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Personajes de la Salta de antes...

¡Ése es él: “El Pata i Palo”!

Por Andrés Mendieta

na vez más me dispongo, para escribir esta nota, transportarme hasta el fondo del arca de los recuerdos para extraer cualquier apunte vinculado a algún personaje de la Salta de antes. La tarea no resultó tan fácil como lo había pensado. Mi intención era presentar a un protagonista que fuera conocido por los que entre nuestros cabellos aparezcan algunos o muchos hilos de color plata y, a buen entendedor la cabellera llena de canas.

La cuestión estaba resuelta a medias. Hasta que surgió un hombre a quien no se le conocía por el nombre, menos aún por el apellido ni de su procedencia. Para identificarlo se lo dominaba por su apelativo: El Pata i Palo. Los chicos en aquel entonces al sólo verlo cruzaban de camino y lo observaban de reojo. En su cotidiano andar, por calle Juan Martín Leguizamón -entre Sarmiento y Adolfo Güemes-, casi pegado a las paredes del viejo Hospital del Milagro, despabilaba a vecinos especialmente a la hora de la siesta con el sonido rítmico de la pata de palo.

“El Pata i Palo” nunca llegó a ser un pirata malo, gancho en una mano y parche en el ojo, como así tampoco una estrella de películas de terror. Sólo era un varón castigado por una desgracia producida en las inmediaciones del Ferrocarril Belgrano.

Su mirada era tristona y de una infeliz sonrisa que solo mostraba su encías por la falta de dientes.

En una de esas tardes que ambulaba por las inmediaciones del ferrocarril se encontró con unos ocasionales amigos quienes lo invitaron a tomar algunos jarros de vino tinto. En plena helada del frío invierno y entre trago y trago para “calentar el cuerpo” quedó dormido sobre la línea férrea hasta que pasó un tren y le cercenó la pierna izquierda a la altura de la rótula.

Inmediatamente fue trasladado en un coche de plaza hasta el Hospital del Milagro donde le amputaron parte de la pierna mutilada por las ruedas del convoy. Lo dejaron internado y, según se dice, por primera vez conoció lo que era dormir en una cama con sábanas y frazadas. Quizás le habrá parecido un sueño que señoritas vistiendo delantal blanco le llevaran el desayuno hasta su lecho consistente en una taza te, tostadas y hasta mermelada; después el almuerzo; nuevamente el te a media tarde y la comida. Que le dieran de comer en la boca y unas manos generosamente le pasaran por su cabeza con un “hasta mañana abuelo, cualquier cosa nos llama”.

¡Cuánta generosidad de aquellos vestidos de blanco que diariamente se ocuparan de higienizarlo y hasta llegar a afeitarlo cada dos a tres días! También, cuando tenían un rato libre le hacían descubrir el significado de aquellos rasgos impresos en diarios o revistas: las letras. Y a esos signos volcarlos sobre un papel formando palabras.

Las enfermeras como los médicos le prodigaban continuamente manifestaciones de afecto; cariño que quizás nunca lo recibió este desdichado menesteroso.

Le enseñaron a caminar protegido con muletas y cuando ya se movía con absoluta seguridad fue dado de alta. Al recibir la noticia que debía abandonar el nosocomio pesadas lágrimas cursaron su anguloso rostro. Sabía que debía afrontar una nueva vida plagada de miseria ya que estaba impedido de trabajar y de ganarse el sustento por sus propios medios.

Se perdió por un breve tiempo y volvió para agradecerle al personal de todo el amor recibido. Para sorpresa el muñón de su pierna izquierda se afirmaba sobre una prótesis de madera que, según sus dichos, había sido construida con sus propias manos.

Desde aquel día fijó sus reales sobre la calle Leguizamón y dormía en el umbral de la puerta que daba a la morgue del hospital. Allí esperaba los rayos del sol, la lluvia, el viento y cualquier otro fenómeno climatológico. Su anguloso rostro se cubría con una espesa y sucia barba, bajo un rústico sombrero de cuero. No hablaba con nadie y cuando alguna mano generosa le alcanzaba unas monedas correspondía con una sonrisa.

Tenía un especial desprecio por la higiene y en su pesado caminar era acompañado por una nube de moscas. Se alimentaba de la comida que le pasaban desde el hospital, hasta que cierto día los harapos con que vestía no llegaron a preservar ni el frío ni la lluvia.

Nuevamente regresó para ser internado en su querido hospital del Milagro pero esta vez peleando entre la vida y la muerte, imponiéndose ésta última al hacerle paralizar su corazón cubierto en sábanas blancas y frazadas.

Hubo llantos entre el personal del nosocomio porque aquel volvía a encontrarse sólo pero esta vez adentro de un cajón de frágil madera y tapado de tierra en una fosa común.

Esta es la historia de un personaje de la Salta de antes conocido por “El Pata y Palo”.

 

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