En
1865 Salta se estaba enmarcando como una ciudad progresista. Un
año antes había sido electo gobernador el doctor Cleto
Aguirre, distinguido médico, que había derrotado en
las elecciones a don Segundo Díaz de Bedoya, por el partido
conocido como de los “Overos”. El nuevo mandatario fue
autor de leyes y decretos liberales por ejemplo: creando los correos
provinciales; la oficina de Estadística y Topografía;
un impuesto de alumbrado público; el cargo de Defensor de
Pobres y Menores: un padrón militar y declaró miembros
natos de los Concejos Municipales al Intendente de Policía,
Jefe de Estadística e Inspector General de Escuelas.
Ante las hostilidades
con el Paraguay el doctor Aguirre declaró como artículos
de guerra las vacas y caballos que necesitaren las tropas que marcharía
para combatir, como así autorizó préstamos
especiales para equipar a los soldados. Al frente de batalla fue
conducido un Batallón de Infantería habiéndose
destacado en esta campaña Juan Solá, Joaquín
Díaz de Bedoya, Luis Fábregas, Alejandro Fábregas,
Ricardo Solá, Victorino de la Plaza, Rafael de la Plaza,
Justo Aguilar, José María Uriburu. Rafael Ruiz de
los Llanos, Alberto Austerlitz y Napoleón Uriburu, entre
otros. El Batallón “Salta” estaba comandado por
el coronel Aniceto Latorre y éste al enfermar fue reemplazado
por el sargento mayor Julio Argentino Roca.
Como toda gestión
de gobierno tiene momentos de regocijo como de sinsabores. Uno de
estos se lo conoce como el “conflictos de las campanas”.
Un grave incidente suscitado entre la autoridad civil con el gobierno
eclesiástico. Al frente de la sede eclesiástica se
hallaba el obispo fray Buenaventura Risso Patrón; quien se
distinguió por su espíritu de misericordia cristiana,
por sus sentimientos piadosos y por el celo y la obstinación
que imponía en protección de los privilegios de la
Iglesia y de sus proporcionadas dispensas episcopales. Sobre este
prelado dice Ernesto Aráoz que: “era sin duda Risso
Patrón un severo y rígido pastor teocrático
cuyo temperamento empecinado había de llevarlo, naturalmente,
a grandes problemas”.
Don Cleto Aguirre
no vio con buenos ojos el accionar del sacerdote Sixto Sáenz,
férreo opositor al gobierno provincial disponiendo la expulsión
del clérigo del curato de Rosario de Lerma. Risso Patrón,
por su parte, procedió a restituirlo en su jurisdicción
desobediencia que llegó hasta los estrados del Poder Legislativo.
La disputa siguió hasta más allá. El Obispo
obligó tocar las campanas diariamente en momentos de las
plegarias en todos los iglesias durante un mes lo que, puesto en
ejecución, acarreó la confección un decreto
del Poder Ejecutivo reglamentando el uso de las campanas. Como consecuencia
de esto se cerraron capillas, oratorios, se bajaron campanas. En
algunos casos se disponía que los toques de campanas para
repiqueteos no durarían más de cinco minutos, los
de dobles para anunciar la muerte de fieles, dos minutos.
El prelado Risso
Patrón desconoció la orden y Cleto Aguirre ordenó
la detención de todos aquellos que hagan oído sordo
a lo dispuesto por decreto. Por ello fueron arrestados los sacerdotes
Arze y Alfaro, la madre superiora y dos monjas del Colegio de Jesús
y el sacristán de la Catedral de apellido Toledo. El cura
Castro, de La Merced, sobre quien pesaba el arresto nunca fue encontrado
hasta haberse superado este entredicho entre el gobierno civil y
el eclesiástico.
También los
vecinos de esta “muy noble ciudad en el valle de Salta”
asistían a las tareas de la recaudación de fondos
para la construcción de la nueva Catedral “que responda
a la altura, rango y progreso actual de esta capital”, cuya
piedra fundamental fue colocada en 1854 siendo las lajas y las rocas
de las canteras fueron acarreadas a pulso por grandes y chicos,
criados y sirvientes, cada cual en la medida de sus fuerzas en los
días festivos, de acuerdo al Archivo del Arzobispado de Salta.
El gobernador residía
en una casona ubicada enfrente de la Plaza, a pocos metros del lugar
donde se edificaba la actual iglesia Catedral. La calle estaba intransitable
por las lluvias caídas, cubierta de barro, cascotes, cal,
montículos de arena, pilas de ladrillos y obstáculo
de andamios, El tranquilidad de la noche era interrumpido desde
el placentero refugio de sapos, ranas y chilicotes.
Entre las figuras
que se destacaban en aquel entonces no por si vivacidad sino por
sus actos disparatados se encontraba, entre muchos, a uno que se
lo conocía como “Ataranta” (de “atarantado”:
aturdido, espantado y loco). Este personaje por que no denominarlo
siniestro por sus ocurrencias descocadas tenía un físico
de “Charles Atlas”, de ojos saltones, boca de labios
gruesos, pópulos Salientes y de un hablar soltando a gangoso.
Sobre sus descalzos pies descasaban algo así como ciento
veinte kilos de su humanidad, de acuerdo a viejas tradiciones. Desde
hacía algún tiempo Ataranta estaba encaprichado en
hacerlo aterrorizar al gobernador Aguirre.
Hasta que llegó
el momento de satisfacer su malvado instinto. Una noche Don Cleto
regresaba a su casa sorteando los desparramados obstáculos
de la calle. El célebre idiota al verlo se ocultó
amparado por la oscuridad entre los adobes y al pasar el gobernante
le echó un gruñido a todo pulmón estirándole
los musculosos brazos como si fuese un fantasma. El gobernador que
temperamentalmente era muy nervioso salió corriendo dando
gritos de espanto hasta llegar a rodar por el barro.
Se comenta que Ataranta,
aterrorizado con la mala pasada con que había sido protagonista,
se impresionó aún más, conjeturando que el
que del julepe el gobernador pudiera agonizar en el lugar, y se
trasladó hacia don Cleto, diciéndole: ¿Te atutao?...
¡Che…! ¿Te atutau…no?
No bien se repuso el mandatario del porrazo, de haberse limpiado
hasta entonces vestimenta de color negro y recogido su galera entremezclada
con arena y cal, emprendió una veloz carera tras de Ataranta
asentándole bastonazo sobre sus espaldas y, en lo momentos
propicios, aplicándole fuertes patadas en sus asentaderas.