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AUGUSTO RAÚL CORTAZAR

 

USOS

Y

COSTUMBRES

 

NACIMIENTO Y BAUTIZO

Los ranchos de apariencia mas humilde, en remotos lugares de valles y sierras, llanuras y montes rebosan de criaturas. Factores biológicos y espirituales impulsan a los padres a ser prolíficos, pero no faltan las razones económicas: los niños ayudan en las faenas diarias desde tierna edad y son la esperanza de apoyo en la vejez. Aunque recibidos a veces con indiferencia y criados con descuido, los hijos son esperados como un bien. La mujer sabe que si es estéril se desvalorizará en el concepto social, pues es peor considerada la "machorra" que la madre fecunda, aun cuando su unión matrimonial no fuera legítima. Las esposas que temen un fracaso acuden, tanto a novenas y promesas, como a prácticas que, bajo apariencia de terapéuticas son esencialmente mágicas: al carnear una oveja o llama fecundada, por ejemplo, buscan los fetos porque el ingerirlos "fortifica la matriz". Las vendedoras de yuyos y polvos en las ferias y mercados del Noroeste, suelen ofrecerlos salados y secos con el mismo fin. 

Cuando la esposa adquiere la certeza de que su aspiración se ha cumplido, puede permitirse el lujo de expresar sus antojos. Son deseos vehementes de saborear o poseer determinadas cosas, que el marido y parientes buscarán procurárselas, no sólo por la consideración especial que suscita una mujer en tal estado, sino para prevenir que la criatura nazca con manchas o defectos físicos que trasluzcan el antojo no satisfecho. 

El alumbramiento no es por lo común, para las madres, un suceso trascendental y conmovedor. Se acompasa mas bien con lo natural del fenómeno que el ganado y los animales domésticos muestran a diario. No es raro que la mujer que ha ido al cerro tras su rebaño o al monte a sus quehaceres tenga familia en pleno campo. Por cuarenta días llevará la madre la cabeza envuelta, pues se considera imprudencia, que puede ser mortal, el lavarse el cabello durante ese lapso. Con la llegada del hijo se produce acaso en la familia una alteración de pocos días; el niño inicia su vida en rústicas cunas, que no son comúnmente mas que simples cueros de oveja o bien cajones o canastos que suelen colgarse, o viejos ponchos plegados sobre tientos sujetos a dos fuertes estacas. Cuando reanuda la madre sus actividades normales lleva consigo a la criatura; en el Noroeste acostumbran cargada suspendida a la espalda por el rebozo, anudado sobre el pecho, y a cuyos pliegues se amolda el cuerpecito: se dice que la guagua va quepida o gualida. Cuando puede tenerse en pie pasa de la cuna a la tuncuna, hoyo o pequeño pozo tapizado con cueros y frazadas en el cual se introduce a la criatura, que fortalece allí sus piernecitas y está segura mientras la madre atiende sus ocupaciones caseras. Se le ponen al alcance de la mano trocitos de pan o de charqui con los que juega, endurece las encías y "engaña el estómago"; por momentos apoya la cabecita en el borde acolchado de la tuncuna y olvida su cautiverio en alas del sueño. 

Si el pueblo, la capilla o el misionero están cerca, se piensa pronto en el bautismo no sólo por motivos religiosos: es también sabido que guagua que muriera sin bautismo puede convertirse en el Duende o en el Pombero. A veces las madres recorren largas distancias para cumplir con el sacramento, sobre todo si el niño llora con exceso, pues atribuyen el llanto a que reclama el bautismo; a falta de sacerdote, personas autorizadas o de prestigio notorio administran "l'agüita de socorro a la guagua". En oportunidad del bautizo se establece un vínculo entre los padres y una pareja, elegida para padrinos de la criatura: es el compadrazgo, institución de gran predicamento en todo el país. Los compadres se respetan entre si, se consultan y aconsejan con cariño y consideración tan vivos, que superan el parentesco mas estrecho. En Santiago del Estero y todo el Noroeste, se llaman con las palabras quichuas que corresponden a "padrino" y "madrina": el cumpa y la cuma, en cuyo uso ponen un particular matiz afectivo. Una fiesta típica les esta consagrada: el topamiento o tincunaco de padrinos y madrinas, los dos jueves que anteceden al carnaval. Cuando las circunstancias o los posibles de las familias lo permiten, el bautismo suscita una celebración hogareña, pero no es lo  mas frecuente. En cuanto al nombre que se impone a los ahijados, está decidido de antemano por el almanaque, pues se acostumbra que corresponda al santo del día. Como en los calendarios, que pueden consultarse en el almacén o en la botica, no sólo figuran nombres del santoral, sino festividades diversas, se producen jocosos malentendidos que han pasado al anecdotario popular: personas registradas con nombres como "Fiesta Cívica", "Pentecostés", "Difunto" (nacido el 2 de noviembre), "Clera" (femenino de clero), y otros por el estilo. En Catamarca y La Rioja son famosos ciertos nombres inusitados o arcaicos como Audifacio, Doril, Cástulo, Leovino, etc. 

Correspondiendo al vínculo establecido entre compadres y comadres, el que nace entre padrinos y ahijados es tan estrecho como el de padres e hijos; estos deben a sus padrinos tanto o mas respeto y obediencia que a sus padres y, sobre todo en cuestiones morales y de conducta, los padrinos tienen la primacía del consejo y de la reprimenda. Si por fatalidad el ahijado muriera siendo angelito, la madrina preside el velorio con intervención preponderante y casi exclusiva.

NINEZ Y MOCEDAD.

La educación, considerada en su mas amplio significado, se imparte a través de la vida misma, con sentido fundamentalmente tradicional, por la palabra y el ejemplo. Los padres, hermanos, amigos, son desde luego los agentes de esta paulatina "socialización" del niño, que va impregnándose y asimilando los variados aspectos, técnicas, normas, pautas, modos de comportamiento, en una palabra, el complejo cultural del grupo humano a que pertenece. Dos órdenes de solicitaciones absorben la actividad de los niños hasta casi su adolescencia. Por una parte los trabajos con que colaboran desde muy pequeños en la economía familiar y por otra los juegos y travesuras propios de la edad. Los primeros varían naturalmente según la región, pero pueden darse como ejemplos tareas relacionadas con el pastoreo de las majadas, la búsqueda y transporte de la leña, el acarreo del agua para las necesidades diarias, los mensajes, mandados y compras menudas en el pueblo, la colaboración en las faenas paternas, ya pastoriles, ya agrícolas o de artesanía. Blanca Irurzún, en su libro Changos, nos cuenta los trabajos de los niños en los obrajes santiagueños. Las mujercitas se ejercitan desde pequeñas en hilar y tejer, manejando los rústicos telares, así como en las labores domésticas corrientes, entre las cuales sobresalen la elaboración del pan, con su pesado amasijo y la afanosa horneada en el homo de barro, accesorio habitual de las viviendas en las regiones andina y central. 

Entre las actividades de los niños, debe contarse su diaria asistencia a la escuela. Lo relacionado con la enseñanza oficial y sistematizada es por su naturaleza ajeno al folklore, pero como ocurre con frecuencia, aun en estos aspectos institucionalizados, el pueblo ha ido añadiendo tradicionalmente detalles típicos. El régimen de vida de los "escueleros", sus viajes de leguas, sus medios improvisados de transporte, su alimentación, las relaciones y conflictos entre las exigencias de la escuela y las necesidades del hogar, son aspectos que van enriqueciendo nuestro folklore infantil. La documentación para zonas diversas acrece merced a obras de esforzados maestros y maestras rurales que nos descubren pormenores dignos de conocerse, así como aspectos, por momentos conmovedores, de la intimidad afectiva que la escuela crea. Esta convivencia, que lucha con el aislamiento y la estrechez, anuda vínculos y origina costumbres interesantes, como la comida en común, los juegos colectivos, los regalos ingenuos, la solidaridad frente a la desgracia, las fiestas y celebraciones colectivas. 

En Catamarca, Salta y Jujuy, sobrevive una costumbre incaica llamada rutichico, chujcharruta, guaguarruta o chujchapelo, verdadera ceremonia de transición que se refería al primer corte del cabello del niño como signo de su entrada en el segundo periodo de la infancia. En nuestros días consiste en dejar crecer la cabellera del varón trenzándola en simbitas o atándola en amarritos, y celebrar con una fiesta el primer corte. Ese día el padrino, en presencia de la familia e invitados, inicia la tonsura, solemnizando en cada caso una donación para el ahijado, ya en dinero, ya en especie. Le siguen los concurrentes, que también regalan algo en proporción con sus posibilidades y con el grado de amistad o parentesco. Actualmente, mas que una simple costumbre general, el rutichico se ha convertido en una devoción religiosa, pues se mantiene intonsos a los niños en cumplimiento de la promesa de ofrendar a la Virgen la cabellera. Hasta que este momento llega, los muchachitos se convierten en promesados o simbudos. Como se ve, la milenaria práctica occidental de la ofrenda de la cabellera o del rizo se ha entremezclado aquí con una supervivencia incaica. 

El otro aspecto de la actividad normal de los niños mira hacia la diversión, el juego, la travesura, por lo cual excede nuestro tema. 
Considerando este periodo en su conjunto, pueden recogerse interesantes observaciones en obras de Jorge W. Abalos y Blanca Irurzún para Santiago del Estero, Gustavo G. Levene para Catamarca, Ángel María Vargas para La Rioja, Juan Carlos Dávalos para Salta, Benito Lynch y Eduardo Acevedo Díaz para La Pampa, etc.

ADOLESCENCIA.

Con la adolescencia florecen los idilios y amoríos; callados, lacónicos, por lo general. Las actividades diarias, aun en las regiones de viviendas dispersas, facilitan el encuentro y todo lo dice la mirada, el gesto, la actitud. La comprimida locuacidad se desfoga en el canto, en la música. Las serenatas, que en algunas provincias llaman gallo, son ocasión para que el enamorado se declare junto a la ventana, hacia la medianoche, con versos alusivos compuestos para la ocasión o bien con las coplas oportunas. Se usa para el caso la guitarra, y suelen intervenir varios músicos y cantores, amigos del cuitado. Las fiestas son el coronamiento de las oportunidades propicias; a veces hasta las relaciones que se intercalan en ciertos bailes, como el gato, favorecen la intencionada comunicación. Entre esas fiestas, el carnaval es, por su especial carácter, la mejor aprovechada. En el Valle Calchaquí se acostumbra llevar a la moza en ancas de la cabalgadura en las carreras, pechadas y visitas de esos días. La joven que por primera vez participa es llamada por eso chinita de ancas y se entiende que está ya en edad de merecer, que ha comenzado a chusquiar, a presumir. El compromiso se formaliza en ocasiones con el anillo de palabra, que no es liso y de oro, como en la ciudad, sino de plata o metal blanco, con dos manecitas entrelazadas, en relieve, que simbolizan el amoroso juramento. La literatura folklórica es muy pródiga en el relato de idilios campesinos, que muestran, como siempre y en todas partes, arrobos y conflictos, rivalidades y celos, engaño y devoción. Es fama que los gauchos castigaban la infidelidad o traición de la prenda cercenando las trenzas que, para escarnio, solían ostentar amarradas en la montura y aun en la cola del caballo.

FAMILIA.

Las voluntades coincidentes, sin locuaces parloteos, sin bullangas ni ceremonias, bastan a la pareja para constituir una nueva familia. Alguna vez a despecho de todas las oposiciones: es el caso de la moza juida [huida] de la casa con su galán; la realidad y la literatura proporcionan ejemplos característicos. Otras veces la unión se consolida también de hecho, pero común acuerdo y consentimiento expreso o tácito de todos. Por fin, estos matrimonios "de facto" llegan a configurar verdaderas instituciones, como el amañamiento norteño, especie de precavido "matrimonio de prueba" que antecede a la formalización hasta comprobar si los caracteres se avienen recíprocamente y, sobre todo, si el hogar es bendecido con lozana descendencia. Cumplidas estas condiciones no son recalcitrantes a la regularización, tanto civil como religiosa, de su matrimonio. Al primer aspecto llaman pintorescamente civilarse o civiliarse, vale decir, comparecer a la oficina de registro civil para la anotación correspondiente. Lo mas importante sigue siendo la consagración del sacramento católico en la iglesia. Si no lo hacen siempre de inmediato, no es por renuencia o aversión. En muchas regiones son enormes las distancias que deben recorrerse para llegar al poblado; se requiere además la coincidencia de las varias personas que intervienen, parientes, amigos y padrinos; el viaje mismo y la estada en la aldea lejana suelen ser costosos; la suspensión de las faenas, así como el alejamiento de la casa, verdaderos impedimentos en muchos casos. Renovar la indumentaria, alistar los medios de transporte (lancha, carro, caballos o lo que fuere) tampoco es, por cierto, poca cosa. Todo lo cual no impide que normalmente se cumplan las formalidades y aun se festeje el acontecimiento de modo mas o menos lúcido según las circunstancias. También aquí los padrinos tienen papel preponderante. En la puna, a la salida de la iglesia, dan a los novios, arrodillados delante de ellos, experimentados consejos sobre su futura conducta matrimonial. También en el Norte, suelen preparar para el caso una torta especial que se convida al llegar a la casa. El trayecto, por lo común nada corto, esta jalonado de estruendos de cohetes y camaretas, bromas, gritos y corridas a caballo. Lo mas pintoresco es la costumbre de tirar gallo, que consiste en que los mas entusiastas arrancan al galope y van desplumando un gallo vivo, blanco si es posible, en medio de la algazara general.
 
VIVIENDA.

Podemos suponer que la constitución de la flamante familia coincide con la inauguración de una nueva casa. Esta tendrá, según las regiones, las características que la naturaleza y los medios le imponen, pero cuanto se relaciona con su construcción es tema ajeno a este capítulo. Como costumbres relacionadas con la vivienda misma, recordaremos: sólo unas pocas, también del Noroeste, pues no tenemos datos de que existan respecto de los ranchos de las islas, montes y selvas del Litoral. La mas importante de aquellas es sin duda la flechada, especie de ceremonia propiciatoria que se realiza, seguida de fiesta, antes de ocupar la casa recién construida. Para esto se cuelgan de los tirantes del techo huevos (a falta de estos quesos pequeños), a los que se toma como blancos; se les tira con delgadas cañitas, proyectadas por arcos de ramas, armados al modo indígena. La elección de aquellos productos deja vislumbrar lo que hay de rito de fecundidad. Esta idea está latente también en la corpachada. Los convidados, especialmente los contrayentes, los padrinos y padres, se congregan alrededor de un pequeño pozo cavado en el piso de la habitación, en torno del cual se colocan las ollas con la comida preparada; con especial cuchara de madera trasiegan algunas porciones al pocito, que recibe también ofrendas de chicha, coca, alcohol, etc. Se cubre todo con una laja o piedra chata y lisa y se empareja el piso. Luego el dueño de casa, o alguien en su representación, se apoya con codos y rodillas en el suelo y formula de viva voz a Pachamama la ofrenda, rogando por la prosperidad de la nueva casa y la dicha de sus habitantes. Se inicia el torneo de la flechada y al que acierta se lo premia con jarros de bebida; las improvisadas flechas que no dieron en el blanco se incrustan en el techo de paja, de donde no hay que quitarlas, pues cumplen la mágica función de pinchar los ojos al espíritu maligno de la casa que espía para arrebatar la felicidad a sus moradores. 

En muchos ranchos de la puna se ven, coronando exteriormente sus techos, cruces y hasta recortes de latas con figuras de ángeles y otros adornos; allí se cuelgan las coronas de flores el 3 de mayo, día en que se celebra la fiesta de la Cruz (invención de la Santa Cruz). 

Como detalle curioso, puede mencionarse la costumbre de fijar en el marco o dintel de la puerta, un cuerno de vacuno: dicen que lo ponen para que, en ausencia del marido, la mujer "se porte bien". 

Con sólo la flechada no queda la casa libre de acechanzas para siempre. Hay periódicamente, durante el año, días aciagos, ciegos, o de yeta. El mas notable, en relación con la casa, es el 1° de agosto, "día, dicen, en que hay que dar de comer a la tierra". Los cuartos son sahumados con romero, alhucema, hojas de molle. Todos los muebles y objetos son sacados al patio; se barre con esmero y se amontona la basura, que es quemada en los cuatro rincones de la pieza o en las esquinas de la huerta. El humo benéfico ahuyentará del ambiente de la casa los malos espíritus. 

La dificultad de las comunicaciones, así como la inexistencia en muchos lugares de la campaña de bancos y establecimientos de crédito, indujeron a los propietarios a guardar ellos mismos sus propios caudales. Para precaverse de asaltos y robos, acostumbraban atesorar las monedas y objetos preciosos en tinajas que enterraban secretamente en lugares insospechados, de ellos sólo sabidos. Ausencias y muertes repentinas llevaban, con los dueños, los secretos. Mil leyendas y anécdotas se relatan, en todo el país, sobre estos tesoros enterrados llamados tapados o tapaos por el pueblo. Su búsqueda afanosa ha traído como consecuencia verdaderas demoliciones de viejas casas solariegas.

VIDA DOMÉSTICA.

Los usos y costumbres recordados se relacionan con la casa, considerada en su materialidad; pero es su interior, su ambiente humano, su vida hogareña y doméstica el mas rico venero en ese sentido. 

Un rasgo que se relaciona con lo que podríamos llamar aspecto psicológico o moral de este pequeño mundo doméstico, se pone de relieve en las memorias de los viajeros, en los recuerdos de los viejos criollos, en las evocaciones literarias: la hospitalidad, sencillez y sobria cortesía con que el forastero es recibido en el rancho. Así lo atestiguan, respecto del gaucho de antaño, autores extranjeros que lo trataron en el siglo XVIII, como Alejandro Malaspina, o en el XIX, como los ingleses Samuel Haigh, Francis Bond Head, Carlos Darwin y Robert Cunninghame Graham; así lo confirman los textos de nuestra literatura folklórica, de todas las regiones, hasta nuestros días. En cuanto a la vida cotidiana de la familia en la casa, sus actividades, hábitos, actitudes y modos de comportamiento diversos, que por múltiples y menudos no podríamos describir aquí en detalle, surgen de los recuerdos de aquellos y otros viajeros; de obras de documentación costum¬brista o folklórica, como las de Juan Althaparro, Nicanor Magnanini y Pedro Inchauspe para el ámbito pampeano, y de numerosas descripciones incluidas en libros literarios que, como simples ejemplos, citaremos en seguida. Siendo las referencias muy copiosas, debemos ordenar la selección en cuanto aluden a la estancia o finca, a la casa solariega de pueblos y villas, a los puestos, unidades menores de la compleja organización de los grandes establecimientos agropecuarios, y por fin a los ranchos aislados. 

Dejando de lado aspectos técnicos y de administración, podemos rastrear noticias sobre nuestro tema en las Instrucciones a los mayordomos de estancias, de Juan Manuel de Rosas y en la Instrucción del estanciero, de José Hernández; también hacia mediados de siglo, para la región meridional de Córdoba, nos cuenta su interesante experiencia Un poblador de las pampas, Richard Arthur Seymour, cuyo texto ha enriquecido con informativas notas su moderno editor, Justo P. Sáenz. La evolución de la estancia misma, y por consiguiente de sus géneros de vida y costumbres, puede seguirse, con ritmo casi novelesco, en las Memorias de un portón de estancia, en las que ha volcado su vasta experiencia Edmundo Wernicke. Tampoco debemos olvidar las varias obras que sobre la vida en estancias, puestos, chacras y cabañas pampeanas escribió otro extranjero acriollado: Godofredo Daireaux. Con maestría de novelista y autoridad de conocedor, Eduardo Acevedo Díaz ha trazado la historia de la estancia cimarrona, haciéndonos recorrer su trayectoria hasta la era contemporánea de la colonia extranjera y la chacra industriosa en Cancha Larga y Argentina te llamas. Las actividades en la casa de una estancia entrerriana y sus dependencias, al amanecer, son descriptas En los esteros de Luis Berisso. Las llamadas fincas norteñas despliegan su intimidad casera en pasajes de las obras de Rosa Bazán de Cámara y Nicandro H. Vera para La Rioja, Rosario Beltrán Núñez para Santiago del Estero, Carlos B. Quiroga y Rafael Cano para Catamarca; en Los gauchos, de Juan Carlos Dávalos, para el sur de Salta; por nuestra parte hemos evocado La vida tradicional en las viejas fincas calchaquíes. 

Las familias solían compartir su año, alternativamente, entre el establecimiento rural y la casa solariega de la ciudad; no obstante las diferencias en cuanto a necesidades, ambiente y actitud los hábitos y costumbres tenían mucho en común, pues no en balde se trataba de los mismos protagonistas. Un hálito del campo llegaba hasta las casonas provincianas y muestras de refinamiento urbano sorprendían a veces en las fincas y estancias. En los recuerdos personales, autobiográficos, hallamos la mejor documentación. Procurando, como siempre, ejemplificar con varias regiones, remitimos a libros en los cuales se encontraran datos, a veces sólo pinceladas, utilísimos cuando se quiere reconstruir el cuadro de estas costumbres hogareñas; sean, por ejemplo, Che retá, de Gerardo Pisarello (Saladas, Corrientes), Los correntinos Azcona y Las chaqueñas, de Domingo Pascual Barreto, EI terruño, de Daniel Ovejero (Jujuy), La raza sufrida, de Carlos B. Quiroga (Catamarca), Del solar riojano, de Nicolás González Iramaín, La mirada en el tiempo, de Arturo Marasso (La Rioja), De la Córdoba de ayer, de Juan F. Cafferata, EI búho de la tradición, de Carmen Guiñazu de Berrondo (San Luis), Mi tierra y mi casa, de Juan Pablo Echagüe (San Juan), con lo cual estarían representados el Litoral, el Chaco, el Norte, el Noroeste, el Centro y Cuyo. Son famosas las páginas de El payador de Leopoldo Lugones sobre la vida casera de los señores de la pampa, y el mismo autor ha demostrado, en los Poemas solariegos (por ej. El almuerzo) y en los Romances del Río Seco (por ej. La visita), que la suprema calidad poética no excluye la observación sagaz y la referencia precisa. 

Llegamos así a los puestos de las estancias, a los ranchos aislados, a la humilde casita rural, a la choza primitiva. La copiosa información compilada a través de fuentes representativas de las varias modalidades regionales harían esta noticia engorrosa y extensa. 

Solo cabe esquematizar, para que sirva como punto de refe¬rencia, el programa de un día tipo de actividad doméstica en ranchos de gran parte de la región noroéstica, respecto de la cual los datos son mas abundantes y concretos. Por ser zona montañosa el sol asoma mas bien tarde; por eso, "cuando todavía está lindo el lucero", comienza el trajín familiar. Las primeras preocupaciones se dividen entre la obtención del agua (ya simplemente del aljibe, ya de la vertiente, arroyo o río mas o menos próximos) y los afanes para avivar el fuego, celosamente conservado durante la noche bajo capas de ceniza, pues los fósforos no abundan y el combustible es escaso; "leña de vaca" se llama al estiércol seco, que se alterna con ramas, huesos, zoquetes de la planta llamada yareta en la puna y, a veces, leña propiamente dicha. Nubarrones de humo ennegrecen la cocina y provocan lágrimas en los circunstantes; por eso dejan cerca del fuego, asentados sobre piedras, los recipientes con el agua y la comida de la merienda y dedican su atención a los animales. El ganado, especialmente el lanar y caprino, es parte de su mundo familiar, fundamento de su economía, depositario de su cariño. A los corrales se dedica la inspección primera y comienza el rebaño su éxodo hacia el campo. Quienes van a ser sus pastores durante el día anticipan un almuerzo frugal, preparan el resto de la comida en alforjas o rebozos (tal es el avío) acompañados de los infaltables perros, salen en busca de los pastos en los que el cerro no es siempre pródigo. 

El desayuno puede no ser mas que un té o una agüita caliente, infusiones de hierbas, y acaso el mate tradicional. Las múltiples ocupaciones domésticas llenan con holgura la mañana: arreglo, por lo común muy sumario, de la habitación; barrido con la pichana, escoba de ramas; atención de las criaturas pequeñas; lavado de la ropa en bateas de madera o a !as orillas de los ríos; la atención del riego en los sembradíos próximos, que los ancianos por lo común toman a su cargo; la labor en el telar, instalado bajo el alero del rancho y muy frecuentemente a la intemperie; el tizado de los vellones de la lana y el hilado con ayuda de algún rústico y primitivo aparato giratorio; la engorrosa preparación del horno para el pan casero, cuyo amasijo es tarea tan pesada y esclavizadora como la de pisar el maíz en el mortero. Todos los miembros de la familia tienen asignadas sus funciones, pues los hijos, desde muy niños, si no salen con la majada, se encargan del transporte del agua y de la búsqueda de la leña, a la vez que los ancianos hilan la lana, preparan los cueros y trenzan las guascas, componen las pircas derruidas del corral o trabajan en las huertas.

El día entero se va llenando con estas y parecidas actividades, que desde luego se diversifican con las regiones y aun con las épocas del año, pues las cosechas, la fabricación de quesos y dulces, de chicha y aloja, patayes y arropes, el modelado de recipientes de barro y tantas otras tareas semejantes no se cumplen indistintamente en cualquier momento, sino que por el contrario dan tono y fisonomía a determinados periodos de la vida hogareña. Por la tarde, en las regiones cálidas, el tórrido sol o el viento insistente han convertido la siesta en una institución. Cuando el bochorno pasa, se acude al consuelo del mate o la fruta casera. Al anochecer se inicia el retorno de los campos con la majada, con las herramientas, con los aparejos, con los caballos o los bueyes trasijados en la ruda labor. 

En el fogón, o conchana como se llama en el Norte, se cocinan las viandas que exhalan apetitosos olores. El asado y la típica comida a base de maíz, trigo, harina, habas, papas, charqui, etc., congrega en su torno a la familia originando las gratas tertulias. Mientras se corta y come concienzudamente un trozo de asado o se toma el tulpo en platos de madera por ellos mismos labrados (aunque sustituidos ya por el enlozado industrial), llega el momento de contar novedades, de hacer comentarios, de dar noticias, de urdir relatos festivos o arriesgar tristes pronósticos, según sean el estado del tiempo o el pulso del mercado. Las actitudes son parsimoniosas, la voz grave y confidencial. No hay mesas ni muebles. Piedras, troncos, rústicos bancos, sirven de asiento. Las mujeres suelen acuclillarse en actitud muy típica, apretando en las corvas sus amplios pollerones. Guardan los niños y las mozas silencio. El ama de casa sirve las porciones, de la olla al plato. Sólo los mayores conversan. Alguna reprensión a las criaturas, corroborada por convincente pellizco o impaciente puntapié al perro confianzudo en demasía matizan la charla, que suele ser apagada y mortecina entre los collas, en tanto que riojanos, catamarqueños y vallistos la hacen chisporrotear con bromas y pullas. Esta función animadora no es patrimonio exclusivo de los jóvenes; nadie supera a los viejecitos que, gracias a la libertad que los mismos años les confieren, dan a sus dicharachos y ocurrencias irreprimible eficacia. 

En toda vivienda rústica, popular, la cocina, por el peculiar ambiente que genera, es un factor de sociabilidad. Esta función justifica la importancia que José Hernández le asigna en la Instrucción del estanciero. 

Llega por fin la noche, y sin mayores cambios de ropa, se acuestan las personas mayores entre frazadas y ponchos, en catres de tiento o de hierro; la gente menuda se acurruca en cueros de oveja, en los rincones, o tendida al abrigo del alero. EI clima es desde luego el factor de variedad. La fronda protectora del árbol o la ramada son, hacia el Sur, apetecido dosel en noches veraniegas. 

Variantes enérgicas pueden producirse en virtud del giro regular de las estaciones o de cambios imprevistos, como la tormenta, el vendaval, la inundación o la creciente; pero la simple lluvia pasajera, que retiene o corre a la familia bajo techo, está asociada siempre en nuestras costumbres campesinas con la improvisada reunión que debe festejarse con tortas fritas saboreadas con mate. Que valga, como muestra genérica de la escena, el cuadro que nos dejó Benito Lynch en las páginas de El inglés de los giiesos. La vida y costumbres de una posta de diligencias y carretas ha quedado ya como cuadro histórico, dada la rápida evolución del país; pero salvo las variantes determinadas por su función específica, no se diferencian mayormente de las corrientes en los ranchos de zonas marginales de la campana interior argentina. La mas notable evocación de una posta pampeana es la de Guillermo House en El último perro. 

Sobre todo después de la comida, parece oportuno entregarse a las delicias del cigarrillo pero la costumbre de fumar es tan extendida que abarca todos los estratos sociales y se practica en todas las horas del día; por eso aquí nos reduciremos a mencionar el hábito provinciano de "armar" personalmente el cigarro, ya con envoltura de papel, ya de chala de choclo, y a recordar, sobre todo, que la costumbre es común en las mujeres campesinas, especialmente en las ancianas, por ejemplo, en Corrientes, donde constituyen casi un tipo popular las viejecitas que no despegan de los labios los gruesos cigarros de hoja. Por cierto que el fumar acarrea un complejo de usos y costumbres relacionados con la manera de armar y encender el cigarro (recuérdese el yesquero tradicional), las actitudes habituales, las fórmulas de cortesía, etc. En el Norte la coca reemplaza al tabaco; en Salta y Jujuy particularmente no hay quien no lleve en la boca un bolo de hojas de coca que succiona despaciosamente a lo largo de horas y aun de días; es el acullico, que yapan de cuando en cuando agregando nuevas hojas que sacan de una bolsita tejida llamada chuspa, donde conservan también trozos de llista, pasta dura hecha de papas hervidas, machacadas con ceniza de ciertas plantas, ricas en potasa, que por esto activa la secreción salival. Es común que los collas, solos o en grupo, consagren horas enteras a coquear, lo que hacen como quien celebrara un rito, con gesto parsimonioso y actitud hierática. 

La radical transformación social y económica producida en las regiones pampeana y mesopotámica con motivo del aluvión inmigratorio y la fiebre industrial, ha dislocado las viejas costumbres; hoy, teniendo a la vista a los colonos y chacareros, se puede hablar de La pampa sin gaucho; en este documentado libro de Gastón Gori se estudia la "influencia del inmigrante en la transformación de los usos y costumbres en el campo argentino en el siglo XIX", pero muchas de las situaciones allí planteadas son de vigencia actual. Por lo demás, el mismo tema ha sido motivo de inspiración para dramaturgos, novelistas y poetas.

FAENAS Y ACTIVIDADES.

Ese mismo fenómeno general, complicado con otros factores, como la implantación de procesos técnicos en las faenas agropecuarias, el maquinismo y la activa industrialización ha repercutido con especial motivo en los regímenes tradicionales de trabajo. Las regiones pampeanas y litorales figuran siempre en primer término en esta mutación general; pero el desarrollo de poderosas industrias como las relacionadas con el vino, el azúcar, el algodón, el tabaco, la yerba mate, han originado focos de irradiación de estas novedades en el corazón de las respectivas zonas productoras como la cuyana, tucumana, chaquense, salteña y misionera, citadas como simples ejemplos entre las de carácter agrícola. 

Las costumbres vinculadas a las actividades de este tipo han sufrido desde luego pareja mutación y las mas viejas y tradicionales se retraen hoy a confines cada vez mas lejanos y aislados, donde la vida y las necesidades colectivas no han desacompasado el ritmo de antaño. 

Una de las manifestaciones mas simpáticas de las viejas costumbres es la minga, del quichua “minka”. Es la "acción de alquilar. Sistema de trabajo o cumplimiento de obligación, por sustitución, a base de acuerdo antelado: facio ut facias; un contrato por el que se paga un trabajo con otro trabajo", según el Diccionario kkechuwa-español de Jorge A. Lira. Lafone Quevedo, en su Tesoro de catamarqueñismos, interpretando el significado específico que se le da en las regiones centrales y norteñas de nuestro país, dice que consiste en hacer reunión de amigos y vecinos para sacar cualquier tarea. El sueldo es comida, bebida y jarana, y obligación de servir a su vez cuando se ofrezca. En realidad, cuando alguien envía un personero con la noticia de que habrá minga, entiende formular una invitación mas que un contrato y todos piensan en la fiesta, que no en la faena. Esta existe, desde luego, y es la base o motivo de la minga. Por lo común se trata de la siega, emparve y trilla del trigo, pero hay "mingas techeras" para refaccionar el techo del rancho (con cañas, torta de barro, manojos de paja) o para colocar el nuevo en la casa recién construida; la siembra, la tizada doméstica de grandes cantidades de lana, etc., también pueden justificar mingas. Los dueños de casa, y especialmente las mozas, esperan muy peripuestos la llegada de los con¬vidados, que suelen aproximarse en grupos, entonando cantos al son de la caja o tamboril y trayendo a veces sus herramientas de trabajo, como las hoces o hichunas. Después del ruidoso agasajo, el mismo patrón o el mas entendido de los concurrentes organiza las tareas y las distribuye. Si se trata de la siega, se divide el campo en dos grandes sectores que se confían a sendos grupos, a fin de estimularlos en el rendimiento y fomentar las bromas y dicharachos que entre si se retribuyen los alegres participantes. No dejan por eso de realizar tarea efectiva, pues es de vital importancia para el dueño de casa y a su vez condición para que todos se trasladen en día señalado a otro campo vecino a fin de tener concluida la faena en tiempo útil. Hombres y mujeres cortan las espigas y las atan en gavillas con unas "soguillas" preparadas al efecto y de cuya distribución oportuna se encarga el "soguillero". Pese a su simplicidad, es función importante, pues el tener a tiempo la soguilla acelera el trabajo. En grandes brazas o sobre una rastra de cuero van transportando las gavillas hasta el lugar donde se levantará la parva. Por falta de pericia o descuido, el soguillero suele quedarse sin cuerdas para atar los haces; esto da lugar a chacotas y persecuciones por el campo hasta que lo atrapan haciéndole "mil tropelías" y hasta manteándolo a veces con un poncho. La rivalidad manifestada durante el trabajo por los grupos se exterioriza al final con una cinchada o chiguada, que consiste en forcejear en sentido contrario ambos bandos de los extremos de un lazo o cuerda, hasta lograr que un pañuelo atado en la parte media de la soga pase cierta raya marcada en tierra. Cada uno de los intervinientes suspende algunos momentos la tarea durante la jornada, ya para servirse un mate que le convidan, ya para beber un jarro de excitante bebida o saborear una empanada. El almuerzo congrega a todos en la casa, pues precisamente la comida, con visos de banquete, es la retribución principal de los servicios prestados. El pan amasado en la casa cocinado en el horno doméstico, es manjar muy preciado; pero abundan desde luego las comidas regionales, como el asado, las empanadas, los platos preparados con maíz, los chicharrones crepitantes, etc. Las bebidas típicas son la chicha de maíz, la aloja de algarrobo, el yerbiao, especie de mate con alcohol, además de las de fabricación industrial, como el vino y la cerveza. Al caer la tarde se pone término a la jornada y todos vuelven a las casas, al son de cantos matizados de risas. Allí se ha preparado todo para el baile, con lo cual se pone digno broche a los afanes del día. Surten las bebidas su efecto y la ocasión se torna propicia tanto para la algazara y los amores como para las riñas. Los que viven en casas apartadas, que es lo mas común, pues las heredades son muy extensas y las casas distantes entre si, se quedan a dormir, armando lechos improvisados en la cocina, en los corredores, bajo la ramada, con mantas, ponchos y prendas mullidas de las monturas. Terminado todo el trabajo en uno o dos días, se dispersa la concurrencia, recibiendo a veces las mujeres, como refuerzo del pago, ciertas cantidades del grano cosechado. En seguida, o al poco tiempo, un nuevo mensajero recorre los ranchos transmitiendo la invitación para otra minga, en la que los beneficiados primeros tienen ocasión de retribuir, con su propio trabajo, la ayuda recibida. 

La iniciación de la siembra suele revestirse de solemnidad con ceremonias en las que subsisten rasgos de antiquísimos ritos propiciatorios y de fecundidad. Para confirmación, baste saber que a la fiesta misma se le llama pacha y pachacho en el valle Calchaquí, con lo cual se subraya la relación con Pachamama. En el mismo sentido, abundan diversos indicios: los bueyes son embanderados con pompones de lana y pañuelos de colores que suelen usar las mujeres, y que ellas mismas anudan en las astas; alguien que simula estar borracho o que lo esta en verdad, arroja al aire marlos en medio de gestos y gritos desacordados; hacen la corpachada, vale decir la ofrenda de comida a Pachamama; dos hombres simulan toparse con saña taurina y "carnean" luego toritos de barro o de llista llenos de agua roja de airampo, con la que se rocían los circunstantes como si fuera sangre; los que hacen de toros son luego volteados y sufren una castración simbólica. En todos estos actos se ve una constante alusión al íntimo propósito que anima la fiesta, al cabo de la cual se inicia la siembra propiamente dicha con el trazado de la primera melga o surco de circunvalación del rastrojo. Por fin, cabe advertir aun que son siempre mujeres las que marchan tras el arado "semillando" los granos y que, al finalizar cada surco, se celebra el hecho con abundantes obligos o invitaciones a beber. De las cosechas, una de las que ha dejado mas rastro en las costumbres populares de La Rioja, Catamarca, Salta y Santiago del Estero es la algarrobiada. Los cuadros que describieron Joaquín V. González en Mis Montañas y Ramón Suaiter Martínez en Catamarca mantienen su vigor. El pueblo en masa deja sus ranchos y se traslada al monte para la recolección del fruto. Los muchos días que la faena dura determina modos especiales de vida, repercutiendo desde luego en todos los aspectos de la convivencia, pues en el monte se improvisan viviendas, se duerme bajo los árboles, se trabaja y se come y aún sobra tiempo para la tertulia, la jarana y el baile. Lo que de todo aquello sobrevive concretamente hoy ha sido registrado en un documentado artículo por Julián Cáceres Freyre con respecto a zonas limítrofes entre las dos primeras provincias mencionadas. 

Las fiestas de la vendimia, la zafra, la recolección del algodón y otras semejantes se ven hoy en las ciudades, convertidas en magnas celebraciones de inspiración oficial, organizadas por los gobiernos de las respectivas provincias. No son por lo tanto manifestaciones folklóricas, pero se inspiran en los espontáneos y tradicionales festejos populares, de los que se han estilizado a este efecto los rasgos mas típicos. De la fiesta folklórica de la vendimia, y más aun, del complejo cultural que gira en torno a la recolección de la uva, con sus costumbres, técnicas, tradiciones, etc., nos ha quedado un animado cuadro en las páginas de El valle de Tulún, de Juan Rómulo Fernández (San Juan). 

Las faenas agrícolas, que predominan en extensas regiones del país, son las determinantes de las costumbres dichas, citadas entre otras como ejemplo; pero el cuadro total debe integrarse con la referencia al mundo pastoril, a las actividades ganaderas, que absorben la vida de gran parte de la población campesina: ya sea la cría y explotación del ganado bovino en las pampas, en las cuchillas litorales, en los montes chaqueños, en los valles serranos y noroésticos; ya del ganado lanar, en gran escala en el Sur y como ocupación casi familiar en las llanuras y cerros del Centro y Norte del país. Las famosas vaquerías de los siglos XVII y XVIII, aquellas legendarias expediciones al corazón del desierto misterioso, más allá de la frontera con los indios, se vinculan con el nacimiento del gaucho bonaerense. Desaparecidas con el mismo ganado cimarrón y alzado que perseguían para obtener los cueros y el sebo o para poblar nacientes estancias, fueron sucedidas por faenas mas regulares, realizadas dentro del orden de los trabajos agropecuarios. EI rodeo y la hierra (los paisanos dicen yerra) son sin duda las principales, lo cual se explica por su magnitud, pues solían realizarse en la extensión de muchas leguas; por la movilización que implican de todos los elementos de la estancia; por la actividad excepcional que suscitan; por los preparativos que promueven en cuanto a las cabalgaduras, a los instrumentos de trabajo y a las personas mismas; por la resonancia psicológica que despiertan en actores y espectadores; por su trascendencia social, desde que congregan a las gentes, las relacionan y las exaltan; en fin, por los matices estéticos que las acompañan, con el canto, la música y el baile. 

El rodeo y la marcación son, por esto, abigarrado núcleo generador de hábitos y costumbres campesinos. Su descripción es infaltable en los textos que pueden servir de fuente, desde los recuerdos de viajeros hasta las novelas, relatos y poemas contemporáneos, pasando por libros que buscan mas la documentación objetiva que la evocación artística, como el de Ventura R. Lynch en los alrededores del ‘80 Y los de Althaparro e Inchauspe en nuestros días. 

En todos los casos, el rodeo y la yerra se destacan como verdaderos torneos de valor y de fuerza, de habilidad y de elegancia. Cada tiro certero de lazo, cada pial feliz, no valen, para los espectadores experimentados, sólo por el acto en si, pues los conocedores aprecian, como en el disparo artillero que da en el blanco, la coordinación armoniosa de una serie de factores. Todo es valorado de un vistazo: la destreza del hombre, la baquía para el trabajo, el vigor, el pulso, la vista; la preparación del caballo; el estado de la hacienda; la cuidada flexibilidad del lazo; los matices, que diríamos de refinamiento, que suelen manifestarse en una notable serenidad ante el peligro, en tal intervención salvadora, y por fin, en la aptitud para hacer de ese rudo trabajo campero una expresión de arte, una incesante superación de la baquía tradicional. 

El caballo tuvo para el gaucho prototípico de antaño un valor infinito, y lo sigue teniendo para los gauchos contemporáneos, para los paisanos que en gran parte del país, desde la Patagonia a Salta y desde Mendoza a Entre Ríos ponen en la actividad ecuestre el tono de su existencia. Es el caballo medio de vida, elemento de trabajo, condición de libertad, causa de orgullo, exponente de técnica, destinatario de la artesanía mas primorosa, partícipe de soledades, motivo de inspiración… Por consiguiente la cría, la doma, el adiestramiento, el trato cotidiano y hasta la manera de mentarlo, con términos gráficos, cargados de afectividad, son a su vez generadores de costumbres, hábitos, actitudes, convenciones sociales, modos de comportamiento. Con otros muchos aspectos de la cultura que con este tema se vinculan (desde la paremiología a la equitación y desde la veterinaria al lenguaje), podría componerse un volumen demostrativo de la riqueza del folklore criollo del caballo. En este sentido recordamos, como antecedente valioso, El caballo criollo en la tradición argentina de Guillermo Alfredo Terrera. 

Dentro de esta órbita en la que incluimos el rodeo y la yerra, cuyas modalidades varían desde luego según el ambiente geográfico en que se realizan (ya el bosque tropical, ya las altas monta¬ñas), se justifica recordar la doma, las arrias de ganado y otras faenas de esta índole; pero las prácticas consuetudinarias que en torno de ellas se han generado, pertenecen mas al campo de la técnica especifica que les concierne, que al ámbito de las costumbres populares. Por otra parte, cualquiera de estos aspectos tiene en la bibliografía antecedentes nutridísimos. 

La señalada de ovejas y cabras, como suscita reuniones y fiestas, exige una referencia mas minuciosa. A medida que nos aproximamos a la región norteña, y especialmente a la puna, la faena va impregnando su carácter económico, laboral, con un hondo sentido propiciatorio, con lo que se torna ceremonia y casi rito. El parágrafo correspondiente del informativo prólogo de Juan Alfonso Carrizo a su Cancionero popular de Jujuy, complementado con las noticias de los artículos de Luisa B. Vignale de Ardissone, Fernando Márquez Miranda, Constantino del Esla y los capítulos que Julio Aramburu, Fernández de Vicente, Atahualpa Yupanqui y Daniel Ovejero le consagran en sus libros, dan perfecta idea de lo que significa para el montañés norteño. 

Las costumbres relacionadas con la caza entran mas legítimamente en el campo de la técnica, además de que por lo común significan la intervención individual del cazador y no provocan la resonancia social de lo consuetudinario colectivo y vigente. No tenemos tampoco noticia de hábitos tradicionales que la pesca haya incorporado en el vivir del pueblo criollo. Por eso en este punto las menciones se reducirán a las cacerías que exigen concurrencia numerosa y despliegue espectacular. 

Es la primera la de vicuñas y guanacos en los cerros. Viejas costumbres indígenas han subsistido hasta casi nuestros días, como la de formar una especie de enorme trampa, que los indios llamaban chacu, cercando el lugar conveniente de una quebrada con sogas de hilo rojo, ornadas con móviles vedejas de lana, que agitadas por el viento o la trepidación del hilo, asustaban a las vicuñas, incapaces, por temor, de franquear la cerca, al parecer ineficaz. Acorralados los animales, daban tiempo para que, tanto los cazadores agazapados estratégicamente, como los arreadores que se aproximaban, actuasen con boleadoras y flechas, y mas tarde con armas de fuego, cobrando las piezas a discreción. 

Para los gauchos del Sur, las boleadas de gamos y ñandúes eran, no sólo trabajo provechoso, sino medio de desfogar su vocación por la aventura cinegética. Estas cacerías convertíanse también en expediciones de tipo militar. Dionisio Schoo Lastra en su reciente libro La lanza rota, nos muestra como elocuente ejemplo las organizadas por los "Junineros", el cuerpo de milicias de Junín. En las boledas convergieron más de una vez indios y gauchos, aprovechando recíprocamente de sus recursos y su técnica. Esta práctica originó un tipo: el choiquero o cazador de avestruces, que aprovechaba sólo las plumas para la venta, la picana para asado y el buche para guayaca. Indios y gauchos procedieron en forma análoga: va la partida hacia las aguadas y praderas donde la experiencia augura buenos resultados; se avistan los animales a distancias increíbles; se disponen las fuerzas; despliéganse en línea de batalla, que comienza siendo raleada fila, luego se tuerce en media luna, se va cerrando como pinza colosal hasta que, logrado el círculo, comienza la persecución y la matanza. Cada uno lleva varios pares de boleadoras arrolladas en la cintura, que van entrando en acción a medida que el caballo, diestro y nervioso, se aproxima a su objetivo. Ya inician las boleadoras su ronda de muerte voltejeando sobre la cabeza del cazador; ya el brazo nervudo y certero las arroja; ya cae la pieza en un revoltijo desesperado de patas y tientos en medio de la polvareda de la brutal rodada; ya sofrena el jinete, salta, degüella, monta y sigue como exhalación en procura de la víctima próxima. Tiempo habrá luego para recorrer la pista de la hazaña y con pareja destreza desollar los guanacos y gamos y desplumar los ñandúes, carneando los trozos mas apetitosos para el inmediato asado suculento.

VIDA SOCIAL Y DE RELACIÓN.

En las páginas anteriores hemos mencionado, por cierto, costumbres que tienen su manifestación en la vida social, ya en cuanto a las celebraciones familiares, ya por su vinculación con las faenas; pero reservamos este parágrafo para los hábitos y usanzas que presuponen la convivencia activa de las gentes; para los que son consecuencia de la vida aldeana y de las modalidades pueblerinas; para las reuniones y fiestas ocasionales en las que sólo grupos intervienen y, por fin, para los modos de comportamiento, folkways, fórmulas de cortesía y otras expresiones equivalentes. 

El cuadro integral de las costumbres aldeanas y pueblerinas, con el esbozo de su escenario, la narración de como actúan sus pro¬tagonistas y el análisis de su acervo consuetudinario colectivo, con sus pasos de sainete y sus pintas de drama, acaso surgiera mas vívido de obras literarias que, con respecto a diversas regiones del país, ofrecen de aquel ambiente evocaciones coloridas y verídicas. 

Al recorrer las páginas de las obras usadas como fuentes, comprobamos la vastedad del tema, abundoso en minucias que por lo mismo aparecen con múltiples variantes a lo largo del tiempo y según las comarcas, por lo cual nos limitaremos mas bien a men¬cionar los aspectos que consideremos mas típicos, en su forma genérica mas que en su concreta individualidad. 

Al recorrer las páginas de los libros elegidos como fuentes, el pueblo o el caserío aparece por lo común como envuelto en una peculiar atmósfera psicológica que proyecta la atención y el interés de la colectividad en un sentido centrípeto, hacia lo propio, cotidiano y consabido; se diferencia en esto del público de las grandes ciudades cuya actitud centrífuga lo relaciona minuto por minuto con la marcha del mundo. El aldeano, en cambio, no se siente partícipe de los grandes acontecimientos del momento, si no afectan su concreto vivir. Guerras, catástrofes, descubrimientos, las modas de resonancia internacional lo tienen sin cuidado cuando por azar le llega la noticia. Son vibraciones que conmueven a su tiempo, pero el vive con cierto sentido intemporal, apegado a su tierra, con el ansia secreta de que nada altere el lento fluir de la vida tradicional. De lo exterior, sólo interesa a la comunidad lo que pueda tener una influencia concreta o presunta en su vida; por eso no es indiferente a los altibajos del mercado, a los pronósticos del tiempo, a los acontecimientos políticos de posible repercusión local; tampoco le son indiferentes las novedades ocurridas en los pueblos próximos, con los cuales no faltan nunca cuestiones de vecindad, rivalidades tradicionales. etc. Estos y otros aspectos de las relaciones intersociales se manifiestan popularmente en los sabrosos motes colectivos que los habitantes de un lugar endilgan a los de otro, quienes por cierto retribuyen la fineza; en tales motes, que constituyen lo que en el folklore francés llaman blason populaire, como en los apodos individuales, se trata de destacar satíricamente alguna peculiaridad de los vecinos.

La botica del pueblo o el café son los focos irradiantes de comentarios, chistes y noticias; cuando existe estación ferroviaria, el andén, a la hora de llegada de un tren importante, atrae a la gente joven  como lugar de paseo, a los hombres por la prodiga cosecha de rumores  del tipo antedicho, a todos como observatorio insustituible para "semblantear" a los forasteros. Se trata, en general, de la versión moderna del clima colectivo que en las postas creaba la llegada de la diligencia y las tropas de carretas. 

Las fiestas, las grandes ferias, algunos acontecimientos que recordamos en otros capítulos, suelen transmitir al conjunto una vibración que altera el ritmo apacible del vivir común. Pero relajada la tensión de tales momentos se vuelve a la apática, sosegada existencia cotidiana, solo levemente alterada por la llegada del correo o de la carga de provisiones para el almacén principal; por la presencia de padres misioneros o un velorio de angelito; por la partida o el arribo de los contingentes que buscan, durante ciertas épocas del año, trabajo mas productivo, como la zafra de la caña de azúcar o las cosechas de cereales y  algodón en las zonas productoras. 

Las visitas, según la creencia popular, se anuncian por medio de las mas variadas circunstancias: el gato que se lava la cara, la brasa que se pega en la pava, etc. Tales visitas, ya entre vecinos del mismo pueblo, entre amigos y parientes de pagos contiguos y de ranchos aislados, son el modo mas simple, mas espontáneo de sociabilidad. Los preparativos de los visitantes, máxime si son mozas y señoras, el traslado, los saludos y fórmulas de cortesía, los temas y actitudes durante la tertulia, según la edad, sexo y condición de cada uno, las pintorescas prácticas que se ponen en juego para ahuyentar a los cargosos (como aquello de "parar la escoba tras la puerta"), las despedidas, encargos y mentirijillas sociales, han dado sustancia para muchos cuadros de costumbres. 

En las aldeas son infaltables los mensajes y recados mañaneros con que las dueñas de casa reemplazan su presencia personal, encomendando la embajada a las chinitas o servidoras domésticas de corta edad, que espetan el encargo como una fórmula: "Dice la señora que cómo ha amanecido, que cómo esta de salud, que cómo están todos los de la casa. .. y que si por favor le puede mandar ... ", etcétera, pues tales recados suelen ser el consabido preámbulo de un pedido o de un obsequio, ya que con exordio equivalente ofrecen !as señoras dulces y confituras, quesos y frutas. 

Cuando el clima no lo impide, las plácidas noches son propicias ocasiones para las tertulias en la acera o en los bancos de la plaza aldeana; allí conversan los mayores, divididos por lo común en grupos de damas y caballeros, en tanto que la gente joven se entrega a las delicias de la retreta, que consiste en pasear a lo largo de una de las cuadras, mirarse expresivamente los enamorados, saludar y sonreír los mas… hasta el próximo y fatal encuentro del invariable vaivén. 

Concluido con la medianoche este desahogo protocolar, el plácido silencio que ahondan ladridos lejanos y cantos de gallos, se ve gratamente perturbado con sones de guitarra y voces varoniles: son las serenatas que suelen dar los jóvenes ante las ventanas de las niñas que festejan. Cuando la filarmónica pretensión halla eco favorable en la familia, la serenata puede concluir en reunión y acaso coronarse con baile improvisado. 

La animación de las simples tertulias se busca a veces, cuando la conversación decae y el chismorreo agotó su combustible, en los juegos de prendas y en las adivinanzas, complicadas con prólogos y epílogos que son como fórmulas cuya tradición va languideciendo en nuestra época. 
No todas las diversiones son tan apocadas y caseras. Las hay mucho más efervescentes. Los bailes populares en general, las bailantas como los llaman en Corrientes, los candombes en los que intervenían negros, intercalan su vibración y su colorido en el monótono desfile de los días. La bebida es su último e infaltable resorte, y por su causa mas de una vez la fiesta alegre termina en duelo. La invitación a beber se expresa en el Norte con el famo¬so tomo y obligo, en virtud del cual el invitado, que no puede legítimamente rehusar, debe tomar en la misma medida del ofertante y, llegado el caso, "obligar" a su vez. También es práctica muy generalizada derramar en el suelo algunas gotas antes de empinar el codo; su antiguo sentido mágico se ha desvanecido, y hoy es vagamente interpretada como una ofrenda a Pachamama o simplemente como una fórmula consuetudinaria. En el Sur, también por supervivencia indígena, subsiste algo semejante, pero referido a Gualicho, la maligna divinidad de los indios de las pampas, para propiciar al cual asperjaban con los dedos antes de beber y arrojaban hacia atrás, por sobre el hombro, una pequeña porción de comida. 

Los bailes mismos son adecuado receptáculo de formulismos y costumbres que, con fuerza de convención tradicional, reglamentan actitudes, gestos, palabras, etc., ajenos por cierto a los giros de la danza misma, pues comprenden también a los mosqueteros. Así se les llamaba en provincias a los circunstantes y mirones, con termino llegado de los "corrales" madrileños del Siglo de Oro, en los que eran así llamados los que asistían al espectáculo de pie detrás de los asientos. El que dirige la danza, arma las parejas, indica las figuras, etc., es el bastonero, quien suele ejercer esta efímera investidura con autoridad dictatorial. 

Las pulperías, que según Althaparro se diferenciaban neta¬mente de los almacenes y esquinas, aunque por lo común se mencionen como sinónimos, fueron en algún caso pantalla de vicios y gestoras de cuatrerías, pero en los tiempos heroicos de la pampa despoblada desempeñaron también, como lo reconoce Sarmiento, una importante función social y hasta civilizadora. Impulsaron el comercio, sirvieron de medio de comunicación por ser lugar de paso de carretas, diligencias y viajeros; favorecieron las reuniones, juegos y bailes; fueron foco de difusión de noticias y escenario adecuado para los cantos y payadas. Desde su mostrador solía el pulpero leer a los parroquianos los versos de Martín Fierro y el último periódico llegado; todos recordaran la escena inmortalizada en el famoso cuadro de Palliere, aunque no todos sepan que uno de los gauchos, el que sonríe picarescamente apoyándose en un "cuarto" de yerba, es Estanislao del Campo, retratado por el pintor. Hoy han variado las circunstancias, pero en gran medida los almacenes de campaña siguen siendo pulperías modernizadas. En el Norte existen las chicherías, donde naturalmente se consume chicha en primer término. Las ferias de ganado y productos regionales diversos tienen mas resonancia y extraordinaria animación, pues congregan a vendedores y compradores de muchas leguas a la redonda y aun de países limítrofes, como ocurre con la Manca fiesta de La Quiaca, la feria de Yavi y la de Sumalao, a la que Ciro Torres López ha consagrado una novela: Miñur en Sumalao. 

En las proximidades de pulperías, almacenes y mercados se suelen organizar carreras de caballos, de las llamadas cuadreras por la unidad de medida de la cancha. Pocos juegos y diversiones hay que apasionen más a nuestro pueblo; como es sabido tienen su expresión magnificada en los hipódromos urbanos, pero con modalidades locales han arraigado en todo el país; por algo Manuel Gálvez pintó el ambiente de turfs, studs y cabañas en una novela de título significativo: La pampa y su pasión. La riña de gallos es otro de los juegos difundidos en toda la extensión de la campaña argentina. Por lo demás, las referencias literarias sobre los aspectos mencio¬nados en este parágrafo son decididamente caudalosas. 
Acaso correspondiera pasar revista a los tipos populares, mal resulta evidente que sería abusivo intentar siquiera su enumeración abarcando la República entera. Sin pasar del umbral del tema, diríamos sólo que la misma palabra "tipo" ofrece serias dificultades. Desde nuestro punto de vista, distinguiríamos una acepción que apunta hacia determinada realidad antropológica, demográfica, como colla, gringo, negro o moreno; otra que alude a personas integrantes de un determinado estrato social, económico o jerárquico, como peón, capataz, patrón, mensú, chacarero, colono, puestero. La peculiar actividad y modo de vida resultante determinan "tipos": pastor, arriero y domador tigrero, lobero o choiquero entre los cazadores, etc. El lugar geográfico los configura también, pues no pueden confundirse con gentilicios denominaciones como puneño, vallisto, llanisto, islero. Por fin, la variada gama de los vendedores populares, podría completar la nómina y con ellos entraríamos en otra modalidad consuetudinaria: los pregones callejeros, que hasta hoy mantienen en provincias, y aun en la misma capital, sus ofertas, cantos y música característicos. Y hasta el grito mismo, no de los que pregonan mercancías, sino del hombre que se desahoga, constituye un hábito muy digno de mención, pues en Corrientes y Santiago, por ejemplo, estos alaridos, modulados de una u otra manera, tienen especial significación y desde luego intensa resonancia psicológica en quienes los profieren y en cuantos los oyen. 

En un panorama de las costumbres populares no pueden olvidarse las que configuran una manifestación del derecho consuetudinario. La renovación jurídica operada en el país en el último tercio del siglo pasado produjo en los habitantes de la campana, que la ignoraban o no la comprendían ni justificaban, impacto conmovedor. La triste historia del gaucho de esa época obedece en buena parte a la desarticulación de este engranaje, que como un sortilegio regula la vida colectiva, la suerte y destino de los hom¬bres con los menudos mecanismos, al parecer tan inocentes, de los textos de leyes, reglamentos y decretos. Carlos Octavio Bunge trató en un estudio de explicar el tremendo desacuerdo producido entre las normas tradicionales que el gaucho entendía válidas y la revolucionaria transformación del "nuevo derecho" del siglo XIX. Sin tanta violencia y dramatismo otros sacudimientos semejantes se producen de tiempo en tiempo, pues es fatal el desacompasado ritmo de vida del campesino iletrado y marginal y de la ciudad dirigente. La ciudad indiana, de Juan Agustín García, es fecunda en ejemplos. En las viejas prácticas, la palabra empeñada tenía la fuerza de un contrato escrito y se consideraba ofensivo cualquier documento que pudiera traslucir una duda sobre la rectitud y el pundonor del contratante. En otro extremo, el duelo no sólo se consideraba legítimo sino obligatorio para un hombre honorable en ciertas circunstancias. En nuestros días y en otros sectores jurídicos, caben todavía prácticas consuetudinarias. 

Así por ejemplo, en los Valles Calchaquíes, los padres hacen por su cuenta la división de bienes en vida, entregándolos a los herederos en forma de donación: el primer ternero del año, ponga¬mos por caso, para el hijo mayor. En adelante, respetan como propias de éste las crías de los animales donados, es decir, el multiplico. Los padres no utilizan esos animales, salvo casos afligentes o cuando el hijo mismo lo autoriza.

Otro aspecto en que hay divergencia de soluciones entre la práctica consuetudinaria y el código civil: a la sucesión del hijo casado, con descendencia, los abuelos no concurren con los nietos, pues los bienes no se reparten y pasan íntegramente a la esposa del causante cuyos hijos sólo reclaman su parte en caso de nuevo matrimonio de la madre viuda. 

Según un acta que venía renovándose desde tiempo inmemorial en la localidad de Seclantás (Valle Calchaquí de Salta), el comi¬sionado de agua es elegido por votación entre los interesados. El derecho al agua de la acequia en cuestión se reparte según sullos, unidades que se refieren al tiempo durante el cual pueden aprove¬char su caudal para riego: así por ejemplo, un sullo equivale a una noche. El comisionado elegido deberá hacer "respetar usos y costumbres de dicha acequia", en cuanto a limpias, composturas, multas, etc., y está obligado a su vez a "repartir el agua a usos y costumbres", que, según noticias, vienen practicándose desde hace mas de dos siglos. 

Juan B. Ambrosetti, en Supersticiones y leyendas, refiere las curiosas prácticas seguidas por la nueva propietaria para tomar jurídicamente posesión de un terreno ante sus arrendatarios, con revolcones sobre un poncho extendido en el suelo y proclamación del mejor derecho arrancando yuyos y piedras para arrojarlas a los cuatro rumbos. 

Subsisten hasta hoy los llamados "campos de comunidad", es decir grandes extensiones indivisas, cuyos copropietarios representan su derecho en especies de "acciones" transferibles, no sólo a sus herederos legítimos, sino a terceras personas que las adquieren. Cada accionero puede usufructuar del campo, pero sólo en el sentido de hacer pastar en el sus animales y utilizar sus aguadas. En teoría, la cantidad de ganado debe estar en proporción con el de las acciones, pero en la práctica no hay limitación, con lo que se originan conflictos, no obstante lo cual nadie ha intentado la divi¬sión de la propiedad y la adjudicación de partes determinadas a sus respectivos propietarios. 

La interesantísima práctica de la trashumancia, tiene mas relación con la economía y la explotación agropecuaria, pero origina a su vez modos de vida y por lo tanto costumbres. El asunto es muy denso y complejo y no corresponde ser tratado aquí. Sólo diremos que, en los Valles Calchaquíes, por ejemplo, las familias pastoras tienen, además de su vivienda habitual, otra muy sumaria en desiertos campos próximos a la cumbre de los cerros, donde en ciertas épocas del año se encuentran pastos excelentes. En este "puesto del alto" al que llaman curiosa mente "la estancia", dejan utensilios, ollas, etc., de difícil transporte, y, cuando llega el momento, algunos miembros de la familia se trasladan con los animales llevando para si solo la mantención, compuesta de un poco de maíz, habas, charqui, coca, etc. Allí se instalan durante meses, en condiciones sumamente precarias, dedicándose al cuidado del rebaño, fabricación de quesos, etc.

COSTUMBRES FUNERARIAS.

En este caso distinguiremos, por simple comodidad de exposición, aquellas que, muy extendidas en otro tiempo en el país entero, se van retrayendo alas regiones mas apartadas, de otras muy típicas y casi desconocidas (pues algunas se cumplen subrepticia y medrosamente) subsistentes en la extensa región noroéstica argentina, dentro de cuyo ámbito incluimos para el caso a Santiago del Estero. 

El llamado velorio del angelito es el que se origina en la muerte de una criatura; por tratarse de un inocente se cree que su alma ascenderá al Cielo y por eso el dolor de la muerte se atempera con manifestaciones de dicha por ese destino sobrenatural. Fue común en el Buenos Aires de la época hispana y hay testimonios de su amplia dispersión por gran parte del territorio argentino durante los siglos XVIII y XIX. La vigencia de su práctica se va circunscribiendo al Noroeste. Advertida la gravedad fatal de la criatura o producido su deceso los padres hacen llamar a la madrina, que desde ese momento preside todas las actividades y ceremonias. El pequeño cadáver debe llevar ciertos accesorios y adornos simbólicos: algunos se relacionan con, el trance por el que va a pasar el alma, como las alitas y ojotas de papel, "para que llegue al Cielo" y "no se espine en el camino"; otros se refieren a los padres, deudos y especialmente a la madrina, como los cordones con varios nudos, para ayudar, llegado el caso, a esas almas en la ascensión, la campanita de papel para guiarlas en la marcha, etc. Se prepara el velorio, se adorna el cajón de madera blanca con flores naturales, se recortan coronas de papel, y res¬petando mil detalles mas sobre la posición de los brazos, el número de velas, etc., que suelen variar según los lugares, se avisa a los parientes y amigos. Durante la reunión se bebe y se canta, acompañando con los sones de la caja o de la guitarra coplas y décimas alusivas. Todos dan el pésame a los padres y a la madrina, mezclando las frases contritas con felicitaciones por contar desde entonces con un "angelito" en la corte celestial. Esto explica por que, aun tratándose de un velorio, el ambiente no aparezca al final contristado y lloroso, sino imbuido de una cierta exaltación que contribuyen a avivar los frecuentes brindis.

El cortejo suele estar integrado por niños, algunos de los cuales llevan el cajón y otros se turnan en el campanario de la capilla o iglesita local, doblando "a muerto" mientras dura el sepelio. Alfredo Ebelot vio velorios de angelito en la pampa, durante la segunda mitad del siglo pasado, y describe ambientes mas animados aun. Se dice que, concluido el velorio en un rancho, el angelito era solicitado por otros vecinos para poder continuar por más días la celebración, que poco a poco perdía todo aspecto fúnebre para adquirir tintes dionisíacos. 

En los velorios de aldeas y pueblos se suelen encontrar mujeres de rostros compungidos y negra vestidura, que presiden y dirigen los rezos consabidos; además de práctica devota, suele ser un oficio, pues las rezadoras se contratan para realizar esta tarea. Para algunos no basta esta demostración de fe y es necesario agregar el tono patético del llanto, mas eficaz en cuanto mas intenso y sonoro. También para esto solía haber especialistas: eran las lloronas, personajes y prácticas que tienden hoy a desaparecer. La oración fervorosa de los mas íntimos se hace presente no sólo el día del velorio; se prolonga por lo común durante las nueve noches sucesivas y constituyen las difundidas novenas. Además de estas costumbres que, si no vigentes en todas partes, son por lo menos conocidas en extensos sectores del país, existen otras, menos extendidas geográficamente y que corresponden a la región noroéstica y en especial a las montañas y punas de Jujuy y de Salta. Una de ellas se relaciona con !as novenas que acabamos de mencionar. La variante consiste en que, durante esas nueve noches, se figura un bulto humano con la misma ropa del muerto, se lo alumbra como en los velorios, se reza en torno de el y por fin, cumplido el novenario, se realiza el lavatario de la ropa. Se distribuyen las prendas, incluida la montura y hasta el catre, pero no por precaución higiénica, sino con íntimo sentido lustral, de purificación mágica por el agua. Van hasta el próximo río o arroyo, donde, antes de proceder al lavado, suelen arrojar ollas de comida, en ceremonia de sentido impetratorio, implorando paz para el alma del muerto y prosperidad para los vivos. 

Mas extraña es todavía la práctica del sacrificio del perro negro. Excavada una zanjita que guarde proporción con las dimensiones del animal, se lo ahorca y se lo acomoda luego como si estuviera sostenido por sus patas se pone sobre el lomo alforjitas con alimentos y se lo entierra con recomendaciones de que sirva a su dueño en el difícil camino que ha emprendido. A veces este sacrificio se realiza junto con las ofrendas, caso en el cual parte de estas constituyen el avío de las alforjitas. Otras, estas últimas se completan con un simulacro de montura, pues creen que con tal equipo el alma podrá pasar con menor riesgo el misterioso "río" al que aluden las creencias de ultratumba. 

Así como en la ciudad los asistentes a un velorio se reúnen apartados para charlar y beber café y licores, así en el Norte se forman grupos para practicar las tabeadas por rezos; esto no siempre significa el juego de la taba propiamente dicho el conocido astrágalo puede usarse a modo de dado o de cualquier otra manera convencional. La que sería la "prenda" consiste en rezar un cierto número de veces determinada oración: padrenuestro, avemaría, etc.; quien pierde en cada "tabeada" debe abandonar la rueda, entrar en la habitación del velatorio y cumplir su pena, o bien dirigir el coro del rosario, por ejemplo, rezado por los demás. Costumbre semejante se conserva durante la noche del día de Todos los Santos (1° de noviembre) mientras se velan las ofrendas. 

La mas impresionante de estas prácticas funerarias es la que podemos  llamar la ahorcadura de los muertos. Esta aparente incongruencia se explica teniendo en cuenta que se origina en el conocido despenamiento del enfermo grave, que tan bien estudio Armando Vivante en su libro Muerte, magia y religión en el folklore. Puede explicarse aquella práctica como una verdadera eutanasia, vale decir un acto piadoso por el cual se evita al agonizante los padecimientos anticipando, con un golpe certero que le quiebra el espinazo, el irremediable fin; puede tener también un sentido mágico, cuando se busca evitar que el mal salga del cuerpo con el último suspiro y dañe a los sobrevivientes transmitiéndoles su propio mal y arrastrándolos al mundo de las tinieblas. De allí que se explique la expresión "ahorcadura de los muertos", pues el anudar fuertemente un cordel o pañuelo en el cuello del cadáver, cuando acaba de producirse el deceso, no se inspira ya, desde luego, en un propósito eutanásico, sino profiláctico, explicable si se lo concibe como una consecuencia de la concepción animista del mundo. Según esa mentalidad, se cree que el alma abandona el cuerpo sentenciado antes de que se produzca lo que nosotros llamamos muerte fisiológica y por lo tanto, para evitar los temibles efectos del espíritu desprendido de su envoltura carnal, es menester intervenir con anticipación, apenas la agonía se insinúa. Por otra parte, no puede olvidarse que se trata de una supervivencia de culturas indígenas prehispánicas, y esto en el pueblo de aquellas regiones tiene incontrastable influencia. En nuestros museos existen momias que conservan todavía el cordón ceñido a la garganta, lo cual confirmaría la existencia secular de esta costumbre desde las épocas precolombinas. Reprimida y castigada en su doble aspecto penal y religioso, se ha extinguido aparentemente, pero en realidad existe subrepticia y oculta. 

Por fin, muchas costumbres funerarias se entremezclan con las principales ya dichas; por ejemplo, la de tejer con hilos determinados, por su clase y color, la tela que ha de servir de mortaja; suele usarse un género de lana, tejido en los telares lugareños, de color agrisado, que se llama barchila; de allí que este nombre haya pasado a designar a la Muerte misma, personalizada, a la que se llama habitualmente en Jujuy La Barchila. Suele amortajarse el cadáver en formas determinadas, con uso, por ejemplo, de caperuzas y bordones impregnados de significación simbólica. En otras partes se acostumbra usar para el caso las mejores prendas del finado, pero con algunas precauciones: hay que poner el calzado (botas, ojotas o lo que fuera) cambiándolo de pie (el derecho en el izquierdo y viceversa) “para que no pueda caminar y no vuelva", y, sobre todo, cuidar que en el cajón no vaya nada de metal: botones, hebillas, etc. Esta creencia es tan arraigada en los Valles Calchaquíes de Salta, que se da el caso de extraer muelas y dientes de oro antes del entierro. Los que forman el cortejo se llaman "dolientes" y deben echar puñados de tierra en cruz, sobre la tumba, antes de que el cajón sea sepultado. En las regiones donde falta en absoluto la madera adecuada, no puede hablarse estrictamente de "cajón"; se trata mas bien de una especie de envoltorio fúnebre, hecho con la misma mortaja, que es tela basta y gruesa, o, como ocurrió tantas veces en la pampa, con cuero vacuno o yeguarizo con el que se preparaba un enorme y curiosa retobo.

CULTO DE LOS MUERTOS Y MUNDO SOBRENATURAL.

Producida la muerte, preocupa también el destino del alma. Por eso, al "cabo de año" se renuevan las novenas, se encienden velas y se realizan algunas de las ceremonias propias de los velorios. Puede ocurrir que el espíritu no este gozando de la bienaventuranza del paraíso, sino que se halle en el purgatorio, de donde es conveniente ayudarlo a salir. Tal es la creencia que origina la costumbre de la sacada de almas, que también Armando Vivante ha estudiado en Muerte, magia y religión en el folklore. Como complemento de las ofrendas, el 2 de noviembre se elige un árbol frondoso y de sus ramas se cuelga un columpio de cuerdas. Sentada en el una mujer, se le imprime un violento balanceo a fin de que ella pueda alcanzar altas ramas y arrancar algunas hojas en el momento culminante del envión. Tantas como desgaje serán las almas liberadas del purgatorio. Este propósito se va perturbando con frecuencia por accidentes, jolgorios y libaciones que acaban por desnaturalizar la piadosa intención inicial. 

Con el término ofrendas, que deja sobrentender la frase "ofrendas para las almas", se designan las ceremonias con que se conmemoran el día de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos (1 Y 2 de noviembre). Tanto la denominación como la costumbre misma estuvieron antaño muy extendidas, incluso en las ciudades, pero hoy se van retrayendo al centro y Norte del país. En Catamarca y Tucumán se oye también decir cena o comida de las almas, ofrendas de las guaguas, etc. EI llamado "día de los muertos" es recordado unánimemente entre nosotros, en especial con visitas a los cementerios llevando flores, concurriendo a oficios religiosos, etc., pero en aquellas regiones se conservan prácticas curiosas en las que, junto a piadosas tradiciones hispánicas, heredadas de los tiempos coloniales, se advierten rastros de supervivencias autóctonas. Dentro de la extensa área de dispersión de esta costumbre, caben variantes que vamos a seleccionar ordenándolas en una sola exposición sistemática. 
Las ofrendas son preparadas por las familias que tienen "alma fresca", vale decir, que han perdido un deudo en el curso del año, pero siempre que el fallecimiento no se haya producido en los días inmediatamente anteriores, pues en tal caso la celebración se transfiere al año siguiente, desde que el alma no hubiera tenido tiempo de rendir ante Dios cuenta de su vida terrena y volver para participar del banquete. 

En algunas regiones esta comida ceremonial se prolonga en el cementerio, junto a la tumba del deudo mas reciente. En el Litoral, Corrientes por ejemplo, se cuelgan rosquillas, chipaés, frutas y otros alimentos en las cruces que señalan, a la vera de los caminos, el lugar donde alguien ha muerto accidentalmente (aunque no esté allí enterrado). Si la necesidad apremia al viandante, es lícito tomarlos para sustento, pero siempre que se recen, a cambio, algunas oraciones por el alma del difunto

Llegada la ocasión sacrifican corderos, chivitos y gallinas, para lo cual las señoras se visten a veces de luto. Se eligen los platos predilectos del finado, sin que falten los preparados con maíz, el asado, las empanadas y tortas, los dulces; también se modelan figuras diversas, ya con masa, ya con tiras secas de durazno: a estas últimas, grotescamente antropomorfas, llaman "guaguas de orejón" [“guagua”= criatura]. La mesa es preparada esmerada¬mente. Se adorna con flores y se ponen tantos platos y velas como almas que se rememoran. No debe faltar un vaso con agua (bendita cuando se tiene), y, en las viandas, unas cañitas de paja para que las almas "prueben el zumito"; todo se cubre con un trapo negro al que llaman "luto". La habitación queda entonces vacía y la puerta cubierta con una colcha. Esa noche del 1° de noviembre se destina a esperar la visita de las almas y a celebrar su velorio. La mayor parte del tiempo se ocupa en rezos, pero no faltan disimuladas libaciones y pitadas a cigarros de "chala". En algunas regiones norteñas se organizan "tabeadas por rezos": sentados en rueda tiran la taba y cuando cae del lado de la suerte cerca de uno de los circunstantes, este debe levantarse y rezar lo que se haya convenido (tres avemarías, por ejemplo); en ocasiones esa persona dirige el rezo y los demás corean. En la puna jujeña suelen abandonar, por esa noche, la casa donde hay ofrendas. Si se trata de una aldea y varias familias han "armado ofrendas", las casas son visitadas durante la noche; es la que llaman "almiar". A la mañana siguiente, cerca de mediodía, se hace la solemne entrada en la habitación para observar, en primer término, si las almas han consumido las ofrendas. Cuando en torno de las velas vuelan "pilpintos" (maripositas semejantes a polillas) es la mejor seña de que las ánimas han concurrido. Se hace luego el reparto de la comida entre los concurrentes, en partes iguales si es posible, a lo que sigue el banquete, variado como nunca y abundante en bebidas. Mas no debe consumirse todo: algunas porciones son separadas con distinto destino según las zonas, pero con un evidente propósito común; así, algunos las queman, otros las entierran en la conchana, que es el rústico fogón del rancho; en otras partes lo hacen en lugares algo retirados de la casa para "dar de comer a la tierra", manera encubierta de ofrecer una ofrenda a Pachamama. La idea latente de la muerte asocia las ofrendas domésticas con prácticas que se cumplen en el cementerio lugareño y que consisten en trasladarse allí con parte de la comida, para concluir el banquete fúnebre junto a la tumba o bien en depositar simplemente a su lado pucos o fuentecillas de barro con discretas porciones. 

Por fin, agotada la comida y por lo tanto la celebración, algunos de los concurrentes salen en grupos entonando coplas adecuadas con acompañamiento de caja [tamboril]: es lo que se llama despachar el alma, a fin de que tome contenta a su morada de ultratumba y no quede en la tierra perturbando a los vivos.

Por razones de espacio ha sido imposible publicar la nómina, bibliográficamente completa, de los libros citados en el texto y de otros, tanto literarios como técnicos, que podrían recordarse sabre el tema para las diferentes regiones del país, y aun teniendo en cuenta que este trabajo fue escrito cinco años atrás. 

Como simple contribución, se citan algunas obras, antiguas y modernas no mencionadas en el texto expresamente, que pueden utilizarse como fuente de consulta, por su carácter mas general y par las referencias bibliográficas que la mayoría de ellas ofrecen.

• ARETZ, ISABEL: Costumbres tradicionales argentinas. Buenos Aires. Raigal. 1954.
•  CARRIZO, JUAN ALFONSO: Historia del Folklore argentino. Buenos Aires, Instituto Nacional de la Tradición, 1953.
• Prólogos a las Cancioneros populares de Catamarca (1926), Salta (1933), Tucumán (1937) y especialmente los estudios preliminares y nota,' de los de Jujuy (1935) y La Rioja (1942). 
• COLUCCIO, FÉLIX: Diccionario folklórico argentino. 2 ed. Buenos Aires, El Ateneo, 1950.
• Fiestas y costumbres de América. Buenos Aires, Poseidón, 1954.
• CORTAZAR, AUGUSTO RAUL: Guía bibliográfica del folklore argentillo. Buenos Aires, Instituto de literatura argentina de la Facultad de Filosofía y Letras, 1942.
• DAIREAUX, EMILE: Vida y costumbres en el Plata. Buenos Aires-Paris, Lajouane. 1888.
• Diccionario Histórico argentino. (Dirig. R. Piccirilli, F. 1. Romay y 1. Gianello). 2° ed. Buenos Aires, Losada 
• DI LULLO, ORESTES: El  folklore. De Santiago del Estero. Tucumán, Universidad Nacional, 1943
•  Folklore y tradición. Antología argentina. Selec. y notas de Julio Díaz Usandivaras y Julio Carlos Díaz Usandivaras. Buenos Aires, Nativa, 1953.
• INCHAUSPE, PEDRO: Voces y costumbres del campo argentino. Buenos Aires, Rueda, 1942
•  Mas Voces y costumbres del campo argentino Santa Fe, Colmegna. 1953. 
•  La tradición y el gaucho. Buenos Aires, Kraft. 1956. [Ensayo y antología).
•  QUESADA. VICENTE GREGORIO: Memorias de un viejo. Escenas de costumbres de la República Argentina. Buenos Aires, Solar. 1942.
• RAPELA, ENRIQUE: Vocabulario, tipos y costumbres del campo argentino. Dibujos y relatos. Buenos Aires, 1945. 
• SANTILLAN, DIEGO A. DE: Gran enciclopedia argentina. Buenos Aires, Ediar, 1958.
• TORRE REVELLO, José: Fiestas y costumbres. (En: Academia Nacional de la Historia. Historia de la Nación Argentina,  Bs. Aires. 1938). 
• VILLAFUERTE, CARLOS: Voces y Costumbres de Catamarca. Buenos Aires, Academia Argentina de Letras. 1954.
• ZEBALLOS. ESTANISLAO: Descripción amena de la República Argentina. Buenos Aires, Peuser. 1881.

 

Fuente: http://www.lariojacultural.com.ar/Nota.asp?id=393

Agradecemos la generosidad de Fernando Justo de la Rioja

 
               

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