CAPÍTULO VII
La fuga
Al anochecer de ese día, un coche cuidadosamente cerrado partió de la calle de San Pedro. Atravesó las de Plateros y San Agustín, torció a la izquierda y se dirigió a la portada del Callao.
En aquel coche iban dos personas: una mujer de edad madura y una joven.
La primera, grave y meditabunda, parecía haber tomado una penosa, pero firme resolución. La última lloraba en silencio con el rostro oculto entre las manos.
Cuando el ruido de las ruedas y de los cascos de los caballos se hubo apagado en la arena del camino, la joven levantó la cabeza y paseó en torno una dolorosa mirada.
La noche comenzaba a tender su velo sobre el paisaje. Las copas de los sauces se dibujaban sombrías sobre el azul estrellado del cielo; el brillo cantaba entre la maleza, y la brisa empapada en los aromas del azahar, mecía con triste rumor las camas de los árboles.
La joven asomó la cabeza por el claro de la portezuela y miró hacia atrás.
La última vislumbre de Occidente se reflejaba con tintes rojizos en los blancos capiteles de la portada; y en el fondo oscuro de su arco, empezaban a brillar las luces de la ciudad.
--¡Lima!-- murmuró la joven. Y el acento con que pronunció esta palabra encerraba un mundo de dolor.
--¡Lima!-- repuso su compañera. --Lima, que ya no nos es dado habitar, hija mía, por más doloroso que sea abandonar ese hospitalario asilo de nuestra orfandad, donde hemos pasado días felices, a pesar de la suerte enemiga que, siempre obstinada en perseguirnos, me ha puesto en la necesidad de despedazar tu corazón.
--¡Ah! ¡mamá! ¿existía acaso esa necesidad? ¿No te he jurado no ver más a Felipe, con tal que me dejaras vivir cerca de él, respirar siquiera el aire que él respira?
--El honor y el deber me ordenan alejarte de él, Irene, el honor y el deber te ordenan a ti desterrar del corazón ese amor sacrílego. El honor y el deber, hija mía, tienen leyes severas, que no transigen con ninguna debilidad.
--Tienes razón, mamá, tienes razón. Ha habido momentos en que he querido rebelarme contra tus decisiones; pero mi fe en ti está demasiado arraigada en el corazón. He aquí, pues, tu hija, haz de su destino lo que mejor te plazca. Pide a Dios solamente que me dé fuerza para resignarme con su voluntad, y no sucumbir en esta horrible prueba.
--Confía en su bondad, hija mía repuso la madre, procurando afirmar su voz conmovida. Él, que tiene magníficas recompensas para aquellos que cumplen su deber en la tierra, te enviará, no lo dudes, la paz y la dicha. Ahora lloras, pero después te regocijarás...
--¡Después!-- murmuró Irene --¡después! ¡qué siglos de dolor encierra esta palabra!
E inclinando la cabeza pareció hundirse en dolorosa meditación.
Entre tanto, el coche había dejado atrás los últimos árboles de la alameda, y rodaba sobre un camino polvoroso, bordado de altas malezas donde cantaban millares de insectos. Acercábanse a la «Legua», y ya a la luz de la luna se distinguían los pardos techos del «tambo»
De repente, un jinete que, embozado hasta los ojos, caminaba hacía rato a vista de los viajeros, pero guardando entre ellos una distancia calculada, puso a galope su caballo.
El cochero, que sentado en el pescante cantaba descuidado, interrumpió su canción para mirar hacia atrás.
En ese momento, el jinete, que había emparejado el coche, dio un silbido.
Cuatro hombres surgieron de bajo de un matorral; dos de ellos detuvieron los caballos, y los otros se apoderaron de las viajeras. El uno ligó a la espalda las manos a la señora, y el otro puso a la niña desmayada en los brazos del embozado, quien acercándose al cochero, mostróle en silencio, pero con ademán imperioso el camino del Callao, tomando él el de Lima, a toda la carrera de su caballo.
Todo esto pasó en el corto espacio de un minuto.
La madre dio gritos espantosos; y ligada, como se hallaba, quiso arrojarse a tierra.
Pero de repente se detuvo pálida y anhelante. Un pensamiento horrible hirió su mente, secando sus lágrimas y cambiando su dolor en indignación.
--¡Infame hipócrita!-- exclamó --¡fingía resignación y se preparaba a huir con su amante! ¡Que la sangre de tu padre sea sobre tu cabeza, hija desnaturalizada! ¡yo te maldigo!
Y la desdichada mujer cayó desfallecida en el fondo del carruaje que por orden del raptor corría en dirección del Callao.
A la misma hora que los viajeros dejaban Lima, Salgar entraba en su casa después de la lista de las cinco.
Una mujer lo esperaba sentada en el umbral de la puerta.
--¡Inés!... Una carta suya, ¿no es verdad?... ¡Pero tú lloras!... ¡Dios mío! ¿qué ha sucedido?
--¡Ay! ¡Señor, ya su merced no verá más a la pobre niña!
--¿Qué dices?
--Acaba de partir para el Callao, y esta noche se da a la vela para España.
--¡Pérfida! me ha engañado. Anoche mismo me juraba seguirme y ser mía.
--No la culpe su merced. ¿Qué podía hacer la pobre niña? Su madre la domina; y cuando habló la señora, ella dijo siempre amén.
Pero en lo que pasó esta mañana, a cualquiera se la doy...
Figúrese su merced que de repente entraron a casa dos caballeros, y que la señora, que parecía esperarlos, hizo pasear a uno de ellos de la cocina al desván inventariándolo todo. Hecho esto, volvieron al salón, en donde uno de aquellos hombres, sumando el inventario, dejó un saco de oro y partió.
--He aquí, capitán Vázquez-- dijo la señora al otro que se había quedado en casa, he aquí la única fortuna de la pobre viuda que lleva usted a bordo. ¡Ah! ¡cuán feliz salí de España y cuán desdichada vuelvo!... ¿Partimos hoy en fin?
--Esta noche, entre dos y tres sin falta. Desde esta mañana sopla una brisa magnífica.
--¡Loado sea Dios!
--Me llevo, pues, vuestro oro. He aquí mi recibo. Hasta la noche.
--¡Inés! ¡En nombre del cielo, acaba! ¿no ves que muero de angustia?
--A ello voy. Yo estaba escuchando, y cuando oí hablar de viaje, quise venir a avisar a su merced; pero la señora había cerrado la puerta y guardádose la llave.
A las cinco me llamó. No sé lo que había pasado. La niña lloraba amargamente sentada en un rincón; la señora estaba triste, y por momentos sus ojos se llenaban de lágrimas.
--Inés-- me dijo, --¿quieres seguirnos a España?
--¡Ay! señor, aunque yo quiero tanto a la niña, sobre todo, esto de irme fuera de Lima se me hizo muy cuesta arriba. ¿Dónde hallaría yo en esos mundos de Dios nuestro regalo, el sahumerio, la mixtura, los limpiones, Amancayes, el Puente, ¡bah! ¡imposible, imposible!
--¡Inés! ¡me estás dando ochenta muertes! ¿Qué te dijo para mí?
--¿La señora?
--¡Irene!
--Cuando la señora me dijo que era libre y que me quedara, y me dio toda esta plata... la niña me hizo, seña de que, me acercase con pretexto de acorchetarle el vestido; y me encargó de decir a su merced que le había sido imposible desobedecer a su madre; que iba a morir, eso sí, pero que su merced la olvidara.
--¡Ah! ¿creíste eso posible, Irene? ¡Yo te haré ver que te engañas! ¡yo te haré ver cómo sabe amar el corazón que te ama!
--¿Dónde va su merced, por Dios?
--¡A correr en pos suya, a arrojarme a los pies de su madre, a pedirle... o pedirle que me dé la muerte!-- dijo Felipe montando a caballo y partiendo a toda brida.
Las calles, la portada, la alameda; todo lo dejó atrás en breves instantes; y cortando con impaciencia las revueltas del camino, corría en línea recta, saltando tapias y matorrales, sombrío, silencioso, con la mirada, fija en el horizonte, pareciéndole a cada momento ver perderse en la azul lontananza, las blancas velas de la nave que le arrebataba a su amada.
De pronto, Salgar divisó un jinete que, corriendo en dirección opuesta, venia a encontrarse con él. Llevaba extendido entre sus brazos el cuerpo de una mujer cuya cabeza iba echada hacia atrás, y a la luz de la luna, veíase ondear al viento su larga cabellera.
A diez pasos de distancia, aquel hombre que había reparado en Felipe, torció hacia la derecha y dando espuela a su caballo, cogió un sendero que cruzaba los campos. En ese momento, la mujer que llevaba consigo, y parecía muerta o desmayada, se enderezó de repente, y tendiendo los brazos a Salgar, gritó con angustia:
--¡¡Socorro!!
Al eco de aquella voz Felipe se estremeció, y echando mano a la espada, se arrojó sobre el raptor.
Éste, viendo que le era imposible defenderse, soltó su presa y desapareció.
--¡Irene!-- exclamó Felipe cayendo a los pies de su amada.
Irene vaciló un momento, miró hacia atrás, divisó a lo lejos el coche en que se alejaba su madre; luego miró a Felipe, que la imploraba con ademán suplicante.
--¡Oh! ¡madre mía! ¡perdón!-- exclamó --¡Yo había consentido en morir por obedecerte; pero no tengo fuerzas para volver a comenzar mi suplicio!
Y se arrojó llorando en los brazos de Salgar.