CAPÍTULO IV
Borrascas del alma
Muchos
días habían pasado desde las escenas ocurridas en la
Filarmónica. Mediaba una noche de enero, y Lima, envuelta en
el extraño silencio que sucede a su bullicioso tumulto, dormía
al claro rayo de la luna llena. El reloj de San Pedro acababa de dar
la última de sus doce campanadas, y el sereno(1),
bostezando y restregando sus ojos, alzóse de un umbral de
aquella calle donde dormía a pierna suelta, y de pie, aunque
todavía soñoliento, comenzó a cantar:
--¡Ave Maríaaa!... ¡Ahí está ya el embozado! ¿qué diablos querrá ese hombre en aquella casa? Si fuera un ladrón se habría ya cansado de rodar la calle en vez de pasear los techos. Si fuera un enamorado, si quiera una vez se acercara a la reja para ver a esa linda niña que acecha en la celosía. Pero no, señor, ¡nada!... y sólo se contenta con pasar y repasar, y últimamente esconderse en el hueco de esa puerta, como ahora acaba de hacerlo, hasta que la última gente ha salido, y que el último criado ha entrado, y que han cerrado las puertas... ¿queeé? ¡Este si que es un enamorado! Pero a éste no lo vi nunca. Es un militar, dícenlo los bordados de su cuello. En esto vienen a parar los ladrones con que tanto nos atormentan a los pobres dependientes de policía; más o menos, todos son enamorados.
--Huyamos, huyamos pronto porque...
Y el sereno se alejó cantando la hora.
En efecto, apenas el fantástico embozado se había ocultado en la puerta cuya situación describió el sereno, un joven, envuelto en una capa militar se detuvo ante la reja.
Un momento después, las largas cortinas de muselina que guarnecían aquella ventana se abrieron misteriosamente, y un rostro hechicero, a la vez gozoso y asustado, sonrió al militar.
--¡Felipe!-- murmuró --¡qué dicha!... ¡qué imprudencia! quise decir. Mi madre vela todavía. ¡Si viene, si llegara siquiera a sospechar que te veo, que te hablo!... ¡Oh! ¡aléjate, en nombre del cielo!
--No, amada mía; perdona si te desobedezco, pero tenía tanta necesidad de verte, de oír tu voz, de contemplar tu rostro, de llamarte mía, y oírtelo repetir cien veces... Porque, Irene, alma mía, hoy más que nunca temo perderte. Tu madre se prepara secretamente a dejar a Lima para volver a su patria. Si un día te ordena seguirla, tú no tendrás bastante resolución para resistir a su voluntad; el mar está cerca, y antes que hayas podido dirigirme siquiera un adiós, habrá puesto entre nosotros su inmenso espacio.
--¡Calla, Felipe, que destrozas mi corazón!... ¡Dios tendrá piedad de nosotros, y alejará ese momento fatal!
--¿Pero si llega? Irene, ¿si llega?
--¡Ah! si llega, si me encuentro al fin en la horrible alternativa de elegir entre mi madre y tú... no vacilaré, Felipe, no vacilaré... ¡Pobre madre mía!-- Y la joven inclinó la cabeza sobre sus rodillas, dando un gemido.
--¡Lloras! ¡te arrepientes de tu promesa y prefieres someterte a los mandatos tiránicos de tu madre!
--No la culpes, Felipe, ella me ama y desea mi dicha.
--Si te ama, ¿por qué despedaza tu corazón? ¿Por qué quiere separarnos?
--¡Porque pesa sobre nosotros una herencia de odio, porque media entre nuestro amor una ola de sangre! Escucha, Felipe, y lejos de condenar la conducta de mi madre, llorarás sobre ella y sobre nosotros.
El día que te cerró su casa, mi madre me llamó a solas. Estaba pálida, y su semblante grave y triste. Hízome sentar a su lado y me habló así:
Esme forzoso, hija mía, contristar tu corazón, refiriéndote una historia que te he ocultado hasta ahora, porque, en mi anhelo maternal, yo he guardado siempre para mí las espinas de la vida, a fin de que tú hallaras sólo sus flores.
Pero te debo una explicación de mi conducta de hoy; y hela aquí:
En tiempo de la guerra de independencia en Colombia, servían en los dos bandos enemigos dos oficiales, el uno americano y el otro español, amigos en otro tiempo, pero desunidos después por el espíritu de partido.
Un día se encontraron frente a frente, mandando cada uno de ellos una guerrilla.
La fuerza realista, después de un terrible combate, fue destrozada, y el oficial español cayó en manos de sus enemigos.
Era joven, era amado, tenía una esposa bella, una hija en la cuna. La vida le sonreía, y pidió gracia.
Pero el oficial patriota, cumpliendo la inexorable ley de la guerra a muerte, fusiló a su prisionero.
El desgraciado español se llamaba Fernando de Guzmán.
--¡Mi padre!-- grité yo.
--El jefe patriota que lo mandó ejecutar-- prosiguió mi madre, --era Diego Salgar.
--¡Mi padre!-- exclamó Felipe, que a su vez inclinó la cabeza sobre su hecho, pálido y anonadado.
--Mi madre, que por evitarme penosas emociones, me calló siempre las circunstancias trágicas que acompañaron la muerte de mi padre, ignoraba el nombre de su matador: una casualidad se lo reveló. Oyó un día a Fermín nuestro mayordomo, antiguo soldado de Colombia, refiriendo a las criadas su vida militar, hablar como testigo y actor, del fatal encuentro en que la enemistad de nuestros padres tuvo tan terrible desenlace.
¡Ah! ¿Qué podía hacer la viuda de Guzmán? ¿Erale lícito acoger todavía al hijo de Salgar?
--Y tú, Irene mía, ¿qué sentiste al saber esa funesta historia que ha caído sobre mi corazón como un lúgubre sudario?
--Sentí que te amaba siempre, Felipe, y tuve horror de mi misma. Habría querido olvidarte, arrojarte del corazón; pero mi amor es profundo, imborrable, se ha vuelto la mitad de mi alma, y no puedo arrojarlo de ella sin morir.
--¡Ángel de belleza y de bondad!-- exclamó el joven, contemplando a su amada con adoración, --¡qué he hecho yo para merecer tanta dicha! Llegué triste, agitado: ¿heme aquí tranquilo y feliz?
--Pero entretanto, Felipe, las horas pasan, y es preciso separarnos.
--¿Ya? ¡Tan pronto! después de tantos días de ausencia, después de tantas zozobras!
--¿No estás tranquilo y feliz?
--¡Oh! ¡sí! Mas para irme contento, necesito una prenda. Las cortinas se apartaron enteramente, y una joven vestida de blanco se mostró en la ventana.
Era bella, bella con esa beldad rara, doble herencia de los árabes y de los godos(2): grandes y rasgados ojos negros bajo largos y sedosos cabellos blondos.
--¿Una prenda?-- dijo, sonriendo amorosamente, --¡una prenda! ¿Cuál?
--El permiso de besar tus cabellos.
Irene cogió una de sus largas trenzas rubias, y rodeó con ella el cuello de Felipe, apoyando en sus labios el rizo que la terminaba.
A esa doble caricia, el incógnito, que acechaba escondido en el hueco de la vecina puerta, hirió su frente con el puño cerrado, y huyó de allí, como perseguido por una horrible visión.
Al mismo tiempo, una carcajada sorda e irónica resonó en su oído, y una sombra, destacándose de los cañones de otra puerta, lo siguió a lo lejos.
El desconocido atravesó con paso rápido y desigual las calles de Beitia, las Aldabas y Aparicio; entró en la calle de San Francisco(3), y deteniéndose delante de una puertecita estrecha y baja, dio dos golpes con la extremidad de los dedos. La puerta se abrió al momento, y una negra anciana, de semblante dulce y triste, apareció entre la puerta y una inmensa cortina de enredaderas que la ocultaban interiormente.
El embozado apartó con ademán brusco a la negra, y atravesando la tupida enredadera, se internó en las sombrías avenidas de un hermoso jardín.
La negra dio un suspiro, y moviendo tristemente la cabeza iba a cerrar la puerta, cuando vio deslizarse entre ella y el postigo un bulto negro, que pasando como una sombra bajo su brazo iba a introducirse en el jardín.
La negra, asiéndolo resueltamente, quiso rechazarlo hacia afuera; pero el fantasma, apartando el embozo que lo cubría y poniendo a la vez su dedo en la boca y la hoja de un puñal sobre el seno de la negra:
--¡Silencio!-- exclamó --porque te juro, madre, que si te mueves, o das siquiera una voz, caerás muerta a mis pies.
Y cerrando la puerta, guardóse la llave y desapareció entre el sombrío ramaje, dejando a la negra helada de sorpresa y espanto.
--¡Andrés! ¡Andrés!-- murmuró la pobre vieja.
--¿Qué viene a hacer aquí este desventurado? Huyó del castigo a que le condenaba su atroz delito; y ahora el imprudente, vuelve a poner el cuello bajo la mano del ama, que no le perdonará, aunque lo ha criado en sus brazos. ¡Oh! ¡ama, ama! ¡qué daño nos hiciste, a mí y a mi pobre hijo, arrancándolo a mi amor, desviando de mi su corazón; a él elevándolo a la esfera de los blancos, donde si es tolerado el negrito, no es ya tolerado el negro. He ahí lo que has hecho de él; ¡un asesino, un ladrón!
Y la anciana negra, con la cabeza entre las manos, se perdió gimiendo en las oscuras galerías que rodeaban el jardín.
Entretanto el rondador de la calle de San Pedro había llegado al otro extremo del jardín. Torció el dorado botón de una puerta que se abrió, y apartando una cortina de terciopelo, entró en un retrete resplandeciente de oro, seda y pedrería. Las paredes estaban cubiertas con terciopelo color de púrpura bordado de oro. Espejos de dimensiones fabulosas duplicaban el brillo de los diamantes que en forma de brazaletes, pendientes, anillos, collares y diademas se ostentaban por todas partes, dentro los vasos de oro, adornados de rubíes y esmeraldas que cubrían los muebles de aquella suntuosa morada. El aire que allí se respiraba era tibio y embalsamado con el perfume que se exhalaba de la filigrana de los pebeteros que ardían sobre los platillos de oro, llenos de azahar, aromas, y flores de chirimoyo(4), cuyo humo formaba una aureola luminosa en torno de las transparentes bujías que alumbraban un tocador donde estaban reunidos todos los tesoros de la coquetería y de la elegancia. Dos anchas ventanas abiertas sobre el jardín, y medio cubiertas con dobles cortinas de terciopelo y enredaderas de ñorbos(5), hacían llegar a este santuario el suave murmullo del viento entre las hojas de los plátanos.
Estando en el cuarto, el embozado arrojó la capa y sombrero que lo cubría.
Los largos rizos de una hermosa cabellera que el sombrero aprisionaba se esparcieron profusamente sobre los hombros desnudos de una joven, ocultando a medias su frente y sus grandes ojos negros.
Era Carmen Montelar, Carmen, no alegre y coqueta como en el baile, sino pálida y sombría.
Largo tiempo permaneció inmóvil, muda, y la mirada fija en el vacío. La vida se había reconcentrado toda en su pecho que se alzaba tumultuosamente, como un mar borrascoso.
--¡Carmen!-- exclamó al fin mirando su imagen reflejada en uno de aquellos grandes espejos --¡Carmen! ¿qué te queda por saber? ¿falta algo a la desesperación de tu alma? Orgullosa belleza, ¿qué ha hecho ese hombre del corazón que le habías dado? No contento con destrozarlo, lo ha arrojado al lodo. Hermosa, rica y adorada de cuantos hombres se te acercaban, tú desdeñabas sus adoraciones para consagrarte sólo a él. Tu mirada, que los más altos personajes habrían dado un mundo por interceptar, tu mirada lo buscaba a él solo en todas partes; y cuando lo habías visto, orgullo, opinión, deber, todo lo olvidabas, porque él era todo para ti.
Y mientras tú le consagrabas así tu vida y tu alma, él te engañaba miserablemente, y reía de tu loca pasión. Cada uno de sus juramentos era una mentira, cada una de sus palabras de amor era un insulto: cuando te embriagaba con ellas, llevaba en el corazón la imagen de otra mujer... ¡¡Ah!!
Y recorriendo el cuarto con pasos precipitados, la orgullosa joven elevaba sus ojos para hacer retroceder las lágrimas de rabia y dolor que se agolpaban en ellos, e inundaban su rostro a pesar suyo. Ella las enjugaba furtivamente con sus cabellos, murmurando con su risa siniestra.
--¡Llorar! no: la desesperación no tiene lágrimas: ellas sientan bien al rostro de una mujer adornada y triunfante, a cuyos pies han arrojado como un sangriento trofeo, el corazón de otra mujer...
Interrumpióse bruscamente; sus negras pupilas brillaron con un resplandor sombrío, sus manos se crisparon convulsivamente, y mordiendo el labio con furor:
--¡Irene!-- exclamó --¡Irene!... He ahí el secreto de ese odio instintivo que desde la infancia me inspiró esa mujer. Niña todavía, yo leía constantemente en los ojos de esa niña como yo, una terrible amenaza para el porvenir; y en los dorados sueños de mi juventud, cuando el corazón comenzó a abrirse al amor, su imagen venía siempre a turbarlos, mezclando en ellos un terror sin nombre.
¡Irene! ¿tú que me llamabas la leona(6), ya sentirás cómo justifico yo este nombre? ¡Desdichada de ti, que has herido a la leona y la has dejado viva!
¡Sí!-- continuó, dando un fuerte golpe en su lindo y delicado pecho,--quiero arrancar de aquí todo lo que pudiese enternecer mi alma y hacerla buena; quiero consagrarme toda al mal; volver perfidia por perfidia y tormento por tormento. Mientras más bárbara sea la venganza, tanto mejor. Destierro, deshonra, muerte, ¿qué son ante el dolor que destroza mi alma?
En ese momento, la misma risa sorda y diabólica que la había perseguido en la calle, resonó detrás de ella.
A este eco que venía a mezclarse a la tempestad que rugía en su corazón, Carmen se estremeció, y volviéndose sobresaltada, vio centellear en la sombra dos ojos ardientes como los del chacal.
Un instante después abrióse la puerta, y un hombre apareció en el umbral.
Era el negro que habló con Rita en el jardín de la Filarmónica.
(1) Sereno, el que ronda por
la noche contando la hora y protegiendo a la población.
(2)
La heterogeneidad de los orígenes del pueblo español de
la cual es representativa la convivencia de visigodos y musulmanes
abre camino para el mestizaje posterior en Latinoamérica, con
peninsulares indígenas y africanos, los tres a su vez
compuestos de múltiples etnias. Es el temor del mestizaje con
los negros que crea un subtexto de esta novela.
(3) Através
de los siglos, la municipalidad de Lima siempre ha mostrado el afán
de cambiar los nombres de las calles por lo tanto el lector de este
relato difícilmente encontrará hoy día en la
ciudad la geografía que se presenta en las novelas de
Gorriti.
(4) Chirimoyo, árbol oriundo de Centroamérica.
Su fruta es chirimoya.
(5) Ñorbo, flor que se encuentra en
el Ecuador y en el Perú; es fragante y se usa para adornar las
ventanas.
(6) Nótese el uso de los animales como símbolos.