PASAR LA VIDA
Ra�l Ar�oz Anzo�tegui
Ediciones del Archivo
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A Ren�e, por tantos duros y hermosos a�os.
Todo pasaba por m�
d�cil al brillo de d�a,
y en la mudanza del agua
tus ojos vi que se iban.
I
Tan altos
en la noche
pusimos nuestros
fracasados fuegos,
que el r�o de la noche
fue borrando sus vestigios.
Permanecimos
al borde de la nube, apenas;
balanceados del viento
cada vez
m�s hondo;
entregados al delirio.
Tal vez ya de nosotros
solo quede
este rostro; esas horas
que fuimos
a diario
consumiendo,
sin saber en que soplo
de eternidad vivimos.
Al roce de las cosas
nos miramos de cerca
hasta tocarnos el alma.
La luz nos crece, entonces,
e inunda el mediod�a,
estos breves aromos
que respiramos, juntos.
II
Hacia la tarde,
siempre, mi soledad
es la nube que pasa
cielo abajo;
donde no puede tocarse
tu pelo ni tus p�rpados
entrecerrados a la luz
ef�mera del aire.
Porque de cada instante contigo,
solo me llevo lo que dejas,
todav�a largamente
acariciado.
y siento c�mo arrastran
mi coraz�n
las hojas de la tierra,
sobre el campo que ahora
muestra su piel brillosa
a la intemperie.
No se detiene nunca,
siquiera en el silencio,
cada momento tuyo
que hemos guardado
en la presencia viva
de otro d�a que espero.
Fragmentos del amor
nos sacuden;
invisibles o casi
transparentes
vuelven al alma;
fugaz corola de esas horas
cuyas cenizas mojadas
alimentan al tiempo
y lo destruyen.
III
Con estas lluvias, �ltimas,
me voy quedando solo;
sin m�s misericordia
que esta tarde
tan pr�xima
a mi desnuda frente.
su atm�sfera ya l�cida
no es el secreto de tus
amados ojos,
ni las palabras extinguidas,
inam�viles,
bajo un cielo tan puro
que agota nuestra dicha.
Ah, qu� fr�gil la memoria
si desbord�semos el l�mite
de esas aguas,
que bajan de tus l�grimas
con el goce del sue�o,
o solicitadas por
el duro castigo
de la pasi�n y el deseo.
Pero este aire visible,
este vuelo de p�jaros
que se detiene
a mi lado,
no son m�os, totalmente,
sino nuestros.
Mi soledad comparte,
solo contigo,
lo que fuera de m�
nos abandona en el tiempo.
IV
NO es el amor, este que queda
en las d�biles hojas
temblorosas.
Ni en la memoria que
alg�n d�a,
desgastar� los rostros
de la dicha.
No, ni sabiendo, acaso,
que la �ltima r�faga
del verano
nos pertenece todav�a,
antes que el olvido
nos haya derrumbado.
No es el amor,
lo que se acerca
y parte de nosotros
casi siempre,
llev�ndose caricias,
transparentes aguas,
s�lidos huesos,
humedecidos o calcinados,
sobre la piedra que
mueve la corriente.
Aqu� estamos vivi�ndonos;
sin otro cielo que ese espacio:
esta distancia
que apenas nos separa.
Nunca pudimos
escuchar
los insectos de la noche,
ni la lluvia reposando
nuestras frentes
al asedio dulc�simo del aire.
V
Que esperamos aqu�
que no hayamos buscado
largo tiempo,
cuando la l�mpara
golpeaba mariposas
sobre el muro.
Qu� esperamos aqu�,
que no so�amos
en la vigilia
de nuestras noches,
sintiendo afuera
como una puerta
que se abr�a,
para encontrarnos
de repente
sin habernos separado.
Qu� esperamos aqu�,
con cuerpo y alma,
que no fuese restituido
al orden de la ef�mero,
al aroma del aire, al polvo,
al cielo creado de la nada.
No sabemos siquiera
si retenemos algo
de esas cosas,
o sin a�n aguardamos
el deseo de un recuerdo
que pas� por nosotros.
�No debo tu apasionamiento y tus transportes sino a mi propio esp�ritu�.
(De las cartas portuguesas � Marianna Alcoforado)
Ese verte de lejos
no era amor, todav�a:
era solo
el pensamiento,
de que el tiempo pudiese
rozar la superficie
de tu piel.
En una tarde de septiembre
estoy mirando
lejanamente
tu aire en despedida;
pero de ti me queda
la gr�vida presencia
de otras horas
y d�as.
De ti las horas que van cavando
en nuestros d�as;
los d�as que no fueron
fugaces para la dicha,
casi el olvido
del instante aquel
en que pod�amos
amarnos.
Ese verte de lejos
no era amor, todav�a:
era solo
el cristal donde al mirarnos
ve�amos
los sue�os.
No supe
cu�ndo volviste a m�,
ni de qu� modo;
recuerdo �nicamente
el gesto,
la palabra repetida
muchas veces.
Ese verte de lejos
no era amor, todav�a:
Hubiera sido demasiado leve
para abarcarnos
la vida.
VII
�Lo triste no es la muerte. Lo triste es lo que del mundo pierde la vida cuando se desvanece.�
Archibald Mac Leish
No s� c�mo contigo
he de llegar al t�rmino
de este amor o deseo.
No me imagino
c�mo podr�a devolverte
lo que hay de soledad
entre nosotros.
Ni t� ni yo
pensamos
que el mundo nos sobraba,
hasta el momento
en que quedaron
los seres y las cosas
busc�ndonos de afuera.
Pero el asedio es nada.
Y cada vez que vuelvo
a tenerte
a mi lado,
tan alegres estamos
que nadie nos comprende.
�Es apariencia
este pasar la vida
despendidos de todo?
�De lo que siempre somos
al regresar de la pasi�n?
�Desde un sue�o
m�s l�cido que el d�a
esper�ndonos
con su rostro
impaciente?
As� el tiempo nos llega
y es tiempo de ganar
su eternidad.
Dioses perecederos,
otros dioses iguales
nos rodean.
y entonces
siento en ti, en m�,
el miedo de morirnos
(de pura vejez o muerte)
o de sobrevivir
mi cuerpo.
VIII
Somos nosotros
los que anduvimos
sin medir los a�os.
Somos aquellso
que llegaron a sostener
el reluciente prestigio
de estos �lamos;
de unas mudables hojas
regadas
por la gracia
de tu amante ternura.
Y si hemos
de vivir, que sea ahora,
antes de regresar
hacia una eternidad
a solas
con la muerte.
En lo que pasa junto a m�,
estoy,
mir�ndote
y mir�ndome.
Ya no nos queda
otro instante como �ste:
como todos los que fueron
teji�ndonos
los sue�os.
Como los sue�os mismos
que vendr�n
a despertarnos, nuevamente,
del tiempo
que construimos.
El tiempo
que en tus manos
es arena dichos.
IX
Desvalido de todo
lo que a nuestro paso
queda,
he buscado en tus ojos
la l�mpara
que diera, verdad
a mi existencia.
Hasta ahora he vivido,
con todo lo que tengo;
con estas ganas
puestas en las cosas,
como quien
no las quiere.
Sin darnos cuenta
habitamos
el mundo,
su contagioso laberinto
de luces,
su materia bullente.
Sobrevivimos
a la fuerza desconocida
de la dicha,
al amargo desvelo
de no quedarse
nunca
en el sue�o vac�o
de las horas que pasan.
S�lo te pienso
para mirarnos hacia adentro,
hasta el �ltimo resquicio
del amor
(Hay tanta
certidumbre
en tu destino incierto)
X
Mira,
somos iguales que antes,
cuando dijimos
que nos quer�amos.
Solo los otros,
ahora,
son diferentes.
Mira al alma,
y no a�ores.
No cambies, nunca, el ayer
por el hoy.
Deja el ayer, en su sitio,
tal como est�.
(No le quites, tampoco,
la piel del recuerdo).
Es natural
que as� sea este j�bilo
de saber hasta d�nde,
la vida,
nos conmueve.
Mira,
qu� pronto,
los �rboles crecieron
en la casa.
C�mo tuvimos que podar
los sue�os, para que la luz
entrara,
de lleno.
XI
Nunca pens� que a la vida
de tanto ser de nosotros,
habr�amos de tenerla
tan cerca de los ojos.
Miro esta luz que pasa
por tu pelo;
mis manos
que a�n se detienen
a circundar tus p�rpados;
ese sol que nos penetra,
tan a fondo,
como si reci�n empez�ramos
a vernos.
Est� el presente
al vivo
con sus duros a�os;
el perdurable
espacio,
que dejaron los d�as;
el resplandor, no ef�mero,
de la nube
en el cielo.
Aqu� est� todo lo que somos:
desde otras soledades,
con el amor y su costumbre
a cuestas.
Nadie sabe
acaso,
que todav�a, alegres,
a este lado del sue�o
nos hallar� la muerte.
CONVERSACIONES CON MI PADRE
Duro es el d�a,
este gozo del sol
que resbala en las piedras,
entre las rocas sedientas
de vida.
Duro, m�s duro a�n
este comienzo,
cuando para volver a ti
no me sostiene
otro recuerdo
que no sea el tuyo;
cuando el deseo
ya es solo una esperanza.
�O no estamos yendo,
juntos,
por esas calles que el oto�o
destruye?
�Por estas ruinas
donde reposa el tiempo?
Porque t�
existir�s Mientras yo dure
o permanezca,
mientras el peso
de tu nombre
siga girando entre nosotros.
Pero luego, �Habr� alguien
que conozca tu gesto,
tus maneras,
que �nicamente se entienden
sin que los diga nadie?
Cu�ntas veces sal�
por los caminos,
sin haberme separado
demasiado.
Cu�ntas veces sab�a
que algo m�s fuerte
-no desde lo hondo
de mi sangre
sino de tu propio esp�ritu-
me tendr�a a tu lado
para siempre.
Pues vi lo que quer�as
mostrarme,
y era cierto.
(Como que nunca me
habr�as dicho una mentira,
si no hubieses tenido
que salvarme
del dolor o la amargura).
S� que hace algunos a�os,
detenidos ambos al borde
del abismo,
en un viaje cualquiera,
pudimos caer
como un derrumbe s�bito
Es que no era
el destino
todav�a,
la disoluci�n y el fuego.
No era, no, este alto
mediod�a
que se atreve:
�hasta d�nde su luz
es verdadera,
si no est�s hoy para mirarla?
Vuelve, entonces, tu rostro
tapado en los espejos
de la noche,
los pasos que escuchamos
nuevamente
al crujido de tu puerta.
En ese mito que mi madre
hasta su muerte,
tej�a con tu ausencia.
ELEGIA A LA MADRE
Vuelvo a nuestra casa
por �ltima vez,
vuelvo. Casa ya sin nosotros,
sin nadie.
estas habitaciones
vac�as,
amortiguan el eco
de tanto silencio
que escuchamos.
Tu mano cierra esa persiana
de hierro, descolorida,
al fuego lento de la siesta
en el patio.
(M�s all� del jard�n, al fondo,
la banda de m�sica
ensaya
la retreta del domingo
tras los muros
de una carcel).
Quizas no te pienso
entre las sombras,
sino m�s bien
a la piedad delirante
del sol,
de tus a�os m�s fuerte
que los seres
que a�n perviven
y nos aman.
Porque nunca
tuviste la bondad
de los d�biles,
siento tu coraz�n
todav�a,
y tus dedos entraman
la vida que nos queda
por delante.
(Cu�nta faena junta
para su sola voluntad,
que los ruidos familiares
confund�a,
de modo que casi
no se oyera).
Todo recuerdo que de ti
rememoro,
sostiene los d�as
que pasan sin remedio:
Por eso no te pido ni gracia
ni perd�n.
ORDEN DE LOS POEMAS
No era, no, este alto
mediod�a
que se atreve:
�hasta d�nde su luz
es verdadera,
si no est�s hoy para mirarla?
vuelve, entonces, tu rostro
tapado en los espejos
de la noche,
los pasos que escuchamos
nuevamente
al crujido de tu puerta.
en ese mito que mi madre
hasta su muerte,
tej�a con tu ausencia.