ésto es Niké - Comentó el Doctor un
sábado en que regresaban solos, pues Candela se había quedado con su padre
hasta el domingo - pero está tan enojada con él y él con ella, que ni vale la
pena el intento…¡Bueno, basta de temores!
-
Cuando Camilo era un niño - Dijo Isabel, afligida por los presentimientos - nada
me daba miedo. ¿Se acuerda?
-
Claro que sí. Decía todo el tiempo que del miedo no sale nada y que si usted o
el padre de Camilo hubieran tenido miedo, él nunca hubiera existido.
-
Se me había dado por creer que mi hijo era indestructible y que ningún mal lo
podría alcanzar, pero desde que Jándula...
-
Oiga, Isabel, ese Jándula Marcó Del Ponto no era Dios. Pudo errar en lo que le
dijo y por cierto, yo no creo en videncias ni cosas por el estilo. ¿Hizo alguna
profecía sobre mí?
-
Es difícil saberlo.
-
¿Por qué? ¿La hizo sin nombrarme?
-
Dijo que había tres hombres visitando mi casa - Contestó ella, cruzando los
brazos sobre el pecho - y que uno viviría, uno moriría y uno desaparecería.
-
¿Tres hombres? - Preguntó Epaminondas, sorprendido.
-
Usted, Pericles y Filipo González.
-
Ah, claro. Así que sólo uno va a quedar...je, je, je...- El médico se rió, sin
dejar de atender el camino. Un escalofrío le recorría la espalda.
Llegaron
a Nueva Atenas de nochecita, cargando cada cual sus propios temores.
XCVIII
Enojado,
el cura Terámenes dominaba a duras penas su vozarrón, yendo y viniendo por la
salita como un león enjaulado. Se había reunido a la mañana con Espeucipo y
éste le confirmó su negativa a autorizar la Cooperativa Rural. De nada sirvió
que el sacerdote interpusiera cada uno de los argumentos filosóficos que tenía
en mente, que llevara en su auxilio al Evangelio, que recitara la Constitución
o que amenazara a Espeucipo con el fuego del infierno. Mientras los Caballero
fueran gobierno, no habría nada que hacer al respecto. «Esas son ideas comunistas, padre, y haría muy bien en olvidárselas
antes de que lleguen a oídos del Vaticano, que está tan lejos, o de Verón, que
está tan cerca», fue la definitiva respuesta del jefe comunal, dando por
terminada la entrevista. Afuera, a bordo de una destartalada camioneta prestada
por uno de los campesinos, aguardaban las noticias Camilo, Efigenio y Carápulo
Tinguitella. Cuando lo vieron salir del edificio, revoloteando con malos
augurios la sotana negra, comprendieron que todo el trabajo del Juez Scarpa
terminaría en un cajón.
-
Esto nos pasa por idiotas - Dijo Camilo, encendiendo el motor - ¿Dónde se ha
visto que una revolución se gane con abogados?
-
¡Vamos de aquí! - Rugió el cura, haciendo crujir en un puño las cuentas de su
rosario.
Ninguno
volvió a decir ni una palabra hasta que estuvieron en la escuela, junto al
resto del grupo. Apoyado en la pared, Camilo esperó que el director relatara su
fallida entrevista y luego ocupó su lugar, en el centro de una rueda formada
por sus amigos. Con una mezcla extraña de amor, respeto y desafío, miró a los
ojos del sacerdote y dijo:
-
Si realmente queremos transformar el mundo, no podemos seguir aguardando a que
nos den la autorización para hacerlo.
-
¡Así es! - Exclamó Efigenio y los demás aplaudieron.
-
¿Cuántas veces lo hablamos? - Continuó Camilo - ¡Siempre dijimos que llegaría
el día en que veríamos que todo lo hecho sería insuficiente! Bien, muchachos,
el día llegó. O encontramos otro modo de hacer las cosas o nuestra famosa Banda
de los Descalzos perderá definitivamente su razón de ser. Si la ley no es capaz
de resolver los problemas, hay que cambiar la ley. O infringirla.
- ¿Cual
es la propuesta, Camilo? - Preguntó Terámenes, viendo que se hacía realidad lo
que siempre había temido. Su alumno favorito, por fin, había decidido ocupar el
lugar del maestro.
-
Propongo enfrentar abiertamente a Espeucipo Caballero.
-
Bien, pero ¿cómo?
-
Cortemos todos los caminos, hasta el más pequeño que haya. Dejemos aislado por
completo al pueblo, para que ni un tomate pueda entrar al mercado. Saquemos la
producción de nuestra gente a Foz. ¡Vamos a sitiar al Intendente hasta que no
tenga más remedio que ceder!
-
¡Eso es! - Apoyaron todos.
-
No estoy de acuerdo - Intervino Terámenes, preocupado - Nos van a mandar al
Ejército y acabarán con nosotros así de fácil ¿No ves que es éso lo que están
buscando? ¡Verón sólo necesita una mínima excusa para caernos encima!
-
Pues no le temo a Verón.
-
No se trata de temer o no, sino de que sirva para algo hacerlo - Respondió el
sacerdote, dudando por primera vez de su influencia sobre los muchachos - En
este momento, más importante que enfrentar a Caballero es conseguir que la
gente que ha confiado en nosotros no pierda las esperanzas. Hagámonos fuertes,
primero. Para pelear siempre habrá tiempo.
-
Eso es muy cierto - Dijo Manganeso Ruiz - Hay que esperar.
-
¡De ningún modo! - Exclamó Camilo - ¡Hay que hacer! Pero no dejo de hallarle
razón al padre, aún no somos fuertes como para un enfrentamiento abierto. En
vez de cortar rutas, podemos boicotear los cargamentos para que no lleguen,
lleguen tarde o con pérdidas ¡Volvámoslos locos! ¡Que no sepan a quién
responsabilizar de sus problemas! ¿No permiten funcionar la cooperativa?
¡Hagámoslo de todos modos! ¿Qué van a hacer? ¿Detener a cada campesino? ¿Cortar
ellos mismos las rutas? Si les pegamos por todos lados y desde todos los
ángulos, tarde o temprano tendrán que ceder. ¿Queríamos justicia social,
muchachos? ¡Salgamos entonces a ganarla por la fuerza!
-
¡Acabemos con ellos! - Exclamó Efigenio y el grupo se unió en una ovación.
Terámenes
sonrió, pero no dijo nada. Camilo había retrocedido de su idea inicial, aunque
rápidamente pasó al ataque otra vez, ampliándola y profundizándola de un modo
que no encontrara obstáculos. Era lo que había hecho siempre, cambiar el plano
de la discusión hasta pisar una plataforma en la que hallaba ventajas. Ceder al
mismo tiempo que acumulaba fuerzas. Retirarse, pero sólo para caer enseguida
con más ganas. «Me dio la razón, pero en
el fondo ya no cree que la tenga», pensó, con cierta tristeza, sabiendo que
no podría sujetarlo más. «Finalmente, es
lo que les enseñé todos estos años: la razón del maestro dura hasta que el
alumno puede hallar sus propias razones». Se retiró un poco, dejándolos
discutir con pasión sobre cómo implementar las nuevas estrategias. «¿Qué más puedo hacer?», se preguntó,
acariciando la cabezota negra de Muralla. «Mi
trabajo era darles las alas, pero el vuelo les pertenece sólo a ellos».
Creyó que estaban en un punto sin retorno, pero a mitad de los preparativos
sucedió algo que cambió de modo repentino las cosas.
XCIX
A
mediados de Setiembre, Aquiles había reunido un pequeño grupo que incluía a amigos,
parientes y conocidos, colaboradores de emergencia en su carrera política.
Ulises sería secretario y propagandista. Aspasia fue elegida tesorera y
Arístipo, jefe de reclutamiento, mientras que su tío Arquímides II obtuvo el
puesto de asesor en asuntos rurales. El equipo se completaba con León, que
finalmente había decidido unirse. A modo de bienvenida, Aquiles obsequió una
botella de whisky a cada uno y León guardó la suya en la biblioteca, sin saber
que en pocas semanas más sería la causa de su mayor desgracia. Fue él, de todos
modos, quien dio la idea de incorporar a Camilo a la campaña, con lo que
terminó de cerrar el círculo de la fatalidad. Aquiles pensó que era una buena
idea. ¿Por qué no ir por ayuda a los Descalzos, si los había apoyado cada vez
que se lo pidieron? Fue a ver a Terámenes, quien se mostró feliz con la idea,
pues imaginó que sería la solución a todas sus angustias ¡Sus queridos
muchachos lucharían contra Caballero a través de una candidatura, sin meterse
en locuras irreversibles! «Vaya ahora
mismo a ver a Camilo y dígale que va de parte mía», sugirió, dibujando un
mapa que le entregó con instrucciones de romperlo apenas encontrara la casa. «Cuanto menos personas sepan donde vive, más
seguro va a estar», dijo, ignorando que el Turco Julián ya tenía un croquis
similar y hasta un listado de las chacras que el grupo visitaría esa semana.
Camilo
desmalezaba su pequeña plantación de tomates, cuando oyó los ladridos de
Muralla, anunciando visitas. Candela estaba sentada a la sombra de unas parras
silvestres, jugando con un osito que le había comprado Isabel. Camilo la
levantó, sentándola sobre los hombros y la niña se estremeció en un cascabel de
alegres carcajadas. Alguien golpeaba las manos. «¡Ahí voy!», dijo, preguntándose quién sería. Sus amigos pasaban
sin anunciarse. Le sorprendió encontrarse al dueño del corralón, quien tampoco
disimuló la extrañeza que le causaba la escena: ¡llegaba en busca de un
revolucionario y en su lugar hallaba un niñero de lo más burgués! ¿No le habían
dicho, además, que el muchacho vivía protegido por una compleja red de
simpatizantes y oculto por completo, a salvo de cualquier amenaza? Sin embargo,
no veía a nadie más por los alrededores, la pequeña casa lucía solitaria, sin
siquiera una cerca que la protegiera. En cuanto a los guardaespaldas, sólo
estaba el perro, enorme y negro, sin apartarse un paso de su dueño. Camilo
vestía unos vaqueros viejos y desteñidos. Estaba descalzo y con el torso
desnudo, pese a que aún no hacía mucho calor y llevaba el pelo bastante largo,
detalle que era común en los alumnos de Terámenes.
-
Me dijo el padre que te diga que me envía él - Advirtió Farjat, pasándole el
mapita dibujado en un papel. Camilo sonrió y le hizo una seña para que entraran
a la salita. Había unos sillones de mimbre, una mesita desvencijada y casi nada
más, salvo por el bolso de la niña, estampado en flores multicolores.
-
Se llama Candela y tiene ocho meses - Dijo Camilo, bajando a la criatura de sus
hombros y sentándola sobre las piernas - Es mi hija.
-
Debe ser el primer secreto de este pueblo que dura tantos meses - Respondió
Aquiles, sonriéndole a la criatura.
-
Oh, ya no es tan secreto - Aseguró Camilo.
Se
sentaron en los sillones de mimbre y Aquiles pasó a explicar en pocas palabras
el motivo de su visita, agregando que sólo tenía dos meses para conseguir un
apoyo que le permitiera derrotar a Aristóteles, hazaña sólo sería posible si
Camilo volcaba los campesinos a su favor. A cambio, prometía un programa de
gobierno que pusiera fin a cien años de injusticias. «Es un trato simple» - concluyó -
«Ustedes me apoyan y yo me encargo
de que todo aquello por lo que están luchando se convierta en realidad, por
medios legales». Camilo se quedó observándolo, mientras Muralla los miraba
desde la puerta. Tal vez, al fin y al cabo fuera lo mismo, pensó. Revolución de
los votos, pero revolución al fin. «Acá
hay muchísimo por hacer», dijo por fin. «Un programa de gobierno común y silvestre no servirá de nada.
Necesitamos algo verdaderamente radical. ¿Estás dispuesto a hacerlo?».
Aquiles asintió.
-
En tal caso - Dijo Camilo, sin disimular la ansiedad - reunámonos mañana al
mediodía en lo de Terámenes ¡Vamos a
elaborar un programa tan bueno que no habrá nadie que no lo quiera!
Aquiles
se puso de pie, satisfecho de que le hubiera resultado tan fácil convencer al
principal aliado. Se dieron un abrazo, sellando el pacto que en poco tiempo más
los llevaría a la muerte. Muralla ladró, excitado.
C
Aristóteles
se enteró dos días después, gracias al traidor que Julián había conseguido
entre los Descalzos. «¡Esto será una
guerra a muerte!», vaticinó, sin saber que tenía razón. Estaba furioso,
pues una vez más se le cruzaba Camilo por delante. Yendo y viniendo con las
manos a la espalda, encargó al alcahuete que buscara por todos los medios una
manera de desacreditar al líder ante sus seguidores, o bien algo que los
decepcionara, haciéndoles ver la inutilidad de sus esfuerzos. «¡Tenés que ver el modo de arruinar la
reputación de ese tipo!», repetía, fuera de sí. Era tanta su rabia, que
aceptó que no sería mala idea raptarle a la hija, cualquier cosa con tal de
sacarlo del medio. Pero enseguida aclaró que era sólo un decir. Verón, en
cambio, estaba encantado. «Ojalá gane
Farjat con la ayuda de ese comunista», exclamó, apenas el Turco le fue con
la noticia. «Ellos me librarán de
Aristóteles y yo libraré al pueblo de ellos. Será como matar tres pájaros de un
tiro». El Turco asintió, aunque entendía que cada vez sería más difícil
servir por igual a dos amos. De todos modos, como no se decidía aún por cual
jugarse, decidió continuar traicionando a ambos: “Si nuestro plan es que Manfredini no gane la intendencia, podemos
aprovechar a mi espía no sólo para sacarle información, sino también para
dársela. Cuanto menos ignore Farjat de
su rival, más fuerte será”.
Verón
estuvo de acuerdo, así que el capanga se fue de inmediato a continuar sus
intrigas. Subió a la camioneta, manejó cien kilómetros hacia el norte y se
detuvo frente a la chacra de Rómulo Oporto, primo lejano de Popea, la dueña del
Hostal. Don Rómulo era un hombre viejo y medio doblado en dos por el peso de
los años. Vivía allí con dos sobrinos que le ayudaban en un campito que más
parecía un potrero, mal trazado y sin alambrar, aunque les servía para extraer
unos cuantos cientos de kilos de maíz por año. El Turco se detuvo a la vera de
la propiedad, mirando en derredor. Los muchachos se empeñaban en romper los
terrones con una pala sin mango. A la sombra de un árbol, rumiaba una vaca
macilenta, rodeada de perros sin raza ni esperanza. Era el sitio perfecto. «¡Eh!», llamó y los sobrinos dejaron de
carpir para acercarse, desconfiados. «Ya
trabajaron mucho por hoy, así que tomen, aquí tienen cincuenta pesos para irse
por ahí y dejar a los mayores hablar a solas». Los sobrinos recibieron el
billete sin ninguna timidez y desaparecieron al trotecito, seguidos de lejos
por los ojos vacuos del tío. El Turco Julián sonrió, acercándose al dueño de
casa. «Dicen que mañana van a andar por
aquí los Descalzos», dijo, sentándose frente a la silla donde aguardaba
Rómulo, masticando tabaco. El hombre asintió. El Turco miró a su alrededor
durante unos minutos. No se veía a nadie. Sonrió.
A
la mañana siguiente, bien temprano, llegaron Camilo, Carápulo y el Chato Ortiz, seguidos de cerca por
Muralla. Se sorprendieron de no ver a
nadie fuera de la casa, pues se notaba que ni siquiera habían ordeñado a la
vaca. Don Rómulo estaba en el catre, tapado por un poncho, pero los sobrinos no
aparecían por ninguna parte. «Parece que
el viejo está enfermo y los muchachos se han empedado un poco», dijo
Carápulo. «Mejor empezamos por nuestra
cuenta». Se quitaron las zapatillas, colgaron las chaquetas bajo el alero y
fueron a buscar las herramientas que estaban junto al aljibe. «Alguna gente confunde colaboración con
beneficencia», murmuró el Chato,
metiéndose descalzo en el lodo frío de la mañana. «Y solidaridad con estupidez», añadió Camilo, «Pero no importa, vamos a lo nuestro. Prometimos carpir este potrero y
éso mismo vamos a hacer ahora». Entonces, Muralla comenzó a ladrar,
frenético. Un ladrido tras otro, sin parar. «Algo le pasa a ese perro», dijo Camilo, que lo conocía bien. De
pronto, el Chato soltó un grito. Algo
se le había clavado en un pie. Carápulo fue en su ayuda, pero no llegó muy
lejos: al primer paso sintió un dolor lacerante en las plantas. Camilo se quedó
inmóvil. Acababa de sentir algo filoso, incrustándose en su talón derecho. “Calma, muchachos, ya caímos en la trampa,
así que salgamos de ella lo mejor posible”, dijo. Comenzaron a retroceder,
paso a paso, dejando un reguero rojo tras ellos. Muralla no paraba de ladrar. «Algún hijo de puta metió vidrios entre el
barro», rabió Carápulo, quitándose una esquirla brillante con los dedos. Se
sentaron sobre el pasto, con los pies llenos de sangre. En ese momento, Muralla
salió de la casa arrastrando el poncho que habían visto un rato antes,
cubriendo al viejo. «¡Muralla! ¡Dejá
éso!», ordenó Camilo y el perro no le hizo caso. Iba a gritarle de nuevo,
pero entonces advirtió que la prenda también estaba tinta en sangre. Sobre el
catre, el muerto abría la boca y los ojos, con una mano crispada en el aire. “Mejor nos vamos, algo me dice que nos van a
colgar este finado”, dijo el Chato.
Dejaron la chacra en silencio, sangrando los pies descalzos.
El
Comisario tuvo que pedir prestada una camioneta al Intendente, pues no había
otro modo de ir hasta la chacra del crimen a traer al cuerpo. «Fue un caso
muy extraño», recordaría años más tarde Casimiro Reyes. «Una llamada anónima alertó al Juez que
Camilo y sus amigos habían asesinado a Oporto, pues el viejo los había
trampeado desperdigando vidrios rotos por los surcos en los que ellos iban a
trabajar ese día». Pero pronto nacieron las dudas. ¿Por qué haría tal cosa
don Rómulo? «Porque en realidad los
campesinos odian a esos comunistas que van a complicarles la vida», fue la
explicación que dio Aristóteles, especulando ante el auditorio del bar. Podía
ser ¿Por qué no? Aunque nadie creyera que Camilo fuera un asesino, todo era
posible. ¿Acaso no era hijo de una extranjera cuyo pasado se ignoraba? Tal vez la
gente hubiera terminado por aceptar la idea, pero entonces hubo una segunda llamada
anónima, esta vez al Areópago: «Ese
Camilo no tuvo nada que ver, pues a Rómulo lo mató un enviado de Manfredini,
que le pagó cincuenta pesos a los
sobrinos del muerto para que le dejaran el campo libre. Cuando Camilo llegó al
rancho, el viejo llevaba casi un día de finado».
- Y
así mismo fue - Corroboró el Doctor Epaminondas, que había firmado la defunción
tras observar el impiadoso tajo en la garganta. A su lado, el Juez y el
Comisario oficiaban de testigos del acto – Fíjense bien. ¿Lo ven? Las articulaciones
ya están duras. Este hombre se murió ayer, cuanto menos. ¿Qué decís vos,
Cinoscéfalos?
-
Que nos vamos rápido, porque ya empezó a heder.
-
¿Oyó, Comisario? Su señoría reconoce que este crimen no es de hoy, sino de
ayer.
De
modo que el asesinato quedó en la nada y el viejo fue enterrado sin que se
culpara a nadie por su muerte, pues no había cómo comprobar la veracidad de
ninguna de las llamadas. A los tres días reaparecieron los sobrinos, jurando
una absoluta ignorancia, lo que cerró el caso. «Un acto estúpido», publicó Casimiro Reyes, recapacitando el asunto
con cierta filosofía. «Una muerte que no
le sirvió a nadie y que pasará al olvido sin dejar huellas sobre otro destino
que el del propio muerto». Pero no sería así, en un pueblo acostumbrado a
vivir de casualidades. Al Turco Julián le sirvió para ganar puntos frente a
Manfredini, que además de premiarlo con un cheque de cinco mil pesos le encargó
que hiciera correr su versión por toda la ciudad, asustando a los electores con
un futuro sangriento si ganaban Aquiles y su aliado criminal. Sin embargo,
también se decía que era el propio Manfredini el instigador del crimen,
cometido por encargo para perjudicar al rival electoral.
-
Realmente, tengo que felicitarte - Le dijo Verón al Turco, estrechándole la
mano - Fue una gran jugada ensuciar a la vez a Aristóteles y a Farjat, por no
nombrar a Camilo ¡Por más que ni el Juez ni el diario acusaron a nadie,
lograste que la gente dude de los tres por igual!
El
Turco sonrió con modestia, simulando creer que no merecía tantos elogios. En
realidad, estaba seguro de que había sido una jugada brillante, digna del secreto
premio al que aspiraba.
CI
La
muerte de Rómulo Oporto, tan descolgada y fuera de lugar, cayó pronto en el
olvido de los hechos aislados, como si nunca hubiera ocurrido. Sin embargo, fue
causa de muchos sucesos que vinieron a continuación, asuntos de apariencia
desconectada, pero que unidos tuvieron una decisiva incidencia sobre el espantoso
final. De no ser por el crimen del chacarero, Cinoscéfalos no se hubiera
lanzado a la política, Verón no hubiese tenido argumentos para sacar a sus
soldados del cuartel, el Turco no habría sido nombrado Jefe de Policía y los
sobrinos del muerto, Acacio y Pantagruel, no hubieran terminado sus días de tan
horrible manera. «Todo empezó con esa
muerte sin sentido», diría alguna vez el Doctor Epaminondas, enterrando a
Pablo Lechín. ¿Habrá sido así? Lo cierto es que los errores, despropósitos y
casualidades siguieron sumándose de un modo extraño, tejiendo la madeja de la
que nadie podría escapar. «Las grandes
desgracias comienzan en pequeños detalles, por éso no las vemos hasta que es
demasiado tarde», advirtió por esos días el padre Rigoberto, con una
clarividencia que nadie tuvo en cuenta. «No
se refería a lo que después sucedió, sino a la limpieza del atrio», contradijo
Arcadio más tarde, restándole méritos desde el exilio, cuando el Diario lo fue
a entrevistar para su crónica mensual.
En
curiosa sincronía, Terámenes tuvo un sermón de tintes parecidos, allá por la
misma época: «Así como todo el universo
cabe en un sólo átomo, todas las posibilidades se contienen en cada segundo.
Todo el bien y todo el mal son posibles en un instante y hasta el paso más leve
causa ecos en el infinito». Tales fueron sus palabras, aunque hay que ver
que fueron Aspasia e Isabel las más conmocionadas por la treta de Julián. El
lunes del asesinato, Isabel vió bajar a Camilo de la camioneta en que llevaban
al muerto y el corazón se le quedó helado. Detrás de su hijo saltaron al piso
Carápulo y el Chato Ortiz,
rengueando. Los tres tenían los pies manchados de sangre. «¡Oh, Dios, la profecía!», murmuró ella, llevándose una mano a la
garganta. Camilo la abrazó con la cara llena de risa, como si nada pasara. «No te preocupés», le dijo, apoyándose en
su madre para dar un saltito. «Sólo
pisamos unos vidrios que algún imbécil dejó por ahí, no es nada serio».
Isabel estaba pálida, ahogada por la angustia que llevaría hasta el final de la
guerra. Curó las heridas de los muchachos sin decir una palabra, temiendo que
al abrir la boca ya no pudiera contenerse más. «¿Qué voy a hacer?», se preguntaba. «¿Cómo puedo yo librarlo de lo que le va a ocurrir?» Al anochecer,
apareció Efigenio en un camioncito y se los llevó a los tres, rumbo a la
escuela rural.
-
No te pongas tan mal, madre - Murmuró Camilo, estrechándola esta vez de un modo
diferente - Sólo ha sido una casualidad.
Pero
la única casualidad que ella estaba dispuesta a asumir era la que la había
traído al pueblo, dos décadas atrás. «Le
juro que creí que iba a Grecia», recordaba de tanto en tanto, riendo con
Epaminondas, pero aquel día la venció el espanto. Cerró su casa y corrió hasta
el Areópago, para hablar con Aspasia. «Ya
sucedió», le dijo, con la respiración acezante. «Hoy hubo sangre en los pies de los Descalzos». Miguelito, que desde
que había vuelto de Brasil no se separaba de su amiga más que para irse a
dormir, le acercó una copa de jerez y la invitó a sentarse. Arístipo los miró
desde la barra, sabiendo que algo malo ocurría. «Acaban de decir por ahí que Camilo y sus amigos mataron a alguien»,
respondió Aspasia, incrédula. «¿Qué es lo
que está pasando?». Isabel contó lo que sabía, que no era mucho. Enseguida
llegó Pericles y agregó el resto, asegurando que el Juez cerraría el caso sin
acusar a nadie, pues no tenía a quién. «Tratan
de enemistar a Camilo con sus campesinos», dijo después, elevando la voz
para que lo escucharan todos.
-
Lo grave es que se ha cumplido una vez más la profecía de Marcó Del Pont -
Murmuró Isabel, temblando por la ansiedad - ¡Tienen que ayudarme a alejar a
Camilo de todo ésto, antes de que sea tarde!
-
Ahora será más difícil que nunca - Dijo Pericles, meneando la cabeza con
preocupación - Su hijo acaba de prometerle a Farjat que lo apoyará en la
campaña. Ha de ser por éso mismo que le pusieron esa trampa ¿quién? Supongo que
Manfredini.
-
Voy a hablar con mi padre - Intervino Miguelito, pese a que nunca había visto a
Camilo -Debe convencer a Aristóteles de terminar con este asunto ¡Al fin y al
cabo se trata del yerno!
-
Ya van a ver que todo terminará saliendo bien - Dijo Aspasia, bebiéndose el
jerez que Isabel no había probado. Entrelazó sus dedos flacos con los de
Miguelito y agregó - En este mundo no hay nada que el amor no pueda vencer.
Miguelito
sonrió, mirándola de un modo que sorprendió a Isabel y dejó tieso al Comisario,
que siempre había escuchado bromas sobre la difusa virilidad del muchacho.
Aspasia dejó escapar un suspiro, sintiéndose dueña del mundo. Al rato,
caminaban los cuatro rumbo a la casa de la viuda. Las mujeres iban adelante,
cuchicheando. Los hombres, un par de metros más atrás, comentando las
posibilidades políticas de Aquiles. La angustia sobre el destino, pese a todo,
a veces se amortiguaba con la marcha rutinaria de los días. «Parece buen chico ese Miguel, aunque sea
hijo de quien es», comentó Isabel, pellizcándole un brazo a la amiga. «Y por la forma en que te ha mirao, se diría
que ya son novios». Aspasia soltó una risita cómplice, como hacen las
muchachas cuando se enamoran. «Es lo más
bueno que hay», respondió, sonriendo de oreja a oreja. «Pero aún no somos novios, lo que se dice
novios. Aunque no falta mucho para que así sea ¿quién lo hubiera dicho, no?».
Estaba feliz y no era para menos. Soñaba despierta con el momento de decir a
todos que era la prometida de Miguel Caballero. Ella, nada menos, la que nunca
había merecido el interés de ningún varón. Se le había endulzado el carácter,
antes tan hosco, cerrado como el de la madre. Arístipo, que la había visto
crecer rodeada de libros y de complejos, no acababa de creer en el cambio. «¿Será posible?», se preguntaba,
frunciendo el seño cada vez que los veía salir, alegres como adolescentes. «¿Desde cuándo le gustan las chicas a
Miguelito?». La esposa, que de tan parca sólo hablaba cuando no había más
remedio, comentó una noche: «Es la
primera cosa normal que hace esta chica en treinta años; no sé si preocuparme o
no». Lejos estaban ambos de suponer las desgracias que traería el romance,
cuando el despecho empujara a Aspasia hasta los huevos del seminarista Arcadio.
CII
Los
días comenzaron a transcurrir con tal intensidad, había tanto por hacer y tanta
gente haciéndolo, que Octubre pasó por Nueva Atenas sin que nadie lo viera,
empujado por el tráfago de mil acontecimientos. Para comenzar, Aristóteles
empapeló cada pared del pueblo con afiches que lo mostraban sonriendo, abiertos
los brazos en un gesto ambiguo. «Saluda a
los nuevos tiempos», decían sus admiradores, imitando el abrazo en plena
calle, cuando se encontraban unos a otros. «Pero
qué va a saludar, sólo está tratando de sostener la estantería», bromeaban
los partidarios de Aquiles. «Sabe que se
les vendrá abajo si gana Farjat». Pero la pegatina no fue más que el inicio
y a partir de allí, no hubo descanso para nadie. Cada media hora, una caravana
de vehículos cruzaba el centro a bocinazo limpio, desparramando folletos,
promesas impracticables y una sensación de inquietud en la gente, que veía
cambiar aceleradamente el mundo. Aristóteles, que a lo largo de su vida sólo se
había dejado ver en los grandes acontecimientos, recorría las calles a pie,
hablaba con los vecinos, besaba niños y hasta compartía un mate con los más
confianzudos. ¿Quién lo hubiera dicho, un mes atrás? Seguro de su triunfo,
pasaba la mitad del tiempo en la municipalidad, como si ya la sintiera suya y atendiendo
de metiche asuntos que aún no eran de su incumbencia, aunque –juraba - pronto
lo serían. Zalameras, las empleadas lo llamaban ya «Señor Intendente», todas menos Isabel, que no lo miraba ni de
lejos. Atraído por la novedad, el periodista Reyes se instaló una semana en la
pensión de Popea, escribiendo la primera de sus muchas crónicas sobre la
histórica elección. Generoso y campechano, Aristóteles lo invitaba a almorzar
en el bodegón del puerto, rodeado de marineros que testimoniaban el arraigo
popular del candidato. Bien comidos y bebidos, subían a la camioneta para
recorrer los barrios, visitar escuelas, controlar dispensarios y sacarse fotos
de ocasión con los vecinos. El reportero se quedó encantado, convencido de que
Manfredini era la maravilla que decía ser, pese a las habladurías. «El
empresario designado para suceder a Caballero reúne todas las condiciones para
llevar a Nueva Atenas a su época más gloriosa», aseguró, zapateando sobre
una vieja Olivetti, cuando volvió a la redacción. Su reportaje fue tan
favorable, que el Turco Julián le envió un cajón del mejor whisky importado,
junto a una grabadora nueva, contrabandeada de Taiwán. El pueblo parecía
convertido en una gran kermesse, pues hasta globos de colores repartían los
hombres de Manfredini. Sin embargo, por debajo de la alegría, su cara menos
amable continuaba en acción, tejiendo alianzas incluso cuando había que emplear
algo de fuerza para lograrlas. Encabezados por el Turco, un batallón de
cobradores salió a rastrillar el pueblo para recordar a cada deudor las cuotas
atrasadas, los alquileres vencidos, las hipotecas pendientes de un hilo. «Todo será perdonado si gana Manfredini»,
explicaba, achicando sus ojitos de halcón. «Pero
si pierde, van a perderlo todo, así que ya lo ven: somos socios».
Este
comienzo avasallante contrastó con la pasividad del otro candidato, al que no
se le vió el pelo por ningún sitio durante las primeras semanas de la campaña. «¿Dónde está Farjat? ¿Qué se ha hecho? ¿Cómo
espera ganar así?», preguntaban sus partidarios, creyendo que el opositor
se echaba atrás. Sólo los íntimos sabían que Aquiles estaba recluido día y
noche en el solar de los Ortega, diseñando un programa que le asegurara el
apoyo de los campesinos. Después de dos semanas de intenso trabajo, el
resultado era un mamotreto de cien páginas, complejo y poco práctico, incapaz
de convencer a nadie. De la rabia, Aquiles partió su bolígrafo por la mitad.
-
¿Cómo puede ser que no saquemos nada en limpio? - Exclamó, cosa rara en él, que
era tan tranquilo - ¡Es imposible prometer sólo lo que se puede hacer! ¿Cómo me
van a votar, si ofrezco cosas para dentro de diez años y Aristóteles las ofrece
para ya mismo?
-
No tiene sentido escribir un programa de cien páginas cuando la mayoría de la
gente a la que lo dirigimos no sabe leer - Dijo Ulises, con bastante razón.
-
Creo que erramos el procedimiento - Comentó Terámenes, estirando las piernas
bajo la mesa - No se puede aprender la Biblia antes de saber los Mandamientos.
-
¡Eso es! - Apuntó Clara, desde la cocina. Todos se dieron vuelta a mirarla -
¿Por qué no escribir Los diez
Mandamientos del Campesinado y repartirlo por todas partes?
Los
hombres se miraron entre sí, León cerró poco a poco cada uno de los libros que
tenía abiertos sobre la mesa, Aquiles metió bajo un sillón su mamotreto de cien
páginas y Terámenes soltó una risita. Ulises codeó con disimulo al candidato y
Camilo se puso tenso, interesado en la idea:
-
Primer mandamiento - Dijo, poniéndose de pie - queda prohibido pagar a los
campesinos con vales para mercaderías.
-
Borrá prohibido - Sugirió León - o vamos a parecer dictadores.
-
Ahí va, entonces: todo campesino tendrá derecho a percibir un salario por su
trabajo y a cobrarlo en moneda de curso legal ¿qué tal?
-
Suena bien - Se regodeó Aquiles - ¡Con éso ya le complicamos la vida a los
terratenientes! ¡Vamos, vamos! ¿Cual es el segundo?
-
Toda estancia que ocupe a más de diez familias debe procurarle educación
primaria a sus hijos - Soñó el cura, mirando al futuro - o pagarle un plus al
campesino para que pueda enviar a los chicos a estudiar.
-
¡Caballero y Manfredini pondrán el grito en el cielo - Rió León - ¡Te aseguro
que ninguno de los dos votará por nosotros!
-
Ojo, muchachos, que esto no es contra ellos, por muy desgraciados que sean -
Dijo el cura, mirando a uno por uno - Buscamos la justicia, no la venganza, por
más que las reinvindicaciones siempre se parezcan demasiado al resentimiento.
-
Padre, no es el idealismo lo que derrotará a Manfredini - Señaló Camilo - Es el
hambre de la gente quien lo vencerá. Y el hambre provoca rabia. Resentimiento.
Odio.
-
Lo sé, pero no de nuestra parte - Aclaró Terámenes - y como dirigentes, tenemos
la obligación moral de encauzar de buen modo la rabia de la gente, por más
justa que sea.
-
Tienen razón los dos - Apuró Aquiles - ¿Cual será el tercer punto?
-
Legalizar la cooperativa, por supuesto - Respondió León. Todos asintieron.
-
¿Y qué tal si creamos un seguro de salud para la gente? - Intervino Clara,
sirviendo galletas con picadillo - Los terratenientes pagarían un abono mensual
al municipio y el hospital público se encargaría del resto.
-
Anotálo, Aquiles - Dijo Camilo - Es un punto muy bueno.
-
¿Y qué les parece el quinto? - Intervino Ulises - Reducir a sólo dos meses la
conscripción de los campesinos, pues son más útiles en la chacra que el
cuartel.
-
Ese también me gusta - Murmuró Aquiles, anotando a toda prisa - ¿Y el sexto?
-
Aquí va uno bien revolucionario - Dijo Camilo, sonriendo con malicia - Que el
diez por ciento de las cosechas de las grandes estancias quede para los
trabajadores, los que lo aportarán a la cooperativa para su propio beneficio.
- A
cambio, la municipalidad disminuirá el mismo diezmo en impuestos a los
estancieros - Calculó Aquiles, anticipándose al escándalo que provocaría el
sexto mandamiento.
-
¿Y quién te ha dicho a vos que Manfredini o Caballero pagan sus impuestos? -
Preguntó Ulises, riéndose - Mejor andá pensando en otra compensación.
-
Hablando de impuestos - Intervino Terámenes, levantando una mano - ¿Por qué no
destinamos el diez por ciento de los impuestos anuales a obras sociales para el
campo?
-
Lo haremos, para lo cual habrá que ver primero cómo los cobramos - Respondió
Aquiles, anotando el séptimo artículo.
-
Es fácil - Dijo Camilo, que seguía de pie - Cambiemos impuestos atrasados por
tierras para los que no las tienen y ya demostraron que serán capaces de
producirla.
-
Ese será el octavo - Dictaminó Aquiles, aliviado de haber resuelto tan rápido
lo que durante dos semanas parecía imposible - ¡Sólo nos quedan dos
mandamientos!
-
También debiéramos pensar algo para la ciudad - Opinó Clara, sentada en la
silla que había dejado libre Camilo - Al fin y al cabo, aquí también se vota.
-
Esta mujer piensa demasiado, León, cuidado con ella - Dijo el cura y todos
rieron.
-
Sí, la verdad es que resultó mejor asesora que vos - Agregó Ulises, palmeando la
espalda del dueño de casa - ¡Y dicen que los hombres nos ocupamos del futuro y
ellas de la ropa!
León suspiró con satisfacción, mirando a
Clara. Ella grabó ese gesto para siempre, pues era la primera vez que alguien
la admiraba por algo que no tuviera que ver con su cuerpo. Sonrió, deseando que
todos se fueran pronto para poder quedarse a solas los dos, sin más ropas que
el sudor ni más futuro que el próximo suspiro.
- A
ver si les gusta el noveno mandamiento - Dijo entonces León, como para ponerse
a la altura de su mujer - Vamos a reducir el presupuesto militar en un ochenta
por ciento, que es lo que se roba Verón, para con esa plata asfaltar en un año
todas las calles secundarias.
-
Por mí, encantado, total, Verón ya nos odia de todos modos - Bromeó Camilo - y
antes de que alguno se desanime, aquí mismo va el último mandamiento: de cada
carga de contrabando confiscada, el veinte por ciento será para el denunciante
y el resto irá a beneficio del hospital, que volverá a ser público y gratuito.
Todos
aplaudieron, menos Aquiles, que sabía que el cumplimiento de este artículo
dejaría sin trabajo a su novia. Anotó la audaz propuesta de Camilo,
preguntándose cuánto les cambiaría la vida el manifiesto. El padre Terámenes
estaba en silencio, quizás pensando en lo mismo. Llegaba la hora de poner en
práctica lo que había enseñado toda la vida, ideas que pasó a sus alumnos para
que levanten vuelo, impulsadas por su mejor pupilo. Debería haberse sentido
contento y sin embargo, estaba triste, como si presintiera que el éxito de sus
enseñanzas acabaría con los sueños de todos.
***
Capítulo 22
(En
el que todos los que no se conocían se conocen por fin, suscitando nuevos amores,
odios
y desconfianzas. Se lleva a cabo el primer acto político de la Revolución y
sucede
algo
totalmente inesperado y muy poco después, un nuevo crimen)
CIII
A |
través del delator que el Turco tenía entre
los Descalzos, Aristóteles conoció muy pronto los argumentos que Aquiles usaría
en la campaña, pero supo también que tenía que ganar a como diera lugar o sus
negocios se irían abajo uno detrás de otro, arrasados por el dominó del
resentimiento popular. «¡Esto es
comunismo puro!», exclamó, arrojando el panfleto con los mandamientos
sobre el escritorio de su primo. «¿Por
qué no le decimos a Verón que arrase con ellos de una buena vez? ¡No podemos
arriesgarnos a perder!». Espeucipo leyó los diez artículos, frunciendo el
seño cada vez más. Ya le había costado creer que Farjat presentara su
candidatura, pero que se volviera tan radical lo sacaba de quicio ¿Por qué los
atacaba así, de un modo tan agresivo y directo? Resultaba una locura, pero
tampoco era cuestión de ir por ayuda al cuartel, lo que podría equipararse a ir
por lana y volver trasquilado «Si Verón
acaba con ellos, se las arreglará para acabar también con vos, acordate de mis
palabras», respondió, después de meditar un buen rato con los ojos
cerrados. Ultimamente, se cansaba hasta de estar en su silla. Todo se le hacía
cuesta arriba, le costaba esfuerzo, como si la vida se resistiera a brotar de
sus pulmones vencidos. «No confiés en él,
primo, hacéme caso. No podés pedir ayuda al zorro para cuidar tus gallinas, lo
que hay que ver es quiénes son los que asesoran a Farjat y comprarlos para
nuestra causa, ¿o vamos a olvidar ahora que no hay arma más eficaz que el
dinero?». Aristóteles hizo un gesto de resignación:
-
Esos tipos están determinados a acabar con nosotros - Dijo, con una voz tan
amarga que sorprendió al Intendente - A la familia de Farjat la fundió el padre
del Turco Julián, a la de Ulises la arruinó Fedípides ¿te acordás? Entre él y
el Turco liquidaron al viejo Sófocles, el prestamista. ¿Quiénes podrían
odiarnos más?
-
¿Odiarnos a vos y a mi? Ninguno. Odian al Turco, en todo caso, no a nosotros -
Interrumpió Espeucipo - A todo esto ¿Y si nos deshacemos del Turco?
-
¿Ah, sí? ¿Y cómo? ¿A quién le encargamos el trabajito? - Se impacientó el
candidato, removiéndose incómodo en el sillón - Sólo nos queda la posibilidad
de hablar con ese tal Valdéz, que parece ser el ideólogo de los malditos mandamientos.
-
Hay otra posibilidad, primo, por más que no te guste - Dijo Espeucipo,
conteniendo las ganas de toser - Acá, entre nosotros, te lo voy a decir:
debieras hablar con tu hija y que ella hable con Camilo. Vos sabés cómo son
estas cosas y...
-
¡Basta! - Explotó Aristóteles, rojo de furia. Su enojo era tan virulento que le
temblaba la boca, como si las palabras se pelearan entre sí para salir todas al
mismo tiempo - ¡No se te ocurra volver a sugerirme algo así, nunca más! ¡Jamás
en mi vida voy a volver a mirar a esa desgraciada! ¡Y mucho menos para que
interceda por mí ante Camilo Insaurralde!
Espeucipo
meneó la cabeza, sin disimular la pena que le daba el asunto. Niké era su sobrina,
la niña - le dijeron que se llamaba Candela, pero no estaba seguro - era su
nieta o algo parecido. La actitud de su primo podría arruinar la legendaria
solidez de la familia y comprometer una herencia que había crecido durante más
de un siglo, pero ¿qué podía hacer? Al fin y al cabo, a él tampoco le había ido
muy bien con sus hijas - todas se casaron y se fueron al extranjero - y mucho
menos con Miguelito, de quién se decía ahora que andaba noviando con la
horrible hija de Arístipo, el del bar.
-
Bueno, al menos no es maricón, como siempre temí - Murmuró, sin darse cuenta.
- ¿Qué?
¿De qué hablás? - Se sobresaltó Manfredini, todavía molesto.
-
Eh, nada, nada - Respondió el Intendente, súbitamente atacado por la tristeza -
sólo me preguntaba que será de nuestras familias mañana, cuando ni vos ni yo
estemos aquí.
Aristóteles
se levantó del sillón y salió del despacho sin despedirse, pues nada detestaba
más que la melancolía ajena. Cruzó la sala municipal sin saludar a nadie, olvidándose
por un momento de su papel amable. Isabel lo vió pasar, grande y agresivo, como
si fuera a comerse el mundo. «¿Será que
nada le duele, a este hombre?», se preguntó, observando al millonario subir
a una camioneta y partir a toda velocidad. Y no era la única en pensarlo. «Si alguna vez tuvo corazón, ya se olvidó de
qué lado del cuerpo lo llevaba», comentaba Laida, cada día más afectada por
el drama de la familia. «Siempre fue un
tipo duro», recordaba su primo, sin ánimo de criticar, «Pero se ha puesto peor. Nada le llega».
Sin embargo, Aristóteles estaba lleno de sentimientos, ahogado por ellos,
aunque determinado a no mostrárselos a nadie. Se moría, por dentro, de ganas de
volver a ver a su adorada Niké. La extrañaba de un modo espantoso, pero no hallaba
el modo de perdonar lo que consideraba una traición. De noche, sin que nadie lo
viera, estacionaba la camioneta frente a la casa del médico y se pasaba largos
minutos mirando hacia arriba, buscando el perfil de su hija en las ventanas del
primer piso. Luego, ya en su casa, gritaba, maldecía, se cagaba en todos los
santos y juraba que jamás volvería a verla, mientras un incendio le quemaba el
alma. Su amada Niké era lo único por lo que él hubiera dado la vida, pues ni
siquiera Laida le importaba gran cosa. Pero Niké no estaba, él mismo la había
echado y estaba escrito que no volvería a tenerla nunca más. Pensaba en ella
cuando llegó al Regimiento «Rolando
Serrano» y seguía pensando en ella cuando le dijo a Verón que debía arrasar
la escuela de Terámenes hasta la última piedra, antes de que sus diez
mandamientos llevaran a Farjat a la intendencia.
Pero
el Coronel tenía otros planes. ¿Por qué iba a hacer la guerra para entregar el
triunfo a Aristóteles? Para él, cuánto mejor si ganaba Aquiles y quitaba del
medio a Manfredini, ya que de Espeucipo se estaba encargando el cáncer. Después
sí, saldría del cuartel a salvar al pueblo de ese Intendente comunista,
subversivo y vendepatria, quedándose a cambio con el cargo, la gloria y los
negocios de sus viejos amigos: “No puedo
usar al Regimiento para eliminar a tu competidor, Aristóteles, dejáte de joder
¿Me estás pidiendo que arruine mi carrera por un grupito que no llega a veinte
tipos? ¡Ni loco! ¿Por qué no le pagás a Farjat para que retire su candidatura?”.
Y el atribulado empresario se quedó mirando al militar, pensando cuánta razón
tenía Espeucipo al desconfiar de él. La vieja sociedad, esa que tantos
beneficios les había dado a los cuatro amigos, estaba muerta. O al menos,
agonizante. «Este desgraciado está
jugando su propio partido», murmuró, cruzando malhumorado el portón del
cuartel. «Con más razón ahora, tengo que
hallar el medio de que Farjat no llegue a las elecciones, pero ¿Cómo hacerlo? Si
lo hago matar, todo el mundo va a sospechar de mi», calculó, antes de que
el rostro se le iluminara con una idea que le pareció grandiosa. Estacionó la
camioneta en el muelle principal y antes de bajar encendió un cigarro. El humo,
aromático y picante, siempre le calmaba los nervios y a él no le gustaba que el
Turco Julián lo viera nervioso. «No hay
que mostrar las debilidades a los sirvientes», decía, «Y mucho menos a un sirviente como Daud».
-
Ese tipo al que le estás pagando - Dijo, sentándose frente al escritorio donde
Julián atendía los asuntos del sindicato - el que traiciona a Insaurralde.
¿Estás bien seguro de que nos podemos fiar de él? ¿Cómo sabés que no nos delata
a nosotros también?
El capanga se encogió de hombros.
Aristóteles sintió que se le subía la sangre a la cabeza, pues el otro andaba
cada vez más confianzudo. «Hasta ahora
nos dio datos muy precisos», respondió Daud, jugueteando con un bolígrafo.
-
Quiero que le pagués lo que sea, no importa cuánto, para que mate a Camilo
antes de las elecciones.
-
No veo por qué no - Respondió el Turco, sonriendo. Se le ocurrió que bien
podría hacerlo él mismo y quedarse con la recompensa - A él, que está adentro,
le será más fácil que a uno de afuera.
-
Pero escucháme bien, para que no haya errores - Dijo Manfredini, señalando a su
empleado con un dedo acusador - Una vez cumplido el encargo, ese tipo tiene que
morirse de inmediato, dejando una carta en la que acusa a Farjat por el crimen.
El
Turco volvió a sonreir. Era un plan tan sencillo, que podría decirse que estaba
cumplido. Lo que no le quedaba claro era si le convenía o no. Cuando los cuatro
socios aún estaban unidos, dos veces le habían encargado acabar con Camilo y
había fallado. Ni siquiera consiguió involucrarlo en el crimen del viejo
Oporto, un mes atrás. Ahora, sin embargo, el cumplimiento se veía mucho menos
imposible, pero ¿valía la pena? Quizás fuera mejor consultárselo a Verón.
CIV
Pero
no todo era política, para bien del universo. La vida, la vida normal de la
gente común, seguía sus propios senderos entre el vértigo de las elecciones y
la locura de la ambición. Isabel trabajaba en la municipalidad, Epaminondas
cuidaba a sus enfermos, Pericles patrullaba las calles caminando y Nuria pasaba
las noches en brazos de Aquiles. Aspasia y Miguelito continuaban su platónico
romance, el cura Rigoberto organizaba la procesión y Popea mandaba a pintar los
cuartos de su hospedaje, previendo un aluvión de clientes para fin de mes. Cada
cual, como se ve, tenía de qué ocuparse y no faltaban, tampoco, los problemas. Efraín
Fernández, jubilado bancario y abuelo de Niké, supo en los primeros días de
Noviembre que su nieta no estaba en Buenos Aires, como le seguían mintiendo,
sino en Nueva Atenas y criando a una hija. Ofendido por el engaño, exigió a
Laida que le dijera dónde vivían la nieta y la bisnieta, cargó un bolso con
regalos de urgencia y se fue esa misma noche a la casa del médico, acompañado
de la esposa. “¡Y parece que fue ayer que
el desgraciado de Aristóteles se presentó con su caja de cigarros castristas
para mi y el jueguito de marfil para vos! ¿Te acordás?”, comentó, apurando
el paso con la emoción desbordada “¡Una bisnieta, carajo, y no sabíamos nada!”.
Por coincidencia - nada extraña en un sitio como Nueva Atenas - llegaron a
mitad de una pequeña fiesta organizada por Epaminondas, que festejaba los nueve
meses de Candela con una cena sorpresa. Niké estaba de un humor tan terrible
que no había aceptado salir del dormitorio, así que el Doctor hizo pasar a los
Fernández al piso superior. «Niké, abrí
por favor, alguien quiere verte», llamó. «¡Si es ese maldito, ni pienso!», exclamó la muchacha, arrojando
algo - tal vez un zapato - contra la puerta. «Soy yo, nenita, el abuelo Efraín», dijo Fernández y Epaminondas se
puso celoso. Niké abrió la puerta, se abrazó a sus abuelos y lloró con ellos
todo lo que no había podido antes, de puro orgullo. Los hizo pasar y sentados
en la cama, les contó del romance con Camilo, del viaje a Buenos Aires, de la
noticia del embarazo y de la furia ciega y desproporcionada de Aristóteles,
confinándola al exilio secreto en casa del Doctor.
-
Pero ésto se acabó - Dijo el abuelo, secándole las lágrimas como cuando era
niña - Vamos a hablar con Epaminondas para que te vengas a vivir con nosotros,
pero ahora vamos a ver a tu hijita, que me muero de ganas...
Como
aún era temprano, en la sala sólo estaban Isabel, Aspasia y Miguelito, riéndose
con una historia que contaba el hijo del Intendente. La beba estaba en brazos
de su abuela, imitando las risas. Fue en ese momento en que sonó el timbre de
la calle, anunciando la llegada del resto de los invitados y agregando
confusión a las presentaciones. Niké trató de escapar otra vez, pero el abuelo
la retuvo, apretándole con firmeza una mano. «Vos no tenés por qué esconderte de nadie», le dijo en voz baja, justo
cuando apareció Terámenes, llenando la sala con su figura. Niké se quedó impactada
al verlo, tan inmenso y lleno de pelos, envuelto en una sotana deforme. El
viejo cura se iluminó con una sonrisa de ogro bueno, mirando por primera vez a
la hija de Camilo, pero no se atrevió a alzarla, pues nunca había tenido un
bebé en los brazos y creyó que se le podía desarmar. Se agachó con dificultad y
le besó las manitos, murmurando una especie de rezo afectuoso que nadie entendió.
Niké sintió una vaga ternura por el sacerdote, aunque odiaba todo lo relacionado
a Camilo. Al rato llegaron - todos al mismo tiempo - Aquiles, Ulises, el
Comisario, León y Clara, que recién el día anterior se había enterado de que
visitarían a su media hermana. «Es
hermosa, pero fría y triste», pensó, apenas la vió. Después, no podía dejar
de mirarla, buscando rasgos que se le parecieran. “¿Pero qué puede haber en común, más que la desdicha?”. Como al
pasar, cruzó varias frases con ella, esperando alguna reacción, algún indicio
espontáneo del lejano lazo que las unía, pero no hubo nada. Niké le respondía
con la misma indiferencia con que trataba a los demás. «Seguramente, jamás oyó hablar de mi existencia», pensó Clara,
recordando los tiempos en que odiaba a su hermana rica, legítima y afortunada. «¿Y de qué le ha servido tener todo lo que ese
desgraciado me negó a mí? Al menos, yo soy menos desafortunada». En estas
cosas pensaba, cuando llegó Camilo y todos se volvieron hacia él, que parecía incómodo
de encontrar tanta gente. «Ya llegó el
zaparrastroso», murmuró Niké, dirigiéndose a sus abuelos. Razón no le
faltaba, pues Camilo vestía una camisa negra con las faldas fuera del vaquero y
zapatillas mugrientas. Llevaba el pelo largo casi hasta los hombros, barba de
dos o tres días y un olor a sudor caliente, pues se había pasado la tarde trabajando
en una chacra. «Era una sorpresa»,
explicó el Doctor, pasándole un vaso de limonada. Camilo sonrió. Se puso en
cuclillas y llamó a su hija, que cuando lo vió ya no quiso saber nada de nadie
más.
-
Es un muchacho muy dulce - Dijo la abuela de Niké, cuchicheando al oido de su
nieta -¡Mirá cómo lo sigue la beba!
-
No es más que un hijo de puta - Respondió Niké, mirando para otra parte.
Clara,
que había escuchado cada palabra, se acercó a su media hermana y le dijo en voz
baja: «Algún día, tu hija estará orgullosa
del padre que tiene ¡Ya hubiera querido yo que mi padre me quisiera como Camilo
ama a tu hija!». Los ojos de Niké se llenaron de lágrimas, pero cerró la
boca con gesto despectivo.
-
¿Así que ése es el famoso Camilo? - Murmuró Miguelito, apretando con las dos
manos un brazo de Aspasia. Se había sonrojado repentinamente - ¡Ahora comprendo
por qué lo siguen tanto! ¡Es, es...fascinante!
Aspasia
sintió un escalofrío en el centro del corazón, pero pensó que había
interpretado mal. Camilo fascinaba, después de todo, se notaba incluso en los
ojos de los otros hombres. ¿No lo adoraban Terámenes, Epaminondas y hasta el
mismo Pericles, considerándolo el hijo que nunca tuvieron? ¿No lo admiraban
Aquiles y Ulises, encantados con su radicalismo romántico? ¿No lo seguían sin
condiciones sus Descalzos y centenares de campesinos que sólo lo habían visto
una sola vez? Miguelito no tenía por qué ser la excepción, finalmente, sensible
como era.
CV
A
cuatro semanas de los comicios, Nueva Atenas estaba empapelada de pies a cabeza
con afiches que mostraban al sonriente Aristóteles, a quien las encuestas - encargadas
y pagadas por él mismo - daban como ganador. Fue entonces cuando el pequeño
equipo de Aquiles entró en acción, organizando una concentración popular para
dar a conocer sus Mandamientos. Arístipo apalabró a los clientes del
bar, Miguelito visitó a cada pariente enemistado con su padre y Aspasia
recorrió los barrios casa por casa, mientras Aquiles y Ulises buscaban apoyo
entre los comerciantes, buscando llenar la plaza central. «Déjenme traer a los campesinos y la taparemos», decía Camilo, pero
Aquiles no estaba de acuerdo: «Vamos a
hacerlo sólo con los de la ciudad, porque es a ellos a los que tenemos que
convencer. A los campesinos ya los tenemos», explicaba el candidato, cuyo
nerviosismo crecía conforme se aproximaba la hora de la verdad. «Si hay veinte mil votantes en la ciudad
- calculaba León - podemos considerar un
éxito si llevamos dos mil personas, pero no estará mal si juntamos mil».
Aristóteles conjeturaba números similares, reunido con Espeucipo y Julián: «Si meten más de mil personas es que van a
ser rivales a la hora de los votos, pero no creo que consigan mucho más ¿Cuánta
gente tenés vos afiliada al sindicato?». Daud, que había decidido no seguir
con el plan de eliminar a Camilo, respondió: «Ciento ochenta». «Los quiero
en la plaza esa noche - ordenó Manfredini - armando escándalo a cada mandamiento
que lea Farjat. Quiero que esa reunión termine en un fracaso y cuanto más
violento sea, mejor, así la gente lo piensa dos veces antes de meter a un
comunista en la municipalidad».
El
acto estuvo previsto para las ocho de la noche de un lunes, pero a esa hora
sólo había unas veinte personas, así que decidieron esperar un poco más, por lo
menos hasta que se juntaran las mil que habían previsto como mínimo. Sin embargo,
en vez de crecer el número fue disminuyendo poco a poco, pues los vecinos se
retiraban, aburridos de esperar. A las nueve y media, la concurrencia se
multiplicó de repente con la gente de Julián, pero estaba claro que de ningún
modo se llegaría a juntar más de doscientos espectadores. Aquiles estaba derrumbado,
León se mordía las uñas y Miguelito lloraba en silencio, detrás de un parlante.
«¿Qué hacemos? ¿Y si lo suspendemos?»,
preguntó Arístipo, restregándose las manos con angustia. En todas las miradas
se advertía el doloroso fracaso. Desde la plaza, las carcajadas de la gente del
Turco resonaban en telón de fondo. De pronto, cuando cada uno no pensaba más
que en escapar, Camilo y saltó al escenario, tomó el micrófono ante la azorada
mirada de sus compañeros y exclamó: «¡Atención,
todo el mundo! ¡Buenas noches, vecinos de Nueva Atenas! ¡Estábamos aguardando a ver si llegaba más
gente, pero como parece que vamos a ser sólo los que estamos, damos inicio al
acto de presentación del próximo Intendente de la ciudad! ¡Demos una calurosa
bienvenida al compañero Farjat!». Aquiles se tapó los ojos, Terámenes se
agarró la cabeza con las dos manos y León se dio vuelta a mirar a Ulises, que era
quien estaba previsto como animador. El grupo de Julián comenzó a gritar: «¡Fuera! ¡Fuera!» y el candidato dudó
entre salir o no, pero entonces Camilo retrucó: «¿Fuera? ¡Ya estamos fuera, ciudadanos, fuera de la corrupción y la
injusticia que han dominado Nueva Atenas durante más de un siglo! ¡Muy bien
dicho, señores! ¿Fuera! ¡Fuera la miseria y la ignorancia! ¡Fuera el
contrabando! ¡Gritemos todos juntos! ¡Fuera!¡Fuera!» Los infiltrados se
miraron desconcertados. ¿Cómo podía el moderador estar de acuerdo con ellos y animarlos
a seguir gritando? Optaron por callarse y Camilo aprovechó la ocasión: «¡Demos la bienvenida al próximo
Intendente!». Aquiles no tuvo más remedio que subir al escenario y del modo
más inesperado, se hizo silencio. Miró a Camilo, que lucía sereno y con el pelo
ondeando por la brisa nocturna. Sonrió, sintiéndose más confiado. Se acercó al
micrófono y leyó, con voz clara y firme, el discurso que habían escrito con
León, pero cuando llegó al primer mandamiento, se desataron otra vez los
gritos de los sindicalistas: «¡Comunista!
¡Fuera de aquí, vendepatria! ¡Andáte a Cuba, Farjat!» Pero los que no
respondían a las órdenes de Julián, tal vez unas treinta personas, comenzaron a
aplaudir y a replicar los insultos, una cosa llevó a la otra y antes de que el
Comisario y los dos Cabos pudieran evitarlo, el mítin se convirtió en una
batalla campal.
CVI
Para
sorpresa de muchos, el fracaso de la presentación se transformó en un éxito,
pues la escasez de concurrentes quedó opacada por la ferocidad de la pelea,
provocada - vox populi - por la reacción de Manfredini ante las audaces
propuestas de su rival. El escándalo fue tan grande, que al día siguiente no
había un sólo vecino que desconociera los Diez Mandamientos y tomara posición
al respecto. En realidad, la gente andaba encantada con el asunto, del que no
se hubieran enterado sin el estropicio. «Nos
salió el tiro por la culata», reconoció Aristóteles, «No sólo les aportamos público, sino también publicidad». Espeucipo
se hubiera reído con ganas, de no haber estado con tos durante todo el día.
Agotado por el esfuerzo, alcanzó a sugerir: «Ahora no queda más que el miedo. Tenés que decir que Nueva Atenas será
un campo de batalla si Farjat llega al poder». Aristóteles asintió,
pensando - a su pesar - en lo útil que le hubiera sido tener a Camilo de su
lado «Si él no hubiese estado anoche,
nadie se habría atrevido a subir al escenario y el fracaso hubiera sido
definitivo ¡Qué pena que el destino me haya enfrentado a ese maldito chico!»,
dijo, atacado por una súbita tristeza. Espeucipo volvió a toser.
Mientras
tanto, en la escuela de Terámenes todo era alegría. Los que habían recibido un
golpe mostraban las marcas con varonil orgullo, otros festejaban haber salido
indemnes y no faltaba el entusiasta que proponía seguir la campaña a puñetazo
limpio, pero Aquiles sabía que habían llegado a un paso del abismo y salieron
bien parados por la audacia de Camilo, que revirtió la situación. «Tuvimos mucha menos gente de lo esperado
– dijo - pero un éxito superior al
previsto ¡No sé si preocuparme o alegrarme!». Sentado sobre el tronco al
que siempre se retiraba a pensar, el cura escuchaba las bromas, sonreía con el repiqueteo
de las carcajadas y veía a los muchachos - sus muchachos - discutir con
alegría contagiosa, festejando lo que consideraban un éxito seguro. Los había
educado bien. Sobre todo a los que componían el núcleo del movimiento: Camilo y
los Descalzos. Cada uno de ellos había asimilado al máximo los años de la
secundaria, desarrollando una inteligencia despierta y un carácter firme,
capaces de llevarlos a donde quisieran. Sin embargo, también se preguntaba qué
clase de destino había creado para esos chicos a los que amaba tanto. Les había
inculcado que era posible cambiar el mundo y ahora se proponían a hacerlo, sin
medir las fuerzas que enfrentarían cuando el Poder se decidiera a actuar. «Anoche fueron unas cuantas trompadas – pensaba
- pero ¿y si hubieran sido balazos? ¡Cada
gota de sangre hubiese caído sobre mi cabeza, porque he sido yo quién los ha puesto
en este camino!» El viejo sacerdote fruncía el seño y el rostro se le
poblaba de arrugas, como si fuera un mapa de innumerables aflicciones. Con los
ojos entrecerrados, observaba a Camilo hablando en voz baja con León Valdéz.
Muralla simulaba dormitar al sol, pero no perdía detalle de los gestos de su
dueño, como si lo supiera en peligro. “Temo
por ellos como si fueran míos” – Suspiró el sacerdote, hablándole a su
propia sombra en el suelo – “Y me olvido
que un hombre sólo pertenece a sus sueños”.
A la
misma hora, Verón estaba sentado en la oscuridad de su despacho, solo, bebiendo
café sin azúcar y calculando las implicancias de los hechos que le había
relatado Julián, momentos antes. Le molestaba que Aristóteles siguiera con su
interés de matar a Camilo, algo que esos momentos traería más complicaciones
que beneficios. Le incomodaba que el truco de infiltrar provocadores hubiera
sido resuelto con tanta facilidad por Aquiles, pero más le preocupaba la
aceptación que el programa - irrespetuosamente llamado Los Diez Mandamientos
- parecía tener en el pueblo. «Si Farjat
ganara por un mínimo margen, aún podríamos hacer algo - razonaba, con los
pies sobre el escritorio - pero si
arrasara, no me sería fácil volcar a la gente en su contra». Llegó a la
conclusión de que era imprescindible quitarle fuerzas a Aquiles, pero sin
agrandar con ello a Aristóteles. El crimen del viejo chacarero, tan inútil a
los ojos de los demás, a él le había servido para comprobar que el prestigio de
Camilo era más sólido de lo que imaginaban, de modo que no iba por ahí la cosa.
¿Qué hacer, entonces? La solución era obvia: incorporar a un tercer candidato.
Y cuanto antes. ¿Quién? ¿Y quién otro iba a ser? El único que le quedaba.
Cinoscéfalos
no lo podía creer, echado boca abajo en la cama. Piraña estaba sentada sobre su
espalda, aguardando a que el Juez recuperara las fuerzas para volverlo a
exigir. Ahora se le había dado por jugar a la vaquita y al toro, puesta en
cuatro patitas y gritando chillona mientras el voluminoso toro la embestía,
mugiendo y bufando hasta caer rendido. «¿Cómo?
¿Que me presente a Intendente?», se atragantó el Juez, atrapando el
auricular con las dos manos para que Piraña no se lo quitara. «Aristóteles es el candidato corrupto y
Farjat el candidato subversivo - explicó el Coronel, del otro lado de la
línea -
o sos la tercera opción, o Nueva Atenas terminará en un baño de sangre, un
infierno. Necesitamos un candidato justo, un Juez, alguien que evite crímenes
como los de Rómulo Oporto». Pero Usía dudaba, mientras Piraña hacía
hombrecitos con los dedos de las manos y le caminaba por los hombros – “¿Te parece que la gente me votaría a mi? ¿Y
qué va a decir Aristóteles?”. El militar le dio todas las garantías
posibles, prometiéndole apoyo irrestricto ante cualquier contingencia futura: «Sos el único tipo en el que puedo confiar
para algo así», le decía y tal vez era cierto, pues Cinoscéfalos no tenía
verdadero interés en la política. «Con mi
respaldo, no sería nada raro que terminaras ganando. Imaginate éso en tu currículum»
-
Pero hay que hacer campaña, discursear, pegar afiches, prometer cosas -
Enumeraba Su Señoría, más preocupado por agregarle glorias a su virilidad que a
su currículum - Y no sé si le va a gustar a Aristóteles ¿cómo voy a competirle
a él, nada menos?
Verón
volvía a la carga, asegurándole que él mismo le escribiría los discursos y las
promesas, imprimiendo afiches en un mimeógrafo que había en el cuartel «Y por Aristóteles no te hagás problemas, que
ya lo va a entender cuando vea que es por el bien de todos. Acá, lo más
importante es que los negocios que manejamos no caigan en manos de un tercero y
mucho menos si se trata de un comunista apátrida como Farjat»
- Y
bueno, qué se yo - Respondió Cinoscéfalos, a quien el comunismo apátrida lo
tenía sin cuidado - Si a vos te parece que se puede hacer...
Terminó
por acceder, más que nada porque hacía muchos años que había perdido la pasión
por litigar y no quería discutir con Verón. Quedaron en encontrarse al día
siguiente para ajustar detalles. El Coronel estaba satisfecho. Si todo salía
bien - y estaba seguro de que así sería - los tres candidatos se restarían
fuerzas entre sí, facilitándole a él mismo el camino hacia el poder absoluto.
Abrió un cajóndel escritorio, buscó papel, un bolígrafo y se puso a redactar
una lista de promesas tan irresistibles como
impracticables, perfectas para una campaña de urgencia. Luego llamó al Turco y
le encargó que ubicara más rápido que ligero a los sobrinos del finado Oporto.
«Hay que mostrarle al pueblo que lo que
necesita seguridad y justicia, no palabrerío comunista», explicó y Julián
comprendió a la perfección. Al día siguiente, Acacio y Pantagruel - únicos
testigos del crimen de su tío - amanecieron colgados de un árbol con los
bolsillos llenos de copias de los Diez Mandamientos.
CVII
La
tragedia conmovió profundamente al vecindario, que no dudó en echar la culpa a
los odios políticos, de ferocidad desatada. «Hace falta que alguien ponga un poco de orden», sermoneó Verón, a
la salida de misa, «¿Quién será el
candidato capaz de brindarnos justicia y seguridad? Esto no puede seguir así,
sin Patria ni Dios», dictaminó con un dedo en ristre y muchos estuvieron de
acuerdo. La candidatura del Juez, lanzada con un aviso a doble página pagado
por el Coronel en el Diario Regional, pareció ser la respuesta que la comunidad
esperaba. Pero además, fue una absoluta sorpresa para todo el mundo, empezando
por el propio candidato, que no había imaginado una repercusión semejante. Su
despacho se llenó de gente desde temprano y el teléfono no dejó de sonar,
sumando adhesiones, obsecuencias y esperanzas: «Entre el contrabandista y el vendedor de ladrillos no sabía por quién decidirme,
pero ahora sí que las cosas van a andar», decían sus vecinos, ofreciéndose
tanto para pegar afiches como para formar parte del nuevo gabinete. «¡Usted gana seguro, Doctor!»,
exclamaban los más entusiastas y de pronto, Cinoscéfalos se vió convertido en
Intendente, querido y aclamado por un pueblo al que nunca le había prestado
atención. «Soy el candidato justo»,
se dijo a sí mismo, sintiéndose feliz.
Como
era de esperar, Verón no tardó en hacerle notar su influencia, enviándole al
Sargento Gallinar para oficiar de amanuense y concertándole una interminable
serie de entrevistas con los comerciantes, pequeños estancieros y periodistas
de pueblos vecinos. Conocedor de los gustos de Su Señoría, tuvo la delicadeza
de conseguirle una secretaria que acababa de salir del séptimo grado, una
chiquilina flaquita y pícara que se llamaba Leoncia. El Juez estaba a sus
anchas, sintiendo que los horizontes del mundo se ampliaban de un modo que
nunca creyó posible. Habló y habló, sin parar ni pensar, durante toda la
jornada, mintiendo y prometiendo conforme cambiaba el auditorio, haciéndole
ojitos a Leoncia y dictándole a Gallinar un sinfín de asuntos que habría que
tener en cuenta a la hora de gobernar. «Con
usted al frente de la municipalidad, se acabarán las injusticias y las
trapisondas», le dijeron varios ilusos, estrechándole la diestra con errado
orgullo. Cinoscéfalos inflaba el pecho, mirando a lo lejos con aire mesiánico.
«Sí, por qué no – pensaba - ya va siendo hora que Manfredini y Caballero
abandonen sus turbios asuntos ¿acaso no podría atenderlos yo mismo, en persona?»
Y por primera vez, en muchos años, se pasó un día completo en la oficina,
desafiando incluso los insistentes llamados de Piraña, más impertinentes y
machacones a medida que las horas pasaban y Usía no se dignaba volver a casa.
Furiosa, pasó de la vocesita seductora al chillido histérico, acabando en un
llantito infantil y desconsolado, pero el Juez no fue, ocupado como andaba en
los asuntos de la política y en pellizcarle el culito a Leoncia.
Aristóteles
apareció poco antes del mediodía, rabioso, pero controlado. «No sé qué carajo te pensás que estás haciendo
- gruñó, clavándole una mirada de hielo - pero
tu jugada sólo servirá para arruinar una sociedad que nos hizo millonarios a
los cuatro». Cinoscéfalos resopló, mirando para otra parte. Gallinar se
apostó a su lado y Leoncia se puso a temblar, pues Aristóteles era grande y
poderoso. «Hacéme caso, yo sé por qué te
lo digo - amenazó Manfredini, apuntándolo con un dedo acusador - renunciá a esta estupidez antes de que sea
demasiado tarde o te juro que te vas a arrepentir». Pero el Juez no pensaba
hacerlo, claro que no, si le habían bastado unas pocas horas para aprender que
el poder era mucho más atractivo de lo que había supuesto. Mejor, incluso, que
el dinero y casi tan agradable como el ombliguito de Leoncia, asomando tentador
por debajo de la remerita escolar. Aguantó la filípica de su ex socio sin
prestarle atención, intercambiando de tanto en tanto miradas cómplices con
Gallinar y ojitos con Leoncia, hasta que Aristóteles se hartó y se fue, dando
un portazo. A las once de la noche, cuando al fin pudo desocuparse del excitante
trajín eleccionario y marchar con Gallinar hasta la casa, Piraña lo aguardaba
pálida y ojerosa, convertida de pronto en una esposa engañada. El Juez acompañó
al Sargento a la habitación de los huéspedes - donde viviría a partir de esa
noche - y fue a consolar a la muchacha, que sólo dejó de llorar cuando
volvieron a jugar al toro y la vaquita. Al rato, mareado por el agotamiento,
Cinoscéfalos se levantó a mirar la hora y enseguida volvió a echarse en la
cama, igual que un muerto. «Van a
nombrarme Intendente» - explicó - y
en dos horas tengo una entrevista con mi equipo de campaña». Abrió la boca
en un profundo bostezo, sintiendo que oleadas de un sueño profundo comenzaban a
apoderarse de su mente. «Tengo mucho
trabajo que hacer - agregó, metiendo una mano debajo de la almohada - y no puedo venir a casa a cada rato, como
hacía antes, ni pasarme la noche pinchando, pero ser Intendente es la cosa más
grande del mundo, ¿entendés?». Con los ojos cerrados, volvió a ver la cara
roja y rabiosa de Aristóteles, amenazándolo con el arrepentimiento si no
renunciaba. Sonrió, incluso cuando ya estaba medio dormido. Murmuró: «Es mi oportunidad de llegar a lo más alto,
de mandar sobre todos y ser temido y amado, u odiado, me da igual ¡Ahora
empiezo a entender!». Antes de caer en la más absoluta inconsciencia,
alcanzó a oir por última vez a Piraña, refunfuñando: «Pero Juez, yo necesito pinchar». A la mañana siguiente, mientras se
reunía con los asesores que le había enviado Verón, Gallinar llevaba a Piraña
casi cien kilómetros hacia el sur, a la chacrita donde había nacido, vivido
siempre y de la que había salido para ir a entregarse a los brazos del Juez. La
niña bajó del auto dando grititos de alegría y cargada de regalos para todos,
como hacen siempre los que vuelven a su valle, después de una prolongada
ausencia. El Sargento la dejó allí, entre risas y abrazos, no sin antes jurarle
por enésima vez que volvería a buscarla apenas terminara la votación. Don
Emiliano Cáceres, padre de Piraña y tío de Efigenio, se quedó un largo rato
viendo cómo se alejaba el lujoso vehículo del Juez y preguntándose dónde había
visto antes al chofer.
CVIII
La
candidatura del magistrado, decidida entre gallos y medianoche por el pérfido
Verón y más exitosa de lo que sus protagonistas soñaron, cayó como un balde de
agua helada en el ánimo decaído de Espeucipo, cada vez más enfermo. «Esto es cosa del Coronel», dijo, entre
escupitajos sanguinolentos. «¿Te he dicho
o no, cien veces, que tarde o temprano mostraría las uñas? ¡Ahora hay que
destruirlo a como dé lugar!», exclamó, mientras Aristóteles fumaba un
habano con el gesto contraído. Estaban solos, convencidos de haber llegado a
punto en el que ya no podían confiar en nadie más. El Intendente se levantó de
su sillón y caminó con paso inseguro, rodeando el escritorio para ir a sentarse
junto a la ventana que daba a la calle. «Tanto
si gana Farjat como si gana el Juez, estaremos acabados», dijo. Tenía la
frente cubierta de sudor y una sombra presagiosa le nublaba los ojos, brillantes
y afiebrados. «Deberíamos decidir cual es
el peor y buscar una alianza con el otro». Aristóteles se atragantó con el
humo cubano, pero no dijo nada. En realidad, hacía varias horas que no pensaba
más que en lo que su primo acababa de decir. Espeucipo aspiró una dolorosa
bocanada de aire y agregó: «Con Verón no
hay nada que hacer, acordate cómo despachó aquella vez al gringo Gasparutti. Ahora
somos vos y yo los que estamos en la mira, no ese culo roto de Insaurralde».
Aristóteles continuó fumando en silencio y durante un rato no se oyó más que la
respiración del Intendente, pesada y trabajosa. Afuera, en la calle, los partidarios
de los tres candidatos gritaban consignas como gitanos en feria.
-
En definitiva - Siguió Espeucipo - Farjat no nos odia ni a vos ni a mi, sino al
Turco Julián, que ahora responde al desgraciado de Verón ¿no dicen, incluso,
que Farjat es el nuevo amante de la Segovia? Y Camilo, te guste o no, es tu
yerno. A estas alturas, nuestros enemigos serían mejores aliados que nuestros
amigos.
Aristóteles
miró a su primo con los ojos entrecerrados, sintiendo una súbita oleada de
furia ante la mención de Camilo. Pero siguió callado.
-
Tenemos tres opciones - Continuó diciendo Caballero - O nos unimos a Farjat, o
vemos el modo de eliminar la candidatura de Cinoscéfalos o seguimos como vamos,
es decir, derechito al desastre.
- ¿Vos
creés que no puedo ganar? - Preguntó Aristóteles, sin apartar la vista de la
ceniza de su cigarro.
-
Francamente...- Espeucipo hizo un movimiento vago con las manos - ellos hacen
un gran trabajo en el campo y los campesinos los van a votar, mientras que aquí
en la ciudad se van a repartir los votos entre los tres candidatos.
-
Esperá un poco, primo, a ver si te entiendo - Interrumpió Aristóteles, cortando
la ceniza con un seco golpe del cigarro contra el cenicero - Si Farjat tiene
tantas chances, no se va a aliar con nosotros y si el Juez no tiene muchas
posibilidades, ¿para qué nos vamos de ocupar en sacarlo del medio?
-
Porque el verdadero enemigo es Verón - Respondió Espeucipo - Sacamos del medio
a Cinoscéfalos y le quitamos a Verón su medio de llegar al poder, de paso que
limitamos la elección a sólo dos candidatos. Si Farjat te gana, cosa muy
posible, ya veremos cómo nos amañamos para enredar las cosas.
-
¿Y cómo nos deshacemos del Juez? - Exclamó Manfredini, molesto con la idea de
la derrota - ¡Todo el mundo anda encantado con su candidatura, creyendo que los
ahorcados del otro día son cosa nuestra!
-
Ah, seguro que fue Julián - Respondió Espeucipo, meneando la cabeza - pero no
podemos hacer nada. Si ese Camilo dejara de atacarnos...
Aristóteles
volvió a encerrarse en un silencio hosco, malhumorado. Había pensado, muchas, muchísimas
veces, en pedir a su hija que intercediera para ganarse el favor del indómito
muchacho, pero la rabia, el dolor y los celos acababan por confundirle los
planes y todo quedaba en la nada. Acostumbrado al poder absoluto, no se
convencía de que el mundo pudiera actuar sin su explícito consentimiento.
Discutía, amargo y áspero, con la esposa, que se emperraba en querer ver a la
nieta, de la que todo el pueblo hablaba. Luchaba, en su interior, con la dulce
idea de ir él mismo, pero no se atrevía. Trataba de un modo distante al Turco,
su antiguo lugarteniente, al que había empezado a temer y odiar. Con el
espíritu agriado, sabía que tarde o temprano tendría que enfrentar la amenaza
que representaba Verón y para colmo, como si no le faltaran angustias, el Juez
los traicionaba. ¿En qué iría a terminar todo aquello? De pronto y sin que
viniera a cuento, se acordó de la cara de Pericles, su viejo amigo devenido en
enemigo. ¡Qué lejanos estaban los días en que la vida era una alegre aventura,
cuando nada hacía prever que el derrumbe pudiera aparecer, así de pronto, para
desbaratarlo todo! “¡Ay, Niké!”, suspiró,
sintiéndose viejo por primera vez. No tenía ganas de andar por ahí repartiendo
sonrisas y apretones de manos, así que olvidó el proselitismo y se pasó la
tarde encerrado en su biblioteca, mirando por la ventana hacia el inmenso
jardín, tan impecable como solitario. «Antes,
Niké jugaba y correteaba sobre el césped», pensó, embargado por una
nostalgia asfixiante. Las trenzas rubias de su hija, brillantes de sol, habían
desaparecido, tal vez para siempre. A la noche, Espeucipo lo llamó por teléfono
y le pidió que pasara a buscarlo, pero que no llevara la camioneta. El
candidato comprendió que no tenían que ser reconocidos, donde fuera que su
primo había pensado ir. Tuvo razón, pues fueron nada menos que a casa de Nuria
Segovia, donde la mujer los aguardaba, muy nerviosa. «No quiero que nadie los vea aquí», les dijo, sin disimulos de
ninguna clase. «Las cosas han cambiado
mucho», añadió, como si hiciera falta que lo dijera.
-
Eso lo entiendo bien - Respondió Espeucipo, cuya enfermedad lo hacía el más apropiado
para la frase - pero en otros tiempos nos debimos mucho el uno al otro, así que
no veo por qué no podemos darnos una mano ahora.
El
Intendente, que llevaba un sobre de papel marrón, se tapó la boca para reprimir
un acceso de tos y luego agregó:
- ¿Ves
este sobre? Contiene las pruebas de que el Juez recibió dinero de los Daud para
tapar el crimen del padre de Ulises Martínez. Con ésto en la prensa, la
candidatura de Cinoscéfalos estará terminada.
Nuria
empalideció, dudando en recibir los papeles.
- Ustedes
saben bien que yo misma robé los datos que guardaba el viejo - Dijo.
-
Como lo sabe todo el mundo, incluido Aquiles - Intervino Aristóteles - ¿Y qué?
No te afectará en nada pasárselos ahora y lo vas a ayudar mucho. Lo único que
tiene que hacer él es enviar los papeles al Diario Regional y hacerle saber al
Juez que fue la gente del Coronel quién se los consiguió. Harás mucho por tu
novio y por su amigo, que por fin podrá vengarse de los Daud, sus verdaderos
enemigos. Lo harás por ellos.
-Tanto
como por ustedes - Replicó Nuria.
-
Cierto - Aceptó el Intendente - pero el favor no es entregárselo, sino lograr
que el Juez crea que fue Verón el que lo traicionó.
-
¿Y a qué se debe todo ésto? - Preguntó la mujer, tomando el envoltorio - Saben
que con esta ayuda, nada podrá impedir que Aquiles sea el ganador...
-
En el fondo, éso no nos importa - Mintió Manfredini, muy serio - Para nuestros
negocios, el asunto es que Verón no siga acumulando poder a través del Juez. Ya
ves, yo te hago un favor a costa de mi propia candidatura, pero vos nos hacés
otro a nosotros. Ya nunca nos deberás nada.
Nuria
sonrió, preguntándose en silencio cuáles serían los verdaderos motivos del
canje. Los primos se retiraron tan sigilosos como habían llegado y ella dejó la
encomienda en la mesita del living, sorprendida de que en verdad las cosas
hubieran cambiado tanto. Aquiles llegó pasadas las tres de la mañana, después
de una agotadora reunión con los Descalzos. Todo marchaba muy bien por las
chacras, donde nadie conocía la candidatura del Juez. Abrió el sobre con
ansiedad, apenas Nuria le contó la extraña visita. Leyó las páginas en
silencio, frunciendo el seño a cada rato y luego dijo, con tristeza: «¡Pobre Ulises, cuánto hubiera dado hace
veinte años por tener estos papeles en la mano!». Guardó los documentos,
pensativo. «¿Te das cuenta? - preguntó,
sonriendo sin reservas - ¡Podremos meter
en una celda al Turco Julián y librarnos de un competidor! Es demasiado bueno
para ser cierto ¿Por qué harían algo así Espeucipo y su primo?». Puso las
hojas en un bolsillo de su chaqueta, le dio un beso a Nuria y se fue a ver a
León, que estaría llegando a su casa a esa hora.
-
Esto es una bomba de tiempo y ellos quieren que nosotros nos encarguemos de
hacerla explotar, pero culpando a Verón - Comentó León, tras leer los papeles -
¿No te parece demasiado perfecto? ¡Acabaríamos de un sólo tiro con tres pájaros
de lo peor: el Juez, el Coronel y el Turco Julián!
-
Bien puede ser una trampa - Murmuró Aquiles, recibiendo una taza de café que le
pasaba Clara - No sé qué hacer ¿Y si nos olvidamos del asunto?
-
Bueno, no sé - Repuso León, rascándose la barbilla - Tal vez sí debiéramos
usarlo, pero no del modo en que ellos esperan que lo hagamos. Mientras
Cinoscéfalos sea Juez, no hará nada contra su mentor ni contra su pistolero;
creo que en este momento para lo único que nos sirve ésto es para sacarlo
justamente a él del medio.
-
Hagámoslo, de todos modos Julián se enterará que tenemos algo contra él; ya lo
usaremos cuando se den las condiciones.
Al
día siguiente, el mismo León fue a anunciarse al despacho del Juez, quien lo
hizo pasar enseguida, muy sorprendido. «¿A
qué se debe que el principal asesor de mis enemigos venga a verme?»,
preguntó, una vez que hizo salir a Leoncia y a Gallinar. «Quizás se deba a que usted no sabe quiénes son sus verdaderos enemigos»,
contestó León y luego extrajo con toda pompa una copia de los documentos y se
la entregó. A Cinoscéfalos le bastó leer el primer párrafo para saber de qué se
trataba. Dobló los papeles con parsimonia, tratando de disimular la aflicción. «¿Qué quiere, Valdéz? - dijo por fin – “Sería mejor ir al grano». León lo
observaba, algo inseguro aún de la táctica que había decidido utilizar.
-
Si estos papeles se hicieran públicos, su carrera estaría terminada - Dijo,
pero con un tono más confidente que amenazador - así que no lo vamos a hacer.
-
¿Cómo? - Preguntó Usía, más sorprendido aún - ¿Y qué quieren? ¿Dinero?
-
No - Contestó León, con dureza - No nos interesan su dinero ni su enemistad,
por el contrario, lo queremos de aliado. Renuncie a su candidatura y apóyenos.
-
¿Qué? - Exclamó Cinoscéfalos, sintiendo que el vientre se le enfriaba y lo
atacaba una irresistible urgencia por correr al baño.
-
Sólo quedan dos semanas para las elecciones - Dijo León, poniéndose de pie - así
que decídase. Es ahora o nunca.
El
Juez se tomó la cabeza con las manos, cerrando los ojos. Se echó hacia atrás en
su sillón, respiró profundo y luego volvió el cuerpo hacia adelante, apoyando
los codos sobre el escritorio. «No tengo
escapatoria», murmuró.
-
No lo tome de ese modo - Replicó León, observándolo - Si yo fuera su enemigo,
estos papeles estarían en manos de mi amigo Ulises o del Diario Regional.
-
Bueno - Dijo el Juez, abriendo los ojos después de varios segundos - de todos
modos, nunca tuve mucho interés en la política, así que ¿qué debo hacer?
-
Llame a Casimiro Reyes y déle la primicia, así le estará siempre agradecido y
lo defenderá si alguna vez le hace falta - Contestó León, disimulando el alivio
que sentía - Cuéntele que renunció a su candidatura para unirse al Partido de
Aquiles Farjat. Eso es todo.
Cinoscéfalos
asintió con un movimiento de cabeza y se puso de pie con agilidad, como si
acabara de sacarse un peso de encima. Buena parte de su amargura había
desaparecido un segundo antes, pensando que podría aprovechar el tiempo libre
con Leoncia, ahora que Piraña estaba de vacaciones. Sin embargo, algunas cosas
lo intrigaban todavía.
-
Dígame la verdad - murmuró, alcanzando a León junto a la puerta - ¿Tanto vale
mi apoyo como para que se queden con las ganas de meter preso al Turco Julián,
al hermano y hasta al viejo Emir, o hay otra razón?
-
Como dice el verso de Hernández, «Hacéte amigo del juez, no le des de qué
quejarse, que es bueno tener palenque, ande ir a rascarse»...
-
Vamos, no joda, dígame la verdad.
-
La verdad es que los Daud existen por culpa suya, Juez, no por ellos mismos -
Dijo León, con malicia - Bastará que usted no lo proteja más para que dejen de
ser peligrosos.
-
También los protegen Verón, Aristóteles y el Intendente...
-
Pero sólo usted puede salvarlos de la cárcel.
-
Bien, otra cosa más; ¿cómo obtuvo esta documentación? ¿Quién se la dio?
León
pensó un breve instante, calculando la respuesta más ventajosa. Por fin
contestó: «Nos la envió el Coronel Verón». El Juez se quedó pasmado.
***
Capítulo 23
(En
el que a más de uno se le da por hablar del amor, mientras que, para compensar,
un
hombre muy poderoso descubre que se ha quedado sin nada. Volviendo al asunto
del
amor,
se rompen algunas parejas trabajosamente conseguidas)
CIX
F |
altaban
nueve días para la Procesión de San Crispinito y uno más para cambiar de
Intendente, lo que explicaba el caos que reinaba en el pueblo. El Areópago
estaba todo el día - y la mitad de la noche - atestado de parroquianos, la
plaza no se vaciaba nunca y hasta la iglesia permanecía abierta las
veinticuatro horas, pues había comenzado la novena al santo. Con letras tipo
catástrofe, el Diario Regional anunció la renuncia de la candidatura del Juez
sólo una semana después de que informara su lanzamiento, pero la verdadera
noticia estaba en el pase de Usía a las filas de la subversión, al comunismo
apátrida y ateo que comandaba Farjat. «¡Cría
cuervos y te comerán los ojos!», vociferó Aristóteles, cuando uno de sus amanuenses
le llevó el periódico que publicaba la traición. Contraatacó de inmediato,
pagando la edición de un trascendido «de
muy buena fuente» que aseguraba que León Valdéz, monje negro de los Farjatistas,
se carteaba con renombrados guerrilleros bolivianos, peruanos y colombianos.
Fue un escándalo y aunque no todo el mundo lo creyó, bastó para agregar
incertidumbre a la confusión general.
De
fracaso en fracaso, Espeucipo comprendió que los acontecimientos seguían ya su
propia lógica y que tal vez no habría modo de frenarlos, aunque nada perdería
con intentarlo una vez más. Flaco, macilento y ojeroso por los embates de la
enfermedad, llamó a Casimiro Reyes a su despacho y le dictó una entrevista de
contenido trágico, casi un testamento, en el que advertía a Nueva Atenas que «la
ciudad se hundiría en un baño de sangre si ganaba Aquiles Farjat, agente de la
sinarquía internacional, dominado por el vicio y la degradación a que lo
empujaba su ateísmo recalcitrante, capaz de cualquier cosa con tal de saciar su
enfermiza ambición de poder». Furibundo hasta donde se lo permitían sus
menguantes fuerzas, cargó su artillería de adjetivos altisonantes, frases
hechas y ejemplos retorcidos contra Terámenes - «ese cura tercermundista,
depravado y bolchevique, un anticristo» -, su alumno Camilo - «ese delincuente juvenil incorregible,
marxista antisocial y falso mesías» - y hasta contra el viejo Muralla, a
quien llamó «ese inmundo perro cruzado con el diablo, seguramente, por su
ferocidad», en fin, que no se privó de nada a la hora de soltar epítetos
contra sus adversarios, lo que acabó por sembrar más de una duda entre los
conservadores habitantes de la ciudad. «¿Y
si fuera cierto?», se decían, unos a otros, bajando la voz con precaución.
En
el cuartel, el Coronel ardía de rabia, haciendo cuentas de la situación.
Cinoscéfalos, quien siempre le había parecido un idiota, lo había traicionado como
si nada, clavándole un puñal que en algo se parecía al que le hundiera Inesita
Saravia, aunque en otras circunstancias. Aquella vez, la venganza divina se
cruzó en la forma de un camión cañero, pensaba, retorciendo los dedos de las
manos, pero del Juez traidor se encargaría él mismo, a como diera lugar. Retiró
al Sargento de la casa del magistrado y declaró la alerta al Regimiento, suspendiendo
francos y permisos hasta nueva orden. Después, con un enorme esfuerzo para
recomponerse, pasó por El Areópago y entre copa y copa, comentó que el
Ejército, reserva moral de Nueva Atenas, jamás aceptaría un triunfo de Farjat. Muchos
lo escucharon y la amenaza corrió de boca en boca hasta llegar al propio
Intendente, que comenzó a dudar si no era eso, precisamente, lo que buscaba el
militar. «Esta vez le salió el tiro por
la culata - murmuró, sin festejar del todo la renuncia del delfín - pero me temo que pronto meterá el tiro donde
siempre lo quiso meter».
Camilo,
en tanto, se burlaba de estos asuntos recientes y reía a carcajadas, reflejando
al sol sobre el sudor de su torso y tensando los músculos de los brazos al
trepar a Candela sobre los hombros. Miguelito lo miraba, embelesado, sintiendo
una admiración que superaba toda medida. Se lo comía con los ojos, no se le
separaba un instante cuando iban a verlo y rogaba – secretamente - que el líder
lo nombrara secretario, amanuense, chupamedias o lo que fuera, siempre que el
cargo le permitiera estar ahí todos los días, a toda hora, cubriéndolo con su
propio cuerpo si falta hiciera. Enamorado, madrugaba todos los días para buscar
a Aspasia y llevarla de aquí para allá durante la jornada, deseando con toda el
alma que cayera la noche para llegar a la casa de Camilo y tomarse unos mates
de campamento con los Descalzos. Allí, al amparo de las estrellas y fuera del
tiempo, el mundo se transformaba en una conjunción perfecta. Eran, pues,
felices, y Miguelito sentía que se le estrujaba el corazón al separarse de
ellos. «Pienso que nunca vamos a ser más
dichosos que en estos momentos», decía, algo sombrío, cuando regresaba al
pueblo con Aspasia. Ella le acariciaba la mano con la que metía los cambios y le
juraba que algunas felicidades duraban para siempre. «No, mi querida amiga”, rebatía él, pensando que el asunto daba para
un poema dramático, “si la felicidad
durara, dejaría de ser felicidad; se volvería una rutina prosaica y previsible,
otra de las ordinarieces del alma. La verdadera felicidad no puede ser más que
la antesala de la tragedia». Y Aspasia, también enamorada, retrucaba con
argumentos irreprochables la existencia de la dicha eterna, por más que llegaran
al pueblo sin ponerse de acuerdo, se daban un beso en la mejilla y se decían
adiós hasta el otro día, cansados e insatisfechos. Ya en la cama, ella se dormía
ardiendo en fiebres inconfesables y soñaba con los huevos del seminarista
Arcadio, los que por magia onírica terminaban siempre colgando entre las
piernas de Miguelito.
“El amor”, decía Mariazinha, hablando por
teléfono con el Juez Scarpa, “es el modo
fino con que llamamos a la arrechura”. Y el Juez reía, pasaba la frase
entre sus amigos y todos estaban de acuerdo. “Amar es querer pinchar”, decía Pirañita y cada cual, a su manera,
tenía una definición del asunto. “El amor
es una apuesta”, decía el Doctor Epaminondas, “y ganar o perder define cómo sigue el camino”. “Amor y desamor no son dos caras de una misma
moneda”, había dicho una vez el padre Terámenes, hablando con sus muchachos
a la luz de una vela, “sino dos cosas
distintas”. Sus alumnos lo miraron, expectantes. “Llamamos amor a la etapa de la ignorancia, aquella en la que lo que
sabemos del otro es lo que queremos que el otro sea. Desamor, en cambio, es la
etapa del conocimiento, por eso nadie se enamora dos veces de la misma persona”.
Aquella noche, Efigenio preguntó “Entonces,
¿un amor contrariado no es amor?”, duda que el cura zanjó con una gran
carcajada, antes de decir: “Un amor
contrariado es una manera de ahorrar tiempo, teniendo hoy lo que de todos modos
tendrías mañana”, pero nunca supieron si lo decía en serio o en broma.
A
decir verdad, entre las muchas cosas extrañas que ocurrieron por aquellos
tiempos, los amores contrariados tendrían una rara y decisiva influencia,
envenenando con su mala estrella el acto eleccionario y empujando al pueblo
hacia el fatal desenlace. En los últimos días de Noviembre, quién sabe por qué,
se acumularon cuernos, despechos y equivocaciones capaces de confundir al más
centrado, comenzando por la tarde en que Piraña regresó y descubrió al Juez,
arrobado y babeante, jugando al doctor con Leoncia. Se quedó sin saber qué
hacer, parada a la puerta del cuarto con el bolso en la mano, sin atreverse a
dejarlo en el suelo. Ellos, los crápulas, no la habían visto, cuchicheando en
la cama mientras los dedos de Usía rozaban temblorosos la carne trémula de su
nueva pupila. Aturdida, Piraña sintió por primera vez el ardor espantoso de los
celos, el odio mortal que precede a la venganza. Soltó un alarido salvaje y
después se quedó muda otra vez, mientras Leoncia corría a refugiarse en el baño
y el Juez se quedaba donde estaba, rascándose la cabeza con preocupación. La
calmó abriendo un tarro nuevo de dulce de leche y luego la llevó a la terminal
de ómnibus, despachándola de regreso al valle con unos billetes que – suponía -
comprarían el perdón. Sin volverse a mirarlo, la muchacha se fue con una piedra
helada en el sitio donde antes le latía el corazón. El Juez suspiró aliviado,
viendo desaparecer el ómnibus al final de la calle. No sabía que su mejor
alumna volvería una semana más tarde, dispuesta a consumar su venganza.
Aristóteles,
que ignoraba que pronto se desquitaría de la traición del Juez, tampoco estaba
libre de problemas románticos. Su esposa, harta de la prohibición de ver a la
hija, empezó a hacerlo en secreto, acompañando a los abuelos en sus visitas a
la casa del médico. Llevaba varios días engañándolo cuando la descubrió,
saliendo con la beba en brazos junto a Niké y los bisabuelos. “¡Puta! ¡Ya no me queda nadie en quién
confiar!”, gritó, haciendo temblar la vajilla con insultos de estibador, “¡Ahora veo a quién salió tramposa esa
desgraciada!”. Y Laida, que no le perdonaba el haberla separado de ellas
durante tantos meses, tampoco le disculpó el insulto. Hizo las valijas y
abandonó la casa, se fue a vivir con los padres y con ellos mismos le mandó a decir
que quería el divorcio. Aristóteles montó en cólera y durante una noche
recorrió la mansión destrozando cuanto encontraba al paso, buscando sacarse el
dolor de una soledad inesperada. En eso estaba cuando llamó Espeucipo por
teléfono, para contarle que el Diario Regional había hecho una encuesta que
daba ganador de la intendencia a Farjat.
Fuera de sí y asustado del futuro por primera vez en su vida, cometió el error
que lo hundiría aún más, arruinando cualquier posible conciliación.
CX
León
andaba en las chacras, acompañando a los
Descalzos en las interminables reuniones en que explicaban los Diez Mandamientos.
Clara, como siempre, se había quedado en casa, preparando emparedados que el
marido llevaría al día siguiente, para una nueva jornada. Faltaban nueve días
para las elecciones y la tensión los tenía un poco neuróticos, aunque ella
mantenía la calma. Le gustaba quedarse sola, andar descalza y recibir a León
cuando la noche sumergía al pueblo en un silencio absoluto. Entonces, salían al
jardín y se sentaban a conversar bajo las estrellas, jugando a que nadie más
vivía en el mundo. «Pase lo que pase
- solía decir él - no importará, porque
la felicidad no es lo que pasa, sino lo que queda». Y ella sonreía, feliz
de haber hallado un lugar donde quedarse. Su vida, pese a la locura de la
política, era tan bella como lo había deseado, simple, ni mejor ni peor que la
de los demás. Esa tarde, Clara vestía un batoncito blanco, corto y sin gracia,
pero que a León le encantaba. Acababa de lavarse el pelo, que aún chorreaba con
aroma a manzanas sobre su espalda desnuda, cuando escuchó los tres golpes en la
puerta. No le sorprendió, pues desde que andaban en la política los visitantes
se sucedían a toda hora, sin discreción alguna. Abrió la puerta y la impresión
le paralizó el gesto. Se quedó helada. El hombre alto, ancho y rubicundo,
también sintió un algo extraño al verla por primera vez. «¿Puedo pasar?», preguntó, sonriéndole desde la oscuridad de la
calle. «Soy Aristóteles Manfredini y
quisiera hablar con León Valdéz».
Clara
tardó algunos segundos en reaccionar. ¿Cuántas veces había deseado verlo,
hablarle o tenerlo cerca aunque fuera un momento? Casi tantas como las que lo
había maldecido, odiándolo por su abandono y despreciándolo hasta que el odio
se volvió frío y prescindible. Y ahora estaba allí, amable y desconocido. Mucho
más ancho y alto de lo que lo había imaginado. «León no está», respondió, haciendo un gran esfuerzo para que las
palabras pasaran por su garganta. «¿Puedo
entrar a esperarlo?», preguntó Aristóteles, agregando al instante: «Lo que me trae es muy importante». Aturdida por la sorpresa y la indecisión,
Clara retrocedió y él interpretó que le decía que sí, así que pasó a la casa.
Ella encendió las luces de la sala y le señaló uno de los sillones, pero
enseguida se arrepintió y dijo: «Mire que
no volverá hasta dentro de cuatro o cinco
horas, se fue al campo». Aristóteles no parecía escucharla. Sólo la miraba.
De pronto, a plena luz, ella le recordaba a alguien de otros tiempos, cuyo
nombre se le había olvidado. «¿Cómo te
llamas?», preguntó, sorprendido de no haberla visto antes. Era demasiado
hermosa para pasar desapercibida. «Clara»,
dijo ella, perpleja por la situación. «¿Sabés
quien soy yo?», tanteó él, acostumbrado al temor que provocaba en la gente
simple. «No», respondió ella,
dejándolo solo. Aristóteles suspiró. La mujer olía a frutas y a hembra joven.
La casa, sencilla y limpia, estaba en silencio. ¿Cómo no estarse a gusto allí,
a salvo de su angustia? ¿Por qué no era así, como esa casa, su casa? Se ubicó en uno de los sillones
y cerró los ojos, sintiendo que el motivo que lo había llevado hasta allí carecía
de importancia. El odio, las próximas elecciones, la traición del Juez, la
enemistad de Verón, la ausencia de su hija y hasta el divorcio, impuesto por
Laida, se le antojaban asuntos lejanos y absurdos. Todo lo importante, al fin y
al cabo, carecía de importancia estando solo.
-
Qué vida de mierda - Murmuró, alzando la botella de whisky que descansaba en un
estante. La destapó, tomó una tacita de cobre que había comprado León en Tarija,
la llenó hasta el tope y comenzó a beber - Al fin y al cabo, este infeliz de
Valdéz tiene mucho más que yo.
Pasó
una hora, o tal vez un poco más. Clara estaba en la cocina, sin atreverse a
regresar al living y decirle al hombre que era mejor que se fuera. Lo había
pensado bien y no quería que le dijera a León lo que había ido a decirle. No
quería que volviera otra vez y si pudiera escoger, elegiría no verlo nunca más.
¿Para qué? Por culpa de Manfredini, su madre había tenido que hacer la vida en
Foz, para alimentar a la pequeña bastarda. ¿No la había amenazado, incluso, con
meterla presa si se atrevía a reclamar? Sintió una oleada de rabia y enseguida,
una tristeza profunda. Le dieron ganas de llorar. Cada vez que odiaba a su
padre, le dolía el alma de un modo horrible. ¿Por qué tuvo que aparecer, que
llegar hasta su casa, si ella ya se había acostumbrado a su inexistencia?
Comenzó a llorar, tapándose la boca con una mano para que su tristeza no
alcanzara los oídos del hombre que la causaba. De pronto, volvía a sentirse
niña e indefensa, incapaz de sostener la pena con la que había nacido. Cerró
los ojos, deseando que el tiempo pasara y el hombre se fuera, que se diera
cuenta de que no era bienvenido allí, que sólo abriera la puerta y se marchara
para siempre, en silencio, sin despedirse de la muchacha que le recordaba a
alguien sin recordarle a quién.
-
Si fueras mía, jamás te dejaría sola - Dijo de pronto Aristóteles, recostado
contra el marco de entrada a la cocina. Tal vez llevaba ahí un largo rato, porque
la miraba de un modo raro y sin dejar de bambolearse, como si fuera al mando de
su barco contrabandista. Sonriendo, le mostró la botella casi vacía y agregó -
Ese León es un idiota y ya me bebí todo su whisky, así que me voy. Decíle que
le traía una gran oferta.
Clara
volvió a ruborizarse y un zumbido le ahogó los oídos. Pasó junto a él para
abrirle la puerta de calle y Aristóteles la siguió, atraído por su aroma a
manzanas frescas. Clavó la mirada en la espalda de la muchacha, la deslizó por
su cintura como si la estrechara y sintió un deseo insensato por sus caderas
jóvenes, por sus piernas y sus pies desnudos. No supo lo que hacía, tal vez
porque estaba borracho. O no pudo evitarlo, porque se sentía solo y
desgraciado. Atrapó a la mujer por los brazos, la arrastró contra una pared y
comenzó a arrancarle el vestido, besándole por la fuerza la cara, la boca y el
cuello. Aterrada, Clara sintió los violentos zarpazos sobre la tela y antes de
que pudiera gritar o defenderse, se vió levantada en vilo y arrojada sobre un
sillón. Quiso dar un alarido y la voz se negó a salir, sofocada por el espanto.
Lo golpeó con todas sus fuerzas, pero era en vano. Manfredini le apretaba el
cuello con una mano, resoplando como si el corazón estuviera saliéndose por su
boca. De pronto, se dejó caer sobre ella y gimió «¡Te amo! ¡Te amo!» Clara comenzó a llorar de un modo tan
desesperado, que él se detuvo.
-
¿Quién te entiende? - Murmuró, hablando con dificultad - Primero me seducís y
después te echás atrás. ¿Acaso no sabés quién soy?
Clara
temblaba de tal manera, que tardó varios segundos en articular la frase que
había querido decir desde que él llegó a la casa:
-
¡Claro que sé quién sos, desgraciado! ¡Sos vos el que ignora quién soy yo!
Aristóteles
se puso de pie, mirándola con el desprecio confuso de la borrachera. Se había
bajado el pantalón y el calzoncillos a la altura de las rodillas y la rubicunda
pinga le colgaba flácida, como acobardada. «Me
recordás a alguien, pero no sé a quién», murmuró, buscando a su alrededor un
zapato que se le había salido. Tartamudeó, incómodo, «No sé quién puta sos, pero si fueras mía no te dejaría sola jamás, je,
éso sí que es cierto...».
-
¿Si fuera tuya no me dejarías sola? ¡Canalla mentiroso! - Gritó Clara, liberada
por fin de la agonía del miedo. Saltó del sillón, cubriéndose con los restos
del vestido - ¿Por qué no hiciste éso cuando dejaste embarazada a mi madre?
Aristóteles
se quedó mirándola con extrañeza, como si le costara muchísimo comprender el
significado de las palabras. Después, de un modo apenas perceptible, hubo una
luz de pánico en sus ojos azules y su rostro, siempre bermejo, palideció por
completo.
-
¡Por Dios, que ésto lo vas a pagar! - Exclamó la mujer y se escabulló de la
sala, dejándolo más solo que nunca. Aristóteles sintió que se ahogaba. Terminó
de vestirse a toda prisa y salió de la casa tropezándose con las paredes que se
le cruzaban, golpeándose una pierna contra la puerta de calle y doblándose en
dos para vomitar en el jardín. El Turco Julián lo encontró a la madrugada,
borracho como una cuba y tirado de bruces al fondo de un barracón del puerto.
Se preguntó qué ganaría con la muerte de su antiguo patrón, pero llegó a la
conclusión - sabia, sin dudas - de que no convenía dejar al Coronel como único
dueño de su destino. Llamó a un par de marineros amigos y entre los tres, cargaron
al candidato y lo llevaron en una camioneta hasta su mansión.
Y
sólo quedaban ocho días para las elecciones.
CXI
El
Comisario quedó muy sorprendido, pues no recordaba un caso así en su carrera
policial. ¿Dónde se había visto que alguien entrara a una casa, golpeara a la
dueña y huyera sin robar nada? «Tiene que
ser una provocación», repetía, husmeando con sus ayudantes en busca de
pistas. «Cosas de la política». León
no le prestaba atención, observando al Doctor hablar en voz baja con Clara. En
la sala, Aquiles y Ulises bebían café en silencio. De rato en rato, como una
letanía, se oía otra vez la misma frase, repetida por Clara hasta el cansancio:
«No conozco al que me atacó y tampoco me
dijo nada, ya está, ya pasó». Se le notaban huellas rojizas en los brazos y
en el cuello, pero se mostraba tan serena que al cabo todos terminaron por
convencerse de que tenía razón. Después de todo, decían, no había ocurrido
nada. Pero no era cierto y cuando volvieron a quedar solos, León sentó a Clara
en la cocina, sirvió dos tazas de té y le dijo, mirándola a la vez con ternura
y determinación: «A mí no me vas a decir
lo mismo que a los demás, quiero saber la verdad absoluta; ¿quién fue?».
Ella bajó los ojos, sin atreverse a mantener el engaño. Sabía que él se había
dado cuenta de que había mentido sobre el atacante. «¿Fue alguien de Foz o alguien de aquí?», preguntó León, tratando
de mantener la calma, mientras mil conjeturas pasaban por su cabeza. «No voy a decirte quién fue», respondió
ella, después de un prolongado silencio. El perdió la paciencia, recordando de
pronto la traición de Margarita. «¿Qué me
estás ocultando?», gritó, golpeando la mesa con una mano abierta. «¡Casi te matan y vos te callás la boca! ¿De
qué se trata esta mierda? ¿Acaso me estás engañando con alguien? ¿Es que todas
son unas putas?», vociferó él, que siempre era tan calmo. Insistió durante
el resto de la noche y en todos los tonos, hasta que se hartó de gritar y fue a
acostarse a la sala, dando un portazo.
Ella
se quedó llorando en la cocina hasta que comenzó a amanecer, tan herida por lo
que le había hecho Aristóteles como por los dichos del marido. Se levantó de la
silla, fue al dormitorio, llenó un bolso con ropa y cuando el sol comenzaba a
salir, abandonó a León. Temiendo encontrarse otra vez con Manfredini, cruzó de
prisa el pueblo empapelado y llegó hasta la terminal de ómnibus, donde compró
un pasaje a Foz. Había decidido irse con su madre y no regresar hasta que el
último rastro de amargura se hubiera evaporado. O hasta que León fuera a
buscarla, sumiso y arrepentido, que ya vería cómo le hacía pagar la
desconfianza. Sentada en un banco de la dársena, vió que aún le quedaban tres
horas en blanco, un largísimo tiempo de angustia antes de que el ómnibus
saliera del andén. ¿Qué podría hacer? ¿Adónde ir a amortiguar la espera? ¡Se
sentía tan profundamente triste y herida! Apretaba los labios, pretendiendo
evitar que el llanto subiera por su garganta y se volviera incontenible,
arrasador. Oscuras ojeras temblaban bajo el peso de lágrimas que no se parecían
a otras lágrimas que ella recordara. No había vergüenza igual, ni miedo que se
le pareciera a éste. Miró a su alrededor, convencida de que hasta la última
persona del pueblo sabía de su desgracia, pero la terminal estaba vacía. Sólo
el vendedor de pasajes, leyendo el diario, la acompañaba en su infortunio. ¡Oh,
Dios! ¿Qué haría León si lo supiera? ¿Cómo reaccionaría? ¡Quizás fuera una
suerte que desconfiara de ella, pues evitó tener que contárselo, decirle que había
sido Aristóteles, nada menos, borracho con la bebida que no hacía mucho les
regalara Aquiles.
-
No volveré nunca a este pueblo maldito - Dijo de pronto, hablando tan alto que
el vendedor levantó la vista del diario y la miró unos segundos.
Clara
le dió la espalda, alzó el bolso y se largó a andar a paso lento, recordando
que una vez su madre había jurado lo mismo. «¿A
qué volver?», se preguntaba, «¿Para
qué?». Había soñado, tan en secreto que nadie más lo supo, que en Nueva
Atenas conocería por fin a su padre y que él le pediría perdón, contrito por
tantos años de abandono. Había fantaseado con hacerse amiga de Niké, la hermana
que aborrecía desde siempre, heredera rica y legítima, dueña absoluta del amor
del padre. No fue sólo por amor que siguió a León en su regreso al pueblo. También
habían pesado los sueños, hondos y dulces, amargos y eternos, de recuperar la
infancia, de volver a ser la que nunca fue. Pero nada se cumplió. La enorme
mansión que nunca se abrió para su madre tampoco estuvo abierta para Clara. Su
hermana, odiada y envidiada, no era más que una muchacha hosca y sin brillo,
atada a un yugo miserable. Su padre, imaginado de mil modos distintos, se
presentó como un borracho obsceno, un perverso sin paz ni dignidad. ¿Para éso
había venido? ¿A qué, pues, regresar? En ese momento, con los ojos cegados por
el llanto, vió con claridad el abismo que se abría para Nueva Atenas. Tal vez
fuera una revelación, una luz premonitoria advirtiéndole la desgracia que se
avecinaba, la sangre y la lágrima, la muerte y el luto, el viento vengador que
pondría fin a todas las historias inconclusas. Vió a Isabel desgarrada, a Niké
Manfredini cubierta por un lodo fétido y a Camilo atravesado por un alarido
espantoso, vió gente corriendo entre el humo de los disparos y en un torbellino
de furia, vió también al cura Terámenes, luchando contra una hiena de múltiples
cabezas. Pero no vió a León, aunque supo, por el frío que le paralizaba el
alma, que León estaba muerto. “¿Y qué puedo
hacer ahora?”, gimió, descubriendo de pronto que había caminado sin darse
cuenta y que estaba frente a la casa del médico. No supo qué hacer, pero pensó en
la pequeña Candela, que crecería sola, sin el amor de un padre, igual que la
tía bastarda. ¡Lo que Aristóteles le había hecho a su primera hija, ahora lo
sufriría la nieta! «Y bueno, qué puedo
hacer», repitió, pensando que la suerte estaba echada. Miró su reloj. Eran
las siete de la mañana y aún le quedaban dos horas para marcharse. Se le
ocurrió llamar a la puerta del Doctor. «¿Por
qué no?», se dijo, mirando hacia la ventana donde tal vez estaba Niké, aún
durmiendo. «Tal vez sí se pueda hacer
algo». Cruzó la calle con la mirada fija en la pared donde brillaba la
chapa del Doctor. Golpeó con los nudillos sobre la puerta y le pareció que el
sonido llenaba toda la ciudad, vacía a esa hora. Al rato apareció Epaminondas y
se sorprendió de verla allí, aunque no hizo ningún comentario, sólo la invitó a
pasar. “Vení, Clara, vamos a desayunar en
la cocina”, dijo, tomando el bolso y dejándolo a un costado de la sala. “Niké acaba de colar un café buenísimo”.
La sala
aún estaba a oscuras y no se oía ruido alguno, pero el olor del café llegaba
cálido hasta Clara, que sintió el aguijonazo de la pena. Hubiera querido volverse
de inmediato hasta su casa, hacer el desayuno y reir con León, jugar con él
como si nada hubiera pasado, pero el orgullo le quemaba todavía. Las lágrimas,
ardientes y amargas, volvieron a asomar a sus ojos, así que se detuvo a
quitárselas para que Niké no las viera. «Si
no hubiese comprado el pasaje», pensó, “tal
vez me quedaría”, pero ya era tarde. Niké no disimuló lo raro que le resultaba
verla allí a esa hora, pero tampoco dijo nada. Clara se sentó en una de las
sillas y decidió que tampoco tenía por qué andar fingiendo, si su cara y la
ropa arrugada hablaban por ella. Su hermana, en cambio, se veía serena. Vestía
un pijama blanco y llevaba el pelo recogido con una trabita de niña. Se veía
más delgada, tal vez porque el atuendo le quedaba grande. La miró con
intensidad, mientras la muchacha acomodaba los utensilios del desayuno. Se veía
a gusto allí, como si estuviera en su verdadera casa.
-
Oye, Niké – Dijo Clara y el Doctor supo que se trataba de algo privado e
importante. Alzó su taza de café y salió de la cocina, murmurando una excusa
innecesaria. Niké se dió vuelta y se quedó mirando a la visita, sin mucho
interés – me marcho del pueblo y quién sabe si volveremos a vernos, así que me
gustaría decirte dos cosas...
Niké
se sentó frente a ella y recién cuando pudo observarla bien de cerca, Clara
pensó que tenían un cierto parecido. Tal vez la frente amplia y despejada.
Quizás las cejas, fuertes y decididas. En una de esas fuera el corte del
mentón, igual al de Aristóteles. O tal vez sólo se parecían en la tristeza
profunda, desconsolada, que por una u otra razón ambas tenían ese día. «Antes de que vos nacieras - comenzó
diciendo Clara - tu padre enamoró a una
mulata hermosa llamada Mariazinha y tuvieron un romance que duró varios meses».
Niké bajó la mirada de modo inexpresivo, buscando la azucarera. «Después, quién sabe por qué, se separaron -
añadió Clara, dudando cómo seguir - y no
volvieron a saber más nada el uno del otro, pese a que, bueno, pese a que hubo
una hija que les nació al poco tiempo». Niké levantó otra vez la mirada y
sus ojos azules estaban fríos, como si el asunto no tuviera que ver con ella. Tomó
una tostada de un plato, dio un mordisco y respondió, con tono indiferente:
-
Así que tengo una hermana por alguna parte y el cerdo de mi padre nunca me lo
dijo, por lo que deduzco que mi madre tampoco sabe nada. Bien, en realidad me
importa un carajo, pero ¿Cómo lo sabés vos?
-
Bueno, mucha gente lo sabe - Mintió Clara, que al notar el desinterés de Niké
había perdido las ganas de contarle más.
-
¿Ah, sí? - Dudó su hermana, con aire socarrón - ¿Y por qué viniste a decírmelo?
-
Porque quizás haya otras cosas que todo el mundo sabe y no te las cuenta - Dijo
Clara, después de pensar algunos segundos la respuesta - como por ejemplo, que
Camilo nunca supo que a vos te habían mandado a Buenos Aires; él siempre creyó
que lo abandonaste después de servir de cebo para la emboscada en la que
mataron a su amigo.
-
¡Esto es ridículo! - Exclamó Niké, apoyando su taza contra el plato - ¡Ni nos
conocemos y estás aquí diciéndome idioteces que no sé de dónde sacaste! ¿Pensás
que me hacés un favor? ¡Pues gracias! ¡Ni el maldito puerco de mi padre ni el
desgraciado de Camilo me importan un carajo!
-
El maldito puerco de tu padre amó a una sola persona en su maldita vida: a vos
– Susurró Clara, con una voz que apenas se oía – Y en cuanto a Camilo, es
desgraciado, sí, pero porque no se perdona que hayan matado a su mejor amigo
mientras estaba en tu cama.
-
¿Y a mi, qué?
-
Que acá van a pasar cosas, Niké, cosas trágicas - Una lágrima bajó por las
mejillas de Clara - Y lo terrible es que tal vez haya también una única persona
que podría hacer algo para evitarlo.
-
¿Y me vas a decir que ésa soy yo? ¡Pero por favor! - Niké estaba furiosa, le
temblaba la quijada, de la rabia - ¡Nunca voy a ceder, nunca me voy a rendir,
por más que ese par de malditos grite, patalee, me insulta o reviente como un
sapo!
Clara
se encogió de hombros, pero su mirada estaba más triste. Se puso de pie y dijo:
-
Tal vez sea justo que tu hija pase por todo lo que pasó tu hermana, ésa que tu
papá nunca quiso ver, jamás, ni por un segundo ¡No sabés cuánto lo siento por
ella!
Dicho
ésto, le dio la espalda y fue por su equipaje. Epaminondas no estaba por
ninguna parte, así que alzó su bolso, abrió la puerta y salió a la calle.
Doblaba ya en la esquina cuando el médico bajó las escaleras y se sorprendió de
no encontrarla. Niké estaba junto a la ventana, mirando hacia afuera. «¿Qué pasó? ¿Se fue Clara?», preguntó el
Doctor, intentando descubrir en los gestos de Niké los motivos de la inesperada
visita.
-
Si - Murmuró la muchacha - y recién me doy cuenta de lo que vino a decirme.
Epaminondas
notó que los ojos de Niké comenzaban a llenarse de lágrimas, pero no quiso
preguntar nada. Salió a la vereda para ver si aún podía alcanzar a Clara y al
rato volvió a entrar, desalentado. «Qué
lástima», repitió. Media hora más tarde, Clara abandonaba el pueblo
sintiendo que cometía un error, aunque no tenía fuerzas para echarse atrás. A
través del vidrio de la ventanilla veía pasar las fachadas de Nueva Atenas
queriendo creer que su partida era sólo un interludio, un breve descanso para
el alma. No tardaría en estar de regreso, juraba, secándose los ojos con el
dorso de una mano. Volvería a los brazos de León, a su sonrisa apacible. A los
aromas del patio de la casa, al rozar tenue de las páginas de un libro. Y a
Niké, tal vez, que ya meditaría en lo que habían hablado. Mañana todo habrá
pasado, susurró, ignorando que no habría un mañana. Clara sólo regresaría a
Nueva Atenas cuando ya fuera demasiado tarde y nunca más vería a su hermana, a
quien el destino había empezado a contarle las horas.
CXII
Faltaba
sólo una semana y serían los siete días más confusos que se puedan recordar. Más
cerca de la derrota que del triunfo, Aristóteles redoblaba sus chantajes,
furioso como un tigre que defiende los últimos metros de su selva. Espeucipo
invertía fortunas en trascendidos que el Diario Regional publicaba a toda
página, anunciando el caos definitivo si ganaba Farjat, «ateo comunista que
se burla de los sagrados Mandamientos, pisotea la ley con cooperativas mafiosas
y degrada la moral del pueblo manteniendo una extraña amistad con otro
solterón, ese tal Ulises Martínez». Era el colmo, pero de nada se privarían
los primos para robarle un voto al enemigo. «¿Salario básico?»,
despotricaba Aristóteles, refiriéndose al primer punto del programa de Aquiles.
«¡Mentiras! ¡No es más que un modo de mantener vagos y malentretenidos a
costa de los vecinos más honestos, los que de verdad trabajan!». Y algunos
le creían. «¿Un seguro escolar? ¿Y para qué sirve éso?», gritaba y otros
más lo escuchaban. «¿Una cooperativa? ¡Invento comunista!», vociferaba y
no faltaba el que lo tomara en serio. «¿Un seguro de salud para los
campesinos? ¡Una excusa para que esos vagos trabajen cada vez menos y fundan a
Nueva Atenas!», rabiaba y más de uno lo tenía en cuenta. «¿Y el servicio
militar, símbolo del honor viril y patriótico, por qué lo quieren reducir, eh?
¡Para que no haya quien controle sus trapisondas marxistas!», rugía y
siempre hallaba alguien dispuesto a creer que estaba en lo cierto. Y seguía,
recorriendo el pueblo de la mañana a la noche, amenazando y seduciendo,
injuriando y alabando, prometiendo una vida maravillosa a sus amigos y un
infierno mortal para los que se atrevieran a la oposición. Luego, pasada la medianoche,
regresaba a su caserón solitario y se emborrachaba mirando las fotos de Niké
cuando era niña. Lloraba el ogro, golpeando puertas y paredes, rompiendo los
adornos contrabandeados en los buenos tiempos y maldiciendo la hora en que una
hija se fue y otra volvió, hundiéndolo las dos en su miseria.
Así
estaban las cosas, por entonces. En el campo contrario, tampoco Aquiles pasaba
por su mejor momento. El grupo notaba que cada cosa que se hacía o decía era
sabida de inmediato por Manfredini, lo que implicaba un delator. Ningún secreto
duraba más que unas horas y hasta los más escondidos se sabían en tiempo
record. La traición era evidente, sólo faltaba descubrir quién era el Judas. «Disculpáme, hermano - dijo Ulises, en
sesión ultra secreta con Camilo y Terámenes - pero desconfío de Nuria. No me creo la historia de que se hizo buena de
un día para el otro». Y Aquiles se puso colorado y bajó la mirada. ¿Y si
fuera cierto? «Yo no le cuento nada»,
balbuceó, sabiendo que nadie le creería, aunque era cierto. «A mi me llama la atención que el Intendente
la utilizara para enviarnos los documentos contra el Juez», dijo el cura. «Quizás nos está vendiendo», añadió
Camilo, ignorando que el espía era uno de sus mejores amigos. Aquiles, sin
saber que su novia guardaba aún cierta fidelidad a sus antiguos patrones, tuvo
que aceptar que lo mejor era separarse por un tiempo de ella, sólo por las
dudas. El tema era cómo decírselo. No quería herirla de ningún modo y después
de mucho pensar, tomó la peor decisión y eligió ser sincero. «Vos y tus amigos pueden irse a la mismísima
mierda», fue el lacónico comentario de Nuria, que con un portazo dio por
terminada una relación prometedora. Aquiles sintió que el alma se le salía del
cuerpo, pero no podía hacer otra cosa y mucho menos perder el tiempo en
lamentos, pues al día siguiente tendría que presentarse con el Juez en campaña.
«Qué desgracia, hermano - decía de
rato en rato - está visto que nunca se
puede tener todo». León, que también se había quedado solo, encendía un
cigarro y respondía, filosofando: «Será que
el único modo de ir lejos es caminar solo, compañero». Camilo, que siempre
tendía a burlarse de las cosas serias, agregaba: «Creo que la misoginia de Terámenes comenzó a hacer efecto en nosotros,
pobres mortales» y al cura le daba una rabieta: «¿Y quién te ha dicho a vos que soy misógino?». Pero, de todos los
amores contrariados, ninguno sería tan determinante sobre la estrella del
pueblo, como el de Aspasia. En un minuto mortal y cuando sólo faltaban tres
días para la procesión y cuatro para las elecciones, la hija de Arístipo vió
derrumbarse el castillo de sus sueños, destruidos para siempre con la confesión
que venía pidiendo, rogando y suplicando, desde el día en que descubrió que
Miguelito estaba enamorado. Lo veía sonrojarse, lánguido y gentil, cada vez que
la llevaba a las reuniones del grupo, en casa de Camilo. Lo sentía vibrar,
suspirando un amor que se negaba - quién sabía por qué - a revelar, cuando ella
hacía lo posible y lo imposible para animarlo a soltarse. Pero él callaba a
último momento, se mordía la lengua o escondía el poema que había escrito la
noche anterior, dejando para otro día la declaración que todos daban por hecha,
pues «no podía ser que esos dos no acabaran de novios, andando todo el día
juntos». Hasta que una noche, Miguelito cedió al acoso permanente de
Aspasia y se lo dijo, temblándole la voz por la emoción:
-
¡Es que el mío es un amor imposible!
Aspasia
comprendió, llena de ternura. Era una cuestión entendible: ¿qué no diría la
gente al confirmarse el romance del rico heredero con la hija del dueño del
bar, por más Areópago que fuera? Durante horas, le habló de la fatuidad de las
diferencias sociales y de lo poco y nada que a ella le importaban, porque lo
que valía era el interior de las personas y no la herencia que pudieran dar los
padres, rematando con un juramento que ella no dudaría en comer pan y cebolla, si
llegara el caso. La noche final, ella le había pedido que estacionara la
camioneta a la entrada del pueblo, en un punto ciego donde nadie podía verlos,
para el caso en que la pasión desbordara las conveniencias. Estaba decidida a que
pasara lo que tuviera que pasar, cualquiera fuera el costo, pero mientras
llegaba el desborde se tomaban de las manos, lagrimeaban de tanto en tanto y suspiraban
al mismo tiempo, unidos por el pánico a la confesión, tan esperada y clamada. «¿Vos creés que uno debe llevar su amor
hasta las últimas consecuencias, sin que le importe nada de los demás?»,
preguntó por fin Miguelito, cuando el alba se acercaba. «¡Absolutamente!», respondió ella, recostando su cara flaca sobre
el pecho palpitante del muchacho. Miguelito suspiró más hondo que nunca, cerró
los ojos y dejó escapar la ansiada declaración:
-
¡Entonces te lo voy a decir, Aspasia, amiga mía! ¡Me muero de amor por Camilo!
Ella
sintió que el aire abandonaba sus pulmones para siempre, que un ardor insoportable
le quemaba los ojos y que el frío del espanto le estrujaba las tripas,
convirtiéndola en un guiñapo sin fuerzas para seguir viviendo. El corazón, que
hasta segundos antes latía desbocado, se le había quedado quieto, perdido entre
las costillas. No supo qué decir. Enmudecida, se quedó sonriendo para afuera y
llorando por dentro a los gritos, hasta que él puso en marcha la camioneta y la
devolvió a su casa. Esa fue la última vez que se vieron, pues al día siguiente hizo
decir que estaba enferma cuando Miguelito fue a buscarla y ya no salió de su
casa hasta el día de la procesión, cuando la atraparon con los huevos del
monaguillo Arcadio entre las manos.
***
Capítulo 24
(A
pocos días de que se inicie la Guerra, alguien se anticipa abriendo
fuego
contra uno de los candidatos. Llega a Nueva Atenas un viajero en plan de
vacaciones,
sin la menor idea de en qué se está metiendo)
CXIII
C |
uando sólo
faltaban tres días para que el pueblo acudiera a las urnas - mandadas a hacer a
las disparadas en una carpintería de Foz - quedaban pocas dudas de que el gallardo
ganador sería Aquiles, pese a los desesperados esfuerzos de Aristóteles por
restarle votos. «¿Qué es éso de regalar el diez por ciento de las cosechas a
los campesinos? ¡Nada más que socialismo barato y demagogo!», bramaba, en
alusión al sexto Mandamiento de los Descalzos y consiguiendo que algunos
vecinos se plegaran a sus temores. Pero incluso en la ciudad, muchos veían con
buenos ojos el estrafalario programa, hartos de vivir bajo el poder absoluto de
los Caballero, los Manfredini y los Daud, paradigmas de la corrupción regional.
En el campo, la exaltación no conocía límites. Hasta el más pobre preparaba su
mejor ropa para el día de la votación, organizaba con quién dejar los chicos y
en qué trasladarse a la escuela que le había sido asignada. «¡Ganaremos!», era el grito en cada
chacra, tras cada recodo del camino, junto a cada surco abierto a la tierra
roja y generosa. «¡Viva Camilo!», hurraban
los jornaleros, repetían sus mujeres y multiplicaban sus desharrapados hijos,
vivando al paso de los Descalzos, siempre de aquí para allá. Al mediodía, donde
se detenían se agolpaba la gente para desearles suerte y prometerles su apoyo y
las muchachas jóvenes para ver a Camilo, cuya apostura se había hecho famosa
entre las casaderas. «Cuando esto termine»,
solía bromear Efigenio, «vamos a salir
con Camilo a conseguir chicas, sin perdonar a ninguna». Para contrariar un
poco, el Manganeso Ruiz proponía meterlo en una jaula y pasearlo por los
barrios, cobrando entrada. El padre Terámenes, que nada se perdía, los observaba
con el seño fruncido, cubierto de aflicciones de la cabeza a los pies. Sentado
a la sombra de un alerito campero, estiraba sus largas piernas, bebía litros de
agua del pozo y repartía bendiciones, medallas y estampitas de San Crispinito,
a un paso de la procesión. Aquel día, el último de la campaña, un campesino se
llegó hasta donde estaba Camilo y pidió hablar con él. Era un hombrecito viejo
y enjuto, cubierto con un poncho de lana pese al calor de Noviembre. Le dijo lo
siguiente:
-
Nosotros, que nunca hemos tenido en quién confiar, hemos aprendido a confiar en
ustedes. Nosotros, que nunca esperamos nada de nadie, lo esperamos todo de
ustedes. No nos fallen, Camilo, porque son todo lo que nos queda.
Camilo
no supo qué responder, con los ojos nublados por una emoción tan evidente, que
el hombrecito lo estrechó en un abrazo muy festejado por el público. Luego,
Camilo fue a sentarse junto a Terámenes, que había visto la escena desde su
sombra. «¿Qué pensás?», preguntó el cura,
notando la turbación de su pupilo.
-
Pienso en lo que deberíamos hacer si Aquiles pierde la elección - Dijo el
muchacho, con la mirada más sombría que nunca le hubieran visto.
Pero
Aquiles no podía perder, decían todos. Y mucho menos después del éxito
resonante que obtuvo en su segundo acto público, hablando en la plaza ante una
multitud, como si el destino quisiera compensarlo por el fracaso anterior. A su
lado, el Juez sonreía triunfal, olvidado de la sucia treta con que lo habían
reclutado una semana atrás. Hipócrita por vocación, declaró a diestra y siniestra
que su renuncia se debía al convencimiento de que Aquiles era el mejor
candidato, lo que le valió por primera vez en su vida el mote de «honesto», justo cuando menos lo era. Al
fondo de la plaza, oculto en un camioncito del sindicato, Julián observaba la
romería del acto con preocupación. Sabía que Aquiles tenía pruebas de su papel
en la muerte de Sófocles y no dudaba que se lanzaría en su persecución, apenas
fuera nombrado Intendente. Espeucipo y Aristóteles ya no confiaban en él,
Cinoscéfalos se había pasado al enemigo y hasta Verón estaba en la picota, por
más que sonriera con la frialdad de siempre, murmurando que todo marchaba
viento en popa. El Turco no le creía, así que empezó a prepararse para lo peor.
Quemó los archivos comprometedores, puso a resguardo lo que no podía quemar y
convocó de urgencia a su hermano Fedípides y a un selecto grupo de antiguos
pistoleros que los habían secundado otras veces: Agripino Malatesta, el Chapa
Barrios, el Botija Salcedo, Robustiano Van Gogh, Raúl Mendonça y Elvio Antúnez,
a los que se sumaron Cipriano Mancuello y el Tuerto Ozuna, la flor y la nata de
la marginalidad nuevateniense. «Gane
quien gane - les advirtió, repartiéndoles armas y municiones - no estamos seguros de qué pasará con
nosotros, así que vamos a protegernos por nuestra cuenta». Decidieron
quedarse en el local del sindicato, atrincherados, aguardando los
acontecimientos. «Quién dice que no
termine quedándome yo con la intendencia», pensaba, dispuesto a aprovechar
cualquier circunstancia. En algún momento se le había ocurrido que era el
candidato perfecto para representar por igual a sus tres jefes. No era mala
idea, pero no se atrevió a plantearla, ocupados como andaban todos en celarse
unos a otros.
-
Vamos a perder - Dijo Aristóteles, con una amargura a la que no le faltaba
lucidez. A su lado, Espeucipo fumaba un habano pese a la estricta prohibición
médica y miraba por la ventana. Parecían haber envejecido diez años en los
últimos meses y se veían desganados, apáticos, sin el ímpetu que los había
caracterizado en otros tiempos. Un ambiente de resignada derrota flotaba en el
despacho municipal, al que llegaba nítido el discurso que Aquiles decía en la
plaza - Algo me dice que esta vez no habrá ningún golpe de suerte que nos
salve, primo.
El
Intendente asintió, moviendo gravemente la cabeza. Sin embargo, justo en ese momento,
la suerte subía por las escaleras con el rostro descompuesto por la rabia.
Empujó la puerta del despacho con violencia y se plantó, acezante, a tres
metros de Aristóteles:
- ¡Maldito!
¡Asqueroso canalla! - Exclamó la suerte, mirando a Manfredini con ojos llenos
de odio.
-
¡Mariazinha! - Murmuró Aristóteles, sintiendo la heladura del miedo en las tripas.
Llevaban más de veinte años sin verse, pero hubiera sido imposible que no se
reconocieran el uno al otro, pese a lo mucho que habían cambiado. El hombre que
ella recordaba era todo un dandy. Alto, delgado y elegante, siempre sonriente,
lleno de vida, nada que ver con la figura maciza que apenas se movía en su
sillón, balbuceando excusas. «¡Cuántos
años han pasado!», pensó Aristóteles en un segundo, confrontándola con los
recuerdos. Ella tampoco era más la hermosa muchacha que bailara en el camarote
del barco. Su cuerpo, antes perfecto, parecía ahora sobrar o faltar por todas
partes, como si lo hubiera descuajeringado el tiempo. Claro que estos pensamientos
no duraron más que la pequeña porción de un segundo, o quizás menos.
-
¡Cómo pudiste hacerle eso a tu hija! - Exclamó la mulata y la fugaz tregua
terminó. En su mano derecha apareció una pistola y al instante se oyeron varias
detonaciones. Manfredini cayó hacia atrás, derribando la silla sin poder creer
que ella había ido hasta allí a matarlo. Pasmado, Espeucipo vió a la mujer
soltar el arma y llevarse las manos a la cabeza. Aristóteles yacía inmóvil, caído
detrás del escritorio.
-
¡Dios mío! - Exclamó el Intendente, soltando el cigarro - ¡Lo mató!
Mariazinha
retrocedió un par de pasos, espantada. «¡Por
fin se hizo justicia en este pueblo de mierda!», dijo y emprendió la huída.
Bajó las escaleras salteándose los escalones, cruzó corriendo el hall de la
municipalidad, salió a la calle y se mezcló con los cientos de parroquianos del
acto de Farjat, pero no fue muy lejos. El Comisario la detuvo al poco rato en
la terminal, donde hacía la cola para comprar un pasaje a Foz. A esa hora, la
noticia del atentado ya había corrido de boca en boca y el estado de conmoción
era absoluto.
CXIV
El
periodista Casimiro Reyes metió un dedo largo y huesudo por el agujero que la
bala había dejado en la chaqueta y lanzó un silbido. Meneando la cabeza, fue a
marcar con el mismo dedo un orificio en la pared y dejó salir otro silbido,
impresionado. «Cinco disparos», dijo,
mezclándose con los policías que tomaban notas en la escena del crimen. «¡Cinco disparos y ningún acierto! ¿Cómo es
posible una suerte así?». Junto a la ventana, como para que lo viera la
multitud desde la vereda, Aristóteles fumaba el habano que un rato antes había
dejado caer su primo y sonreía. «La
suerte defiende al justo», respondía a cada comentario, sobreactuando un
poco. Pericles lo miraba con sorna, aguantándose las ganas de contradecirlo.
Mudo de asombro, Espeucipo se tapaba la boca con una mano transpirada y buscaba
el sexto orificio, pues él había oído seis tiros. Circunspecto, el Juez
revisaba el arma y tampoco lo podía creer: a sólo cinco pasos de distancia,
Mariazinha no había acertado ni un sólo tiro.
-
No hay caso - Murmuró - nadie muere en la víspera. Vamos a tomarle declaración
a esa mujer para saber qué bicho le picó. ¿Por qué te dispararía?
-
De éso mismo quería hablarte, viejo amigo - Respondió Aristóteles, sintiendo
que le renacía la confianza de sus mejores momentos - La mujer que me disparó
es la suegra de León Valdéz, lo que evidencia que se trata de un atentado
político.
-
¡Pero dejáte de joder, Aristóteles! - Gruñó Cinoscéfalos - ¿Cómo se te ocurre
que vamos a mandar una vieja para que te mate? ¡Es ridículo!
-
¿Y acaso pensás que alguien te va a creer que no fue así? - Retrucó el
candidato - ¡Te estoy ofreciendo dejar el interrogatorio para después de las
elecciones, así no perjudicás las chances de tu amigo!
-
¿Y desde cuándo te dan estos ataques de nobleza? - Ironizó el Juez, que no
podía imaginar un motivo para el desaforado ataque - No veo por qué, justo
ahora, vas a privarte de la ocasión de echarnos barro encima.
-
¡Qué rápido se han ido nuestros veinte años de amistad! - Dijo Aristóteles,
suspirando con fingida tristeza. Luego asentó una mano sobre la espalda del
magistrado y agregó - La presencia de la muerte hace cambiar muchos conceptos,
amigo mío; quizás no sea tan importante la intendencia, después de todo.
Y Cinoscéfalos
le creyó, así que ni se molestó en ir a ver a la detenida, enviada por la tarde
a Foz para mayor seguridad. Lo malo fue que, al no hacerlo, se perdió la
oportunidad de enterarse de la verdadera causa del estropicio. A falta de
denuncia, Pericles y sus ayudantes, los cabos Cárdenas y Ortega, dejaron la
investigación en suspenso, con lo que Aristóteles quedó a salvo. Sólo faltaba
convencer al periodista. «No voy a
denunciar a esa pobre loca - explicó, regalándole al paso una caja de puros
jamaiquinos - así que mejor sería no
publicar nada de lo sucedido. ¿Para qué crearle más zozobras a la gente?».
Casimiro agradeció el obsequio y olvidó por el momento el incidente, pues ya
podría publicarlo más adelante, cuando las elecciones hubieran quedado atrás.
-
¡No te entiendo! - Dijo Espeucipo una vez que volvieron a quedarse a solas,
mucho más tarde - ¿Por qué no aprovechaste esta inmejorable ocasión de aplastar
a Farjat?
-
Todo a su tiempo, primito - Respondió Aristóteles, metiendo el dedo en el
agujero que un proyectil había dejado en su silla - Si se publicaba mañana,
Farjat contestaría de algún modo, daría cualquier excusa. Pero si lo hacemos el
mismo día de las elecciones, ya no tendrá tiempo de nada. Entonces sí, lo
haremos pedazos.
-¿Y
la mujer? ¿Qué quiso decir con eso de tu hija? - Preguntó el Intendente, cuya
confianza también había mejorado con la suerte de su primo.
-
¿Y qué se yo? ¡Pobre loca! – Respondió Aristóteles, maravillado de las extrañas
vueltas de la vida. La suerte se había puesto de su lado otra vez. Las cosas,
pensó, tal vez no salieran tan mal como sospechaba en los últimos tiempos.
León
se enteró del escándalo en la gasolinera del valle y no dudó que el asunto
tenía relación con el ataque sufrido por Clara, noches atrás. Llamó a gritos a
Aquiles, que negociaba con el dueño del lugar un crédito para los campesinos,
le contó lo que acababa de oir en la radio y de inmediato se volvieron al
pueblo. Fueron directo a la Municipalidad, donde el cabo tenía órdenes expresas
de no dejar pasar a nadie. Rodeados de curiosos, preguntaron por la mujer que
había hecho los disparos y supieron que había sido enviada a Foz, pues se temía
una conspiración internacional.
- Seguí
vos con el proselitismo - Dijo León, revisando la billetera para ver cuánto quedaba
-Yo me tomo un colectivo a Foz para ver qué puedo hacer.
-
¡Dejáte de joder! - Respondió Aquiles, tomándolo de un brazo - ¡Yo te llevo!
Y
fueron, nomás, los dos amigos, sin avisarle a nadie. Se abrieron paso entre
centenares de simpatizantes de ambos bandos y salieron a la ruta cuando
empezaba a caer la siesta de aquel viernes de locura. Apagaron la radio de la
camioneta para no escuchar las estridentes consignas de Aristóteles, arengando
a la gente a no votar por el comunista Farjat, ateo, apátrida y castrista. A
los costados del camino, el verde soleado se extendía plácido hasta las
primeras estribaciones de la sierra. El cielo, límpido y sereno, no presagiaba
aún la tormenta que pronto estallaría. A León le dio por pensar en Clara y un
hondo sentimiento de culpa le estrujó el corazón. ¿Por qué no confió en ella?
¿Por qué no fue a buscarla enseguida, evitando de paso la venganza? Estaba
seguro, sin una pizca de duda, que el atacante de esa noche fue Manfredini. O
alguien mandado por él, cuanto menos. Sólo así se explicaba el atentando, feroz
y absurdo, de su suegra. ¡Menos mal, dentro de todo, que erró los balazos! Llegaron
a Foz a media tarde, pero en la comisaría no les permitieron ver a Mariazinha,
incomunicada hasta nueva orden. El Comisario, un viejo cliente del bodegón, los
hizo pasar a su despacho, cerró la puerta y dijo en confidencia:
-
Ella está bien, yo me encargo de que nada le falte. Además, tengo entendido que
no van a presentar cargos todavía, así que si tienen algún amigo abogado, vayan
a verlo ahora mismo y seguro que la saca en un santiamén.
Corrieron
a la camioneta y volaron hasta el bodegón en busca de Clara, pero no la hallaron.
Sólo estaba la Negra Simona, llorando a mares porque Mariazinha no la había
dejado ir ella misma a encargarse del asunto «¡Yo no erraba ni una bala, se lo juro!», repetía, sorbiéndose los
mocos. «¿Y Clara?», preguntó León,
sintiendo que el vacío de su alma se ensanchaba. «Anda por ahí, el culo a la bulla, buscando un picapleitos»,
respondió la mujer. «Mejor nos vamos a
Iguaçú», dijo Aquiles. «De este lío
sólo nos puede salvar Scarpa». Cruzaron, pues, la frontera, buscaron al
Juez y lo pusieron al tanto. Scarpa frunció el seño, afligido. «El problema es que no tengo jurisdicción
allá», dijo, rascándose la barbilla. «Aunque
podemos ir a ver al Doctor Saldívar, que no puede decirme que no en nada».
Sin pérdida de tiempo, viajaron los tres a Foz, a donde llegaron cuando
comenzaba a anochecer. Resultó que Saldívar era padre del ingeniero Saldívar, el
antiguo novio de Clara, atrapado semanas atrás con una carga de acetato. «Según él - explicó Scarpa - por orden de Manfredini, pero Aristóteles se
lavó las manos y lo dejó preso en Iguaçu». Mientras esperaban al abogado,
terminó de contarles la historia: «La
cosa fue que vino a verme este hombre, desesperado, interpuse ciertos papeles
donde corresponde y el muchacho salió en libertad, pero el proceso sigue, así
que ahora me necesitan más que antes». León sonrió, meneando la cabeza. «¡Qué vueltas raras tiene la vida!», dijo.
«Oh, sólo son casualidades», rió
Scarpa. Acompañados del abogado Saldívar, fueron y vinieron de la comisaría a
la casa del fiscal, interpusieron ciertos papeles justo ahí donde correspondían
y Mariazinha volvió a su casa pasada la medianoche. Entre lágrimas nerviosas y
risas algo forzadas, se cruzaron las gracias de rigor y León quiso abrazar a
Clara, pero esta se revolvió arisca, sin dejarse tocar. Aquiles miraba una y
otra vez su reloj, preocupado porque aún tenían que viajar a Iguaçú, dejar al Juez
en su casa y regresar a Nueva Atenas, donde con mucha suerte estarían de
madrugada. Solucionado - al menos por el momento - el estropicio, no hacía más
que pensar en todo lo que podría haber ocurrido en su ausencia. Clara no se
quiso despedir, pobre, sin saber que nunca vez vería de nuevo a León.
CXV
Si
hubo un momento en el que Camilo presintió la tragedia que se cernía, debió ser
el viernes. Estuvo taciturno, ensimismado, como si un oscuro presagio ocupara
toda su atención. «Sólo estaba cansado»,
diría meses más tarde el Doctor Epaminondas. «Camilo no creía en las premoniciones y todo lo que se diga al respecto
es un invento». Sin embargo, otras personas que lo vieron ese viernes
también lo notaron extraño, como si disimulara una aflicción muy grande. «Sentí que quería decirme algo»,
confesaría alguna vez Aspasia, en los breves lapsos de lucidez que de vez en
cuando le permitía la locura. «Pero yo estaba
tan mal en aquellos días, oh, Dios, odiaba a Camilo por entonces» El
atentado contra Manfredini los había desquiciado, pues nadie podía asegurar que
el arrebato de Mariazinha no terminara por arruinarles el esfuerzo realizado
con tanta determinación. Surgieron, además, infinidad de detalles de último
momento, decisiones que había que tomar en ausencia del candidato, asuntos que
dirigir, cambios de última hora, en fin, que el mundo parecía haberse vuelto
loco. Frente a la escuela, docenas de campesinos hacían sus pedidos de
postrimerías, prometiendo el voto a cambio de una ayudita para los remedios,
para el par de zapatillas o por un puesto en la Municipalidad. «No sé quién me mandó a enseñarles el amor a
la Democracia», gruñía Terámenes, pero Camilo no lo escuchaba, absorto en
secretos pensamientos. De pronto, a media tarde se escabulló de todos y regresó
al pueblo. Sorprendió a su madre, que no lo esperaba. «Casi se me rompe el corazón cuando lo veo aparecer en la puerta de la
cocina, con un paquete de medialunas bajo el brazo», diría después Isabel.
«Se me heló el vientre, nada más verlo
allí». Se quedó con ella hasta la noche, recordando las mil anécdotas de la
infancia como si nada más le importara. Riéndose de a ratos, abrazándola como
si hiciera mucho tiempo que no la veía o como si supiera que ya no la vería
más. Porque así nomás sucedió. Aquella fue la última vez que madre e hijo
estuvieron juntos y cuando él se marchó, sonriéndole desde la oscuridad del
patio, Isabel supo que el tiempo de la profecía estaba a punto de cumplirse.
A
las nueve en punto de la noche, según recordaría siempre Epaminondas, Camilo
llegó para visitar a Candela, que a esa hora dormía. «Fue una pena, pues tenía unas ganas inmensas de estar con su hija y
Niké no quiso saber nada de despertarla, así que se tuvo que conformar con
verla desde la puerta, porque la madre tampoco le permitió entrar a la
habitación». Sin embargo, como en un día tan raro sólo podían suceder cosas
extrañas, cuando Camilo bajó las escaleras para marcharse, Niké bajó con él,
diciendo: «Estuvo mi hermana, a verme.
Dijo que vos no sabías que yo me había ido a Buenos Aires inmediatamente,
después de esa noche». Camilo se detuvo sobre el último escalón, esperó a
que ella estuviera a su lado y respondió:
-
Después de esa noche pasaron muchas cosas, pero la única importante está durmiendo
allá arriba. Nosotros, me refiero a vos y a mi, ya perdimos importancia.
El
Doctor, que había escuchado la breve conversación, se acercó a ambos y
abrazándolos al mismo tiempo, murmuró:
-
¿Y no les parece que aún están a tiempo de volver a entenderse?
Niké
bajó la mirada, ruborizándose. Camilo sonrió con tristeza, se desprendió del
abrazo del amigo y siguió andando hacia la puerta de calle.
-
Ya es tarde para todo - Dijo.
Aspasia
lo vió llegar al bar cerca de la medianoche, indiferente a las miradas
sorprendidas del vecindario. Era raro verlo allí y además a esa hora. Más
extraño aún que estuviera solo, sin sus amigos de siempre. Ni siquiera Muralla
iba con él. Se abrió paso entre la clientela, ganó un lugar en la barra y pidió
una gaseosa. «Parecía triste», diría
después Aspasia, recordando la noche en que lo vió por última vez. «Se quedó un buen rato, tal vez una hora. Me
preguntó si yo sabía que Niké tenía una hermana y le respondí que nunca había
oído hablar de éso. Pensé que era una de sus bromas y me hizo dar rabia, así
que dejé de prestarle atención. Después no lo ví más, no sé a qué hora se
marchó».
Corría
ya la segunda hora del sábado y el Areópago comenzaba a vaciarse poco a poco.
Una suave brisa barría en las veredas los afiches de los candidatos y hacía
flamear los pasacalles, colgados de pared a pared. En la capilla, el cura
Rigoberto despertaba a sus acólitos para los últimos preparativos, pues a las
tres de la tarde empezaría la procesión. En casa de Arístipo, Aspasia se
quitaba la ropa y se acostaba pensando en cómo tener un desquite. Amargada por
la desilusión, maldecía la hora en que Camilo se había cruzado entre ella y
Miguelito. Los odiaba a los dos, de pura impotencia, rumiando que no pasaría
mucho hasta que hallara un modo de vengarse. Apagó la luz y la ira, de pronto,
cedió paso a un deseo irrefrenable, de esos que tuercen destinos. Para poder
dormir, cerró los ojos pensando en la procesión de San Crispinito y entonces,
sin querer, recordó los huevos del monaguillo. Un sudor cosquilleante le
estremeció el vientre, como si le indicara el modo de quitarse la espina del
despecho. ¿Por qué no? Si no era con Miguelito, sería con otro. Y cuanto antes,
mejor. «Lo haré mañana», murmuró. «Lo haré mañana». A las afueras del
pueblo, Camilo Insaurralde se alejaba caminando a buen paso, rumbo a la escuela
de Terámenes. No regresaría a Nueva Atenas nunca más.
CXVI
Contentísimo,
con una vieja Rolleiflex colgada del cuello y un bolso marinero a la
espalda, a la media mañana del sábado llegó el Doctor Fagúndes. Alto y moreno,
había dejado atrás la época en que los hombres aún tratan de aparentar juventud
y el descuido se le notaba a simple vista. Una barriga generosa y una papada
sin afeitar le daban, por así decirlo, el aspecto común del vecindario. La
vieja guayabera, en cambio, descosida y vuelta a coser en diez partes, se veía
fuera de lugar en Nueva Atenas. Ni hablar del resto del atuendo, caribeño y
cincuentista. El sombrero alón que alguna vez fue blanco, haciendo juego con
los pantalones, claros y arrugados. Y los zapatos, puntiagudos y a dos colores,
últimos sobrevivientes del año en que dejó Lima para irse al leprosario.
Sonriendo de oreja a oreja, estiró el cuello para descubrir a León entre la
muchedumbre que atestaba la terminal y apenas lo vió, soltó una carcajada. León
se quedó sorprendido, sin poderlo reconocer. «Debe haber aumentado treinta kilos en el año que llevo sin verlo»,
pensó. «Si hasta parece otra persona, más
alegre». Bastó que lo estrechara en un abrazo para que todos los recuerdos
se le cayeran encima. El Doctor Fagúndes olía, incluso allí, a esa mezcla de
sudor y selva que León revivía de noche, cuando volvía a soñar con Yolanda.
Cerró los ojos un segundo, aspirando el aroma del humo que espantaba los
jejenes. No pudo decir nada, invadido por el espanto de los dolores viejos. Y
estuvo a punto, vaya jugarreta de la desmemoria, de preguntarle por ella, como
si no supiera que había desaparecido hacía años.
-
¡Oye! ¿En serio vamos a hacer la revolución? - Exclamó el médico, arrojando el
equipaje a la caja de la camioneta de Aquiles, prestada en la ocasión - ¡Mira
que son las primeras vacaciones que me tomo en treinta años!
-
Bien, ésa es la idea, siempre que ganemos - Respondió León, sin notar que
acababan de cruzarse con el Cabo Ortega, que grabó en su memoria la frase para
luego escribirla en el cuaderno de novedades: «El susodicho Valdés y el
extrangero hablavan de haser la rebolusión y acomodavan una bolsa sospechosa en
la camioneta. Se paresía a un vulto de arma mento». Así, tal cual, la
leería el Coronel dos días más tarde. Menos mal que el Cabo no oyó el resto de
la conversación:
-
¿Siempre que ganemos? - Dijo Fagúndes - ¡Ah, entonces no hay peligro! Las
revoluciones auténticas sólo estallan cuando todo está perdido.
El
Doctor Epaminondas, que había oído la versión de que los Descalzos tenían
contactos con el comunismo internacional, sintió un escalofrío cuando vió pasar
la camioneta por la calle del consultorio. ¿Quién sería el personaje que acompañaba
a León? Si ya lo ponía nervioso la procesión de la tarde - sería la primera vez
que cumpliría con el santo sin la presencia de Filoxena -, la imagen del
desconocido terminó por arruinarle el ánimo, agudizando la sensación de
desgracia. Fue cuando apareció Isabel, con cara de haber dormido mal. El médico
recordó la mañana en que la vió llegar por primera vez, veinte años atrás.
-
¿Será que alguna vez terminará toda esta idiotez de la política? - Dijo ella,
cerrando la ventana que daba a la calle. Un grupo de simpatizantes de Manfredini
cantaba un estribillo contra el padre Terámenes. El médico sonrió. Invitó a la
mujer a sentarse en el banquito de los pacientes y él se ubicó detrás del
escritorio, como si Filoxena aún viviera.
-
Todo terminará mañana, gane quien gane - Respondió, pues no valía la pena
contagiarle el presentimiento - Además, le cuento que Camilo y Niké hablaron
anoche por primera vez y estoy seguro de que terminarán por entenderse.
-
¡Vaya! ¡Esa sí que es una noticia! - Suspiró Isabel, pero enseguida se le
llenaron los ojos de lágrimas - ¡Quizás esa muchacha pueda librar a mi hijo de
su desgracia!
Epaminondas
abandonó la neutralidad de su asiento, rodeó el escritorio y se acuclilló
frente a la mujer que había amado sin esperanzas durante tantos años. Tomó sus
manos y aunque no dijo nada, ella comprendió lo que hubiera querido decirle.
Agradeció con una sonrisa triste y después murmuró:
-
Quizás un día todo sea diferente.
Se
quedaron en esa posición un largo rato, comentando las visitas que había hecho
Camilo la noche anterior, discurriendo sobre las chances de Aquiles en la
elección del domingo y terminando con el parentezco entre Clara y Niké, las hijas
de Manfredini. El Doctor, tan serio casi siempre, cuchicheaba con los ojitos
llenos de picardía e Isabel reía. Eran, finalmente, dos viejos amigos, más
unidos por las vivencias de media vida que por la esperanza de una pasión
otoñal. Allí, en ese mismo sitio, él la había visto quitarse la ropa por
primera vez y se enamoró para siempre. ¿Qué quedaba, tantos años después, de
aquel flechazo inevitable? Las miradas cómplices, las manos entrelazadas y un
afecto más allá de toda prueba. La amistad, en suma, de dos solitarios en medio
del naufragio. Habían pasado, dignamente, el tiempo en que el pecado aún era
posible y estaban en paz con sus conciencias. Nada podían reprocharse, salvo el
haberse contenido, pero ya ni aquello significaba nada, al fin de cuentas.
Podían mirarse el uno al otro sin reservas. Al rato, cuando el médico quiso
ponerse de pie, las coyunturas de las rodillas le dolieron tanto que Isabel
tuvo que ayudarlo a sentarse en el banquito de los pacientes. Rieron los dos,
las últimas risas de aquel verano aciago.
CXVII
Nunca
se supo, por más que investigadores de diversa laya hurgaron durante décadas en
los archivos municipales, cual fue el comienzo del culto a San Crispinito.
Hubo, sí, indicios de que la primera procesión la organizó el inefable
Pisístrato, quien sabe si antes o después de volverse loco. Leónidas Caballero,
tataranieto del nieto de uno de los fundadores del pueblo y fundador a su vez
de la dinastía de intendentes, juraba que San Crispinito era el santo familiar
de Don Diego, quien olvidó la estampita en el apuro por marcharse, después de
crear Nueva Atenas. Anaxágoras Pereyra, maestro y dueño de la primer
biblioteca, despotricaba que todo era una farsa, pues no había habido jamás un
santo con ese nombre: «Fue un invento de
Pisístrato, loco como una cabra: un día se le dio por adorar a un crispín de
esos que andan por el monte, volando en bandadas. Parece que el pobre bicho tuvo la mala suerte de quedar atrapado entre
las pajas del techo, algo que a Pisístrato le pareció una señal divina. Agarró
al pajarito, lo crucificó a la entrada de la casa y le rindió honores de santo
hasta que las hormigas se lo comieron. Estaba chiflado, ya se sabe, pero no más
que sus vecinos, que organizaron un sepelio en broma y enterraron al crispinito
bajo una cruz que decía «Aquí yace San
Crispín». Muchos años más tarde, muerto ya Pisístrato, un intendente más
chalado que él resucitó al falso beato y decretó el desfile con una imagen de San Fermín,
total los santos son más o menos iguales. Así comenzó todo, según me lo
contaron. San Crispinito es otra casualidad, un error más en este pueblo de
mierda». Pero haya sido cual fuera su origen, no queda duda de la
importancia que pronto adquirió el evento, principal actividad del pueblo hasta
que llegó el televisor. Para entonces, el santo tenía no sólo su tradición,
sino también rasgos propios, debidos a la inventiva de un serbio que pasó por
el pueblo pintando retratos, allá por mil novecientos. A la pintura, de estilo
desvalido y andrógino, como se estilaba entonces, le siguió una estatua de
madera tallada por un luthier guaraní, constructor de arpas mágicas.
Esta fue la imagen que recorrió Nueva Atenas durante décadas, hasta el día en
que a Aquiles le sudaron las manos y el santo cayó al suelo, perdiendo la nariz
contra el asfalto.
Esa
mañana, bien temprano, el padre Rigoberto había presentido que las cosas no
saldrían bien, pese a que nunca se había visto tanta gente rodeando la capilla
y aguardando la salida del santo por la puerta principal. Un ejército de
vendedores invadía la plaza, superponiendo las ofertas de estampitas, velas, chipas,
yuyos para la culebrina y radios portátiles. Periodistas y peregrinos
disputaban por la sombra del atrio, pues se veía que el sol pegaría duro a la
hora de la procesión. Un poco ajena al fervor religioso, Aspasia iba y venía
persiguiendo a Arcadio, Sansón repicaba las campanas cada diez minutos y todo
parecía estar en orden, hasta que apareció Aristóteles. Vestía de blanco. De
pies a cabeza, todo era blanco en él, menos la piel colorada y la intención,
más negra que nunca. «Padre», dijo,
inclinándose con una humildad sospechosa, «Solicito
el honor de cargar con el santo durante la procesión». El cura se quedó con
la boca abierta. Nunca, en sus treinta años de párroco, había visto a
Manfredini en misa. Mucho menos en la procesión. «No, no puedo...», balbuceó, «Ya
me lo ha pedido Aquiles Farjat». A Aristóteles le acometió tal acceso de
furia que se le trabó la quijada y cuando quiso volver a hablar no salió más
que un gorgoteo ahogado y confuso. Le brillaba la frente por el sudor y las
manos se le amorataban, de la fuerza con que cerraba los puños. Los rasgos se
le contorsionaron en un espasmo cardíaco.
-
Usted no puede decirme que no - Dijo al fin, consiguiendo transformar su mueca
de infarto en una sonrisa infame - y no sólo porque de mi bolsillo salió cada
teja que cubre el techo de su iglesia, cada centímetro cuadrado de pintura, cada
mosaico para los pisos. Sería más que ingratitud, padre, sería una traición.
Tras
un breve conciliábulo, llegaron a un acuerdo y el santo sería llevado entre los
enemigos irreconciliables, para regocijo del vecindario. A las dos en punto y
bajo un sol implacable, el padre Rigoberto bajó los escalones del atrio
abriendo la procesión. Siguiéndolo a dos pasos, Arcadio y Sansón bamboleaban
los inciensarios y precedían a Aspasia, que portaba el cáliz sacramental. Sacerdotes,
diáconos, hermanos y monaguillos venidos de otros pueblos seguían a
continuación y detrás de ellos se alineaban las beatas más antiguas, los
ancianos ilustres, las directoras de escuelas y colegios y al fin el Comisario,
con uniforme de gala. Recién entonces aparecían los alumnos de la Acción
Católica, rodeando con una gruesa cuerda roja la imagen del santo, sostenida a
media altura por los candidatos. Aquiles, tan trajeado como el rival, iba tenso
y expectante, algo forzado en su postura piadosa. «No importa lo que vos y yo pensemos de la procesión», le había
dicho León, asesorándolo al respecto, «Interesa
lo que piense la gente y a todo el mundo le va a gustar verte allí, levantando
la estatua». Había sido una buena idea; si no se les hubiese ocurrido,
Manfredini les hubiera sacado ventaja a último momento, adueñándose del santo ante
a la multitud. Espeucipo, pese a los achaques de su enfermedad, seguía en orden
de aparición, junto a su esposa, al Juez y al Coronel. De inmediato y en
abigarrada formación, se integraban a la fila los comerciantes exitosos, las
enfermeras del hospital y diversas asociaciones civiles. El padre Terámenes,
naturalmente, no había sido invitado. Estaba proscripto desde el año en que
dijo que él era servidor de Dios y no de un espantapájaros de madera, inventado
por algún vivo para soponcio del beaterío.
Salió,
pues, la procesión, hormigueando por las calles de Nueva Atenas. La gente
saludaba el paso del santo aleteando pañuelitos blancos y el padre Rigoberto
dirigía el novenario, igual que todos los años. Contritos y solemnes, los
promesantes arrastraban los pies con piadosa parsimonia, respondiendo en voz
alta las letanías heredadas de Pisístrato. Marchando a paso lento, llegaron
hasta la esquina del hospital, doblaron a la derecha tres cuadras y después
pusieron rumbo a la plaza, escenario del Pacto de Fidelidad Anual. León, el
Doctor Fagúndes y Ulises observaban el paso de los feligreses desde el techo
del Areópago, invitados por Arístipo. Protegidos del solazo por una loneta
verde, bebían con disimulo limonada fría y comentaban en voz baja los
resultados de los últimos sondeos. «Ganamos
seguro», decía León, escudriñando el gentío en busca de Clara. «En el campo, todos los votos son nuestros y
aquí en la ciudad, no menos de la mitad, así que no sé de qué se ríe Manfredini».
Ulises le hizo una seña despectiva a Aristóteles, que justo en ese momento
había levantado la mirada y los había descubierto cuchicheando. Sonrió el
empresario, amable, como si viera a sus mejores amigos. «Mirá cómo saluda el desgraciado», murmuró Ulises, «No debieran quedarle ganas después que el
Juez se pasó a nuestro bando ¿será que no entiende que sus días de impunidad
están contados?». Fagúndes, sin ningún interés en la política, se limitaba
a seguir con los ojos a una morena alta y madura que se abría paso desde la
vereda contraria, intentando llegar hasta el santo. Era Nuria Segovia. Aquiles
también la vió, más hermosa que nunca. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué ese interés en
acercarse? El padre Rigoberto, que de tanto en tanto giraba la cabeza para
controlar la marcha de San Crispinito, la descubrió cuando trataba de pasar por
debajo de la cuerda. Se veía tensa, como si se trayera algo grave por dentro. Y
entonces ocurrió la desgracia: Aquiles perdió la concentración y sintió, en un
segundo fatídico, que la estatua resbalaba de sus manos y quedaba suspendida en
el aire. Aterrado, quiso asegurarla con un rápido movimiento, pero fue tan
brusco que el santo dio una vuelta, se le escapó también a Aristóteles, giró de
un modo raro y después cayó de cabeza sobre la calle. Su nariz voló,
limpiamente, por entre un bosque de piernas. Un «¡Oh!» de espanto se adueñó del gentío y la procesión se detuvo,
sin que los que venían más atrás comprendieran qué pasaba. Aquiles tardó en
reaccionar, permitiendo que Manfredini rescatara al santo y lo elevara en alto,
para alivio de la multitud. Casimiro Reyes, que seguía la marcha cámara en mano,
apretó el obturador y obtuvo una foto magnífica, otra casualidad que tendría
graves consecuencias. Al ver que el santo volvía a comandar el acto, la
concurrencia soltó un murmullo cargado de suspiros, pero el daño ya estaba
hecho. El incidente había desorganizado el desfile y ya no hubo forma de
volverlo a la precisión anterior. En la confusión, los chicos de la Acción
Católica perdieron el cordón bermejo, los ancianos ilustres fueron atropellados
por el pueblo raso y los clérigos forasteros se extraviaron por calles
desconocidas. En el desparramo que siguió, el resto de la columna equivocó el
rumbo y regresó a la capilla antes de tiempo, con lo que el suceso perdió el
brillo que le quedaba. Empapado de sudor y vergüenza, Aquiles se entreveró con
los promesantes, mientras Aristóteles paladeaba un triunfo inesperado, llegando
él solo a depositar la estatua en el altar. Ahí nomás comenzó la Misa de Acción
de Gracias con la capilla medio vacía, pues la mayor parte del pueblo - ignorando
el accidente - aguardaba el paso del patrono.
Aristóteles,
que no escuchaba una misa desde su primera comunión, se arrodilló piadoso y
juntó las manos, dando gracias a quien correspondiera por su diabólica suerte.
¿Qué más podía pedirle a un día tan propicio? Hizo un repaso mental de la
jornada, tratando no traslucir demasiado su felicidad. Lo había despertado el
teléfono en plena madrugada. Era el Turco Julián, informándole que el abogado
Demóstenes Santaclara, cuñado de su hermano Fedípides, había sido nombrado Juez
Electoral. «Por un cheque de cincuenta
mil, está dispuesto a volcar a nuestro favor una elección reñida», explicó,
reforzando sin disimulo la palabra «nuestro».
Aristóteles no dudó en autorizar un pago inmediato. Revitalizado con la buena
nueva, saltó de la cama, sintiendo que los astros volvían a moverse a su favor.
Encendió las luces de la mansión vacía, despertó a los guardias y ordenó a la
mucama un desayuno festivo. La inesperada casualidad le había devuelto la
confianza en sí mismo, reforzada con la idea - genial, de último momento - de
cargar al santo en la procesión. Ahí nomás, ordenó que le plancharan el traje
blanco, cepillaran el sombrero y lustraran los zapatos con los que completaba
el juego. Acababa de vestirse cuando llamó otra vez Julián. «¿Se acuerda de Piraña, la mocosa que vivía
con el Juez?», preguntó, siguiendo con su doble juego. Aristóteles la
recordaba, así que el Turco pasó a explicar: «Casualmente es prima de uno de mis informantes, quien me dijo que la
chica está dispuesta a declarar su vida íntima con el sinvergüenza a cambio de
treinta mil y por mil más nos dará su certificado matrimonial. El Juez ya es
pan comido». Aristóteles saltó en la silla, exclamando: «¡Que venga ya mismo!». Quedaron en
encontrarse al mediodía, para ubicar al periodista y participarlo de la
reunión. «¡Voy a enterrar a Cinoscéfalos
para siempre!», festejó, mientras buscaba pilas para el grabador. Fue
entonces cuando la suerte y la casualidad le sonrieron por tercera vez. En el
cuarto de Niké, al fondo de un cajón, encontró la carta que ella había escrito
dos años antes, ciega de rabia, acusando a Camilo de violación. En un primer
instante, Aristóteles tuvo que apoyarse en la pared, nublados sus ojos por una
rabia igual. Pero sólo fue un momento y enseguida se calmó, comprendiendo el
potencial de la misiva. Soltó una breve carcajada y guardó la carta en un bolsillo
del saco. Más tarde, cuando llegó el periodista, lo hizo pasar a su despacho y
le dijo: «Usted es la única persona que
puede salvar a Nueva Atenas de las garras de la degradación moral y yo voy a
darle las armas para lograrlo, pese a que involucran a dos personas a las que
quiero muchísimo, uno de mis más grandes amigos y mi propia hija». Una hora
después y sin poder creer el peso de las noticias que llevaba, Casimiro Reyes reservaba
por teléfono un espacio central en la edición del domingo. ¡Camilo un violador
y el Juez un depravado! ¡Eran las pruebas de que el comunismo internacional,
inmoral y ateo clavaba sus garras en la indefensa ciudad! ¿Podía haber pruebas más
irrefutables? ¡Era la noticia del año! ¡Qué suerte había tenido!
Lo
mismo pensaba Aristóteles, terminada la procesión. Henchido de optimismo,
saludaba a los vecinos en el atrio mientras recordaba la noche en que la
pitonisa tiró las cartas y le leyó el futuro. «Cinco casualidades», había predicho. A las seis de la tarde del
sábado sólo contaba cuatro: un Juez Electoral amigo, la aparición de Piraña, la
carta de Niké y el accidente de Aquiles. Aún faltaba la quinta.
CXVIII
Después
del agobiante calor de todo el día, hacia el atardecer comenzó a nublarse. El
padre Rigoberto contemplaba con tristeza el rostro desnarizado del santo,
mientras en la capilla susurraba aún el coro de los piadosos. Repantigado en un
rincón, Arcadio miraba sin ver el espectáculo de las rezadoras y Sansón
bostezaba apoyado en el confesionario principal. Los clérigos vecinos se habían
marchado, así que la iglesia había vuelto a quedar para ellos solos. Estaban
cansados, un poco hartos incluso, esperando que se hicieran las ocho para
empezar a apagar las luces, ahogar las velas y despachar a los promesantes
hasta el año siguiente. Sólo Aspasia permanecía atenta. Concentrada en sus
propios planes, iba y venía acomodando bancos y sillas que los parroquianos
dejaban libres, igual que hacía en el bar de su padre a la hora del cierre.
Sabía, porque todos los años sucedía lo mismo, que las damas de la Acción
Católica aparecerían en cualquier momento a buscar al padre para tomar el té y
que Rigoberto la dejaría a cargo de los monaguillos. Había notado que Sansón,
de rato en rato, miraba con disimulo el reloj, señal de que no veía las horas
de mandarse a mudar. Entonces sí, nada se interpondría entre ella y Arcadio.
A
las siete se desató un viento tormentoso, que aceleró el desbande de los
feligreses y provocó un suspiro en Aspasia, quitándole el aire. Entonces
llegaron las Damas Católicas, frescas y perfumadas como si no hubieran seguido
la procesión. El padre las recibió disculpándose por el accidente que le
costara la nariz al santo, pero ellas prometieron que le comprarían una nueva.
Una de ellas, mire usted, conocía a un correntino que hacía maravillas con la
gubia sacramental. San Crispinito recibiría una atención de primera y no
quedarían ni rastros del porrazo. Aliviados los ánimos, el padre se quitó la
ropa de misa, descolgó un paraguas y pidió a sus acólitos que esperaran un poco
más y luego cerraran todo, pues debía cumplir con el té de Acción de Gracias. «No se preocupe por nada», se adelantó
Aspasia, «Yo me encargo». Tal cual
había calculado, apenas se marcharon el cura y las mujeres, el inquieto Sansón
trepó a la bicicleta y desapareció a todo tren, dejándola libre. Sólo faltaba
deshacerse de la treintena de rezagados que rezaba en voz baja, a los pies de
la estatua sin nariz.
Afuera,
de pronto, tembló la luz azul del primer relámpago. Encorvando la espalda, Arcadio
se puso a barrer los costados de la nave central. Seguía siendo el mismo tímido
de siempre, receloso hasta la exageración. Cada vez que los ojos ardientes de
Aspasia lo encontraban, él miraba a otra parte, como si le aterrara la
inevitabilidad del encuentro. ¿Se habría dado cuenta? Con aprehensión, quedaba
boquiabierto cuando alguien salía y rápidamente recorría con la vista al resto,
como si contara cuantos quedaban. En la penumbra, sus ojitos simiescos
chispeaban de un temor raro, de presa perseguida, lo que lo volvía más torpe.
De puro bruto nomás, terminó por apurar el desenlace sin querer, apagando la
mitad de las luces con un manotazo involuntario. Entonces se fueron casi todos.
Quedaron dos viejitas de luto, absortas en una plegaria inacabable y ni cayeron
en cuenta que estaban en penumbras. Aspasia tomó la caña con el capuchón de
apagar las velas y en segundos oscureció el altar. Sólo quedaba una bombilla,
roja y eterna, honrando la tumba de Leónidas. El silencio, a no ser por el
bisbiseo de las rezadoras, era absoluto. De tanto en tanto, una ráfaga de
viento empujaba los postigos de las ventanas, golpeándolos contra la pared. Y
muy poco después, se soltó la lluvia. Las ancianas abrieron sus ojitos vacuos,
sobresaltadas, se miraron entre sí y a una sola voz se levantaron,
persignándose a las apuradas. Con pasitos cortos y desparejos, corrieron hasta
la puerta principal, pero les bastó ver el furor del agua para recular
enseguida, sin atreverse a cruzar el atrio. Arcadio dejó la escoba apoyada en
el batisterio y salió en busca de un viejo paraguas negro, muletto del
principal que usaba el padre.
-
¡Eh! ¿Adónde vas? - Exclamó Aspasia, con voz chillona - ¿No ves que hay que
cerrar todo?
-
Voy a acompañarlas a cruzar la plaza - Respondió el monaguillo, sin volverse.
Aspasia
lo vió desaparecer en la oscuridad y la angustia le llenó el pecho. ¿Y si no
regresaba? No, Arcadio era demasiado responsable como para abandonar la capilla
en ausencia del cura. Volvería, sin duda, aunque fuera el mismo Satanás quien
lo esperara afuera. Respiró hondo. Miró a su alrededor, para asegurarse de que
no quedaba nadie y luego cerró las ventanas, apagó incluso la bombilla
mortuoria, trancó la puerta principal y fue a sentarse en la sacristía, dejando
abierta la puerta que daba al patio. Sus muslos flacos estaban empapados de un
sudor caliente, le temblaban las manos y los pezones se le habían erizado
tanto, que ya dolían. La brisa, cada vez más húmeda, entraba por oleadas y le
daba escalofríos, hondos espasmos que presagiaban una noche inolvidable.
Pasaron
varios minutos. La lluvia crepitaba entre el ramaje del patio y el piso
embaldosado, creando ecos extraños. Aspasia paraba las orejas, aguardando las
pisadas de Arcadio. ¿Por qué se tardaba tanto? La plaza estaba ahí nomás, ya debiera
haber vuelto. Se lo imaginaba en la vereda, impávido, helándose bajo el agua
por no atreverse a volver. Quizás, el muy idiota, esperaba que le abriera la
puerta principal. Se puso de pie, cruzó la nave a oscuras y fue a mirar para el
lado del atrio, pero ni señas del acólito. Regresó a la sacristía y tuvo la impresión
de que San Crispinito la miraba fijo, culpándola por sus pensamientos. «Yo no soy de madera», murmuró, soltando
una risa atrevida. Entonces tuvo otra idea: «¿Y
si pasó directamente a su cuarto, el cobarde?». Miró hacia la piecita del
fondo, donde las luces seguían apagadas. «Tal
vez sería mejor asegurarme», pensó, sintiendo en la sangre el instinto de
la cacería. Salió al patio, corrió bajo la lluvia y llegó hasta el pequeño
cuarto. Empujó la puerta y para su sorpresa, ésta se abrió. Pero no había
nadie. Entonces sí, oyó pasos. Giró la cabeza y vió a Arcadio caminando sin
apuro, un poco pegado a la pared para protegerse del agua, rumbo a la
sacristía. Llevaba el paraguas bajo un brazo. Aspasia cerró la puerta y regresó
a la capilla.
-
Cómo llueve, ¿no? - Dijo, esforzándose para que no le temblara la voz. Ambos
estaban empapados, a no más de tres pasos de distancia el uno del otro, con el
corazón galopándoles por la ansiedad. Aspasia aspiró con todas sus fuerzas y
sintió el olor a sudor y a lluvia, a incienso y a sexo, entrándole por los
poros. Pensó en Miguelito y al instante, la rabia le dio coraje para estirar
las manos y abrazar al monaguillo, clavándole la quijada en el pecho y las uñas
en la espalda. El muchacho se quedó inmóvil, sin atreverse a respirar, pero
entonces a Aspasia le fallaron las piernas y él no tuvo más remedio que
sostenerla, sentándola luego en una silla. La mujer abrió los ojos, temerosa de
que huyera su presa, pero Arcadio continuaba allí, acezante, sin saber qué
hacer. Se miraron a la cara, descubriéndose un idéntico miedo. De pronto, a través
de la ropa mojada del acólito, Aspasia descubrió que el enorme gato se había
despertado, desperezándose en su asombrosa magnitud. Se le secó la boca, ante
la sola idea de tenerlo tan cerca. “¡¡Aaahhh!!”,
gimió y la voz no parecía la de ella. Envuelta en llamas, se abrazó a las
caderas del monaguillo, apretando la boca, la nariz, los ojos, apretándose con
el cuerpo entero contra el bulto caliente y disparatado. Al fin, cuando ya lo
sintió seguro, alargó unos dedos trémulos por entre la ropa del monaguillo,
tardando una eternidad en desarticular la bragueta. Desencajada, soltó el
último botón y el felino se abrió paso de golpe, igual que esos muñecos de
chanza, que saltan al destapar una caja. Feliz de haberse vuelto puta al fin,
Aspasia miraba al muñeco y el muñeco la miraba a ella con su único ojo,
brillante de tensión la calva rojiza, sólido el tronco como un ariete
imbatible. Dejó caer el pantalón de Arcadio y el cíclope salió completo, dejando
al descubierto los huevos portentosos, tan grandes que necesitó las dos manos
para poderlos atrapar. Maravillada, en ningún momento oyó los pasos que
llegaban por el corredor, suaves, disimulados sin querer por la humedad de las
baldosas.
Así
fue que la descubrieron, aferrada con pasión a los huevos del seminarista, el
padre, las damas de la Acción Católica y el periodista Casimiro Reyes, llegados
fuera de hora para hacer una foto del santo sin nariz. Una de las beatas soltó
un alarido y al mismo tiempo estalló el disparo del flash. «¡El comunismo entró a la casa de Dios!», sentenció Casimiro,
mientras el párroco arrojaba una sotana sobre la vergüenza del monaguillo. La
dama que había gritado se tapaba la cara, pero las otras admiraban con los
ojitos bizcos, sin poder creer tanta generosidad. Dos vecinos que habían
entrado siguiendo al cortejo se santiguaron y el cronista corrió a tomar su
autobús, repitiendo una y otra vez: «¡Manfredini
tenía razón! ¡Este pueblo cayó en las garras del demonio!». Por detrás del
periodista se fueron las beatas y siguiéndolas a ellas, los vecinos. Cuando por
fin acabó el desparramo, Arcadio corrió a ocultarse en su cuarto y sólo se
quedaron en la sacristía Aspasia y el padre, mirándose el uno al otro con la
boca abierta.
***
Capítulo 25
(Por
fin, después de tantos preparativos, se celebran las elecciones y la gente
vota
masivamente por el perdedor. Camilo Insaurralde decide que ha llegado
el
momento de hacer verdad lo que aprendió en la escuela y así es como comienza
la
Guerra de los Descalzos)
CXIX
V |
ictorioso,
con el santo sin nariz en lo alto y una amplia sonrisa en el rostro,
Aristóteles brillaba en la portada del Diario Regional con algarabía premonitoria.
Al fondo, en un oscuro segundo plano, Aquiles se veía cabizbajo y confuso, como
si se supiera perdido sin remedio. Para rematar su desgracia, a pie de página
se podía leer un título por demás prometedor: «Grave decadencia moral en los
opositores: sus líderes violan, corrompen menores y fornican en una iglesia».
A doble página central, la carta escrita por Niké « entregada por su propio
padre, con lágrimas en los ojos» se reproducía de pe a pa, sin ahorrar
insultos ni maldiciones. El reportaje a Piraña no tenía desperdicio, mostrando
al Juez como un copulador perverso, capaz de las peores argucias para saciar
sus instintos. Sin embargo, lo más grave era el último recuadro, agregado a la
hora del cierre. Con estilo burlón, pero preciso, el redactor no dejaba dudas
sobre lo que había visto en la sacristía, prometiendo la publicación de la foto
para el día siguiente. El efecto fue inmediato y devastador. La edición se
agotó en minutos y a media mañana no se hablaba en Nueva Atenas más que de
Aspasia y de los huevos del seminarista Arcadio.
Conocedor
experto de la psicología del vecindario, Espeucipo exclamó a la salida de misa:
«¿Quién se atreverá a votar por esa gente,
después de lo ocurrido?¡Un tipo que no pudo mantener al santo patrono diez
minutos no podrá sostener el gobierno cinco años! ¡Y ni hablar de lo que ha
publicado el diario! ¿Quién querrá votarlo, repito?¡Sólo quien quiera que el
pueblo se hunda en el infierno!». Filipo González, que en ese momento
pasaba por el atrio buscando quien le vendiera un diario, se detuvo en seco
cuando escuchó la frase. Apoyándose en las muletas, respondió, alzando bien la
voz: «Yo conozco a Camilo Insaurralde y
puedo asegurar que lo que escribió esa chica es una falsedad, puro veneno de
pendeja despechada». Los feligreses que se habían quedado a parar la oreja quedaron
indecisos, pues Camilo les caía bien. Espeucipo replicó: «Bien, supongamos que la pobre dama ha exagerado un poco, pero ¿cómo
justificar la inmundicia del principal asesor de Farjat, ese Juez cuyo nombre ya
ni recuerdo?». Popea, admiradora de Usía desde que era un jovencito recién
llegado, contestó a su vez: «Andá a saber
si lo que dijo esa Piraña es cierto ¿Y si resulta que es ella la pervertida?».
El Intendente, que no en vano era el último de una larguísima saga de
políticos, devolvió el golpe en el acto: «Quizás
usted quiera decir que todas las mujeres de este pueblo son mentirosas, señora,
cosa que yo no comparto. Pero en todo caso: ¿qué me dice de Aspasia, mano
derecha de Farjat y pescada en la iglesia desovando a la gallina?». Los curiosos
estallaron en carcajadas, con lo que se zanjó el asunto: la caída del santo
pudo ser un accidente; las acusaciones de Niké, nada más que un arrebato, pero
lo de Aspasia no hallaría justificación alguna. Al pecado, ahora se le agregaba
el ridículo, que era mucho peor.
-
De última, cualquier cosa puede perdonarse - Remató Espeucipo, sintiendo que
empezaban a fallarle las fuerzas - ¡Menos una ofensa a la Casa de Dios!
-
¡Pero déjense de pavadas! - Gritó Filipo, blandiendo en el aire una de las
muletas - ¡Más ofenden a Dios con tanta hipocresía!
-
¡Nada de política en la iglesia! - Advirtió el padre Rigoberto, secundado de
cerca por un malhumorado Sansón. Arcadio ya no estaba; había sido expulsado y a
esas horas marchaba rumbo a quién sabía dónde.
Esto
sucedió a la salida de la primera misa, mientras el vecindario se agolpaba
frente a la intendencia, pues había llegado el día de la votación. Los
sufragistas, endomingados y ansiosos, formaban una fila que se estiraba hasta llegar
a la esquina, daba una vuelta completa a la manzana, pasaba otra vez frente al
portón de entrada y terminaba desorganizándose en la plaza, donde una multitud
aguardaba desde muy temprano. El ambiente era tenso, pero tranquilo. Vecinos de
toda la vida, parientes muchos de ellos entre sí, intentaban convencerse unos a
otros hasta último momento, recordando las mil trapisondas de Aristóteles o
alabando sus virtudes empresarias, destacando la honestidad de Aquiles o
escandalizándose de la inmoralidad de su equipo. ¿Quién era mejor? ¿Qué era
peor? «Nada peor que tu mujer de
confianza ande hurgueteando huevos ajenos», decían los manfredinistas
y hasta los farjatistas reían, pues no era tan serio el asunto. No lo
parecía, al menos, hasta que empezó a correr un nuevo rumor. Alguien dijo,
quién sabe quién, que el padre Rigoberto le negaría la hostia al que votara por
Aquiles Farjat, «el candidato de la pornografía y el caos». La amenaza,
incluso en un pueblo en el que pocos comulgaban, era grave y sin duda tuvo su
influencia en lo que pasaría después.
A
las nueve en punto, pese a todas las habladurías, el abogado Santaclara
autorizó la apertura del portón y el primer sufragista se deslizó al patio
municipal, libreta en mano. Era un momento histórico. Adentro aguardaban,
alrededor de una mesa cubierta por un mantel blanco, el Juez Electoral, el
Comisario, el Sargento y un veedor por cada candidato, Ulises representando a
Aquiles y el Turco Julián a su oponente. Casimiro Reyes estaba trepado a una
escalerita, fijando la escena para la posteridad. Detrás del periodista, sobre
otra mesa, dos cajas de maderas esperaban los votos del vecindario. El método
era simple: el sufragista tomaba un papel en blanco de una pila colocada al
efecto, escribía el nombre del candidato elegido y se lo pasaba al Juez, que lo
mostraba a los veedores antes de introducirlo en la urna correspondiente. La
derecha para Aristóteles Manfredini y “la
izquierda para esos zurditos de mierda”, a decir del Coronel.
-
¡No puedo creer que por fin haya llegado el día! - Dijo León, cruzando la plaza
rumbo a la Intendencia. Intentaba animar a Aquiles, muy afectado aún por los
sucesos de la víspera. Junto a ellos, el Doctor Fagúndes tomaba fotografías y
guiñaba espasmódicamente los ojos a las damas.
-
Lo que yo no puedo creer es lo mal que nos ha ido últimamente - Murmuró el
candidato, acomodándose por milésima vez el nudo de la corbata – Ni ganas de levantarme, tenía hoy.
-
¡Oye, anímate pues, ni que fueras a un velorio! – Le gritó Fagúndes, trepado a
un banquito de la plaza.
- ¿Sabías
que mi suegra fue presa? - Comentó León, un poco en broma y un poco en serio,
dirigiéndose al Fagúndes - Le metió unos tiros a nuestro contrincante.
-
Bien, a éso yo le llamaría apoyo familiar - Respondió el médico, sin dejar de
mirar hacia el gentío de la plaza - Además, ¿dónde se ha visto una revolución
sin tiros?
- A
ver si se callan con el asunto de los tiros, que me ponen más nervioso - Dijo
Aquiles, agradeciendo los aplausos espontáneos de un grupo de chicos.
Entraron
los tres al patio de la intendencia y Ulises les hizo una seña para que se
acercaran. «Vamos ganando cuarenta y
nueve a cuarenta y dos», susurró, disimulando la satisfacción. Una señora
que estaba escribiendo su voto en ese mismo momento, levantó la cabeza y
preguntó: «¿Qué me dice de las fiestitas
que se da su amigo el Juez, don Farjat?». Aquiles enarcó las cejas y meneó
la cabeza, pero no dijo nada. Otra mujer, situada a mitad de la fila, estiró el
cuello e interrogó a su vez: «¿Es cierto lo que cuenta el diario sobre
Camilo? ¡Tan bueno que parecía!». León intervino para responder: «No dude que ya vendrá Camilo a poner las
cosas en su sitio, señora, mientras tanto, sugiero que no difamemos a los
ciudadanos que no están aquí para defenderse» «¿Y lo que hizo anoche la descarada esa del Areópago?», insistió la
primera sufragista, entregando su papelito al Juez Electoral. «Quizás ni Camilo ni el Juez hicieron nada»,
dijo otro vecino, «Pero a Aspasia la vió
medio mundo». Aquiles sonrió, tratando de restarle importancia al asunto,
pero no tardó en decretar la retirada.
-
¡Hay que decirle al Juez que venga a poner la cara! - Gruñó mientras salían,
creyendo que la acusación no era más que otra infamia - Y habrá que avisarle a
Camilo, para que esté preparado.
-
¿Y Aspasia?
-
Déjenla donde está, que de nada nos va a servir ahora. ¡Pobre chica!
-
¿Y ahora? ¿Adónde vamos? - Preguntó Fagúndes, que parecía divertirse en grande.
- A
lo de mi tío Parquímedes - Respondió Farjat - Allí aguardaremos el final.
Parquímides
II, aunque viejo y decrépito, había organizado un batallón de mensajeros que
cruzaban el pueblo en bicicleta, actualizando a cada rato la marcha de la
elección. La madre de Aquiles, que de tan anciana se había vuelto casi
transparente, los miraba anotar los datos en una pizarra y movía la cabeza con
desdén; ella no creía mucho que pudieran cambiar al mundo. Hacia el mediodía,
los números parecían darle la razón; de un módico cuarenta y nueve a cuarenta y
dos habían pasado a un aflijente quinientos doce a seiscientos nueve, pero en
contra. Manfredini ganaba por noventa y siete votos.
-
Los huevos de Arcadio nos van a costar muy caros - Murmuró el candidato,
sintiendo que su gran oportunidad comenzaba a evaporarse. Hacia la media tarde,
la tendencia negativa se acentuó y cuando aún faltaban dos horas para cerrar la
elección, Aristóteles se mantenía al frente con una diferencia de casi
trescientos votos. Sus opositores sólo podrían salvarse si, en el campo, Camilo
arrasaba con sus Descalzos.
CXX
Aquel
primer domingo de Diciembre, el campo fue una fiesta. Desde mucho antes que
saliera el sol, los campesinos aguardaban en abigarrada multitud la apertura de
la escuela rural, donde estaban citados a votar. El cura Terámenes, que se
había pasado la noche preparando mate en cantidades industriales, rezó una misa
de campaña llena de optimismo, pues nadie dudaba que el triunfo sería arrasador.
A las ocho y media y bajo una silbatina estruendosa, llegaron los veedores del
partido rival, nada menos que Verón y Fedípides, hermano menor del Turco.
Altanero, el militar se abrió paso golpeándose las botas con la fusta y al
llegar a la mesa donde estaban las urnas, exclamó: «¡A votar, carajo!», convirtiendo los silbidos en carcajada
general. Camilo, veedor por la oposición, fue a sentarse justo a su lado,
sonriendo con picardía. “Reíte nomás”,
dijo el Coronel, simulando que lo saludaba, “Pronto se te va a terminar el circo, ya vas a ver”. Camilo le
devolvió la mirada, intensa y burlona, pero calló. Prefirió levantar las manos
y saludar a un grupo de labriegos que hacía coro desde el terraplén. Familias
enteras seguían llegando desde los confines del valle, con los hijos sobre los
hombros y agregando color y bullicio a la mañana. Reían y chanceaban,
festejando por anticipado. Ninguno de ellos sabía nada de las acusaciones
publicadas por el Diario Regional, aunque tal vez fuera justo decir que no les
habría importado, de todos modos. Camilo trabajaba de sol a sol, igual que
ellos. Aquiles los había apoyado siempre y más de un pobre le debía el techo de
su rancho. El cura Terámenes, medio loco y rezongón, les bautizaba los hijos
cuando nacían, los educaba cuando crecían y estaba siempre ahí, enorme y sin
condiciones, igual que una montaña. ¿Qué podrían decir, Espeucipo y los suyos,
para ponerse a la altura? Menos que nada, por éso los votos fueron sucediéndose
uno tras otro sin caer ni uno solo en la urna reservada a Manfredini. Cada uno
de ellos ganaba una ovación, una alegría insensata que hacía crecer el odio en
los ojos del Coronel, una furia ciega que sólo se redimiría con sangre.
-
Pese a lo que dijo, parece que el circo va para largo - Comentó Camilo, cuando
la cuenta iba cuatrocientos noventa y cinco a cero y aún faltaban miles por
votar.
-
¡Ustedes no pueden ganar! - Fue la inmediata respuesta de Verón, lanzada entre
dientes - Y aún si ganaran, jamás podrían gobernar.
-
¿Ah, no? Pues dígaselo a ellos - Retrucó Camilo, señalándole el mar de gente
que los rodeaba - Son ellos los que ganarán. Son ellos los que gobernarán.
-
Ustedes no entienden nada de política, muchacho - Murmuró Verón, con sorna -
¿Qué importa quién gane? Sólo puede gobernar quien tiene el poder y ustedes no
van a tenerlo nunca, por más que llenen de votos las malditas urnas.
-
El poder es la gente - Dijo Camilo, poniéndose serio por primera vez.
-
No - Replicó el militar, más serio aún - El poder soy yo. La gente es una
ilusión.
-
Bien, como sea; a estas elecciones las ganará la gente.
-
¡Je! Con el tiempo, nadie recordará quién ganó.
Fedípides,
que había escuchado todo, intervino con una frase de desconcertante certeza:
-
No importa cuánta gente haya ahí afuera, pues sólo votarán los que logren
hacerlo antes de las seis de la tarde, hora en que terminará el sufragio.
-
Bien, ganaremos seis mil a cero en vez de veinte mil a cero - Dijo Camilo,
aunque el cura le hacía señas de que no les siguiera la corriente - ¿Cual es la
diferencia? ¡Ganaremos, de todos modos!
La
fiesta siguió. Camilo llamó a sus hombres y los instruyó para que la gente se
apurara al escribir el nombre. «Que
pongan Farjat, nada más», explicó, calculando que con algo de esfuerzo
podrían sufragar diez personas por minuto, más o menos. A las seis en punto,
cuando Verón se puso de pie y golpeó la mesa con la fusta, la urna que se había
dispuesto para Aristóteles continuaba vacía, mientras que en la otra se
amontonaban miles de papelitos de apoyo a los Descalzos.
-
¡Arrasamos! - Exclamó Camilo, de cara a la multitud. Una exclamación inolvidable
hizo vibrar los cimientos de la escuelita rural.
CXXI
Lo
que sucedió después, entre las seis de la tarde del domingo y las diez de la
mañana del lunes, quedará para siempre en el misterio. Durante esa noche,
mientras los partidarios de Aquiles festejaban una victoria incuestionable, el
Juez Electoral llegaba a otra conclusión: para Santaclara, Manfredini había
ganado con amplitud, según él «porque la
gente comprendió a tiempo los riesgos que corría con los inmorales de la
oposición». Convocado a las nueve en punto al despacho municipal, Aquiles
no podía creer el informe presentado por Espeucipo. En una pizarra ubicada
sobre la pared del fondo, el Turco Julián escribía los números lapidarios:
Resultados
en la escuela rural: Farjat: 3.297, Manfredini: 3.350.
Resultados
en la Municipalidad: Farjat: 2.673, Manfredini: 4.178.
Totales:
Farjat: 5.970 - Manfredini: 7.528
Aquiles
empalideció. Aristóteles bebía café en el balcón y lo observaba en silencio. No
hacía más que pensar en que la pitonisa había acertado con su vaticinio: habían
sido, nomás, cinco las casualidades de su increíble fortuna. Sonreía leve, el
ganador, con aire satisfecho. Casimiro Reyes, invitado en honor a sus valiosos
servicios, paseaba por la sala con aires de nueva importancia. «¡Pero no puede ser!», exclamó por fin
Aquiles, «¡Si estábamos ganando de punta
a punta!». Las conversaciones se acallaron. Espeucipo sonrió,
condescendiente. «Así es la democracia»,
explicó, «Se gana y se pierde».
Confundido, Aquiles dio media vuelta y salió a la calle, donde los partidarios
de Manfredini comenzaban a reunirse entre cánticos y papel picado. «¿Cómo que perdimos?», balbuceó León,
que aguardaba en la vereda junto al Doctor Fagúndes. En ese mismo instante
llegó Ulises, furioso: «¡Ahora entiendo
por qué habilitaron sólo dos mesas! ¡Fuimos unos idiotas!». Aquiles se
tomaba la cabeza con las manos, repitiendo una y otra vez la misma letanía: «No puede ser, no puede ser». Subieron a
la camioneta y se quedaron en silencio, mirando hacia afuera el festejo de la
oposición.
-
La verdad es que acá, en la ciudad, perdimos como en la guerra - Dijo Ulises - El
asunto de Aspasia nos liquidó.
-
¡Pero en la escuela sacamos miles votos! - Gritó Aquiles, rojo de furia - ¿Dónde
fueron a parar?
-
Hay que anular las elecciones - Sugirió el Doctor Fagúndes, tragando con
dificultad un trozo de pan de miel - En mi país se hace a menudo.
-
¿Cómo? ¿Apelando a quién? - Casi sollozó Aquiles, derrumbándose sobre el
volante - ¿A Cinoscéfalos? ¡Con lo que
publicó el diario, no se animará ni a salir de su casa! ¡Ya está! ¡Perdimos y a
otra cosa!
Volvieron
a quedarse callados, sin saber qué decir. Era el final. Aquiles puso en marcha
la camioneta y se dirigieron al Solar de
los Ortega, donde León preparó el amargo café de la derrota. Nadie hablaba.
De pronto, se oyó un par de golpes en la puerta y Ulises fue a mirar quien era.
«A que no adivinan», dijo luego,
meneando la cabeza, «Nuria Segovia está
ahí». Aquiles se acomodó el pelo con una mano y salió a recibirla. La
mujer, pálida y nerviosa, quiso abrazarlo, pero él la eludió. «¿Qué pasa, que no estás celebrando con tus
amigos?», preguntó. Nuria sonrió con tristeza y respondió:
-
Quise advertírtelo, esa tarde en la procesión, para éso me acercaba. Pero justo
se te cayó el santo. Después ya no pude encontrarte por ningún lado.
-
¿Y qué querías advertirme?
-
Que Santaclara es cuñado del Turquito. Estaba en venta y Aristóteles lo compró.
Yo sabía que te iban a robar la elección.
-
¿Y cómo lo hicieron?
- Los
votos que envió Terámenes nunca llegaron a la Municipalidad, pues Verón los
cambió en el camino por otros que ya tenía preparados. ¿Qué campesino será
capaz de reconocer su letra de otra parecida? Y para colmo, Manfredini ganó de
verdad aquí en el pueblo. Ese asunto de Aspasia...
-
Bueno, ya está, terminó la revolución.
-
¿Y nosotros, Aquiles? ¿Qué va a pasar con vos y conmigo?
-
No sé, Nuria, no estoy de ánimo para hablar de éso...
Y
éso pareció que sería todo, pero entonces comenzaron a suceder otras cosas
extrañas. Apenas se había ido Nuria, llegó el Comisario. Estaba sin afeitar y
con el uniforme arrugado, como si aún estuviera viviendo el día anterior.
Saludó con un gesto seco, recibió una taza con café que le ofreció Fagúndes y
dijo: «Parece que tenemos problemas».
-
Chocolate por la noticia - Murmuró León - Ya sabemos que perdimos.
-
No me refiero a eso - Replicó Pericles - Están llegando malas noticias desde el
interior: los campesinos no aceptan al nuevo Intendente. La gente se está
juntando en la escuela de Terámenes y Manfredini me envió a echarlos de allí.
Habrá lío.
Aquiles
se dejó caer sobre una silla, derrumbado.
-
Hay que hablar con Camilo, la gente lo escuchará - Dijo León, mirando la hora
en el reloj de la pared. Pensó que si se apuraba, todavía podía tomar el
ómnibus y llegar a Foz pasado el mediodía. Pero aún faltaba la peor parte del
informe:
-
Lastimosamente, no me aguanté las ganas de decirle a Manfredini que es un
tramposo hijo de puta y que si la gente no lo quiere, por algo será - Anunció
el Comisario, con la mirada perdida -y el desgraciado me despidió.
-
¿Cómo? ¿Cómo que te despidió?
-
Ya no soy más el Comisario, muchachos. Esa fue la primera ordenanza de
Manfredini Intendente. Me echaron en cara que no pude hallar a los asesinos de
Rómulo y sus sobrinos, cosa que el Turco se comprometió a hacer de inmediato.
El nuevo Comisario es él y a esta hora se debe estar preparando para ir con sus
matones a desalojar la escuela.
León
le pegó un puñetazo a la pared, Aquiles meneó la cabeza y Ulises se quedó con
la boca abierta. El Doctor Fagúndes, en cambio, resplandecía: «¿No se dan cuenta – preguntó - que esto significa que aún no está todo
perdido? ¡Vamos a calmar al pueblo y después vemos cómo pasamos al contraataque!».
Se quedaron mirándolo. «¡Claro! ¿No lo
ven?», insistió el médico, «Si la
gente estuviera conforme con ésto no habría nada que hacer, en cambio...».
Aquiles se puso de pie y dijo:
-
Amigo, disculpe, pero usted está medio loco. Aquí ya no hay nada que hacer.
-
Mi media locura garantiza la media verdad de mis dichos - Replicó Fagúndes,
sonriendo -¿No me habían invitado a una revolución? Si pretenden ganarle a la
injusticia, no se pueden sentarse aquí a esperar que la injusticia se rinda. Fíjense
bien, pues: los campesinos están dando el ejemplo ¿qué vamos a hacer,
compadres, dejarlos solos?
-
Tiene razón, tal vez no todo esté perdido - Convino León - ¿Por qué no vamos a
lo de Terámenes a ver qué sucede? Por lo menos los vamos a apaciguar.
Así
comenzó todo otra vez. Subieron a la camioneta de Aquiles y partieron de
inmediato, sin imaginar que en vez de calmar los ánimos terminarían por exacerbarlos,
llevando la situación a un punto sin retorno. Un candidato derrotado, un
Comisario despedido, un ideólogo abandonado por su mujer y un amigo de toda la
vida, Ulises, que veía evaporarse la oportunidad de la venganza. Estos eran los
hombres que se proponían restablecer la paz en Nueva Atenas. A ellos se
agregaba un médico idealista de vacaciones y para completar el plantel, pasaron
a recoger a Parquímides II, perdiendo con ello la última chance de evitar la
desgracia. Oculto bajo la chaqueta, el anciano llevaba el revólver que había
comprado su hermano casi veinte años atrás, para matar al pérfido Emir. Le
había cargado los seis tiros, pensando que ya era hora de estrenarlo.
CXXII
Camilo
escuchó ladrar a Muralla y se asomó a la ventana de la cocina. Por el camino,
una multitud venía marchando en dirección a la casa. Eran campesinos y
reconoció a la mayoría de ellos, pero se sorprendió de verlos armados con palos
y machetes, caminando en silencio. Hombres, mujeres y chicos en pie de guerra. Tuvo
un mal presentimiento, así que abrió la puerta y salió al jardín, expectante.
Apenas lo vieron, los labriegos apuraron el paso hacia él. Algunos corrieron,
incluso. Se oyó un grito: «¿Qué va a
pasar ahora con todas las promesas, eh, Camilo?», y un coro de protestas
subrayó la frase. Muralla ladró con más furia y su dueño lo detuvo con un
chistido.
-
¿De qué se trata todo ésto? ¿Por qué no me lo explican, primero? - Preguntó,
bajando por el terraplén. Le dijeron que el nuevo Intendente no era Farjat,
sino Manfredini. Camilo suspiró hondo, recorriendo con la mirada los rostros
cargados de resentimiento. «Y ustedes,
¿cómo se enteraron tan pronto?», inquirió, ganando tiempo para poner en
orden sus ideas.
-
Esta mañana temprano - Respondió Sixto Ottamendi, padre de Pajarito Triste - pasaron Cipriano Mancuello y el Tuerto Ozuna avisando que todos los que
apoyen a Farjat o a Camilo serán expulsados de las tierras, por orden del nuevo
Intendente.
Camilo
miró su reloj: eran las ocho de la mañana, una hora antes de la fijada por
Caballero para informar el resultado de la elección. Eso significaba que
Manfredini lo sabía desde antes, quizás desde siempre. Todo, entonces, había sido un gran engaño. La elección, las
promesas, la dulce utopía de un mundo diferente.
-
¡Nos dijiste que estarías siempre con nosotros, Camilo! - Exclamó Sixto,
después de informar que había enviado a su hijo a buscar al resto de los
Descalzos - ¿qué vamos a hacer ahora?
¿Qué van a hacer ustedes?
Camilo
volvió a respirar profundo, mirando esta vez hacia lo lejos, donde empezaban
las sierras y el horizonte se volvía azul. Respondió con voz firme:
-
Vamos a resistir, carajo, qué más.
Un
murmullo excitado estremeció a la gente y Camilo contó cuántos hombres había a
su alrededor. Setenta y dos. Separó a los
más jóvenes y los envió a recorrer el valle, para citar a todos a la
escuela rural. «Apúrense, antes de que la
amenaza de Manfredini cause efecto», ordenó. Luego dejó un par de muchachos
en su casa «Por si viene alguien más, los
mandan inmediatamente a la escuela» y partió con los restantes a toda
marcha. El viejo cura se sorprendió al verlos llegar, pero no dudó que algo
había salido mal. Cuando se lo explicaron, apartó a Camilo a donde nadie
pudiera escucharlos y le preguntó:
-
¿Y ahora qué, muchacho? ¿Qué estás intentando hacer?
-
Lo que aprendí en esta escuela, padre - Respondió Camilo - voy a llevar la
verdad hasta sus últimas consecuencias.
-
Eso está muy bien, pero ¿cual verdad?
-
La que todos nosotros, usted, yo, los campesinos, sabemos: acá hubo trampa.
Manfredini no ganó, ganamos nosotros.
-
Si, éso ya lo sé, ¿y qué? Era algo que podía ocurrir. Lo que quiero saber es
qué estás intentando hacer al respecto.
-
Nosotros le enseñamos a la gente a resistir, ¿ya lo olvidó? - Contestó Camilo,
mirándolo fijamente - Le dijimos que no había por qué aceptar la pobreza como
algo natural, que había que organizarse y luchar para salir adelante. Nosotros,
padre, nosotros les enseñamos a rechazar los abusos del poder ¿qué quiere que
haga ahora sino continuar al frente, hasta el final? ¿Cómo voy a dejarlos
solos?
-
Bien, o sea que vamos a resistir.
-
Así es.
-
¿Y cómo?
-
Como ya dijimos una vez: cerrando todos los caminos, aislando al pueblo hasta
que Manfredini renuncie o acepte nuevas elecciones.
-
Manfredini es peor que Caballero. Sacará al Ejército.
-
En tal caso, padre, resistiremos al Ejército, pero llegó la hora de demostrar
hasta qué punto somos capaces de llevar adelante nuestras convicciones.
-
Eso está muy bien para vos o para mí, pero ¿y la gente? ¿Te has puesto a pensar
que esta rebelión puede terminar a los tiros? ¿Estás listo para cargar en la
consciencia la muerte de alguien? ¡Esos tipos que ves ahí tienen hijos, tienen
una esposa, una familia que mantener! ¿Vamos a llevarlos a una guerra? ¿Estás
listo para cargar con éso?
Camilo,
que se había sentado en un banquito, se levantó con brusquedad.
-
No, no lo estoy – Respondió - Pero no tengo alternativa. ¿Acaso debo abandonar
a los que creyeron en mí?
-
¡Carajo, Camilo, eso es pura soberbia! – Rugió el cura - ¡No confiaron en vos,
sino en las verdades que les transmitimos y esas verdades siguen siendo
ciertas!
-
Bien; tengo derecho a seguir sosteniéndolas, entonces.
-
Sí, pero no tenés derecho a llevarlos a ellos hasta el final.
-
Padre, ya estamos en el final.
Se
escucharon ruidos y voces airadas, así que salieron a ver qué más sucedía. Un
centenar de labriegos enardecidos cruzaban el portón de la escuela, enarbolando
machetes. Efigenio, Segundo y Pajarito
Triste iban al mando, armados con unos palos que parecían de escoba. Al
rato, mientras Terámenes y Camilo trataban de ubicarlos con un cierto orden,
llegaron Bienvenido y Temóstecles, a la cabeza de un grupo mucho más numeroso.
Poco más tarde se unieron Carápulo, el Chato
Ortiz y Mefístoles Saravia, al tiempo que los manifestantes pasaban ya los
seiscientos. Eran las diez de la mañana del lunes. A las once, los rebeldes
sumaban más de dos mil.
-
Padre, ¿ve? ¡La masa está con nosotros! – Dijo Camilo, excitado.
-
Cuidado, Camilo - Advirtió Terámenes, mientras la multitud vociferaba consignas
cada vez más agresivas - Acordate que la masa no piensa.
Pero,
a esas alturas, Camilo sólo oía sus propias voces interiores. Trepó a una mesa
y durante veinte minutos arengó con pasión al gentío, elevando la adrenalina. «¡Ha llegado el momento en que no daremos
otro paso atrás!», dijo, esforzándose por hacerse oir a lo ancho del patio.«¡Hemos sido mansos durante demasiado
tiempo, compañeros, pero hoy vamos a decir basta! ¡No queremos que nos engañen
más! ¡Abajo Manfredini! ¡Farjat intendente!». Y en medio de la ovación,
cayó la policía. No fueron muchos, al principio. Apenas el Comisario Julián, de
civil, y los Cabos Ortega y Cárdenas, de uniforme. Armados con fusiles, los
tres. Camilo bajó de la mesa y salió a enfrentarlos, seguido a las apuradas por
Terámenes y el resto de los Descalzos.
-
¿Qué hacés vos acá, Julián? - Exclamó Camilo - ¡No veo cerca ninguna mujer a la
que puedas golpear o provocar miedo!
Por
un momento, pareció que el muchacho se abalanzaría sobre el Turco, pero los
Cabos se interpusieron, amartillando sus armas. «¡Alto! ¡Alto!», gritaron a la vez. Terámenes apartó a Camilo y
encaró al nuevo Comisario:
-
¡No se les ocurra entrar con armas, desgraciados, ésta es una escuela
cristiana!
-
¡Estamos cumpliendo una orden del Intendente!- Contestó Julián, sin retroceder-
¡Desalojen este patio! ¡Todo el mundo a sus casas!
-
¡El único Intendente que reconocemos es a Aquiles Farjat! - Gritó alguien.
-
¡Fuera de aquí o les rompemos el alma! - Agregaron otros, hasta que el griterío
se volvió un rugido atronador. Aterrados, los Cabos recularon sin miramientos,
pero el Turco permaneció firme, apuntando con su fusil al pecho del cura.
-
Se lo advierto, padre - Dijo - Esto va a terminar muy mal.
En
ese momento, una sombra veloz se abrió paso entre la muchedumbre. Era Muralla,
estirando su cuerpazo negro en un salto increíble y cayendo sobre Julián. Fue
todo tan repentino, que nadie pudo reaccionar. Mucho menos el Turco, que se vió
de espaldas en el suelo, desarmado y con los salvajes colmillos contra la
garganta. Temiendo que abrieran fuego contra su perro, Camilo cometió entonces
el error que le costaría la vida: se avalanzó sobre Muralla y lo apartó de su
presa, tirándolo del collar. Apenas liberado, Julián corrió a refugiarse en la
camioneta municipal, ante el júbilo de los campesinos. Los Cabos, sin saber qué
orden seguir, corrieron tras él.
-
¡Lárguense! - Gritaban todos, pero el Turco no se fue. Furioso, temblando de
humillación, llamó por radio a Nueva Atenas y pidió refuerzos. Camilo
comprendió que el incidente estaba lejos de solucionarse, así que llevó a
Muralla al fondo de la escuela y lo encerró en un cuarto vacío. El cura
Terámenes lo siguió hasta ahí, preocupado:
-
Cuidado, Camilo, no te dejés llevar por las provocaciones - Dijo - Mirá que
Verón debe estar deseando caernos encima y sólo espera una excusa.
-
Ya lo sé - Respondió Camilo, con mucha tranquilidad - Voy a hablar con la
gente.
-
¡Camilo! - Exclamó entonces Carápulo Tinguitella, cargando el fusil de Julián -
¡Llegan más enemigos!
- ¡Nada
de armas en mi escuela! - Rugió Terámenes y de un manotazo desarmó a Carápulo.
En ese mismo momento, otras dos camionetas se estacionaron junto al portón de
entrada. El sacerdote dejó el fusil detrás de una puerta y se apuró en alcanzar
a los dos muchachos. Muralla ladraba, furioso, desde su encierro.
- ¡Tranquilos,
tranquilos todos! - Ordenó Camilo, haciendo señas con los brazos - ¡Adentro,
vamos, no les den excusas para dispararnos!
Armada
hasta los dientes, la flor y la nata de la mafia fronteriza bajaba en ese
instante de las camionetas. Camilo reconoció al Chapa Barrios y al Botija Salcedo,
viejos amigos de Julián, junto a Robustiano Van Gogh, Raúl Mendonça y Elvio
Antúnez, pistoleros de Foz. Los más conspicuos capangas de Manfredini - Cipriano
Mancuello y el Tuerto Ozuna - también
eran de la partida. Terámenes salió a enfrentarlos:
-
¡No tienen ningún derecho de venir aquí! - Gruñó, señalándolos con uno de sus
dedos gruesos y deformes.
-
¡Tenemos órdenes! - Retrucó el Turco, retomando la iniciativa - ¡Despejen de
inmediato o van a tener problemas!
Los
labriegos respondieron con una estruendosa rechifla y algunos levantaron
piedras para arrojar sobre los invasores. Para empeorar la situación, justo en
ese momento llegaron Aquiles y sus amigos. Parquímides II, al ver tanta gente
armada, no necesitó pensar mucho para bajar con su viejo revólver en mano:
-
¡Turco Julián! ¡Date por muerto! - Exclamó y ahí nomás apretó el gatillo. Quién
sabe por qué no murió el Turco, aquel lunes extraño. Por segunda vez en pocos
minutos, salvó su vida con la misma injusta milagrosidad con que Aristóteles
esquivó las balas de Mariazinha. La media docena de plomos agujereó el costado
de una camioneta y desató el escándalo. Los capangas abrieron fuego contra el viejo,
que hubiera pagado cara su locura si no se interponía a tiempo el Doctor
Fagúndes, empujándolo al suelo. Durante un lapso indefinible, nadie entendió lo
que pasaba, pues unos y otros corrían a los gritos, mezclándose en un mismo polvo
agresores y agredidos. Volaron palos, piedras y puñetazos, se oyeron decenas de
disparos, pero cuando Terámenes logró reimplantar la paz, no había más que
algunos heridos leves y ningún baleado. Igual que un Moisés gigantesco, el cura
separó las aguas de la descomunal gresca y retrasó lo que ya estaba escrito.
Con vozarrón imperioso, impuso silencio a los beligerantes. La mitad de los
hombres del Turco había perdido sus armas y corría camino abajo, pero la otra
mitad se parapetaba tras las camionetas, recargando la munición. Muchos
campesinos huían a través del monte, espantados por los tiros, pero muchos más
se preparaban para resistir el asalto final, comandados por Camilo. Terámenes
vió que las manos de su alumno estaban manchadas de sangre y algo se le quebró
en el alma. Gritó: «¡Basta, por Dios!
¡Basta ya, a todos!». Temblando de rabia y dolor, el viejo sacerdote bajó
por el terraplén y tomó al Turco de un brazo:
-
¡Fuera de aquí, imbécil! - Rugió - ¿No ves lo que pueden lograr tus malditos
fusiles?
Tal
vez sin que nadie lo esperara, Julián bajó su arma e hizo una seña a sus
hombres para que hicieran lo mismo. Estaba sucio, desgreñado y con sangre en la
boca y la nariz, producto de un trompazo que había logrado asestarle Ulises.
Miró al cura de un modo raro, con una mezcla de respeto y amenaza, pero
enseguida subió a uno de los vehículos y el grupo emprendió la retirada. Los
campesinos que aún quedaban en pie de guerra, quizás unos ochocientos,
estallaron en una victoriosa ovación.
CXXIII
Hacia
la media tarde de ese mismo día, ya no quedaba nadie en la región que no
supiera que Aquiles había perdido y que los «diez mandamientos» jamás
serían puestos en práctica. Un rumor amargo campeaba en el valle, aquí y allá
se hablaba de hacer algo, pero no quedaba claro qué. Sin embargo, uno a uno los campesinos dejaban
los surcos y marchaban hacia la escuela de Terámenes, cabizbajos y frustrados,
rabiosos, buscando una respuesta. Antes del anochecer, había allí no menos de
tres mil de ellos, acampando en silencio mientras el cura y los Descalzos decidían
qué hacer a continuación. Dijo Terámenes:
-
Esto ha ido demasiado lejos y tenemos que detenerlo aquí mismo, antes que
suceda algo peor. ¿Qué esperamos? ¿Que maten a alguien?
-
La gente no acepta la derrota - Respondió Aquiles, meneando la cabeza con
tristeza - pero yo veo que no hay qué más hacer. Hay que decirles que se vayan
a sus casas y que se olviden de todo este bello sueño de la justicia, la
igualdad...y todo éso.
-
No estoy de acuerdo, para nada - Intervino León - Cuando hablamos de justicia
social, de educación, de una vida más digna, ¿de qué hablábamos? ¿Eran sólo mentiras
para ganar una elección o de verdad creíamos en éso?
-
Por supuesto que creemos - Respondió Ulises - y nada me enfurece más que dejar
a esos desgraciados tan impunes como siempre, pero ¿qué podemos hacer?
-
Ir a la revolución armada, si tienen huevos - Refunfuñó Parquímides II, molesto
aún porque le habían confiscado el revólver.
-
Dejáte de joder, tío - Dijo Aquiles - Hoy no murió nadie de milagro. ¡En
cualquier momento se nos aparece Verón por acá!
-
¿Pero no estábamos de acuerdo en resistir al fraude? - Preguntó el Chato Ortiz - ¿Y cómo carajo se supone
que nos vamos a resistir si no es por la fuerza?
-
Tenemos cinco fusiles - Informó Carápulo.
-
¡Nada de armas! - Intervino Terámenes - ¡Tenemos suficiente razón como para no
precisar la fuerza! Y además, ésto es una escuela ¿qué se han creído, eh?
-
Padre, cuando Verón venga por aquí no se va a detener ni ante nuestras razones
ni ante la bandera de la escuela - Anunció Chavarría, profeta sin saber - y si
vamos a resistir, cuanto más cosas de nuestro lado haya, mejor. Yo que usted
mantengo a los fusiles bien a mano, por las dudas.
-
Ni hablar - Negó el cura, tajante - Mañana voy al pueblo a devolverlos a la
Municipalidad y a exigirle a Manfredini que no se meta más con nosotros.
-
¡Eso es una locura! - Exclamó Efigenio y todos estuvieron de acuerdo pero el
sacerdote no cedió. Entonces habló Camilo, que había estado escuchando con
mucha atención:
- A
mí, sin embargo, me parece una buena idea.
- ¿Justo
vos, Camilo, decís éso? - Preguntó, algo socarronamente, León.
-
Sí, justo yo - Contestó Camilo, pensativo - Devolver las armas relajará las
tensiones y nos dará tiempo para poner en marcha mi plan.
-
¿Y cual plan es ése? - Preguntaron todos a la vez.
-
El padre tiene razón: hoy no murió nadie de milagro, pero quizás mañana ya no
haya otro milagro - Dijo, poniéndose de pie - y nosotros somos responsables de
lo que le pase a cada uno de esos campesinos que está ahí afuera, esperando a
que les digamos qué hacer. Acá somos dieciséis, pero creo que cuatro no deben
participar del plan: el padre, Pericles, el tío de Aquiles y Aquiles mismo. Los
demás, si están de acuerdo, organizaremos la resistencia aislando por completo
al pueblo hasta que Manfredini convoque a nuevas elecciones o bien, hasta que
se vaya al carajo.
Estuvieron
de acuerdo, a excepción de Parquímides II, que se negó a marchar: «No necesito que nadie me ande cuidando el
culo», anunció, de modo que convinieron en mantenerlo allí. El plan, de todos
modos, era simple: los Descalzos se dividirían en cuatro equipos, los que a su
vez dirigirían grupos de campesinos para cortar las rutas que comunicaban al
pueblo con el mundo.
-
En cada punto habrá quinientos o seiscientos campesinos - Explicó Camilo - que no dejarán pasar nada,
ni una bicicleta. ¿Cuántos soldados tiene Verón? ¿Cien? Bien, no dudará en
mandarlos, pero entonces nos vamos a retirar pacífica y falsamente, pues apenas
ellos se vayan volveremos a ocupar el mismo sitio. Los volveremos locos y les
ganaremos sin armas, como dice el padre.
-
¿Y si disparan? - Preguntó Pajarito Triste, como si supiera que pronto lo iban
a matar.
-
No lo harán - Respondió Camilo, quizás por no tener que explicar cual era la
segunda parte de su plan.
-
¿Y yo? ¿Qué hago yo? - Se angustió Aquiles, mientras el grupo se ponía en
movimiento. Su tío temblaba de rabia al ser dejado de lado.
-
No podés poner en riesgo tu legítima candidatura - Dijo León - Volvé al pueblo,
no te separés ni un metro de Pericles y esperá los acontecimientos.
Seguramente, en una semana más serás el Intendente.
Aquiles,
que no sabía que en una semana más estaría muerto, sonrió. Cruzó el mar de
labriegos con Pericles y emprendieron el regreso a Nueva Atenas. Los que se
quedaron, incluído el entusiasta Doctor Fagúndes, formaron los grupos y después
Camilo se encaramó en una mesa para hablarle a la gente. Fue un discurso breve,
pero se hizo entender en algo esencial: iban a resistir, sí, pero evitando
confrontaciones armadas. «¡Hasta la
victoria!», exclamó al final, con un gesto más belicoso que lo que daba a
entender su oratoria. Enseguida salió el primer grupo, comandado por Ulises,
León y Fagúndes, feliz con la aventura. Terámenes, en cambio, los vió partir
con un nudo en la garganta. La imagen de los hombres saliendo en cerrada
formación le trajo recuerdos antiguos, imágenes de cuando espiaba a los
republicanos marchando al combate y preguntándose cuantos de ellos regresarías
con vida. Al rato salió el segundo grupo, guiado por Mefístoles, Segundo y Pajarito Triste. El tercer pelotón salió
un poco después, a las órdenes de Bienvenido, Temóstecles, el tío Parquímides
II y el Chato Ortíz. Sólo quedaba el
batallón que comandaría Camilo, secundado por sus lugartenientes de siempre:
Efigenio y Carápulo. Antes de que salieran al camino, el cura lo llamó y le
dijo:
-
Hay dos cosas que aún no sé: por qué me diste la razón en el asunto de devolver
las armas, cuando sé que no estás de acuerdo...
-
¿Y la otra?
-
Cual es la segunda parte de tu plan.
Camilo
se rió. Por aquellos días, tenía el pelo bastante largo y una sombra de barba
en el rostro. Miró al sacerdote con un cariño más evidente que otras veces y
respondió:
-
Le dí la razón porque tiene razón, aunque es cierto que no estoy de acuerdo:
esos fusiles nos van a hacer falta, pero no importa. En cuanto a la segunda
parte de mi plan, sólo se lo diré si me veo obligado a ponerlo en práctica.
Y
dicho ésto se marchó. Regresaría unos días más tarde, en pie de guerra y para
ponerlo al tanto de la segunda parte del desastre. Curiosamente, la estrategia
de aislar al pueblo estuvo a punto de dar resultado, pues los vecinos
comenzaron a impacientarse y a protestar, presionando sobre Aristóteles para
obligarlo a negociar con Aquiles. Los
soldados que movilizó Verón, en tanto, se volvieron locos corriendo de un punto
a otro, desalojando centenares de rebeldes de un camino que quedaba despejado
media hora y volvía a ocuparse apenas ellos marchaban a disolver otro bastión.
El miércoles, miles de labriegos se habían unido a la resistencia, negándose a
vender su producción al supermercado de la viuda Pane. Nada saldría del campo
ni llegaría a Nueva Atenas hasta que se hiciera justicia. Ni un pasajero. Ni
una carta. Ni una llamada telefónica siquiera, pues los alzados cortaron las
líneas y hasta amenazaron con dejar sin agua ni luz a la comunidad, si
Aristóteles no renunciaba.
-
Bien, ya es hora de acabar con esta farsa - Dijo Verón, el miércoles al
mediodía, en visita oficial al nuevo Intendente - Quiero la orden para abrir
fuego contra los insurgentes. ¿No saben que hasta tienen guerrilleros
extranjeros en sus filas? ¡Ya llegó un tal Fagúndes y pronto llegarán los
demás! Vamos a liquidar a esos muertos de hambre…
-
Vos estás loco - Le espetó Espeucipo, que oficiaba de consejero del primo.
-
Si tus soldados hacen el ridículo corriendo de aquí para allá no es por culpa
de esos muertos de hambre - Agregó Aristóteles, más nervioso que nunca - sino
por la falta de una táctica de tu parte para ponerle fin a la farsa que tanto
te molesta. Pero no será a los tiros. Ya ves que vino el cura y devolvió los
fusiles que dejaron tirados tus hombres.
-
No fueron mis hombres, sino los tuyos.
-
Sí, los míos, porque los tuyos sólo saben correr.
-
Váyanse al carajo los dos.
Furioso,
el Coronel fue a ver al Juez y le planteó el mismo argumento. Cinoscéfalos, que
no había vuelto a salir a la calle desde la publicación de su amor con
Pirañita, lo dejó hablar y prometió que estudiaría un modo de firmar la orden,
pero apenas el militar desapareció de su vista comenzó a preparar sus cosas
para dejar el pueblo. Pensó en ir a buscar a Leoncia, a quien no veía desde el
escándalo, pero acabó por cambiar de idea. Metió en un baúl algunos libros
indispensables, una pila de expedientes útiles para el chantaje y muy poca
ropa, pues la mayoría le quedaba estrecha desde que había empezado a engordar.
Menos mal que su dinero estaba a salvo en un Banco de Foz, suspiró, por consejo
de la dueña del burdel Dois Angus.
-
Los almacenes se están vaciando - Reconoció Espeucipo, afligido por el giro de
los sucesos - y más pronto de lo que suponés te van a pedir la renuncia, o un
arreglo con Farjat.
-
¿Y qué mierda puedo hacer? - Explotó Aristóteles - ¿Ceder con Verón?
-
No, éso jamás. Llamemos al Turco Julián, en todo caso. ¿Para qué es el nuevo
jefe de policía, si no? Tenemos que ponerle fin a este maldito asunto.
Llamaron
a Julián una vez más y le ofrecieron una fortuna idéntica a la que le habían
dado una vez al Juez, cuando salvó a Aristóteles de la persecución de Pericles.
«Pero queremos muerto a Camilo en
cuarenta y ocho horas», fue la consigna. Y el Turco salió a cumplir el
encargo, pero justo en ese momento entraron a escena dos personajes por
completo distintos, que ni siquiera se conocían entre sí y que contribuirían - sin
querer - a empujar la balanza hacia la tragedia. El primero fue Efraín
Fernández, el padre de Laida, quien irrumpió en la municipalidad el jueves por
la mañana y enfrentó a su ex yerno con determinación, como para dejarle claro
que no le temía:
-
¡Estás llevando al pueblo a la ruina! - Exclamó - ¡Y todo gracias a que ganaste
la elección haciendo trampas! ¿Por qué publicaste esa carta de mi nieta si
sabés bien que no es cierto lo que dice? ¡Niké acaba de enterarse y está
furiosa!
-
¿Por qué? - Preguntó Aristóteles, sonriendo para que la discusión no subiera de
tono y enterara a todo el mundo de su triquiñuela - ¿Defiende ahora a ese piojoso?
- Mal
que te pese - Dijo el suegro, entre dientes - e incluso si ella odia a ese
muchacho, sigue siendo el padre de su hija, ¡pero vos no sos capaz de ver un
milímetro más allá de tus ambiciones, maldito seas! ¡Niké te importa un carajo
y todo el pueblo simpatiza con ese Camilo Insaurralde!
-
Bien, si ya dijo lo que quería, retírese - Interrumpió Aristóteles, secamente -
Quizás no lo sepa, pero alguien tiene que arreglar el desastre que está
haciendo el piojoso que mi hija defiende.
-
¡Te lo advierto, Aristóteles, te lo advierto! - Exclamó el suegro - ¡No te perdono
que hayas metido a mi nieta en ésto! ¡La hiciste quedar como una sirvienta
ultrajada, así que publicá una desmentida o lo haré yo mismo! ¡Te doy dos días!
Y
salió dando un portazo. Manfredini se quedó en silencio, mordiéndose los
labios. Al fondo de la sala, Espeucipo encendió un cigarro.
-
¿Qué decís vos, primo? - Preguntó Aristóteles, sin ocultar la amargura que le
había dejado el incidente - ¿Será cierto
que la gente está en mi contra?
-
No lo sé, pero es cierto que tu puesto pende de un hilo - Respondió el ex
Intendente, en voz baja - A este paso, o se lo queda Farjat o se lo queda
Verón.
-
Será que ya perdió efecto lo que publicamos en el diario - Razonó Manfredini,
buscando un puro en uno de los cajones del escritorio - Nadie se acuerda del
Juez, ni de la flaca ésa de los huevos, ni de la carta de mi hija. Ahora sólo
estoy yo y si en dos días no arreglo el escándalo, estaré perdido. A mi maldito
suegro la gente le va a creer.
-
Tendremos que firmarle a Verón la orden que tanto quiere...
-
¿Vos decís que no habrá más remedio?
-
No veo otra salida. Salvo que ocurra un milagro.
Pero
aquel no era un día muy propenso a los milagros. A las siete de la tarde,
después de cruzar el monte en el más absoluto secreto, Pablo Lechín abandonó
treinta años de ocultamiento e invadió el pueblo. A su mando marchaban – es un
decir - unos trescientos individuos famélicos y desharrapados. Cubiertos de
mugre, apestados de piojos y moscas, entraron sin previo aviso por la calle
principal, atravesaron la plaza dando gritos y se atrincheraron en el
supermercado de la viuda Pane, donde espantaron a los empleados para establecer
el cuartel general. Allí los entrevistó, media hora más tarde, Casimiro Reyes.
Sacando pecho, mientras sus lugartenientes atesoraban en grandes bolsas toda la
comida que podían juntar, Lechín declaró lo siguiente:
-
Hace un tiempo, cuando Camilo fue a visitarnos a nuestro pueblo en la selva, le
dije que vivíamos tan mal que en realidad no teníamos ninguna razón para vivir,
pero que si él nos ayudaba, con gusto hallaríamos una razón para morir por él ¡Y
aquí estamos! ¡Viva el comandante Camilo! ¡Muera el imperialista Manfredini!
¡Viva la revolución!
Era
lo que faltaba. Una hora más tarde, Verón irrumpió en el despacho del
Intendente. Vestía ropa de combate y se había pintado la cara con betún, lo que
le daba un aspecto muy raro. Sacó un papel que llevaba guardado en un bolsillo
y lo arrojó sobre el escritorio, exigiendo su firma inmediata. Era la
autorización para declarar la ley marcial y sacar el ejército a la calle.
Manfredini no tuvo más remedio que firmar, tragándose la hiel de su derrota.
CXXIV
Se
hizo la noche.
El
Doctor Epaminondas no podía creer lo que veían sus ojos: un viejo tanque Sherman
de la segunda guerra mundial, dos camiones militares, un jeep y un centenar de
soldados con la cara pintada pasaban frente a su casa, en formación de combate.
Al final del batallón, un grueso cañón los seguía a los tropezones, arrastrado
malamente por una camioneta doble tracción. «¿Qué
está pasando?», preguntó desde la ventana del primer piso y uno de los
soldados respondió: «Camilo invadió el
pueblo y esta noche vamos a matarlo». El médico trancó la ventana, alzó su
maletín y bajó corriendo por la escalera. Abajo, casi junto a la puerta de
calle, encontró a Niké, con la beba en brazos. «Dios mío, van a matarlo», gimió ella y se abrazó a la niña. «¡No lo voy a permitir!», exclamó el
Doctor y abrió la puerta. Isabel estaba allí. «¿Qué sucede?», preguntó, muy pálida. «¡Van a matar a Camilo!», gritó Niké y corrió hacia adentro.
Candela echó a llorar. Isabel, que se había pasado quince años temiendo este
momento, crispó los puños y un rictus feroz se le dibujó en la mirada. «A nuestro
Camilo nadie le va a tocar un pelo», dijo el médico, abrazándola por
un breve instante. Y echó a correr detrás de los soldados.
-
¡Doctor, doctor! - Se oyó de pronto. Era Pericles, que venía a la carrera por
la otra calle. Un automóvil pasó a su lado a gran velocidad, con las luces
apagadas - ¡Entren a la casa! ¡Vamos, que hay estado de sitio!
-
¡Hay que salvar a Camilo! - Gritó el médico, temblando de angustia - ¡Dicen que
invadió el pueblo y le echarán el ejército encima!
-
¡No, no es cierto! ¡Camilo no está aquí! - Explicó el ex Comisario y regresaron
junto a Isabel, que aún estaba en la vereda - ¡Ustedes quédense adentro, que yo
iré a ver a Camilo para contarle lo que está pasando! ¡Han declarado ley
marcial!
-
¡Ah, no! ¡Yo voy con usted! - Dijo Epaminondas, con firmeza - ¡Y vos, Isabel,
te quedás acá con Niké y Candela y no le abren la puerta a nadie!
Por
primera vez en más de veinte años, Isabel sintió algo parecido al amor por ese
amigo fiel, buenazo, corriendo sin ninguna gracia por el empedrado de la calle,
a salvar a Camilo. Sabía, con más fuerza que nunca, que las profecías del
finado Del Pont estaban a un paso de cumplirse, pero el dolor y el miedo eran
tan grandes, tan hondos, que le costaba intentar una reacción. El peso de la
muerte, tan cercana y palpable, oprimía su corazón, le robaba el aire, la
dejaba sin vida. Haciendo un gran esfuerzo, levantó los ojos y vió que Niké la
miraba desde la cocina. Lloraba.
-
¡Alto! ¡Alto!
Cuando
se escucharon los gritos, Pericles se detuvo en seco, pero el Doctor siguió
varios metros más, llevado por la inercia y la falta de ejercicio. Sonó un
disparo.
-
¡No tiren, hijos de puta! - Exclamó Pericles, pegándose a la pared. El médico
se había detenido de golpe, parado en medio de la calle. Agripino Malatesta y
el Chapa Barrios aparecieron desde la oscuridad, armas en mano:
-
¿Adónde van ustedes? ¿No oyeron del estado de sitio, carajo? - Preguntó uno de
los matones, apuntándoles con un fusil. Epaminondas reaccionó:
-
Voy a ver un paciente y mi amigo me acompaña - Dijo, acezante por la carrera.
-
¡Olvídese del paciente! - Gritó el Chapa - ¡Vaya al supermercado, que enseguida
tendrá tantos que no sabrá cómo atenderlos a todos!
Tuvieron
que cambiar de planes. A último momento y a punta de fusil, enfilaron rumbo al
cuartel general del loco Lechín, tan chiflado esa noche como el viejo Ibrahim
Farjat, cien años atrás. Sus trescientos guerreros se hallaban desparramados
por entre las góndolas, tan bien comidos que les costaba moverse. Eso sí, por
las dudas, en la sección ferretería se habían provisto de machetes, hachas,
palas, martillos y algunos otros implementos medianamente bélicos, mientras el
ejército tomaba posiciones en la vereda del frente.
-
¡Atención, ahí adentro! - Gritó entonces el Coronel, parándose junto a la entrada
- ¡En nombre del Ejército de la Patria, ordeno identificarse a quién esté al
mando!
Lechín
se adelantó un par de pasos, enarbolando un machete nuevecito, cubierto aún por
las calcomanías publicitarias. Exclamó, orgulloso:
-
¡Me llamo Pablo Lechín y he tomado este bastión imperialista en nombre del
comandante Camilo! ¡Viva la revolución!
-
Ya te voy a dar revolución, a vos - Murmuró el Coronel, golpeándose las botas
con la fusta. Luego vociferó: - ¡Si no se rinden en tres minutos, los saco a
cañonazos!
Dentro
del supermercado, los insurgentes levantaron divertidos la cabeza para mirar a
través de las vidrieras. Realmente, allá afuera tenían un cañón y les estaba
apuntando. «¿Qué hacemos, jefe?»,
preguntó uno de los subversivos, masticando los últimos restos de un
salchichón. «Qué van a tirar estos
maricones», respondió el jefe, abriendo una caja de chicles. «Un revolucionario nunca se rinde»,
agregó, estirando el cuello para observar mejor los aprestos de la soldadesca.
-
¡Les quedan dos minutos! - Advirtió Verón, desde afuera.
- ¡Aquí
nadie habla de rendirse! - Le respondió Lechín y sonrió, complacido. Camilo
estaría orgulloso de él, pensó. Y agradecido, porque fue el primero en
apoyarlo. El único, tal vez. «Fue una
buena idea, ¿eh, muchachos?», comentó, risueño. «Pagamos la deuda de honor que tenemos con los Descalzos y de paso nos hacemos
de comida para el resto del verano». Detrás suyo, sus hombres amontonaban
docenas de bolsas de mercadería y las iban transportando de a poco hacia la
puerta del fondo. Huirían por ahí, conforme al plan, una vez que la revolución
estuviera asegurada.
-
¡Un minuto!- Gritó el Coronel, haciendo una seña a sus artilleros.
-
Bien, vayan saliendo por atrás que yo voy a entretener al milico éste - Dijo
Lechín a sus hombres, buscando algún trapo blanco para simular la rendición.
Alguien le pasó un repasador y una caña de pescar - ¡Qué van a tirar, milicos
cagones!
-
¡¡Fuegoo!! - Ordenó Verón, cuando aún no se había cumplido el plazo. Hubo un segundo
de silencio y después, una llamarada salió por la boca del cañón y casi al
mismo tiempo, una espantosa detonación que hizo temblar los cimientos del
pueblo. Antes de que nadie pudiera entender qué sucedía, el supermercado se
conmovió con una explosión infernal y miles de fragmentos de vidrio y
mampostería volaron en todas direcciones, multiplicando el estampido inicial con
una increíble variedad de pequeños ruidos variopintos. En segundos, todo el
lugar se llenó de humo y polvo en suspensión.
-
¡Y tiró nomás, el hijo de puta! - Murmuró el Doctor Epaminondas, destapándose
los oídos. Se escuchaban gritos y maldiciones desde el interior del local.
Impertérrito, el Coronel se acercó hacia el boquete que había dejado el bombazo
y preguntó:
-
¿Estás ahí, Lechín? ¿Vamos a hablar de rendirnos, ahora?
Más
sorprendido que asustado, el audaz se quitó el polvo que le cubría la cara y
miró en derredor. Sus hombres, despatarrados por todas partes, no parecían
estar heridos, aunque se veían aterrados. Les dijo:
-
Muchachos, mientras yo hablo con ese putarraco, ustedes vayan sacando la
mercadería y la llevan al monte, como quedamos. Después los alcanzo.
Levantó
la bandera de parlamento y la hizo flamear sobre su cabeza, para que el enemigo
pudiera verla. Verón soltó una risita. Dejó la fusta en manos de Gallinar y
entró al supermercado, metiéndose por el agujero del cañonazo. Altanero,
recorrió con la mirada los rostros hostiles, volvió a sonreir y luego se acercó
a Lechín, que seguía con su repasador en alto.
- ¿Vos
sos el jefe de la banda? - Preguntó, casi con amabilidad.
-
Soy el comandante Pablo Lechín.- Respondió el rebelde, considerando que
el peligro corrido lo facultaba para elevarse el rango. Se sentía aliviado de
que el militar tuviera un aspecto tan civilizado. - ¿Y usted, oficial? ¿Comanda
la fuerza enemiga?
-
Así es - Respondió Verón, sonriéndole como para hacer las paces. Estiró la mano
derecha y al mismo tiempo que estrechaba la diestra de Lechín, sacó con la
izquierda una pistola, se la asentó en la frente y le voló los sesos de un tiro,
igual que hiciera una vez con el Gringo Gasparutti. Pablo Lechín se derrumbó
sentado, como si se le hubieran cortado los circuitos. Después de un segundo
interminable, su cuerpo se fue deslizando hacia atrás. La sangre saltó por el
hueco del cráneo, alegre sangre roja y oscura, que se desparramó por el piso
del supermercado. Sus hombres, escuálidos y sucios, quedaron boquiabiertos.
-
¡Sargento Gallinar! - Exclamó el Coronel y al instante irrumpió un pelotón de
carapintadas, con el Sargento al frente. Verón les señaló los aterrorizados
insurgentes y dijo: - Ahí los tienen. Sin tiros, pero no quede ni uno en pie.
Fue
una carnicería, pese a que los trescientos invasores emprendieron una
desesperada huída por los fondos y a que muchos de ellos se defendieron con
uñas y dientes. Nada pudieron los serruchos, los machetes nuevos, ni siquiera
los martillos, contra la ferocidad estudiada y profesional de los soldados, que
acabaron con ellos a culatazo limpio, quebrando huesos, rompiendo dientes y
hundiendo narices hasta que el salón fue un campo de batalla sangriento y
deshonroso. Es cierto que algunos escaparon - no más de treinta - y que el
único muerto fue el pobre Lechín, pero nadie puso en duda la palabra de Verón
cuando a la medianoche juró, fríamente, que el domingo no quedaría un sólo
Descalzo vivo. Encerraron a los vencidos en el canchón municipal y mandaron dos
reclutas a enterrar al caído, acompañados por Pericles y Epaminondas, testigos
a la fuerza. Poco antes del amanecer, el Coronel hizo arrastrar el cañón hasta
la entrada misma de la Municipalidad, como para advertirle a Aristóteles de qué
lado estaba la fuerza. En cuanto al tanque, lo hizo estacionar al lado del
supermercado y ordenó a los soldados acampar en la plaza, donde esperarían los
próximos sucesos. Dos horas más tarde, ya en la mañana del viernes, un
campesino llegó al trotecito con un mensaje de Camilo Insaurralde, declarando
abierta la rebelión y hasta las últimas consecuencias.
El
Coronel sonrió, satisfecho.
***
Capítulo 26
(En el que, después de una breve campaña
militar, todas las casualidades y los odios
entretejidos a lo largo de veinte años,
se dan cita en la escuela rural, donde pronto
comenzarán a suceder muchas cosas
terribles, cumpliéndose las profecías)
CXXV
C |
on
el corazón desgarrado por la pena, Terámenes veía a los muchachos - sus
muchachos - lanzarse al abismo. Si era cierto que había sido la locura de
Lechín la que terminara por empujar la desgracia, llevándola a un punto sin
retorno, también era verdad que el precipicio al que se asomaban se los había
enseñado él mismo, impulsándolos a asumir un liderazgo tal vez demasiado grande
y definitivo. Devolver los fusiles, como predijo Camilo, no sirvió de nada;
Verón había lanzado el desafío público de acabar con ellos de todos modos. Eran
el enemigo natural. Algo mucho más hondo y peligroso que los rivales en una elección
a Intendente. Los muchachos - sus muchachos - representaban la utopía,
la magia que inquietaba a los hombres desde el principio del Tiempo. Un cambio
absoluto de roles. Arriba los de abajo, como en los tiempos de la revolución
sesentista. La imaginación al poder, como en los entreveros de los bulevares
parisinos. El triunfo de las preguntas sobre el estatismo de las respuestas. Un
mundo nuevo, capaz de enceguecerlos con su brillo sin razón. Cuando llegaron
las noticias de la disparatada invasión, Camilo comprendió que la suerte estaba
echada y envió a los campesinos a sus casas. No fue fácil, pues ellos querían
continuar el boicot y el anticipado regreso les sonaba a retirada. «No tiene sentido», dijo él, con firmeza.
«Pechos descubiertos contra fusiles,
suena muy heroico, pero nunca vamos a ganar. Vuélvanse a sus casas y dejen que
nosotros arreglemos ésto». Obedecieron, aunque a regañadientes. Y se
pasaron la noche caminando por el valle, con las manos vacías. «Esta también es nuestra lucha, no vamos a
quedarnos quietos mucho tiempo», dijo uno de ellos, perdiéndose en la
oscuridad. Camilo sintió un nudo en la garganta. Luego reunió a sus compañeros
en la escuela y planteó su posición:
-
Ellos confían en nosotros, pero por éso mismo no podemos llevarlos al matadero;
lo que propongo es que nos alcemos nosotros y nadie más. Si vencemos, el
triunfo será para todos. Si perdemos, la derrota será sólo nuestra.
-
¿A qué te referís, exactamente? - Preguntó Efigenio. Hablaban en completa
oscuridad, caminando de regreso hacia la escuela. Muralla patrullaba en
silencio, olisqueando el aire.
- Terminó
el tiempo de las hermosas palabras, de los profundos pensamientos - Dijo Camilo - Es época de mostrar si somos
capaces de convertir nuestras ideas en acción, a cualquier precio. ¿No lo
conseguimos del modo legal? Bien, nos quedan otros caminos, si tenemos las
agallas...
-
¿Cual es la propuesta? - Se oyó preguntar a León, aunque todos suponían ya por
qué lado iba el pensamiento del líder.
-
Vamos a armarnos y a enfrentarlos - Respondió Camilo y fue como si un ramalazo
de electricidad pasara a través de todos ellos - Sé cómo conseguir fusiles otra
vez.
-
¿Y luego? Ellos tienen un ejército - Dudó Ulises.
-
Soldados de verdad, no son más de cuarenta o cincuenta - Dijo Carápulo, que en
secreto había sido enviado por Camilo a averiguar - el resto son reclutas.
-
Pero tienen un tanque de guerra.
-
Ah, sí, con dos o tres balas para mostrar en los desfiles, ni nafta les queda.
- Y
no podrán andar arrastrando su cañón por todo el valle - Agregó Chavarría,
mientras subían por el terraplén que daba al patio de la escuela. Terámenes
salió a recibirlos y Camilo lo puso rápidamente al tanto de la situación. Luego
agregó:
-
De todos modos, por más que tengamos fusiles, mi idea no incluye tirotearnos
con ellos, sino dar golpes aislados, aquí y allá, aprovechando que somos pocos
y podremos escondernos en cualquier parte. Toda la gente estará con nosotros,
no podrán cubrir todo el valle, se los digo, los volveremos locos hasta que
tendrán que negociar.
-
¿Y para qué los fusiles, entonces? - Preguntó el cura, sospechando la
respuesta.
-
Porque no pienso dejarme matar como Pablo Lechín - Respondió Camilo - Por éso
nos vamos enseguida, además. Acá podrían rodearnos fácilmente.
-
Entonces ¡Estamos alzados! - Exclamó alguien y algunos soltaron unas risitas
nerviosas.
Rápidamente,
cargaron frutas y bidoncitos con agua para el viaje, pues saldrían en minutos
más hacia el único sitio en el que a Verón no se le ocurriría jamás esperarlos:
el mismísimo cuartel. Camilo llamó aparte a Efigenio y lo envió a avisar a los
campesinos lo que estaba ocurriendo, con la advertencia de que por ningún
motivo debían mezclarse en líos con Verón. «Nos
encontraremos el sábado por la noche, en el vagón del loco Ibrahim; de ahí
veremos qué hacemos», fue la consigna. Efigenio partió de inmediato. Con
las primeras luces del viernes, el resto de los Descalzos abandonó la escuela
por los fondos, rompiendo monte. El cura los abrazó uno por uno, sin decir palabra.
Sólo a Camilo, muy breve, le dijo algo que nadie más pudo escuchar. Luego se
fueron, escabulléndose entre el follaje. Cuando se quedó solo, Terámenes se
sentó en el tronco que le era habitual, el mismo que ocupaba la primera vez que
Camilo llegó a la escuela. Se tapó la cara con sus enormes manos y se quedó
allí, pensando mil cosas hasta el momento en que el Ejército llegó a
arrestarlo.
CXXVI
El
Regimiento «Rolando Serrano» no
estaba tan lejos, pero con la poca experiencia en marchas y los nervios del
momento tardaron casi un día en llegar. Agotados y hambrientos, se dejaron caer
en un bosquecillo desde el que se podía ver que el cuartel estaba casi vacío.
Sólo un guardia a la entrada y quizás un par de docenas de reclutas,
diseminados por las barracas. «Habrá que
esperar», dijo Camilo y se echó a dormir, sin más trámite. Algunos lograron
imitarlo, pero el resto permaneció despierto, expectante. Abajo, entre los
soldados, no sucedía nada del otro mundo. Cuando se hizo de noche, los
conscriptos desaparecieron y las luces se apagaron. En el portón sólo quedó un
vigilante, aburrido y somnoliento, como si la guerra le quedara demasiado
lejos. «¿Qué hora es?», preguntó
Camilo, despertándose sobresaltado. «Medianoche»,
respondió León. «Bien, vamos por nuestras
armas», dijo Camilo, poniéndose de pie de un salto. Muralla lanzó un
gruñido. “Shh, carajo, que es una
sorpresa”.
Fue
un golpe perfecto, lo que dio la falsa idea de que había sido planeado y
ejecutado por expertos. No había nada de éso, claro, sólo la imprevisión de Verón,
la audacia de los Descalzos y la ayuda - ésta sí, planeada - de Zenón, que
abrió el portón del arsenal y les entregó las armas y las municiones, además de
mochilas, cantimploras y alimentos enlatados. «Ahora sí que estamos en
campaña», dijo Carápulo, masticando a las apuradas una galleta cuartelera. Muriéndose
de la risa, los demás corrían ya hacia el monte, dejando al único guardia atado
de pies y manos, vendados los ojos, amordazado y tan asustado que no hubiera
hecho nada aún si lo dejaban suelto. A la mañana siguiente, cuando los reclutas
despertaron, encontraron al al orgulloso Regimiento pintarrajeado del piso al
techo por letras anarquistas: «Verón se la come», «Manfredini
corrupto y tramposo», «Viva Farjat intendente», «Gallinar gallina»
y otras lindezas por el estilo. Los insurrectos habían volado hacía rato,
tragados por la selva que empezaba en la sierra.
-
Me dieron un golpe y ya no supe más nada, mi Coronel - Fue la compungida
respuesta del centinela, castigado por su debilidad a un mes de calabozo. Verón
estaba fuera de sí, ciego de rabia por la humillación recibida. A los
veinticinco reclutas que no escucharon nada también los castigó, por imbéciles,
a marchas forzadas, descuereos y vigilancia nocturna durante diez días. En
cuanto a Zenón, soldado de larga experiencia y confianza, lo hizo declarar
varias veces, hasta asegurarse de que no mentía:
-
Yo estaba revisando los portones cuando me emboscaron - Perjuraba - Eran tres
tipos, con las caras tapadas. Me pusieron un cuchillo en la garganta, ¿Lo
ve?... mire el raspón, aquí. Luego me taparon la boca con cinta de embalar y me
empujaron al patio para que les abriera el arsenal, pues se nota que sabían que
soy el encargado. Cuando me negué, me golpearon hasta que perdí el sentido, mi
Coronel. Me desperté atado, ya ve. No sé cómo no me mataron...
Y
Verón le creyó, felicitándolo incluso por ser el único que había ofrecido
cierta resistencia. No tardaría en enterarse que había sido el mismo Zenón
quien puso fuera de combate al centinela, eligiendo además las mejores armas
para entregárselas al enemigo. Lo sabría, cuando no, por boca del traidor que
Camilo tenía en su pequeña tropa.
Mientras
tanto, los Descalzos habían logrado alejarse lo suficiente y hasta se
atrevieron entrar a un caserío llamado San Cosme, donde al amanecer reunieron a
la población en la plaza. Entre vítores y festejos, Camilo discurseó un rato,
anunciando que la revolución seguiría viento en popa hasta que Aquiles asumiera
la intendencia. Fue otro éxito rotundo. Las muchachas llevaban flores y dulces
a los insurrectos, los hombres les palmeaban la espalda y no faltó quien mandó
a buscar un chasirete para retratarlos, pues eran la atracción más grande desde
la invención del televisor. Allí pasaron la mañana, almorzaron bajo los algarrobos
del patio parroquial, brindaron por la justicia y al comenzar la siesta dejaron
a sus fanáticos y volvieron al monte. Los vecinos, emocionados, los despidieron
con promesas de lealtad que muy pronto se pondrían a prueba, ya que una hora
más tarde cayó el Ejército. No eran muchos, tal vez veinte soldados, debido a
que el Coronel había tenido que dividir a sus fuerzas dejando un contingente en
el cuartel, otro en el pueblo y un tercero en la escuela, por si aparecía
Camilo. Metieron a los hombres en el almacén, encerraron niños y mujeres en un
galpón y con el pueblo libre se dedicaron a destruirlo todo, arrasando los
ranchitos con saña descomunal.
-
¡Que no quede nada en pie! - Gritaba Verón, descontrolado. Había decidido
prender fuego al caserío cuando le llegó otro aviso del espía, advirtiendo que
los Descalzos iban hacia el sur y pensaban pasar la noche en el antiguo vagón
descarrillado, recuerdo de las andanzas del loco Ibrahim. El rostro del militar
se iluminó. Llamó a Gallinar y le ordenó juntar la mayor cantidad posible de
soldados y marchar a la antigua estación. Desde allí, bajando por la cañada, no
tardarían más que unos pocos minutos en rodear a los insurrectos y
exterminarlos.
CXXVII
En
extraña procesión, el Doctor Epaminondas, Isabel, Niké y la pequeña Candela
atravesaron el pueblo vacío y silencioso, rumbo a la Intendencia. Era la tarde
del sábado, pero no se veía a nadie. Asustada, la gente se había refugiado en
sus casas y las calles estaban desoladas,
patrulladas cada tanto por un jeep militar. Nueva Atenas, después de haber sido
tan ardorosamente disputada, era tierra de nadie. La plaza, repleta de gente,
globos de colores y promesas electorales cinco días atrás, estaba ahora ocupada
por el Ejército y su tanque sin nafta. En derredor, las huellas del asalto al
supermercado recordaban la tragedia, pues nadie se había atrevido a limpiar los
destrozos. Era como si un monstruo terrible anduviera suelto y no hubiese quién
saliera a enfrentarlo. La ciudad, antes bulliciosa y alegre, estaba tan muerta
como Lechín. En el despacho municipal,
Manfredini y Caballero trataban – sin lograrlo - de comunicarse con el Coronel;
nadie más estaba con ellos, pues ni siquiera el personal de limpieza se había
presentado a trabajar.
-
¡Aristóteles, tenés que parar todo ésto! - Exclamó Epaminondas, entrando a la oficina.
El nuevo Intendente dio un salto en su sillón, sorprendido. Se veía demacrado y
confuso, distinto al triunfador implacable de otras jornadas. Miró al médico
como si no lo conociera, o como si dudara que se tratara del viejo amigo de
toda la vida. A su lado, Espeucipo fumaba un largo cigarro, indiferente a los
violentos ataques de su enfermedad. En extremo delgado, pálido y ojeroso,
parecía una sombra más, envuelta en el humo. Ninguno de los dos dijo nada, les
costaba reaccionar. Pero cuando vieron a Isabel y a Niké, algo cambió en ellos.
Aristóteles desvió la mirada. Espeucipo bajó los ojos. Niké se sentó en un
sillón, con la niña en la falda, Isabel permaneció de pie.
-
No debieron salir - Dijo por fin Espeucipo - Hay estado de sitio.
-
Por éso mismo salimos - Respondió Isabel - A ver si se dejan de pavadas y le
dicen al demente ése que vuelva a su cuartel y deje de matar gente ¡Sabemos
bien cómo se ensañaron con esos pobres infelices que entraron al supermercado!
-
¡Usted! - Exclamó de pronto Manfredini, dando un salto en su silla - ¡Usted
tiene la culpa de todo, maldita mujer! ¡Su hijo es el principal causante de
esta desgracia!
¡Mentira!
- Interrumpió Niké - ¡Son ustedes, tan llenos de ambición y odio!
-
¡Judas! - Rugió Manfredini, dando un terrible puñetazo contra el escritorio.
Candela rompió a llorar y Niké se abrazó con ella, escondiendo el rostro.
-
¡Basta! – Gritó Epaminondas, interponiéndose. El tampoco parecía ser el mismo.
Aristóteles
temblaba de pies a cabeza, pero poco a poco su rabia pareció esfumarse. Miraba
a su hija y a su nieta con el rostro congestionado, sin saber qué decir.
-
El problema es que no podemos detener esto - Dijo entonces Espeucipo, pasando
por detrás del primo para acercarle una silla a Isabel - Lo cierto es que ya se
nos escapó de las manos. Verón y el Turco Julián actúan por sí mismos, sin
recibir órdenes. ¿Vos creés que nosotros hubiéramos hecho matar a ese Lechín?
¿O que tenemos algo que ver con la paliza espantosa que le han dado a esa
gente? ¡Pues no!
-
Bien, ¿y ahora?
- Y
ahora no sabemos qué hacer - Reconoció el ex Intendente - ¡No sólo está aislado
el pueblo, también estamos aislados nosotros dos, aquí adentro!
-
¡Pero Verón está persiguiendo a los Descalzos por todo el valle! - Exclamó el
médico - ¿Qué va a pasar cuando los encuentre? ¡Los muchachos están armados,
pero sólo son muchachos! ¿No puede hacer nada Cinoscéfalos?
-
El Juez se fue del pueblo esta mañana - Respondió Espeucipo, meneando la cabeza
- Y se llevó todas sus cosas, así que suponemos que no regresará jamás.
En
señal de impotencia, mostró las manos abiertas y luego salió al balcón, como si
hubiera olvidado las visitas. Apoyado en la baranda, se quedó mirando la plaza,
absorto ante la horrible soledad de la tarde. «Aquí no hay nada que hacer», murmuró Epaminondas e Isabel se puso
de pie. Manfredini seguía en silencio, mirando con extraña atención a su nieta.
Niké, que llevaba once meses sin hablarle, preguntó:
-
Papá; ¿querés alzar a la beba?
Aristóteles
se sobresaltó y los ojos se le encendieron con una emoción repentina, pero negó
con la cabeza. Se puso de pie, él también, buscó con manos bruscas un cigarro y
se quedó dándoles la espalda, mientras lo encendía. Luego respondió: «Será mejor que se vayan de aquí». Oyó
los pasos alejándose por el pasillo, bajando con lentitud los peldaños de las
escaleras y perdiéndose entre las sombras de la tarde. Incómodo, secó una
lágrima que le surcaba el rostro.
Ya
en la calle, el Doctor abrazó a las dos mujeres y sin decir palabra se
dirigieron hacia el Areópago, pero estaba cerrado. Golpearon la puerta un par
de veces y nadie salió. En realidad, no volverían a ver a Arístipo - mucho
menos a Aspasia - por largo tiempo. A Isabel se le ocurrió que tal vez Helena,
la esposa de Espeucipo, pudiera hacer algo. La Negra Agustina los hizo pasar a
la sala y enseguida apareció Miguelito, muy afligido: «¿Qué se sabe de Camilo?», preguntó, tomando las manos de Isabel
con devoción conmovedora. El médico relató lo poco que sabían, remarcando que
lo urgente era detener a Verón, antes de que fuera demasiado tarde. Miguelito
se tapaba la boca con una mano y temblaba, pero apenas Epaminondas terminó de
hablar corrió a llamar a la madre. Helena apareció enseguida, acompañada de Laida.
«¡Candela!», exclamó la mujer de
Manfredini y se abalanzó sobre la niña, llenándola de besos. «¡Gracias por traerla aquí!», dijo,
entre lágrimas de alegría y aflicción. Se sentaron en los sillones y pasaron al
asunto principal:
-
No hay nada que hacer con Verón - Dijo Helena, acariciándose con suavidad las
ojeras - Ese tipo no va a parar hasta quedarse con la intendencia y para éso
tiene que acabar primero con los Descalzos. Mi marido lo sabe, aunque tal vez
no se lo haya dicho.
- Lo
que deben hacer es encontrar a Camilo y sacarlo del valle - Opinó Laida Fernández,
con Candela en brazos - pero por lo que sé de él, se volverá loco cuando sepa
que el cura Terámenes está preso.
- ¿Preso?
¿Terámenes preso? - Exclamó Epaminondas - ¡No sabía nada!
-
Verón invadió la escuela, golpearon al cura y lo encerraron ahí mismo - Explicó
Miguelito, temblando sin parar - ¡Díganme dónde está Camilo y yo mismo iré a
contárselo!
-
¡Al contrario! - Interrumpió Isabel - ¡No debemos decírselo! ¿No ves que si se
entera hará lo que fuera por rescatarlo?
Todos
hablaron a la vez, cada cual intentando imponer su propio criterio, pero pronto
se vio que, por mucho que discutieran, no había nada que pudieran hacer y todo
quedaría supeditado al destino de cada uno. Abandonaron la mansión cuando ya
era noche cerrada, caminaron hasta la casa del médico y al llegar a la puerta
escucharon, sobresaltados, el eco de unos disparos lejanos, hacia el lado de la
escuela rural. Entraron rápidamente.
CXXVIII
Cubierto
de maleza y herrumbre, el vagón descarrilado parecía un refugio muy bueno,
sobre todo de noche: ¿a quién se le ocurriría buscarlos allí? Pero Camilo
estaba inquieto. Efigenio aún no aparecía. «Tal
vez lo atrapó el Ejército», pensó y tuvo un mal presentimiento. Quizás
fuera mejor abandonar el escondite. A su alrededor, la mayoría de los muchachos
dormía, olvidados de la guerra. Sólo León y Fagúndes conversaban en voz baja,
fumando para espantar los mosquitos.
-
Te juro que era así mismo, igualito - Decía en ese momento el médico - Delgado,
con ese airecito bohemio, medio revolucionario ya, aunque ni siquiera había
comenzado a ser el que sería después...
-
¿Qué año era éso? - Preguntó León, que se había pasado el día recordando a
Clara.
-
Mayo del cincuenta y dos ¡Mira si pasó el tiempo, compadre! - Respondió el
médico, con nostalgia - Me acuerdo que le festejamos su cumpleaños, pues era el
ídolo del leprosario. Hacía de portero del equipo de fútbol y atajaba bastante
bien, pero más que nada lo querían por el modo que tenía de darse con los
enfermos; Imagínate, pues, no era común que los doctores confraternizaran con
los leprosos y ese loco iba y venía con todos ellos, no sólo con la enamorada
que tenía. Así era él. Bueno en la portería, pero un asno en el baile; no
distinguía un tango de un fox trot. Por aquellos años estaba de
moda un tema que se llamaba «Delicado» y a Ernesto le encantaba, pero no
había modo de que lo silbara más o menos bien...
-
¿Pero estás seguro de que se trata del mismo? ¿No te habrás confundido? -
Murmuró León, entrecerrando los ojos para ver mejor a lo lejos. Le pareció
distinguir un leve destello en lo alto de las lomas.
-
Ni duda, compadre, ni duda - Dijo Fagúndes, dejando su fusil sobre el piso del
vagón - Esa mirada, te lo juro, pero este chico Camilo se le parece mucho.
¿Quién te dice? Si salimos vivos de estas primeras noches, tal vez alcancemos a
ver el nacimiento de otro hombre igual ¡Me parece que fue ayer cuando se
despidió de nosotros, río abajo en la balsa que le habían construido los
internos! Te lo juro, compadre: apenas ví a Camilo...
En
ese instante, Camilo se levantó y comenzó a despertar a la gente. «Arriba todo el mundo», fue lo que dijo,
pero se le notaba la ansiedad. Muralla, que dormitaba a su lado, soltó un bufido.
Ulises trató de distinguir la hora en la esfera de su reloj: tal vez fueran las
tres de la mañana. El tío Parquímides II se desperezó con esfuerzo. «¿Qué sucede?», preguntó, con la voz
cavernosa del desvelado. «Algo no anda
bien», respondió Camilo. «Efigenio
debió llegar hace horas y no vino, así que será mejor adelantar los planes:
salgamos de aquí». Los rebeldes alzaron sus mochilas, colgaron los rifles a
la espalda y fueron dejando el vagón, donde sólo quedó Parquímides II, por si
llegaba Efigenio. «Si a las seis no
viene, abandone la posta y camine en línea recta al sur, que nos encontrará»,
le dijo Camilo y emprendieron la marcha, perdiéndose en la oscuridad del monte.
-
Si me viera Ibrahim - Suspiró el viejo, sonriendo en su trinchera. Acariciando
el cañón del fusil, sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Una mezcla
de miedo y alegría, como si al fin lo temido y lo querido se hubieran unido
para siempre. El viejo desquite, soñado durante décadas y barrido cuantas veces
por la decepción, tomaba de pronto la forma sólida del arma, la posibilidad
inmediata del disparo. A los pocos minutos escuchó unas pisadas, acercándose.
Quitó el seguro y aguzó los sentidos, tensándose en su posición. Distinguió una
silueta, avanzando agazapada a pocos metros. Apuntó con mucho cuidado, rogando
que fuera el Turco Julián. «¡Camilo,
Camilo, soy yo, Efigenio!», oyó decir. Parquímides resopló aliviado, bajó
el fusil y dijo: «Tus amigos se hartaron
de esperarte, ya se fueron». Se puso de pie, sonriendo, pero entonces vió
que Efigenio no estaba solo. Otras figuras armadas lo rodeaban.
-
¿Qué pasa? - Preguntó - ¿Quién está ahí, con vos?
-
Baje el arma, don Parquímides, son amigos - Respondió Efigenio, amistoso, pero
algo en su voz lo delató. El tío de Aquiles dudó un segundo y luego quiso salir
corriendo, pero ya fue tarde. Un estampido estremeció la noche y el heredero de
Ibrahim cayó de bruces, atravesado por un plomo militar.
-
Pobre viejo, quedó seco - Murmuró Efigenio, acuclillándose junto al cuerpo - Nos
hubiera dicho hacia dónde fueron ellos.
- ¿Y
por qué se irían? - Preguntó Gallinar, reponiendo el cartucho - se suponía que
estarían todos aquí y sólo estaba este viejo inútil.
-
Les dije que si yo no volvía pronto Camilo sospecharía - Contestó Efigenio,
mientras Verón y el Turco Julián salían de su escondite y trataban de ver al
muerto en la oscuridad. Decenas de soldados fueron apareciendo, poco a poco,
hasta rodear el vagón.
-
¿Cual era el plan? - Interrogó el Coronel, intuyendo que la presa no podía
estar demasiado lejos - ¿Adónde irían después?
- A
partir de aquí íbamos a improvisar - Respondió Efigenio - Ese era el plan.
-
La puta que lo parió.
Camilo
había vuelto a escaparse por un pelo. Verón dejó un par de soldados con la
misión de enterrar el cadáver y repartió a su tropa en tres grupos: el primero,
al mando de Gallinar, regresaría al cuartel, por las dudas el enemigo buscara
repetir el golpe del día anterior. El segundo pelotón, a cargo del Turco,
marcharía a ocupar la Municipalidad, pues no descartaba que Camilo tuviera la
audacia de intentarlo. Verón comandaría al resto del Ejército, unos treinta y
cinco reclutas, en la persecución de los subversivos.
-
¡Vamos! ¡Muévanse! - Exclamó, pistola en mano - ¡No deben estar lejos!
Estaban
mucho más cerca de lo que se imaginaba, pues al escuchar el disparo habían tomado
la decisión de emboscarse allí mismo, a no más de cien metros del lugar donde
el Coronel iniciaba su marcha. Entre la maleza, Camilo repartía su pequeña
tropa a ambos lados del sendero, como si fuera un juego. «Muchachos, ¿se acuerdan de cuando el cura nos habló de Leónidas y el
Paso de las Termópilas? ¡Bien, aquí lo vamos a repetir!», dijo. Se echaron
boca abajo, secreteándose con gran agitación. «Si vienen siguiéndonos, les vamos a dar la sorpresa de su vida»,
rió Camilo y León cruzó una mirada de preocupación con Fagúndes: si caía un
soldado, ya no habría modo de echarse atrás. ¿Le importaba éso a Camilo? León
se lo dijo directamente:
-
Si matamos un sólo soldado, habremos cruzado el Rubicón, querido amigo...
-
Así es - Respondió Camilo, muy sereno - Allea jacta est.
-
Bueno, ahí vienen - Anunció Carápulo Tinguitella, soltando una risita nerviosa.
-
¡Shh! ¡Todos en sus puestos! ¡Ahí vienen!
Fagúndes
se persignó, observando de reojo a Pajarito Triste, que dejaba el fusil a un
lado y se tapaba los oídos. El Coronel apareció en un recodo y se detuvo en
seco, quizás oliendo la trampa. La treintena de soldados se amontonó a su
alrededor, acezante y ansiosa. Camilo abrazó a Muralla, obligándolo a echarse
al suelo. Los soldados, que habían llegado al trote, seguían inmóviles a pocos
metros, sin terminar de entrar en la emboscada. A la tenue luz de la luna,
podía verse a Verón escudriñar un lado y otro del camino, muy atento. Hizo una
seña y un grupo avanzó al trotecito. León alcanzó a distinguir que uno de ellos
llevaba una metralleta antigua, al estilo John Dillinguer. “¡Aquí están!”, gritó alguien y se desató el tiroteo. Pareció que todo
explotaba y durante un tiempo indescifrable nadie comprendió nada, pues a los
estampidos se sumaban los gritos y a la oscuridad, el espanto. “¡Basta! ¡Silencio!”, gritaba alguien,
desesperado. De pronto, tan de repente como se había iniciado, el combate terminó
y un silencio terrible se esparció por el monte, entre el humo de la pólvora.
Sólo se escuchaban, como en una pesadilla, los ladridos furiosos de Muralla. El
Ejército había desaparecido, dejando sobre el campo dos cuerpos casi sin vida.
-
Ahora sí que la hicimos, compadre - Dijo Fagúndes, meneando la cabeza con
preocupación. Uno de los soldados caídos estaba inmóvil, como muerto. El otro
se quejaba, llorando entre dientes. Nadie se atrevía a acercárseles, así que
siguieron ahí donde cayeron, con las armas al alcance. Un marasmo profundo,
como incrédulo, siguió a la locura del tiroteo.
-
Bonitas vacaciones las tuyas - Replicó León, sin dejar de mirar para el lado en
que habían huido los soldados. La voz le había temblado un poco.
-
¿Algún herido? - Preguntó Camilo, arrastrándose sobre los codos.
- Pajarito Triste está muerto.
-
¡Ah, mierda!
Ante
la mención de la muerte, los Descalzos fueron saliendo uno a uno de sus
escondites, arma en mano. Se oyó un sollozo. Camilo llegó hasta donde yacía el
cuerpo de Néstor Ottamendi y se quedó mirándolo, profundamente consternado. No
se veía dónde le había pegado la bala, pero sin duda estaba muerto. Sus ojos
estaban abiertos de par en par, más tristes que nunca.
-
Todos supimos que esto podía ocurrir – Dijo alguien y otro soltó una seguidilla
de insultos. De pronto, la realidad de la guerra le había puesto punto final a
la aventura.
-
¿Qué hacemos ahora? - Preguntó Chavarría, muy agitado.
-
Lo que ellos no se imaginan - Contestó Camilo, haciendo un esfuerzo por sobreponerse
-Salir del monte y atacar la Municipalidad. ¡Vamos!
-
¿Y qué hacemos con Pajarito?
-
Vamos a cargarlo.
-
¿Y con los soldados?
-
Déjenlos ahí. Por lo menos no están muertos; ya los curarán los otros.
Fue
una marcha penosa, más difícil a medida que aclaraba y podían ver el rostro
pálido del muerto, mirando la nada con sus pupilas secas. Agotados y afligidos,
decidieron enterrarlo en un bosquecito ralo, a pocos kilómetros del pueblo. Sin
permitir la ayuda de nadie, Camilo cavó la fosa con una pequeña pala y luego,
entre todos, metieron el cuerpo en el hoyo y lo cubrieron de tierra. «Perímetro González primero y Pajarito Triste
ahora», dijo, con amargura. «El que
quiera abrirse de esta pelea que lo haga, que nadie lo culpará por éso».
Ninguno se ofreció. Desde donde estaban podía distinguirse la torre de la
iglesia, los árboles de la plaza, el edificio municipal. “Tan cerca y tan lejos”, murmuró alguien. Se miraron en silencio y
luego iniciaron la bajada al pueblo.
Comenzaba el domingo.
CXXIX
Con
los ojos más helados que nunca, el Coronel vociferaba frente al pelotón formado
en el cuartel. A su lado, Zenón escuchaba la filípica mirando al piso. Lo
tenían atado de pies y manos desde la mañana temprano, luego de que Efigenio
Cáceres informara quién había abierto el arsenal. Boquiabierto, Casimiro Reyes
fotografiaba la escena sin poder creer lo que estaba ocurriendo. Detrás del
grupo y al amparo de un alero de lona, el Doctor Epaminondas daba un vistazo a
los heridos. No estaban bien, sobre todo uno de ellos, con un tiro en el
pecho. «¡Miren bien, carajo!», gritaba Verón, señalando con la fusta los
catres donde yacían los soldados. «¡A éso
nos lleva el comunismo apátrida!». El médico tragó saliva, preguntándose si
Camilo había baleado a alguno de esos hombres. «¡A ésto nos llevaron las enseñanzas de ese cura ateo y
subversivo!¡Vamos a acabar con ellos!». Los reclutas respondieron con una
ovación en la que se mezclaban el miedo y el ansia de la venganza.
- ¿Para
qué más sangre, Coronel? - Exclamó Epaminondas, mostrando las manos manchadas -
¡A ésto nos han llevado cien años de injusticias, no las enseñanzas de Terámenes!
¿Por qué no decís la verdad? ¡Son los crímenes y los robos de tus amigos los
que provocaron esta guerra estúpida! ¡Sos uno de los principales culpables de
estas muertes!
El militar
enmudeció, ante la expectativa general. Zenón, pese a la golpiza, aún se
atrevió a soltar una risita burlona. El Sargento se avalanzó sobre el médico y
a punto estuvo de golpearlo, pero Verón lo detuvo: «Dejálo nomás que hable – dijo - ya
veremos qué hacer con él cuando esto termine». Efigenio, que hasta el
momento había permanecido en un oscuro segundo plano, esperó que el Coronel no
lo viera y se deslizó hasta donde estaba el médico. Se tapó un poco la cara,
quiso decir algo, pero el Doctor lo rechazó sin miramientos: «¡Fuera de mi vista, traidor! ¿Cómo pudiste
hacerle ésto a Camilo? ¿Ya te olvidás cómo se jugó la vida para sacarte del
incendio, aquella vez?». Efigenio enrojeció: «Nunca esperé que las cosas irían tan lejos», dijo, «No se suponía que hiciéramos una guerra de
verdad». En ese momento, se escuchó el ruido de varios vehículos que se
acercaban. Gallinar hizo sonar un silbato, decretando el zafarrancho, pero entonces
vieron que se trataba de la gente del flamante Comisario Julián.
-
¿Qué hacés vos aquí? ¿No te mandé a cuidar la Intendencia? - Rugió el Coronel, encarando
con brusquedad a su lugarteniente.
-
¡Pero si usted me mandó a llamar! - Se excusó el Turco, saltando a tierra.
-
¿Qué? ¿Cuándo?
-
¡Hace una hora y media! ¿Acaso no era usted, al teléfono?
-
¡Mierda, no! - Exclamó Verón, tomándose la cabeza con las dos manos - ¿Cuántos
hombres dejaste allá?
-
Pero jefe - El Turco reculó, nervioso - ¡Me dijo que los trajera a todos!
-
¡No fui yo, estúpido, te has dejado engañar! ¡A estas horas ya deben haber
tomado la Municipalidad!
Otra
vez sonó el silbato, pero esta vez era cierto el zafarrancho. Los soldados se
tropezaban unos con otros en el apuro por buscar sus armas, calzarse el casco,
trepar a los camiones y volar al pueblo, donde quién sabe lo que estaría
pasando. Pese a la gravedad del momento, Epaminondas no pudo evitar sonreir
ante la confusión causada por el engaño. «Ah,
este Camilo es único», pensó, rogándole al Cielo que los muchachos pudieran
huir antes de que los atraparan.
CXXX
Los
Descalzos cruzaron la plaza vacía a la carrera y sin que nadie los notara
llegaron a la Intendencia, donde un desamparado guardia se rindió de inmediato.
El cañón y el tanque lucían sin dueño, como si los soldados hubieran tenido
flojera de moverlos otra vez. Con la breve experiencia de su único día de
guerra, Camilo dejó al Doctor Fagúndes de campana y distribuyó a los demás en
puestos estratégicos: Carápulo, el Chato
y Mefístoles en la planta baja; Segundo, Bienvenido y Temóstecles en el primer
piso; Ulises en los techos y León por todas partes, como enlace. Al guardia lo
metieron en un baño y lo olvidaron, pues del miedo que tenía se puso a rezar en
voz alta. En el despacho, Aristóteles y Espeucipo parlamentaban entre susurros.
Temerosos de lo que fuera a ocurrir, no habían querido irse a sus casas, ni
siquiera por ser domingo y dieron un salto cuando ingresó Camilo, seguido de su
perro. Se quedaron helados, sin poder creer lo que estaban viendo. El rebelde
dejó el fusil apoyado contra una pared, hizo una seña a Muralla para que se echara
afuera y cerró la puerta. Luego, cruzó a paso lento la sala y fue a sentarse
frente a ellos. Aristóteles se quedó mirándolo. Hacía años que no lo tenía tan
cerca y casi había olvidado cómo era. Lo observó bien. No muy alto, delgado
y pelilargo, vestido con unos pantalones
mugrientos y una camisa oscura, con los faldones por fuera. La culata de una
pistola sobresalía de un bolsillo, con estilo amateur. «No es más que un chico», pensó,
recordando que Laida le había dicho una vez lo mismo. «Un chico jugando a la guerra», repitió en voz baja, notando las
manchas de sangre en el pantalón del muchacho. Quizás ya había matado a
alguien.
-
Ahora entiendo - Dijo Espeucipo, sonriendo con naturalidad - Fuiste vos el que
dio la orden de retirada, ¿verdad? Hay que reconocerte la audacia.
-
Esta madrugada corrió sangre - Respondió Camilo, ignorando el tono conciliador
de Caballero - y van a morir muchos si ustedes no detienen ésto. Ahora mismo,
el Ejército debe estar viniendo para aquí.
-
El único modo de detener ésto es que dejés las armas y te entregués con tu
gente; demasiado daño has hecho ya - Replicó Aristóteles, hablando con
amargura. ¡Qué lejos estaba del hombre poderoso que Camilo recordaba!
-
Usted se engaña; Verón no se va detener por mí, pues ahora viene también por
ustedes y el puesto de Intendente. Si ataca, los matará a ustedes también.
-
El chico tiene razón - Aceptó Espeucipo, levantándose a mirar por la ventana.
-
¿Y qué carajo podemos hacer, entonces? ¿Unirnos a su banda de criminales? -
Preguntó Manfredini, recuperando algo de su antigua soberbia.
-
Renuncie al puesto y nombre Intendente a Aquiles - Dijo Camilo, con firmeza - y
convoque a toda la gente, antes de que sea tarde. Verón no dudará en abrir
fuego contra los campesinos, pero será muy distinto si los que se le oponen son
los ciudadanos de Nueva Atenas. Llame a la gente y salve a esta ciudad de
nuevas desgracias: aún estamos a tiempo de salvarnos de esta locura.
-
Ah, tenés miedo - Respondió Aristóteles, haciendo una mueca de desprecio - El
maldito desgraciado que violó a mi hija tiene miedo de morirse...
Camilo
se quedó mirándolo unos segundos, como si no hubiera entendido la frase. Luego
se puso de pie otra vez, sacó la pistola y la dejó sobre el escritorio, al
alcance de Aristóteles. Entonces se retiró varios pasos, atravesando a su
suegro con una mirada helada.
-
Yo no hice tal cosa – Dijo, girando poco a poco hasta darle la espalda - Pero
si usted lo cree de verdad, haga lo que le corresponde hacer como hombre. La
pistola está cargada.
El
aire de la sala se tensó de un modo espantoso. Durante algunos segundos,
Manfredini permaneció inmóvil, sopesando la altanería del muchacho. Después, de
pronto, se avalanzó sobre el arma, la tomó y apuntó a Camilo, temblando de
furia. Espeucipo se quedó petrificado.
-
¿Y? - Desafió Camilo - ¿Va a tirar o no? Tal vez sea usted el que tiene miedo.
-
¡Me robaste a mi hija, desgraciado, maldita la hora en que tu madre te parió en
esta ciudad! - Gritó Aristóteles y Camilo se volvió de inmediato contra él,
furioso:
-
¡No nombre a mi madre! - Exclamó, empujando a Manfredini, que seguía
apuntándole. Espeucipo corrió a interponerse entre ellos, mientras Muralla
ladraba rabioso detrás de la puerta:
-
¡Basta, los dos! - Gritó Espeucipo, tirando de Camilo con una mano y apartando
a su primo con la otra - ¡El problema ahora es Verón! ¡Es cierto que si no se
detuvo ante Terámenes, que es un cura, menos se detendrá ante nosotros!
-
¿Qué pasó con Terámenes? - Preguntó Camilo, olvidándose del suegro.
-
Verón invadió la escuela y lo tiene preso ahí mismo - Explicó Espeucipo.
- Bien,
esta reunión terminó y cada uno sabe lo que tiene que hacer - Dijo Camilo,
alzando su fusil y abriendo la puerta. Muralla entró a la habitación y
Aristóteles bajó el arma, dejándola sobre el escritorio. Espeucipo se volvió a
mirar por la ventana: algo sucedía ahí afuera. De pronto, se oyó un disparo y
Camilo corrió al pasillo. «¡Es el
Ejército!», anunció Ulises, que acababa de bajar del techo. «¡Le dieron un tiro al amigo de León!».
Bajaron por las escaleras tan rápido como pudieron, mientras Caballero salía
tras de ellos, gritando: «¡Vayan por
atrás! ¡Ahí está mi camioneta con las llaves puestas!». Quién sabe por qué
lo hizo y por qué Camilo le creyó, pero hicieron lo que les indicaba. “¡Ay, la puta madre!”, exclamó una voz
parecida a la de Carápulo. Se oyó una ráfaga y un par de explosiones raras, que
nadie supo identificar. Cuatro balazos atravesaron la chapa del vehículo, justo
en el momento en que Camilo, Ulises y el perro se metían adentro. Con la
urgencia del caso, puso el motor en marcha, aceleró a fondo y atropelló sin
miramientos el portón del fondo. Ya en la calle, derraparon sobre el asfalto,
rompieron un faro contra un poste de la luz y frenaron dos metros más allá,
para dar tiempo a los demás muchachos a trepar a la caja. Recién entonces escaparon
a todo dar, bajo una lluvia de balas. Detrás de ellos quedaba el Doctor
Fagúndes, médico alergista en tiempos normales e idealista de vacaciones, muerto
en la vereda, con los brazos en cruz. Un soldado le quitó los documentos y demostró
con ellos que el conflicto tenía ramificación extranjera: ¡era cierto que la
subversión internacional los estaba invadiendo!
CXXXI
La
noticia de que Camilo había tomado la Municipalidad corrió tan de prisa, que
nada pudo hacer Verón para amortiguar sus efectos. Los campesinos lo festejaban
como un triunfo y ajustaban la dureza de la huelga que se había iniciado, pero
muchos querían unirse al combate de un modo más expeditivo. El valle era – como
suele decirse en estos casos - un polvorín a punto de explotar y a Verón no le
quedó más remedio que disponer la mitad de sus tropas en una constante
vigilancia. La rebelión, tantas veces incubada y por fin desatada, parecía una
fuerza que nadie podría detener. «¡Pavadas!»,
exclamaba el Coronel, cada vez que alguien sugería dar marcha atrás en el
tremendo lío. «¡Yo les voy a dar a esos
comunistas, ya van a ver!» Para empezar, hizo fusilar esa misma tarde al
Cabo Ferrás, delatado por Efigenio y despenado por los hombres del Turco, pues
ningún soldado quiso apretar el gatillo contra el compañero. Lo ataron a un
árbol, cerca de la laguna donde Carocito se enamoró de Narciso. Le dijeron que
cerrara los ojos y ahí nomás, le metieron dos tiros en el pecho. Sorprendido,
pues nunca llegó a creer que la guerra sería una guerra de verdad, agonizó un
largo rato, mirando con tristeza en derredor. Desmoralizada, la tropa fue
enviada a acampar en la plaza, mientras Verón se apersonaba en la Intendencia a
interrogar a Espeucipo.
-
¡No me podés decir que no sabés para qué lado tomaron! – Gruñía el militar.
-
¿Y cómo carajo querés que sepa para dónde fueron? - Protestaba el ex Intendente
- Si ya te ocuparon el cuartel y la municipalidad, no sé qué pueda faltarles...
-
Se fueron para lo del cura Terámenes - Informó Manfredini, descubriendo que su
odio por Camilo superaba su aversión por Verón. Pero el Coronel no le creyó,
pensando que los primos se habían confabulado contra él. Para la hora en que
tomó en serio el dato, Camilo ya había atacado y tomado a sangre y fuego la
escuela, acabando en la batalla con los célebres Agripino Malatesta y Raúl
Mendonça. El Tuerto Ozuna, gravemente herido, también estaba fuera de combate,
lo mismo que una docena de soldados sin rango. Cuando le llegó la noticia,
Verón se mordió los labios hasta hacerlos sangrar y juró, por Dios y por el
Diablo, que en veinticuatro horas arrasaría “ese nido de comunistas” con todo lo que hallara adentro. «No quiero a nadie vivo», ordenó,
mandando a llamar a los mismos reclutas que horas antes despachara a vigilar
los caminos.
Cuando
el último soldado abandonó la plaza, Aristóteles abrió un cajón del escritorio,
sacó una hoja en blanco y escribió su renuncia sin decir una palabra. Firmó con
trazos desangrados y fue a encerrarse en su mansión, más triste, más grande y más
silenciosa que nunca. Al anochecer del domingo, sólo Espeucipo permanecía en la
Intendencia, ahogado por la tos y cuidando un despacho que ya no era suyo.
CXXXII
Era
la última noche de la guerra.
Cubierto
de sudor, sangre y mugre, Camilo fumaba un cigarrillo y hablaba en voz baja con
el cura Terámenes, recién liberado. Habían librado una terrible batalla, un
tiroteo de dos horas que dejó un tendal de heridos entre los soldados y en la
pequeña tropa de los Descalzos. El Chato
Ortiz, Temóstecles y Ulises estaban malheridos. Carápulo Tinguitella, viejo y
querido compañero de la escuela primaria, había sido herido en la plaza y se
les había muerto, de modo que para resistir el ataque final sólo quedaban cinco
hombres sanos y algunos cartuchos. Sin embargo, nada parecía desalentar a
Camilo, que ilustraba el frente de la escuela con un letrero que decía «Organización
Campesina Perímetro González».
-
No debiste liberarme - Gruñía el sacerdote, meneando la cabeza con amargura - Nadie
vale las vidas que se perdieron esta tarde. Vamos a parar esto, Camilo, vamos a
detenernos acá mismo. Ya nos han matado a dos chicos, más el tío de Aquiles y
el amigo de León. Dicen por ahí que han fusilado a Zenón. Nuestra pelea,
nuestra vida misma, no vale la sangre de los otros, hijo…
-
Peleamos por mucho más que la vida de alguien, padre - Respondió Camilo, triste
pero firme - Se trata de defender una idea, un sueño que es eterno y que por
ahora, sólo por ahora, está representado por nosotros. Mañana estaremos
muertos, seguramente, pero de acuerdo al modo en que caigamos nuestro sueño
seguirá en pie o caerá con nosotros.
- Te
estás poniendo cursi, hijo - Murmuró el cura, sonriendo con pesar - ¿Realmente
creés que la muerte puede ser gloriosa? No será más que miedo, sangre y dolor,
como hoy.
-
Ya lo sé - Dijo Camilo - pero mucho más se perderá si nos echamos atrás; si
hacemos éso, la muerte no habrá servido de nada. Yo tampoco valgo la vida de
ellos, padre.
-
¿Y éso es motivo para querer morir mañana?
-
Yo no quiero morir. No sé si tendré el coraje de enfrentarlo bien.
-
Eso es soberbia.
-
No; es humildad. Tengo miedo de no estar a la altura de lo quiero representar.
-
¿Y qué es éso?
-
La lucha, padre. Quiero representar la lucha de todos los hombres que han
luchado antes y de los que lucharán después, cuando ya no estemos aquí. La
lucha de mi padre, enfrentándose al mundo desde su arte silencioso. La lucha de
mi madre, cruzando el océano para tenerme aquí, en este pueblo y no en otro.
¿Por qué tuvo que ser así? No lo sé, claro, pero no me importa. Todo fue como
tuvo que ser.
-
¿Y ese determinismo?
-
Ah, de éso se trata, al fin y al cabo. Lo he comprendido, padre. Nuestra
libertad es absoluta, a condición de que no exceda ciertos límites. Todo está
escrito y previsto dentro de un marco; fuera de él, sólo podemos soñar.
-
No es cierto, Camilo. Podrías saltar el muro por el fondo y perderte en la
oscuridad, huir a otro país. No volver nunca, ser libre de tu destino.
¡Salvarte!
-
Falso, padre. A partir del momento en que saltara el muro dejaría de ser yo
mismo. Mi destino no es más que una prolongación de mis sueños, así que,
ninguno de los dos viviría sin el otro. Prefiero morir aquí.
-
No sé, muchacho, no sé. Presiento que mañana habrá un milagro - Dijo el
sacerdote, cruzando sus gruesos dedos sobre el pecho - ¿te acordás cuando Verón
me dijo que un Rosario no para una bala? Bueno, tal vez sí lo haga. Rezo
intensamente para que Dios impida esta tragedia. Verón no sabe que esta escuela
le pertenece a Dios, no a mí.
-
Verón está loco.
-
Todos lo estamos, Camilo, pero de locuras distintas.
Se
quedaron en silencio. Al rato, un rumor de pisadas los puso en guardia.
Agazapados en la oscuridad, varios hombres se acercaron hasta ellos. Muralla
movió la cola con entusiasmo: eran el Doctor Epaminondas y Aquiles Farjat. «¿Qué hacen ustedes aquí?», preguntó
Camilo, disimulando la alegría que le causaba tenerlos cerca otra vez. «¿Acaso no saben que se pudrió todo?».
Los hombres se estrecharon las manos en silencio y enseguida el médico hizo
llevar a los heridos al dispensario, donado por él mismo en los tiempos en que
la guerra era impensable. «Por éso mismo
estamos aquí, antes de que Verón cierre completamente los caminos», explicó
Aquiles, «Dejamos el auto del Doctor por
aquí cerca». Luego pidió un arma y se unió a la guardia junto a León, muy
apenado por la muerte del médico de Iquitos. «Pobre loco», decía a cada rato. «Venir de vacaciones y terminar así, muerto a tiros en una guerra ajena».
Aquiles, sin poder creer aún en lo que se había convertido la elección a
Intendente, respondió: «Algo me dice que
para Manuel Fagúndes, esta guerra no le era nada ajena».
-
¿Y vos, Aquiles? - Preguntó León, sintiendo que ya nunca volvería a ver a Clara
- ¿Por qué viniste a meterte en la boca del lobo? ¿Para qué?
- Será
el destino familiar - Repuso el frustrado candidato - ¿Qué más podía hacer?
Todo esto fue por mi maldita idea de ser Intendente, mirá vos; hasta mataron a
mi tío, otro loco idealista. No sé, León, quizás sea cierto que uno nunca muere
por las razones que quisiera, pero entre todas las razones que se me ocurren
ésta no es del todo mala. En fin; aquí estoy, pero espero sobrevivir.
-
¿Cómo supiste lo de tu tío?
-
Lo supo Epaminondas, mientras atendía a los heridos del cuartel. ¡Qué locura!
-
Tiene razón Terámenes, estamos todos locos. ¿Sabías que hirieron a Ulises?
-
¡No! ¿Dónde está?
-
Ahí atrás, con los otros. Andá a verlo.
Con
escaso sentido militar, Aquiles dejó el fusil que le acababan de dar y fue a
toda prisa hasta donde el médico curaba - es un decir - a los heridos. Su viejo
amigo Ulises, compañero de toda la vida, estaba inconsciente. Tenía un tiro
cerca del hígado y otro en el hombro izquierdo, con salida por la espalda. «Está muy mal», dijo Epaminondas, con
tristeza. Todo lo que había podido hacer era lavarle las heridas y aplicarle merthiolate.
Aquiles dejó escapar un sollozo. «¡Dios
mío, que no se muera!», murmuró, acariciando la frente del secretario de
campaña y recordando cuando iban a la escuela, juntos, montando un mismo
caballo. ¿Cómo podían haber sido tan felices, sin darse cuenta? «Andá con los otros, Aquiles, no hay nada
para hacer acá», le dijo el médico, empujándolo un poco. «Yo no quería ésto», dijo el candidato,
antes de desaparecer en la oscuridad.
Bajo
un silencio angustiado, los Descalzos se repartieron las guardias y turnos para
dormir. Cuando a Camilo le tocó
descansar - entre las dos y las cuatro – fue a acostarse en la barraca de los
estudiantes, en el mismo catre en el que tantos años antes durmiera por primera
vez fuera de casa. Recordó aquella lejana noche de la infancia, asustado por la
negrura de la noche y los mil ruidos del monte, aquel primer temor de su vida.
Cerró los ojos, temblando por un escalofrío que le quitaba el aire. Tenía, otra
vez, un miedo atroz.
***
Capítulo 27
(Las ideas no se matan, pues
generalmente alcanza con matar a quienes las enarbolan.
Es el final)
CXXXIII
A |
las cuatro de la mañana se levantó un viento
frío y presagioso, anunciando lluvia, aunque poco después amainó. En la escuela
rural, el silencio y la quietud eran absolutos, como si no hubiera nadie. Entre
la arboleda, en cambio, comenzaban a despertarse las aves y un concierto de
trinos brotaba de la oscuridad. Pero no todos dormían. En la cocina, el cura
preparaba café, mientras Epaminondas vigilaba el sueño de los heridos. Los
centinelas, adormecidos por el peso de una noche demasiado larga, cabeceaban
sobre sus fusiles, aguardando el relevo. Camilo abrió los ojos con
desconfianza, sorprendido de la quietud que reinaba en derredor. Había estado
soñando que el Ejército los atacaba y que el ruido era infernal, así que le
costó un poco habituarse a la placidez profunda del amanecer. Todo estaba en
una absurda calma, como si la guerra no hubiera sido más que pesadilla. De
pronto, un par de chistidos lo pusieron alerta. Tomó el fusil y salió al patio,
pegando el cuerpo a la pared de madera. Por el terraplén que bajaba al camino,
dos hombres subían al trotecito. Los centinelas dieron el alto y los extraños
respondieron con voces amistosas. Camilo observó que se saludaban con abrazos y
pensó que debía tratarse de Efigenio, perdido antes de ayer. Echó el fusil al
hombro y bajó a ver qué pasaba.
-
Tarde, pero seguro - Saludó Efigenio, acercándose. El otro individuo era el
ingeniero Ruiz.
-
¿Qué te pasó? Ya te daba por muerto, cuanto menos - Dijo Camilo, estrechando
sus manos con alegría. Efigenio respondió que había tenido que hacer un gran
rodeo para no ser atrapado, pero que pese a las dificultades había cumplido la
orden de avisar a los campesinos lo que sucedía. «La cosa está muy brava allá afuera», agregó, «El Cabo Zenón fue fusilado». El anuncio de la muerte de otro amigo golpeó
a Camilo, que cerró los puños con impotencia. «Vengan, vamos adentro que siento olor a café», dijo después, pasando
un brazo sobre el hombro de Ruiz.
-
Corren malos tiempos para la ingeniería agronómica - Gruñó el cura, cuando los
vió aparecer en la cocina - ¿Qué le ha dado a usted, Manganeso? Que el loco de
Efigenio aparezca, bueno, pero usted...Lo creía un hombre serio.
-
Esta también es mi escuela - Contestó Ruiz, emocionado - Y los que la defienden
son mis alumnos, así que lo pensé, lo decidí y... ¿es cierto que hay heridos?
-
Murieron Pajarito Triste y Carápulo.
-
Ay, Dios, me matarán a mí también - Profetizó Manganeso, tomándose la cabeza.
-
Locos, todos locos - Murmuró el sacerdote, repartiendo las tazas de café
humeante. Había sido que los recién llegados se encontraron de casualidad junto
al portón de la escuela, dudando entre entrar o seguir de largo. «Mirá si nos reciben a los tiros», era la
preocupación. Rieron, pese a todo y enseguida salieron a unirse a Aquiles y a
León para una nueva guardia. Comenzaba a aclarar.
-
¡Viene una camioneta! - Exclamó Bienvenido Morales, de posta a unos cincuenta
metros de la entrada principal. Se soltaron los seguros de los fusiles y se
echaron cuerpo a tierra, pero casi enseguida se vió ondear un trapo blanco por
la ventanilla del conductor. Era Pericles, acompañado de dos hombres. Dejaron
el vehículo cruzado sobre el terraplén y bajaron a las apuradas, armados los
tres. Uno de los individuos caminaba con mucha dificultad, apoyándose en un par
de muletas. «¿Quiénes son ésos?», preguntó León. Pericles hizo pasar a sus
acompañantes y los presentó:
-
Camilo, no sé si te acordás de Filipo González...
Recién
entonces, Camilo recordó al antiguo enamorado de Isabel, herido para siempre
por un balazo del Turco Julián. «Nunca lo
olvidaré», le había dicho aquella vez Camilo, pero la verdad es que lo
había olvidado y ahora no sabía cómo agradecer una nueva prueba de lealtad. Sin
soltar el fusil, estrechó en un abrazo a Filipo, que dijo:
-
Te aviso que el Ejército se prepara para caernos encima - Luego, bajando la
escopeta que traía a la espalda, señaló su pierna tullida, agregó - Y no pienso
perderme la oportunidad de cobrarme esta deuda, muchacho.
-
Yo soy Natalio Oviedo - Intervino el tercer hombre, tratando de enfocar a
Camilo a través de sus gruesas gafas. Era muy delgado, pálido y de aspecto
enfermizo, pero los ojos le brillaban con determinación. Cargaba un viejo Mauser
de la Guerra del Chaco, una bolsa con municiones y una rabia vieja y enquistada
- Quizás ninguno de ustedes me conozca, pero llevo veinticinco años esperando
este momento - Explicó, mostrando una fea cicatriz en la frente - No es sólo
que esté con ustedes; Verón y Gallinar me deben ésta y estoy aquí para
cobrárselas.
-
Esto parece una cooperativa de deudores - Bromeó Camilo - Sólo espero que se
den cuenta de que quizás no salgamos vivos de aquí.
-
Báh, a nosotros ya nos mataron hace muchos años - Respondió Natalio y Filipo
asintió.
-
Mejor nos dejamos de filosofía y empezamos a planear una defensa - Interrumpió
Pericles, mirando en derredor - quizás yo no sea un general, pero al menos fui
Comisario toda la vida y algo entiendo de tiroteos. Vení, Camilo, a ver qué
podemos hacer.
A
las seis en punto apareció el primer camión militar y se estacionó a unos cien
metros, hacia la derecha, donde una treintena de soldados se atrincheró en una
hondonada, al mando de Gallinar. «Lo único
seguro es que no pueden atacarnos por la espalda», advirtió Pericles, «La loma es demasiado empinada y les llevaría
días enteros rodearla o treparla: atacarán por el frente, ya van a ver. No nos van a poder sacar de aquí». Así
pues, establecieron una primera línea defensiva amontonando pupitres, mesas,
sillas y cuanto cachivache hallaron adecuado. Quizás no fuera muy sólida, pero se
veía nutrida y al menos serviría para proteger de las balas al grupo de Camilo,
Pericles, Natalio y León. Un poco más atrás, tal vez a unos veinte metros,
había una segunda línea, integrada por Bienvenido, Filipo y Aquiles. El resto
del batallón, seis hombres de los cuales tres estaban heridos, se abroquelaba
en la barraca de troncos, junto al cura y al médico. A las seis y media llegó
el segundo camión y se ubicó a la izquierda, cerrando de este modo toda
posibilidad de escape. «No importa; en el
peor de los casos, siempre podremos salir rompiendo monte. Recuerden que
tenemos esa sendita que nadie más conoce», recordó Camilo, observando a la
distancia las evoluciones de Verón y los suyos. Calcularon que había unos
setenta soldados, más o menos.
-
¡Camilo Insaurralde! - Exclamó entonces el Coronel, utilizando un megáfono. Su
voz retumbó durante varios segundos, creando ecos estremecedores por las
serranías cercanas - ¡Tienen dos minutos para rendirse o entramos a buscarlos!
El
cura Terámenes, que había estado ayudando al médico, salió de la barraca y se
encaminó resuelto hacia el portón de entrada, donde lo detuvo Camilo:
-
Espere, padre, ¿qué hace?
-
¡Ese bastardo no entrará a mi escuela! - Gruñó el cura, librándose de su
protegido y saliendo ágilmente al terraplén - ¡Verón! ¡Venga aquí, de hombre a
hombre!
El
Coronel lo vió aparecer por el medio del camino, gigantesco y barbudo, ondeando
al aire de la madrugada su sotana rasposa. «Ese
cura de mierda», murmuró, separándose de la tropa y saliendo al encuentro
del sacerdote, que seguía avanzando a grandes zancadas. Sorprendido, Camilo
quiso salir tras el director, pero el Comisario lo sujetó, obligándolo a
echarse cuerpo a tierra.
-
¡Usted no va a tocar a mis muchachos! - Bramó Terámenes, enarbolando su puño
deforme. Cuando ya lo tuvo casi encima, el Coronel sacó la pistola y le disparó
a quemarropa, metiéndole dos tiros en el pecho.
-
¡¡¡Nooo!!! - Gritó Camilo y saltó la tranquera. En medio del camino, el cura se
tambaleaba frente al cañón del arma, sin terminar de caer. León corrió por el
terraplén y enseguida le siguieron los demás, bajando por el camino a tiro
limpio. Soltando una carajada feroz, Verón se ocultó en una zanja, mientras sus
hombres se quedaban boquiabiertos, mirando la enorme figura bailoteando bajo el
sol. “¿Cómo pudo dispararle al cura? ¡Eso
es sacrilegio!”, gritó uno de los soldados. “¡Tiren!, ¡Tiren!” ordenó el
Coronel desde su escondite, luchando contra el mecanismo de su pistola. Pero
los soldados no tiraron, impresionados del Goliath que al fin había terminado
de caer sobre el polvo del camino. En ese momento, todo se detuvo. Los
muchachos, que habían corrido por el terraplén al rescate de su maestro, se
quedaron quietos. Los milicos bajaron las armas, algunos se quitaron los cascos
y muchos se persignaron. Hasta Verón quedó a la expectativa, dando por ganada
la guerra.
- Ha muerto el perro, se acabó la rabia –
Murmuró.
Entonces,
cuando nadie lo esperaba, sucedió el milagro que el muerto había predicho la
noche anterior. Y fue curioso que le sucediera a él mismo, que acababa de
recibir dos plomazos sobre el corazón. Sacudió vigorosamente la cabeza y se
reincorporó sobre un codo. A derecha y a izquierda se oyó un «¡Oh!» de sorpresa. Un segundo más tarde,
apoyó una mano en el suelo y logró ponerse de pie, sacudiéndose el polvo de la
sotana con un gesto que se veía absurdo en la ocasión. Desde su trinchera, el Coronel
estaba boquiabierto: el sacerdote caminaba de regreso a su escuela, un poco titubeante,
pero sin duda vivo. «No puede ser»,
suspiró, esperando verlo caer de nuevo. Pero el cura no cayó, siguió como si
nada, hablando en voz baja. ¿Rezaba o maldecía? «¡Mátenlo! ¡Mátenlo!», ordenó Verón, con su arma aún encasquillada.
Pero nadie se atrevió a tirar contra el resucitado, que subió por el terraplén
y cruzó el portón de la escuela, por fin a salvo.
-
¿Por qué me miran así? - Rumió, enfrentando a sus muchachos - ¡No soy un
maldito fantasma!
Todas
las miradas se dirigían, sin disimulo alguno, hacia el sitio donde deberían
estar los agujeros dejados por las balas. Pero no había nada. Ni una gota de
sangre. Sólo el Rosario, tosco y antiguo, colgando sobre el enorme pecho, como
siempre.
-
¿Así que un Rosario no para una bala? - Rió entonces Terámenes - ¡Este paró
dos!
Aquiles
lanzó un silbido de admiración y al mismo tiempo se oyó el griterío de los
soldados, lanzados al ataque. Pillados de sorpresa, los Descalzos olvidaron la táctica
ideada por Pericles y salieron en desbandada, con el Ejército detrás. Fue un
desastre, aunque bastó que Pericles contraatacara para que la soldadesca
corriera en sentido inverso. La batalla, intensa y caótica, se convirtió en un
cuerpo a cuerpo descomunal, en el que resultaba difícil discernir quién iba y
quién venía. Eso sí, nadie pudo mirar desde afuera, ni siquiera el cura, que
armado con la manguera de regar el jardín repartía unos terribles latigazos,
más guerrero él que los demás. A pocos metros, Camilo se abría paso utilizando el
fusil a modo de garrote y el ex Comisario disparaba su pistola, alguna vez
reglamentaria, con fría determinación. Gallinar, que había creído en una
victoria fácil e inmediata, comprendió que estarían perdidos si no decretaba el
escape, así que lo ordenó huyendo él mismo a todo dar. Los soldados,
desorientados, no tardaron en imitarlo, arrojándose despavoridos por el
terraplén. «¡Los vencimos!», exclamó
Camilo, pero después del grito hubo un profundo desconcierto. El patio de la
escuela, el mismo en el que antes formaban para escuchar misa y cantar el himno
nacional, estaba cubierto de cuerpos ensangrentados. El padre Terámenes, que
hasta segundos antes era un león embravecido, dejó caer la manguera y se persignó.
«¡Oh, Dios mío!», gimió y llamó a
Epaminondas. Algunos soldados se reincorporaron dando tumbos y huyeron por el
portón, sin que nadie los detuviera. Otros se quejaban malamente, clamando
ayuda. «No tengo cómo atenderlos a todos»,
se excusó el médico, intentando mantener la calma. «Sería mejor devolver los soldados heridos a Verón». Aquiles salió a
pedir una tregua que fue aceptada enseguida por el Coronel, azorado por el
fracaso del ataque. Uno por uno, los baleados y los magullados fueron sacados al
camino, donde sus compañeros los cargaban en un camión para llevárselos a la
ciudad. A tres de ellos no les serviría ya ningún socorro: habían dejado de
existir.
-
Camilo - Dijo Epaminondas, cubierto de sangre - tengo otros dos chicos muertos
y un tercero fuera de combate.
Camilo
frunció el rostro y lo miró sin decir nada, temiendo preguntar de quiénes se
trataba esta vez. De todos modos, lo supo enseguida: Bienvenido Morales, el
orgulloso hijo de un cacique Avá Guaraní y Mefístoles Saravia, a quien
de chico le decían Araña Pateada por su defecto en las piernas,
se habían ido para siempre, acribillados. Segundo Chavarría, herido en un
tobillo, se veía muy mal: «La bala le
fracturó el hueso», explicó el galeno, «Y
no tengo cómo enyesarlo».
-
No podremos resistir otro tiroteo como éste - Dijo León, recargando el fusil - Ya
casi no tenemos balas.
-
Voy a bajar a hablar con Verón - Dijo el Doctor, con el seño fruncido - Hay que
rendirse antes que sea una masacre peor.
-
Camilo no va a querer saber nada.
-
Allá él. Mi trabajo es salvar vidas y éso es lo que me debe importar.
Dicho
esto, se limpió las manos ensangrentadas en el pantalón, calzó su chaqueta
dominguera y se deslizó por el terraplén, bajo la atenta mirada de la
soldadesca. Tuvo suerte de que nadie le tirara. Verón, que por fin había
logrado reparar su pistola, lo recibió en la cuneta, fumando un puro. Se veía
tranquilo, incluso con un ligero aire de satisfacción en la mirada fría.
-
Elegiste mal el bando - Rió, palmeando la espalda de su viejo amigo de otros
tiempos. Con amabilidad, hizo un gesto para que Epaminondas se ubicara junto a
él, a la sombra de un molle. El sol había empezado a picar fuerte.
-
Vos y yo somos gente grande, tenemos que ponerle fin a ésto – Dijo el médico,
metiendo las manos en los bolsillos del pantalón – Nadie quiere esta estúpida
guerra, quedate con el pueblo, con la intendencia, quedate con todo, pero dejá
salir a estos chicos. Acaban de morirse otros dos. ¿Hasta dónde pensás llegar?
-
Hasta que no quede ninguno vivo – Siseó el militar, transformándose de pronto
en lo que siempre había sido por dentro – Decíles que se rindan.
-
Si yo los convenzo de rendirse, ¿qué vas a hacer vos? ¿Los vas a fusilar, como
a Zenón?
El
Coronel soltó una risita maliciosa.
-
Igual van a morir hoy. Todos ellos. Y si vos no te salís a tiempo, no te
garantizo nada.
-
Te lo ruego, amigo - Los ojos del Doctor se llenaron de lágrimas – Te lo
imploro, dejalos vivir. ¡Son sólo chicos!
-
Ah, no, dejaron de ser chicos cuando alzaron un arma - Dijo Verón – Y a ese
Camilo, tu protegido, te juro que le voy a meter un tiro en la cabeza, de ése
me encargo yo.
-
Entonces ¿No hay nada que hacer?
-
No.
Con
amargura, Epaminondas sacó las manos de los bolsillos y las abrió en un gesto
de impotencia. Miró al Coronel, creyendo que aún era posible hallar en sus ojos
alguna huella de la vieja amistad, pero no había nada. Sólo un helado
desprecio. Giró lentamente para marcharse y de pronto y por única vez en su
vida, enfureció. Ciego de ira, le lanzó una trompada con tanta fuerza, que el
impulso lo hizo caer de rodillas, errando por completo el golpe.
-
Ni para eso servís, pedazo de pelotudo – Murmuró Verón, dándole a espalda para
ir a ordenar la tropa. Con los ojos llenos de lágrimas, el Doctor se incorporó
despacio y regresó a la escuela.
Eran
las siete de la mañana.
CXXXIV
A
las siete y treinta y otra vez con el Sargento al mando, el ejército lanzó su
segundo ataque. Los soldados subieron gritando por el terraplén y lanzando una
lluvia de balas sobre la escuela, despanzurrando puertas, paredes y ventanas
con escándalo enloquecedor. Aterrorizado, el ingeniero Ruíz perdió los estribos
y salió corriendo, pero no llegó muy lejos. Cayó a los pocos pasos, muerto de
un tiro que le rompió el esternón. Un grupo de militares invadió entonces el
patio, encabezados por Gallinar. Natalio los vió llegar, justo por el lado en
que tenía su trincherita. Era, por fin, la gran oportunidad que había soñado
durante toda la vida. Abandonó el refugio, se plantó a tres metros de su viejo
enemigo y abrió fuego, un sólo tiro, asmático y con más humo que ruido, que
para colmo no pareció hacer mella en Gallinar. Pese al entrevero, el Sargento
reconoció enseguida al odiado Pandulce y le metió tres balas exactas,
precisas, que atravesaron a Natalio, matándolo en el acto. Alcanzó a sonreir,
muy brevemente, el Sargento, pero cuando quiso dar un paso se le doblaron las
piernas y quedó de rodillas. Sin poderlo creer, miró con ojos azorados el
boquete que se le había abierto en la ingle y la sangre saliendo a borbotones.
«¡Mierda!», balbuceó, asustado, “¡El putito me mató!”. Hizo un gran
esfuerzo, se reincorporó a duras penas y alcanzó a llegar hasta el portón de
entrada, donde por fin se quedó muerto.
-
¡Ahora sí, echémoslos fuera! - exclamó Camilo y los cinco rebeldes que aún tenían
con qué salieron a la descubierta, quemando sus últimos cartuchos. Robustiano
Van Gogh, célebre matón fronterizo y antiguo enemigo de León Valdéz, recibió el
grueso de la descarga y quedó tendido, mientras el resto de los soldados huía en
gran alharaca.
-
¡Rápido, rápido! - Exclamó Camilo - ¡Recojan todas las armas que puedan!
-
¿Y los heridos de ellos?
-
¡Echenlos por el terraplén!
El
aire estaba pesado, irrespirable por el humo de la pólvora. Los hombres,
sudorosos y ensangrentados, se miraban entre sí, espantados del infierno que
los rodeaba. Pericles se acuclilló junto a Natalio Oviedo y le cerró los ojos.
Poco más allá, el padre Terámenes cargaba el cuerpo del ingeniero y lo sacaba
del campo de batalla. Camilo y León, incansables, se esforzaban en rearmar la
barricada, deshecha por la metralla.
-
¿Dónde está Efigenio? - Preguntó de pronto el Doctor, contando a los
sobrevivientes. Fue preguntando a uno por uno, pero nadie lo había visto
durante la batalla. Preocupados, revisaron cada rincón del patio, sin
encontrarlo – Parece que se rajó.
- Se
habrá ido por los fondos - Supuso Camilo, meneando la cabeza con amargura - Conoce
el senderito secreto. Bueno, por ahí vuelve más tarde. Aún somos cinco para
defender la escuela.
-
Más los cuatro heridos - Corrigió León.
- Y
veintidós cartuchos - Completó Filipo González, acomodándolos uno junto al otro
sobre una piedra plana.
-
Creo que es el momento de salir por el monte - Sugirió Pericles - Es ahora o
nunca
-
¿Y los heridos? - Preguntó Camilo, volviéndose - No podremos llevarlos y Verón
no dudará en matarlos si los encuentra. No, amigo, acá no figura el escape como
alternativa. ¡O vencemos o morimos!
-
Pará, que vencer, no vamos a vencer. Además, yo no digo que escapemos, sino que
nos retiremos.
-
Para el caso es lo mismo.
-
Camilo, seamos honestos - Resumió Aquiles, con una tranquilidad no exenta de
firmeza -No digo que no tuviéramos razones, pero llevamos esta locura demasiado
lejos y ya no podemos más; ¿qué vamos a hacer con veinte balas? Debiéramos
sacar a los heridos de a uno, agruparnos en el monte y después ver qué
decidimos. Esta guerra está perdida y de nada sirve que nos hagamos matar, por
heroico que parezca.
-
No se trata de heroísmo - Respondió Camilo, echándose el fusil al hombro - sino
de falta de alternativas: ni a Ulises ni al Chato los podremos mover, así que
irse es dejarlos. Por otra parte, ¿qué vamos a decidir en el monte? ¿Un
contraataque? Seguiremos siendo cinco locos con veintidós balas.
-
No podemos dejarle la escuela a estos hijos de puta - Terció León, limpiándose
la cara con la manga de la camisa - Al fin y al cabo da lo mismo morirse en un
lugar que en otro. Quedémosnos aquí, que al menos hay sombra.
Camilo
sonrió.
-
Podríamos aprovechar que todo el Ejército está aquí para salir por el fondo e
ir a tomarles el cuartel - Dijo Filipo, con una sonrisita maligna - ¡Sería un
golazo!
-
Tal vez - Murmuró Camilo, acariciando el hocico de su perro - pero caería la
escuela y éso es algo que no pasará, muchachos. La escuela de Terámenes
simboliza todo lo que somos, lo que soñamos y lo que queremos hacer por Nueva
Atenas ¡A ningún costo debe caer en manos de Verón!
Aquiles
abrió las manos y las mostró, como si fuera a decir algo, pero luego se tomó la
cabeza y se quedó callado. León levantó cuatro cartuchos y los metió en el
cargador de su fusil. Filipo giró la vista hacia el camino, donde los soldados
continuaban sus evoluciones. De pronto, Camilo preguntó:
-
¿Alguien sabe dónde están presos los hombres de Pablo Lechín?
-
En el canchón municipal - Respondió Pericles.
-
Bien; entonces creo que tengo un plan.
Era
simple y alocado, como todos los que se le ocurrían. Pericles saldría por los
fondos, correría al pueblo y liberaría a los seguidores de Lechín, con los
cuales tomaría el cuartel y obligaría a Verón a levantar el cerco sobre la
escuela, dándoles tiempo para pensar en algo. «Es una completa estupidez», dijo el ex Comisario, «Pero tal vez por eso mismo funcionará».
El padre Terámenes buscó papel y carbonilla, trazó un mapa con el sendero
secreto y se lo dio a Pericles, que alzó su escopeta y salió al trote,
ignorando que nunca volvería a ver a los amigos que dejaba atrás. Saltó la
cerca del fondo, se metió en el monte y desapareció. El Doctor, que velaba con
preocupación a sus cuatro heridos, lo vió pasar y tuvo un mal presentimiento. «Adónde irá», se dijo, pero justo
entonces sucedió algo por demás inesperado. Oyó voces y pasos presurosos. Se
levantó del banquito en el que montaba guardia médica, salió del cobertizo y se
encontró con el cura, que se mecía la barba con los dedos y miraba hacia el
camino con el rostro descompuesto. No podía creer lo que estaba viendo.
CXXXV
Apenas
comenzaron los tiros, la gente del pueblo supo que la suerte de los Descalzos
estaba echada y cada cual se encerró en su casa, aguardando el final. Arístipo
Rodríguez cerró el bar, abrió una botella de anís y se metió con ella en el
baño, dispuesto a emborracharse. Aspasia olvidó su vergüenza y salió a la
calle, pero como no encontró a nadie volvió a su cuarto y se puso a llorar,
temblando como si estuviera enferma. «¡Alguien
tiene que parar ésto!», dijo el padre Rigoberto en la capilla vacía, pero
los santos continuaron silenciosos, como si no lo oyeran. El monaguillo Sansón,
reaparecido en algún momento, tañía las campanas con redobles tristes,
anunciando el final. Con el corazón desangrado, Aristóteles deambulaba por la
casa vacía buscando fotos de su hija, pero no encontró ninguna, olvidado de que
las había roto muchos meses atrás. Oyó, a lo lejos, el retumbar del tiroteo y
sintió una mezcla amarga de pena y alivio; quizás, pensaba una vez más, muerto
Camilo todo volviera a ser como antes, cuando nada amenazaba su mundo perfecto.
Destapó una botella de whisky y se sentó a mitad de una escalera, a beber del
pico. ¿Por qué Laida no volvía con él, a consolarlo? ¿Por qué Niké no lo
perdonaba? ¿Qué debía hacer para que volvieran a ser la familia maravillosa que
habían sido? ¿O es que nunca lo fueron, en realidad? Pensó en su hija, en su
niña amada, hasta que un dolor indecible le creció como una llamarada en el
pecho.
«Esto es el fin de una era», suspiraba
Espeucipo, mirando por última vez la oficina que había sido suya más de treinta
años. Cerró la puerta despacio, bajó los escalones rodeado del eco de sus pasos
y se detuvo frente al saloncito que siempre estaba lleno de gente, allá por los
viejos tiempos. Recordó la mañana en que presentó a los funcionarios a Isabel
Insaurralde, recién llegada. O la otra en la que ella le pegó un trompazo al
Turco Julián. Ahora no había nadie. La huelga general, quién sabe si de miedo o
rechazo, vaciaba el pueblo y espantaba a los contribuyentes. «Todo por culpa de las malditas elecciones»,
farfulló, olvidándose que habían sido idea de él. Salió a la calle, «Maldita enfermedad», gimió. Por la
vereda de enfrente vió pasar a su hijo Miguelito, apurado y nervioso. Pensó en
llamarlo, pero cambió de idea. ¿Para qué? ¿Qué se dirían? Lo dejó seguir,
murmurando cosas incomprensibles. «Ese
chico está chiflado», pensó. Metió las manos en los bolsillos del saco y se
fue caminando hasta su casa. Del lado de la escuela, habían cesado los
disparos.
Miguelito
también había visto a su padre, pero simuló no verlo. ¿Qué se dirían? En el
mejor de los casos, Espeucipo se enteraría del motivo de su urgencia y le diría
que se había chalado, pero Miguel no estaba loco, sólo había tenido una idea
que era una locura, una más entre las muchas que se sucedieron por aquellos
días. A Isabel, sin embargo, le pareció que el plan era bueno. «En todo caso, no tenemos nada que perder»,
dijo, echándose sobre los hombros el viejo chal que había traído de España y con
el que cubrió a su hijo al nacer. «¿Van
donde Camilo? ¡Llévenme también! ¡Yo voy a hablar con ese imbécil!», dijo
Niké, alzando a la niña que jugaba en la alfombra. «No. Jamás», retrucó
Miguelito, interponiéndose entre ella y la puerta. Se habían criado juntos,
eran incluso parientes, pero se miraron como si se vieran por primera vez.
Pálidos los dos, llenos de miedo, rojas las miradas por el largo llanto de la
noche anterior. «No podemos arriesgar a
la beba», dijo Isabel, queriendo interceder, pero Niké no la dejó seguir: «Usted será la madre, pero yo soy la mujer y
ésta es la hija, así que nosotras vamos». Miguelito estalló: «¿Acaso no saben las noticias? ¡La escuela
está llena de muertos y heridos, no podemos llevar a la nena allí!». Niké
dejó a su niña en los brazos de Isabel y respondió: «Tiene razón Miguelito; quédese usted con Candela, que esta vez soy yo
la que debe estar con él». Isabel dudó, pero terminó por ceder. Acaso ella,
la nuera, tenía razón. Sin saber que se despedía de su hija para siempre, Niké
salió de prisa, pues Miguelito ya cruzaba la calle. Isabel los vió correr bajo
el sol de la mañana, muerta de angustia.
-
¡¿Qué hacen ustedes aquí?! - Exclamó Camilo, saliendo hasta el terraplén por el
que subían las visitas. No sólo estaban Miguelito y Niké, sino también el padre
Rigoberto; Nidia, la niñera de su infancia y hasta las señoritas Lilia y
Porfiria, sus maestras de la escuela primaria, acompañadas de Manrique, el
director. Lo más increíble era que, por detrás de toda esta gente, subía
también el mismísimo Verón. Fue un momento extraordinario. De pronto, los dos
enemigos se hallaban frente a frente, a un paso de distancia el uno del otro,
rodeados de media docena de personas que no tenían nada que ver con su guerra.
El Coronel estaba desarmado y sereno, aunque en los ojos le brillaba la misma determinación
de siempre.
-
Yo los dejé pasar, Insaurralde - Dijo, sonriéndoles a las damas - porque no
quiero que se diga que no hice nada por detener esta matanza. Esta es tu última
oportunidad.
Camilo
se enfureció; saltó sobre Verón y tomándolo de las solapas lo empujó un buen
trecho, arrinconándolo contra el portón. «¡Maldito
canalla!», gruñó, «¿Qué clase de
trampa es ésta?». Niké soltó un grito y las maestras se taparon los ojos,
pero el Coronel se limitó a sonreir. «Dejálo
hablar, Camilo», dijo Terámenes, llegándose hasta ellos, “Tal vez aún estemos a tiempo”. León y
Aquiles, por las dudas, apartó un poco a las visitas. Camilo soltó al militar,
pero sin alejarse de él.
-
Ellos querían interceder y les permití hacerlo, éso es todo - Explicó Verón,
acomodándose el uniforme arrugado por el tironeo - pero te aviso, Camilo, que
me vas a pagar caro el atrevimiento. Conmigo no se jode. A ustedes les queda
muy poca vida.
-
¿Vino a amenazar? - Gruñó el cura, apartando a su alumno y ocupando él mismo su
lugar - ¡Váyase, antes que yo mismo le rompa el cuello!
-
Son las once y treinta - Respondió el oficial, controlando su reloj - Les doy
cinco minutos. Sólo cinco. O salen todos con las manos en alto o arraso esta
maldita escuela con todos los que estén adentro. Ya lo saben.
Dicho
esto, pasó junto al cura, bajó por el terraplén y desapareció en una trinchera
cavada por sus hombres durante la mañana. «Sí
que tiene agallas el desgraciado», reconoció Aquiles. Niké, azorada, no
despegaba los ojos de la sangre que manchaba la ropa de Camilo: ¡qué distinto,
éste Camilo, al de aquella noche mágica, tantos siglos atrás! ¿Dónde habían
quedado sus ojos dulces y risueños? Para los recién llegados, la realidad de la
guerra se exponía en todo su trágico esplendor. El patio de la escuela estaba
cubierto de mampostería despanzurrada, sangre y vainas servidas. Las maestras,
espantadas y arrepentidas de haberse atrevido a ir, se persignaban frente a los
cuerpos de los muertos, alineados bajo un techito de tablas deformes. Miguelito
contemplaba el escenario de la batalla y se mordía las uñas, cavilando.
Manrique dudaba; había creído que podría ejercer su vieja aura de director para
influir en Camilo, pero el hombre que veía - mugriento, agresivo y ajeno - no
se parecía en nada al niño travieso que competía por el liderazgo escolar. «¿A qué carajo vine?», pensaba,
calculando cuántos minutos habían pasado ya de los cinco anunciados.
-
No debieron hacer esto, pero se los agradezco - Dijo Camilo, tomando de los
brazos a Niké y apartándola un poco - ¿Cómo está Candela? ¿Viste a mi madre?
-
Están juntas, en casa del Doctor - Contestó Niké y enseguida endureció el tono
- Tenés que acabar con esto, Camilo, por Dios, basta ya de locuras. Ellas te
necesitan.
-
Eso ya lo sé, pero vos ¿Qué hacés vos aquí? - Preguntó Camilo, mirándola
de un modo tan intenso que a Niké le dieron ganas de llorar. Estuvo a punto de
decirle que estaba allí porque quería estar con él, pero el orgullo le ganó de
mano:
-
Vine - Respondió, soltándose - porque no quiero que nuestra hija un día me reproche no haber estado aquí, intentando
sacarte de este maldito asunto. ¡Pero seguís siendo un idiota!
Camilo
vió que los ojos de Niké se llenaban de lágrimas, así que le dió la espalda, sin
saber qué decir. Justo vio a Miguelito, aguardando ansioso, de modo que le
espetó:
-
¿Y vos? ¿Qué bicho te picó? ¿Sos de la Cruz Roja o qué?
-
El fue el de la idea - Dijo el padre Rigoberto, acercándose - Nos fue a buscar
uno a uno para venir a parar esta guerra insensata. ¿Dónde está mi sobrino
León?
-
Ese señor dijo cinco minutos y ya pasaron dos - Interrumpió Manrique, muy
nervioso. La señorita Lilia, que todavía no entendía cómo se había dejado dejar
convencer para ir hasta allí, no aguantó más y emprendió la retirada. Y bien
que hacía, porque la tregua se estaba acabando. Entre Terámenes y Aquiles, sin decir
nada, alzaron a Ulises y lo llevaron hasta la camioneta en la que habían
llegado las visitas, tras lo cual hicieron lo mismo con el Chato Ortiz, que también estaba inconsciente. Chavarría y
Santacruz, aunque heridos, no quisieron saber nada de la evacuación. «No nació el macho que me levante del suelo»,
amenazó Temóstecles, gruñéndole al cura desde el catre. «No se preocupe, padre», dijo Segundo, por su cuenta, «Con el pie sano le pegaré una buena patada
en el culo al Verón ése, ya va a ver». Terámenes se rió.
-
Tío, estuvo bien que vinieras, pero mejor te vas también, ¿eh? - Sonrió León,
abrazando al padre Rigoberto. Mi lugar está aquí.
-
Tenés que venir con nosotros - Rogó el sacerdote - ¡Vamos, hijo, no le hagás
ésto a tu viejo tío! ¿Qué va a ser de mí si te matan igual que a los otros
cuatro muchachos? ¿Y Clara, has pensado en ella, pobrecita? ¡Dejate de joder
con la revolución y volvé conmigo!
-
Verón no podrá tomar la escuela, tío, ya vas a ver...Lo peor ya pasó.
-
Ay, León, que el Verón ése trajo un cañón de los grandes y lo están colocando
ahí, al frente ¡Déjense de joder, muchachos, en serio!
León
sintió un escalofrío en el estómago, tal vez una última advertencia. Un cañón.
“¡A la mierda!”. Pero Camilo no quiso
saber nada de rendirse y hasta Aquiles se mostró firme, confiado en que
Pericles lograría sacarlos del atolladero. «Es
cuestión de resistir un poco más», decía, dándole una falsa confianza a la
señorita Porfiria, «Ustedes pudieron,
pero el ejército no podrá jamás entrar a la escuela». La maestra, ahogada
por un sollozo, fue hasta donde estaba Camilo y le dijo, sin atreverse a tocarlo:
«¡Ay, hijo, cómo pudo ser que te hayas
vuelto comunista! ¿No le tenés miedo al infierno?». Camilo sonrió, sin
responder nada.
-
¡Quedan treinta segundos! - Gritó Verón y Manrique comenzó a recular, bajando
hacia el camino. La señorita Porfiria lo siguió al instante, muy compungida. La
vista de los heridos y los muertos le había descompuesto el alma para siempre.
Sólo quedaban el padre Rigoberto y Nidia, la vieja niñera de otros tiempos.
Ella sí, abrazó a Camilo, rodeándolo con los mismos brazos con que lo había
mecido una vez.
-
¿Te acordás cuando jugabas a Sandokán en el patio, Camilo? - Preguntó - ¡Daría
el resto de mi vida por volverte a ese tiempo, hijito!
-
Nidia, váyanse ya - Dijo Camilo, separándola con delicadeza - Yo agradezco que
haya venido hasta aquí, pero deben irse.
El
padre Rigoberto improvisó una bendición, abrazó a su sobrino y bajó sin ninguna
prisa por el terraplén. Miguelito y Niké no lo siguieron. «¿Y ustedes?», exclamó Camilo con brusquedad. «¿Qué esperan? ¡Salgan de una maldita vez!». Miguel Caballero cruzó
los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza. Niké esperó a que Camilo
llegara junta a ella para responder:
-
Sólo me iré si te vas conmigo...Y si no, pues acá nos matarán a los dos.
-
Niké, no puedo irme, si lo hago caerá la escuela.
-
¿Y qué? Mañana levantaremos otra.
-
Niké, dejáte de pavadas. Salí ahora mismo, antes que ese infeliz empiece a los
tiros.
-
No se atreverá, con una mujer aquí dentro.
-
Miguelito, por favor, lleváte a Niké de acá.
-
Es que yo tampoco me pienso ir.
-
¿Qué? ¡Pero qué estúpidos son! ¡Padre Rigoberto!
En
ese momento, justo en ese momento, Manrique apretó el acelerador y la camioneta
salió despedida con gran estrépito, huyendo de la línea de tiro. Las tropas del
Coronel, como si hubieran estado esperando esa señal, abrieron fuego por
tercera vez en la mañana. «¡Tu plan se
fue al carajo, Miguelito!», exclamó Niké, mientras corrían hacia el fondo.
El cura Terámenes, que por acompañar a Rigoberto se había descuidado, recibió
un tiro que le atravesó la mano izquierda de lado a lado, en un perfecto
agujero. Sorprendido, se miró la herida y luego, volviéndose hacia Camilo,
dijo: «Mirá vos lo que me hicieron los
pelotudos ésos». Menos mal que sólo fue una breve ráfaga, una oleadita de
balas que se detuvo a los pocos segundos. «¡Esa
fue la última advertencia!», gritó Verón desde el camino, «¡Salgan o entramos por ustedes!».
-
¡León, Aquiles y yo en la primera línea, pero nadie dispare! - Ordenó Camilo, recobrando
la realidad del combate - ¡Filipo, a la segunda línea! ¡Miguelito, la puta que
te parió, lleváte a Niké más atrás y se quedan ahí!
Entonces
sí, comenzó la pesadilla final. El cañón – que en realidad era una
ametralladora antiaérea, apuntada hacia la escuela - comenzó a tabletear y los
plomazos de calibre cincuenta atravesaron con facilidad las barricadas, las paredes,
las puertas y ventanas que aún quedaban en pie. Hasta las tejas del techo
volaron pulverizadas, con lo que pareció un milagro que el resto de la
estructura no se fuera al piso. Las ramas de los árboles, cortadas como por una
sierra invisible, caían en lluvia sobre el patio, pero nada fue más grave que
la explosión de la cocina, tal vez a causa de un tiro dado a la garrafa de gas.
De inmediato, la barraca lindera - la de los heridos - comenzó un incendio
inesperado. Tardaron en darse cuenta, pues estaban echados cuerpo a tierra,
cubriéndose la cabeza con las manos. Chavarría, que había entrado pupilo cuando
su padre lo perdió todo en la timba, quiso huir del fuego saltando sobre el pie
sano y recibió en el pecho un balazo enorme, que lo partió por la mitad. Murió
en el acto, sin tiempo para lamentarse de nada. El cura, que alcanzó a ver el
momento atroz en que la muerte le llevaba otro alumno, lanzó un grito de dolor
y corrió a meterse en el incendio, por segunda vez en su vida. Salió medio
chamuscado, igual que la primera vez, pero salvó la vida de Temóstecles, que ya
se daba por muerto.
Y
de pronto, otra vez el silencio. Camilo levantó la cabeza, saliendo de su
trinchera. Cerca suyo, León y Aquiles hacían otro tanto, como si les
sorprendiera hallarse vivos y sin un rasguño. Unos metros más atrás, Filipo se
erguía unos pocos centímetros, mirando en derredor con la cara cubierta de
polvo. Miguelito asomaba mucho más atrás, pues había tenido tiempo de llegar
con Niké hasta el depósito de leña, donde se habían guarecido. Temblando de
pies a cabeza, sacó una mano trémula y levantando el pulgar señaló que estaba
bien.
-
Muchachos, quédense aquí - Dijo Camilo y se arrastró sobre los codos hacia el
sitio donde el Doctor aplicaba paños fríos sobre las quemaduras de «Luna llena», que soportaba en silencio.
Los dos jóvenes estrecharon sus diestras y Camilo preguntó:
-¿Qué
pasa, hermano? ¿Podés caminar? Me gustaría sacarte de aquí.
-
No jodás, Camilo - Sonrió Temóstecles, incorporándose con esfuerzo - A mí dáme
un fusil y lleváme ahí adelante. Por protegerme, casi me matan. ¡Si no me saca
ese loco del cura…!
-
Doctor - Dijo entonces Camilo, poniéndose serio - Esto es una guerra y yo soy
el jefe, así que le ordeno que saque a Niké de acá. Llévesela ahora mismo, que
Miguelito la seguirá. Esto ya no da para más.
-
Je, fui a decírselo recién, en medio de los tiros - Respondió el médico - y me
corrió a los insultos. Niké no va a salir, así que yo tampoco.
-
Entonces sólo me queda una carta - Contestó Camilo, como si hablara consigo
mismo. Se apartó del médico y su herido, reptó unos metros más y llegó hasta
las cercanías de la barraca, donde, en medio del humo, el cura daba la extrema
unción a Chavarría.
-
Me pregunto si aquello en lo que tan profundamente creemos vale todas estas
vidas - Dijo Terámenes, sin apartar la vista del muerto - Ya van nueve. Diez,
con Zenón.
-
Una o diez o mil es lo mismo, padre - Repuso Camilo, sin dejar de mirar al
amigo de tantos años - En un hombre vive toda la Humanidad. ¿No nos enseñó éso?
-
Si, ¿Y de qué les ha servido? - La frente del cura, ancha y curtida, se
estremeció - ¡Mirá a mis muchachos! ¡Miráte a vos, Camilo, todos sucios de
sangre! ¿Este es el precio de los sueños, el camino hacia el mundo justo que
queríamos? ¡No puede ser así!
-
Cristo también murió sucio de sangre y muchos de sus seguidores. Siempre ha
sido la sangre el precio definitivo, padre. ¿Acaso no lo sabíamos? Y no crea,
ni por un segundo, que no siento la muerte de estos muchachos como la de un
hermano. Todos nosotros sabíamos en qué nos estábamos metiendo.
-
Sí, pero no es lo mismo saberlo que sufrirlo - Dijo Terámenes - Todo ésto
sucede por mi culpa, muchacho. Yo soy quien puso en ustedes la semilla de esta
rebelión, pero la misma bala que rebotó en mi Rosario mató a este chico ahora ¡Mirá
su pecho! ¡Mil veces hubiera preferido que fuera el mío! ¿Qué viene ahora?
-
Que Verón nos matará a todos, si Pericles no llega a tiempo, así que de nada nos
sirve la filosofía en este momento - Dijo Camilo, apretándole una mano con
afecto.
Terámenes
asintió, haciendo un gesto amargo. Camilo siguió hasta donde los alumnos solían
amontonar la leña para el invierno. Miguelito estaba cuerpo a tierra, Niké se
había escondido en un rincón y desde allí lo miraba, aterrorizada. Enseguida se
unieron los tres, en un abrazo aliviado.
-
Sólo puedo confiar en vos para esto - Dijo entonces Camilo, pasando un brazo
sobre los hombros del hijo de Espeucipo - Necesitamos refuerzos y vas a ir a
buscarlos.
-
¿Yo? ¿Cómo? ¿Dónde? - Se entusiasmó Miguelito. Camilo le explicó que debía tomar
el sendero secreto que empezaba pasando el arroyo y seguir por el medio del
monte hasta llegar a la quebrada, un trayecto sencillo y seguro que tal vez le
llevaría dos horas y media, si iba a buen paso. Desde la quebrada le sería
fácil distinguir el camino, sólo cien metros más abajo y de allí, dos horas más
hasta el pueblo - ¿Y qué hago cuando llegue ahí? ¿De dónde saco los refuerzos?
-
Lo primero es llevar a Niké a su casa y luego te vas hasta el canchón
municipal, donde el comisario Pericles se prepara para venir con la gente de
Lechín. Le decís que se apure.
-
¡Pero si voy con Niké me voy a demorar más!
-
Salgan cuanto antes, entonces.
Niké
comprendió que el final era inminente. Se puso a llorar. «¡Maldito seas, Camilo!», le dijo, entre lágrimas urgentes, «¡Nunca fuimos nada y ni siquiera me dejás
compartir con vos estos momentos!». Pero Camilo no cedió. Miguelito, que
lagrimeaba a moco tendido, la tomó de un brazo y la tironeó un poco. «¡No sé para qué vine, desgraciado!»,
seguía Niké, con un hilito de voz. «¡Te
traje lo único que soy y ni te importa, ay, Camilo, mil veces maldita sea la hora
en que nos conocimos!» Miguelito se secó los ojos con un pañuelo
milagrosamente limpio y recién entonces Camilo miró de verdad a Niké, como no
lo hacía desde que mataron a Perímetro González. No la abrazó, es cierto, tal
vez porque había perdido el modo, pero le tomó una mano y se la llevó al pecho.
«De verdad te digo», murmuró, «que siento un montón que las cosas fueran
así, pero recién ahora me doy cuenta cómo sos». Y ella se quedó mirándolo,
esperando que dijera otras cosas, pero él le dio la espalda y salió al trotecito
hacia la barricada. «¡Vamos, váyanse ya!»,
gritó, sin volverse, «¡Y besen a Candela
por mí!». Miguelito comenzó a correr, alejándose de la escuela y tironeando
a Niké, que no tuvo más remedio que seguirlo.
CXXXVI
Eran
las doce del mediodía y los Descalzos se aprestaban a dar el último combate.
El
Coronel miró una vez más su reloj y pensó que sus enviados ya debían estar muy
cerca. Llamó al Turco Julián, a su hermano Fedípides, al Chapa Barrios y al Botija
Salcedo, los que se unieron a Elvio Antúnez y Cipriano Mancuello como guardia
personal. Con ellos alrededor, se sentía más seguro. Entraría a la escuela a
sangre y fuego, apenas el traidor Efigenio, primo de la famosa Piraña, lograra
pasar a la mitad del pelotón por el sendero secreto, ése que sólo conocían los
Descalzos. «Calculo que ellos son más o
menos siete, en este momento», dijo a su estado mayor. «Deben estar bien atrincherados, pero no
esperan que les caigan por atrás». El plan definitivo era todo lo simple
que podía ser: apenas se oyeran los primeros tiros, entrarían por el terraplén para
tomar a los Descalzos entre dos fuegos. «Los
haremos pedazos», se relamió, «Y que
quede claro que no quiero a nadie vivo», agregó después. «¿Nadie?», se afligió el Cabo Cárdenas,
pensando que entre los defensores estaba su antiguo jefe y hasta un cura ¿no
sería pecado matar un sacerdote? «Dije
nadie», repitió el militar y entonces se acordó de aquella vez que liberó a
Camilo y la tropa explotó en una ovación por el rebelde.
- Y
por sobre todas las cosas - Especificó - quiero la cabeza de Camilo
Insaurralde, recuerden que ese tipo es algo especial, es un líder, por éso
debemos asegurarnos de que no salga vivo de aquí.
- A
ése déjelo por mi cuenta - Dijo el Turco Julián, que tenía una promesa de
Aristóteles y Espeucipo. La vida de Camilo valía una fortuna.
- Y
León Valdéz - Siguió Verón, levantando un dedo índice - No olviden que forma
parte de una banda subversiva internacional. Bueno, listo, atentos todos que
enseguida les vamos a dar otra rociada con la tartamuda.
-
¿Y por qué no trae el tanque ése que dejamos en el pueblo? - Preguntó el Chapa
Barrios - Y el cañón, que no sé para qué lo tenemos si no lo usamos.
-
El tanque sólo sirve para desfilar - Explicó Verón, clavándole al preguntón una
de esas miradas asesinas que lo hacían temible - y en cuanto al cañón, traerlo
hasta aquí nos llevará una semana, así que por ahora seguimos con la tartamuda.
¿Entendió?
En
la escuela, mientras tanto, los condenados trabajaban contra reloj para armar
una barricada que pudiera resistir el último embate. Al cabo, llegaron a la
conclusión de que nada sería tan sólido como para aguantar otra rociada de
calibre cincuenta, así que decidieron replegarse al depósito de leñas, donde
montarían la primera línea. «Si algo sale
mal», explicó Camilo, como si existiera una posibilidad de que algo saliera
bien, «nos retiraremos hasta la hondonada
del arroyo, que es donde esperarán Terámenes y Epaminondas. Allí nos reuniremos
y si empeora, saldremos rompiendo monte hasta donde podamos». Y esa era
toda la táctica, salvo que Pericles llegara antes. «Otro milagro, carajo, el problema es que hace falta otro milagro»,
rezaba el cura, mirando al cielo. El problema, en realidad, era que no tenían
balas.
-
Cuatro para cada uno de nosotros y dos para el Doctor, por si le hacen falta -
Dijo Camilo, preocupado - Nos van a durar como tres segundos, así que la
estrategia será apuntar todos al mismo sitio, ¿entienden? Centralizar los tiros
contra el primer grupo que entre, así parecerá que tenemos un gran poder de
fuego y quizás retrocedan. Bien, es todo lo que se me ocurre.
- Esperen,
tengo una idea mejor - Intervino Aquiles, entusiasmado - En el taller de ahí
atrás hay suficiente combustible, clavos, bujías, cables y tuercas ¿y si
armamos una bomba y la hacemos estallar cuando ellos entren? ¡Van a pensar que
tenemos un cañón!
- ¿Y
quién va a armar la bomba? - Preguntó León, sonriendo. Había perdido el miedo y
la situación le parecía ridícula.
-
¡Yo mismo! - Respondió Aquiles, cavándose la fosa sin saber - ¿Acaso no saben
que las bombas son la marca registrada de la familia Farjat? ¡Déjenme
intentarlo!
Y
ahí se fue, mientras los demás se deseaban suerte unos a otros y tomaban
posiciones. Terámenes los miraba en silencio.
-
No se preocupe por nada - Dijo Camilo a su tutor - que si ésto se enchiva vamos
a recular y a escapar por los fondos. No nos dejaremos matar.
El
cura abrazó a su alumno con todas las fuerzas juntas, las del alma y las del
cuerpo, como si fuera posible protegerlo con una coraza de amor. Camilo sonrió,
turbado, repitiéndole que todo iba a salir bien y ésas serían las últimas
palabras que el cura recordaría de él.
Mientras
tanto, a toda prisa, Aquiles montaba un bidón de doscientos litros en una
carretilla y luego procedía a llenarlo de nafta. Se le había ocurrido que
podría utilizar masilla para adherir clavos, tuercas y tornillos la superficie
del bidón, el que al explotar desparramaría esquirlas a su alrededor.
Transpirado y nervioso, miró su reloj: eran las doce y veinticinco. ¿A qué hora
atacaría el Ejército? ¡Si al menos supiera con cuánto tiempo contaba! Pensó en
su tío, Arquímides II y se sintió culpable. No debió dejarlo solo en el vagón,
pobre viejo, lo habrán matado a sangre fría, sin darle una oportunidad. Nunca
la habían tenido, resumió, ninguno de ellos. Como rezaba la maldición familiar,
no se terminaba muriendo por las razones que uno quería y todos acababan
empujados por la cuesta del destino, de un modo u otro. Desde el bisabuelo
Ibrahim, metido a anarquista por consejos del primo Yamil y fusilados luego,
para escarmiento. ¿Cual de ellos habrá fabricado la bomba que mató al Cabo
Rumínides, único muerto de la sedición de entonces? Poco importaba ya, aunque
había que ver lo duro que había pegado la desgracia en la familia. Nunca volvieron
a ser lo que fueron, empezando por el pobre Heráclito, condenado a la angustia
por ver morir a su padre, desde un árbol cercano al paredón. Lo bajaron del
ramaje a duras penas, decían, pues se había quedado absorto, con los ojos
clavados en la sangre del piso y el pulgar metido para siempre en la boca. Y
Sócrates, progenitor de Aquiles, desolado por la diáspora de los hermanos,
perseguido por los Daud y arruinado, preso y muerto de rabia por no apretar el
gatillo como corresponde. «Y mírenme aquí»,
murmuró, «armando otra bomba cien años
después ¿Lo estaría haciendo si Nuria no me hubiera traicionado? No, claro que
no, estaría con ella en casa» Miró el reloj. Tal vez no llegaría a tiempo.
Quizás no funcionaría. ¿Quién dijo, después de todo, que fabricar bombas es
algo sencillo? Eran las doce y cincuenta. Al minuto siguiente volvió a repicar
la antiaérea y un vendaval de balazos cayó sobre la escuela, despedazando lo
que a esas alturas sólo eran ruinas. Un cartelito que decía «La riqueza es
enemiga de la Justicia» voló por los aires. Menos mal que el cobertizo de
las herramientas quedaba detrás de las barracas, así que no había casi riesgo
de ser alcanzado, pensó. Sin embargo, el ruido atronador y la presión de la
hora le desinflaron los nervios y el sudor de las manos le entreveró los
cables, hizo malos contactos con la batería y la chispa saltó antes de tiempo,
haciendo volar juntos al cobertizo y a Aquiles, que cayó a varios metros,
despanzurrado. Parece, sin embargo, que no había perdido del todo la consciencia,
pues alcanzó a llevarse el pulgar derecho a la boca y así murió, como todos los
hombres de su familia.
CXXXVII
Miguelito
sintió que tenía un hueco en el estómago, un abismo helado que le tironeaba las
tripas y amenazaba tragárselo, pero se dijo a sí mismo que sólo era miedo, un
pánico mortal que le secaba la garganta, le transpiraba las manos y le impedía
dar un paso más. Se acuclilló detrás de unos arbustos, tapándose la boca y
rogando que a ésta no se le ocurriera soltar un hipo justo ahora. Niké, que
venía varios metros detrás, comprendió de inmediato que algo malo ocurría y se detuvo,
mirando en derredor. «¡Pst! ¡Niké!
¡Agacháte, estúpida!», urgió Miguelito, haciéndole señas. Niké se encorvó
un poco y corrió hasta él. Con el cuerpo pegado al suelo alcanzó a ver, entre
el ramaje, al pelotón de soldados que subía la loma a marcha forzada. «¡Conocen el caminito secreto!», le susurró
Miguelito y ahí nomás reconoció a Efigenio, trotando al frente. «Mirálo al hijo de puta!¡Le arrancaría los
ojos!», murmuró, mordiéndose un dedo con rabia. Los soldados pasaron a
pocos metros, resoplando por el esfuerzo y se metieron por el sendero que
llevaba a la escuela. «¡Tengo que
regresar y avisarles, o los van a matar a todos!», exclamó Niké. «¡No!», se opuso Miguelito, aferrándola
de un brazo «¡Dejáme volver a mí!».
Hubo algo en la mirada, en el gesto o en la voz del muchacho que dejó al
descubierto su amor escondido. Niké se quedó mirándolo absorta, tal vez dos o
tres segundos, luego le dijo:
-
Parece que Camilo y yo sólo podemos confiar en vos, Miguelito, así que voy a
serte franca. Si éste es el final, debo estar allí, junto al papá de mi hija. Y
si vos querés a Camilo tanto como yo, cumplí con lo que te pidió y andá a
buscar refuerzos. Ya nos juntaremos después, cuando ésto pase.
A
Miguelito volvieron a llenársele los ojos de lágrimas, pero la dejó partir.
Luego echó a correr hacia el pueblo, desesperado, llorando a los gritos.
CXXXIII
Camilo
miró su reloj por última vez a las tres de la tarde, cuando los movimientos
sobre el terraplén indicaban que Verón se aprestaba a lanzar el ataque final. Observó
a su alrededor y se preguntó si alguno de ellos quedaría para contarlo. A la
derecha, León empuñaba un fusil con los ojos cerrados, como dormitando. En
realidad, estaba recordando a Clara, lamentando los años y los besos que ya
nunca se darían. La cercanía de la muerte lo había puesto melancólico y desde
la madrugada no hacía más que pensar, como en un ejercicio de repaso, en la
gente que había conocido durante sus años de exilio. El general Centurión y su
inodoro portátil. El Capitán Gauto y su soledad de barco viejo. Yolanda,
arrancada de su tumba por un río rabioso. Margarita, la de cama caliente y
corazón frío. “Cada persona que conocí
fue una puerta abierta a otro destino, pero yo elegí éste”, pensó,
imaginándolos en una dimensión distinta. “Si
esta tarde me matan, para ellos siempre seré el muchacho que conocieron, pues mi
final les será desconocido”, se dijo, sonriendo con tristeza. “¿Dónde va a parar el tiempo cuando pasa?”,
le había preguntado Clara una noche, después de hacer el amor. “¿Desaparece o sigue vivo en otra parte de
la realidad?”. No supo qué responderle entonces y no supo qué explicarse a
sí mismo en la hora final, cuando su tiempo estaba a punto de abandonar para
siempre el tiempo de ella.
A
la izquierda, Filipo había tirado lejos sus muletas, quien sabe si porque
sospechaba que ya no las usaría más. “¿Estaría
yo aquí si el Turco no me pegaba el tiro aquella vez?”, se preguntaba en
silencio, extrañado de la vulgaridad del destino. Un poco más atrás y escondido
tras unas bolsas de papas, Temóstecles, el cuarto soldado del ejército
campesino, se veía muy pálido, pero sereno. Cuatro hombres. Cuatro locos para
aguantar el ataque mientras rogaban que Pericles apareciera a tiempo. «¿Dónde mierda se metieron Aquiles y su
famosa bomba?», preguntó León, mirando hacia el fondo con desconfianza. No
se veía mucho, a causa del humo provocado por el incendio de la cocina y la
destrucción del cobertizo. «Quizás está
herido», dijo Filipo, «Yo escuché una
fuerte explosión cuando nos estaban tiroteando con la antiaérea».
Camilo
no dijo nada, molesto aún de que Aquiles hubiera hablado de rendirse. Estiró
una mano libre y acarició el lomo de Muralla, echado a sus pies. “Todavía no puedo creer que Efigenio nos haya
traicionado“, le dijo al animal, que lo miró como si entendiera. Después,
ambos volvieron a enfocar los ojos sobre el terraplén. El calor, pesado y
sofocante, caía a plomo. Camilo pensó que era una tarde igual a esa otra,
cuando saltó la cerca para enfrentar al toro. «¡La cara que puso el Comisario!», recordó y empezó a sonreir. Después
se acordó del día en que desafió a Carápulo a meterse al río. Y de cuando el
cura le descubrió la huerta de tomates, gracias al chisme de Efigenio. «Ya era así de chico, debió ser él nomás el que nos venía
traicionando», murmuró, pero en vez de ponerse triste soltó una breve
carcajada, recordando aquella vez que Verón lo acusó de «sovietizarle el
Regimiento» y lo metió preso junto a los reclutas. «¡Y encima no quise salir hasta que liberara también a los conscriptos!»,
rió y Muralla soltó un ladrido. Parecía que conversaban, los dos, ajenos a la
tragedia que les aguardaba.
Hacia
el fondo del patio, escondidos en la hondonada del arroyo, el Doctor y
Terámenes conversaban con ansiedad contenida. Desde su posición podían ver el
escondite de los muchachos y también se preguntaban qué habría sido de Aquiles,
de quién no habían vuelto a saber nada desde que fuera a preparar la bomba. «Creo que iré a buscarlo», dijo el
director, sospechando algo raro. «Vaya
usted, yo esperaré aquí», respondió Epaminondas, pero sin prestarle
atención. No dejaba de mirar la silueta de Camilo, agazapada bajo el sol. El
pelo largo, la camisa arrugada y sucia, los pies descalzos. El fusil con cuatro
balas. Sintió un estremecimiento. ¡Otra vez se repetía el número maldito del
que tantas veces le había hablado Isabel! Cuatro balas dieron muerte a
Jeremías, cuatro velas iluminaron la noche en que nació Camilo, un cuatro de
Abril, a las cuatro de la mañana de un jueves. ¿Y no son ahora cuatro los
defensores? Miró su reloj: las tres y diez. Se le ocurrió la peregrina idea que
si lograba mantener vivo a Camilo más allá de las cuatro de la tarde, el
maleficio llegaría a su fin.
-
Aquiles está muerto - Anunció el sacerdote, regresando de su exploración - Creo
que le explotó su propia bomba.
-
Así son en su familia - Respondió el Doctor, persignándose.
Mientras
tanto, el pelotón guiado por Efigenio llegaba hasta el alambrado que separaba
la escuela del monte. A los pocos metros, el terreno bajaba en una quebradita
por la que pasaba el arroyo, a pasos del sitio elegido por él para caer sobre
sus amigos. Pero los treinta soldados estaban agotados por la marcha, así que se
echaron a la sombra de los grandes árboles, resoplando, cubiertos de sudor y
con escasos ánimos de entrar en combate. «¡Vamos,
que se van a rendir enseguida!», los
animaba Efigenio, que esperaba el fin de la guerra para escapar de allí y no
regresar nunca. Temía encontrarse con Camilo. Le horrorizaba la idea de que
alguien le hubiera contado quién lo había vendido. «Lo negaré todo», murmuró, secándose la frente mojada con el dorso
de una mano sucia. Se deslizó él también sobre la gramilla, cerrando los ojos.
Pensaba en lo que podría hacer con la plata que le había pagado Verón. Se iría
lejos, para empezar, a donde nadie conociera su infamia. Se marcharía sin saber
nada de lo que pasara en la escuela, pues no le obligarían a entrar allí, a
cerrar los ojos de los muertos. De algún modo raro, había conseguido enterrar
los recuerdos de su infancia. Nada le quedaba ya. Sólo irse. Viajar por el
mundo y nunca, por ningún motivo, recordar esta tarde.
-
¿Acaso vos no sos el amigo de Camilo? - Exclamó Niké, sobresaltándolo. Había
aparecido de pronto y, abriéndose paso entre la soldadesca, llegó hasta el
traidor. Su rostro estaba desfigurado por el cansancio y la rabia, pero
Efigenio la reconoció de todos modos, pese a que la había visto una sola vez,
en la casa del médico - ¡Hijo de puta!
-
¡Agárrenla! – Reaccionó Efigenio y uno de los soldados trató de atraparla, pero
ella corrió hacia la escuela, gritando: «¡Camilo,
Camilo, están aquí!”. Crispiniano Mamaní, un Cabo recién ascendido, salió
de atrás de un matorral en el mismo momento en que Niké divisaba la espalda de
Camilo y la abatió con un culatazo terrible. La bella Niké cayó desbaratada,
con el cráneo partido y la sangre brotando en cascadas por entre su pelo rubio.
Estaba muerta.
-
¡Camilo nunca me perdonará ésto! - Sollozó Efigenio, mirando con espanto los
ojos abiertos de la muchacha. El Cabo Mamaní se persignó, asustado. Los otros
soldados se acercaron a ver a la finadita, llenos de angustia. «Fue un accidente», dijeron varios a la
vez, “Ella se lo buscó”.
Entonces
se oyó un alarido de animal salvaje que les erizó la piel y los paralizó de
espanto. Era el cura Terámenes, arrancando el alambrado a manotazos y
avalanzándose sobre el primero de los soldados, a quien alzó en vilo para
arrojarlo luego varios metros, partiéndole la espalda contra un molle. Acaso
sin saber lo que hacía, giró el cuerpo, cerró los puños, infló el pecho y
atravesó la masa de soldados repartiendo mazazos. La mitad de la tropa
retrocedió, pero la otra mitad abrió fuego. Se vió volar por el aire a un
segundo soldado, que rodó hasta el río, desnucado. Las balas atravesaron una y
otra vez la mugrienta sotana de Terámenes, un tiro a sedal le abrió la mejilla,
tiñéndole de rojo la portentosa barba, pero nada parecía detener su rabia. Tomó
un fusil por el caño y repartió garrotazos hasta que un golpe artero - y muchos
otros que le siguieron - lo derrumbaron pesadamente, como si fuera un árbol.
Dos soldados estaban muertos, sin ninguna duda, y otros siete fuera de combate,
partidas las narices, quebrados los brazos y atacados por un pánico sin
remedio. Efigenio estaba a punto de ordenar el desbande, cuando se percató que
había comenzado el tiroteo desde el terraplén. «¡Vamos, entremos!», ordenó y los soldados restantes lo siguieron,
aunque no muy convencidos. Cruzaron el arroyo sin descubrir al médico, oculto
tras unos arbustos, treparon la lomita y se encontraron, por fin, con las espaldas
de los cuatro defensores.
-
¡Ahora, muchachos! - Gritó Camilo y los cuatro fusiles estallaron a la vez,
disparando en rápida sucesión sus únicos cartuchos. Fedípides Daud, hermano del
Turco, cayó al suelo, atravesado por la mayoría de los disparos. Un segundo más
tarde, el Chapa Barrios y el Botija Salcedo, los más antiguos
lugartenientes de Julián, parecieron tropezar con algo y se fueron de bruces,
mortalmente alcanzados. El medio centenar de atacantes pareció dudar, pero
entonces se oyó la cerrada descarga que venía del otro lado. Eran los hombres
de Efigenio, que habían recobrado el ánimo y tomaban a los Descalzos entre dos
fuegos.
Todo
pareció suceder al mismo tiempo y quizás fue así. León y Camilo dejaron sus
refugios y se lanzaron a ciegas contra la tropa, utilizando los fusiles a modo
de garrotes y abriéndose paso en busca de Verón. El Coronel, mezclado entre sus
hombres, intentaba apuntarle a Muralla, que había derribado al Cabo Ortega y le
destrozaba una pierna a dentelladas. A pocos metros del entrevero principal,
Julián caía triunfante sobre Filipo y Temóstecles, que yacían boca abajo,
muertos por el ataque desde el río. Entonces cesaron los disparos. León y
Camilo se debatían a golpes entre la soldadesca, en un desesperado intento por escapar,
pero estaban rodeados. Cubiertos de sangre, aún tuvieron fuerza para saltar la
barricada y correr hacia el depósito de leña. Se oyó otra descarga y León soltó
un grito y cayó de rodillas, escupiendo sangre. Verón lo remató en el acto,
disparándole a la cabeza con su pistola. «¡Camilo,
por aquí!», gritó Epaminondas, que había conseguido un fusil y salía a la
descubierta, intentando proteger al único sobreviviente. Camilo lo oyó y corrió
hacia él esquivando los culatazos de la tropa y seguido por la sombra negra de
su perro. «¡Va a lograrlo!», pensó el
médico, viéndolo ya a pocos metros y con la mirada fija en el arma que le
ofrecía. «¡Corré, por Dios!»,
exclamó, casi al tiempo en que Verón se detenía para apuntar mejor.
El
Turco Julián también creyó que Camilo se les escapaba, pero tuvo la extraña
lucidez de no disparar sobre él, sino sobre Muralla. Apretó el gatillo y el animal
se arqueó en el aire, atravesado por la bala que le partió el espinazo. Cayó
agonizando, con el hocino negro ahogado en sangre. Camilo lo sintió derrumbarse
cuando ya estaba a un paso del arroyo, pero en vez de ponerse a salvo cometió
el desatino de volver por él. «¡Muralla!»,
gritó, soltando el fusil que el médico acababa de darle. «¡No, volvé, volvé!», se desesperó el Doctor, pero Camilo no le oyó,
enardecido. Llegó junto al perro e intentó levantarlo, creyendo que aún lo podría
curar. El Turco Julián disparó otra vez y la bala se clavó en la pierna derecha
de Camilo, que ya casi había conseguido levantar al enorme animal. «¡Camilo, vamos!», gimió el Doctor,
corriendo hacia el muchacho. Ese fue el momento en que Camilo se estremeció,
cerrando los ojos. Julián, que se le había puesto al lado, le disparó tres
veces más. Hubo un silencio repentino y el Turco bajó el arma, expectante. Los
soldados, que hasta un segundo antes corrían y vociferaban, se detuvieron de
golpe. El Coronel gritó: «¡Alto el fuego!
¡Alto el fuego!». Cipriano Mancuello, pistola en mano, saltó sobre la
barricada por si hiciera falta un tiro de gracia. No fue necesario. Camilo
Insaurralde se desbarataba en cámara lenta, con su viejo amigo entre los
brazos, muertos los dos.
Paralizado
por el espanto, el Doctor Epaminondas tardó varios segundos en reaccionar, pero
cuando lo hizo, se arrojó a levantar el fusil que había soltado Camilo. Los
soldados lo redujeron fácilmente, atándole las manos a la espalda. El viejo
médico, enloquecido de pena, rompió a llorar sin consuelo. Eran las cuatro de
la tarde, las cuatro en punto del lunes.
-
Traigan los camiones - Ordenó Verón, mirando desde cierta distancia el cuerpo
de Camilo - Carguen a los muertos y a los heridos y nos vamos de aquí.
-
¡Coronel! ¡Aquí hay otro! - Gritó uno de los soldados, desde el cobertizo
arruinado. Había encontrado el cuerpo de Aquiles y lo estaba revisando. En un
bolsillo de la camisa, halló el papelito que el cura Terámenes le había dado
diez años antes, garantizándole el Cielo a cambio de su ayuda. Riendo, el
soldado leyó en voz alta:
- «Certifico
que el señor Aquiles Farjat ha donado algunos bienes a la obra de Dios,
haciéndose acreedor a un pedazo de Cielo, el cual le es garantizado por la
presente. Firmado: padre Terámenes Requena»
Luego
rompió la carta en pedacitos y la arrojó entre los demás desperdicios.
-
¡Hagan una pila con todo lo que encuentren de valor! - Dispuso el Turco Julián,
eufórico - ¡Lo que todavía sirva es botín de guerra!
Entonces
se oyó un chirrido de frenos y un automóvil se detuvo frente al terraplén, en
medio de la polvareda y el humo. «¡Bajen
las armas!», ordenó Verón, al ver que se trataba de Efraín Fernández, el
padre de Laida. Isabel Insaurralde iba con él, desencajado el rostro por la
ansiedad.
-
¡Camilo! - Exclamó, ondeando al correr la manta que llevaba colgando en una
mano - ¿Dónde está mi hijo? ¿Han visto a Camilo?
- ¡Suban
a los camiones! - Vociferó el Coronel, dándoles la espalda. Los soldados
corrían cargando cosas, atravesando el humo y el polvo como fantasmas.
-
¡Camilo! ¡Por Dios, donde estás! - Llamó Isabel, sintiendo en el corazón la oscura
helazón del miedo. Cruzó el patio tambaleándose, chocando una y otra vez con
los reclutas que salían. Y de pronto, lo vió, echado boca arriba, junto a su
perro negro. Quiso gritar otra vez, pero ya no pudo. El llanto, el alarido, se
quebraron en su garganta y no salieron. Dió unos pasos imprecisos, sintiendo
que el alma se le salía del cuerpo y volaba para siempre. Cayó de rodillas
junto a su hijo, atravesada por un dolor interminable. Tomó la cabeza inerte entre
las manos y la apoyó sobre el regazo, acariciándole el pelo. Con la punta de
los dedos, rozó los párpados entreabiertos, sucios de polvo y hollín. «¡Ay, hijo, si pudiera darte la vida otra vez!»,
sollozó, sabiendo que ya no podría. Su hijo, su adorado niño, yacía igual que
Jeremías, como si se hubiera dormido mientras miraba las nubes cruzando el
cielo.
-
¡Vamos, que va a llover! - Gritó el Turco Julián, apurando a los rezagados.
Es
que se había nublado, repentinamente y un viento raro y frío comenzó a soplar
sobre los muertos descalzos. «Pobrecito,
le va a dar frío», musitó Isabel, cubriendo a su hijo con la vieja manta
española, la misma con que lo recibiera cuando nació. Tapó también a Muralla y
casi hizo lo mismo con el rifle, tirado junto a Camilo.
-
¿Ha visto a mi nieta? - Preguntaba en ese momento Efraín Fernández, encarando a
Verón - ¡Niké Manfredini, usted la conoce y ella estaba aquí!
-
Si quiere hallar a alguien, busque entre los muertos - Dijo el Turco Julián,
abriendo la portezuela de un camión. Alguien soltó una carcajada burlona.
-
¡Vamos!- Ordenó el Coronel, sintiendo una sombra de miedo.
Casi
junto al primer trueno, se oyó el último balazo en la guerra de los Descalzos.
Al Turco Julián se le congeló el gesto en la cara y soltó la puerta que
mantenía entreabierta. Azorado, bajó la mirada y encontró el agujero espumoso,
humeante, a la mitad de su propio pecho. Quiso darse vuelta para ver quién
había sido, pero no tuvo tiempo. Se le doblaron las piernas y se fue al piso,
aunque vivió aún unos segundos más, los suficientes como para tomar consciencia
de que se estaba muriendo. Nadie le había prestado atención a Isabel, que había
pasado entre los soldados con el fusil de su hijo y acercado lo suficiente como
para no errar el tiro. Y eso fue todo.
-
Déjenla. Quizás hizo justicia - Dijo Verón, cuando los soldados corrieron a
detenerla. Le quitaron el arma, el mismo que había dejado Camilo para atender a
su perro y la dejaron sola. El Coronel sonrió, ahora sí, satisfecho. La
victoria era sólo suya, ya no tendría que compartirla con el eficiente y
peligroso Julián.
A
las cinco de la tarde, los últimos soldados abandonaron los restos de la
escuelita rural. Bajo los árboles, los cuerpos de los Descalzos yacían
cubiertos por el polvo de su triste derrota. Junto a ellos, Isabel, Epaminondas
y Efraín Fernández, mudos de espanto, lloraban en silencio, cuando un nuevo
estruendo los sobresaltó:
- ¡Viva
Camilo! - Lanzó una voz muy conocida, desde el camino.
Era
un tropel de gente, corriendo y gritando cosas. El Doctor se levantó a ver qué
ocurría y Fernández lo siguió. Sólo Isabel permaneció inmóvil, velando con la
mirada el rostro de su hijo.
-
¡Ya estamos acá! - Exclamó Pericles, guiando al ejército del loco Lechín para
salvar la escuela. Entraron por todas partes, armados de palos, machetes y
hasta de alguna pistola robada por ahí. Eran cientos, pero llegaban tarde.
Cuando lo comprendieron, dejaron caer su tosco armamento con amargura.
-
¡Ay, Camilo! - Gimió Pericles, al ver el cuerpo del chico que era como su hijo.
Le tembló el pecho con un sollozo intenso, devastador, que le quebró el alma.
Abrazó a Isabel, palmeó con gravedad la espalda del médico y luego se fue al
arroyo, para llorar tranquilo. Fue él quien encontró el cuerpo de Niké y un
poco más allá, a Terámenes, milagrosamente vivo pese a sus cien heridas. No se
atrevió a decirle al cura que Camilo, el Camilo de todos ellos, estaba muerto.
***
Epílogo
CXXXIX
A |
l
día siguiente, las tropas arrasaron el antiguo Solar de los Ortega, el hogar de
León Valdéz. Verón hizo quemar todos los libros y cuando Clara - regresada de
urgencia - quiso llevarse al muerto, le negó el permiso y la expulsó del
pueblo. En ataques sucesivos, pasaron por la casa de Isabel - donde robaron
todo lo que hallaron, comenzando por el regalo que nunca supieron para qué
servía y que Camilo metió bajo la mesa de planchar - antes de prenderle fuego y
reducirla a cenizas. Lo mismo hicieron con el corralón de Aquiles, además de
confiscar toda la mercadería y trasladarla al cuartel. De la antigua dinastía
de los Farjat sólo se salvó la madre, tal vez porque el Coronel no se enteró
que existía, así que sobrevivió a la guerra muchos años más. La venganza del
Ejército, sin embargo, no se detuvo allí, sino que continuó durante semanas,
destruyendo las chacras de los padres de los Descalzos muertos. Muerto Camilo,
nadie se salvó de pagar el pato.
En
cuanto a Ulises Martínez y al Chato
Ortiz, heridos en la batalla y llevados al hospital por el padre Rigoberto,
desaparecieron a la noche siguiente y nadie se atrevió a preguntar qué fue de
ellos. Nunca se los volvió a ver, lo mismo que a Pericles, que se marchó del
pueblo sin despedirse de nadie, amargado y culpable por llegar tarde. Así se
cumplió otra de las profecías de Marcó del Pont, quien predijo que de los tres
hombres que rodeaban a Isabel, uno moriría – Filipo -, otro desaparecería – Pericles
- y el último – el Doctor – se quedaría con ella.
Pero
no sería tan fácil. Ni tan pronto, por más que a Isabel no le quedó más remedio
que trasladarse a la casa del médico, después de que el Ejército demoliera la
suya. Hundida en un dolor sin nombre, se instaló en el cuarto que fuera de
Niké, lo que no hacía más que avivar sus recuerdos, desgarrándole el alma.
Epaminondas, desolado por la muerte de «sus chicos», parecía un hombre
acabado y casi no hablaban entre sí, aunque vivían juntos. Comían en silencio,
lloraban sin hacer ruidos, alejados del mundo que había vuelto a correr afuera.
No
fueron, naturalmente, los únicos en cargar con el peso absurdo de la muerte.
Laida llegó al campo de batalla esa misma tarde y casi enloqueció cuando
encontraron el cuerpo de su hija, muerta por un soldado idiota que quiso hacer
un favor. Aristóteles, que sólo lo supo más tarde, soltó un alarido que le
partió el pecho, rompiéndole de paso las ataduras del alma. Maldijo a Dios, se
quebró las manos golpeando las paredes y a la madrugada se metió un tiro,
vencido por el espanto de haber perdido al único ser que amó en su vida. Al
cementerio sólo lo acompañó Espeucipo, siempre fiel, quien le dejó una foto de
Niké sobre la tumba.
Todo
el pueblo, de algún modo, quedó un poco muerto.
El
Coronel Verón ocupó la intendencia, tan fieramente disputada, nombrando secretarios
a Elvio Antúnez y Cipriano Mancuello. Victorioso, instaló sobre su escritorio
la mira infrarroja que una vez le regalara Espeucipo e impuso mano dura en los
primeros tiempos, matizando el rigor con alguna que otra sonrisa. Para mejorar
su imagen, nombró jefe de prensa a Casimiro Reyes, quien le publicaba crónicas
amables en el Diario Regional. Se notaba que hacía un gran esfuerzo por volver
las cosas a la normalidad, pero ya nada fue como antes. Muy pronto se vió que ni
Antúnez ni Mancuello tendrían nunca el poder del Turco Julián - tan
extraordinariamente bueno para el mal - y que ningún artilugio borraría la fama
sanguinaria que cargaba el militar. Claro que mucho no le importaba, creyendo
que el tiempo estaba a su favor. Pero no fue así. Cuando se cumplió un mes de
la tragedia, Isabel y Epaminondas fueron a pedirle permiso para sacar el cuerpo
de Camilo - sepultado entre los restos de la escuela - y llevarlo al
cementerio, como Dios manda, pero Verón no quiso. Lo prohibió, decretando el
destierro para cualquiera que lo intentara.
- Sepultaré
a Camilo como corresponde o ese maldito Verón me matará a mi también - Dijo
Isabel cuando salieron de la entrevista y el médico estuvo de acuerdo.
Una
noche, mientras el pueblo dormía, salieron de la casa y enfilaron hacia el
predio donde había estado la escuela rural. Cuidando de que nadie los viera, el
Doctor condujo su auto con las luces apagadas, como si aún estuvieran en guerra.
Estacionaron el Ford junto al terraplén y bajaron pala en mano. La noche
era oscura y un viento frío y amargo barría la hojarasca que cubría las tumbas
de los Descalzos. Las ruinas de la escuela fantasmeaban azules, cada vez que
una luna huraña echaba su ojeada. Fueron contando los montoncitos de tierra
hasta llegar al número cuatro, que era el correspondiente a Camilo. «Aquí es», dijo Isabel, reconociendo en
la oscuridad las flores dejadas cuatro días antes. «Comencemos», dijo el Doctor y pensó que era la primera vez que
hablaban, en más de cuatro semanas. Encendieron un farol, se quitaron las chaquetas
y empezaron a cavar cuidadosamente, casi acariciando la tierra, temiendo
lastimar con la pala el sueño del finado. Así estuvieron durante toda la noche,
hasta que la bruma de la madrugada iluminó otra vez el rostro de Camilo, envuelta
su cabeza en el chal español. Isabel sintió que la muerte volvía a subirle a la
garganta y ahogó un sollozo profundo.
De
pronto, sobresaltados, descubrieron que no estaban solos. A su alrededor,
centenares de personas los rodeaban, observando en silencio. Campesinos de
todas las edades, mujeres y niños, los amigos de Camilo y los que sólo habían
oído hablar de él, todos estaban allí, inmóviles, como si fueran parte del
bosque. Acaso fueran miles, imposible contarlos, si ocupaban la totalidad el
predio que alguna vez perteneciera a la escuela.¿Cómo se habían enterado? Isabel
no podía reconocerlos, pues los ojos se le llenaban de lágrimas, pero ellos se
acercaron. Sacaron del hoyo frío el cuerpo de Camilo, lo levantaron sobre sus
cabezas y fueron pasándolo de mano en mano. Pareció que el muerto navegaba,
lánguido y tenue, sobre un mar de rostros silenciosos. Igual que Jeremías,
veintidós años atrás. «¡Viva Camilo!»,
exclamó alguien y una enorme ovación estremeció las laderas del valle. “¡Viva Camilo!” Un griterío lleno de dolor,
de fidelidad y de esperanza. Bajaron al camino y salieron en procesión para el
lado del cementerio y aunque el Coronel lo supo al poco rato, no se atrevió a
detenerlos. No hubiera podido, tal vez, porque eran miles, todos los miles que
Camilo había querido preservar lanzándose a la guerra él solo, rodeado apenas de
un puñadito de amigos.
-
¡Viva Camilo! - Gritaba la gente al verlos pasar, uniéndose al cortejo.
Cientos
de vecinos, enterados quién sabe cómo, esperaban en el cementerio, rodeando la
tumba recién abierta. Alguien - luego supieron que fue Cipriano Pereira,
tallador de Santa Cruz - había dispuesto una lápida labrada con un niño y un
perro sobre la frase «A Camilo Insaurralde. Aunque a veces la verdad no sea
una razón suficiente». Igual que el médico de Iquitos, había acudido al
llamado de León, pero llegó tarde, cuando sólo quedaban ruinas y muertos. Allí
estaba Cipriano, pálido y triste, cuando la caravana llegó al camposanto,
pasadas las diez de la mañana. Un sol ardiente, bien de Enero, se desplomaba
sobre el gentío. Haciendo un último esfuerzo, los cargadores arribaron a la
lomita donde aguardaba el hueco. Allí bajaron el cuerpo y empezaron a cubrirlo
de tierra, hasta que un murmullo creciente detuvo el trabajo. Isabel levantó
los ojos y vió pasar, arrastrando los pies, al cura Terámenes. El dolor, que ya
era grande, creció al descubrir al viejo maestro de su niño. Llevaba la melena
más larga y desgreñada que nunca; la sotana, siempre roñosa, era un montón de
harapos manchados de sangre y barro. El poderoso gigante se hundía de prisa en
la vejez y en su rostro, surcado por el purgatorio inacabable de la pena, no
podía caber más sufrimiento. Nadie lo había visto en esas cuatro semanas,
muchos lo dieron por muerto, pero allí estaba él también, elevando su mano
agujereada para bendecir por última vez a Camilo.
-
¡Camilo vive! - Exclamó el viejo loco, mientras el enterrador echaba la última
palada e Isabel lloraba sin consuelo.
-
¡Camilo vive! - Respondió la multitud de miles y miles de nuevos Descalzos.
CXL
-
Bien, por fin acabó todo - Dicen que dijo esa noche el Coronel, pero se
equivocó otra vez, pues aunque nadie volvió a ver nunca más al viejo Terámenes,
a partir de ese día se multiplicaron por el valle las protestas. Los campesinos,
callados hasta entonces, se hicieron oir de mil modos, exigiéndole a Verón la
entrega del poder. Todas las mañanas, aquí y allá, las paredes del pueblo
aparecían pintadas con la leyenda ¡Viva Camilo! y un domingo, al colmo
de la audacia, la municipalidad amaneció cubierta con la frase «Todos somos
Descalzos». Era demasiado, pero aún no era todo. Cuando Candela cumplió un
año, el frente de la casa de los Fernández - donde ahora vivía la niña - fue
cubierto por centenares de pequeños ositos, regalos de los amigos de Camilo
para la hija del líder. El cumpleaños feliz fue cantado, desde la calle,
por miles de voces emocionadas. Rabioso, el nuevo Intendente pensó en ordenar
la represión, pero no sabía por dónde empezar. Muy pronto, los caminos estaban
bloqueados otra vez, la huelga paralizaba el comercio y los reclutas
desertaban, huyendo a Foz. A mediados de Marzo, no quedaba una sola pared sin
garabatear y hasta el auto del Coronel aparecía empapelado cada tanto con los Diez
Mandamientos. «¡Averigüen quién está
detrás de todo ésto!», vociferaba Verón, pero Cipriano Mancuello - que
estaba de guardia la noche en que Camilo conquistó a Niké - renunció cuando su
propia casa fue pintada con miles de pequeñas palabras que decían «Camilo».
Casimiro
Reyes, siempre oportuno, publicó esa semana un titular que decía: «El
Espíritu de Camilo manda en Nueva Atenas», provocando una gran conmoción.
Las pocas empleadas de la Intendencia que todavía se presentaban dejaron de
hacerlo, temerosas de hallarse al muerto en los pasillos. Para exorcizar al
fantasma, el Coronel llamó a Efigenio, pero el traidor se colgó de un árbol de
la plaza a los pocos días, o lo colgaron, nunca se supo bien.
A
principios de Abril, cientos de personas ocuparon los restos de la escuela y
comenzaron a levantar una nueva, pese a que Verón amenazó con sacarlos a
cañonazos. Ya no le temían.
En
Mayo, miles de campesinos se levantaron en armas y rodearon la ciudad,
exigiendo la implementación del Programa de los Descalzos. «¿Quién es el nuevo Camilo?», preguntaba
Verón, calculando cuánto ofrecer por su cabeza. «Esta vez no es uno, son miles», respondió Elvio Antúnez, antes de
presentar la renuncia y refugiarse en Puerto Iguaçú. A fin de mes, los cabos
Cárdenas y Ortega también dimitieron, temerosos de lo que les podría pasar cuando
cayera el gobierno.
Finalmente,
Verón estaba solo. Furioso, iba y venía por la intendencia vacía, o recorría
las calles desoladas, saboreando el amargo gusto de su Poder impotente. Un día
fue de visita a la casa de Espeucipo, pensando renovar la amistad, pero Helena
no lo dejó pasar, argumentando que el marido estaba enfermo. «Decíle que gobernemos juntos», dijo el
Coronel, desde la vereda, pero ella cerró la puerta sin decir más nada. El
primero de Junio, se plantó con su tanque en la plaza vacía para reprimir una
multitud imaginaria. «¡Cómo pueden ser
tan ingratos!», clamaba, «¿No los
salvé del comunismo, acaso?». Esa misma noche abandonó la intendencia y se
marchó al exilio, de donde jamás regresó. Cuatro días más tarde, Miguelito
ocupó el cargo que había pertenecido siempre a la familia y prometió que
gobernaría con el Plan de los Descalzos. Así volvió la paz.
-
Pensar que si hubiera aceptado desde el primer momento, nos habríamos evitado
toda la desgracia - Comentó su padre, con amargura, el día de la asunción al
mando.
-
Es cierto - Respondió Miguelito - Pero se dieron tantas casualidades en
contra...
Espeucipo
nunca hizo el intento de retomar su puesto. Curado de su enfermedad, que al fin
y al cabo no fue mortal, permaneció alejado de la política por el resto de sus
días, dedicado a fumar uno tras otro los puros que le habían prohibido.
CXLI
Aún
hoy, cuando la memoria toma la forma de un rito inoportuno y la Guerra de los
Des-calzos se hunde en el olvido, el Doctor Epaminondas siente un
estremecimiento al pasar por el solar de los Ortega. Apura la marcha, cruza a
la vereda de enfrente y va pegando el cuerpo contra la pared sombreada de la
iglesia, como si se escondiera. Llega a la esquina y mira en derredor, tal vez
buscando a alguien, quizás por costumbre. Mira a través de la plaza, descubre
la calle vacía y se persigna, mientras un airecito tibio hace rodar las hojas
de los árboles, arrastrando ruidos pequeños. Hacia el lado del río, las nubes
han comenzado a juntarse. Parece que va a llover. El Doctor hace un esfuerzo,
tratando de precisar la fecha en que enterraron al último muerto, pero no puede.
No sabe si fue ayer o si aún lo están velando, oliendo a flores marchitas. Un
escalofrío repentino lo asalta. «Serán
las ánimas», dice. Luego suelta un sollozo y echa a correr al trotecito,
como un fantasma en fuga.
Consumida
por los mismos espantos, Aspasia estruja los visillos y le rechinan los
dientes, viéndolo pasar. La tembladera le desbarata el pecho, igual que la tarde
en que tocó los huevos del seminarista Arcadio, hace justo un año. Aspira
profundo, oliendo otra vez el incienso y el sudor del sacristán, hasta que el
aire abandona sus pulmones y se le entrevera en las tripas, helándole el
vientre. Doblada en dos sobre el sillón de mimbre, abre la boca como si fuera a
soltar un grito, pero nada ocurre. Se queda inmóvil, como una fotografía
trágica. Al rato, cuando el Doctor Epaminondas ya se perdió de vista, ella
vuelve a vagar por los huecos de su mente, pensando en nada. Esta hora es
idéntica a aquella otra, cuando las desgracias se soltaron para arrasar al
mundo. «Pudimos evitarlo» -murmura Arístipo,
mirando a su hija desde la penumbra de la sala contigua- «Pero no hay caso; una casualidad siempre pesa más que la mejor causa».
Pasa una mano trémula por la hilera de libros, los mismos que Aspasia devoraba
con pasión antes de volverse loca, cierra un puño y agrega en voz alta:
-
Nada más que casualidades, una detrás de la otra.
El
Doctor, mientras tanto, llega por fin a su casa y suspira aliviado. Allí, entre
el dolor y el silencio, se siente seguro, a salvo del acoso de la vida. Abre
una ventana y mira con atención las gotas de la lluvia, que han comenzado a
caer. La sala, como siempre, está en absoluto silencio. Nadie ha vuelto a reir
en ella, desde la noche en que festejaron otro mes de la beba. «Nos hemos muerto todos», piensa el
Doctor, cerrando el postigo. Oye los pasos de Isabel en el piso de arriba y el
alma vuelve a metérsele en el cuerpo. Sube los peldaños sin hacer ruido, pasa
frente al cuarto que fuera de Niké y se queda unos segundos mirando a Isabel.
Está sentada frente a la ventana, con una cajita de madera abierta sobre el
regazo. «Ha estado leyendo otra vez las
cartitas que Niké y Camilo se enviaban cuando se conocieron», piensa. La
observa. Isabel se ha peinado hoy, lo cual es un buen síntoma. Las canas de sus
sienes, aparecidas hace pocos meses, brillan con la luz que entra por la
ventana. Su rostro, pese a la pena que se le ha instalado, luce sereno. Golpea
suavemente con los nudillos y pasa.
-
Estaba pensando - Dice ella, hablándole como si continuara una conversación
anterior o como si creyera que él ha estado allí todo el tiempo - en algo que
hablé con Camilo una de las últimas veces que nos vimos, hace poco más de un
año.
El
viejo amigo se sienta a su lado, dispuesto a escucharla una vez más.
-
Estaba muy serio esa noche, lo cual era raro...Me dijo...«Sólo digo, mamá,
que un día en que yo no esté tal vez tengas que querer mucho a alguien que no
se nos parezca en nada. Ni a vos, ni a mi padre...y ni siquiera a mí. Entonces,
los recuerdos no serán importantes a la hora de volver a edificar tu vida.»
Qué tontería, ¿no? Mira que decirme esas cosas a mí, que soy su madre. Bueno,
tú sabes como es él.
El
Doctor Epaminondas sonríe. Ella nunca habla en pasado cuando se refiere a su
hijo. Se quedan en silencio, mirando la cajita que ella tiene entre las manos.
Afuera, la lluvia se ha ido diluyendo y ahora sólo caen unas pocas gotas, como
con desgano. Después de un rato, él vuelve a ponerse de pie. Isabel cierra el
estuche, se levanta y lo guarda en un cajón. Mira hacia la calle y agrega:
-
Quizás él pensó que tú y yo éramos muy distintos, o tal vez sólo le pareció que
yo lo creía así, pero no. Sólo que la vida tiene tiempos que una debe respetar.
El
médico se siente turbado, no sabe qué decir, así que carraspea un poco. Luego
sale del cuarto y baja por las escaleras, iluminado por una suave alegría.
Isabel lo sigue unos minutos más tarde. Se ha puesto, por primera vez, algo de
color en las mejillas y una traba nueva en el rodete.
-
Oye, nunca salimos, nosotros...- Dice de pronto, con esa tonada castiza que
nunca se le fue del todo - ¿Por qué no vamos a buscar a Candela y la llevamos
al río? ¡Mira el sol, allá afuera, ha vuelto a salir! ¡Anda, llama a la otra
abuela y dile que vamos por ella! ¿O vamos a dejar a nuestra nieta en manos de
esos viejos aburridos?
-
Tenés razón - Dice él y después se da cuenta de que nunca la había tuteado
antes. Aunque la sola idea de salir a la calle le hace temblar las manos,
siente que tal vez ya es tiempo de que todo comience a cambiar. Levanta el
teléfono, mientras Isabel anda por ahí, hablando y hablando, abriendo los
postigos y entonando una canción que piensa enseñarle hoy a Candela.
Afuera,
después de todo, hay un día hermoso.
FIN