Juan Nuñez de Prado |
Por Luis Mesquita Errea
Núñez de Prado, fundador de Barco, primera ciudad y cimiento de la Argentina
La historia de Barco y de su fundador, Juan Núñez de Prado, está llena de contrastes. Lo inesperado y lo prosaico se tocan a cada paso con realidades sublimes y de trascendencia para el futuro: primera ciudad de nuestro territorio, su fundación fue el acta de nacimiento de la Argentina como nación (cf. Alejandro Moyano Aliaga et al.).
La colonización sostenida de nuestro País fue obra de la corriente que vino del Perú, de los centros vitales de Lima, Cuzco, Charcas y Potosí.
La conquista del Imperio Incaico por Francisco Pizarro había demostrado que el Rey Blanco y las Sierras de la Plata no eran sólo leyenda, generando expectativas y horizontes renovados. En la mente de capitanes y soldados, la esperanza de conquistar imperios fabulosos extendiendo a un tiempo la Cristiandad, en una América sorprendente y misteriosa, creaba ambiente para nuevas expediciones descubridoras.
Estas no podían hacerse sin permiso de autoridades superiores, que se plasmaban, luego de largas tratativas, en contratos o capitulaciones.
En el Perú hispano-indígena muchos conquistadores habían recibido por sus servicios mercedes de tierras y mercedes de encomiendas. Esas tierras eran en general vírgenes, no trabajadas por los indígenas, cuyo derecho de propiedad estaba amparado legalmente.
Las encomiendas, caracterizadas brevemente, eran una institución polifacética. Partían de la base de que los naturales, debían también pagar un impuesto o tributo como todos los vasallos libres del Rey. Habitualmente se pagaba con “moneda de la tierra” (productos alimenticios o artesanías), o con trabajo. El Rey cedía a los encomenderos ese tributo, para ayudarlos a progresar y darle solidez a sus provincias de ultramar. Esto era honroso y los beneficiaba, sobre todo si el grupo de indios encomendados era grande.
El encomendero debía reunir buenas condiciones personales y cumplir una serie de obligaciones, de las que se destacan dos: la evangelización del indio (que incluía conseguir curas doctrineros y edificar y mantener las iglesias –todo a su costa) y su defensa contra cualquier agresión, viniera de indígenas o de españoles.
Los vecinos feudatarios o encomenderos cumplían otras funciones de trascendencia, que incluían pesadas y riesgosas responsabilidades: defender las ciudades con su persona y sus bienes, tener casa poblada e integrar su órgano de gobierno fundamental –el Cabildo; asimismo, organizar la producción agrícola en sus haciendas. Por eso afirma Levillier que sus intereses eran los de la sociedad en su conjunto.
Dado que no recibían sueldo por esos servicios, era necesario que obtuvieran ganancias de sus tierras y de la mano de obra indígena. Los trabajos y quiénes los realizarían se organizaba de acuerdo con los caciques de cada grupo indígena; esta obligación se cumplía durante una determinada cantidad de días por año (menor que los que trabajamos actualmente). Al cumplir los 50 años de edad, quedaban libres de ella.
A mediados del siglo XVI, en plena efervescencia de ideas humanistas y renacentistas, se hizo sentir sobre el rey de España, Carlos I (Carlos V de Alemania), la influencia de fray Bartolomé de las Casas, apasionado defensor de los indios y enconado enemigo de los emcomenderos.
Queriendo proteger a los naturales de abusos e injusticias, Carlos V sancionó las Leyes Nuevas. De acuerdo a Roberto Levillier, en su “Nueva Crónica de la Conquista del Tucumán”, estas leyes “se iban del otro lado” –diríamos ahora-, y dejaban a los vecinos virtualmente arruinados, sin mano de obra para sus haciendas y sin posibilidades económicas de continuar prestando esas funciones que hacían de ellos el motor de la sociedad.
Esto desató una gran reacción, ya que era como desmantelar lo existente y perder el fruto de enormes esfuerzos, quizás de toda una vida. Para imponer la aplicación de estas leyes, el Emperador creó el Virreinato del Perú, designando a Blasco Núñez Vela como primer “Visorrey”.
Era éste un hombre cumplidor de su deber, pero soberbio y rígido. Vino muy prevenido y dijo cosas tan ofensivas como imprudentes de los vecinos feudatarios que no hicieron sino aumentar la reacción. Fue la oportunidad que buscaba Gonzalo Pizarro, hermano del difunto conquistador del Perú. Quería ser por lo menos gobernador perpetuo del reino conquistado por su hermano, y tenerlo bajo su autoridad absoluta. Aprovechó su prestigio y medios para capitalizar el descontento y encabezar un movimiento armado.
Los vecinos de Lima apresaron al Virrey que trató de avasallarlos. Pero por el gran respeto que había a la autoridad, fue puesto en libertad, lo que fue peor, pues le permitió reunir un ejército para enfrentar a Pizarro. En la batalla de Añaquito peleó valientemente y perdió la vida. Esto ocurrió en 1546, tres años después de que Diego de Rojas hiciera su Gran Entrada a nuestra región.
La noticia de las discordias creadas por las Leyes Nuevas, el fracaso y muerte del Virrey, y las quejas respetuosas pero elocuentes de los Cabildos, llegaron a la Corte. Asesorado por el Consejo de Indias, eficiente y profesionalizado cuerpo de pensadores, juristas y hombres de ciencia, Carlos V decidió prestar oídos al clamor de los hombres a quienes debía sus posesiones en el principal Virreinato de América; revocó las Leyes Nuevas y envió a pacificar los ánimos al prelado Pedro de La Gasca, designado Presidente de la Real Audiencia de Lima.
Traía amplios poderes e instrucciones para apaciguar a los más recalcitrantes, incluyendo al propio Pizarro, a quien reconoció sus méritos y ofreció el perdón en nombre del Rey. Pero el jefe rebelde no advirtió que el gran apoyo de que había gozado se basaba en la resistencia a las Leyes Nuevas y no en un aprecio exagerado a su persona. La ambición lo cegó y se fue acercando al abismo.
La llegada de un enviado real que sabía escuchar y ganarse las voluntades de conquistadores leales a su monarca, que sólo habían resistido los atropellos del Virrey y las leyes que los ponían en situación desesperante, empezó un importante movimiento de restauración del orden alterado .
Pizarro persistió en su rebeldía, perdiendo día a día a sus elementos más valiosos. Uno de ellos, al recibir sus reproches y pretensiones de apoyarlo a él antes que al rey, le escribió: “he recibido su carta y me he reído mucho...”.
Finalmente los rebeldes, muy disminuidos, enfrentaron con sus armas al Pacificador La Gasca en la llamada batalla de Xaquixahuana. El ejército real era imponente. Lo comandaba nada menos que el famoso guerrero Pedro de Valdivia, que había venido de Chile a pelear por el Rey. A la cabeza venía el Presidente La Gasca, con un cortejo de Obispos, Oidores y grandes del reino. Los caballos que debían cruzar el correntoso Apurímac eran lanzados en picada al agua, perdiéndose muchos. Los puentes sobre el río, cortados por el general pizarrista Carvajal, fueron reciamente restaurados.
Fue un breve combate, ya que gran parte de las tropas se pasaron al campo del rey, y entre ellos nuestro Juan Núñez de Prado.
Pizarro fue vencido, y ajusticiado junto a Carvajal. Antes de morir, le vaticinaba al victorioso La Gasca que su venganza sería tener que contentar a una multitud de hombres que lo apoyaron: No quiero mayor venganza, que verle encargado de tanta gente (cit. por T. Piossek Prebisch en su espléndida obra “Poblar un Pueblo – El comienzo del poblamiento de Argentina en 1550”, Tucumán, 2004). Y, en parte, así fue... Con sonrisas y promesas, y el poderoso incentivo de la lealtad al rey, había conseguido desarmar una tormenta y poner de su lado a aquellos guerreros, prometiéndoles recompensa. Quizás había prometido demasiado y pensó en volver a España lo antes posible, pero no podía hacerlo sin la autorización de don Carlos, que no le llegaba!
Se daban entonces dos circunstancias:
1) Había tierras en cantidad por explorar y noticias de pueblos indígenas numerosos para convertir a la Fe y encomendar. También se sabía de otros indígenas –como los lules y los chiriguanos- que diezmaban a las tribus más débiles, esclavizaban a sus miembros y se comían a los prisioneros.
2) La otra circunstancia era el haberse agrupado más de 2.500 hombres de armas que pretendían paga y remuneración de los servicios hechos (cit. por T. Piossek). Había que “descargar la tierra” lo antes posible, para evitar riñas, atropellos y situaciones desagradables, y radicarlos en otra parte.
Llegó entonces la hora de hacer algo en el atractivo Tucumán, recorrido por los “hombres de la entrada”.
Varones prominentes, como el Gobernador de Charcas Polo de Ondegardo, sugirieron para tal misión al Alcalde de minas de Potosí, Juan Núñez de Prado, por ser “hombre cuerdo y de buen trato”, que contaba con el capital imprescindible para estas empresas, y deseaba lograr las glorias de conquistador Contaban con los informes de los “hombres de la Entrada”, que luego de la épica recorrida del Perú al Paraná al mando de Diego de Rojas, y luego, de Francisco de Mendoza, estaban deseosos de volver a las regiones exploradas, de prometedores encantos, y allí iniciar una nueva vida.
Había un riesgo adicional en la proyectada empresa. Cerca del Tucumán, con centro en Chile pero proyectándose a nuestro lado, se había otorgado al gran capitán Pedro de Valdivia una extensa gobernación, de límites algo inciertos. El rumor de la comisión dada por La Gasca a Núñez de Prado de explorar el Tucumán y poblar allí un pueblo para evangelización y amparo de los naturales, y extensión de la jurisdicción de España, llegó a sus oídos.
Hubo temeridad por parte de Núñez de Prado. Para ganarle de mano a Valdivia, partió apresuradamente con un contingente de 60 hombres, más indios amigos, para internarse en una región desconocida, poblada por tribus guerreras. Dejó a su segundo y socio, Juan de Santa Cruz, la orden de reunírsele en la mentada población indígena de Chicoana (posiblemente ubicada en el actual Departamento de Cachi), bien provista de alimentos, que acogiera a Diego de Rojas. Debía traer una hueste adicional para enterar la respetable fuerza de 200 soldados. Pero ésta nunca llegó. ¿Qué había pasado?
El proyecto de Núñez de Prado le caía a Valdivia como una amenaza para sus grandiosos sueños de extender su gobernación chilena del Pacífico al Atlántico. No era persona de aceptar un intruso en los términos de su gobernación, dice Teresa Piossek. Había enviado al Perú a su primo y lugarteniente, Francisco de Villagrán –futuro mariscal- quien usando hábilmente de su influencia, del caudal que traía y de la fuerza, consiguió desbaratar el contingente de Santa Cruz y apropiarse de buena parte de él. Ya no eran los tiempos inmediatos a Xaquixaguana. Era un momento en que resultaba difícil “hacer gente de guerra” pues escaseaban los soldados debido a las conquistas encomendadas por La Gasca a diversos capitanes para “descargar la tierra” y avanzar en el poblamiento.
A todo esto, Núñez de Prado con sus hombres y dos sacerdotes dominicos, los padres Carvajal y Trueno, ganándole de mano a Valdivia de este lado de la Cordillera de la Sierra Nevada, estaba a punto de protagonizar un acto trascendental, que echaría los cimientos de la Argentina. El 29 de junio de 1550, cumpliendo las formalidades prescriptas procedió a la fundación de la Ciudad del Barco, en un lugar óptimo y estratégico, conectado a la gran llanura que conducía al Río de la Plata, cercano a la actual Monteros, en la Quebrada “de los Andes del Tucumán”, o Quebrada del Portugués.
Como era de práctica, procedió al trazado de la nueva ciudad, repartiendo solares a los primeros pobladores y designando las autoridades del Cabildo. Por primera vez se hacía esto en el territorio argentino, pues si bien en la zona litoral había existido el asiento de Buenos Aires –despoblado por Irala- y algunos fuertes precarios, ninguno de ellos fue lo que constituía una realidad muy concreta: la ciudad hispana en América, cuyo pilar más característico era el cabildo integrado por vecinos feudatarios.
Se instalaba así el primer núcleo de españoles con intenciones de arraigar, en un claro marco institucional. Pronto pusieron con ahinco manos a la obra, organizando actividades agrícolas y ganaderas, con animales traídos a pie, con gran sacrificio, desde el Perú. Los sacerdotes dominicos erigieron su convento, de bajareque –barro reforzado con ramas-, como las restantes casas.
Los primeros contactos con los indígenas fueron amigables y dieron lugar a un acercamiento en la Fe católica, parte esencial de la misión del Capitán Núñez, a quien se le había encarecido especialmente la evangelización de los naturales y “su buen tratamiento y conservación” (T. Piossek, op. cit.). Para infundirles veneración al símbolo de los cristianos, se les invitó a poner cruces en las puertas de sus casas, con las que se verían libres de cualquier agresión de hombres europeos. ¿Se cumpliría este noble anhelo...?
Núñez de Prado se hallaba en su mejor época. Había cumplido la manda del Presidente La Gasca; había “poblado un pueblo” en Tucumán. Por la falta del contingente principal de la expedición, armas, cabalgaduras y herramientas que Santa Cruz debía traer, la ciudad se encontraba en situación de gran apretura y el desánimo asomaba, pese a la belleza y bondad del lugar, y al buen recibimiento de los naturales. Cuando los caballos se recuperaron, para reafirmar a Barco ampliando el contacto con los indígenas y dar bríos a los vecinos deprimidos, organizó recorridas hacia el este santiagueño, logrando amistad con nuevas poblaciones indígenas y avances cristianos, erigiendo el signo de la cruz para atraer bendiciones y como promesa de protección contra cualquier ataque español.
Pero su vida y la de sus acompañantes iba a sufrir un gran cambio.
En Toamagasta, se dio con una pésima sorpresa. Un contingente de guerreros españoles había atacado brutalmente a los indios amigos, poniéndolos en guardia hacia los españoles. Ni siquiera la Santa Cruz habían respetado a estos intrusos y malvados, acción increíble en españoles que ofendió y decepcionó enormemente a los caciques.
Enterado de donde se encontraba su real, resolvió atacarlos de noche, provocando gran sorpresa y pavor. Se enojó cuando le recomendaron enviar espías para saber con cuántos soldados contaba el enemigo. Pero mayor fue su propia sorpresa al constatar en medio del entrevero que la fuerza adversaria era superior a la de él, por lo que se dio a la fuga.
De inmediato mandó emisarios para pedir perdón al jefe, que no era otro que Francisco de Villagrán, lugarteniente del gobernador de Chile, que había andado recorriendo tierras pertenecientes a la gobernación de Valdivia o próximas a ella.
Era éste tan valiente y experto militar como astuto diplomático. Se presentó en la ciudad de Barco con aires de vencedor generoso. Núñez de Prado se humilló ante él, asumiendo todas las culpas y declarándose dispuesto a aceptar cualquier pena, inclusive la de muerte.
Villagrán, haciendo gala de su bondad, lo perdonó, pero también lo presionó para llevarlo a renunciar a su calidad de capitán general y pasar a ser lugarteniente de Pedro de Valdivia, poniendo la nueva ciudad bajo jurisdicción de Chile. Esto implicaba graves consecuencias. La ciudad nacida del Virreinato del Perú quedaría sujeta a la Capitanía General de Chile. Núñez desconocía que Villagrán había hecho desbaratar el vital auxilio que debía traerle Santa Cruz, y que en todo seguía un plan maquiavélico. Intentó que Villagrán dejara las cosas como estaban, pero éste continuó presionando indirectamente de mil modos. Finalmente, sintiendo el peso del deseo del P. Carvajal y de los vecinos, que querían evitar la destrucción de Barco y quizás del propio Núñez de Prado, aceptó, resignado. El y los cabildantes hicieron dejación de cargo en manos de Villagrán, reconociendo la autoridad de Valdivia, originándose problemas de jurisdicción que durarían 13 años. Acto seguido, Villagrán lo nombró a Núñez de Prado lugarteniente de Valdivia y devolvió sus cargos a los cabildantes.
Logrado su objetivo, después de malograr el auxilio para Núñez de Prado, y dejarlo sometido a Valdivia junto con “el Barco”, siguió Villagrán su viaje con destino final a Chile.
La invasión había sido nefasta para el fundador y sus vecinos. Barco quedaba reducida a 51 hombres (cf. T. Piossek, op. cit.). Un calvario estaba a punto de comenzar.
El causante principal sería el propio Núñez de Prado. Grandes cambios se producirían en su manera de comportarse, invadiéndole la inconfesable idea fija de volverse al Perú lo antes posible. Tomó una resolución drástica: retirarse de Barco con armas y bagajes, y trasladarla a un punto distante, alejada de los límites de la gobernación chilena, cerca del camino al Perú, donde intentaría hacerla fracasar una vez más.
Luego de una recorrida por los Valles Calchaquíes, volvió ya preparado psicológicamente para representar el papel de déspota. Puso guardia armada en su puerta y forzó a los vecinos a firmar el requerimiento de retirarse de Barco, para hacer creer a las autoridades que ellos lo habían movido a dar el grave paso que violaba las instrucciones recibidas.
Con el refuerzo que recibió al llegar por fin Santa Cruz con 16 hombres, Núñez de Prado reunió el Cabildo de Barco y ante sus miembros renunció al cargo de Teniente de Gobernador de Pedro de Valdivia y reasumió el de Capitán General y Justicia Mayor asignado por La Gasca.
La resolución de abandonar la ciudad causó estupor y congoja. Significaba echar por la borda el duro esfuerzo de un año, las edificaciones, los sembrados, el suelo que ya se consideraba propio. Hubo resistencia a la orden y Núñez, supliendo su falta de condiciones de jefe por un duro despotismo, hizo ajusticiar a uno de los vecinos, e hizo traer por la fuerza 300 indios cargueros de las poblaciones vecinas, violando las leyes y el compromiso asumido con La Gasca. Esto produjo un levantamiento general y muchos pueblos indígenas abandonaron la región (T. Piossek, “Poblar un pueblo”, p. 177).
Podemos imaginarnos el ambiente tenso y triste con que los vecinos dejaron la querida ciudad para dirigirse a lo desconocido. La caravana de 67 españoles y 400 naturales, entre yanaconas y cargueros, se dirigió penosamente, en invierno, a los Valles Calchaquíes. De allí los caminos incaicos lo llevarían –esperaba- a la vida tranquila que añoraba. Muchos indios tucumanos murieron en el traslado, encadenados para que no se fugaran, o flechados por los diaguitas de los valles, sus enemigos. También quedaron en el camino muchas cabras y caballos, que tanto trabajo diera traer del Perú.
Esto le impidió a Núñez llegar al valle de Jujuy, como quería, debiendo quedarse en el Valle de Quiri-Quiri, cerca del pueblo de los tolombones, en dominios del Cacique Calchaquí, hombre bravo y poderoso que por una excepción notable les permitió asentarse.
Allí, en el camino para salir al Perú, volvió a fundar Barco del Nuevo Maestrazgo de Santiago, conocida como Barco II. Trazó la planta urbana, réplica de la anterior, repartió solares y tierras de labor e indios en encomienda, lo que era más teórico que real por las limitaciones que imponía el Cacique (T. Piossek, “Poblar un Pueblo”, p. 181).
Lo que algunos sospechaban era que esta nueva fundación era una nueva maniobra, y así fue, pues al mismo tiempo enviaba una consulta a la Audiencia de Lima pidiendo autorización para abandonar la empresa conquistadora, utilizando el requerimiento que obligara a firmar a los vecinos antes de abandonar Barco I. Los mensajeros deberían recorrer 1.400 leguas entre ida y vuelta...
Los pobres vecinos tuvieron que edificar la nueva ciudad, en medio del hambre y las privaciones. Faltos de lo esencial, tuvieron que hacerse calzado con cueros “de tigres y de leones” y vestirse con cueros de venados. Podemos reconstruir mentalmente todo el desgaste que este empezar de nuevo significaba. A la falta de elementos esenciales se sumaba la de mano de obra indígena, ya que el Cacique Calchaquí la retaceaba. Todo ello empeorado a fondo por el despotismo cruel e incoherente de Núñez de Prado. Ni siquiera el hallazgo de oro en las inmediaciones –que ofrecía nuevas posibilidades- lo hizo cambiar, mientras esperaba la respuesta de Lima.
Sacando fuerzas de flaquezas, todo empezó de nuevo, las edificaciones de las casas, del convento de los frailes, el trazado de calles y solares, los contactos con las tribus.
La evangelización intentada por los Padres Carvajal y Trueno encontraba una valla en las creencias panteístas de los indios de los valles, que sólo se convertirían al cristianismo un siglo después, tras su derrota en las guerras calchaquíes.
Pero Núñez había incumplido su compromiso, apostando a que la Audiencia compartiría su actitud de retroceso. Se equivocaba. Cuando la segunda Barco ya empezaba a remontar vuelo, llegó una orden terminante de la Audiencia: debía atenerse a lo pactado y “poblar un pueblo” en Tucumán.
La noticia cayó como un rayo, y no era para menos... Significaba otra vez el desarraigo, la pérdida del esfuerzo y de los logros, borrar, abandonar, desamparar, volver a fojas cero! La oposición a Núñez crecía. Los vecinos le recriminaron el nuevo curso que les obligaba a dar a sus vidas. Nuevamente recurrió a la pena capital. Esta vez fueron dos vecinos, para peor, de los que siempre lo habían apoyado.
Se le habían venido abajo los planes que albergaba de abandonar la empresa fundadora. Si lo hacía, tendría que responder ante las autoridades por el fracaso de un proyecto tan vital, que “significaba el comienzo de una conquista mayor que culminaría en el Río de la Plata, salida al Mar del Norte”, como había previsto La Gasca (T. Piossek, op. cit.). Decidió irse lejos, para seguir escapando de la autoridad de Valdivia, creyendo ponerse a salvo de la acción de sus Tenientes.Desoyó la orden de poblar en Tucumán y se dirigió al este, a los “Llanos de los juríes”. Todo era incertidumbre y malestar para los pobladores errantes del Noroeste argentino, cuando una situación providencial se presentó inesperadamente.
Al llegar al territorio jurí, se dieron con una ofensiva de los temibles lules que destruían poblados y sembrados, hacían desastres con las mujeres, se llevaban prisioneros para satisfacer sus hábitos de antropofagia. La llegada de los hombres blancos fue un socorro salvador. Pactaron alianza para hacer frente a los lules. Los españoles pondrían sus armas y caballos para defender a los juríes; éstos les cederían un pedazo de tierra para fundar una ciudad.
Bajo este auspicioso comienzo, lejos de la cordillera nevada y de los valles, se fundó por tercera vez y reedificó nuevamente la ciudad a orillas del Río Dulce. Una nueva etapa comenzaba que era, en cierto modo, definitiva. No todo quedaría inmutable ni menos aún color de rosa. Pero el horizonte de una vida más estable parecía abrirse.
El problema de Barco III era su aislamiento. Esto tenía solución, pero su Capitán General no la buscaba. Con el tiempo, los vecinos comenzaban a avizorar perspectivas de esperanza. Lograron afianzarse con una inesperada victoria salvadora, a fuerza de arrojo y táctica, sobre los indios de Meaja, que organizaban un levantamiento general. Lo consideraron uno de los principales éxitos logrados en tres años de probaciones, hecho en que se destacó el vecino Hernán Mejía Miraval, a quien luego comenzaron a llamar Capitán.
Las yeguas, cabras y chanchas sobrevivientes de los largos itinerarios y de los combates comenzaban a parir. La tierra nueva se alegraba con los balidos de los cabritos y el retozar de los potrillos. Las siembras comenzaban a dar frutos para la necesitada población. Sólo en una mente no penetraba la alegría de la vida: en la de Núñez de Prado. Seguía con la idea fija de volverse. No quería que la empresa tuviese éxito, y esto lo distanciaba del grupo que mandaba.
Con pretextos, maquinaba un nuevo traslado, aunque parezca mentira. Esta vez no era al norte sino al sureste, sobre el Río Salado, allá por los Comechingones, en el paraje de Taquigasta que había hecho recorrer a Blas de Rosales. ¿Cómo reaccionarían los vecinos? ¿Lograría su intento?
En el aislamiento de Barco, no llegaban noticias del Perú ni de Chile. Pero Valdivia no era hombre de quedarse quieto. A su lado, aparte de Villagrán, había surgido otro grande, cuyo nombre resonaría por todo el Tucumán.
El fundador de Chile soñaba con extender su gobernación de un océano al otro. Al mismo tiempo parecía entrever que sus sueños corrían peligro y decidió abrirle un camino autónomo a ese otro emprendedor, Francisco de Aguirre, “primera lanza de Chile”. Lo designó su Teniente en La Serena y Barco en términos tales que prácticamente lo convertía en gobernador autónomo en caso de que él, Valdivia, viniese a morir.
Aguirre era un conquistador y organizador nato. Había reunido una importante fortuna y comandaba hombres aguerridos. Siguiendo las instrucciones de Valdivia, partió a cruzar la cordillera. Podía, según ellas, extenderse “dentro de su gobernación y fuera de ella”, fundar ciudades, dejar o no de teniente a Núñez de Prado en la ciudad de Barco, que creían en el lugar donde la dejara Villagrán.
Grande fue la sorpresa de Aguirre y sus hombres al pasar por las desamparadas Barco I y Barco II. Siguiendo los rastros de Núñez gracias a los informes de los indios, a quienes sabía imponer respeto y aún ganarse su estima, siguiendo sus pasos tomó rumbo al este hacia las riberas del Río Dulce.
Una noche de invierno de 1553, la aldea se vio alterada por la llegada de un contingente en armas y con pendón en alto. La voz potente de un Rodrigo pregonero hizo saber a todos que llegaba el magnífico señor Francisco de Aguirre a gobernar la ciudad por cuenta de Pedro de Valdivia. Por precaución arrestó a algunos miembros del cabildo y dio orden a todos de quedarse en sus casas.
Al día siguiente, reunió el cabildo y mostró sus poderes, siendo recibido por los alcaldes y regidores. No sólo traía una fuerza disuasiva, sino representaba una nueva esperanza para la ciudad amenazada por un tercer traslado por su impredecible capitán general, que se hallaba ausente.
Núñez de Prado había partido al Famatina, por “tener fama” de sus minas. No imaginaba lo que estaba ocurriendo a orillas del río Dulce, pero no tardó en enterarse. Una partida destacada por el General Aguirre, con respeto y firmeza le comunicó que quedaba arrestado. Por haber desamparado Barco, el nuevo jefe lo descartaba para cualquier función, y lo enviaba preso a Chile para su juzgamiento.
Juan Núñez de Prado defendería su causa en los tribunales del Perú, pero nunca más volvería al Tucumán. La era de Aguirre comenzaba.