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Músicos
Miguel Saravia

Por Gregorio Caro Figueroa

 

Como el río que pasa y no vuelve/como el camino que lejos se pierde/ así mi vida se ha de perder/ Ay mi Salta querida/ ya nunca más te voy a volver a ver”. El joven de diecinueve años, que acababa de decir adiós a la “colimba” (la “mili”), tomó aliento y sacó coraje para llenar -cantando- el paréntesis de aquel ensayo de “Los Chalchaleros” en el último piso de un hotel de la calle Uruguay. Cuando terminó los primeros versos confesó: “No tengo más. Es todo lo que hice”.


Miguel Saravia


Era suficiente. Ernesto Cabeza había palpado debajo de ese bosquejo una buena madera. Miguel Saravia quedaba emplazado a dar acabada forma a su primer tema, gestado en los meses que siguieron a su traslado de Salta a Buenos Aires. Componer “Tierra Salteña” le daba un bálsamo para mitigar las secuelas de ese desgarrón del alma que le significó dejar la tierra que olía, acariciaba y recorría hasta en sus entrañas.


El esbozo se decantó. “Los Chalchaleros” lo levantaron hasta las alturas del éxito resonante. La criatura había nacido agigantada. La crítica saludó al padre del tema que revitalizaba el folclor salteño y le auguraba una continuidad renovada. Leda Valladares dijo: “A Saravia hay que exigirle mucho”.

A los años, él cree que ha sido y es exigente consigo mismo. La fama le llegaba así, de golpe. Le tomó el peso a este ascenso cuando comenzó a retirar de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores “una cantidad infernal de plata que a los diecinueve años lo hacen a uno tan peligroso como mono con revólver”, nos dice.

Entre 1962 y 1964 Miguel Saravia abrió y cerró una etapa en su carrera. De esos tres años iniciales son aciertos como “A tu ausencia” (“El viento quiso traerte hasta la noche enamorada...”); “La Cerrilleña” (Vuelvo otra vez a verte/ después de una larga ausencia...,”) o “Bagualero soy”. No sólo el respaldo de "Los Chalchaleros” se coaligó en esta irrupción suya en la escena nacional.

También el “Grupo Vocal Argentino” del Chango Farías Gómez avaló este bautizo. Sin embargo, Saravia no se dejó seducir por los encantos de esa diosa que pronto comienza a pedir en compensación una serie de concesiones que no estaba dispuesto a dar. “Hasta allí permanecí fiel a los orígenes. Puro, sin influencias”, explica.


El rock, la bossa-nova


Miguel, recuerdo que por el año 1959 andabas con la guitarra animando las ruedas que se formaban en la salida del Colegio Nacional. Creo que tocabas “rock”. Seguramente animarías los “asaltos” donde se bailaba Elvis Presley, Paul Anka o Neil Sedaka con chicas peinadas a lo Violeta Rivas.

Si, admite, “a los quince y a los dicisiete años me subí como todos los de mi edad a esa ola, a ese furor del rock. Me sentí atrapado por su musicalidad. Luego entendí que había en él un fresco aire de libertad que le venía del jazz. De esa época lamento no haber tenido de profesor al Cuchi Leguizamón. Yo lo veía en el colegio pero no me acerqué a él. Si lo hubiera hecho habría descubierto antes la música. El Cuchi es uno de los mejores músicos del país y que no ha tenido todavía el reconocimiento que se merece. Él y Dino Saluzzi son los grandes que Salta y el país debe reconocer en lo que valen”.

En 1965 se produjo un viraje. Un cambio que no parece inducido por el imán exterior de una moda. Su sensibilidad sintoniza con el jazz y la bossa-nova, “Descubro algo que estaba en mí. Se dio así, no lo busqué. El gran hallazgo lo hago con Joao Gilberto, que me impactó muchísimo. Esto no fue bien visto por algunos que me comenzaron a considerar como un desertor, como alguien que deformaba el folklore. Yo me sentía fiel a las raíces pero pensaba que no se podía embalsamar el follkore, transformarlo en una cáscara superficialmente atractiva para el espectáculo, para el consumo. Yo me propuse enriquecer, sin desvirtuar, adaptarme al mundo que vivía, a permanecer pero desde el cambio

Comunicación y susurros


Se reconoce nostálgico, por naturaleza. Se reconoce melancólico pero no triste, solitario más no misántropo. En 1834, en su “Memoria Descriptiva de Tucumán”, Juan Bautista Alberdi anotó que "la melancolía era uno de los rasgos más fuertes de los rudos cantos de los habitantes del Noroeste del país, y destinado a convertirse en un componente de una estética nacional".

Desde su primer tema, “Tierra Salteña”, pasando por su poema “Imagen de mí mismo”, hasta llegar a su reciente larga duración: “Saudades”, se advierte ese hilo sensible y tenso de una nostalgia no contemplativa ni estática. “Los sesenta fueron años ideales pero no podemos volver a ellos. Este es otro tiempo pero sería positivo que recuperásemos las posibilidades que había en esos años”.

Los paisajes de Cerrillos, Campo Quijano, Chicoana y La Merced ejercen una atracción superior a otros. Parece que aún toca, huele, trajina, disfruta de esos veranos con tormentas, cabalgatas y serenatas. “Pero no quedé ciego frente a ese otro paisaje con el que convivo hace casi treinta años. Si se lo mira superficialmente este paisaje es frío, inexpresivo, casi prosaico. Pero con el tiempo descubrí que encierra mucha poesía. Hay que saber mirar detrás de las fachadas”.

Miguel Saravia hizo de su canto una confidencia. “Desde chico me gustaba cantar suavecito. Intentar un coloquio más que un griterío. Sentí la necesidad de comunicarme, de establecer algo así como una charla entre el que dice y el que escucha. Por eso me gustan los reductos chicos, cierto clima intimista”, refiere. No es el cantautor de mitines ni el folclorista festivalero. Tampoco el intelectualizado que ha pasado por los filtros todas las emociones para cultivar un género de invernadero, un producto para pocos entendidos.


Abrirse, viajar, cambiar


A 1os veintidós años debutó como intérprete en el “Club 676” al lado de Astor Piazzola. Allí llega por don Luis Vehil y ese sitio le abre puertas que otros habían cerrado detrás de él cuando le empezaron a ver como el abominable ‘desertor” del folclorismo tradicional. Ese reducto se caracterizó por la presencia de evolucionadas expresiones musicales. De esa época es el primer LP (larga duración) : “El Personal estilo” y también sus primeras incursiones por los café-concert. Él mismo abre uno en Villa Gesell. Pasa por el de Hernán Figueroa Reyes en Olivos y actúa junto a Susana Rinaldi y Rodolfo Mederos en “Jardi” y “Nuestro Tiempo”. Con “Juanita Soledad” gana el primer premio del Festival de la Canción Argentina. Sin hacer concesiones al folklore del grito y la impostación, ya es un triunfador.

Pero esa “ansiedad de su ser” lo empujó a abrirse a nuevos estímulos, sonidos, gentes, paisajes. En 1966 se embarcó en el “Cabo San Vicente”, y da vuelta toda América Latina. Primero por el Pacífico, tocó México, Antillas y retornó el Atlántico. “Allí descubrí formas de expresión poético musicales que desnudaban la común raíz de nuestros pueblos. Es cuando descubro que nuestra milonga y la guajira son hermanas casi gemelas”.

La transición entre lo viejo y lo nuevo lleva su tiempo de maduración. Hasta el séptimo larga duración la marca de origen está aún visible. “De ahí en más, basándome el ritmos folclóricos argentinos, traté de proyectarme en función de mi tiempo vital, no falsearme, seguir mis vivencias”. El ritmo dice, es intocable, es el dibujo inicial de un país o una región. “Lo que traté de adaptar a esta época es todo lo que acompaña a ese ritmo”.

Utilizó la disonancia armónica a partir de descubrir a Gilberto: “los brasileños descubrieron antes que nosotros esa disonancia que viene de lejos. Luego la hacen llegar a la bossa-nova”. La mixtura de jazz y samba procrea ese género que él sintió como propio.

”Como rechazado de Salta”


Miguel no va a Salta hace quince años. La última vez pasó un par de días, un fin de semana insuficiente para reencontrarse con todo lo que quiere allá. “Me crié en Cerrillos. Mi padre era de allí, don Samuel, y mi madre vivía en San Isidro. Por una circunstancia familiar nací en San Luis, el 30 de marzo de 1943. A Salta volví dos meses en 1967 a ver a mi padre y luego en 1982 muy de paso”.

¿Por qué esa distancia física de alguien que siente tan intensamente su tierra? “No me invitaron a actuar nunca en Salta. No se habrá dado la ocasión para esto. Siempre alimento el deseo de volver a mi tierra, cantar allí, estar con mi gente”. Esta es, diríamos, la explicación formal de una circunstancia que recuerda mucho a un exilio interno. ¿Por qué esta distancia Miguel?

“Íntimamente me siento, no digamos extranjero, sino como rechazado. Esto no está en la tierra sino lo veo dibujado en alguna gente. Sé que voy a Cerrillos, me siento debajo de un viejo nogal y la tierra me cobija, me acepta, no me recrimina nada. Me permite volver a ella, no me rechaza, me da su calor”, confiesa Saravia.

“Creo que en un momento llegué a ser un insulto para mucha gente por la libertad que me tomé en proyectar la música nuestra, sobre todo una música con una raigambre tan antigua como la del Noroeste argentino. Mirá, mi hijo Jerónimo, que tiene 18 años, es la décima tercera generación de criollos. Lo digo con orgullo, sin patrioterismos. Porque hay algunos que se llenan la boca de argentinismo y quieren enseñarnos amor a un país donde tenemos mucha sangre de nuestros antepasados. Quizá por aquello que hay quienes se jactan de lo que carecen. Me siento no un desertor sino alguien que busca mantener con vida y mejorar lo heredado”.

Miguel Saravia cree que nadie debe plantarse como dueño del paisaje, “que es de todos”. El folclorismo es la caricatura del folclor, su mala copia, su versión embalsamada, adulterada, disecada, disfrazada con chillones coloridos. Es la versión bastardeada del folclor. Saravia, insiste, no deformó sino que dio nueva forma a una materia que siente visceralmente. “No creo en lo artificial, en lo preparado para espectáculo. No debe ser un cepo impuesto a la gente. Ella debe poder elegir libremente. Tiene que haber diálogo y no monólogo en la difusión de nuestra música”.


Encontrar la claridad


Tiene un bien dibujado rostro oval. La amplia frente está marcada por la huella de los años que avanzan a la madurez. Facciones proporcionadas, párpados que se ajustan a su autorretrato pintado de melancolía sin tristezas. Está en su escritorio, cara descubierta, manos al frente en una postura dispuesta a la franca comunicación. Fuma sin parar, casi encendiendo el próximo con el que se consume entre los labios. El tabaco es el enemigo número uno de su voz hecha susurro a veces arrancado de un remoto fondo.

Hay sencillez notable en su atuendo. El peinado hacia atrás y disciplinado a la gomina le dan un toque muy años cincuenta. Su misma ropa es entre clásica e intemporal: pulóver bremer color arena, camisa abierta arriba y un escote en “V’ que deja sitio para un pañuelo de seda atado a lo criollo. Esa imagen se dispara y se superpone como una diapositiva a otra, a aquella de Miguel Saravia que trepaba el Paseo Güemes rumbo al improvisado recital al pie del monumento. Los tiempos del Colegio Nacional.

“En este momento decidí desensillar hasta que aclare. Artísticamente hablando. Allí está la montura, está todo”, dice. Con cuarenta y cinco años, catorce long-play, un hijo, muchos amigos y “Saudades”, Miguel Saravia aparece, de tanto en tanto, en alguna rueda de amigos y repasa su repertorio. Inevitablemente los que lo conocen y los que recién lo descubren piden que siga cantando. “Voy andando silencios / voy buscando el sol que regalé...", dice ahora en “Imagen de mí mismo”.

Hace 25 años Miguel Saravia cantaba como pocos su añoranza de la Salta que dejó atrás físicamente. Sin renegar, sin contradecir aquel deseo suyo de encontrar cobijo en su tierra, ha escrito ahora en su poema más reciente: “Basta de llorar ausencia. / Necesito vivir / para encontrar la claridad / y un final dentro de mí”. No tiene la guitarra cerca. Recita sus versos con la sola calidez de su voz donde se precipitan torrentes de “saudades”, donde se vuelcan tantas confidencias, tantas cosas de la vida que buscan su lugar en las palabras y en el canto.

La muerte de Miguel Saravia


El 25 de mayo de 1989 tuve que dar cuenta de esta penosa noticia: “A los cuarenta y seis años, víctima de un cáncer pulmonar, murió aquí Miguel Saravia, compositor e intérprete autor -entre muchos otros temas- de “Tierra salteña” que escaló a la fama de la mano de un estilo personal que trascendió su inicial folclorismo tradicional para incursionar en un estilo que estuvo signado por influencias tan variadas como la de Vinicius de Moraes, Astor Piazzolla, el “Mono” Villegas o Joao Gilberto. Saravia, que se desempeñaba como director de una de las comisiones del Senado de la Nación, deja esposa, un hijo varón, 14 long-play y una cantidad de amigos que cosechó desde su calidez, simpatía y afectuosidad.".

Hace justo un año en “Perfiles”, rescatamos a Saravia de un injusto olvido en Salta, tierra que añoraba como el que más, que amaba a lo lejos y a la que quería haber regresado para cantar -pues nunca pudo hacerlo como profesional. A fines de los años ‘50 Saravia animó las veladas estudiantiles salteñas desde el Colegio Nacional.

“Voy andando silenciosa, voy buscando el sol que regalé”, escribió en uno de sus últimos poemas, “Imagen de mí mismo”. Saravia estará ahora reencontrado con ese sol de sus afanes, acariciando los troncos de ese viejo nogal cerrillado que parecía cobijarlo”.

* Este texto se publicó con la firma de Rodrigo Alcorta, seudónimo del autor, el 6 de junio de 1988 en la sección “Perfiles” del diario “El Tribuno” de Salta. La noticia de la muerte de Miguel Saravia apareció en el mismo diario, el 26 de mayo del año 1989.


 

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