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El Yaguareté

En la imaginacion infantil de los indios, el tigre, con su ferocidad, su cautela, sus ataques imprevistos y los estragos que su hambre causa, debió producir fenónemos curiosos de pensamiento. 

   El terror que infunde este terrible carnicero y las múltiples formas en que se presentan sus fechorías, siempre bajo variadas sorpresas, la mayor parte de las veces con seguro éxito de victimas mas o menos indefensas, como consecuencia lógica el suponerle condiciones intelectualidad superior entre los demás animales.

  Y como sus actos de tigre son muy semejantes a los indios ejecutan en sus lides sangrientas, ya de caza o de guerra, nada más natural que lo comparadsen, dándole por esta razón un origen humano en sus mitos y leyendas.

   Los antiguos peruanos, al decir de Zárate (Agustín de Zárate, Historia del descubrimiento y conquista del Perú, libro I, capítulo X), creían que Pachacama Pachacamac), cuando apareció por el lado del mediodía, transformó los habitantes de que estaba poblada la tierra creados anteriormente por Con, en pájaros, monos, patos, osos, leones, loros y diversas clases de pájaros que hoy viven allí, con el objeto seguramente de dar lugar a nuevos habitantes que esta deidad creó seguramente por su voluntad.

   Aunque este autor no lo diga, es de suponer que también los hubiera transformado en tigres, desde el momento en que cita a los dos felinos: el gato y el león, y además otro animal carnívoro como lo es el oso.

   Si tomamos a Garcilaso (Historia de los Incas del Perú), encontraremos, en cambio, muchos indios que se creían, a su vez, descendientes de los tigres y otros amimales, etcétera, como puede verse en el siguiente párrafo que se halla en su libro I, capítulo VIII:

   "Y ciertamente, no hay indio que no se jacte con tan poco honor, que no se diga ser descendiente de la primera cosa que se le ocurra en su fantasía, como ser, por ejemplo: de una fuente, de un río, de un lago, de la mar, de los animales más feroces, como son los leones y los tigres, etcétera". 

   En esta creencia, como puede verse fácilmente, se da a dichos animales, como a los demás, un rol de procreadores, que supone la idea de la leyenda citada por Zárate.
   Es fácil que, o Garcilaso, en su fanatismo cristiano oyera mal, o que, con los años y las nuevas doctrinas, esta leyenda hubiera comenzado a evolucionar o a dispersarse contusamente en los que la refirieron, como sucede muy frecuentemente en muchas otras.

   De cualquier modo, aquí también tenemos la metamorfosis del tigre en hombre, fácilmente reducible a la Zárate, más vieja: del hombre en tigre.

   En los valles calchaquíes de la provincia de Catamarca y aun de Salta, los tigres infunden un terror supersticioso, no tanto por su ferocidad sino porque existe la creencia de que los uturuncos, como allí se los llama, son personas transtormadas en estos carniceros, y como prueba de ello citaré los siguientes párrafos del distinguido americanista Samuel A. Lafone Quevedo, maestro en estas materias ("Londres y Catamarca", cartas a la Nación 1883-84-85, pp. 255 y 256, Imprenta y Librería de Mayo), al hablar de la fiesta del Chiqui: "Aquí me permito sugerir una razón porque el surí (avestruz) no contribuyese con su cabeza al sacrificio del Chiqui. Aquellos indios creían que tenían la facultad de tomar la forma de animales; sería por eso que respetaban al avestruz, surí o xurí, recelosos de que alguno de su gente pudiese hallarse a la sazón revestido del ave aquella.

   "Hasta el día de hoy el pueblo bajo de todos aquellos lugares cree que muchos de los tigres (urturuncos) son hombres transformados y para ellos el que los caza tiene algo de non sancto; cuando la fiera llega a marcar como dicen, a su cazador, parece que causa cierto placer a los que oyen o comentan el lance".

   Como puede verse, aquí háblase también de la metamorfosis del hombre en tigre, bien terminantemente explicada. Si abandonados la región occidental quichua-calchaquí y nos dirigimos hacia la oriental, guaraní, veremos con sorpresa campear las mismas creencias con respecto a estas curiosas metamorfosis que se producen en la superstición y en la leyenda de idéntico modo.

   Los cainguá del Alto Paraná, cuando ven algún tigre cerca de una tumba, creen que no es más que el alma del muerto que se ha reecarnado en dicho animal, y no faltan viejas que con sus gritos y  exorcismos tratan de alejarlos.

    Los guayanás de Villa Azara creen también en la metamorfosis en vidade algunas personas, y más de una vez han creído, al encontrarse con uno de esos felinos, que no era otro que mi buen amigo don Pedro de Anzoategui, antiguo vecino de allí a quien respetaban mucho y por el cual tienen un cierto terror supersticioso hasta el punto de llamarlo Tata Aujá, es decir: "el que come fuego".

   Si a esto pudiera ohservarse que no es un dato rigurosamente etnológico, puesto que quizás hubieran mediado circunstancias especiales ajenas a sus creencias, como ser sugestiones, etcétera, no hay que olvidar que los guayanás o guaraníes y que la herencia de sus supersticiones no ha hecho otra cosa que revivir en este caso, como se verá, por lo que sc refiere de las mismas más adelante.
   En la provincia dc Entre Ríos, habitada antiguamente por la nación minuana, que creo haya sido guaraní, se conserva también una leyenda que se pudo recoger sobre la reencarnación del alma de un hombre en tigre negro.

   Naturalmentc, con el transcurso del tiempo esta leyenda se ha modificado mucho, pero en el fondo de ella, se ve que es del más puro origen indio.
   "Cuentan los  viejos que sobre la costa del río Gualcguay vivía un hombre muy bueno.
    "Cierta noche fue avanzado por una partida de malhechores que sin piedad lo asesinaron para robarle.
    "Poco tiempo después, entre los pajonales del río, un enorme tigre negro salió al encuentro de uno de los malhechores que iba acompañado de otros vecinos, y dirigiéndose a él lo mató de un zarpazo, sin herir a los otros.

    "Este tigre negro, con el tiempo, concluyó por matar a todos los asesinos del finado, entresacándolos siempre de entre muchas otras personas, sin equivocarse, lo que dio lugar a que se creyera que el tigre negro no era sino la primera victima que así se transformó para vengarse de ellos. 

   Pero, la leyenda más curiosa es la del Yaguareté-abá, exactamente igual a la de los hechiceros uturuncos, citada por el señor Lafone Quevedo.
   En Misiones, Corrientes y Paraguay es fácil oír hablar de los Yaguaretés-abás, los que creen sean indios viejos,bautizados, que de noche se vuelven tigres a fin de comerse a los compañeros con quienes viven o cualesquiera otras personas. 

   La infiltración cristiana dentro de esta leyenda se nota no sólo en lo de bautizado sino también en el procedimiento que emplean para operar la metamorfosis.
   Para esto, el indio que tan malas intenciones tiene se separa de los demás, y entre la oscuridad de la noche y al abrigo de algún matorral, se empieza a revolcar de izquierda a derecha, rezando al mismo tiempo un credo al revés, mientras cambia de aspecto poco a poco.
   Para retornar a su forma primitiva hace la misma operacion en sentido contrario.
   El Yaguarcté-abá tiene el aspecto de un tigre, con la cola corta, casi rabón, y como signo distintivo presenta la frente desprovista de pelos.
   Su resistencia a la vida es muy grande y la lucha con él es peligrosa. Entre los innumerables cuentos que he oído, referire el siguiente:

  En una picada, ccrca del pueblo Yuti (República del Paraguay), hace muchos años existía un feroz Yaguarete-abá que había causado innumerables víctimas.
   No faltó un joven valeroso que resolvió concluir con él,  y después de haber hecho sus promesas y cumplido con ciertos deberes religiosos, se armó de coraje y salió en su busca. 

  Algo tarde sc encontró con el terrible animal a quien atropelló de improviso hundiéndole una cuchillada.
  El  Yaguareté-abá disparó velozmente, siguiéndole nuestro caballero matador de monstruos, por el rastro de la sangre, basta dar con él en la entrada de una gruta llena de calaveras y huesos humanos roídos.
    Allí se renovó la lucha y, puñalada tras puñalada, se debatían de un modo encarnizado, sin llevar ventaja. Ya le había dado catorce, por cuyas anchas heridas manaba abundante sangre, cuando se acordó de que sólo degollándolo podría acabar con él.
   Con bastante tral ijo consiguio separarle la cabeza del cuerpo, de conformidad con el consejo que le habían dado, y sólo entonces pudo saborear su triunfo definitivo.

   Estas dos leyendas: la de los hechiccros uturuncos de Catamarca y la del Yaguareté-abá del Paraguav, tan iguales y a tanta distancia una de la otra y creídas por gentes de tan diverso origen, hacen una vez más creer, y con razón, en la existencia de invasiones prehistóricas seguramente hacia el oeste, por el pueblo guaraní, que por lo demás casi está probado fue el introductor del sistema de enterrar en urnas funerarias en esa parte de la República, como también se ve en lo que dice Montesinos, que hordas guaraníticas (mejor dicho brasileras) invadieron la región Perú-Andina. 

  Revisando la obra de Wiener, mucho más me han llamado la atención los tres cántaros representando cabezas humanas con aspecto feroz y lo más curioso es que todas poseen caninos de tigre bien pronunciados; además, las figuras en la pan inferior del adorno colocado sobre las orejas muestra unas cabezas apenas bosquejadas, pero con boca triangular, que les da semejanza a la de los tigres. Estos accesorios felinos en la figura humana,  no habrían tenido algo que hacer con la idea de los hechiceros uturuncos?

  Esto no tendría nada de extraño si se tiene en cuenta que el culto del tigre en las provincias peruanas no escaseaba, según los dat que trae Garcilaso en la obra citada, y que son:

   "El culto del tigre se hallaba en auge en la región de la provincia de Mauta y Puerto Viejo; en este último punto no sólo adoraban a estos animales sino que no dejaban de prosternarse de rodillas cuando se encontraban con ellos y se dejaban matar miserablemente porque los creían dioses" ( libro I, capítulo IX).

   Los feroces, bárbaros y guerreros habitantes del Churcupí (libro IX, capítulo VIII) entre los anti (libro IV, capítulo XVII) también lo adoraban.

   En la isla de Puna (libro IX, capítulo IV), en Tumpiz o Tumbez (libro IX, capítulo II) en la provincia de Karanque (libro VIII, capítulo VII), y en la época de los conquistadores del inca Huayna Capac, les hacían sacrificios humanos.

   En el valle de Calchaquí no es extraño que en una época del culto del tigre ocupara un lugar importante en su religión y para afirmar esto no solo me atengo a las leyendas que aun hoy subsisten sino también a la cantidad de objetos de alfarería representado a este animal, que se exhumaron en estos valles.

  Además, en el hecho de que en una de las grutas pintadas el  grupo de Carahuasi bailamos muchas figuras representando tigres.

   Estas representaciones de tigres en las piedras, grutas y objetos de alfarería no es difícil que sean una prueba de ese culto.

   La metempsicosis del alma del hombre al tigre, y viceversa, es común entre las diversas tribus americanas.

  El señor Julio Kosbowski, "Algunos datos sobre los indios bororós" (Revista del Museo de La Plata, tomo VI, pp. 375 y siguientes) del Alto Paraguay, trae los siguientes datos sobre las supersticiones en estos indios que se refieren al tigre:

   Según él los bororós tienen una danza especial que llanan del tigre.

  Uno de ellos, adornada la cabeza con plumas de guacamayo coloradas, cubierta la cara con una máscara hecha con las hojas tiernas del cogollo de la palmera, que la oculta completamente, y tambien el cuerpo y los miembros con dichas franjas de manera que no se vea lo que cracteriza al cuerpo humano, con collares de dientes de tigre en el pecho y con cascabeles en los pies, de ciervos y pecarís, y llevando sobre las espaldas un cuero de tigre abierto como una plancha, con el pelo afuera y su interior pintado con algunas figuras geométricas, representa el alma del tigre furioso, muerto por el mismo que se le había metido adentro y cuya presencia se manifiesta por saltos y movimientos furiosos en el cuerpo del hombre, los que procura conjurar otro bororó, el médico de la aldea, secundado por algunos ancianos.
   La danza consiste en que hombres y mujeres se pongan en hilera detrás del indio, saltando con las manos levantadas y los brazos abiertos y llevados a la altura del hombro, las piernas algo encorvadas, saltando siempre de un lado al otro con el cuerpo también encorvado al son del canto en voz baja del médico, con acompañamiento de calabazas o porongos de baile.
  Estos mismos indios, cuando se preparan para la caza, empiezan por observar ciertas ceremonias que consisten principalmente en no dormir con sus mujeres cuatro días antes de salir a la caza del felino. En este intervalo comienzan por pintarse la cara con urucú y preparan sus flechas al calor del fuego para endurecer las fibras de la tacuara.
   En ninguna circunstancia les es permitido a las mujeres tocar las puntas de las flechas, pues el indio cree que con su contacto pierden su fuerza de penetración y que les traería desgracias.
    Cuando vuelven de la caza con un jaguar, tiene lugar esa noche el baile del tigre, que se diferencia del ya desripto en que las mujeres lamentan y lloran con gran excitación para conjurar y reconciliar el alma del tigre; de otro modo no lo apaciguarían, lo que causaría la muerte del cazador.

  El  jaguar está representado en el baile por el mismo indio que le ha dado muerte, haciendo el papel del tigre furioso y reclamando venganza.

   Además, el medico y otros viejos bororós tratan de conjurar el alma del animal con cantos monótonos, que producen una sensación penosa al que los escucha; al mismo tiempo que bailan formando medio círculo frente al cazador, llevando en sus manos porongos de baile que hacen sonar al terminar cada período. 

  Con pequeños descansos continúan el baile durante largas horas hasta que quedan rendidos, terminado lo creen ya reconciliada el alma y quedan tranquilos respecto del porvenir.

  Lo más curioso es que estas mismas costumbres son propias de los guaraníes del tiempo de la conquista española, como me parece haberlas hallado en los siguientes datos:

  El padre Guevara, en la primera parte del libro I, al hablar de las supersticiones de los guaraníes dice que sus hechiceros se preciaban de ser visionarios diciendo que habían visto al demonio en traje de negrillo y con apariencia y figura de tigre o león, y adelantaban que él les comunicaba arcanos ya ominosos y terribles, ya prósperos y felices.

  Más tarde describe las ceremonias de estos hechiceros con estas palabras:
   "Estos hechiceros tienen por lo común dos o tres familiares complices de sus iniquidades, terceros de sus artificios y diestros de las voces y bramidos de los animales.  Ligados con el sacramento del sigilo, no descubren la verdad, so pena de privación de oficio y de malograr el estipendio y gajes de la mesa capitular. Cuando llega el caso en que el hechicero ha de consultar al diablo, como ellos dicen, sus familiares, que hacen el oficio de sacristanes y sacerdotes, se ocultan en algún monte, en cuya ceja se percibe alguna chozuela, que hace las veces de trípode, y el oficio de locutorio.
   "Para el día prevenido se junta el pueblo pero no se le permite acercarse para que no descubra el engaño y quede conformado en su vano error y ciega presunción.
    "El hechicero, bien bebido, y alegre con los espíritus ardientes de la chicha, saltando y brincando junto a la chozuela, invoca al diablo para que venga a visitar al pueblo y revelarle los arcanos futuros. Cuando todos están en espectación aguardando la venida del demonio, resuenan por el monte los sacristanes y sacerdotes disfrazados con pieles, simulando los bramidos del tigre y voces de los animales. En este traje que el pueblo no discierne, por estar algo retirado, entran en la chozuela, y aquí del diablo y sus sacristanes.

   "Éstos, en grandes confusión y vocerío infernal, imitando siempre las expresiones de animales, empiezan a erutar profesías y sacar vaticinios sobre el asunto que desean los circunstantes.
   "De la boca de ellos pasa a la del hechicero, y éste con grandes gestos, arqueando las cejas con espantosos visajes, propala al pueblo los pronósticos y vaticinios. El pueblo vulgar, incapaz de reflexión ni examen, arrebatado de ciega persuasión, los admite como oráculos del diablo, quedando en error casi invencible, de que el diablo es quien habla al hechicero y que éste es fiel relator de sus predicaciones.

   "Este es el origen admitido entre los indios, y abrazados entre los escritores, de las operaciones diabólicas y de los fingidos hechiceros. Este es el fundamento de aquel terror pánico que tienen los indios al acercarse a la chozuela y trípode, recelando insultos feroces y despiadadas acometidas del tigre, cuyos bramidos imitan los sacristanes, sus familiares, para persuadir al vulgo que es el demonio transfigurado en infernal bestia el que les habla".
   ¿No habrá descripto en esto el buen padre Guevara alguna ceremonia parecida al baile del tigre de los boróes, que hemos tornado del trabajo de Koswlosky y que en su celo cristiano la haya interpretado según su modo de ver?

   De cualquier modo, con esta descripción de Guevara tenemos también la creencia de la metamorfosis o de una forma de metempsicosis del tigre al hombre, fácilmente también reducible a la del hombre al tigre.
   Si deseamos saber a qué época correspondió esta leyenda entre los calchaquíes, tenemos forzosamente que referirnos a muy remotos tiempos y es posible que haya sido introducida en estas regiones por hordas guaraníticas, como las que menciona Montesinos, las cuales seguramente traían sus hechiceros, como los citados por el padre Guevara y Koswlosky, que con sus ceremonias inculcaron en la mente de ese pueblo la idea de los humanos uturuncos. Tanto más, en la región central y norte de la República, existe otra leyenda que llena satisfactoriamente la laguna que hasta ahora se habrá notado en la región quichua-calchaquí y guaraní.
    Esta leyenda es un verdadero trait d’union entre ambas, pues conserva, como intermediario, algunos datos de inapreciable valor.
   Me refiero a la leyenda del tigre capiango, que me había sido referida por el distinguido poeta argentino Leopoldo Lugones, y que es común en el norte de Córdoba, en Tucumán y Santiago del Estero.
   Refiere la tradición qu dos hermanos vivían en el bosque, en un ranchito, ocupándose de las faenas propias del mismo. Por aquella época apareció en las inmediaciones un tigre cebado en carne humana, que hacía muchas víctimas, al cual no podía rnatarse pues, cuando se le disparaban tiros, erizaba los pelos y balas resbalaban sobre ellos.
    Uno de los hermanos observó con sorpresa que las apariciones del felino coincidían exactamente con las desapariciones del otro hermano y, naturalmente, esto lo puso en cuidado, resolviendo observarlo con sigilo.

   En una de las salidas, éste lo siguió y pudo ver que, llegando su hermano a cierta parte del monte, descolgaba de un árbol un gran bulto que contenía un frasco de sal y un cuero de tigre que extendía en el suelo.

   Luego, tomando tres ranos del frasco los comía y en seguida, revolcándose sobre la piel, se transformaba en terrible fiera.
   Temiendo lo desconociese, se retiró; pero, al siguiente día, se fue al monte y tomando el bulto, con el trasco y la piel, los echó al fuego para que su hermano no pudiese continuar en sus felinas andadas.

   Vuelto a la casa encontró a su hermano muy enfermo, casi agonizando, quejándosele de su acción y diciéndole que a causa de ella se moría, pero que si quería salvarlo aún, le trajese del monte un pedacito del cuero del tigre, pues ese sería su único remedio.

    Al oír esto, el hermano compadecido volvió al monte y, recogiendo el fragmento pedido, tornó presuroso a su casa, pero en cuanto se la entregó, el enfermo, echándose sobre la espalda el resto del cuero, se transformó repentinamente otra vez en tigre y, dando un salto prodigioso, se perdió en el bosque hasta ahora.

   La función que en esa metamorfosis desempeña la piel de tigre es tan importante que nos hace ver con claridad el origen puramente guaraní de la leyenda, y si no tómese el origen natural de los datos aquí recopilados y veremos que los sacerdotes guaraníes al ejercer sus prácticas con pieles de tigres sobre sus espaldas han ido dejando, al pasar por las regiones invadidas por las hordas a que han pertenecido, un recuerdo cada vez más confuso de ellas, pero que impresionando vivamente la imaginación popular de las tribus subyugadas, adquirieron una forma de creencia real en la metamorfosis posible del hombre al tigre, cuando en su origen no se trata más quc de simples ceremonias de carácter fetichista.
   Éste, como otros datos, nos prueban una vez más la invasión guaraní en la región quichua-calchaquí.
   Terminado este trabajo, se me ocurre una sospecha:  la voz quechua yaguar-sangre, ¿no tendrá algo que ver con el guaraní yaguá tigre, que se ha transformado en castellano en jaguar?
   A propósito de esto no está de más transcribir lo que  dice el señor Vicente F. López en sus Razas arianas del Perú(pág. 404, apéndice II) al hablar del Inca XCVI de la cronología Montesinos:
  XCVI- Inca Yaguar Huakkak. Se ha traducido este nombre como llorón de sangre o llora sangre; pero significa también tigre llorón o el llorón sanguinario. Para explicar la primera etimología se ha dicho que tenía una enfermedad a los ojos. 

  "Esta sería una explicación como cualquier otra, pero tiene la apariencia de haber sido hecha premeditadamente. Tenemos que observar que, en general, las razas felinas de América y sobre todo los jaguares, cuando se ven arrinconados o acosados, dejan escapar de sus ojos un líquido parecido a lágrimas: de aquí la creencia popular de que lloran hipocresía, buscando conmover al cazador, excitando una compasión que jamás sienten hacia sus víctimas. De esto viene que llaman tigres llorones (yahuar huakkak) a los grandes hipócritas que engañan para matar.

 "La historia de la captura de Pyrhuá que lleva este nombre, los llantos que derramó hasta su liberación y la venganza que ejerció con sus enemigos, me deciden a presentar esta conjetura: huakkani no significa sólo llorar, sino llorar sangre" (*)

(*) Fuente:  Juan B. Ambrosetti. "La leyenda del Yaguarté-Aba", en Supersticiones y leyendas,  Buenos Aires, Emece, pp.68-81.

 

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