CAPÍTULO III

La voz del corazón


     Mientras tanto, el baile había comenzado, y cien parejas, arrebatadas en el ardiente torbellino de un vals, agitaban ondas de gasa y raudales de perfumes en torno del salón.

     Carmen, la hermosa que tantos elogios recogió a su entrada, danzaba con el joven que la había acompañado.

     Al ver el confiado abandono con que bailando hablaban, habríase creído que eran amantes, si en la semejanza de sus facciones no fuera fácil conocer que eran hermanos.

     --Por más que digas, Gabriel-- decía ella, --estás pensativo y triste. ¿Falta alguien a tu alegría? Sí... ¿Lo diré? ¡Irene!

     --Y bien...

     --¡Oh! no lo niegues, la amas.

     --¿Por qué lo negaría? ¿No es ella digna de amor?

     --¿Por qué? Porque conoces que yo la aborrezco.

     --¡Qué injusticia! Bella, pura, y buena, ¿quién no amaría a Irene?

     --Yo la aborrezco. Es un odio que nunca pude vencer y que me atrajo humillantes penitencias cuan­do estudiábamos juntas en el colegio de madame Montes. ¡Cosa extraña! la vi y la aborrecí. Nunca pude mirarla sino con airados ojos. Destrozaba mis vestidos cuando los suyos eran de la misma tela, y cuida­ba con afán mis uñas sólo por el placer de arañarla...

     --Irene es bella, graciosa, espiritual, y en dulzura nadie en el mundo la iguala...

     --¡Ay!... Por hacer su apología me has dado un atroz pisotón! Y bien, no está aquí; vete a lamentar su au­sencia y déjame bailar con otro.

     --¡Oh!-- dijo el joven con melancólico acento; ­tranquilízate; aun cuando aquí se encontrase, no sería yo a quien mirara, ni mis homenajes los que ella pre­feriría. Ignora mi amor, ama a otro, otro la ama y ese está aquí...

     --¡Ama a otro!-- Y Carmen palideció, y cesando bruscamente de bailar, quedó inmóvil como un esco­llo entre el veloz remolino que se agitaba en torno suyo. ¡Ama a otro! ¡otro la ama! ¿Quién es, Gabriel, quién es?

     --El capitán Salgar.

     --¡¡¡Felipe!!! Felipe Salgar...

     --El mismo que doblando la rodilla ante la reina del baile pide la dicha de relevar a su caballero--dijo inclinándose graciosamente el bello y blondo capitán, tomando la mano de la joven.

     Carmen la retiró y miró de frente a Salgar. La cólera, el dolor, el odio y el orgullo se pintaron y estallaron a la vez en ese ademán y en aquella mirada que desconcertó al capitán, quien sin embarazo insistió.

     --Carmen, ¿he tenido la desgracia de desagradarla?

     --No, señor mío. Al contrario, pretendo probar a usted que soy superior a todos los «desagrados».

     --Entonces pruébelo usted concediéndome este vals.

     --¿Qué trama aquí contra mí la bella Carmen?-- dijo de pronto, acercándose al grupo, el apuesto caballero que llegó con el capitán.

     Carmen cambió súbitamente la expresión de su semblante, y volviéndose a él con coqueta sonrisa:

     --Tramo una conjuración-- repuso, abandonándole su mano, --digo a Salgar que este vals se llama «el vals de Monteagudo», y que quiero bailarlo con él.

     --¡Oh!-- exclamó Monteagudo, arrebatándola en sus brazos y mezclándose al danzante círculo-- ¡bendito sea el gracioso compositor que me dedicó este vals! De hoy más, debe llamarlo «La dicha de Monteagudo».

     --Yo creía-- dijo Carmen riendo, --yo creía tan sublime la dicha de Monteagudo, que como la ambrosía de los dioses, ningún mortal podría probarla sin morir. Mas he aquí más de ciento que la parten con él y están vivos, y saltan a más no poder.

     --¡Ah!-- replicó él, fijando en los ojos de Carmen sus bellos y atrevidos ojos negros --bailará usted con los ciento; pero ¿dará a ninguno el fuego que en este momento envían a mi corazón esas luminosas pupi­las? Amor, cólera, odio, cualquiera que sea la pasión que las enciende, nunca alumbraron a nadie con tan ardiente fulgor.

     --Si hasta ese punto es usted contentadizo, nada tengo que decir, sino que apruebo el nombre nuevo que quiere dar a su vals.

     Monteagudo se mordió el labio, pero replicó al momento, tendiendo en torno una soberbia mirada:

     --¿No es cierto que está bien en el que lleva una vida azarosa el pedir poco al amor? En cuanto a mí, yo nunca lo importuné.-- Llegó la vez a Carmen de morderse el labio. Sólo que --continuó él--, como es un espíritu de contradicción, fue siempre para conmi­go en extremo generoso.

     Los ojos de muchas hermosas, fijos en él con ce­loso afán, atestiguaban la verdad de esa aserción, y Carmen misma, contemplando entonces por vez pri­mera a aquel hombre dotado de tan prestigiosa belleza, y ceñido con la doble aureola del genio y del po­der, sintióse poseída de admiración. Si no hubiera es­tado celosa de Salgar, desde esa hora habría amado Monteagudo.

     ¡Ay! ¡cuántas veces así, pasamos al lado de un astro, siguiendo la pálida luz de una luciérnaga!

     Así también en ese momento, más que nunca, po­seía Felipe el alma de Carmen, porque la ligaban a él los celos, «ese lazo duro como el infierno», castigo y estímulo de los soberbios, y si antes amó a Salgar con todo el ardor de su corazón, ahora lo amaba con toda la rabia de su orgullo humillado.

     Y queriendo devolver el tormento que sufría, se reclinaba en el brazo de Monteagudo, y le sonreía dulcemente, y fingía hablarle en voz baja.

     Olvidaba, como olvidan las coquetas, que sólo quien ama siente celos; y que no hay indiferencia tan profunda como la indiferencia que sigue al amor.

     Por eso tembló de cólera, cuando buscando a Sal­gar su furtiva mirada, lo encontró, y en vez de enojado por la ofensiva preferencia que había dado a otro, reír indolente y festivo entre un alegre círculo, del chasco solemne que la falange femenina había llevado aquella noche.

     Era el caso que el príncipe tunecino tan ardiente­mente esperado había llegado al fin, conducido por el capitán inglés, y atravesando el salón en medio de lisonjeros murmullos, fue presentado a la señora de la casa, que lo recibió con la dulce acogida que nues­tras damas acuerdan a los extranjeros. Tomó su ma­no con fraternal ademán, y mezclándose a los grupos, le presentó las jóvenes más hermosas de Lima, quienes a su vez le prodigaron sus más suaves miradas; sus más luminosas sonrisas.

     --Tú, que eres del país de los amores ardientes­- le había dicho la graciosa patrona de la fiesta, devolviendo con donaire el oriental tuteo del príncipe, tú, cuyos abuelos enseñaron a los maestros el culto de la belleza, ¿qué dices de la que resplandece en las hijas de este suelo?

     --Su rostro es dulce como el rayo de la luna res­pondió el africano, y sus ojos tienen a la vez la luz que brilla en las divinas pupilas de Uriel y la misteriosa sombra que cobija el ala de Azrael; pero su cuerpo es frágil; y la palmera de delgado tronco se quiebra al primer soplo del «Simoun...». Mas... ¡oh! ¡mira! he allí la verdadera belleza, la que Alá formó para hacer las delicias del «harem». Dichoso el dueño de esta hermosa esclava. Yo daría por ella diez mil zequíes.

     Y fue a prosternarse ante una gruesa gauchona de desarrollado seno y abultadas facciones, pero fresca y provocativa para los mahometanos, que invernan a sus «Zairas» como nosotros a los cerdos... y aun ¿quién sabe?... quizá también para muchos cristianos que sintiéndose cerca del hueso, aman con furor la carne.

     Así, la hermosa esclava era señora absoluta y des­pótica de todo un señor ministro.

     Por lo que toca a nuestras bellas tomaron el parti­do de reír, y en ocho días no se habló de otra cosa que de los suculentos gustos de Su Alteza tunecina.

     Carmen también rió y estuvo más graciosa y co­queta que nunca; pero llevaba en el corazón el dardo de los celos que las palabras de Gabriel acababan de despertar.

      Ella que creía que su belleza era omnipotente, que sus ojos poseían el secreto de encadenar la inconstan­cia, y que aquél, sobre quien se habían dignado descender, quedaría para siempre a sus pies, vio de re­pente, al través de las tinieblas de la duda, resplan­decer la luz de una dolorosa verdad.

      Buscó a Gabriel, pero esta vez el joven, que había adivinado el secreto de su hermana, fue impenetrable, y eludió toda explicación.

     --¡Yo lo sabré!-- se dijo ella --y entonces, Irene, ¡ay de ti! ¡y ay de ti también, Felipe! ¡Como al otro traidor, mejor te sería no haber vivido!

     Y poniendo, como se dice vulgar, pero expresivamente, «una piedra sobre el corazón», irguió la frente con altivez, sacudió sus negros rizos, arrojóse en el alegre torbellino de la fiesta, rió, cantó, bailó, y acep­tó con tan explícita complacencia las galanterías de su caballero, que al dejar los salones de la Filarmóni­ca, nadie dudaba de que Monteagudo había conquistado el amor de la bella Carmen Montelar.



CAPÍTULO 4